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Cuando conocí a Karen Nichols, pensé que era el tipo de mujer que seguramente planchaba los calcetines.

Era rubia y pequeña; salía de un «escarabajo» VW 1998 verde chillón en el momento en que Bubba y yo, con nuestro café de la mañana en la mano, cruzábamos la avenida hacia la iglesia de San Bartolomé. Era febrero, pero ese año el invierno se había olvidado de hacer acto de presencia. A excepción de una tormenta de nieve y de unos pocos días en que la temperatura había llegado bajo cero, el clima había sido muy suave. Estábamos casi a 10°, y eso que aún no eran más que las diez de la mañana. Que digan lo que quieran sobre el calentamiento de la tierra, si me libro de quitar la nieve de la entrada con una pala, estoy a favor de él.

Karen Nichols se tapó los ojos con una mano, a pesar de que el sol de la mañana no era muy fuerte, y me sonrió indecisa.

—¿Señor Kenzie?

Le dediqué una enternecedora sonrisa y le ofrecí la mano.

—¿Señorita Nichols? —dije.

Rió por alguna razón.

—Karen. Sí. Llego demasiado temprano.

Deslizó su mano en la mía; tenía un tacto tan fino y suave como un guante.

—Llámeme Patrick. Éste es el señor Rogowski.

Bubba asintió con un gruñido y tomó un trago de café.

Karen Nichols apartó su mano de la mía y se echó ligeramente hacia atrás, como si temiera tener que estrecharle la mano a Bubba. Como si temiera al hacerlo no volver a recuperarla.

Llevaba una chaqueta de ante marrón hasta la rodilla encima de un suéter de punto de color carbón y cuello barco, vaqueros azules y Reeboks de un blanco reluciente. Todo lo que llevaba daba la impresión de haber estado siempre lejos de una arruga, una mancha o una mota de polvo.

Puso los delicados dedos sobre su suave cuello.

—¡Un par de investigadores privados de verdad, caramba! —exclamó.

Arrugó sus ojos azul claro y su nariz de botón, y volvió a sonreír de nuevo.

—El investigador privado soy yo —dije—. Él sencillamente es especialista en barrios bajos.

Bubba soltó otro gruñido y me pegó una patada en el culo.

—¡Abajo, chico! —dije—. ¡Al suelo!

Bubba tomó un trago de café.

Daba la impresión de que Karen Nichols se había equivocado al venir a verme. Decidí, pues, no llevarla a mi oficina. Si la gente no estaba segura de querer contratarme, llevarles al campanario no era necesario.

No había clases porque era sábado; el aire era fresco pero no hacía frío, así que Karen Nichols, Bubba y yo nos encaminamos hacia un banco del patio de la escuela. Me senté. Karen Nichols usó un pañuelo blanco inmaculado para limpiar el banco, y luego se sentó. Bubba frunció el ceño al ver que no quedaba sitio, me miró con desaprobación, y se sentó en el suelo justo delante de nosotros; cruzó las piernas y nos miró.

—Eres un perro muy bueno —dije.

Bubba me lanzó una mirada como diciendo que pagaría por ello tan pronto como nos hubiéramos alejado de nuestra educada compañera.

—Señorita Nichols —dije—, ¿quién le ha hablado de mí?

Apartó los ojos de Bubba y me miró un momento con expresión de confusión. Llevaba el pelo rubio tan corto como un niño y me recordaba fotografías que había visto de mujeres en el Berlín de los años veinte. Lo llevaba peinado hacia atrás con gomina, y aunque sería imposible que el pelo se le despeinara a no ser que se acercara a un motor a reacción, se había puesto un clip encima de la oreja izquierda, justo debajo de la raya; un pequeño pasador negro con el dibujo de un escarabajo.

Abrió sus grandes ojos azules, volvió a reír de forma entrecortada y nerviosa.

—Mi novio —dijo.

—Y se llama… —empecé, imaginándome que sería algo así como Tad, Ty o Hunter.

—David Wetterau.

¡Demasiado para mis habilidades psicológicas!

—Me temo que nunca he oído hablar de él.

—Conoció a alguien que solía trabajar con usted. ¿Una mujer?

