7

Volví a llamar a Devin; le desperté.

—¿Has tenido suerte con la señorita Diaz?

—No. Las chicas, ya se sabe…

—No consigo que los detectives Thomas o Stapleton contesten a mis llamadas.

—Stapleton era uno de los niños bonitos de Doyle; ése es el motivo.

—¡Ah!

—Uno podría ver a Hoffa tomándose un café en un restaurante, y Stapleton no contestaría la llamada.

—¿Thomas?

—Ella es menos previsible. Además, hoy trabaja sola.

—¡Qué afortunado soy!

—Sí, bien, malditos irlandeses. ¿Qué quieres que te diga? Espera un momento. Voy a ver si averiguo dónde está.

Esperé dos o tres minutos, se volvió a poner al aparato.

—Estás en deuda conmigo, supongo que no hace falta que te lo diga.

—Eso está hecho —contesté.

—Eso siempre está hecho —dijo Devin con un suspiro—. La detective Thomas está trabajando en Back Bay en un caso de muerte por estupidez. Dirígete al callejón que hay entre Newbury y la avenida Comm.

—¿En qué manzana?

—En Dartmouth y Exeter. No te metas con ella. Es una tipa muy dura. Es capaz de comerte y escupirte sin inmutarse.

La detective Joella Thomas salió del callejón que había al final de la calle Dartmouth, gateó por debajo de la cinta policial que rodeaba el escenario del crimen, y se quitó un guante de látex mientras se alejaba. Después salió por el otro lado, se incorporó de la posición de cuclillas, se quitó el guante y sacudió el blanco talco de su piel de ébano. Llamó a un tipo que estaba sentado en el parachoques de la camioneta del equipo forense.

—Larry, todo tuyo.

—¿Aún está muerto? —preguntó Larry sin alzar la vista de la página de deportes.

—Sí, cada vez más —dijo Joella.

Se quitó el otro guante, y aunque se dio cuenta de que yo estaba junto a ella, continuó mirando a Larry.

—¿Te ha dicho algo? —dijo Larry, pasando una hoja del periódico.

Joella Thomas se pasó un caramelo de un lado a otro de la boca y asintió.

—Me ha contado lo que hay en el Más Allá.

—¿De verdad?

—Una fiesta continua.

—Qué bien. Se lo diré a su mujer. —Larry dobló el periódico y lo tiró en la furgoneta que había a su espalda—. Malditos Sox, detective, ¿sabe lo que quiero decir?

Joella Thomas se encogió de hombros.

—Yo soy aficionada al hockey.

—Entonces, malditos Bruins, también.

Larry nos dio la espalda y rebuscó en la furgoneta del equipo forense.

Joella Thomas estaba a punto de despedirse cuando pareció recordar mi presencia. Volvió la cabeza lentamente hacia mí y me miró a través de los cristales color dorado oscuro de sus gafas de sol sin montura.

—¿Qué? —dijo.

—¿Detective Thomas? —dije, tendiéndole la mano.

Me dio un rápido apretón y se cuadró de hombros para ponerse ante mí.

—Patrick Kenzie. Es posible que Devin Amroklin me haya mencionado.

Inclinó la cabeza, oí el castañeteo del caramelo contra los dientes.

—¿No se podía haber pasado por la comisaría, señor Kenzie?

—Pensé que así aceleraría un poco las cosas.

Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y se apoyó sobre los talones.

—Desde que denunció a un policía, no le gusta mucho ir a las comisarías, ¿verdad, señor Kenzie? —dijo.

—Las celdas me parecen mucho más cercanas.

—¡Ajá! —Se echó hacia atrás cuando Larry y dos policías forenses pasaron entre nosotros.

—Detective —dije—, siento mucho que una de mis investigaciones llevara a la detención de un tipo que…

—Bla, bla, bla —dijo Joeila Thomas a la vez que agitaba su larga mano ante mi cara—. No se preocupe por él, señor Kenzie. Era de la vieja escuela, uno de los chicos de la antigua red de policías. —Se volvió hacia la acera—. ¿Le parezco de la vieja escuela?

—Ni se me habría pasado por la cabeza.

Joella Thomas era delgada y debía de medir un metro ochenta. Llevaba un traje cruzado color oliva encima de una camiseta negra. La placa dorada le colgaba de un cordón negro de nilón alrededor del cuello haciendo juego con los tres aros del lóbulo izquierdo. El derecho estaba tan desnudo y liso como su afeitada cabeza.

