Cuando dejó de nevar, cerca del amanecer, la avanzadilla de los infardi inició su primer asalto del desfiladero. Sus tanques de reserva y armas autopropulsadas empezaron a bombardear, pero la mayor parte de los proyectiles no alcanzaron las murallas del Santuario. Seis SteGs y ocho Guadaña avanzaban por la nieve hacia el promontorio, y tras ellos venía a buena marcha una línea de cuatrocientos soleados.

Se encontraron con los blindados Pardus y con las secciones atrincheradas de los Primeros de Tanith. Con el casco fuera de la vista, el Vengador Gris se encargó de las cuatro primeras unidades blindadas antes de que hubieran conseguido siquiera superar el espolón. Las carrocerías ardiendo mancharon el terreno nevado de chatarra ennegrecida y fuego.

Los emplazamientos de armamento pesado abrieron fuego contra la infantería. En menos de un cuarto de hora, las blancas pendientes quedaron sembradas de muertos vestidos de color verde.

Un SteG y un AT70 lograron traspasar la defensa exterior, por detrás del alcance del Vengador Gris. Allí los recibieron y destruyeron el Corazón Destructivo de Kleopas y el P48J de Márchese.

Los infardi se replegaron.

Gaunt entró en la tienda donde los soldados Fantasmas vigilaban al oficial infardi tomado prisionero en Bhavnager. El pobre desgraciado estaba tiritando y deshecho.

Gaunt ordenó que lo soltaran y le entregó una pequeña placa de datos.

—Llévales esto a los tuyos —dijo con firmeza.

El infardi se puso de pie, se encaró con Gaunt y le escupió en la cara.

Gaunt le rompió la nariz de un puñetazo y lo hizo caer sobre la nieve.

—Llévales esto a los tuyos —repitió mientras sostenía la placa.

—¿Qué es?

—Un ultimátum para que se rindan.

El infardi se rió.

—Última oportunidad… Ve.

El infardi se puso de pie y tomó la placa. La sangre que le salía por la nariz salpicaba la nieve. Atravesó la veija y desapareció pendiente abajo.

Cuando los imperiales volvieron a verlo, estaba atado abierto de brazos y piernas en la parte delantera de un AT70 que subía la pendiente hacia la línea exterior. El tanque se detuvo como retando a los imperiales a dispararle o al menos a que repararan en él.

A continuación disparó su cañón principal. Al oficial infardi lo habían atado de modo que su torso estaba sobre la boca del cañón del tanque.

Un chorro de restos pulverizados y sangre cubrió la nieve. El AT70 se dio la vuelta y regresó a sus líneas.

—Supongo que es una respuesta en especies —le dijo Gaunt a Rawne.

* * *

En la Escalera, habiendo subido apenas una cuarta parte de la distancia, los hombres de Corbec se despertaron bajo el frío gélido de la mañana y se encontraron medio enterrados en la nieve caída durante la noche. Cada uno de ellos se había tendido en un escalón con su saco de dormir. Tiritando y con movimientos lentos se levantaron. El frío los calaba hasta los huesos. Corbec echó una mirada a la Escalera que subía serpenteante. Esto iba a ser mortal.

* * *

Durante cinco días, los infardi no volvieron a intentar el ataque. Gaunt ya empezaba a pensar que estaban esperando a la llegada de la flota. Para las tropas imperiales atrincheradas tras las defensas del Santuario, la espera se hacía insoportable.

Entonces, a mediodía del decimocuarto día de la misión, el enemigo volvió al asalto.

De la boca del desfiladero salieron carros blindados, y empezaron a lanzar proyectiles contra el Santuario. El Conquistador Reza tus Oraciones y dos Chimera, sorprendidos en la embestida inicial, cayeron. El humo del Conquistador alcanzado formaba una columna que subía hacia el cielo.

El resto de los blindados Pardus repelió el ataque y resolvió el asunto mano a mano. Los Fantasmas, encabezados por Soric y Mkoll salieron de sus trincheras y se enfrentaron a la infantería enemiga que subía por el desfiladero.

