La guardia de honor se acercó al templo del Santuario de Santa Sabbat Hagio con la primera luz del día. Había dejado de nevar y el panorama montañoso era perfecto, de un blanco escultórico bajo un cielo dorado.

El Santuario era una estructura imponente que se elevaba en un promontorio de basalto algo por debajo de la alta cumbre nevada. La carretera recorría la cresta hasta una enorme puerta abierta en la más baja de dos murallas concéntricas. Dentro de esas murallas se encontraban los edificios de la basílica Shrinus, el monasterio del Tempelum Ayatani Shrinus y una gran torre de planta cuadrada rematada por un techo abovedado dorado con aleros inclinados. En la torre flameaban banderolas y cometas votivas. Los edificios y las paredes del Santuario eran de basalto rosado. Las celosías y las puertas estaban pintadas de color rojo brillante, y sus marcos de blanco. Más allá de las murallas y de la torre, al borde mismo del promontorio, habia un gran pilar de piedra de corindón negro encima del cual ardía la eterna llama votiva.

Gaunt detuvo la columna en el camino, ante la puerta, y se acercó a pie acompañado de Kleopas, Hark, Zweil, Rawne y una escolta de seis Fantasmas. Tal como había calculado el sargento Mkoll, el viaje les había llevado ocho días. Tenían que terminar rápidamente la misión que los había traído para poder volver a Doctrinópolis en los diez días que quedaban antes de la evacuación total. Gaunt ni siquiera quería pensar en lo duro que iba a ser ese viaje. Un número enorme de infardi venían pisándoles los talones y, por lo que sabia, no había ningún otro camino para bajar de las Colinas Sagradas.

Las gigantescas puertas rojas bajo la majestuosa águila de la entrada se abrieron silenciosamente al acercarse ellos. Subieron los escalones y seis hermanos ayatani con túnicas azules los saludaron con una inclinación de cabeza sin decir nada. Los condujeron por un ancho tramo de escalones de piedra de los que habían quitado la nieve, hasta la puerta de la muralla interior, y de allí a un imponente vestíbulo.

El lugar era de color pardo ahumado y sombrío y la luz entraba fría y pura por unas ventanas altas. Gaunt oyó cánticos y el sonido esporádico de campanas o gongs. El aire estaba cargado de humo de incienso.

Se quitó la gorra y miró en derredor. Las paredes estaban decoradas con mosaicos de relucientes colores donde estaban representados distintos momentos de su vida. En las hornacinas iluminadas que había a lo largo de las paredes estaban los retratos holográficos de los grandes generales, comandantes y Astartes que habían servido en su cruzada. Suspendido del techo abovedado podía verse el gran estandarte de Sabbat, un trozo de tela antigua y desgastada.

Algunos ayatani del Tempelum Ayatani Shrinus entraron en la sala a través de ks puertas del otro extremo, se acercaron al destacamento de la guardia imperial y los saludaron con una reverencia. Eran veinte, todos hombres ancianos de expresión apacible y piel curtida y arrugada, en la que se veían las huellas del viento, el frío y la altitud.

Gaunt saludó.

—Coronel-comisario Ibram Gaunt, comandante de los Primeros de Tanith, Ejército Imperial de la Cruzada de Liberación. Estos son mis oficiales en jefe, el mayor Rawne, el mayor Kleopas y el comisario Hark. Estoy aquí cumpliendo órdenes de Señor General Militar Lugo.

—Sea usted bienvenido al Santuario, señor —dijo el que estaba al frente de los hermanos, cuya túnica era de un color violeta más intenso. Su cara reflejaba las huellas del clima igual que la de sus colegas, y sus ojos habían sido reemplazados por una prótesis de aumento que hacía que su mirada fuera lechosa y vacía, como las cataratas crónicas.

—Mi nombre es Cortona. Soy ayatani-ayt de este templo y monasterio. Les doy la bienvenida al Santuario y alabo su diligencia al hacer el arduo camino en esta época del año. ¿Tal vez les apetecería tomar con nosotros un refrigerio? También pueden rendir culto en el Santuario, si así lo desean, por supuesto.

—Gracias, ayatani-ayt. Un refrigerio será bienvenido, pero debo dejar claro que el carácter urgente de mi misión hace que tenga poco tiempo, incluso para las prácticas piadosas.

Los representantes imperiales fueron conducidos a una antesala donde habían servido refrescos de soda, frutos secos y cuencos de una infusión caliente y dulce sobre unas mesas bajas pintadas. Gaunt y sus hombres se sentaron en unos taburetes bajos y los ayatani, entre ellos Zweil, en esterillas sobre el suelo. Los refrescos fueron servidos por novicios esholi vestidos de blanco.

—Me conmueve que su general haya considerado oportuno ocuparse de nuestro bienestar —prosiguió Cortona—, pero me temo que la misión que los trajo aquí ha sido un esfuerzo inútil. Somos plenamente conscientes de que las fuerzas enemigas quieren arrasar este mundo, pero no necesitamos defensa. Si el enemigo viene, pues que venga. Así serán las cosas. Nuestra Santa creía muy sinceramente en el destino natural. Si está escrito que este Santuario caiga en manos del enemigo y que entreguemos nuestras vidas, nada puede hacerse. No hay tanques ni soldados, por numerosos que sean, capaces de modificar eso.

