Cayó la noche del decimosexto día, aunque no era noche propiamente dicha. La vorágine ascendente de la tormenta de disformidad iluminó el cielo por encima del Santuario con impulsos y ciclones de luz caleidoscópica y espectros electromagnéticos. Había dejado de nevar, y bajo el resplandor silencioso y destellante, los imperiales sitiados montaban guardia dispuestos para el combate, observando el reflejo de unas luces coloridas y cambiantes sobre la tierra nevada y el hielo de las Colinas Sagradas.

Era el momento más silencioso, casi tranquilo. El vivido colorido se agitaba y se expandía, crecía y menguaba en el cielo. Había apenas una brisa. Puede que como resultado de los remolinos de disformidad, la temperatura había subido algo por encima de cero.

En una antesala del monasterio, los ayatani encendían con cuidado las lámparas de aceite y a continuación salían sin una palabra.

Gaunt puso su gorra y sus guantes en una mesa auxiliar.

—Estoy… muy contento de tenerlo aquí, pero el comisario que llevo dentro quiere saber por qué. ¡Por Feth, Colm! ¡Usted estaba herido y tenía órdenes de evacuar!

Corbec se recostó en una especie de triclinio debajo de los postigos cerrados pintados de rojo brillante, envuelto en su capa de camuflaje como si fuera un chal y con una taza de caldo caliente entre las manos.

—Ambas cosas son ciertas, señor. Me temo que realmente no puedo explicarlo.

—¿No puede explicarlo?

—No, señor. No sin parecer tan loco como para que haga que me pongan grilletes y me encierren inmediatamente en una habitación acolchada.

—Corramos ese riesgo —dijo Gaunt. Se había servido una copa de sacra pero se dio cuenta de que realmente no le apetecía. Se la ofreció a Rawne que sacudió la cabeza y luego a Dorden, que la aceptó y empezó a bebería a sorbos. El médico en jefe de los Tanith estaba sentado cerca del fuego central. Gaunt nunca lo había visto con un aspecto tan viejo y cansado.

—Dígaselo, Colm —dijo Dorden—. Maldita sea, dígaselo. Yo tampoco le creí en el primer momento ¿recuerda?

—Sí, es cierto. —Colm tomó un sorbo de su caldo, lo dejó y sacó una caja de cigarros del bolsillo trasero. Ofreció a todos.

—Si me permite —dijo el ayatani Zweil levantándose de su estera para coger uno. Corbec se lo encendió con una sonrisa sorprendida.

—No he fumado uno desde hace años —sonrió Zweil saboreando las primeras bocanadas—. ¿Qué es lo peor que puede hacerme? ¿Matarme?

—La menor de sus preocupaciones por ahora, padre —dijo Rawne.

—Bien cierto.

—Estoy esperando, Colm —insistió Gaunt.

—Yo… eh… veamos… la mejor manera de decirlo… Yo… bueno, la cuestión es que… al principio…

—La Santa le habló —dijo Dorden abruptamente.

A Zweil le dio un ataque de tos. Corbec se inclinó para dar unas palmadas al anciano sacerdote en la espalda.

—¿Corbec? —gruñó Gaunt.

—Bueno, es cierto ¿verdad? —dijo Dorden. Se volvió hacia Gaunt y Rawne—. Ustedes dos no me miren así. Sé que suena descabellado. Así me sentí cuando Colm me lo contó. Pero piensen en esto… En el nombre del buen Dios-Emperador ¿qué podría inducir a un hombre viejo como yo a recorrer todo este camino? ¿Eh? A punto estuvo de acabar conmigo esa maldita Escalera del Cielo. Casi acaba con todos, y ninguno de nosotros está loco. Ninguno. Ni siquiera Colm.

—Oh, gracias por eso —dijo Corbec.

—Necesito saber más —comenzó Gaunt.

—Mucho más —exigió Rawne que después de todo pensó que necesitaba un trago.

—He tenido unos sueños. Soñaba con ni padre, allá en Tanith, en el condado de Pryze —dijo Corbec.

—Ajá, allá vamos… —intervino Rawne.

