La madre y el padrastro de Karen Nichols, Carrie y Christopher Dawe, vivían en Weston en una réplica colonial del Monticello de Jefferson. Todas las casas tenían jardines del tamaño de Vancouver y brillaban por las gotas que esparcían los aspersores con un discreto siseo. Había cogido el Porsche —lo había hecho lavar y frotar antes de llegar— y me había vestido con el tipo de atuendo veraniego informal que preferían los chicos de Beverly Hills 90210: un ligero chaleco de cachemir sobre una camiseta blanca, pantalones caqui Ralph Lauren y mocasines marrones. Con semejante atavío me habrían roto la cara enseguida en la avenida Dorchester, pero aquí parecía de rigueur. Si hubiera tenido unas gafas de sol de quinientos dólares y no fuera irlandés, probablemente alguien me habría invitado a jugar al golf. Pero así era Weston, no sería el barrio más caro de una ciudad cara sin ciertas normas.
Mientras iba por el camino de pizarra que conducía a la entrada principal de los Dawe, abrieron la puerta de par en par y permanecieron allí con los brazos cruzados en la espalda; me saludaron con la mano como si fueran Robert Young y Jane Wyatt en una película en blanco y negro de diecinueve pulgadas.
—¿Señor Kenzie? —dijo el doctor Dawe.
—Sí, señor. Encantado de conocerle. —Llegué hasta ellos y recibí dos firmes apretones de mano.
—¿Cómo le ha ido el viaje hasta aquí? —preguntó la señora Dawe—. Espero que haya venido por la autopista.
—Sí, señora. Ningún problema. No había tráfico.
—Estupendo —dijo el doctor Dawe—. Haga el favor de pasar, señor Kenzie. Entre, por favor.
Llevaba una camiseta descolorida y unos pantalones arrugados caqui. Tanto su oscura mata de pelo como la barba de chivo perfectamente recortada estaban salpicadas de distinguidas canas y su sonrisa era sincera. No encajaba con la imagen endivada de un atareado cirujano de Massachusetts. Por su apariencia, me lo imaginaba mejor leyendo poesía en Inman Square, sorbiendo infusiones de hierbas y citando a Ferlinghetti.
Ella llevaba un suéter negro y gris y mallas negras, y sandalias negras; tenía el pelo del color de los arándanos, lustroso y oscuro. Le calculé unos cincuenta años por lo que sabía sobre Karen Nichols, pero parecía diez años más joven; vestida con aquella ropa informal me recordaba a una universitaria en su primera fiesta nocturna de la hermandad de mujeres, bebiendo vino de la botella y sentada en el suelo con las piernas cruzadas.
Me condujeron a toda prisa por un vestíbulo de mármol bañado en luz amarilla, pasamos ante una escalinata blanca que subía elegantemente hacia la izquierda como un cisne que estirara el cuello; llegamos a un despacho doble muy acogedor, con vigas color cereza, alfombras orientales, y una sensación de antigua opulencia por las sillas de piel, el sofá a juego y los sillones. La estancia parecía más pequeña porque estaba pintada de color salmón oscuro y repleta de libros, CD y media canoa colocada en vertical para guardar recuerdos, libros de lomos gastados y una colección de discos de 33 revoluciones, de los sesenta en su mayor parte: Dylan y Joan Baez compartían el espacio con Donovan y los Byrds, Peter, Paul & Mary y Blind Faith. Cañas de pescar, sombreros, maquetas de goletas concienzudamente detalladas se hacinaban por doquier; había una mesa rústica descolorida detrás del sofá y en la pared dibujos originales de Pollock y Basquiat y una litografía de Warhol. No me desagradan los cuadros de Pollock y Basquiat, aunque nunca sustituiría el póster de Marvin el Marciano que tengo en el dormitorio por ninguno de ellos; me senté de manera que no viera el Warhol. Creo que Warhol tiene de artístico lo que Rush de música rock, es decir, nada.
