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Pasaron seis meses antes de que volviera a pensar en serio en Karen Nichols.

Una semana después de que nos hubiéramos encargado del caso de Cody Falk, recibí su cheque con el correo, con una cara sonriente dibujada dentro de la o de su nombre, y patitos amarillos estampados en relieve alrededor del cheque, y una tarjeta que decía: «¡Gracias! ¡Es usted el mejor!».

Teniendo en cuenta lo que sucedió, me encantaría decir que nunca volví a tener noticias suyas hasta esa mañana, seis meses más tarde, en que oí el informativo por la radio; sin embargo, la verdad es que llamó una vez varias semanas después de que yo recibiera el cheque.

Me dejó un mensaje en el contestador. Yo llegué al cabo de una hora para recoger las gafas de sol y oí el mensaje. La oficina estaba cerrada esa semana porque me iba a las Bermudas con Vanessa Moore, una abogada defensora que tenía tan poco interés en una relación seria como yo. Sin embargo, le encantaba la playa, los daiquiris, la ginebra con licor de endrinas y los masajes después de la siesta. Cuando iba de traje chaqueta estaba realmente atractiva, con el biquini te podía provocar un infarto; además, era la única persona que conocía entonces que fuera, como mínimo, tan frívola como yo. Así pues, durante un mes o dos, hicimos muy buena pareja.

Encontré las gafas de sol en el cajón de la cómoda mientras la voz de Karen Nichols se oía por un altavoz que sonaba a lata. Tardé un minuto en reconocerla, no porque me hubiera olvidado de su voz, sino porque no parecía la suya. Era ronca, cansada y entrecortada.

—«Hola, señor Kenzie. Soy Karen. Bien, me ayudó hará cosa de un mes o seis semanas, quizá. Bien, pues, mire…, llámeme. Yo, bien, me gustaría contarle algo. —Hizo una pausa—. Bien, de acuerdo, pues… Llámeme». —Y dejó su número de teléfono.

Vanessa tocaba la bocina desde la avenida.

Faltaba sólo una hora para que saliera nuestro avión y el tráfico seguramente estaría fatal; además, Vanessa sabía hacer unas cosas con las caderas y con las pantorrillas que probablemente estaban prohibidas en la mayor parte del mundo civilizado.

Pensé en volver a oír el mensaje, pero Vanessa volvió a tocar la bocina, con más fuerza y durante más tiempo; me equivoqué y apreté la tecla de borrar. Sé lo que Freud habría dicho sobre semejante error y seguramente habría tenido razón. Sin embargo, tenía el teléfono de Karen Nichols apuntado en alguna parte, regresaría en una semana y la llamaría. Los clientes debían comprender que yo también tenía vida propia.

Así que seguí con mi vida, dejé que Karen Nichols siguiera con la suya y, evidentemente, me olvidé de llamarla.

Meses después, cuando tuve noticias de ella por la radio, me encontraba en el coche regresando de Maine con Tony Traverna, un tipo que solía fugarse cuando estaba bajo fianza, y al que aquellos que lo conocían bien consideraban no sólo el mejor ladrón de cajas fuertes de todo Boston, sino también el hombre más tonto del universo.

Tony T, según decía el chiste, ni siquiera era capaz de engañar a una lata de sopa. Si encerraran a Tony T en una habitación repleta de caca de caballo, veinticuatro horas más tarde aún estaría buscando el caballo. Tony T creía que trabajo manual[3] era el nombre del presidente de México, y una vez se había preguntado a sí mismo en voz alta qué noche emitían Saturday Night Live.

