El asalto final de los ershul empezó a las dos de la mañana del día decimoséptimo. En el silencio de una noche clara, sin nieve, bajo las auroras espasmódicas de la tormenta de disformidad, empeñaron todas sus fuerzas en el ataque al Santuario. Todo el día y hasta bien entrada la noche habían estado llegando por el desfiladero columnas de refuerzo. Los ershul eran toda una legión. Nueve mil guerreros fanáticos. Quinientos setenta carros blindados.
Apenas quedaban dos mil soldados imperiales aptos para defender el Santuario, apoyados por los cuatro últimos Conquistador, un Executor, un Destructor y un puñado de Chimera, Salamandra y baterías Hydra. Todo lo que tenían a su favor era la fuerza estratégica de su posición amurallada y la relativa estrechez del acceso al promontorio.
La potencia imponente del bombardeo ershul hacía que se estremecieran las líneas imperiales. La guardia de honor no devolvía los disparos. Era tal la escasez de munición y de bombas que tenían que elegir muy bien los blancos. Las huestes ershul avanzaban hacia ellos.
De pie en la muralla interior, Gaunt observaba con su catalejo la inminencia del desastre. Según sus cálculos más optimistas, no podrían resistir más de veinte o treinta minutos.
Se volvió a mirar a Rawne y a Hark. El brazo de Rawne estaba fuertemente vendado.
—Creo que realmente no importa lo que hagamos ahora, pero quiero que ustedes dos lideren y arenguen a los hombres por mí todo el tiempo que puedan. Hagan todo lo posible por ganar tiempo.
Los hombres asintieron.
—Que el Emperador nos proteja —dijo Gaunt estrechando la mano a ambos.
—Todavía no han acabado con nosotros —añadió Hark.
—Ya lo sé, comisario, pero recuerde… a veces el toro lo coge a uno.
Los oficiales bajaron juntos los escalones de la muralla.
Mirando una última vez al mayor y al comisario, Gaunt pensó que iban hacia una muerte segura y que él debería ir con ellos.
Se dio la vuelta y volvió a toda prisa al sepulcro donde esperaban los demás.
—¡Un milagro! —decía una y otra vez el ayatani-ayt Cortona rodeado de sus clérigos principales.
—Vuelvo a decirle que no —insistía Zweil—. Y lo sé de buena fuente.
—¡Usted es sólo un imhava! ¿Qué va a saber? —le soltó Cortona.
—¡Maldita sea! Mucho más que usted, tempelum —replicó Zweil.
—Creo que ha andado usted en malas compañías, aprendiendo un lenguaje inadecuado, como ése —le susurró el coronel Corbec a Zweil.
—Pido perdón por la deplorable vida que he llevado, coronel —respondió Zweil.
Gaunt entró en el sepulcro y todos se volvieron a mirarlo.
—Hay tan poco tiempo que tengo que ser breve. Esto no fue un milagro.
—¡Pero todos lo sentimos! ¡En todo el Santuario! ¡El poder bendito cantando en nuestras mentes! —gritó Cortona.
—Fue una especie de prueba psíquica. La señal activadora de un antiguo dispositivo que creo que está enterrado debajo de este altar.
—¿Un qué? —preguntó uno de los ayatani.
—El Adeptus Mechanicus construyó este lugar para albergar a la Santa. Creo que infiltraron toda la roca en la que se asienta con una tecnología psíquica durmiente cuyo poder y finalidad sólo podemos imaginar. ¿Fui yo el único que dedujo eso de la onda psíquica? Estaba muy claro.
—¿Tecnología para hacer qué? —inquirió Cortona.
—Para proteger a la beata en el caso de una auténtica catástrofe, como el influjo de la disformidad. Para salvaguardar su profecía final.
—¡Absurdo! Entonces ¿cómo es que nosotros no lo sabíamos? —preguntó otro sacerdote del Santuario—. Nosotros somos sus elegidos, sus hijos.
—Seis mil años es mucho tiempo —dijo Corbec—. Suficiente como para olvidar. Suficiente para convertir los hechos en mitos.
—Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué se manifiesta ahora? —preguntó Cortona.
—Porque llegamos nosotros, sus infardi. Nos reunimos en su sepulcro y disparamos el mecanismo.
—¿Cómo?
—Porque nuestras mentes respondieron a la llamada. Porque vinimos. Porque a través de nosotros el mecanismo reconoció que había llegado el momento de activarse.
—¡Esos son tonterías! ¡Blasfemias! —gritó el ayatani-ayt—. ¡Eso equivale a decir que ustedes, los soldados, son más santos que la sagrada hermandad! ¿Por qué habría de activarse por ustedes cuando no lo hizo nunca por nosotros?