—¡Salga fuera si no está dispuesto a escuchar! —Dorden sonó definitivo. Rawne se encogió de hombros y se sentó. El buen médico nunca le había hablado así.

—Trataba de decirme algo —prosiguió Corbec—. Esto fue justo después de haber caído en las garras de ese Pater Pecado.

—¿Un trauma? —sugirió Gaunt.

—Oh, es probable. Si eso se lo pone más fácil puede suponer que hice estos trescientos malditos kilómetros sólo porque quería estar con usted en la última misión de los Fantasmas. Y éstos estaban lo bastante locos como para seguirme.

—Eso es más fácil de entender —dijo Rawne.

—De acuerdo, mayor —intervino Gaunt—. Pero denos el gusto de contarnos el resto, Corbec.

—A través de mi padre, en mis sueños, la Santa me llamó. No puedo probarlo, pero es cierto. Me llamó. No sabía qué hacer, pensaba que me estaba volviendo loco. Entonces descubrí que a Daur le pasaba lo mismo. Desde el momento en que lo habían herido lo había perseguido esta obsesión, esta ansiedad que no lo quería abandonar, por más que quisiera librarse de ella.

—¿Capitán? —preguntó Gaunt. Daur estaba sentado en un rincón y no había dicho nada hasta entonces. El frío y el agotamiento de este arduo viaje habían resultado fatales para su herida y su estado de debilidad.

—Es como lo describe el coronel. Yo tenía una… una sensación.

—Bien —dijo Gaunt. Se volvió hacia Corbec—. Y entonces ¿qué? ¿Esa sensación fue tan fuerte que usted y Daur desobedecieron las órdenes, desertaron y trajeron a los demás con ustedes?

—Más o menos —admitió Corbec.

—Desobedecer órdenes… ¿Dónde he oído eso recientemente? —murmuró Zweil volviendo a encender su cigarro.

—Cállese, padre —dijo Gaunt.

—Corbec me contó lo que estaba pasando —dijo Dorden tranquilamente—. Me contó lo que tenía en la cabeza y lo que pensaba hacer. Yo sabía que estaba tratando de reunir soldados físicamente capacitados para que fueran con él. Traté de disuadirlo, pero…

—¿Pero?

—Pero para entonces la Santa también me había hablado a mí.

—¡Por Feth! —exclamó Rawne.

—¿También le habló a usted, Tolin? —preguntó Gaunt sin inmutarse.

Dorden asintió.

—Sé lo que parece, pero yo había estado soñando con mi hijo Mikal.

—Es comprensible, doctor. Fue una pérdida terrible para los Fantasmas y para usted.

—Gracias, señor, pero cuanto más me hablaba Corbec de sus sueños, más me daba cuenta de que se parecían a los míos. Su padre muerto. Mi hijo muerto. Ambos venían con un mensaje. Al capitán Daur le pasó lo mismo, pero de otra manera. Alguien… algo… estaba tratando de comunicarse con nosotros.

—¿Y por eso desertaron los tres?

—Sí, señor —respondió Daur.

—Lo lamento, señor —dijo Corbec.

Gaunt dio un largo suspiro mientras los miraba.

—¿Y los demás? ¿También habló con ellos?

—No que yo sepa —dijo Corbec—. A ellos los reclutamos nosotros. Milo había llegado con los heridos y deseaba desesperadamente reunirse con la compañía, de modo que resultó fácil convencerlo. Él trajo a la chica, Sanian es su nombre. Es una esholi. Sabíamos que necesitábamos a alguien que conociera el lugar. De no haber sido por ella, a estas alturas ya habríamos muerto varias veces. Nos habrían matado o estaríamos congelados en medio de la montaña.

—Ella encontró nuestro camino —bromeó Dorden con gesto sombrío—. Sólo ruego al Trono Dorado que pueda encontrar el suyo ahora.

—Bragg, bueno, ya sabe, «Prueba otra vez». Él haría cualquier cosa que yo le pidiera —dijo Corbec—. Estaba tan ansioso de ayudar. Derin, lo mismo. Vamberfeld, Nessa. Cuando hay un coronel, un capitán y un médico en jefe que le piden a uno que no respete las normas y los ayude a salir de algo, que les plantea una cuestión de vida o muerte, creo que no se duda. Ninguno de ellos tiene la culpa y no deben ser castigados. Realmente lo dieron todo por usted.