Bubba levantó la cabeza y me miró. Bubba me consideraba culpable de que Angie hubiera puesto fin a nuestra colaboración, se hubiera ido del barrio, se hubiera comprado un Honda, vistiera trajes de Anne Klein; en definitiva, de que ya nunca saliera con nosotros.

—¿Angela Gennaro? —le pregunté a Karen Nichols.

Sonrió.

—Sí, así se llama —afirmó.

Bubba gruñó de nuevo. Pronto empezaría a aullarle a la luna.

—¿Por qué necesita un detective privado, señorita Nichols?

—Karen —dijo. Se volvió hacia mí y se puso un mechón imaginario de pelo detrás de la oreja.

—Karen, ¿por qué necesita un detective?

Una sonrisa triste y apesadumbrada frunció sus labios; miró sus rodillas un momento.

—Hay un tipo en el gimnasio al que voy…

Asentí.

Tragó saliva. Supongo que albergaba la esperanza de que yo fuera capaz de deducirlo todo tan sólo a partir de esa frase. Estaba completamente seguro de que iba a decirme algo desagradable, y aún estaba más seguro de que las cosas desagradables sólo las habría visto de lejos.

—Me ha estado acosando sexualmente; me ha estado siguiendo hasta el aparcamiento… Al principio era sólo… molesto. —Alzó la cabeza y me miró a los ojos buscando una mirada de comprensión—. Entonces las cosas se pusieron feas. Empezó a llamarme a casa. Cambié mis hábitos para no tener que encontrarle en el gimnasio, pero un par de veces le vi aparcado delante de mi casa. Un día David se hartó de la situación y se fue a hablar con él. Lo negó todo y después le amenazó. —Parpadeó y se retorció los dedos de la mano izquierda—. David no es físicamente… formidable. ¿Es ésa la palabra correcta?

Asentí.

—Así pues, Cody, así se llama, Cody Falk, se rió de David y esa misma noche volvió a llamarme.

Cody. Ya empezaba a odiarle.

—Me llamó y me dijo que sabía lo mucho que lo deseaba, que seguramente nunca había disfrutado de un buen, buen…

—¡Joder! —dijo Bubba.

Ella se echó ligeramente hacia atrás, le miró luego me miró a mí.

—Sí, —continuó—, bien, un buen… en toda mi vida. Y él sabía que yo deseaba en secreto que él me lo hiciera. Dejé esta nota en su coche. Ya sé que es una estupidez, pero yo…, bien, lo hice.

Metió la mano en el bolso y sacó un trozo de papel arrugado color lila. Con una caligrafía perfecta, había escrito:

Señor Falk,

por favor, déjeme en paz.

KAREN NICHOLS

—Cuando volví a ir al gimnasio —continuó—, vi que había colocado la nota de nuevo en el limpiaparabrisas, en el mismo lugar que yo la había dejado. Si le da la vuelta, señor Kenzie, verá lo que escribió. —Señaló el papel que sostenía en la mano.

Le di la vuelta. Al dorso, Cody Falk tan sólo había escrito una palabra:

NO

Ese gilipollas me caía cada vez peor.

—Y ayer… —Se le llenaron los ojos de lágrimas, tragó saliva varias veces y su blanca y suave garganta empezó a temblar.

Puse una mano encima de la de ella y la entrelazó con los dedos.

—¿Qué hizo? —dije.

Aspiró aire por la boca; oí el traqueteo húmedo que hizo al pasar por la garganta.

—Me destrozó el coche —respondió.

Tanto Bubba como yo reaccionamos tarde; observamos el reluciente «escarabajo» VW verde aparcado junto a la verja del patio de la escuela. Parecía como si hubiera acabado de salir de fábrica; seguramente el interior aún olía a nuevo.

—¿Ese coche? —pregunté.

—¿Qué? —dijo, mientras seguía mi mirada—. ¡Oh, no, no! Ése es el coche de David.

—¿Qué? —dijo Bubba—. ¿Que un hombre realmente conduce ese coche?

Le miré y negué con la cabeza.

Bubba frunció el ceño; luego miró sus botas de combate y se las subió hasta las rodillas.

Karcn movió la cabeza como si quisiera aclararlo.

—Yo tengo un Corolla. Quería un Camry, pero no nos lo podíamos permitir. David acaba de montar un negocio y ambos tenemos créditos estudiantiles que aún no hemos acabado de pagar; así pues, me compré un Corolla. Y ahora está destrozado. Tiró ácido alrededor de todo el coche. Perforó el radiador y el mecánico me dijo que había vertido almíbar en el motor.