—Porque ustedes no son los iluminados. No en ese sentido —respondió Zweil arrancando un grito de incredulidad a los sacerdotes—. Ustedes se encargan de la atención, están vigilantes y releen los textos, pero lo hacen porque han heredado ese deber, no por fe. Estos hombres tienen fe auténtica —añadió señalando a Corbec, Daur y Gaunt.
Se levantaron gritos de protesta.
—¡No hay tiempo para debatir esto! ¿Está claro? ¡Tenemos a las puertas a las fuerzas del Caos! Tenemos una oportunidad de usar la tecnología que la Santa nos ha dejado y a duras penas nos queda tiempo para averiguar cómo podemos hacerlo.
—Sanian y yo hemos estado estudiando los hologramas, señor —dijo Milo. Señaló con un gesto las brillantes barras de luz de las paredes de corindón del altar, luces que aún no se habían desvanecido.
—Hay descripciones de su santa cruzada —dijo Sanian señalando ciertas runas. Una mención de sus comandantes de confianza. Aquí, por ejemplo, el nombre del Señor Militar Kiodrus…
—Va a tener que abreviar —interrumpió Gaunt—. Sólo nos quedan unos minutos.
Sanian asintió.
—El mecanismo de activación de la tecnología parece estar aquí. —Señaló un pequeño diagrama rúnico que brillaba en la pared—. El pilar de la llama votiva que está en la cima misma del promontorio.
—¿Cómo debemos usarlo?
—Hay que colocar algo en su sitio —dijo Sanian frunciendo el ceño—. Algún icono activador. No estoy segura de lo que representa este pictograma.
—Yo sí —dijo Daur. Se levantó de su taburete y sacó de su bolsillo la chuchería de plata—. Creo que esto es lo que necesitamos.
—Parece usted especialmente seguro, Ban —dijo Gaunt.
—En mi vida he estado tan seguro de algo, señor.
—Muy bien. Ya no hay tiempo para hablar. Entrégueme eso y yo…
—Señor —replicó Daur—. Me fue entregado a mí. Creo que debería hacerlo yo.
Gaunt asintió.
—Muy bien, Ban, pero yo voy con usted.
* * *
—¡Adelante! ¡Adelante, mis valientes! —gritaba Soric a voz en cuello para hacerse oír a pesar de las explosiones. Las bombas infardi habían roto la veija y la parte frontal de la muralla interior—. ¡Hemos nacido para esto! ¡Para rechazar al archienemigo de la especie humana! ¡Para rechazarlo ahora!
Gaunt, Corbec, Milo, Sanian y Daur se dirigieron a la puerta trasera de la muralla exterior del Santuario. Detrás de ellos, el estruendo de la batalla era ensordecedor.
Prepararon sus armas. Sanian levantó su rifle láser.
—Vamos a salir ahí a que nos maten —le dijo Milo—. ¿Estás segura de que quieres hacer esto?
—Es mi camino ¿recuerdas? La guerra. La guerra es el único camino verdadero que he encontrado.
—¡Por Sabbat! —gritó Gaunt mientras abría la puerta de un tirón.
—¡Las baterías de energía han fallado! —le dijo a Pauk su artillero.
—¡Reiniciar! ¡Vamos, reiniciar! —gritó el teniente.
—¡Las conexiones sé han fundido! ¡Las hemos sometido a demasiada tensión!
—Diablos, tiene que haber alguna manera… —empezó Pauk.
Nunca terminó lo que estaba diciendo. Misiles de Usurpador volaron el viejo tanque Executor Conflicto.
—¡Haz que retrocedan! ¡Feygor, que retrocedan! —gritó Rawne. Los ershul o comoquiera que se llamasen estaban ahora encima de todas las posiciones.
Daba la impresión de que el pilar estuviera a cien kilómetros, al otro lado de una extensión nevada, resplandeciente, en la mismísima cima del desigual promontorio. Gaunt y su grupo avanzaron corrieron por la nieve, mientras el luego láser del enemigo que tenían alrededor pasaba por encima de sus cabezas o entre ellos.
—¡Vamos! —gritaba Gaunt disparando su pistola bolter contra los ershul vestidos de verde que corrían a cortarles el paso.
—¡No! ¡No! —chilló Corbec cuando una ráfaga láser le dio en la pierna y lo derribó.
Sanian se volvió y disparó su rifle en automático contra el enemigo. No estaba habituada al retroceso, y cayó de espaldas en la nieve.