—¿Por mí? —se asombró Gaunt.

—Fue por eso que lo hicieron. Los habíamos convencido de que era una misión a vida o muerte, que estaba por encima de cualquier tipo de órdenes. Que usted lo habría aprobado. Que usted lo habría querido así. Que era por el bien de los Fantasmas y del Imperio.

—Dice que tuvo que convencerlos, Corbec —dijo Rawne—. Eso implica que tuvo que mentir.

—Ninguno de nosotros mintió, mayor —fue la respuesta directa de Dorden—. Sabíamos lo que teníamos que hacer y se lo dijimos a ellos. Nos siguieron porque son Fantasmas leales.

—¿Y qué me dicen del Pardus… del sargento Greer? ¿Se llama así?

—Necesitábamos un conductor, señor —dijo Daur—. Había conocido a Greer poco tiempo antes. No me costó mucho convencerlo.

—¿Le dijo lo de la Santa y sus mensajes?

—Sí, señor. Obviamente, no me creyó.

—Obviamente —repitió Rawne.

—Entonces yo… —Daur vaciló, avergonzado—. Le dije que desertábamos para ir a rescatar un tesoro de oro ayatani en las Colinas Sagradas. Entonces vino de buena gana. Fue así de sencillo. —Daur chasqueó los dedos.

—¡Por fin! —dijo Rawne volviendo a llenar su vaso—. Una motivación creíble.

—¿Hay un tesoro de oro ayatani en las Colinas Sagradas? —preguntó Zweil haciendo distraídamente unos perfectos anillos de humo.

—No lo creo, padre —dijo Daur con gesto compungido.

—Ah, bien. No me gustaría ser el último en enterarme.

Gaunt se sentó en un taburete junto a la puerta con gesto preocupado y volvió a ponerse de pie enseguida. Corbec se dio cuenta de que estaba nervioso, crispado.

—Lo siento, Ibram… —empezó.

Gaunt alzó una mano con gesto autoritario.

—No se moleste, Colm. Quiero que me diga algo… Si llego a creerme un milímetro de esta historia milagrosa… ¿Qué va a suceder ahora? ¿Para qué están aquí todos ustedes?

Corbec miró a Dorden que se encogió de hombros. Daur se cogió la cabeza entre las manos.

—Ahí es donde todos perdemos la credibilidad, señor —dijo Corbec.

—¿Es ahí donde sucede? —Rawne rió entre dientes—. Perdóneme, Gaunt, pero creo que ese momento ya llegó hace rato.

—Puede ser, mayor. ¿De modo que… ninguno de ustedes tiene la menor idea de lo que se supone que están haciendo aquí?

—No, señor —respondió Daur.

—Ni la menor idea —añadió Corbec.

—Lo siento —dijo Dorden.

—Muy bien —replicó Gaunt—. Ahora deben volver a los alojamientos que se han dispuesto para ustedes y dormir un poco.

Los tres miembros del Carro de los Heridos asintieron y se dispusieron a obedecer.

—¡Oh no, no, no! —intervino Zweil de repente—. ¡Ahí no acaba todo! ¡De ninguna manera!

—Padre —empezó Gaunt—. Es tarde y todos vamos a morir por la mañana. Dejémoslo así.

—No estoy dispuesto —dijo Zweil. Aplastó lo que quedaba de su cigarro en un plato—. Buen cigarro, coronel. Gracias. Ahora siéntese y cuénteme más.

—No es el momento, padre —dijo Gaunt.

—Es el momento. Si no lo es no sé qué diablos es. ¡La Santa les habló a estos hombres y los envió en pos de nosotros por una causa santa!

—¡Por favor! —dijo Rawne agriamente.

—¡Una causa santa! ¡Le guste o no, lo crea o no, estos hombres son infardi!

—¿Que son qué? —gritó Rawne poniéndose de pie de un salto mientras echaba mano a su pistola láser.

—¡Infardi! ¡Infardi! ¿Cuál es la palabra que ustedes usan para ello…? ¡Peregrinos! ¡Son unos malditos peregrinos! ¡Han hecho todo este camino en nombre de la Santa beata! ¡No los desprecie!

