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La primera impresión que tenemos ante un desconocido es normalmente la correcta. De un tipo que se sienta al lado en el bar, por ejemplo, con una camisa azul, las uñas sucias y que huele a aceite de coche, puede deducirse con bastante seguridad que trabaja como mecánico. Suponer algo más es un poco arriesgado; aun así, lo hacemos todos cada día. Podríamos fácilmente deducir que nuestro mecánico bebe Budweiser, que le gusta el fútbol y las películas de acción y que vive en un piso que huele igual que su ropa.

Hay muchas probabilidades de que todo eso sea cierto.

Y también que no lo sea.

Cuando conocí a Karen Nichols supuse que había crecido en un barrio de las afueras, que procedía de una familia de clase media acomodada y que había pasado su adolescencia completamente protegida de la discordia, el caos y de la gente de color. Supuse, además (en un instante, en el tiempo que se tarda en estrechar una mano) que su padre era médico o el propietario de un modesto y próspero negocio; quizá de una cadena de tiendas de artículos de golf. Supuse que su madre fue ama de casa hasta que los hijos fueron a la escuela, y que después empezó a trabajar a media jornada en una librería, o quizá para un abogado.

La verdad es que cuando Karen Nichols tenía seis años, su padre, un teniente de marines destinado en Fort Devens, fue asesinado por otro teniente en la cocina de la casa de Karen. El hombre que le disparó se llamaba Reginald Crowe; el tío Reggie para Karen, a pesar de que no eran parientes. Había sido el mejor amigo de su padre y el vecino de al lado; le había pegado dos tiros en el pecho con una 45 mientras los dos se tomaban unas cervezas un sábado por la tarde.

Karen, que en ese momento se encontraba en la casa vecina jugando con los hijos de los Crowe, oyó los disparos y fue corriendo a casa; se encontró a su tío Reggie de pie junto a su padre. Al ver a Karen, el tío Reggie se apuntó al corazón y disparó.

Había una fotografía de los cadáveres que algún periodista emprendedor del Trib había encontrado en los archivos de Fort Devens y publicado en el periódico dos días después de que Karen saltara desde la torre.

El titular decía: LOS PECADOS DEL SUICIDIO - EL PASADO DE UNA MUJER LE ATORMENTA HASTA EL PRESENTE. La historia restableció el cotilleo en toda la ciudad durante, por lo menos, media hora.

Nunca habría podido imaginar que a los seis años Karen hubiera presenciado algo tan espantoso. La casa en las afueras llegó unos años más tarde, cuando su madre se casó con un cardiólogo que vivía en Weston. Karen Nichols, desde entonces, creció sin preocupaciones.

Estaba casi seguro de que la única razón por la que la muerte de Karen había recibido tanta cobertura periodística era el edificio que había escogido para saltar, y no la curiosidad por su decisión. Y también se convirtió, por un momento, en una morbosa advertencia de las diversas formas con las que el mundo o el destino pueden desbaratar nuestros sueños; porque durante los seis meses que habían pasado desde que la viera por última vez, la vida de Karen Nichols había sido una pendiente más pronunciada que una caída desde el Eiger.

Un mes después de que solucionara el problema con Cody Falk, su novio, David Wetterau, había tropezado mientras cruzaba la calle Congress en hora punta. La caída no había tenido consecuencias graves —al caer de rodillas se le había agujereado una pernera del pantalón— pero mientras estaba en el suelo, un Cadillac, que se desvió bruscamente para no atropellarle, le dio un golpe en la frente con el parachoques trasero. Wetterau estaba en coma desde entonces.

A lo largo de los cinco meses siguientes, Karen Nichols no había hecho más que caer por una pendiente: había perdido el trabajo, el coche y, finalmente, el piso. Ni siquiera la policía sabía con certeza dónde había vivido los dos últimos meses de vida. Psiquiatras aparecían inesperadamente en los programas informativos para explicar que el accidente de David Wetterau, junto con la trágica muerte de su padre, había quebrado algo en la mente de Karen; algo que la había separado de las preocupaciones convencionales y de los procesos de pensamiento de tal forma que la había conducido a la muerte.

Fui educado por católicos, así que conozco la historia de Job, pero la racha de mala suerte que Karen había padecido durante los últimos meses de su vida me preocupaba. Ya sé que la suerte, la buena y la mala, va a rachas. Sé que las rachas de mala suerte suelen durar mucho, que una tragedia da lugar a otra, hasta que todas ellas, las importantes y las que no lo son tanto, parecen desaparecer como si fuera una sarta de petardos el 4 de Julio. Sé que a veces lo malo sólo le sucede a la gente buena. Aun así, pensé que quizá Cody Falk había seguido actuando. Sí, le habíamos dado un susto mortal, pero la gente es estúpida, especialmente los predadores. Quizás había superado el miedo y había decidido atacar a Karen desde un ángulo, en vez de atacar frontalmente, y destruir su frágil mundo por habernos incitado a Bubba y a mí a ser hostiles con él.

Cody, decidí, merecía que le hiciéramos una segunda visita.