—¡Sanian! ¡Sanian! —Milo se detuvo para ponerla de pie mientras Gaunt y Daur seguían adelante—. ¡Vamos! ¡Voy a llevarte de vuelta…!
La culata de su rifle golpeó a Milo en un lado de la cabeza y el muchacho cayó inconsciente.
—Bendito seas, Milo, pero no vas a privarme de esto —murmuró la chica—. Es mi camino y voy a asumirlo en nombre de la Santa. Perdóname.
Corrió para reunirse con los demás dejando a Milo hecho un ovillo sobre la nieve.
Veinte metros más adelante, Daur fue herido. Cayó de lado al suelo, gritando de furia.
Gaunt se detuvo y corrió hacia él. Estaba herido en el costado y aullaba de dolor. No había manera de llevarlo.
—¡Ban! ¡Deme el icono activador! ¡Ban!
Daur tenía la baratija de plata entre los dedos ensangrentados.
—Quienquiera que haga esto, morirá —dijo.
—Lo sé.
—La explosión psíquica me lo dijo. Necesita un sacrificio. Un mártir.
—Lo sé.
—El mártir de Sabbat.
—Lo sé, Ban.
—Que el Emperador nos proteja, Ibram.
—Que el Emperador nos proteja. —Gaunt cogió la figurita de plata y empezó a correr hacia la columna. Ban Daur trató de levantarse para poder ver. El fuego láser del enemigo era demasiado brillante.
El ruido atronador de la guerra, del armagedón, sacudía los muros. Con las manos ensangrentadas, Dorden luchaba por salvar la vida de Bragg en la antecámara del Santuario. Lesp se había convertido en un enfermero improvisado.
—¡Grapa! ¡Aquí!
Lesp obedeció.
Era inútil, Dorden lo sabía. Por más que le salvara la vida a Bragg, estaban todos muertos.
—¡Foskin! —gritó Dorden mientras trabajaba—. ¿Cómo va Vamberfeld?
—Creía que lo estaba atendiendo usted —dijo Foskin levantando la vista de otro de los heridos.
—No está aquí —añadió Chayker.
—¿Dónde diablos ha ido? —gritó Dorden.
A través de la mira prismática de su visor, LeGuin vio el P48J del capitán Márchese volar por los aires en un remolino de chispas.
Apenas un segundo después, el mismo AT70 que había matado a Márchese y a su tripulación alcanzó con una bomba un costado del Vengador Gris y el cargador y el artillero de LeGuin quedaron desintegrados. El Destructor se sacudió y quedó paralizado, sus turbinas fallaron por última vez. El fuego se apoderó del compartimento, bajo los pies de LeGuin cuyo pelo quedó chamuscado.
Trató de abrir la escotilla que tenía encima, pero estaba atascada. Resignado, el capitán LeGuin se sentó en su sillón de mando a esperar la muerte.
Un aire helado inundó la cabina al abrirse la escotilla.
—¡Vamos! ¡Vamos! —le gritó el sargento explorador Mkoll tendiendo los brazos. LeGuin echó una última mirada al interior en ruinas de su amado tanque.
—Adiós —dijo. Luego extendió un brazo y permitió que Mkoll lo izara y lo sacara del tanque.
Mkoll y LeGuin estaban a veinte metro del Vengador Gris cuando éste explotó y los arrojó a ambos al suelo.
* * *
—¡Son demasiados! ¡Demasiados! —gritaba Larkin disparando con el último cañón que le quedaba.
Junto a él, un disparo de láser alcanzó al soldado Cuu en el hombro y lo hizo caer de espaldas en la nieve ensangrentada.
—¡Oh, diablos! ¡Demasiados! —repetía Larkin.
—No, Tanith —sonrió Banda junto a él mientras disparaba una y otra vez—. Ni siquiera suficientes.
—Creo que voy a ganar mi apuesta —dijo Cuu con voz ronca levantando la vista hacia la tormenta de disformidad que se arremolinaba en lo alto—. Es lo más seguro.
Gaunt estaba apenas a treinta metros del pilar, corriendo bajo una lluvia de disparos. Los infardi se acercaban a él por todos . lados.
No sintió siquiera la ráfaga de láser que lo alcanzó en la espinilla, pero le falló la pierna y cayó, después de trastabillar una y otra vez en la nieve.
—No —gritó desesperado—. No, por favor…
Una figura se inclinó sobre él. Era Sanian que apuntaba con su rifle al enemigo que avanzaba. Lanzó una ráfaga y luego se volvió hacia Gaunt.
—Lo llevaré yo. Démelo.
Gaunt sabía que no podía moverse sin ayuda.