—Siéntese, Rawne y deje su arma. ¿Qué sugiere que hagamos, padre Zweil?

—Hágales la pregunta obvia, coronel-comisario.

—¿Cuál es?

—¿Qué les dijo la Santa?

Gaunt se pasó las manos por el pelo bien cortado.

—Muy bien. Para que quede claro… ¿Qué les dijo la Santa?

—Sabbat Mártir. —Dorden, Corbec y Daur respondieron al mismo tiempo.

Gaunt se sentó de golpe.

—Oh sagrado Feth —murmuró.

—¿Señor? —inquirió Rawne poniéndose de pie—. ¿Qué significa eso?

—Eso significa que tal vez me haya hablado también a mí.

* * *

—¿Sanian? —llamó Milo mientras enfilaba los oscuros corredores del Santuario.

Afuera, el viento aullaba penetrando por los huecos de ventilación. Por las ventanas entraba la extraña luz producida por la tormenta de disformidad que se reflejaba en el techo. Milo vio una figura sentada en uno de los bancos del pasillo.

—¿Sanian?

—Hola, Milo.

—¿Qué estás haciendo?

Veía perfectamente lo que estaba haciendo. Con manos torpes e inexpertas estaba desmontando y montando un rifle láser imperial.

Sanian levantó la vista al ver que se acercaba, dejó la recámara y el trozo de tela sucia e impetuosamente le dio un beso en la mejilla. Sus dedos le dejaron un rastro de aceite en el mentón.

—¿Y eso por qué?

—Por haberme ayudado.

—Ayudarte ¿a qué?

La respuesta no llegó inmediatamente. Estaba tratando de atornillar el cañón del rifle al revés.

—Déjame a mí —dijo Milo echando mano del arma—. ¿En qué te he ayudado, entonces?

Ella observó mientras las manos expertas del muchacho montaban el mecanismo.

—Que la Santa te bendiga, Brin. Que te bendiga.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que he hecho? —preguntó Milo mientras ella le quitaba el rifle de las manos.

—Tú —sonrió Sanian—. Tú y tus Fantasmas. Gracias a vosotros encontré mi camino. Ya no soy una esholi. Veo el futuro. Al fin veo mi camino.

—¿Tu camino? ¿Y cuál es?

Fuera, la tormenta de disformidad burbujeaba en el cielo nocturno.

—El único camino posible —respondió.

* * *

—¡Lo siento, pero esto es una locura! —gritó Rawne apresurándose para alcanzar a Gaunt, Corbec, Zweil y Daur que a grandes zancadas atravesaban los largos claustros en dirección al santo sepulcro.

—¿Qué es toda esta conmoción? —preguntó un ayatani que salió por una puerta interior.

—Vuelva a la cama —le dijo Zweil sin detenerse.

Gaunt se paró en seco y todos los que venían detrás chocaron con él.

—¡Rawne tiene razón! ¡Esto es una maldita estupidez! ¡No tiene sentido!

—Usted mismo dijo que una voz le murmuró varias veces Sabbat Mártir —le recordó Dorden.

—¡Y así fue! ¡Creo que lo hizo! ¡Por Feth! ¡Es una locura!

—¿Cuánto tiempo hemos pensado eso? —Dorden miró a Corbec.

—No importa que parezca una locura —dijo Zweil—. Entren ahí. ¡En el sepulcro! ¡Pónganse a prueba!

—¡Yo ya estuve ahí! ¡Usted lo sabe! —dijo Gaunt.

—Usted solo, tal vez, pero no con estos otros infardi.

—Quisiera que dejara de usar esa palabra —dijo Rawne.

—Y yo que usted se largara —le replicó Zweil.

—¡Basta ya! ¡Todos ustedes! —gritó Gaunt—. Entremos y veamos lo que pasa…

* * *

—¿Vambs? —Bragg hablaba en voz baja mientras abría la puerta roja del sepulcro. No estaba seguro de dónde estaba, pero tenía todo el aspecto de ser un lugar donde no debería estar.