Mientras permanecíamos en la acera, el calor y el rocío de la mañana se elevaban sobre el suelo formando una delicada neblina. Era temprano, domingo, y las cafeteras Krups de los yuppies seguramente empezaban a filtrar café; los que habían salido a pasear el perro estarían de regreso hacia sus casas.

Joella arrancó un trozo de papel de aluminio de su paquete de caramelos Life Savers, sacó uno.

—¿Menta? —ofreció.

Me pasó el paquete.

—Gracias.

Lo guardó de nuevo en el bolsillo de la chaqueta. Observó el callejón y después el tejado.

—¿Ha saltado? —dije siguiendo su mirada.

Negó con la cabeza.

—Se ha caído. Se subió al tejado para chutarse durante la fiesta. Se sentó en el borde, se colocó y se puso a mirar las estrellas. —Imitó a alguien que se acercaba demasiado al borde—. Debió de ver un cometa.

—¡Ay! —exclamé.

Joella Thomas partió un trozo de bollo, lo mojó en su tazón de té y se lo llevó a la boca.

—Así que, quiere saber cosas sobre Karen Nichols.

—Sí.

Masticó, tomó un sorbo de té.

—¿Le preocupa que alguien le empujara?

—¿Fue eso lo que pasó?

—No. —Se reclinó en la silla y observó a un anciano que tiraba trozos de pan a las palomas de afuera. Su cara pálida y pequeña, y la nariz ganchuda, le asemejaba mucho a los pájaros que alimentaba. Nos encontrábamos en el Café de Jose, de Jorge, a una manzana del escenario del crimen. Jorge servía nueve clases de bollos, quince variedades de pan dulce, cuadrados de tofu; parecía haber acaparado el mercado del trigo.

—Fue un suicidio —dijo Joella Thomas encogiéndose de hombros—. Un caso claro: muerte causada por la caída. No había signos de lucha, ni rozaduras de zapatos cerca de donde saltó. De hecho, es uno de los casos más claros.

—¿Tiene sentido que se suicidara?

—¿Qué quiere decir?

—Estaba muy deprimida por el accidente de su novio, etcétera.

—Eso suponemos.

—¿Y le parece suficiente motivo?

—Ya veo dónde quiere ir a parar. —Hizo un gesto de asentimiento y luego negó con la cabeza—. Mire, ¿los suicidios? Rara vez tienen sentido. Y le voy a decir algo más: la mayoría ni siquiera deja una nota. Quizás un diez por ciento. El resto se desconecta y deja a todo el mundo preguntándose por qué.

—Debe de haber algún punto en común.

—¿Entre las víctimas? —Otro sorbo de té, otro gesto negativo—. Es obvio que todos ellos están deprimidos. Pero ¿quién no lo está? ¿Se despierta cada día pensando: «Qué maravilloso es estar vivo…»?

Solté una risita y negué con la cabeza.

—Ya. Yo tampoco. ¿Qué me dice de su pasado?

—¿Eh?

—Su pasado. —Me apuntó con la cuchara y luego removió el té—. ¿Acepta todo lo que le sucedió en el pasado, o hay algunas cosas, de las que no habla, que aún le estremecen cuando piensa en ellas veinte años después?

Consideré la pregunta. Una vez, cuando tenía unos seis o siete años y mi padre acababa de pegarme con el cinturón, entré en el dormitorio que compartía con mi hermana, la vi arrodillada junto a sus muñecas y le di un puñetazo en la nuca con todas mis fuerzas.

La expresión de su rostro —sobresalto, miedo, pero también una resignación repentina y hastiada— se me quedó grabada en el cerebro como un clavo. Incluso ahora, veinticinco años después, su cara de niña de nueve años se me apareció repentinamente en la cafetería de Back Bay; sentí una oleada de vergüenza tan grande que podía derribarme como si me hubieran golpeado.

Y eso era sólo un recuerdo. La lista era larga, aumentada por toda una vida de errores, decisiones equivocadas e impulsos.

—Lo noto en su cara —dijo Joella Thomas—. Tiene recuerdos con los que nunca se podrá reconciliar.

—¿Y usted?