—¿Se lo ha contado a la policía?

Asintió; su diminuto cuerpo temblaba.

—No hay ninguna prueba de que fuera él. Le dijo a la policía que esa noche estaba en el cine y que hubo gente que le vio entrar y salir de allí. Él… —Su cara se ensombreció—. No le pueden hacer nada; además, la compañía de seguros no piensa cubrirme los gastos.

Bubba levantó la cabeza y la inclinó hacia mí.

—¿Por qué no? —dije.

—Porque no han recibido el último pago. Y yo… lo mandé. Lo mandé hace más de tres semanas. Me dijeron que me habían enviado un aviso, pero yo nunca lo recibí. Y, y… —Bajó la cabeza y las lágrimas cayeron hasta sus rodillas.

Estaba casi seguro de que tenía una colección de peluches; además, lo que quedaba de su Corolla debía de tener o bien una cara sonriente o bien un dibujo de Jesús pegado al parachoques. Probablemente leía novelas de John Grisham, escuchaba música rock suave, le encantaba ir a despedidas de solteras y nunca había visto una película de Spike Lee.

Nunca habría imaginado que algo así pudiera sucederle a ella.

—Karen —dije dulcemente—, ¿cómo se llama su compañía de seguros?

Alzó la cabeza y se secó las lágrimas con la palma de la mano.

—State Mutual.

—¿Y la oficina de correos por la que mandó el cheque?

—Bien, vivo en Newton Upper Falls —dijo—, pero no estoy muy segura. ¿Mi novio? —Se miró las inmaculadas zapatillas de deporte blancas, como si se sintiera avergonzada—. Él vive en Back Bay; paso mucho tiempo allí.

Lo dijo como si fuera un pecado; me pregunté dónde debía crecer gente como ella y si había una preselección, cómo debía hacerse por si algún día yo tenía una hija.

—¿Se había retrasado antes en algún otro pago?

Negó con la cabeza.

—Nunca.

—¿Cuánto tiempo hace que está asegurada?

—Desde que me gradué en la universidad. Siete años.

—¿Dónde vive Cody Falk?

Se pasó la palma de la mano sobre los ojos para asegurarse de que las lágrimas se habían secado. No usaba maquillaje, así que nada se había corrido. Era tan guapa como esas chicas que anuncian productos de belleza.

—No lo sé, pero va al gimnasio todos los días a las siete de la tarde.

—¿A qué gimnasio?

—Al Club Mount Auburn de Watertown. —Se mordió el labio inferior e intentó dedicarnos una de sus sonrisas de dientes blancos—. ¡Me siento tan ridícula!

—Señorita Nichols —dije—, nadie cree que tenga que tratar con gente como Cody Falk. ¿Lo comprende? Ni usted, ni nadie. Simplemente él es una mala persona. Usted no ha hecho nada para provocar esta situación. Él sí.

—¿Sí? —preguntó.

Consiguió dedicarnos una amplia sonrisa, pero aún quedaba una expresión de miedo y confusión en su mirada.

—Sí. Él es el malo. Disfruta asustando a la gente.

—Sí, de verdad —asintió—. Se le ve en los ojos. Cuanto más incómoda me hacía sentir en el aparcamiento, más parecía disfrutar.

Bubba soltó una risita.

—¿Quiere que hablemos de incomodidad? Pues espere a que le hagamos una visita a Cody —dijo.

Karen Nichols miró a Bubba; por un instante pareció sentir lástima por Cody Falk.

Una vez en mi oficina llamé a mi abogado, Cheswick Hartman.

Karen Nichols se había ido en el VW de su novio. Le ordené que se fuera directamente a la compañía de seguros y que les entregara otro cheque. Cuando me dijo que no aceptarían el pago, le aseguré que lo harían si iba allí. Se preguntó en voz alta si podría pagar mis honorarios; le contesté que si podía pagar un día no habría ningún problema, ya que era lo que tardaríamos.

—¿Un día?

—Un día —dije.

—¿Qué pasa con Cody?

—Cody ya no la molestará más —dije.