Desde sus trincheras, los francotiradores Tanith empezaron a competir. Larkin superó con facilidad a Luhan, pero Banda era otra cosa. Al ver la competencia, Cuu apostó dinero. Larkin descubrió furioso que había apostado por la chica verghastita.

Les llevó dos horas a las fuerzas imperiales rechazar el ataque. Al final quedaron exhaustos.

Al decimosexto día, los infardi volvieron a intentarlo, esta vez con mayor número de efectivos. Los proyectiles impactaron en las murallas y en la torre del Santuario. Un aluvión de fuego láser surcó el aire, cayendo sobre las filas imperiales. En cuanto vieron que causaban daño al enemigo, los infardi cargaron. Eran cinco o tal vez seis mil adeptos que avanzaban entre las filas de sus máquinas de guerra. Desde la muralla, Gaunt los vio venir.

Iba a ser un combate sangriento.

* * *

En lo alto de la implacable Escalera del Cielo, que parecía no tener fin, Corbec se detuvo para recuperar el aliento. Jamás había experimentado un agotamiento como éste, ni un dolor o una dificultad para respirar comparables. Se dejó caer de rodillas en el escalón cubierto de nieve.

—¡No… no se atreva a… a rajarse ahora! —exclamó Dorden. Su respiración se convertía en vapor mientras trataba de tirar de Corbec para que se pusiera de pie. El médico en jefe estaba delgado y demacrado, tenía la piel seca y pálida y le costaba respirar.

—Pero doctor… jamás deberíamos haberlo… intentado siquiera.

—¡No se atreva, Corbec! ¡No se atreva!

—¡Escuchen! ¡Escuchen! —dijo Daur volviéndose hacia ellos. El y Derin estaban unos cuarenta escalones por encima de ellos y se recortaban contra la blancura brillante del cielo.

Oyeron un rugido prolongado que no era el del viento incesante. Un martilleo atronador mezclado con lo que lentamente fueron identificando como voces de miles de hombres que entonaban un cántico.

Corbec se levantó. Ya no sentía los pies. Sólo le apetecía echarse y morir, pero se levantó y se apoyó en Dorden.

—Creo, viejo amigo, que tal vez hayamos llegado por fin. Y creo que hemos llegado en un momento muy movido.

Unos cuantos escalones por detrás de ellos aparecieron los demás, todos excepto Greer que últimamente se quedaba muy rezagado. Bragg y Nessa se sentaron en la nieve para recobrar el aliento. Vamberfeld jadeaba con los ojos cerrados. Milo miró a Sanian cuyo rostro exhausto estaba empañado por lo que él interpretó como pesadumbre.

En realidad era indignación.

—Es el sonido de la guerra —dijo con desesperación, pugnando por no dejarse vencer por la fatiga—. Lo sé. No basta con que la guerra llegue a mi mundo. ¡Ahora tiene que llegar aquí, al lugar más sagrado de todos, al lugar donde sólo debería reinar la paz!

Levantó la mirada hacia Dorden.

—¿Lo ve doctor? Yo tenía razón. La guerra lo consume todo y nos consume a todos. Sólo hay guerra. Lo demás ni siquiera importa.

Subieron los últimos cientos de metros de escalera que quedaban, cansados hasta el agotamiento y atenazados por el hambre y el frío, pero el hecho de saber que estaban cerca del final los animaba a hacer ese último esfuerzo.

El combate se oía cada vez más cerca, aumentado por los ecos que devolvían las montañas y el desfiladero.

Prepararon las armas con mano torpe y temblorosa y avanzaron. Corbec y Bragg iban en cabeza, subiendo un escalón tras otro.

La Escalera terminaba en una ancha plataforma rocosa cubierta de nieve en cuyo extremo se veían trazas de un antiguo muro de retención. Subían a un gran promontorio rocoso, un contrafuerte montañoso de cima plana que sobresalía de la ladera por encima de un enorme desfiladero. A la izquierda se veía una imponente estructura amurallada que no podía ser otrá cosa que el propio Santuario. Entre él y el lugar donde el ancho promontorio sobresalía de la parte alta del desfiladero, se estaba librando una batalla encarnizada. Estaban allí como espectadores, ocultos a la vista, a medio kilómetro del campo de batalla. El aire gélido de la montaña estaba lleno de humo espeso y de cenizas.

