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Cuando entré por la puerta principal con Tony Traverna, Mo Bags dejó de observar las albóndigas y lo que quedaba de la salchicha italiana.

—¡Hola, capullo! ¿Cómo va? —saludó.

Estaba prácticamente seguro de que iba dirigido a Tony; sin embargo, con Mo nunca se sabía.

Dejó la salchicha, se limpió los grasientos dedos y la boca con una servilleta y rodeó la mesa mientras yo dejaba caer a Tony en una silla.

—¡Hola, Mo! —dijo Tony.

—No te atrevas a saludarme, cabronazo. Haz el favor de darme la muñeca.

—Mo —dije—, ¡venga!

—¿Qué? —dijo Mo, mientras le colocaba una esposa en la muñeca izquierda y prendía la otra al brazo de la silla.

—¿Cómo va la gota? —preguntó Tony, que parecía preocupado de verdad.

—Mucho mejor que tú, bobo. Mucho mejor que tú.

—Me alegro —dijo Tony mientras eructaba.

Mo me miró con los ojos medio cerrados.

—¿Está borracho? —preguntó.

—No lo sé —contesté, mientras observaba un número del Trib que había en el sofá de piel de Mo—. Tony, ¿estás borracho?

—No, hombre, no. Eh, Mo, ¿hay algún lavabo aquí?

—Este tío está borracho —dijo Mo.

Pasé la página de deportes; hasta encontrar la página principal. Lo que Karen Nichols había hecho aparecía escrito encima del pliegue del periódico: UNA MUJER SALTA DESDE EL EDIFICIO DE ADUANAS. Junto al artículo había una fotografía nocturna a todo color del edificio de Aduanas.

—¡Este tío está borracho, joder! —dijo Mo—. ¿Kenzie?

Tony eructó de nuevo y empezó a cantar: Gotas de lluvia que al caer…

—De acuerdo. Está borracho —concedí—. ¿Dónde está mi dinero?

—¿Le has permitido beber? —preguntó Mo con una voz tan asmática que parecía que un trozo de albóndiga se le hubiera atragantado en el esófago.

Cogí el periódico y leí el primer párrafo.

—Mo —dije.

Tony oyó el tono de mi voz y dejó de cantar.

Sin embargo, Mo estaba demasiado enfadado para darse cuenta.

—No sé, Kenzie. No sé qué se puede hacer con los tíos como tú. ¡Me estáis dando una mala fama!

—La mala fama ya la tienes —dije—. Haz el favor de pagarme.

El artículo empezaba diciendo: «Una mujer aparentemente enloquecida muere al saltar anoche desde la torre de observación de uno de los monumentos más apreciados de la ciudad».

—¿Crees a este maldito tipo? —le preguntó Mo a Tony.

—¡Claro!

—¡Cierra el pico, capullo! Nadie te ha preguntado nada.

—Necesito ir al cuarto de baño.

—¿Qué te acabo de decir?

Mo respiró profundamente por la nariz, se puso detrás de Tony y le dio un toque en la nuca con los nudillos.

—Tony —dije—, está después del sofá, por esa puerta.

Mo se rió.

—¿Qué, se va a llevar también la silla?

Tony se quitó las esposas de un golpe seco y se fue al cuarto de baño.

—¡Eh! —dijo Mo.

Tony se volvió hacia él.

—Tengo que ir, tío.

«Identificada como Karen Nichols —seguía el artículo—, la mujer dejó la cartera y la ropa en la torre de observación antes de dar el salto que la llevaría a la muerte…»

Un trozo de jamón de un cuarto de kilo me golpeó en el hombro; cuando me di la vuelta vi a Mo retirar el puño.

—¿Qué coño estás haciendo, Kenzie?

Seguí leyendo el periódico.

—Mi dinero, Mo.

—¿Sales con ese bobo? ¿Le compras cervezas para que sea cariñoso?