—Sólo ayúdame a levantarme, muchacha. Puedo conseguirlo.
—¡Démelo! ¡Puedo ir más rápido si voy sola! ¡Es lo que ella quiere!
Vacilante, Gaunt extendió la mano en la que tenía el icono.
—Hazlo bien, muchacha —dijo con los dientes apretados por el dolor.
—No se preocupe, yo… —dijo cogiendo firmemente el icono de plata.
Feroces disparos se estrellaban contra la nieve alrededor de ellos. Tres soldados ershul estaban sólo a unos cuantos metros de distancia.
Sanian se volvió para disparar manejando torpemente el rifle láser con el que aún no estaba familiarizada.
El ershul más próximo alzó su rifle láser para matarla y ella se echó al suelo en su desesperación.
Una ráfaga de láser a quemarropa acabó con su inminente asesino y con los dos ershul que venían detrás.
Sin dejar de disparar su láser contra el enemigo, Milo corría hacia sus compañeros chorreando sangre de la herida que tenía en la cabeza.
—Buen trabajo, Milo —dijo Gaunt jadeando y apoyado sobre un codo para disparar su pistola láser.
—¡El icono! ¿Dónde está el icono? —preguntó Milo mirando en derredor—. ¡Puedo conseguirlo! ¡No está lejos! ¿Dónde está? ¡Por Feth!
—¡Estaba aquí! ¡Lo tenía en la mano! —replicó Sanian mientras buscaba en la nieve y los disparos no dejaban de caer a su alrededor.
—¿Dónde está? ¡Oh, Dios-Emperador! ¿Dónde demonios está?
El mayor Kleopas sonreía. No le hacía falta su implante de aumento para verlo. La imagen a través de su visor era clara. El último disparo del Corazón Destructivo había hecho volar un Guadaña en un estallido de fuego.
Pero fue su último disparo, el último de su vida.
Su valiente tripulación estaba muerta. Las llamas se habían apoderado de la torreta y sus ropas ardían. No tenía forma de escapar. La metralla le había destrozado las piernas y le había roto la columna vertebral.
—Malditos… todos… al infierno… —dijo pronunciando cada palabra por separado mientras el infierno lo rodeaba y se lo tragaba a él.
En torno a él los Fantasmas retrocedían espantados a la vista de las huestes arrolladoras.
—No hay adonde escapar —musitó el comisario Hark mientras disparaba al enemigo. Por la mejilla le corría la sangre de una herida en la cabeza y había perdido la gorra.
Un oficial ershul, otra bola reverberante de energía protectora, apareció ante él. Hark había matado ya a tres como éste y deseó con todas sus fuerzas que éste fuera Pater Pecado.
—¡Por la Santa! ¡Por los Fantasmas! ¡Por Gaunt! —gritó a voz en cuello.
Disparó su pistola de plasma y el escudo explotó.
Medio enterrada en la nieve bajo el asalto enemigo, Sanian gritó:
—¡Oh, Dios mío! ¡Miren! ¡Miren!
Sin dejar de disparar, Gaunt y Milo se volvieron a mirar.
—¡Por Feth! —tartamudeó Gaunt.
Hacía muchísimo frío ahí fuera, en el borde del promontorio. Desde abajo soplaba un viento ululante que cortaba como un afilado cuchillo. En lo alto, la tormenta de disformidad continuaba abrasando el cielo.
El pilar estaba frente a él, una enorme columna de corindón en cuya parte superior ardía el fuego votivo.
Ya estaba cerca.
Estaba malherido y le costaba mucho llegar. Incluida la del pecho que le había hecho Greer, tenía siete heridas. Los ershul se habían ensañado con él en los últimos diez metros.
Llevaba muy apretada en la mano la baratija de plata de Daur que había encontrado tirada en la nieve, como si estuviera esperándole él.
Una ráfaga de láser lo alcanzó en la pantorrilla.
Ocho.
Ya casi había llegado.
Podía ver los ojos penetrantes de la niña, de la pastorcilla. Podía sentir el olor húmedo de los nidos de los quelones y del viento frío de las praderas de las alturas.
Su olfato recogió la fragancia del acestus y de la islumbina silvestre Vamberfeld se apoyó sobre la dura superficie del pilar que sostenía la llama votiva. Abrió la mano que sostenía la pieza de plata y colocó la baratija en la hendidura, exactamente del modo que se le había revelado durante el milagro.
Su mano había dejado de temblar y eso era bueno.
Un bolter ershul lo alcanzó en la nuca.
Vamberfeld cayó de espaldas en la nieve con una triste sonrisa en su cara.
Nueve, contó.