2

Cody Falk conducía un Audi Quattro gris perla; a las nueve y media de la noche, observamos cómo salía del Club Mount Auburn, con el pelo aún húmedo y recién peinado, y con el extremo de la raqueta de tenis asomando por la bolsa del gimnasio. Llevaba una suave chaqueta de piel negra sobre un chaleco de lino crema, una camisa blanca abotonada hasta el cuello y vaqueros descoloridos. Estaba muy bronceado. Se movía como si esperara que las cosas se apartaran de su camino.

—Odio a ese tipo de verdad —le dije a Bubba—, y ni siquiera le conozco.

—El odio está muy bien —dijo Bubba—. Además es gratis.

El Audi de Cody sonó dos veces cuando usó el mando que llevaba en el llavero para desactivar la alarma y abrir el maletero.

—Si me hubieras dejado —dijo Bubba—, ya habría explotado por los aires.

A Bubba le habría gustado colocar explosivos C-4 en el motor y conectar la carga explosiva al transmisor de alarma del Audi. ¡C-4! Habríamos hecho saltar por los aires la mitad de Watertown y el Club Mount Auburn habría ido a parar más allá de Rhode Island. Bubba era incapaz de entender por qué no era una buena idea.

—Uno no se carga a alguien porque le haya destrozado el coche a una mujer.

—¿Ah, no? —preguntó Bubba—. ¿Dónde lo pone?

Debo admitir que no supe qué decir.

—Además —dijo Bubba—, sabes que existe la posibilidad de que la viole.

Asentí.

—Odio a los violadores —añadió Bubba.

—Yo también.

—Lo ideal sería que no pudiera hacerlo nunca más.

Me di la vuelta.

—No vamos a matarle —dije.

Bubba se encogió de hombros.

Cody Falk cerró el maletero y permaneció allí un momento, con su fuerte barbilla ligeramente alzada mientras contemplaba las pistas de tenis que había delante del aparcamiento. Parecía posar para un retrato; con esos rasgos tan bien cincelados, el pelo negro, el torso cuidadosamente esculpido y su ropa suave y cara, podría hacerse pasar perfectamente por modelo. Parecía saber que estuvieran observándole, pero no nosotros. Parecía el tipo de hombre que siempre pensaba que le observaban, con admiración o envidia. Era el mundo de Cody Falk; nosotros sólo vivíamos allí.

Cody salió del aparcamiento, dobló a la derecha, y le seguimos por Watertown y las afueras de Cambridge. Dobló a la izquierda en la calle Concord y se dirigió hacia Belmont, uno de los barrios más elegantes de los alrededores.

—¿Por qué aparcas en la calzada y conduces en el parking? —preguntó Bubba. Después bostezó durante un buen rato y se puso a mirar por la ventana.

—No tengo ni idea.

—Es lo mismo que me contestaste la última vez que te lo pregunté.

—¿Y?

—Sencillamente me gustaría que alguien me diera una buena respuesta. Me saca de quicio.

Dejamos la carretera principal y seguimos a Cody Falk hasta un barrio color marrón humo, con altos robles y casas estilo Tudor color chocolate; la puesta de sol había dejado una neblina de una tonalidad bronce oscuro que confería a las calles de finales de invierno un brillo otoñal, un aire de rara tranquilidad, una riqueza heredada, con bibliotecas privadas con vidrieras de colores y madera oscura de teca y delicados tapices.

—Me alegra que hayamos cogido el Porsche —dijo Bubba.

—¿Crees que el Crown Vic habría desentonado?

Mi Porsche es un Roadster del 63. Compré el armazón y poco más hará unos diez años; pasé los cinco años siguientes comprando piezas sueltas y arreglándolo. No es que me encante, pero debo admitir que cuando estoy detrás del volante, me siento realmente el tipo más atractivo de todo Boston. O quizá del mundo entero. Angie solía decir que eso me pasaba porque aún tenía que crecer.

Seguramente tenía razón, pero aun así, hasta hace poco tenía una furgoneta.