Siempre que Tony se fugaba bajo fianza iba a Maine. Conducía hasta allí aunque no tenía carnet. Tony nunca había conseguido el carnet porque había suspendido el examen teórico. Nueve veces. Aun así, sabía conducir y su lado intelectual aseguraba que aún no se había inventado la cerradura que se le resistiera. Sencillamente robaba un coche y conducía durante tres horas hasta una caseta de pescador que su difunto padre tenía en Maine. De camino, solía recoger unas cuantas cajas de Heineken y varias botellas de Bacardi, porque además de tener el cerebro más pequeño del mundo, Tony T parecía estar empeñado en tener el hígado más resistente; después se tumbaba en la caseta y se ponía a mirar dibujos animados en Nickelodeon hasta que alguien iba a por él.

Tony Traverna había ganado mucho dinero a lo largo de los años, y aunque había derrochado bastante en bebida y en prostitutas —a las que pagaba para que se vistieran como mujeres pieles rojas y le llamaran «gatillo»— era de esperar que aún tuviera mucho dinero escondido. El suficiente, por lo menos, para un billete de avión. Sin embargo, en vez de saltarse la fianza y coger un avión a Florida, Alaska, o a cualquier otro sitio donde fuera más difícil encontrarlo, Tony siempre cogía un coche y se iba a Maine. Quizá, como dijo alguien una vez, tenía miedo a volar. O quizá, como sugirió otra persona, no sabía lo que eran los aviones.

Retenía la fianza de Tony T un tal Mo Bags, un ex policía que iba de duro y que se habría ido a buscar a Tony con gases lacrimógenos, bombas, puños americanos, si no fuera por un reciente ataque de gota que le afectaba a la cadera derecha, como si de hormigas carnívoras se tratara, cada vez que conducía durante más de treinta kilómetros. Además, Tony y yo teníamos nuestra historia. Mo sabía que lo encontraría sin problemas y que Tony no se escaparía. Esta vez había sido la novia de Tony, Jill Dermott, la que había pagado la fianza. Jill era la última de una larga lista de mujeres que en cuanto miraban a Tony sentían la imperiosa necesidad de hacerle de madre. Así había sido a lo largo de casi toda la vida, o por lo menos durante el periodo que yo conocía. Tony entraba en un bar (se pasaba la vida entrando en bares), se sentaba y empezaba a hablar con el barman o con la persona que estuviera sentada a su lado; media hora después, casi todas las mujeres solteras que había allí (y algunas casadas) se amontonaban en las sillas alrededor de Tony, le invitaban a beber, escuchaban la lenta y ligera cadencia de su voz y decidían que todo lo que ese chico necesitaba para estar bien era buenos alimentos, amor y, quizás, asistir a clases nocturnas.

Tony tenía una voz suave y una de esas caras pequeñas, pero agradables, que inspiraban confianza. Unos tristes ojos almendrados se asomaban por encima de una nariz aguileña y de una sonrisa aún más torcida; un gesto permanente de los labios que parecía decir que Tony también había estado allí, y, en realidad, ¿qué podía hacer uno a excepción de pagar una ronda y compartir las historias con viejos y nuevos amigos?

Con esa cara, si Tony hubiera elegido ser estafador, seguramente le habría ido muy bien. Pero Tony, en el fondo, no era lo suficientemente listo para planear una estafa, y quizás era demasiado bueno. A Tony le gustaba la gente. Parecían confundirle de la misma forma que todo lo demás, pero realmente le gustaban. Por desgracia, también le gustaban las cajas fuertes. Le gustaban mucho. Quizá tan sólo un poco más que la gente. Tenía un oído tan fino que podía oír el ruido que hacía una pluma al caer sobre la luna; y unos dedos tan diestros que podía resolver el cubo de Rubik con una sola mano sin mirarlo. Durante los veintiocho años que llevaba en este planeta, Tony había robado tantas cajas fuertes que cada vez que encontraban un armazón destrozado, completamente rodeado de colillas, en lugar de la cámara acorazada del banco, los policías salían disparados hacia el piso que tenía en Southie, sin hacer una parada en el Dunkin Donuts; y los jueces redactaban la orden de registro e incautación con la misma rapidez con que nosotros escribimos un cheque.