Antes, sin embargo, quería hablar con los policías que habían llevado la investigación de la muerte de Karen, por si hubiera algo que pudiera ayudarme a olvidar a Cody hasta tener un plan bien elaborado.

—Detectives Thomas y Stapleton —me dijo Devin—. Me pondré en contacto con ellos y les diré que hablen contigo. Pero dame unos días.

—Me encantaría hablar con ellos cuanto antes.

—Y a mí ducharme con Cameron Diaz. Pero ambas cosas son imposibles.

Así pues, esperé. Y esperé. Al final dejé unos cuantos mensajes y tuve que aguantarme las ganas de ir a ver a Cody Falk y sacarle a golpes las respuestas de unas preguntas que desconocía.

Durante esa larga espera, me impacienté y copié de los archivos la última dirección conocida de Karen Nichols, leí en los artículos periodísticos que había trabajado para la sección de catering del Hotel Four Seasons, y salí de la oficina.

La antigua compañera de habitación de Karen Nichols se llamaba Dara Goldklang. Mientras hablábamos en la sala de estar que había compartido con Karen durante dos años, Dara corría encima de un aparato de gimnasia que había ante la ventana como si estuviera en la etapa final de una competición. Llevaba un sujetador deportivo blanco y pantalones cortos elásticos negros; volvía la cabeza continuamente para mirarme.

—Hasta que David sufrió el accidente —dijo— Karen apenas venía. Casi siempre estaba en casa de David. Prácticamente sólo pasaba a recoger el correo y a hacer la colada; no volvía a aparecer en una semana. Soñaba despierta con ese tipo. Vivía para él.

—¿Cómo era? Sólo la vi una vez.

—Karen era un encanto —dijo, e inmediatamente añadió—: ¿Cree que tengo el culo demasiado gordo?

—No.

—Ni siquiera lo ha mirado. —Hinchaba las mejillas mientras corría—. ¡Venga, haga el favor de mirar! Mi novio dice que cada vez lo tengo más gordo.

Volví la cabeza. Tenía el culo del tamaño de una manzana silvestre. Si su novio pensaba que era grande, me preguntaba en qué niña de doce años había visto uno más pequeño.

—Su novio está equivocado. —Me senté en una especie de almohadón rojo de piel que se aguantaba por una gran jofaina de cristal con una base.

Seguramente era el mueble más feo que jamás hubiera visto. Y sin duda, el más feo en que me había sentado.

—Dice que tengo que reducir el volumen de las pantorrillas.

Observé los músculos de la parte trasera de las pantorrillas; parecían piedras planas que sobresalían de debajo de la piel.

—Y que debería operarme los pechos —dijo con un jadeo.

Se dio la vuelta para que pudiera verle las tetas debajo del sujetador deportivo. Tenían prácticamente el mismo tamaño, forma y firmeza que una pelota de béisbol reglamentaria.

—¿Qué es su novio? —pregunté—. ¿Profesor de gimnasia?

Se rió, sacó la lengua y contestó:

—¡Qué va! Es vendedor en la calle State. Su cuerpo no vale nada: es como si tuviera un pequeño Buda debajo del abdomen; tiene los brazos fibrosos y el culo empieza a colgarle.

—¿Y aun así quiere que usted sea perfecta?

Asintió con la cabeza.

—Me parece hipócrita —dije.

Levantó las manos.

—Sí, pero yo gano entre veintidós y veinticinco dólares trabajando de gerente en un restaurante y él lleva un Ferrari. Le parece muy superficial de mi parte, ¿verdad? —Se encogió de hombros—. Me encanta la decoración de su piso. Me encanta comer en Café Louis y en Aujourd’hui. Me encanta el reloj que me regaló.

Alzó la muñeca para que pudiera verlo. Era de acero inoxidable, deportivo, y debía de valer más de mil dólares; tenía todo tipo de accesorios para un deportista.

—Muy bonito —dije.

—¿Qué coche tiene?

—Un Escort —mentí.

—¿Ve? —Se volvió e hizo un gesto con el dedo—. Es mono, pero ¿con esa ropa y ese coche? —Negó con la cabeza—. No, no, nunca podría acostarme con un tipo como usted.

—No sabía que se lo hubiera pedido.

Volvió la cabeza hacia mí y me miró mientras pequeñas gotas de sudor le cubrían la frente. Luego se rió.

Yo también me reí.

Nos morimos de risa durante treinta segundos más o menos.

—Bien, Dara —dije—, ¿por qué Karen dejó de vivir aquí?

Se dio la vuelta, miró fijamente por la ventana.

—Bien, fue muy triste, ¿vale? Karen, tal y como ya le he dicho, era un encanto. También era un poco… inocente, si entiende lo que quiero decir. No tenía piedras de toque con la realidad.

—Piedras de toque con la realidad —repetí lentamente.

Asintió con la cabeza.

—Así las llama mi terapeuta… Son todas esas cosas que nos hacen poner los pies sobre la tierra, no tan sólo a determinada gente sino a quienes tienen principios.

—¿Principios? —pregunté.

—¿Qué?

—Principios —dije—. Principios, dogmas de fe.