Le cerré la puerta del coche y se alejó; me saludó con la mano cuando se paró en el primer semáforo.

—Busca «linda» en el diccionario —le dije a Bubba mientras nos sentábamos en mi despacho—. Y mira si está la fotografía de Karen Nichols junto a la definición.

Miró la pequeña pila de libros que tenía en la repisa de la ventana.

—¿Cómo puedo saber cuál es el diccionario? —preguntó.

Cheswick se puso al teléfono y le conté los problemas que Karen Nichols había tenido con la reclamación del seguro.

—¿Había hecho todos los pagos?

—Sí, siempre.

—No hay ningún problema. ¿Me dijiste que era un Corolla?

—¡Ajá!

—¿Qué es eso, un coche de veinticinco mil dólares?

—Más bien de catorce mil.

Cheswick se rió entre dientes.

—¿Realmente hay coches tan baratos?

Que yo supiera, Cheswick tenía un Bentley, un Mercedes V10 y dos Range Rover. Cuando se quería sentir como la gente normal y corriente, conducía el Lexus.

—Pagarán la reclamación —dijo.

—Dijeron que no lo harían —solté, sólo para provocarle.

—¿Y levantarse contra mí? Si cuando cuelgue el teléfono no estoy satisfecho, sabrán que ya han perdido cincuenta mil. Pagarán.

Cuando colgué, Bubba dijo:

—¿Qué te ha dicho?

—Que pagarán.

Asintió.

—Y Cody también lo hará, colega. Cody también pagará —aseguró.

Bubba volvió a su almacén para acabar de arreglar unos asuntos; yo llamé a Devin Amronklin, uno de los pocos policías de homicidios de esta ciudad que aún me dirige la palabra.

—Homicidios.

—Dímelo de verdad, cariño.

—¡Vaya! ¡Pero si parece la persona non grata número uno del Departamento de Policía de Boston! ¿Te han parado últimamente?

—No.

—¿No? Pues te sorprendería saber lo que a algunos tipos de por aquí les encantaría encontrar en tu maletero.

Cerré los ojos. Ser el número uno en la lista negra del Departamento de Policía no era exactamente lo que más deseaba en esos momentos.

—No creo que tú seas tampoco muy popular —dije—. Al fin y al cabo, le pusiste las esposas a un compañero del cuerpo de policía.

—Nunca le he caído bien a nadie —dijo Devin—. Ahora la mayoría me tiene miedo, y ya me va bien. Tú, en cambio, eres un mariquita de renombre.

—¡Así que de renombre!

—¿Qué pasa?

—Necesito información sobre Cody Falk. Cualquier cosa relacionada con persecución o acoso.

—¿Y a cambio voy a obtener…?

—Una amistad para toda la vida.

—Una de mis sobrinas —dijo— quiere que le compre la colección completa de Beanie Babies para su cumpleaños.

—Y a ti no te apetece entrar en una juguetería.

—Y aún tengo que pasar una cuantiosa pensión a un crío que ni siquiera me dirige la palabra.

—Y también quieres que te compre las Beanie Babies.

—Con diez bastará.

—¿Diez? —dije—. Debes de estar…

—¿Falk con f?

—Sí, f de falacia —dije, y colgué.

Devin llamó una hora más tarde y me dijo que le llevara las Beanie Babies a su casa la noche siguiente.

—Cody Falk, edad treinta y tres años. Nunca ha sido condenado.

—Sin embargo…

—Sin embargo —dijo Devin—, fue arrestado una vez por haber violado la prohibición de acercamiento a Bronwyn Blythe; retiraron la acusación. También fue arrestado por haber agredido a Sara Little; retiraron la acusación cuando la señorita Little se negó a prestar declaración y abandonó el estado. Sospechoso de violar a una tal Anne Bernstein; lo llamaron a declarar, pero nunca se llegó a cursar la acusación porque la señorita Bernstein se negó a prestar juramento, a someterse al examen médico y a identificar a su agresor.

—Un tipo bien majo —dije.

—Sí, la verdad es que parece un encanto.

—¿Eso es todo?

—A excepción de que tiene antecedentes de cuando era menor de edad, pero han sido archivados.

—Evidentemente.

—¿Está incordiando a alguien otra vez?

—Quizá —dije con cautela.

—Ponte los guantes —dijo Devin, y colgó.