Sin embargo, el verdadero problema de Tony, al menos desde el punto de vista legal, no eran las cajas fuertes, ni tampoco su estupidez (aunque tampoco le ayudaba); era la bebida. Todas las estancias de Tony en la cárcel, a excepción de dos, habían sido por conducción temeraria; la última no fue diferente: había conducido hacia el norte por el carril sur de Northern Avenue a las tres de la mañana, se había resistido a la autoridad (había seguido conduciendo), le habían acusado de destrucción premeditada de la propiedad (había chocado) y de huir del escenario del accidente (se había subido a un poste telefónico porque tenía la teoría de que los policías no le verían si estaba a seis metros de altura del coche destrozado en una noche oscura).

Cuando entré en la caseta de pescadores, Tony alzó los ojos del suelo de la sala de estar y me miró con una expresión que parecía decir: «¿Por qué has tardado tanto?». Suspiró y apagó el televisor con el mando a distancia (estaba mirando Rugrats); se puso en pie tambaleándose y empezó a golpearse los muslos para que la sangre le volviera a circular por las piernas.

—¡Hola, Patrick! ¿Te ha enviado Mo?

Asentí.

Tony recorrió la habitación en busca de sus zapatos y los encontró bajo una almohada que había en el suelo.

—¿Una cerveza?

Contemplé la caseta. En el día y medio que llevaba allí, Tony se las había arreglado para llenar los alféizares de las ventanas de botellas vacías de Heineken. El cristal verdoso captaba el sol que destellaba del lago y lo refractaba en diminutos haces de luz de tal manera que hacía que toda la caseta brillara de un color verde esmeralda propio de un pub en la festividad de San Patricio.

—No, gracias, Tony. Estoy intentando reducir la cantidad de cervezas en el almuerzo.

—¿Lo haces por algún motivo religioso?

—Sí, algo así.

Cruzó las piernas, subió un tobillo hasta la cintura, y fue saltando por la habitación con el otro pie mientras intentaba ponerse el zapato.

—¿Piensas ponerme las esposas?

—¿Tienes intención de escaparte?

No sé cómo, pero consiguió ponerse el zapato; perdió el equilibrio al apoyar el pie en el suelo.

—¡No, hombre! ¡Ya sabes que no!

Asentí.

—Bien, si es así, no te pondré las esposas.

Me dedicó una sonrisa de agradecimiento; levantó el otro pie del suelo y de nuevo empezó a saltar por la habitación mientras intentaba ponerse el segundo zapato. Tony consiguió llevarse el zapato hasta el pie, pero se balanceó sobre el sofá y se cayó de culo, respirando con dificultad a causa del ejercicio. Los zapatos no tenían cordones, sólo tiras de velcro. La cuestión es que… Bien, no importa. Es fácil de imaginar. Tony fijó el velcro y se puso en pie.

Dejé que cogiera una muda, su Game Boy y algunos cómics para el viaje. Al llegar junto a la puerta se detuvo y lanzó una mirada esperanzadora al frigorífico.

—¿Te importa si cojo una para el viaje?

No veía qué daño podía hacer una cerveza a un hombre al que llevan de vuelta a la cárcel.

—Claro —le dije.

Tony abrió la nevera y sacó un paquete de doce.

—Ya sabes —dijo mientras salíamos de la caseta—, por si pillamos mucho tráfico o algo.

Tal y como salieron las cosas, la verdad es que pillamos mucho tráfico: colas en las afueras de Lewiston, en Portland, y en los pueblos costeros de Kennebunkport y Ogunquit. La suave mañana de verano se estaba convirtiendo en un abrasador día de verano: los árboles, las carreteras y los coches resplandecían con dureza e ira bajo un sol de justicia.