La torre de observación del edificio de Aduanas está a veintiséis plantas de altura. Al caer, seguramente uno llegaría a divisar la cima de Beacon Hill, la sede del gobierno, los rascacielos del barrio financiero y, por último, Faneuil Hall y el mercado de Quincy. Todo eso en tan sólo uno o dos segundos: una mezcla de ladrillo, cristal y luces amarillentas antes de topar con las calles adoquinadas. Una parte del cuerpo rebotaría, pero la otra no.

—¿Me oyes, Kenzie? —dijo Mo a punto de golpearme de nuevo.

Esquivé el golpe, tiré el periódico y le agarré la garganta con la mano derecha. Lo arrastré hasta la mesa y lo tumbé de espaldas.

Tony salió del cuarto de baño.

—¡Caramba, cómo están las cosas! —exclamó.

—¿En qué cajón? —le pregunté a Mo.

Se le salían los ojos de las órbitas.

—¿En qué cajón está mi dinero, Mo?

Aflojé un poco la presión.

—En el cajón de en medio.

—Más te vale que no sea un cheque.

—No, no. En metálico.

Le solté y él se quedó jadeando; rodeé la mesa, abrí el cajón y encontré mi dinero sujeto con una goma.

Tony volvió a sentarse en la silla y se puso las esposas.

Mo se sentó; el peso hacía que los pies le tocaran el suelo. Se frotó la garganta, babeaba como un gato escupiendo una bola de pelo.

Volví a rodear la mesa y recogí el periódico del suelo.

Los diminutos ojos de Mo se llenaron de amargura.

Alisé las páginas del periódico, lo doblé con cuidado y me lo puse bajo el brazo.

—Mo —dije— sé que tienes una pipa en la funda del tobillo izquierdo y una cachiporra en el bolsillo de atrás.

La mirada de Mo se endureció.

—Intenta coger una de ellas y verás hasta qué punto estoy de mal humor.

Mo tosió. Apartó la mirada. Gruñó.

—Ahora tu reputación es una mierda en este negocio —dijo.

—¡Vaya! —exclamé—. ¡Qué lástima!

—Ya te lo encontrarás. Ya te lo encontrarás. He oído decir que sin Gennaro no te llega el dinero. Me estarás suplicando que te dé trabajo antes del invierno. ¡Suplicando!

Miré a Tony.

—¿Estarás bien? —le pregunté.

Me hizo una señal de asentimiento con el pulgar.

—En la calle Nashua —le dije— hay un guarda llamado Bill Kuzmich. Dile que eres amigo mío y él se encargará de que no te pase nada.

—¡Estupendo! —dijo Tony—. ¿Crees que me traerá algún barril de cerveza de vez en cuando?

—Claro, Tony. Sin duda.

Me quedé en el coche leyendo el periódico ante el centro de fianzas de Mo Bags en la calle Ocean de Chinatown. El artículo no decía mucho más de lo que ya había oído por la radio, pero había una fotografía de Karen Nichols que habían cogido de su carnet de conducir.

Era la Karen Nichols que me había contratado seis meses antes. En la fotografía tenía la misma apariencia alegre e inocente de entonces; sonreía a la cámara como si el fotógrafo le acabara de decir que llevaba un vestido y unos zapatos muy bonitos.

Había entrado en el edificio de Aduanas por la tarde, había visitado la torre de observación, e incluso había hablado con alguien en la oficina del corredor de bienes raíces sobre las nuevas oportunidades en el campo de la multipropiedad desde que el gobierno había decidido ganar un poco más de dinero con la venta de un edificio histórico a Mariott Corporation. La corredora de bienes raíces, Mary Hughes, la recordaba como alguien con las ideas poco claras respecto a su empleo y que se turbaba con facilidad.

A las cinco, cuando cerraron el edificio al público, a excepción de los corredores que tenían códigos para el sistema de entrada, Karen se había escondido en algún sitio de la torre de observación; había saltado a las nueve de la noche.