La cámara estaba oscura, en el aire había humo y el suelo estaba impecablemente limpio. Bragg avanzó por las baldosas relucientes con cuidado. Parecían valiosas, demasiado valiosas para sus grandes botas.

—¿Vambs? ¿Compañero?

Unos hologramas espeluznantes de Marines Espaciales lo miraban amenazadores desde las hornacinas de las paredes negras.

—¡Por Feth! ¿Vambs?

Detrás del pulimentado altar y bajo un gran capuchón de un material que a Bragg le pareció hueso, vio a Vamberfeld inclinado en la penumbra sobre un pequeño cofre de madera.

—¿Vambs? —Bragg se acercó al altar—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¡Mira, Bragg! —Vamberfeld levantó un objeto que había sacado del cofre—. ¡Es su cayado! ¡El cayado que la propia Sabbat usaba para guiar sus quelones al mercado!

—Estupendo. Vaya… creo que deberías ponerlo donde estaba… —dijo Bragg.

—¿Tú crees? Tal vez. ¡De todos modos, mira, Bragg! ¿Te acuerdas del cayado roto que encontré? ¡Casa perfectamente con la vara rota que tienen aquí! ¿Puedes creerlo? ¡Perfectamente! ¡Creo que he encontrado un trozo del auténtico cayado de la santa!

—Creo que debería llevarte al médico, compañero —dijo Bragg con cautela—. No deberíamos estar aquí.

—Creo que debemos. Creo que yo debo.

La puerta del sepulcro se abrió a sus espaldas.

—Diablos, viene alguien —dijo Bragg preocupado—. Quédate aquí. No toques nada ¿de acuerdo? Nada. —Regresó a la zona principal del sepulcro.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —Vamberfeld oyó que Bragg preguntaba unos segundos después.

Se volvió y apartó la vista del sombrío relicario. Su amigo Bragg estaba hablando con alguien.

—Lo mismo que tú, Tanith. He venido a por el oro.

—¿El oro? ¿De qué maldito oro me hablas? —oyó que respondía Bragg.

—¡No me jodas, grandullón! —respondió el otro.

—No pretendo joderte. Deja el arma, Greer. Esto ya no tiene gracia.

«No. Aquí no» pensó, Vambs. «Por favor, aquí no.» Empezaba a temblarle la mano.

Se levantó y salió del relicario. Greer estaba junto a la puerta roja que había cerrado tras de sí. Se lo veía descompuesto, desesperado y nervioso. Tenía la piel macilenta por la agotadora experiencia pasada. Estaba apuntando a Bragg con la pistola automática estándar de la guardia.

Cuando vio aparecer a Vamberfeld, Greer desvió el arma para cubrirlos a ambos.

—Ah, sois dos. Ya me lo temía, por eso vine. Estáis tratando de dejarme sin mi parte ¿no? ¿Os manda Daur o también lo estáis traicionando a él?

—Pero ¿de qué diablos estás hablando? —preguntó Bragg.

—¡Del oro! ¡Del maldito oro! ¡Dejad de haceros los inocentes!

—No hay ningún oro —dijo Vamberfeld tratando de controlar el temblor de su mano—. Ya te lo dije.

—¡Cállate! ¡Tú no estás bien de la cabeza, chiflado! ¡Nada de lo que digas me interesa!

—¿Por qué no dejas el arma, Greer? —preguntó Bragg, dando un paso adelante. La pistola pasó a apuntarlo a él.

—No te muevas. Deja esas estupideces. ¡Muéstrame el oro! ¡Ahora! Llegasteis aquí antes que yo. ¡Tenéis que haberlo encontrado!

—No hay oro —repitió Vamberfeld.

—¡Maldita sea! ¡Cierra el pico! —soltó Greer apuntando ahora al verghastita.

—Esto se te está yendo de las manos —dijo Bragg—. Tenemos que tranquilizamos…

—De acuerdo, de acuerdo. —Greer dio la impresión de acceder—. Mirad, nos lo repartiremos entre los tres. El oro es pesado. Yo no puedo cargar con todo y no estoy dispuesto a pasar aquí la noche. El Caos va a caer sobre este pozo de mierda en cualquier momento. Lo dividimos en tres partes. Todo lo que podamos llevar. Me ayudáis a llevarlo de vuelta por la Escalera hasta el Chimera. ¿Qué me decís?

