El doctor Christopher Dawe permaneció junto a la puerta y observó cómo me encaminaba hacia mi coche aparcado detrás de un Jaguar verde bosque en la entrada del camino. No sé qué esperaba conseguir con eso; quizá temiera que volviese a entrar en la casa a toda prisa y me llevara las pequeñas pastillas de jabón perfumado del cuarto de baño. Subí al Porsche y al sentarme al volante oí cómo un papel crujía debajo de mí.
Lo cogí, y lo dejé en el asiento de al lado mientras reculaba hacia la calle. Pasé ante la casa cuando el doctor Dawe cerraba la puerta principal, conduje una manzana hasta el semáforo; entonces leí la nota.
MIENTEN.
INSTITUTO WESTON
ES URGENTE
La letra era menuda, irregular y femenina. Conduje otra manzana y saqué el mapa de carreteras del este de Massachusetts de debajo del asiento; pasé las hojas hasta que encontré la de Weston. El instituto se encontraba a media cuadrícula, a unas ocho manzanas hacia el este y dos hacia el norte.
Conduje hasta allí a través de calles salpicadas de rayos de sol y me encontré a Siobhan esperándome bajo un árbol en el extremo más alejado de las pistas de tenis que había delante del aparcamiento. Mantuvo la cabeza baja mientras se apresuraba hasta el coche y se sentaba a mi lado.
—Gire a la izquierda al salir del aparcamiento —dijo— y vaya deprisa, ¿de acuerdo?
Así lo hice.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Lejos de aquí. Esta ciudad tiene ojos, señor Kenzie.
Nos alejamos de Weston; Siobhan, con la cabeza baja y mordiéndose la piel de alrededor de las uñas la levantaba de vez en cuando para decirme que torciera a la derecha o a la izquierda y volvía a bajarla de nuevo. Cuando le preguntaba, negaba con la cabeza como si alguien pudiera oírnos viajando en un coche descapotable a sesenta kilómetros por hora por carreteras medio vacías. Después de seguir unas cuantas indicaciones estacionamos en el aparcamiento que había detrás del Saint Regina’s College. El Regina era un colegio universitario privado, católico, sólo para chicas, donde la clase media y piadosa ocultaba a sus hijas con la esperanza de que se olvidaran del sexo. Evidentemente, tenía el efecto contrario; cuando yo iba a la universidad habíamos hecho varias incursiones aquí los viernes por la noche y regresamos a casa magullados y un poco aturdidos por la ferocidad de las buenas chicas católicas y sus deseos reprimidos.
Siobhan salió del coche en cuanto aparqué. La seguí por un sendero que conducía a la parte delantera del patio del dormitorio principal. Anduvimos un rato en silencio; atravesamos el campus silencioso y vacío como si fuéramos los supervivientes de una bomba de neutrones. La hierba y los árboles estaban secos y amarillentos. Los grandes edificios color chocolate y las bajas paredes de piedra caliza parecían enfermos, como si al no haber voces que rebotaran en sus fachadas, se debilitaran y fueran a derretirse por el calor.
—Son crueles.
—¿Los Dawe?
Asintió.
—Se cree un Dios, de verdad —afirmó.
—¿No son así la mayoría de los médicos?
Sonrió.
—Sí, supongo que sí.
Llegamos a un pequeño puente de piedra que daba a un diminuto estanque teñido de color plateado a causa del calor. Siobhan escogió un lugar para apoyarse. Me uní a ella y ambos contemplamos el agua; nuestros reflejos nos devolvían la mirada desde la superficie metálica.
—Crueles —dijo Siobhan—. Disfruta torturando, torturando mentalmente. Le encanta demostrar a la gente lo inteligente que es y lo estúpidos que son los demás.
—¿Y con Karen?
Apoyó su pequeño cuerpo en la barandilla. Contempló detenidamente su reflejo, como si no estuviera segura de cómo había llegado hasta allí y a quién pertenecía.
—¡Ah! —dijo, como si la palabra fuera una muletilla; luego negó con la cabeza—. La trataba como si fuera un animal de compañía. La llamaba su «pequeño y débil bulbo». —Apretó los labios y espiró profundamente—. Su dulce, pequeño y débil bulbo.
—¿Conocía bien a Karen?
Se encogió de hombros y dijo:
—Claro, llegué allí hace trece años. Era una buena persona casi hasta el final.
—¿Y después?
—Después —dijo terminantemente, observando un grupo de patos que anadeaban corriente abajo por el extremo más alejado del río—. Después se volvió un poco loca, creo. ¡Cómo deseaba morir, señor Kenzie! ¡Realmente lo deseaba!
—¿Quería morir o que la salvaran?
Volvió la cabeza hacia mí.
—¿No es lo mismo? ¿Desear que te salven? ¿En este mundo? Es… —Su pequeño rostro se volvió más amargo y gris; negó con la cabeza varias veces.