El despacho del doctor Dawe estaba en la esquina que daba al oeste y sobre el escritorio se amontonaban revistas médicas y libros, dos maquetas de barcos y una pila de microcasetes alrededor de una micrograbadora. El despacho de Carrie Dawe daba al este, pulcro y minimalista, a excepción de una libreta encuadernada en piel, con una estilográfica de plata encima y una pila de papel mecanografiado color crema a su derecha. Al mirarlos por segunda vez me di cuenta de que ambos escritorios estaban hechos a mano, con secoya del norte de California o madera de teca del Lejano Oriente; era difícil distinguirlo con aquella luz tamizada.
Con el mismo procedimiento utilizado para construir cabañas, la madera había sido tallada a mano y colocada en su sitio; después habían dejado que envejeciera y se dilatara durante unos cuantos años hasta que las piezas encajaran entre sí con más adherencia y fuerza de la que nunca se podría conseguir con metal y un soplete. Sólo entonces la venderían. Estoy seguro que en una subasta privada. Al mirarla por segunda vez me di cuenta de que la mesa descolorida no era una imitación, era rústica y francesa.
La estancia no era sólo acogedora, era exquisita y cara.
Me senté en un extremo del sofá y Carrie Dawe se sentó en el otro, con las piernas cruzadas, tal y como había imaginado que haría, alisando distraídamente las borlas de la colcha afgana de verano que había encima del sofá, mientras me observaba con sus verdes y dulces ojos.
El doctor Dawe se acomodó en una de las sillas de piel y la empujó hasta el otro lado de la mesa auxiliar que había entre nosotros.
—Bien, señor Kenzie, mi mujer me ha dicho que es investigador privado.
—Sí, señor.
—Creo que nunca había conocido uno —dijo, mientras se acariciaba la barba de chivo—. ¿Cariño?
Carrie Dawe negó con la cabeza y me señaló con el índice.
—Usted es el primero —dijo.
—¡Caramba! —exclamé—. ¡Cielos!
El doctor Dawe se frotó las manos y se inclinó hacia delante.
—¿Cuál es su caso favorito?
Sonreí.
—Ha habido muchos.
—¿De verdad? Bien, venga, cuéntenos uno.
—De hecho, señor, me encantaría, pero voy un poco mal de tiempo y si a ustedes no les supusiera mucha molestia, me gustaría hacerles unas preguntas sobre Karen.
Pasó la palma de la mano por encima de la mesa auxiliar.
—Pregunte, señor Kenzie, pregunte.
—¿Cómo conoció a mi hija? —preguntó Carrie Dawe dulcemente.
Volví la cabeza, me crucé con sus verdes ojos, vi el destello de un antiguo dolor en sus pupilas antes de desvanecerse.
—Me contrató hace seis meses.
—¿Por qué? —preguntó.
—Un hombre la estaba acosando.
—¿Consiguió que dejara de hacerlo?
Asentí.
—Sí, señora, lo hice.
—Bien, gracias, señor Kenzie. Estoy segura de que fue una gran ayuda para Karen.
—Señora Dawe —dije—, ¿Karen tenía enemigos?
Me dedicó una sonrisa perpleja.
—No, señor Kenzie. Karen no era el tipo de chica que tenía enemigos. Era una criatura demasiado innocua para eso.
«Innocua» —pensé—. «Criatura».
Carrie Dawe inclinó la cabeza en dirección a su marido y éste cogió el relevo.
—Señor Kenzie, según la policía, Karen se suicidó.
—Sí.
—¿Existe alguna razón por la que debamos dudar de la firmeza de sus conclusiones?
Negué con la cabeza.
—No, señor.
—Ajá —asintió para sí; tuve la impresión de que se alejaba, mientras sus ojos indecisos observaban mi cara y el resto de la habitación. Al cabo me miró fijamente a los ojos. Sonrió y se golpeó las rodillas como si hubiera tomado una decisión definitiva—. Creo que un poco de té nos iría bien a todos, ¿no creen?