—Pues no sé… En primer lugar, no conseguiríamos hacer todo ese camino de vuelta, especialmente llevando carga… En segundo lugar, el planeta está siendo invadido por el Caos, con lo cual no hay a donde ir… Y en tercer lugar ¡no existe el maldito oro! —dijo Bragg.

—¡Entonces que os jodan! ¡Yo me llevaré todo lo que pueda! ¡Todo el oro que pueda cargar!

—No hay oro —insistió Vamberfeld.

—¡Cállate, maldito chiflado! —gritó Greer apuntando a Vamberfeld con su arma—. ¡Haz que se calle, Tanith! ¡Que deje de decir eso!

—Pero si es verdad —volvió a insistir Vamberfeld. La mano le temblaba tanto, tanto, que para que no se notara trató de meterla en el bolsillo.

—¿Qué diablos? ¿Vas a sacar un arma? —Greer encañonó a Vamberfeld con el arma activada y dispuesto a apretar el gatillo.

—¡No! —Bragg se lanzó contra Greer tratando frenéticamente de apoderarse del arma.

La pistola se disparó y el proyectil alcanzó a Vamberfeld en el pecho haciéndolo caer de espaldas.

—¡Vambs! —gritó Bragg horrorizado—. ¡Que el Emperador se apiade de ti, bastardo! —Su enorme puño izquierdo golpeó a Greer en pleno rostro y lo mandó directo al otro lado del sepulcro, sangrando por la nariz y con los dientes rotos. El arma disparó otras dos veces. Un proyectil atravesó el muslo derecho de Bragg y el otro dio contra el frente del altar de concha de quelón arrancando lustrosos fragmentos.

Bragg se lanzó otra vez contra Greer, atenazándolo con sus manazas.

El primer disparo del sargento Pardus ni siquiera restó velocidad a Bragg a pesar de haberlo alcanzado en pleno torso, tampoco el segundo. El tercero derribó finalmente a Bragg que cayó boca abajo a los pies de Greer.

—¡Estúpido par de bastardos! —exclamó Greer con tono despectivo mientras procuraba limpiarse la sangre de la cara magullada.

El verghastita yacía en el suelo junto a Bragg, boca arriba, con los ojos sin vida fijos en las sombras. Bragg estaba boca abajo. Dos charcos de sangre se iban extendiendo por las antiguas y valiosas baldosas del lugar, uno por cada uno de ellos. El sargento Pardus se dirigió al sepulcro.

* * *

—¡Qué demonios! ¿Han oído eso? —gritó Corbec.

—¡Disparos! Desde el sepulcro —dijo Gaunt. Sacó su pistola bolter y echó a correr. Los otros lo siguieron. Dorden iba el último porque sus piernas cansadas no le permitían correr más.

Entraron en el sepulcro cuya puerta abrió Gaunt de par en par de una patada.

—¡Oh, no! ¡Maldita sea! ¡Doctor! —bramó Corbec al ver los cuerpos y la sangre.

—¿Quién pudo hacer esto? —dijo Zweil con la voz entrecortada.

—¡Allí! ¡Al fondo! —gritó Rawne que ya llevaba la pistola láser en la mano.

En el propio relicario, Greer se refugió detrás del altar. En su frenética búsqueda había volcado el cofre de madera dura en el que se conservaban las reliquias, diseminando los objetos antiguos por el suelo. La cubierta de cristal de los evangelios se había roto. La venerada armadura Imperator estaba medio descolgada de su soporte.

—¿Dónde está? ¿Dónde está el oro, malditos bastardos? —gritó mientras hacía varios disparos. Rawne emitió un grito de dolor mientras se retorcía y caía al suelo. Gaunt cogió a Zweil y se arrojó al suelo encima de él para protegerlo. Corbec y Daur se agacharon, y Dorden, que acababa de entrar por la puerta, se refugió detrás del marco.

—¡Greer! ¡Greer! —gritó Corbec—. ¿Qué demonios estás haciendo?