—Es… ¿qué? —dije.
Me miró como si fuera un niño que acabara de preguntar por qué el fuego arde o por qué las estaciones cambian.
—Bien, es como si uno reza para que llueva, ¿no, señor Kenzie? —Alzó las manos hacia el cielo blanco y despejado—. Rezar para que llueva en medio del desierto.
Dejamos el puente y paseamos sin rumbo a través de un gran campo de fútbol; luego atravesamos pequeñas hileras de árboles y laderas que conducían a los patios de los dormitorios. Siobhan inclinó ligeramente la cabeza hacia los altos edificios.
—Siempre me pregunté cómo sería ir a la universidad.
—¿No fue en su país?
Negó con la cabeza.
—No había dinero y tampoco era la más lista del grupo, si entiende lo que le quiero decir.
—Cuénteme cosas de los Dawe —dije—. Me contó que eran crueles. No sólo malos, sino crueles.
Asintió, se sentó en un banco de piedra, sacó un paquete arrugado de cigarrillos del bolsillo de la camisa y me ofreció uno. Cuando hice un gesto negativo con la cabeza, sacó un cigarrillo del paquete, lo alisó entre los dedos y lo encendió. Se quitó unas hileras de tabaco de la punta de la lengua antes de hablar.
—Un año los Dawe hicieron una fiesta en Navidad —dijo—. Esa noche hubo una tormenta, por lo cual mucha gente no pudo asistir; se sirvió mucha más comida de la que se llegó a comer. La señora Dawe me había pillado una vez cogiendo las sobras de una fiesta y me dijo que las sobras eran para los pobres, y que yo me encargaría de deshacerme de todo lo que sobrara.
Así pues, después de esa fiesta lo hice. A las tres de la mañana, el doctor Dawe entró en mi dormitorio con los restos del pavo. Los lanzó encima de la cama. Se enfadó conmigo porque había tirado comida. Empezó a gritar y a decir que se había vuelto pobre y que con lo que yo había tirado podría haber alimentado a toda su familia durante una semana. —Dio otra calada al cigarrillo y se volvió a quitar las hebras de tabaco de la lengua—. Me obligó a comérmelos.
—¿Qué?
Asintió.
—Se sentó en el borde de la cama y me los hizo comer, trozo a trozo, hasta el amanecer.
—Eso…
—… va en contra de la ley, estoy segura; ¿ha intentado alguna vez conseguir un trabajo en el servicio doméstico, señor Kenzie?
Le sostuve la mirada.
—Usted no tiene papeles, ¿verdad, Siobhan?
Me miró fijamente a los ojos con su mirada apagada y triste; una mirada que decía que si alguna vez había tenido esperanzas, se habían disipado durante sus viajes, hacía ya mucho tiempo.
—Creo que debería limitar sus preguntas a lo que le concierne a usted, señor Kenzie.
Alcé una mano y asentí.
—Entonces tuvo que comerse lo que había tirado a la basura.
—¡Oh, la había lavado! —exclamó. El sarcasmo se ahogó en su garganta—. Me lo dejó muy claro. La lavó antes de subir y me la hizo comer. —Una sonrisa iluminó su piel seca y con marcas de acné—. Así es su buen doctor, señor Kenzie.
—Ese abuso —dije al cabo de un rato— ¿fue algo más que psicológico alguna vez?
—Oh, no —dijo—, conmigo no. Con Karen tampoco, creo. Desprecia a las mujeres, señor Kenzie. Dudo que nos considere merecedoras de sus atenciones. —Volvió a pensar en ello y negó con la cabeza sin dudarlo—. No, pasé mucho tiempo con Karen al final. A decir verdad, bebíamos mucho. Creo que me lo habría dicho. No era muy entusiasta de su padrastro.
—Cuénteme cosas de ella.
Cruzó las piernas y dio una calada.
—Estaba hecha una pena, señor Kenzie. Les suplicó que la acogieran unas semanas, sabe. Se lo suplicó. De rodillas ante su madre. Y su madre dijo: «Oh, eso no es posible, cariño. Debes aprender a… —¿cómo dijo?—, ser independiente. —Sí, eso es—. Debes aprender a ser independiente, cariño». Karen gritó algo horrible a sus pies y su madre me ordenó que trajera té. Sí, Karen y yo quedábamos para tomar unas copas; luego ella se iba con extraños.
—¿Sabe dónde se hospedaba?
—En un motel —dijo, y la palabra sugirió desamparo—. No sé el nombre. Dijo que estaba en… Sticks, eso dijo.
Asentí.
—Es todo lo que me contó. Sticks, un motel, creo… —Se miró la rodilla y lanzó el cigarrillo lejos del banco.
—¿Qué?