Debía de haber algún sistema de interfono en la habitación, o el servicio esperaba justo detrás de la puerta, porque tan pronto como lo dijo se abrió la puerta y entró una mujercita que llevaba una bandeja con tres delicados juegos de té indios de cobre.
La mujer debía de tener treinta y tantos años; vestía una camiseta y shorts. Tenía el pelo corto, castaño, sin brillo, y en el cráneo lo llevaba a cepillo. De piel pálida y descuidada: las mejillas y la barbilla invadidas por el acné, el cuello lleno de manchas, los brazos secos y escamosos.
Con la vista baja, depositó la bandeja en la mesa auxiliar que había entre nosotros.
—Gracias, Siobhan —dijo la señora Dawe.
—Bien, señora. ¿Desea algo más?
Su acento irlandés era mucho más marcado del que había tenido mi madre. Un deje así sólo podía ser del norte, de las frías y grises ciudades donde se encontraban las refinerías y el hollín flotaba en el aire como una nube.
Los Dawe no respondieron. Cogieron cuidadosamente los servicios de té indios, añadieron la crema de leche, el azúcar, el té, y dispusieron las bebidas en tazas tan delicadas que no me atrevería a estornudar en todo el barrio.
Siobhan esperó, lanzándome una rápida mirada furtiva desde sus entrecerrados párpados mientras el vapor alcanzaba su piel blanquecina.
El doctor Dawe dio por acabado el ritual tras remover un rato con la cuchara en la taza. Se lo llevó a los labios, vio que yo no había tocado el mío, y se dio cuenta de que Siobhan permanecía de pie a mi izquierda.
—Siobhan —dijo—. ¡Santo cielo, mujer, ya puede usted retirarse! —se rió—. De hecho, parece cansada. ¿Por qué no se coge la tarde libre?
—Sí, doctor. Gracias.
—No, gracias a ti —dijo—. Este té es fantástico.
Salió de la habitación con los hombros caídos y la espalda encorvada; cuando cerró la puerta, el doctor Dawe dijo:
—Una chica estupenda. Sencillamente estupenda. Está con nosotros casi desde que puso un pie fuera del barco hace catorce años. Sí… —dijo con dulzura—. Nos preguntamos, señor Kenzie, por qué está investigando la muerte de mi hijastra si no hay nada que investigar —arrugó la nariz por encima de la taza y tomó un sorbo.
—Bien, señor —dije, mientras cogía la jarra de leche—. De hecho, estoy más interesado en su vida, en los últimos seis meses antes de que muriera.
—¿A qué se debe ese interés? —preguntó Carrie Dawe.
Vertí un poco de té humeante en la taza, añadí un poco de azúcar y una nube de crema de leche. Donde fuera que estuviera, mi madre debería de estar revolcándose en la tumba: la crema de leche era para el café, la leche para el té.
—No me dio la impresión de que fuera del tipo de gente que se suicida —dije.
—¿No lo somos todos? —preguntó Carrie Dawe.
La miré.
—¿Cómo dice? —pregunté.
—Con las circunstancias adecuadas, inadecuadas, mejor dicho, ¿no somos todos capaces de suicidarnos? Una tragedia aquí, otra allá…
La señora Dawe me observó por encima de su taza de té y yo di un sorbo antes de hablar. El doctor Dawe tenía razón; era un té buenísimo, con o sin crema de leche. Lo siento, mamá.
—Estoy convencido de que todos somos capaces, pero el declive de Karen me pareció… drástico.
—¿Basa su opinión en un conocimiento íntimo? —preguntó el doctor Dawe.
—¿Perdón?
Movió la taza hacia mí y dijo:
—¿Mi hijastra y usted eran íntimos?
Le miré, entrecerré los ojos de una forma que estoy seguro que le confundió; movió las cejas con júbilo.