Una marea de máquinas de guerra y tropas infardi, inexorable como un glaciar, avanzaba desde la boca del desfiladero hasta el promontorio que estaba más allá de ellos. En la pendiente nevada que se extendía frente al Santuario, las fuerzas del Caos eran recibidas por los defensores imperiales. Las bombas habían horadado la muralla exterior del Santuario y había vehículos incendiados. La batalla era tan intensa que costaba entender lo que ocurría.

—Vamos —dijo Corbec.

—¿Vamos a entrar en eso? —dijo Greer con voz lastimosa—. ¡Si a duras penas podemos caminar, maldito chiflado!

—Coronel maldito chiflado para ti, amigo. No, no vamos a entrar en eso, al menos no directamente. Vamos a bordear este promontorio, pero es allí a donde vamos, y tendremos que participar tarde o temprano. Puede que no me tenga en pie, pero he hecho un camino endiabladamente largo para tomar parte en esto.

* * *

Gaunt estaba en lo más encarnizado del combate, al pie de la muralla exterior. No había estado en una lucha tan encarnizada desde Balhaut. Era tan intensa, tan directa. El ruido resultaba ensordecedor.

Cerca de él, el Executor del teniente Pauk lanzaba un haz tras otro de plasma recalentado contra las filas atacantes, dejando un reguero de cuerpos mutilados en la nieve medio derretida. Tanto el Corazón Destructivo como el Bastardo Afortunado habían agotado sus misiles y se veían reducidos a apoyar a los Fantasmas con sus armas de gran calibre y coaxiales. Brostin, Neskon y los demás portadores de lanzallamas estaban en el flanco derecho, escupiendo chorros de fuego amarillo que dejaban la espesa capa de nieve medio derretida y hacían retroceder a los soldados infardi entre gritos, con la ropa y la carne presas de las llamas.

Las tropas imperiales mantenían su posición, pero en medio de esta confusión infernal existía siempre la posibilidad de que se perdiera la coherencia de mando mientras las fuerzas del Caos avanzaban, oleada tras oleada, contra ellos.

Gaunt vio la primera pareja de oficiales enemigos. Eran apenas unas manchas energéticas borrosas que se movían entre sus hombres, protegidas por el halo reverberante de un escudo refractor. Sólo el disparo directo de un tanque podría alcanzarlos. Contó cinco de ellos entre las gruesas hileras de enemigos que avanzaban. Cualquiera de ellos podía ser el famoso Pater Pecado que habría venido hasta aquí para cosechar su triunfo final.

—¡Denme apoyo! —gritó Gaunt al grupo de ataque que le pisaba los talones y que se lanzó al asalto, combatiendo a los infardi a veces cuerpo a cuerpo. La pistola bolter de Gaunt disparaba una y otra vez, y la espada de energía de Heironymo Sondar que empuñaba emitía su letal silbido.

Dos Fantasmas que lo flanqueaban fueron derribados. Otro se tambaleó y cayó con un brazo cortado a la altura del codo.

—¡Por Tanith! ¡Por Verghast! ¡Por Sabbat! —gritó Gaunt lanzando bocanadas de aliento humeante—. ¡Los Primeros! ¡Los Primeros de Tanith!

Contaba con apoyo conveniente a su izquierda inmediata: Caffran, Criid, Beltayn, Adare, Memmo y Mkillian. La sección del sargento Bray los flanqueaba, así como lo que quedaba de un grupo de ataque liderado por el cabo Maroy.

Mientras cercenaba vidas con su espada, Gaunt se preocupaba por el flanco derecho. Estaba seguro de que el cabo Mkteeg estaba muerto, y no había el menor rastro de la sección de Obel, ni de Soric que, junto con Mkoll, tenían mando operativo sobre aquel sector.