Cody Falk se adentró por un pequeño camino que había junto a una gran casa colonial de estuco; apagué las luces y le seguí mientras la puerta del garaje se elevaba rechinando. A pesar de que él tenía las ventanillas cerradas, podía oír cómo el bajo retumbaba en los altavoces del coche. Continuamos por el camino sin que oyera nada. Apagué el motor justo cuando estábamos a punto de entrar en el garaje. Salió del Audi y nosotros salimos del Porsche mientras la puerta del garaje empezaba a cerrarse. Abrió el maletero; Bubba y yo entramos en el garaje por debajo de la puerta.

Se echó hacia atrás al verme y rápidamente puso las manos delante de él como si quisiera protegerse de una multitud. Sus ojos se empequeñecieron. No soy un hombre especialmente grande; Cody era alto y parecía estar en forma. El miedo que sintió al ver a un desconocido en su garaje dio paso al cálculo mientras me medía con la vista y se daba cuenta de que no iba armado.

Bubba cerró el maletero; Cody le vio por primera vez y se quedó totalmente atónito. Bubba suele causar esa impresión en la gente. Tiene la cara de un niño de dos años con problemas mentales —como si sus rasgos se hubieran suavizado y dejado de crecer al mismo tiempo que su cerebro y su conciencia—, su cuerpo me recuerda a un furgón metálico con patas.

—¿Quién demonios…?

Bubba había sacado la raqueta de Cody de la bolsa y la hacía girar rápidamente con las manos.

—¿Por qué aparcas en la calzada y conduces por el parking? —le preguntó a Cody.

Miré a Bubba y puse los ojos en blanco.

—¿Qué? ¿Cómo coño quieres que lo sepa?

Bubba se encogió de hombros. Estrelló la raqueta contra el maletero del Audi e hizo una hendidura de unos veinte centímetros.

—Cody —dije, mientras la puerta del garaje se cerraba de golpe—. No digas ni una sola palabra hasta que te pregunte. ¿Queda claro?

Me miró fijamente.

—Te acabo de hacer una pregunta, Cody.

—Oh, sí, sí, queda claro —dijo Cody.

Miró a Bubba y pareció encogerse.

Bubba sacó la funda de la raqueta y la dejó caer al suelo.

—Por favor, no vuelva a golpear el coche —dijo Cody.

Bubba alzó la mano en señal de asentimiento. Él también asintió. Entonces alzó rápidamente la mano y le dio con todo el revés en la ventana trasera del Audi. El cristal hizo un ruido seco y ensordecedor y se desparramó por todo el asiento trasero.

—¡Santo Dios!

—¿Qué le acabo de decir sobre lo de hablar, Cody?

—Pero acaba de destrozar mi…

Bubba lanzó la raqueta como si fuera un tomahawk[2] y le dio a Cody en toda la frente; éste cayó violentamente contra la puerta del garaje. Se desplomó y empezó a salirle sangre del corte que Bubba le había hecho justo encima de la ceja derecha; parecía a punto de echarse a llorar.

Lo agarré por el pelo, lo levanté y lo apoyé violentamente contra la puerta del coche.

—¿Cómo te ganas la vida, Cody?

—Yo… ¿qué?

—¿A qué te dedicas?

—Soy restaurador.

—¿Qué? —dijo Bubba.

Me di la vuelta y le miré.

—Es propietario de restaurantes —le dije.

—¡Oh!

—¿De cuáles? —le pregunté a Cody.

—El Boatyard en Nahant. También tengo el Flagstaff en el centro de la ciudad, una parte del Tremont Street Grill, el Fours de Brookline. Yo… yo…

—¡Shhh! —dije—. ¿Hay alguien en la casa?

—¿Qué? —Miró a su alrededor con desconcierto—. No, no, soy soltero.

Lo arrastré hasta el suelo.

—Cody, te gusta perseguir a las mujeres, ¿verdad? ¿Quizás incluso te gusta violarlas y maltratarlas si no te siguen el juego?

Su mirada se ensombreció mientras una gruesa gota de sangre descendía por el caballete de la nariz.

—No, yo… ¿Quién…?

Le pegué un manotazo en la herida de la frente y empezó a gritar.

—Tranquilo, Cody, tranquilo. Si alguna vez vuelves a molestar a una mujer, a cualquier mujer, incendiaremos todos tus restaurantes y a ti te pondremos en una silla de ruedas durante el resto de tu vida. ¿Queda claro?