Tony se sentó en la parte trasera del Cherokee negro del 91 que compré cuando la primavera anterior se había estropeado el motor del Crown Victoria. El Cherokee era estupendo para hacer de cazarrecompensas, ya que tenía una verja de acero entre los asientos y una cama plegable atrás. Tony se sentó al otro lado de la verja, con la espalda apoyada en la funda de vinilo del asiento que había sobre la rueda de recambio. Estiró las piernas como un gato que se acomoda en el soleado alféizar de una ventana, abrió la tercera cerveza de la tarde y eructó los gases de la segunda.

—¡No te cortes, tío! —dije.

Nuestras miradas se encontraron en el espejo retrovisor.

—Lo siento, no sabía que eras tan maniático con…

—¿… la cortesía más elemental?

—Sí, eso.

—Si permito que creas que puedes eructar en el coche, Tony, entonces también creerás que puedes hacer una meadita.

—No, hombre, no, pero ojalá hubiera traído un cuenco grande o algo así.

—Nos detendremos en la próxima salida.

—Eres un buen tío, Patrick.

—Sí, sí, soy la hostia.

De hecho, hicimos varias paradas en Maine y una en New Hampshire. Eso es lo que pasa cuando uno permite que un alcohólico que se ha saltado la fianza se siente en tu coche con doce cervezas, pero en realidad, no me importaba tanto. Disfrutaba de la compañía de Tony igual que disfrutaría pasando la tarde con un sobrino de doce años que fuera un poco torpe pero bonachón.

En algún momento de nuestro trayecto por New Hampshire, dejó de sonar la musiquilla del Game Boy de Tony; miré por el espejo retrovisor y vi que se había quedado dormido; roncaba suavemente y movía los labios un poco mientras balanceaba un pie hacia delante y hacia atrás como la cola de un perro.

Acabábamos de entrar en el estado de Massachusetts cuando puse la radio del coche con la esperanza de poder sintonizar WFNX, a pesar de que aún estábamos muy alejados de su débil antena; en ese momento, el nombre de Karen Nichols surgió entre una confusión de ruidos y silbidos. Los números de frecuencia digitales aparecían a gran velocidad en la pantalla de la radio y, durante un breve instante, se detuvo en el 99.6.

… que ahora ha sido identificada como Karen Nichols, de Newton, parece ser que saltó desde…

El botón sintonizador dejó de emitir esa emisora y saltó al 100.7.

Desvié ligeramente el coche hacia un lado mientras le daba al botón manual y volvía a sintonizar el 99.6.

Tony se despertó.

—¿Eh? —exclamó.

—¡Shhh! —le dije, con el dedo alzado.

… según los informes del Departamento de Policía. Aún no se sabe cómo la señorita Nichols pudo acceder a la torre de observación del edificio de Aduanas. Volvamos al tiempo; la meteoróloga Gill Hutton nos informa de que debemos esperar temperaturas más altas…

Tony se frotó los ojos.

—Es una locura, ¿no te parece? —dijo.

—¿Sabes algo de esto?

Bostezó.

—Lo he visto en el telediario de esta mañana. La chica saltó desnuda desde el edificio de Aduanas. ¡Se olvidó de que la gravedad mata! ¿Sabes? ¡La gravedad mata!

—¡Cierra el pico, Tony!

Se echó hacia atrás como si hubiera intentado golpearle, se dio la vuelta y revolvió la caja en busca de otra cerveza.

Existía la posibilidad de que hubiera otra Karen Nichols en Newton. De hecho, podía haber varias. Era un nombre norteamericano común y corriente. Tan habitual como Mike Smith o Ann Adams.

Pero una fría sensación que invadía mi estómago me decía que la Karen Nichols que había saltado desde la torre de observación del edificio de Aduanas era la misma persona que había conocido seis meses antes. Aquella que se planchaba los calcetines y que tenía una colección de animales de peluche.

Esa Karen Nichols no me parecía el tipo de mujer que saltara desnuda desde lo alto de un edificio, pero aún así, lo sabía, lo sabía.

—¿Tony?