—Vamos, señor Kenzie, no solemos hablar mal de los muertos por aquí, pero sabemos que meses antes de morir, las actividades sexuales de Karen eran… Bien, desenfrenadas.
—¿Cómo lo saben?
—Era grosera —dijo Carrie Dawe—. Hablaba de forma explícita. Bebía, tomaba drogas. Habría sido mucho más triste si no hubiese sido algo tan evidente. Incluso una vez le hizo proposiciones a mi marido.
Me volví a mirar al doctor Dawe; éste asintió con la cabeza, volvió a colocar la taza en la mesa auxiliar.
—Así fue, señor Kenzie, así fue. Cada vez que Karen pasaba por aquí parecía un drama de Tennessee Williams.
—Nunca la vi así —dije—. La conocí antes de que David sufriera el accidente.
—¿Qué impresión le causó? —preguntó Carrie Dawe.
—Me pareció amable, dulce, sí, y quizás un poco demasiado inocente para este mundo, pero inocente de todas maneras, señora Dawe. No el tipo de mujer que saltaría desnuda desde el edificio de Aduanas.
Carrie Dawe apretó los dientes y asintió con la cabeza. Desvió la mirada fijándola en algún lugar del techo. Tomó un sorbo de té de forma tan estridente que pareció el ruido que hacen unas botas al pisar las hojas secas de otoño.
—¿Le ha mandado él? —dijo al cabo de un rato.
—¿Qué? ¿Quién?
Volvió la cabeza, me sostuvo la mirada con sus fríos y verdes ojos.
—Estamos…, señor Kenzie. Iba a mencionarlo, ¿verdad?
—No sé de qué me están hablando —dije lentamente.
—Estoy segura de que lo sabe —dijo ella, riendo entre dientes de un modo que pareció un móvil de campanillas.
—Quizá no. Quizá no —dijo el doctor Dawe.
Se le quedó mirando y después ambos me miraron a mí; de repente fui consciente de la cortesía febril que irradiaba de sus ojos y deseé quitarme la piel, lanzar el esqueleto por la ventana y charlar como un loco por las calles de Weston.
—Si no está aquí para extorsionarnos, señor Kenzie, ¿para qué ha venido? —dijo el doctor Dawe.
Me volví hacia él; la luminosidad de su rostro me pareció enfermiza.
—No creo que todo lo que le pasó a su hija durante los últimos meses de su vida fuera accidental.
Se inclinó hacia delante con una expresión de solemne seriedad.
—¿Es una corazonada? ¿Está siguiendo su instinto, Starsky? —Sus ojos recobraron de nuevo el brillo maníaco y se reclinó en su asiento—. Le doy cuarenta y ocho horas para que solucione el caso, si no lo hace, estará haciendo rondas por Roxbury hasta el invierno. —Palmeó con las manos—. ¿Qué le parece?
—Sólo intento averiguar por qué murió su hija.
—Murió —dijo Carrie Dawe— porque era débil.
—¿Qué quiere decir, señora?
Me dedicó una cálida sonrisa.
—No hay ningún misterio, señor Kenzie. Karen era débil. Si las cosas no eran como ella deseaba, se desmoronaba por la tensión. Mi hija, a la que yo di a luz, era débil. Necesitaba que la tranquilizaran continuamente. Fue al psiquiatra durante veinte años. Necesitaba que alguien le cogiera de la mano y le dijera que todo iría bien, que el mundo funcionaría. —Alargó las manos como si quisiera decir «Qué será, será»—. Bien, el mundo no funciona y Karen lo averiguó. Eso la destruyó.
—Ciertos estudios han demostrado —dijo el doctor Dawe, con la cabeza ligeramente inclinada hacia su mujer— que el suicidio es un acto intrínsecamente pasivo y agresivo. ¿Ha oído hablar de ello, señor Kenzie?
—Sí.