Ya estaba cerca de uno de los oficiales infardi que vociferaba algo, invisible dentro de su escudo energético contra el cual el fuego láser imperial no hacía mella. Valiéndose de él como cobertura móvil, la infantería ershul castigaba a los Fantasmas. Memmo se tambaleó. Un disparo en la cabeza acabó con él. Un segundo después cayó Mkillian, alcanzado en la cadera y en el muslo.

—¡Caffran! ¡Láncele una carga explosiva! —gritó Gaunt.

—¡No atravesará el escudo, señor!

—Entonces, láncela a sus pies. ¡Haga que el maldito bastardo caiga al suelo!

Caffran cogió una carga explosiva y le dio vueltas en el aire antes de lanzarla; rebotó en la nieve justo a los pies del oficial infardi y estalló con un fogonazo.

La explosión no dañó al oficial ershul, pero sí le hizo perder pie y caer mientras su espejo refractor chirriaba en contacto con la nieve.

Gaunt se lanzó de inmediato sobre él, dando alaridos y descargando repetidamente su espada de energía con ambas manos. Criid, Beltayn y Adare le pisaban los talones y disparaban una y otra vez sobre la protección corporal del ershul.

La espada de energía tocó el escudo refractor, que era un modelo fabricado en las plantas del Mechanicus contaminadas por el Caos en el mundo-forja Ermune. Era poderosa y eficaz. La espada de energía era tan antigua que nadie sabía de dónde procedía, pero pinchó el escudo como una aguja que atraviesa una ampolla.

La reverberante protección energética se desvaneció y la espada de Gaunt siguió su trayectoria, atravesando al infardi que apareció dentro y que no dejaba de chillar.

Gaunt arrancó la espada y se puso de pie. Los infardi que había en las inmediaciones y que todavía no habían sido derribados por sus Fantasmas retrocedieron y salieron corriendo presas del pánico. Al matar al oficial ante sus propios ojos, Gaunt había quebrantado su confianza ciega.

Sin embargo, eso no fue más que un diminuto triunfo dentro de una batalla de proporciones ingentes. El mayor Rawne, al mando de las unidades más próximas a la entrada principal, no encontraba tregua en el asalto. Los infardi se lanzaban contra su posición con la misma velocidad con que sus tropas situadas en las trincheras o parapetadas en la muralla disparaban sobre ellos. Una hilera de armas autopropulsadas se abría camino detrás de la infantería enemiga, y ahora sus disparos atravesaban el aire y levantaban grandes cortinas de nieve y íuego. Dos bombas cayeron dentro de la muralla y otra impactó sobre la propia pared abriendo un boquete de diez metros.

Rawne vio que el Vengador Gris avanzaba sobre la nieve, lanzando ráfagas titánicas de fuego láser sobre los cañones del Usurpador. Uno fue alcanzado y voló por los aires en medio de una enorme nube en forma de hongo. Los misiles golpeaban y rebotaban en el casco del Vengador. El León de Pardua aplastó sin miramientos a un titubeante grupo de infantería infardi, con la pala en posición baja, mientras procuraba también alcanzar de un disparo las ametralladoras pesadas del enemigo. La descarga de un tanque salido del Emperador sabe dónde destruyó su oruga derecha y se vio forzado a detenerse. Los vociferantes infardi lo rodearon por todas partes y tomaron el vehículo por asalto cubriendo de verde el tanque inmovilizado. Rawne trató de dirigir parte del fuego de sus hombres para ayudar al Conquistador, pero no tenían alcance suficiente y ellos también estaban rodeados. Abrieron las escotillas del tanque a tiros o con explosivos, y la turba infardi arrastró fuera a la tripulación del León que no paraba de gritar.

—¡Cielos, no! —dijo Rawne con la voz entrecortada mientras su aliento se convertía en vapor.

Sin previa advertencia, otro tanque disparó sobre el León y lo destripó, haciendo volar con él a varias docenas de infardi. Al parecer, lo único que le importaba al enemigo era acabar con las unidades blindadas imperiales.

En una trinchera abierta en la nieve, a diez metros a la izquierda del mayor, Larkin profirió una maldición.

—¡Cubridme! —gritó retirándose de su posición de disparo. Los soldados Cuu y Tokar se adelantaron y echándose a tierra al lado de Banda siguieron disparando.