Durante cuatro horas, habría estado sentada allí, veintiséis plantas por encima del azulado cemento, considerando si debería hacerlo o no. Me preguntaba si se habría acurrucado en un rincón, si habría paseado, si habría contemplado la ciudad, el cielo y las luces. ¿Hasta qué punto habría repasado mentalmente su vida, los buenos y malos momentos, todos esos difíciles y repentinos cambios? ¿En qué momento se había cristalizado todo para que finalmente decidiera levantar las piernas por encima de la pared de un mirador de más de un metro de altura y saltar al oscuro vacío?

Dejé el periódico en el asiento de al lado y cerré los ojos un instante.

La vi caer. Estaba pálida y delgada sobre un fondo de cielo nocturno y caía, con la piedra caliza color hueso del edificio de Aduanas precipitándose detrás como una cascada.

Abrí los ojos y contemplé a un par de estudiantes de medicina de Tufts fumando sus cigarrillos con fruición mientras se apresuraban por la calle Ocean con sus batas blancas de laboratorio.

Observé el letrero de CENTRO DE FIANZAS MO BAGS, y me pregunté por qué me habría comportado como el típico tipo duro. A lo largo de mi vida, siempre me había mantenido al margen de ese histrionismo de macho. Sabía perfectamente que podía contenerme en una confrontación violenta; eso era más que suficiente, ya que estaba convencido de que al haberme criado donde me crié siempre habría gente más loca, más fuerte, más cruel y más rápida que yo. Y que además estarían encantados de demostrarlo. Muchos tipos que conocía desde la infancia habían muerto o fueron encarcelados, y uno incluso se había quedado tetrapléjico, porque necesitaban demostrar al mundo entero lo cabrones que podían ser. El mundo, según mi experiencia, es como ir a Las Vegas: es posible que uno gane una o dos veces, pero si se acerca a la mesa de juego con demasiada frecuencia, si tira los dados demasiadas veces, el mundo acabará por devolverle a su sitio y probablemente le quitará la cartera, el futuro, o ambas cosas.

La muerte de Karen Nichols me molestaba; ésa era una de las razones. Pero había algo más; la sensación de que desde el año anterior había perdido el gusto por mi profesión. Estaba cansado de dedicar tanto tiempo a los fraudes de las compañías de seguros, a ver cómo los hombres se jugaban la casa con esqueléticas mujeres de bandera, a ver cómo las mujeres no sólo jugaban al tenis con sus profesores argentinos. Estaba cansado, creo, de la gente: de sus previsibles vicios, de sus previsibles necesidades, de sus anhelos, de sus deseos latentes. La patética estupidez de toda la maldita especie. Sin Angie para compartirlo, para añadir sus comentarios directos y sarcásticos a aquel decadente espectáculo, ya no era divertido.

La expresión esperanzadora y de reina de la fiesta de Karen Nichols me miraba fijamente desde el asiento de al lado, con los dientes blancos, su rostro saludable y de ignorancia bendita.

Había acudido a mí en busca de ayuda. Creía que se la había prestado, y quizá lo había hecho. Sin embargo, durante los seis meses siguientes, había cambiado tanto, que bien podría ser que quien saltó desde el edificio de Aduanas la noche pasada fuera una extraña.

Sí, lo peor es que me había llamado. Seis semanas después de que me hubiera ocupado de Cody Falk. Cuatro meses antes de que muriera. En algún momento de ese funesto embrollo.

Y yo no había contestado la llamada.

Estaba ocupado.

Mientras ella se ahogaba, yo estaba ocupado.

Miré su cara de nuevo y resistí el deseo de apartar la mirada al ver la anhelante expresión de sus ojos.

—De acuerdo —dije en voz alta—. De acuerdo, Karen. Veré lo que puedo averiguar. Veré lo que puedo hacer.

Una china que pasaba por delante del Jeep me sorprendió hablando solo. Me miró fijamente. La saludé con la mano. Negó con la cabeza y se alejó.

Aún seguía moviendo la cabeza cuando puse el Jeep en marcha y me alejé de allí.

Loco, parecía estar pensando. Todo el maldito planeta. Todos estamos muy locos.