Algo que dijimos sobre las mujeres hizo que Cody sacara a la luz su estupidez. Quizá fue porque le dijimos que no podría tenerlas de la manera que a él le gustaba. Por el motivo que fuera, negó con la cabeza. Tensó la mandíbula. Cierta expresión de regocijo propia de una animal de rapiña invadió lentamente su mirada; seguramente creía que había descubierto mi talón de Aquiles: la preocupación por el «sexo débil».

—Bien, no creo que pueda hacerlo —dijo Cody.

Me hice a un lado. Bubba se acercó al coche, sacó una 22 de la guerrera, puso el silenciador, le apuntó en toda la cara y apretó el gatillo.

El percusor dio con una recámara vacía, pero Cody no pareció darse cuenta de ello al principio. Cerró los ojos, gritó: «¡No!» y se cayó de culo.

Estábamos de pie junto a él cuando abrió los ojos. Se tocó la nariz con los dedos, como si le sorprendiera que siguiera allí.

—¿Qué ha sucedido? —le pregunté a Bubba.

—No lo sé, pero estaba cargada.

—Vuélvelo a intentar.

—Sí, claro.

Cody puso rápidamente las manos delante de él.

—¡Espera! —gritó.

Bubba apuntó al pecho de Cody con la pistola y apretó el gatillo de nuevo.

Otro ruido sordo.

Cody se dejó caer pesadamente en el suelo y volvió a cerrar los ojos con fuerza; retorcía tanto la cara que parecía una horrible máscara de masilla. Empezaron a saltársele las lágrimas y un profundo olor a orina se desprendió de una floreciente mancha en la pernera izquierda del pantalón.

—¡Maldita sea! —dijo Bubba.

Se llevó la pistola a la cara, la observó con el ceño fruncido, y volvió a apuntar en el mismo momento en que Cody abría un ojo.

Cody cerró firmemente el ojo mientras Bubba apretaba el gatillo por tercera vez, para encontrarse de nuevo con una recámara vacía.

—¿La has comprado en un mercado de segunda mano? —pregunté.

—Cierra el pico. Funcionará —dijo Bubba. Hizo un movimiento de muñeca y el cilindro se abrió de golpe. El ojo dorado de una pequeña bala se nos quedó mirando, interrumpiendo lo que habría sido un círculo continuo de pequeños agujeros negros—. ¿Ves? Hay una bala.

—Una —dije.

—Una será más que suficiente.

De repente, Cody se levantó del suelo y vino hacia nosotros.

Levanté el pie, le di una patada en el pecho y lo volví a derribar.

Bubba cerró el cilindro de un golpe y le apuntó. Volvió a hacer un falso disparo y Cody empezó a chillar. Hizo otro falso disparo y Cody comenzó a emitir unos extraños sonidos que parecían una mezcla de risa y llanto.

Se tapó los ojos.

—No, no, no, no, no, no, no, no… —dijo, emitiendo aquel extraño sonido de nuevo.

—A la sexta va la vencida —dijo Bubba.

Cody alzó la cabeza, observó la boca del arma y apoyó penosamente la nuca en el suelo. Tenía la boca completamente abierta, como si estuviera gritando, pero el único sonido que podía pronunciar era una especie de «no, no, no…» con voz débil y muy aguda.

Me acuclillé junto a él, le tiré de la oreja izquierda acercándola a mi boca.

—Odio a la gente que maltrata a las mujeres, Cody. Los odio de verdad. Siempre pienso: «¿Y si esa mujer fuera mi hermana? ¿Y si fuera mi madre?». ¿Comprendes? —le dije.

Cody intentó soltarse, pero yo le asía con fuerza. Puso los ojos en blanco e hinchaba y deshinchaba las mejillas.

—Mírame a los ojos.

Cody movió los ojos violentamente, los fijó y me miró a la cara.

—Si la compañía de seguros no le paga el coche, Cody, vamos a volver con la factura.

Su expresión de pánico se desvaneció y fue reemplazada por una de comprensión.

—Yo nunca he tocado el coche de esa hija de perra —dijo.

—Bubba.

Bubba volvió a apuntar a la cabeza de Cody.

—¡No! Escuchen, escuchen, escuchen. Yo… Yo… Karen Nichols, ¿verdad?