El cañón del láser largo de Larkin había fallado. Desatornilló el supresor del fogonazo y a continuación dio media vuelta al cañón estropeado y tiró de él. Larkin era tan ducho en esta tarea que podía cambiar los cañones reforzados del XC 52/3 en menos de un minuto, pero en esta ocasión su reserva de recambios se había agotado.

—¡Por Feth! —se arrastró hasta donde estaba Banda mientras los disparos volaban por encima de su cabeza—. ¡Verghast! ¿Dónde están tus cañones de recambio?

Banda soltó otro disparo y a continuación buscó con la mano y abrió el cierre de su mochila.

—¡Ahí dentro! ¡En uno de los laterales!

Larkin rebuscó dentro y sacó un rollo de tela. Dentro había tres XC 52/3.

—¿Es todo lo que tienes?

—Es todo lo que Twenish llevaba encima.

Larkin colocó uno, comprobó la alineación y volvió a atornillar el supresor.

—¡No van a durar nada a este paso! —gruñó.

—Debería haber más en el almacén de munición, Tanith —dijo Cuu colocando una nueva batería de energía en su arma.

—Ya, pero ¿quién va a volver al Santuario a buscarlos?

—Es un detalle —murmuró Cuu.

Larkin se sopló las manos cubiertas con mitones y empezó a disparar otra vez.

—¿Cuántos llevas? —le susurró a Banda.

—Veintitrés —dijo la chica sin volver la vista.

Sólo dos menos que él. Diablos. Sí que era buena.

Pero ¿cómo no acumular puntos cuando había tantos malditos blancos a los que disparar?

Rawne hizo avanzar a un grupo de ataque hasta donde alcanzaba la cobertura que ofrecía uno de sus propios Chimera en llamas. Lillo, Gutes, Cocoer y Baen se dejaron caer a su lado en la nieve sucia, disparando a través del humo espeso que salía de la máquina. Un momento después, Luhan, Filain, Caill y Mazzedo se acercaron y proporcionaron un eficaz fuego cruzado bajo las órdenes de Feygor.

Rawne hizo señas a un tercer grupo, formado por Orul, Sangul, Dorro, Raess y Muril, de que rodearan el otro extremo del Chimera. Estaban llegando a la posición cuando hubo un contraataque infardi. Dos disparos de un AT70 estallaron como pequeños volcanes entre ellos y Filain y Mazzedo murieron instantáneamente. Cocoer fue alcanzado por un trozo de chatarra y cayó al suelo gritando. El contacto de su sangre caliente con el aire frío hacía brotar vapor. Gutes y Baen corrieron para arrastrar al gimiente y sangrante Tanith y ponerlo a cubierto, pero Gutes fue herido en la pierna por una ráfaga de láser. Baen se volvió sorprendido y recibió dos disparos en la región lumbar. Levantó los brazos y cayó de bruces.

Por la izquierda aparecieron soldados infardi disparando. En el salvaje tiroteo que siguió, primero Orul y después Sangul resultaron muertos con grandes heridas en el torso. Dorro consiguió poner a cubierto a Baen y a Cocoer y a continuación él mismo fue herido en la mandíbula con tal fuerza que el disparo a punto estuvo de arrancarle la cabeza.

Rawne se encontró bloqueado junto con Luhan, Lillo, Feygor y Caill y disparando en apoyo de Raess y Muril que estaban más cerca del trío de Fantasmas heridos.

—¡Tres! ¡Aquí tres! ¡Estamos acorralados!

Los restos ennegrecidos de un transporte de tropas del Munitorium que estaba a cincuenta metros por delante de ellos empezaron a moverse y a deshacerse empujados de lado por algo de gran tamaño. Rawne se sintió aliviado, seguro de que era uno de los Conquistadores Pardus, pero no lo era. Era un SteG4 que se arrastraba por el manto de nieve con las cubiertas llenas de nieve derretida, aceite y sangre.

—¡Demonios! ¡Atrás! ¡Atrás!

—¿Atrás a dónde, señor? —se quejó Lillo.