—¡Atrás! ¡Atrás o los mato a todos! —chillaba Greer, subrayando sus palabras con otros tres disparos que se incrustaron en la puerta del altar y arrancaron trozos del corindón negro de las paredes.

—¡Greer! —gritó Daur—. ¡Soy yo, Daur! ¿Qué estás haciendo?

Varios disparos más pasaron rozándole la cabeza.

Daur tenía su pistola láser en la mano. Miró significativamente a Corbec que estaba agachado sobre las pulidas baldosas, a su lado.

—¡Greer! ¡Lo vas a volar todo! ¡Vas a echar a perder nuestros planes!

—¿Dónde está, Daur? —gritó Greer mientras ponía un nuevo cargador en su arma—. ¡No está aquí!

—¡Sí que está, Greer! ¡Maldita sea! ¡Estás echando a perder nuestros planes!

—¿Planes? —murmuró Rawne con los dientes apretados. Dorden lo estaba arrastrando para ponerlo a cubierto detrás de la puerta. La bala le había atravesado el antebrazo.

—¡Se suponía que no ibas a hacer nada hasta que yo te lo dijera! —gritó Daur mientras trataba de avanzar. Greer volvió a disparar, destrozando varias baldosas de concha de seis mil años de antigüedad.

—¡Los planes cambian! ¡Ustedes me iban a dejar de lado!

—¡No! ¡Todavía podemos hacerlo! ¿Me oyes? ¿Quieres hacerlo? ¡Puedo enseñarte el oro! ¡Estamos juntos en esto!

—Yo no…

—¡Vamos! —gritó Daur al tiempo que se ponía de pie y se volvía para apuntar con su pistola láser a Corbec, a Gaunt y a los demás.

—¡Tiren las armas! ¡Tírenlas!

—¿Qué? —balbuceó Gaunt.

—Nos tiene cogidos, Daur —dijo Corbec tirando su arma y mirando a Gaunt tan significativamente como pudo.

—¡Los tengo controlados, Greer! ¡Vamos! ¡Podemos ir a por el oro! ¡Vamos! ¡Te llevaré hasta donde está y dejaremos que estos bastardos mueran aquí! ¡Greer!

Greer salió de su escondite detrás del altar con el arma en la mano.

—¿Usted sabe dónde está el oro?

Daur se volvió. Su arma pasó de apuntar a los Fantasmas a encañonar a Greer.

—No hay oro, estúpido bastardo —dijo, y le disparó a Greer entre los ojos.

Dorden entró corriendo y se arrodilló junto a los cuerpos de Bragg y Vamberfeld.

—Están muy mal, pero los dos tienen pulso. Gracias al Emperador que ese maníaco no tenía un láser. Que venga un equipo médico enseguida.

De pie junto a la puerta, sosteniéndose el brazo ensangrentado, Rawne habló por su intercomunicador.

—Aquí tres, en el sepulcro. ¡Envíen equipos médicos ahora mismo!

Gaunt se puso de pie y ayudó al azorado Zweil a levantarse.

—Capitán Daur, sería conveniente que me advirtiera la próxima vez que se tire un farol de tal magnitud. A punto estuve de dispararle.

Daur se volvió al coronel-comisario y le alargó su pistola láser cogida por el cañón.

—Dudo que haya una próxima vez. Esto fue culpa mía. Yo engañé a Greer. Sabía que era peligroso, pero no imaginé que pudiera llegar tan lejos.

—¿Qué hace, Daur? —preguntó Gaunt mirando la pistola que le tendía.

—Es una falta para un consejo de guerra, señor —respondió Daur.

—Ah, sí, por lo menos —dijo Corbec con una ancha sonrisa—. Haber salvado así la vida de sus oficiales superiores.

—La verdad —Rawne se dirigió a Daur con una inclinación de cabeza—, nunca pensé que fuera usted un bastardo tan retorcido, capitán.

—Ya hablaremos de esto más tarde, Daur —dijo Gaunt mientras pasaba junto al altar y al cadáver de Greer abierto de brazos y piernas. Miró con disgusto la profanación sin sentido que había cometido Greer.

—Sólo para que yo pueda estar seguro —le susurró el ayatani Zweil al capitán Daur—. Realmente no hay un tesoro de oro ayatani ¿verdad?