Me dirigió una mirada tan ofendida que parecía un hámster bajo la lluvia.

—¿Sí? —dijo.

—Siento haberte contestado con brusquedad.

—No pasa nada —contestó.

Tomó un sorbo de cerveza y siguió mirándome con cautela.

—La mujer que saltó —expliqué, sin saber por qué me justificaba ante un tipo como Tony—, ¿sabes?, es posible que la conociera.

—¡Mierda, tío! ¡Lo siento! ¡La gente, a veces, de verdad…!

Contemplé la autopista, teñida de un azul metálico bajo el sol abrasador. A pesar de que tenía el aire acondicionado al máximo, sentía cómo el calor se me clavaba en la nuca.

Tony tenía los ojos húmedos y su envolvente sonrisa era demasiado grande, demasiado amplia.

—A veces te pega fuerte, ¿sabes, tío?

—¿El alcohol?

Negó con la cabeza.

—Como esa amiga tuya que ha saltado. —Se apoyó en las rodillas y apretó la nariz contra la red que nos separaba—. Es como… Una vez salí en el bote de un tío, ¿vale? No sé nadar, pero voy y salgo en bote. Nos quedamos atrapados por una tormenta y, lo juro por Dios, el bote se tambaleaba totalmente hacia la izquierda, luego hacia la derecha; las malditas olas parecían gigantescas carreteras que, desde todos los lados, subían en espiral ante nosotros. Y bien, estoy cagado de miedo porque si me caigo, ya está. Pero también me siento, no sé cómo explicarlo, contento, en cierto modo, ¿vale? Me siento como…, bien, como si mis preguntas estuvieran a punto de ser contestadas. Como si ya pudiera dejar de preguntarme cómo, cuándo y por qué iba a morir. Iba a morir. Justo en aquel momento. Fue una gran sensación de alivio. ¿Te has sentido así alguna vez?

Me di la vuelta y observé su cara pegada a la red metálica, con la carne de las mejillas llenando los cuadrados como castañas tiernas y blanquecinas.

—Una vez —dije.

—¿Sí? —Abrió más los ojos y se apartó un poco—. ¿Cuándo?

—Una vez que un tipo me apuntaba en toda la cara con una pistola. Estaba convencido de que iba a apretar el gatillo.

—Durante un segundo —Tony separó ligeramente el pulgar del índice—, durante un único segundo, pensé: «Podría estar bien».

Le sonreí por el espejo retrovisor.

—Quizás algo así —dije—. Ya no sé nada más.

Se sentó en cuclillas.

—Así es como me sentí en ese bote. Quizá tu amiga se sintió de la misma forma anoche. Algo así como: «¡Caramba! ¡Nunca he volado y voy a probarlo!». ¿Entiendes lo que te quiero decir?

—No, en realidad no —miré por el espejo retrovisor—. Tony, ¿por qué te subiste a aquel bote?

Se frotó la barbilla.

—Porque no sabía nadar —contestó.

Luego se encogió de hombros.

Cuando nos acercábamos al final de nuestro viaje, y la carretera parecía interminable, el peso de los últimos cuarenta kilómetros cayó sobre mis ojos como un péndulo de acero.

—¡Venga! —dije—. De verdad.

Tony alzó un poco la barbilla y palideció de tanto pensar.

—Es el hecho de no saber —dijo. Y eructó.

—¿Qué?

—Por qué razón subir en ese bote, supongo. El hecho de no saber, de no saber durante esta maldita vida, ¿comprendes? Te afecta. Te vuelve loco. Sólo quieres saber.

—¿Aunque no sepas volar?

Tony sonrió.

—Precisamente porque no sabes volar.

Dio un golpecito con la palma de la mano en la red que nos separaba. Volvió a eructar y esta vez se disculpó. Se acurrucó en el suelo y empezó a tararear en voz baja el tema principal de Los Picapiedra.

Antes de que llegásemos a Boston, estaba roncando de nuevo.