El SteG disparó y el proyectil salió zumbando y atravesó los restos del Chimera.

Un ruido escalofriante surgió detrás de la posición de Rawne, en parte chillido animal, en parte silbido neumático, un sonido que pasó del alto al bajo. El disparo de una poderosa arma de onda dirigida penetró en la parte frontal del SteG y una llama presurizada voló los paneles laterales. El vehículo dio algunos tumbos hasta detenerse soltando una humareda.

—¡Repliégúese! ¡Despeje! —le gritó a Rawne el comisario Hark mientras disparaba otra vez al centro de un pelotón infardi que cargaba contra ellos. Entre los dos cargaron y arrastraron a Gutes, Cocoer y Baen veinte metros hacia atrás hasta llegar a la trinchera más próxima.

—Me sorprende verlo —fue el único comentario que hizo Rawne.

—Seguro que sí, mayor, pero no me iba a quedar sentado en el Santuario esperando el fin.

—No habría tenido que esperar mucho, comisario —dijo Rawne, cambiando su cargador—. Estoy seguro de que se alegrará al saber que ya está aquí. La última actuación de Gaunt y sus Fantasmas.

—Yo… —empezó a decir Hark, pero guardó silencio. Como comisario, aunque impopular y rechazado, su principal obligación era arengar, inspirar a los hombres y sofocar ese tipo de comentarios. Sin embargo, no pudo hacerlo. Mirando a las fuerzas que avanzaban arrolladoramente para aplastarlos y masacrarlos, no había posibilidad de negarlo.

Aquel mayor de sangre fría tenía razón.

En lo más crudo de la batalla, también Gaunt tuvo la certeza. Los hombres caían como moscas. Vio a Caffran, herido en una pierna, al que Criid arrastraba tratando de ponerlo a cubierto. Vio cómo Adare, alcanzado por dos disparos, se sacudía y caía. Vio a dos Fantasmas verghastitas lanzados al aire por la explosión de una granada. A punto estuvo de caer encima del cadáver rígido del soldado Brhel. La sangre que salía de sus heridas, congelada, relucía como piedras preciosas.

Una ráfaga de láser alcanzó a Gaunt en el brazo izquierdo y lo hizo tambalearse. Otra atravesó los faldones de su chubasquero.

—¡Primeros de Tanith! —gritó, con su respiración humeante—. ¡Primeros de Tanith!

Algo pasó en el cielo que de un blanco puro pasó a un amarillo fulgurante en un remolino de nubes. Un viento repentino, casi caliente, barrió el desfiladero.

—¿Qué diablos es eso? —murmuró Banda.

—Oh, no —musitó Larkin—. La locura del Caos. La maldita locura del Caos.

Auroras silenciosas de color púrpura y escarlata reverberaron en el cielo. Unos borrones carmesíes se arremolinaron y mancharon el cielo como la tinta cuando cae en el agua. Relámpagos de desgarradora luz violeta crepitaron y estallaron, acompañados de truenos tan fuertes que la montaña se estremeció.

La feroz batalla cesó. Ante el diluvio alienígena, los infardi huyeron en desbandada por el desfiladero, abandonando en su huida a sus heridos y su chatarra. El masivo éxodo fue tan repentino que los accesos al Santuario quedaron despejados en menos de diez minutos.

Las fuerzas imperiales se encogían aterrorizadas bajo el espectáculo de las luminarias. Los motores de los vehículos se pararon. Los radiotransmisores se hundieron en un mar de interferencias y corrientes estáticas. Muchos soldados se arrancaron los auriculares con gestos de dolor. El oficial de radio Raglon sangraba por los oídos cuando consiguió arrancarse los cascos. El aire estaba cargado de una corriente estática incontrolada que chisporroteaba en las armas y ponía los pelos de punta. Un fuego de San Telmo de color verdoso y unas bolas relampagueantes serpenteaban y chisporroteaban entre los aleros y tejados del Santuario.

Enfrentada a la derrota final, algo había salvado a Gaunt y a su guardia de honor, o al menos le había concedido un indulto temporal.

Por irónico que resultara, ese algo era el Caos.