—Que tiene como objetivo no sólo dañar a quien se quita la vida, sino a los que deja detrás. —Vertió un poco más de té en la taza—. Míreme, señor Kenzie.
Le miré.
—Soy un hombre cerebral. Por eso las cosas me han ido bastante bien. —Los oscuros ojos brillaron con orgullo—. Sin embargo, al ser un intelectual, seguramente no estoy mucho en armonía con las necesidades emocionales de los otros. Tal vez hubiera podido prestar más apoyo emocional a Karen mientras se formaba.
—Hiciste un buen trabajo, Christopher —dijo su mujer.
Le hizo un gesto con la mano para que no continuara, me miró fijamente.
—Sabía que Karen nunca superó la muerte de su padre biológico y, con la perspectiva del tiempo transcurrido, debería haberme esforzado más para que supiera que la amaba. Pero somos criaturas con defectos, señor Kenzie. Todos nosotros. Usted, yo, Karen. Y la vida es un remordimiento constante. Así pues, mi mujer y yo, se lo prometo, tendremos remordimientos durante los próximos años de todo lo que no hicimos por nuestra hija. Sin embargo, ese remordimiento no es para que otros lo consuman. Ese remordimiento es nuestro, señor. Esa pérdida es nuestra. Sea cual sea su extraña búsqueda, no me importa decírselo, creo que es un poco triste.
—Señor Kenzie, ¿puedo hacerle una pregunta? —dijo la señora Dawe.
Me volví hacia ella y respondí.
—Claro.
Puso la taza de té encima del platillo.
—¿Se trata de necrofilia?
—¿Qué?
—Ese interés por mi hija. —Se inclinó hacia delante y se secó los dedos en el mantel de la mesa auxiliar.
—Ah, no, señora.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Entonces, ¿de qué se trata, señor?
—A decir verdad, señora, no estoy seguro del todo.
—Por favor, señor Kenzie, debe de tener alguna idea. —Se alisó la falda.
De repente me noté extraño y sentí que la habitación me oprimía. Me sentí impotente. Intentar resumir mi deseo de deshacer un agravio, cuya víctima ya no podía beneficiarse de mis esfuerzos, parecía imposible. ¿Cómo explicar en unas frases las fuerzas que dirigen y a menudo explican la propia vida?
—Estoy esperando, señor Kenzie.
Extendí un brazo débilmente como para indicar la absurdidad de todo aquello.
—Me dio la impresión de que era una persona que cumplía las normas.
—¿Y qué normas son ésas? —dijo el doctor Dawe.
—Las de la sociedad, supongo. Tenía un trabajo, abrió una cuenta bancaria con su prometido y ahorraba para el futuro. Se vestía y hablaba de la forma en que supuestamente Madison Avenue nos indica. Se compró un Corolla cuando en realidad quería un Camry.
—Me está haciendo perder el hilo —dijo la madre de Karen.
—Actuaba según las normas —proseguí— y a pesar de ello la pisotearon. Lo único que quiero saber es si todo lo que tuvo que sufrir no fue accidental.
—Hum —dijo Carrie Dawe—. ¿gana mucho dinero batallando contra adversarios imaginarios, señor Kenzie?
Sonreí.
—Es una manera como otra de ganarse la vida.
Observó el juego de té que tenía a su derecha.
—Fue enterrada en féretro cerrado.
—¿Perdón?
—Karen —dijo— fue enterrada en un féretro cerrado porque lo que había no podía ser mostrado en público. —Alzó los ojos y me miró; sus ojos brillaban húmedos en la creciente oscuridad de la habitación—. Incluso la forma en que se suicidó, como puede ver, era agresiva y con intención de herirnos. Privó a sus amigos y a su familia de que la viéramos por última vez, de que pudiéramos llorarla como es debido.
No tenía ni la más remota idea de lo que podía contestar; así que decidí permanecer en silencio.