Asintió.

—¡Oh, claro! —Se reclinó en la silla, observó el ventilador que pendía del techo y espiró profundamente—. ¡Claro! —repitió—. Todos los tenemos. Todos cargamos con nuestro pasado, echamos a perder nuestro presente y tenemos días en que pensamos que no tiene mucho sentido seguir luchando por el futuro. Los suicidas son sencillamente gente que se deciden, dicen: «¿más de esto? Al infierno. Es hora de bajarse del autobús». Y la mayoría de las veces uno ni siquiera sabe qué gota fue la que colmó el vaso. He visto casos, que en apariencia no tenían ningún sentido. Una joven madre en Brighton el año pasado… Según lo que decía todo el mundo, amaba a su marido, a sus hijos, a su perro. Tenía un trabajo estupendo. Una relación inmejorable con sus padres. No tenía preocupaciones económicas. Bien, pues fue la dama de honor en la boda de su mejor amiga. Después de la boda, fue a casa y se colgó en el cuarto de baño, sin quitarse el horrible vestido de gasa. Bien, ¿pasó algo en esa boda que la afectó? ¿Estaba enamorada en secreto del novio? ¿Quizá de la novia? ¿O recordó su propia boda y todas las esperanzas que había tenido, y mientras observaba cómo sus amigos intercambiaban promesas, se vio obligada a aceptar hasta qué punto su matrimonio era frío y totalmente diferente de las fantasías que había albergado? ¿O simplemente se cansó de repente de esta interminable vida? —Joella balanceó ligeramente los hombros—. No lo sé. Nadie lo sabe. Sin embargo, le aseguro que ni una sola persona de las que conocía, ni una sola, se lo esperaba.

Mi café se había enfriado, pero, de todas maneras, tomé un sorbo.

—Señor Kenzie —dijo Joella Thomas—. Karen Nichols se suicidó. Eso es indiscutible. Si pierde el tiempo buscando una explicación, ¿de qué va a servir?

—No la conoció —dije—. No lo considero normal.

—Nada es normal —dijo Joella Thomas.

—¿Sabe dónde vivió los dos últimos meses?

Negó con la cabeza.

—Lo sabremos cuando algún casero necesite volver a alquilar el apartamento —dijo.

—¿Hasta entonces?

—Hasta entonces, está muerta. No creo que le importe el retraso.

Puse los ojos en blanco.

Me miró y los puso en blanco también. Se inclinó hacia delante y me observó con sus iris fantasmales.

—¿Le puedo hacer una pregunta?

—Claro —dije.

—Con el debido respeto, porque parece un buen tipo.

—Dispare.

—Vio a Karen Nichols, ¿qué, una vez?

—Sí, una vez.

—¿Y me cree cuando le digo que se suicidó, ella sola, sin ningún tipo de ayuda?

—Sí.

—Entonces, señor Kenzie, ¿qué demonios le importa lo que le pasó antes de que decidiera quitarse la vida?

Me recliné en la silla y dije:

—¿Alguna vez ha sentido que la ha cagado y que quiere hacer bien las cosas? —pregunté.

—Claro.

—Karen Nichols —seguí— dejó un mensaje en mi contestador hace cuatro meses. Me pidió que la llamara, pero yo no lo hice.

—¿Y?

—La razón por la que no lo hice no era lo suficientemente buena.

Se puso las gafas de sol y dejó que resbalaran un poco; me observó por encima de la montura.

—Y ¿usted se piensa que es tan bueno, lo he comprendido bien, que si la hubiera llamado aún seguiría con vida?

—No. Creo que le debo algo por haberle fallado sin tener un buen motivo.

Se me quedó mirando fijamente, con la boca entreabierta.

—Cree que estoy loco.

—Sí, eso creo. Era una mujer adulta. Era…

—A su prometido le atropello un coche. ¿Fue eso un accidente?

Asintió.

—Lo comprobé. Había cuarenta y seis personas a su alrededor cuando tropezó y todos vieron lo que sucedió, tropezó. Había un coche patrulla aparcado a una manzana de distancia, entre las calles Atlantic y Congress. Se dirigió hacia allí al oír el impacto, y llegó unos doce segundos después de que sucediera el accidente. El tipo que le atropelló era un turista llamado Steven Kearns. Se quedó tan anonadado que aún le manda flores a Wetterau al hospital.