* * *

—He consultado a los sensitivos y psíquicos-adeptos del monasterio —dijo el ayatani-ayt Cortona—. Fue una tormenta de disformidad, un flujo del empíreo que está afectando a todo el espacio próximo a Hagia.

Gaunt estaba sentado en un taburete en el salón principal del Santuario, con el torso desnudo mientras el oficial médico Lesp le suturaba y vendaba el brazo.

—¿La causa?

—La flota del archienemigo —respondió Cortona.

—Pero se supone que no tendría que llegar hasta dentro de cinco días —dijo Gaunt enarcando una ceja.

—No creo que haya llegado, pero una flota de esas proporciones moviéndose por el éter puede crear una perturbación enorme, semejante a la ola que produce un gran barco, y desplazar delante de sí los remolinos y torbellinos de la disformidad.

—¿Y esa ola acaba de romper sobre Hagia? Ya entiendo. —Gaunt se puso de pie y flexionó su brazo vendado—. Gracias, Lesp. Un zurcido impecable, como siempre.

—Señor, supongo que no tiene sentido aconsejarle que tiene que descansar.

—No, no lo tiene. Si salimos de ésta, descansaré todo lo que usted quiera.

—Señor.

—Ahora vaya a la estación de clasificación y haga un buen trabajo. Hay muchos más necesitados que yo.

Lesp saludó, reunió su equipo médico y salió rápidamente. Mientras se ponía la camiseta, Gaunt caminó con Cortona hasta uno de los postigos abiertos y observó la furia enardecida y maligna del cielo por encima de las Colinas Sagradas.

—Ya no hay forma de abandonar el planeta.

—¿Cómo dice, coronel-comisario?

Gaunt se volvió y miró al anciano y alto sacerdote.

—Esta tormenta no tiene nada de bueno, ayatani-ayt, pero al menos de ella se deriva alguna satisfacción. Si hubiera obedecido las órdenes y regresado a Doctrinópolis, no habría llegado hasta mañana por muy buenas que hubieran sido las condiciones. De modo que aunque habría llegado antes de la fecha tope de evacuación, habría estado igualmente atrapado.

—Como sin duda lo estarán Lugo y otros cientos de naves —dijo Hark que apareció de repente y se metió en la conversación. Muy típico de Hark eso de entrar sin anunciarse.

—Parece casi complacido, Hark.

—Hagia está a punto de ser barrida del espacio, señor. Complacido no es la palabra correcta, pero, al igual que usted, apuesto a que hay algo de cruel satisfacción en la idea de que el general Lugo sufra junto con nosotros.

Gaunt empezó a abotonarse los alamares de su guerrera.

—El mayor Rawne, otra de sus bestias negras, me dijo que había tenido usted una brillante actuación en la batalla. Que los había salvado a él y a muchos otros.

—No pretendí servirlo a usted, sino al Trono Dorado de Terra. Soy un soldado del Imperio y me comportaré con dignidad hasta la muerte, el Emperador nos proteja.

—El Emperador nos proteja —asintió Gaunt—. Mire, comisario…, independientemente de lo que valga, no tengo la menor duda sobre su coraje, lealtad o capacidad. Ha luchado usted bien todo este tiempo. Ha intentado cumplir con su deber, aunque no siempre me haya gustado. Reconozco que hizo falta mucho valor para enfrentarse a mí y tratar de despojarme del mando.

—El valor no tuvo nada que ver con aquello.

—El valor lo tuvo todo que ver con aquello. Quiero que sepa que no emitiré un informe negativo de usted… si llego y cuando llegue a hacerlo. No importa el tipo de informe que usted tenga pensado, no le guardo rencor. Siempre me he tomado con absoluta seriedad mi deber para con el Emperador. Endiabladamente en serio. ¿Cómo podría tomar a mal que otro hombre haga lo mismo?

—Le… agradezco tanta franqueza y amabilidad. Desearía que las cosas hubieran sido… y pudieran ser… distintas todavía entre nosotros. Hubiera sido para mí un placer servir con usted y con los Primeros de Tanith sin esta sombra de resentimiento que se cierne sobre mí.