Carrie Dawe me miró, movió la mano hacia atrás con hastío.
—Cuando Karen perdió a David, el trabajo y el piso, vino a vernos. Por dinero. Para tener un sitio donde vivir. En ese momento era bastante obvio que tomada drogas. Me negué; no fue Christopher, señor Kenzie, yo me negué a subvencionarle las drogas. Seguimos pagándole las facturas del psiquiatra, pero decidí que debía aprender a valerse por sus propios medios. Mirando hacia atrás, quizá fue un error. Pero en las mismas circunstancias, creo que haría lo mismo. —Se inclinó hacia delante y me indicó que hiciera lo mismo—. ¿Le parece una crueldad?
—No necesariamente —dije.
El doctor Dawe volvió a aplaudir; el ruido sonó como un perdigón en el silencio de la habitación.
—¡Bien, esto es estupendo! No recuerdo cuándo lo pasé tan bien por última vez. —Se puso en pie y me tendió la mano—. Pero todo lo bueno se acaba. Señor Kenzie, le agradecemos el buen rato que nos ha hecho pasar y espero que pronto usted y sus juglares vengan a visitarnos de nuevo.
Abrió la puerta y permaneció junto a ella.
Su mujer se quedó donde estaba. Se sirvió un poco más de té. Se estaba poniendo azúcar cuando dijo:
—Cuídese, señor Kenzie.
—Adiós, señora Dawe.
—Adiós, señor Kenzie —dijo con un tono de voz monótono y cantarín mientras vertía la crema de leche.
El señor Dawe me condujo hasta el vestíbulo y por primera vez me fijé en las fotografías. Estaban en la pared más alejada, en la de mi izquierda al entrar, pero debido a que tenía uno a cada lado y a que habíamos pasado tan rápidamente, deslumbrado por su simpatía y por su dinamismo, no las había visto.
Como mínimo, debía de haber unas veinte; todas eran de una niña pequeña de pelo oscuro. Algunas de cuando era recién nacida, otras de la niña a medida que crecía. Un doctor Dawe y una señora Dawe más jóvenes aparecían en casi todas: sosteniendo a la niña, besándola, riendo con ella. En ninguna de las fotografías parecía tener más de cuatro años.
Karen aparecía en algunas de las fotografías muy joven y con aparatos en los dientes, pero siempre sonriendo, con su pelo rubio, su piel perfecta y un aura de perfección prístina de clase media alta sugiriendo, retrospectivamente, cierta desesperación desgarradora. También había un joven alto y delgado en algunas de las fotografías. En la sucesión de fotografías que mostraban el crecimiento del chico, se veía que iba perdiendo pelo y que cada vez tenía más entradas; era difícil adivinar su edad, pero me figuré que rondaría los veinte años. El hermano del doctor, supuse. Tenía la misma cara con forma de corazón estrujado, la misma mirada viva y lejana, siempre en busca de algo, rara vez quieta; el hombre joven de las fotografías le daba a uno la sensación de que la cámara había captado su imagen justo cuando estaba a punto de apartar la mirada.
Las miré de cerca.
—¿Tiene otro hijo, doctor?
Se acercó a mí, me tomó por el codo.
—¿Hace falta que le indique cómo llegar a la autopista, señor Kenzie?
—¿Qué edad tiene ahora? —pregunté.
—Es un cachemir estupendo —dijo el doctor Dawe—. ¿No es de Neiman?
Me condujo hasta la puerta.
—Es de Saks —dije—. ¿Quién es el joven? ¿Hermano? ¿Hijo?
—De Saks —repitió con una alegre señal de asentimiento—. Debería haberlo imaginado.
—¿Quién le hace chantaje, doctor?
Sus luminosos ojos se movieron.
—Conduzca con cuidado, señor Kenzie. Hay muchos locos en la carretera.
«Hay muchos malditos locos en esta casa», pensé, mientras me empujaba dulcemente fuera de su casa.