Le hice un gesto a Bubba con la mano.

—De acuerdo, yo, llámenle como quieran, le seguí los pasos durante un tiempo. Sólo fue un juego. Sólo fue un juego. Pero el coche, no. Yo nunca…

Le pegué un puñetazo en el estómago. El aire salió de sus pulmones; abría y cerraba la boca constantemente como si quisiera inspirar un poco de oxígeno.

—De acuerdo, Cody. Es un juego. Y esto es la última partida. Métete en la cabeza que si llega a mis oídos que alguien está persiguiendo a una mujer, a cualquier mujer de esta ciudad, o que violan a alguien, o que alguna mujer de esta ciudad se siente amenazada, Cody, supondré que lo has hecho tú. Y volveremos.

—Y te romperemos ese maldito culo de mierda —dijo Bubba.

Una ráfaga de aire salió disparada de los pulmones de Cody Falk a medida que recuperaba la respiración.

—Di que lo has comprendido, Cody.

—Lo he comprendido —dijo Cody con dificultad.

Miré a Bubba. Él se encogió de hombros. Asentí.

Bubba quitó el silenciador de la 22; guardó el arma en un bolsillo de la guerrera y el silenciador en el otro. Fue hacia la pared y recogió la raqueta. Volvió y se quedó de pie junto a Cody Falk.

—Hablamos en serio, Cody —dije.

—¡Ya lo sé, ya lo sé! —gritaba.

—¿Crees que lo ha entendido? —le pregunté a Bubba.

—Creo que sí —dijo Bubba.

Un suspiro gutural de alivio salió de los labios de Cody; contempló la cara de Bubba con tal gratitud que casi era embarazoso mirarle.

Bubba sonrió y le partió la raqueta en la ingle.

Cody se sentó como si el final de su columna vertebral estuviera en llamas. Un hipido ensordecedor salió disparado de su boca; se abrazó la barriga y vomitó en su propio regazo.

—Aunque uno nunca puede estar seguro del todo, ¿verdad? —dijo Bubba. Después lanzó la raqueta por encima del capó del coche.

Observé cómo Cody luchaba contra los torrentes de dolor que le recorrían el cuerpo, cómo se agarraba con fuerza el vientre, la cavidad torácica, los pulmones. Gotas de sudor le caían por la cara como un aguacero de verano.

Bubba abrió la pequeña puerta de madera que conducía afuera.

Al cabo de un rato Cody volvió la cabeza hacia mí; la mueca que hizo me recordó la sonrisa de un esqueleto.

Le miré fijamente a los ojos para ver si el miedo se convertiría en rabia; para comprobar si la vulnerabilidad iba a ser reemplazada por esa despreocupada superioridad tan característica de los predadores natos. Esperaba esa mirada que Karen Nichols había visto en el aparcamiento, la misma que yo había divisado justo antes de que Bubba apretara el gatillo por primera vez.

Esperé un poco más.

El dolor disminuyó y la mueca de Cody Falk se relajó; la piel se le empezó a aflojar desde el nacimiento del pelo y su respiración volvió a tener un ritmo casi normal. Pero el miedo seguía ahí. Había arraigado profundamente; sabía que durante varias noches dormiría sólo una o dos horas, y que pasaría como mínimo un mes antes de que pudiera cerrar la puerta del garaje a su espalda mientras aún estuviera dentro. Durante mucho, mucho tiempo, se volvería, como mínimo una vez al día, para ver si Bubba o yo estábamos allí. Estaba prácticamente seguro de que Cody Falk tendría miedo el resto de su vida.

Metí la mano en el bolsillo del abrigo y saqué la nota que Karen Nichols le había dejado en el coche. La arrugué e hice una pelota.

—Cody —susurré.

Me miró con mucha atención.

—La próxima vez cortaremos la luz. —Le alcé un poco la barbilla—. ¿Lo comprendes? No nos oirás ni nos verás.

Le metí la arrugada nota en la boca. Los ojos se le abrieron y luchó por no atragantarse. Le di un golpe bajo la barbilla y se le cerró la boca.

Me levanté, fui hacia la puerta y, de espaldas, dije:

—Y morirás, Cody, morirás.