Gaunt le tendió la mano y Hark la estrechó.

—Yo pienso lo mismo.

Las puertas del salón se abrieron de golpe y un aire helado se coló en la estancia al entrar el mayor Kleopas, el capitán LeGuin, el capitán Márchese y los oficiales Fantasmas Soric, Mkoll, Bray, Meryn, Theiss y Obel. Todos golpearon el suelo con sus botas y se sacudieron de las mangas los copos de nieve.

—Venga conmigo —le dijo Gaunt a Hark. Ambos se reunieron con los oficiales.

—Caballeros ¿dónde está Rawne?

—Hubo una alerta en el exterior del recinto, señor. Fue a comprobar de qué se trataba —dijo Meryn.

Gaunt hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿Se sabe algo del cabo Mkteeg?

—Lo encontraron vivo, pero malherido. Sólo dos hombres de su escuadrón se salvaron de la matanza —dijo Soric.

—¿Qué es esto, señor? —preguntó el cabo Obel—. ¿Qué fue lo que hizo que se retiraran los infardi? Creí que ya nos tenían acorralados, de veras que lo creí.

—Y así era, cabo. Sinceramente, así hubiera sido a no ser por la más maldita de las suertes. —Gaunt explicó rápidamente los efectos de la tormenta hasta donde él los entendía—. Creo que esta repentina tormenta de disformidad conmocionó a los ershul. Tal vez pensaron que era alguna señal apocalíptica de sus Dioses Oscuros y simplemente… perdieron su oportunidad. Por supuesto que es una señal apocalíptica de sus Dioses Oscuros, ése es el aspecto negativo. Una vez que se reagrupen, volverán, y yo diría que con fuerzas renovadas. Ya sabrán para entonces que el todopoderoso infierno viene en su ayuda.

—Entonces ¿van a volver al asalto? —preguntó Márchese.

—Yo apostaría que antes del anochecer, capitán. Debemos reestructurar la distribución de nuestras fuerzas para repeler el próximo ataque de los ershul.

—¿Es así como los llamamos ahora, señor? —preguntó el oficial Soric.

—Puede llamarlos como quiera, Soric.

—¿Bastardos? —sugirió Kleopas.

—¿Gusanos chupaescoria de la disformidad? —dijo Theiss.

—¿Dianas? —apuntó Mkoll con toda sencillez.

Todos rieron.

—Lo que les resulte más funcional —dijo Gaunt. Al menos todavía les quedaba un poco de moral.

—¿Bray? ¿Obel? Lleven esa mesa hacia allá. Capitán LeGuin, veo que ha traído mapas. Pongámonos a trabajar.

No habían hecho más que extender los mapas del cazador de tanques cuando el receptor de voz de Gaunt empezó a pitar.

—Uno, adelante.

Era el oficial de radio Beltayn.

—El mayor Rawne le pide que venga al frente, señor. Algo disparatado.

—¡Disparatado! Siempre esa palabra, como restando importancia. ¿De qué se trata esta yez, Beltayn?

—Señor…, ¡es el coronel, señor!

* * *

Gaunt bajó corriendo los escalones y atravesó el espacio nevado que había entre las murallas interior y exterior hacia la puerta.

Rawne y un pelotón estaban entrando en aquel momento y traían consigo a diez figuras demacradas, vacilantes, cubiertas de mugre y escarcha, agotadas y medio muertas de hambre.

Gaunt se detuvo. No daba crédito a sus ojos.

El soldado Derin, «Prueba otra Vez» Bragg. Los verghastitas Vamberfeld y Nessa. El capitán Daur que cargaba con un oficial Pardus medio muerto al que Gaunt no conocía. Dorden… ¡Gran Dios-Emperador! Y Milo, a quien el Emperador proteja, que llevaba en brazos a una chica hagiana.

Y allí, encabezando el grupo, el coronel Colm Corbec.

—¿Colm? Colm ¿qué diablos está haciendo aquí?

—¿Nos… nos hemos perdido toda la diversión, señor? —preguntó Corbec en un susurro antes de caer redondo sobre la nieve.