—De acuerdo, eso es lo que acabo de decir. Principios, dogmas…, los pequeños dichos, ideales y filosofías a los que nos aferramos para poder llegar al final del día. Karen no tenía nada de eso. Sólo a David. Él era su vida.

—Así pues, cuando sufrió el accidente…

Asintió.

—Entienda bien lo que quiero decir. Comprendo perfectamente lo traumático que fue para ella. —Tenía la espalda cubierta de sudor, su piel brillaba al sol de la tarde—. Tenía todo mi apoyo. Lloré por ella. Pero después de un mes, no sé, la vida sigue…

—¿Es ése uno de sus principios?

Se dio la vuelta para ver si me estaba mofando de ella. Le sostuve la mirada apaciblemente, comprensivo.

Asintió.

—Karen se pasaba el día durmiendo y paseando por la casa con la ropa del día anterior. A veces incluso podía olería. Simplemente, bueno, simplemente se desmoronó. ¿Sabe? Y fue triste, me rompió el corazón, pero tal y como le he dicho, hay que superarlo.

Principio número dos, supongo.

—Incluso intenté ayudarla a que se relacionara, ¿vale?

—¿Con hombres? —pregunté.

—Sí. —Se rió—. Quiero decir, bueno, David era estupendo. Pero David es un vegetal. Quiero decir…, uno puede llamar todo lo que quiera, pero ya no hay nadie en casa. Hay otros peces en el mar. Esto no es Romeo y Julieta. Es la vida real y la vida es dura. Así pues, voy y le digo a Karen que debe quedar y salir con hombres. Un buen polvo quizá le habría, no sé, aclarado las ideas.

Se volvió hacia mí mientras pulsaba repetidas veces un botón de la consola del aparato; la cinta de goma que tenía a sus pies fue bajando gradualmente la velocidad hasta alcanzar el ritmo de un andador de geriátrico. Sus pasos se hicieron más largos, más lentos, más flojos.

—¿Me equivoqué? —le preguntó a la ventana.

Dejé que la pregunta quedara sin contestar.

—Así pues, Karen estaba deprimida y se pasaba el día durmiendo. ¿Faltaba al trabajo?

Dara Goldklang asintió.

—Ésa es la razón por la que la despidieron. Faltó demasiadas veces; cuando iba tenía un aspecto desastroso, si entiende lo que quiero decir: con el pelo descuidado, sin maquillaje y con carreras en las medias.

—¡Santo Cielo[4]! —exclamé.

—Mire, se lo dije. De verdad que lo hice.

La cinta se paró completamente; Dara Goldklang se bajó del aparato, se secó la cara y el cuello con una toalla y bebió un poco de agua de una botella de plástico. Bajó el brazo, con los labios aún fruncidos, y me miró fijamente.

Quizás intentaba ver más allá de la ropa que llevaba y del coche que ella creía que yo conducía. Quizá quería saber cómo era alguien de los barrios bajos, aclarar sus ideas del modo en que acostumbraba hacerlo.

—Entonces perdió su trabajo y empezó a quedarse sin dinero —dije.

Inclinó la cabeza ligeramente hacia atrás, abrió la boca y bebió un poco de agua sin que sus labios rozaran apenas la botella. Tragó varias veces, bajó la barbilla y se frotó suavemente los labios con un extremo de la toalla.

—Se quedó sin dinero mucho antes. Pasó algo raro con el seguro médico de David.

—¿Raro? ¿En qué sentido?

Se encogió de hombros y dijo:

—Karen intentaba pagar algunas de las facturas médicas. Eran elevadísimas. Se quedó sin blanca. Y le dije, sabe, que no pasaba nada si no pagaba dos meses de alquiler. Que no me gustaba, pero que lo comprendía. Pero al tercer mes le dije, sabe, que tendría que irse si no podía pagarme. Lo que quiero decirle es que éramos amigas y todo eso, buenas amigas, pero la vida es así.

—La vida —dije—, sí, claro.

Abrió mucho los ojos, asintió con la cabeza.

—La cuestión es que…, bien, que la vida es como un tren. No deja de moverse y uno tiene que intentar correr más deprisa, ¿vale? ¿Que uno se detiene demasiado tiempo para recobrar aliento? Te arrolla. Así que, tarde o temprano, uno tiene que dejar de preocuparse tanto de los demás e intentar ser el número uno.

—Un principio muy bueno.

Sonrió. Se encaminó hacia la horrible silla me tendió la mano.

—¿Necesita ayuda para levantarse?

—No, estoy bien. La silla no está tan mal.

Se rió y de nuevo la lengua colgó por encima del labio inferior como Jordan cuando está a punto de meter una canasta.

—No estaba hablando de la silla.

Me levanté, me eché un poco hacia atrás.

—Ya lo sé, Dara.

Puso un brazo en jarras mientras tomaba otro sorbo de agua.

—El problema —continuó en tono cantarín— es exactamente…

—Que tengo mis valores morales —dije mientras me encaminaba hacia la puerta.

—¿Sobre los extraños?

—Sobre los humanos —añadí, y salí de allí.