—Los dos últimos meses tenía dinero. En metálico. No le pregunté de dónde lo había sacado, pero…
—Sospechaba que…
—Prostitución —dijo—. De repente se volvió liberal con el sexo. Antes no era así.
—Eso es lo que no entiendo —precisé—. Seis meses antes era una persona totalmente diferente. Era…
—… toda dulzura y pureza, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Usted nunca hubiera creído que tenía pensamientos sucios.
—Exactamente.
—Sí, siempre había sido así. Enfrentó la maldita locura de esa maldita casa convirtiéndose en eso. Sin embargo, no creo que fuera algo natural para ella, ¿sabe? Creo que era lo que ella deseaba haber sido.
—¿Qué sabe de ese altar de fotografías que hay en el vestíbulo? —pregunté—. Hay un chico joven; podría ser el hermano pequeño del doctor, y luego hay esa niña pequeña…
Suspiró.
—Naomi. La única hija que tuvieron juntos.
—¿Murió?
Siobhan asintió con la cabeza.
—Hace mucho tiempo. Ahora tendría catorce o quince años. Murió justo antes de cumplir los cuatro años.
—¿Cómo?
—Hay un pequeño estanque detrás de la casa. Era invierno y ella iba detrás de una pelota que fue a caer en la superficie helada. —Se encogió de hombros—. Se hundió.
—¿Quién la vigilaba?
—Wesley.
Por un momento imaginé a la niña en la blanca superficie helada, intentando coger la pelota, y después…
Un estremecimiento subió en espiral por mis huesos.
—Wesley —dije—, ¿es el hermano pequeño del doctor Dawe?
Negó con la cabeza.
—El hijo. El doctor Dawe era viudo cuando conoció a Carrie, viudo con un hijo. Ella era viuda con una hija. Se casaron, tuvieron una hija, y murió.
—Y Wesley…
—No tuvo nada que ver con la muerte de Naomi —dijo con un deje de enfado en su voz—. Sin embargo, la echaron la culpa, ya que se suponía que debería haber estado vigilándola. Sí, le perdió de vista un instante y ella se cayó al estanque. El doctor Dawe culpó a su hijo porque no podía culpar a Dios, ¿no?
—¿Sabe cómo podría encontrar a Wesley?
Encendió otro cigarrillo doblado y negó con la cabeza.
—Abandonó la familia hace mucho tiempo. El doctor Dawe no permite que se pronuncie su nombre en la casa.
—¿Seguía Karen en contacto con él?
Negó con la cabeza de nuevo.
—Creo que llevaba fuera unos diez años… No creo que nadie sepa qué se hizo de él. —Dio una breve calada al cigarrillo—. ¿Qué va a hacer ahora?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Eh, Siobhan, los Dawe me dijeron que Karen iba a un psiquiatra. ¿Sabe cómo se llama?
Empezó a negar con la cabeza.
—¡Vamos! —dije—. Debe de haberlo oído alguna vez en todos estos años.
Abrió la boca ligeramente, pero después volvió a negar con la cabeza.
—Lo siento, no me acuerdo.
Me levanté del banco.
—De acuerdo, ya encontraré la manera de averiguarlo.
Siobhan me miró a los ojos durante un buen rato, con el humo del cigarrillo ascendiendo entre nosotros. Era tan seria, tan carente de frivolidad, que me preguntaba cuántas veces se habría reído en la vida.
—¿Qué pretende averiguar, señor Kenzie?
—Por qué murió —dije.
—Murió porque procedía de una familia que era un maldito espectáculo de terror. Murió porque David sufrió un accidente. Murió porque no pudo hacer frente a todo eso.
Le dediqué una débil sonrisa.
—Eso es lo que oigo continuamente.
—¿Y por qué, si permite que se lo pregunte, no le satisface esa respuesta?
—A la larga puede ser que lo haga. —Me encogí de hombros—. Sólo quiero llegar al fondo de las cosas, Siobhan. Sencillamente intento poder decir: «De acuerdo, ahora lo entiendo. Dadas las circunstancias, quizá yo hubiera hecho lo mismo».
—Ah —dijo—, qué católico. Siempre buscando razones.
Solté una risita.
—Pero no practico, Siobhan. Nunca practico.
Puso los ojos en blanco, se inclinó hacia atrás, y fumó durante un rato sin pronunciar palabra.
El sol desapareció tras unas nubes sucias.
—Busca una razón, ¿verdad? Pues empiece por el hombre que la violó —dijo Siobhan.
—¿Cómo dice?
—La violaron, señor Kenzie. Seis semanas antes de que muriera.
—¿Se lo contó ella?
Siobhan asintió.
—¿Le dijo algún nombre?
Negó con la cabeza.
—Sólo dijo que le habían prometido que él nunca volvería a molestarla, pero lo hizo.
—¡Maldito Cody Falk! —susurré.
—¿Quién es?
—Un fantasma —dije—, pero él aún no lo sabe.