Daur sacudió la cabeza.

—La única manera de asegurarse es comprobándolo.

Gaunt puso en su sitio el cofre de las reliquias y empezó a reunir respetuosamente los fragmentos diseminados.

—¿Por qué no viene Lesp? —se quejó Dorden. Estaba tratando de contener la hemorragia de la más grave de las heridas de Bragg—. Necesito material médico. ¡Se están desangrando! ¡Colm! ¡Aplique presión sobre el pecho de Vamberfeld! No, más arriba. Apriete fuerte.

De fuera llegó el ruido de pasos. Milo y Sanian entraron por la puerta y se quedaron paralizados.

—Oí disparos —dijo Milo sin aliento—. ¡Oh, gran Dios-Emperador! ¿Qué ha sucedido? ¡Bragg!

—Todo está bajo control, chico —lo tranquilizó Corbec con las manos empapadas de la sangre de Vamberfeld. No estaba convencido. En el relicario, Gaunt parecía casi fuera de sí mientras trataba de poner las cosas en orden.

—¿Qué fue eso? —preguntó Rawne de repente mirando en derredor.

—¿Qué fue qué? —inquirió Corbec.

—Ese ruido, esa especie de zumbido.

—Yo no… Oh, sí. Da miedo.

—¡Una vibración! —dijo Rawne—. ¡Todo el lugar está temblando!

—¡Deben de estar atacando los infardi! —sugirió Milo.

—No —declaró Zweil con una calma sorprendente—. Creo que deben ser los infardi que llegan al sepulcro.

Las luces parpadearon y luego se apagaron todas al mismo tiempo. La antigua tumba empezó a irradiar una luz pálida, verde y fría como la de las profundidades del mar. Los hologramas de los Adeptus Astartes se desvanecieron y desaparecieron y en su lugar aparecieron unas columnas de luz hololítica blanca y brillante que se extendieron desde el suelo hasta el techo. Las paredes de piedra negra se humedecieron y un dibujo antes invisible de barras azules geométricas cobró vida extendiéndose por toda la habitación. Todo se sacudía con aquel sonido profundo, ultrasónico.

—¿Qué diablos está pasando? —tartamudeó Rawne.

—Estoy oyendo… —empezó Daur.

—Yo también —dijo Dorden mirando hacia lo alto maravillado. Unas luces silenciosas, fantasmales, semejantes a las bolas relampagueantes, relucían y formaban círculos encima de sus cabezas.

—Oigo cánticos —dijo Corbec con los ojos llenos de lágrimas—. Oigo a mi anciano padre cantando.

En el relicario, Gaunt se puso de pie lentamente y miró el féretro que contenía los restos de Santa Sabbat.

Su olfato percibió una fragancia dulce e incorruptible a especias, acestus e islumbina. El cuerpo de la Santa empezó a brillar cada vez con más intensidad hasta que resultó imposible mirarlo.

—Beata… —musitó Gaunt.

La luz que salía del féretro era tan intensa que todos tuvieron que cerrar los ojos. Lo último que vio Corbec fue la desvaída silueta de Ibram Gaunt arrodillado junto al féretro de la Santa, enmarcado por la blanca ferocidad de un núcleo de estrella.

La luz se desvaneció y el sepulcro volvió a quedar como antes había sido. Se miraron silenciosamente los unos a los otros, parpadeando con extrañeza.

En el escaso tiempo que había durado, apenas unos segundos, una fuerza psíquica apacible pero de poder inconmensurable había penetrado en sus mentes.

—Un milagro —murmuró Zweil sentado en el suelo—. Un auténtico milagro. Un milagro trascendental. Todos lo sentimos ¿verdad?

—Sí —dijo Sanian entre sollozos y con el rostro bañado en llanto.

Dorden asintió.

—Por supuesto que sí —reconoció Corbec en voz baja.

—Yo no sé lo que fue, pero no pasé tanto miedo en toda mi vida —dijo Rawne.

—Le digo que fue un milagro, mayor Rawne —dijo Zweil.

—No —dijo Gaunt saliendo del relicario—. No fue un milagro.