—De acuerdo —dije—. ¿Por qué Karen Nichols se desmoronó? ¿Por qué perdió el trabajo y el piso?

—Son síntomas de depresión —dijo Joella Thomas—. Uno se encierra tanto en su propio miedo, que se olvida de las responsabilidades del mundo real.

Un par de mujeres de mediana edad con idénticas gafas de sol Versace sobre la cabeza se detuvieron junto a nuestra mesa, bandejas en mano, y miraron a su alrededor buscando un asiento libre. Una de ellas miró mi taza de café casi vacía y las migas de Joella, y suspiró en voz alta.

—Un bonito suspiro —dijo Joella—. ¿Se consigue con la práctica?

La mujer no pareció haberla oído. Miró a su amiga, ésta suspiró.

—Es contagioso —dije.

—Hay ciertos comportamientos que son inapropiados, ¿no crees? —le dijo una a la otra.

Joella me dedicó una amplia sonrisa.

—Inapropiados. En realidad les gustaría llamarme negra, pero en vez de eso dicen «inapropiado». Es coherente con la imagen que tienen de ellas mismas. —Volvió la cabeza hacia las mujeres, que miraban a todos lados excepto en nuestra dirección—. ¿No cree?

Las mujeres volvieron a suspirar.

—Hum —dijo Joella, como si le hubieran confirmado algo—. ¿Nos vamos? —se puso en pie.

Observé sus migas y su taza de té, y mi taza de café.

—Déjelo —dijo—. Las hermanas lo recogerán. —Cruzó la mirada con la primera mujer que había suspirado—. ¿No es verdad, cielo?

La mujer miró hacia la barra.

—Sí —dijo Joella Thomas con una amplia sonrisa—, así es. El poder de las chicas, señor Kenzie, es algo muy hermoso.

Cuando llegamos a la calle, las mujeres aún permanecían de pie junto a la mesa, aguantando las bandejas, a la espera, según parecía, de que alguien fuera a recogerlo; mientras tanto, seguían practicando sus suspiros.

Anduvimos un poco; la brisa matinal olía a jazmín, y la calle empezaba a llenarse de gente que hacía malabarismos para que no se le cayera el periódico del domingo, las blancas bolsas de bollos, café y zumo de naranja.

—¿Por qué le contrató? —preguntó Joella.

—Porque la perseguían.

—¿Fue a ver al perseguidor?

—¡Aja!

—¿Cree que captó el mensaje?

—En ese momento creo que sí. —Me detuve—. Detective, ¿fue Karen Nichols violada o acosada en los meses anteriores a su muerte?

Joella Thomas me observaba como si esperara encontrar algo: seguramente algún síntoma de demencia, la fiebre de un hombre que emprende una búsqueda autodestructiva.

—Si ése fuera el caso —dijo—, ¿volvería a ir tras el perseguidor?

—No.

—¿De verdad? ¿Qué haría?

—Haría llegar la información a un agente de la ley.

Sonrió ampliamente mostrando los dientes más maravillosos y blancos que jamás hubiera visto.

—Vaya —dijo.

—De verdad.

Inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Según mi información, no fue ni violada ni acosada.

—De acuerdo.

—Pero, señor Kenzie…

—¿Sí?

—Si lo que voy a decirle llega a oídos de la prensa se las cargará.

—Comprendido.

—Lo que quiero decirle es que le mataré.

—Entendido.

Metió las manos en los bolsillos y se reclinó contra una farola.

—No crea que soy una policía simpática que va chismorreando por ahí con todos los investigadores privados de la ciudad. ¿Se acuerda del policía al que acusó el año pasado?

Esperé.

—No le gustaban las mujeres policías, y puede estar bien seguro de que aún le gustaban mucho menos las mujeres policías negras; si una no se achantaba, le contaba a todo el mundo que era lesbiana. Cuando lo acusó hubo muchos reajustes en el departamento y me trasladaron de su sección a la de homicidios.

—Donde le correspondía.

—Donde me merecía. Digamos, pues, que lo que estoy a punto de contarle es una especie de restitución. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Su estimada amiga fue detenida dos veces por intento de corrupción.

—¿Se dedicaba a la prostitución?

Asintió.

—Sí, señor Kenzie. Trabajaba como prostituta.