—¿Y no harían nada por evitar la entrada de la estirpe del Caos? —preguntó Rawne con incredulidad.

—¡Mida sus palabras, mayor! —le dijo Hark con tono sibilante.

—Es una pregunta comprensible —respondió Cortona—. Puede que nuestras creencias sean difíciles de comprender para mentes versadas y formadas en el arte de la guerra.

—Santa Sabbat era una guerrera, ayatani-ayt —señaló Gaunt sin alterarse.

—Lo era, tal vez la mejor de la galaxia, pero ahora descansa en paz.

—De todos modos sus recelos son infundados —continuó Gaunt—. Usted ha malinterpretado la misión que nos trae aquí. No hemos sido enviados para defenderlos a ustedes. El general Lugo me ha dado órdenes de recuperar las reliquias de la Santa y escoltarlas con todos los honores hasta Doctrinópolis para que desde allí se proceda a su evacuación de Hagia.

—Me temo, coronel-comisario, que no puedo permitir eso en modo alguno —respondió Cortona sin que la apacible sonrisa abandonara su rostro en ningún momento.

* * *

—Casi me deja sin aliento —murmuró Zweil—. Jamás imaginé que ésa fuera la razón de su viaje al Santuario. ¡Por la sangre de la beata, coronel-comisario! ¿En qué estaba usted pensando?

—Obedecía órdenes —respondió Gaunt. Estaban juntos en la terraza de la muralla interior del Santuario, mirando hacia el desfiladero a través de la blanca extensión nevada.

—¡Pensaba que había sido enviado para proteger este lugar! Sabía que al ayatani del tempelum no le haría ninguna gracia una intervención militar, pero eso lo dejaba a su criterio.

—Y si le hubiera revelado mi objetivo ¿me habría aconsejado que me volviera?

—Le habría dicho lo mismo que acaba de decirle el ayatani-ayt. Las reliquias de la Santa no pueden abandonar Hagia por ningún motivo. Es una de las doctrinas más antiguas, la profecía en su lecho de muerte. ¡Hasta individuos como ese general Lugo o su estimado Señor de la Guerra Macaroth deberían saber que es una locura faltar a ella!

—Yo lo he leído. Usted sabe que he leído los evangelios con atención. Simplemente suponía que era… un capricho. Un detalle sin importancia.

Zweil sacudió la cabeza.

—Creo que es en eso en lo que sigue equivocado, muchacho. La mitad de las veces se leen las escrituras buscando el sentido literal absoluto, la otra mitad se busca con demasiado ahínco el significado oculto. ¡Interpretación textual, sin duda! Tiene que encontrar el equilibrio. Tiene que entender el equilibrio fundamental de la fe por lo que a nosotros respecta. Si se espera que los ayatani guarden devota y estrictamente las costumbres, reliquias y tradiciones de la beata, también se debe esperar que observemos con convicción absoluta las instrucciones de sus escrituras.

—Está escrito —empezó Gaunt con aire pensativo—, que si los restos de Santa Sabbat abandonaran Hagia alguna vez, si por accidente o por designio fueran trasladados, el Caos imperaría para siempre en los Mundos de Sabbat.

—¿Y qué es lo que no ve claro en eso?

—¡Es una profecía abierta! ¡Un pintoresco mito pensado para intensificar la devoción y el culto! ¡No podría suceder realmente!

—¿No? —Zweil paseó su mirada por las Colinas Sagradas—. ¿Por qué no? Usted cree en la Santa, en sus obras, en su santidad incorruptible. Usted tiene fe en ella y en todo lo que representa. Fue lo que lo trajo hasta aquí. Entonces ¿por qué no creer en la profecía que hizo en su lecho de muerte?

Gaunt se encogió de hombros.

—¡Porque es demasiado… descabellada! ¡Demasiado ampulosa, demasiado inverosímil! Demasiado improbable…

—Puede que sí. Dígame ¿quiere comprobarlo llevándosela de este mundo?

Gaunt no respondió.

—¿Y bien, muchacho? ¿Sabe usted más que la mártir más venerada del sector? ¿Saben más Lugo o el Señor de la Guerra? ¿Se arriesgará a perderlo todo, un millar de sistemas habitados, para siempre, sólo para averiguarlo? Olvídese de sus órdenes y de sus superiores. ¿Acaso ellos tienen derecho a asumir ese riesgo, o a ordenarle a usted que lo haga?

—No creo que lo tengan. No creo que yo lo tenga —replicó Gaunt en voz baja tras una larga pausa.

—No creo que ni siquiera tenga que considerar la cuestión —dijo Hark acercándose a ellos por detrás—. Sus órdenes son muy claras, señor, no dejan lugar a interpretaciones. Lugo le dijo con total claridad lo que debía hacer.

—Lugo cometió un error —dijo Gaunt fijando en Hark una mirada clara y decidida—. Y a mí no me interesa perpetuarlo.

—¿Va usted a desobedecer las órdenes, señor? —preguntó Hark.

—Eso es. Además ¿qué importa? Mi carrera está terminada, mi regimiento en vías de desaparecer y lo más probable es que no salgamos de aquí con vida de todos modos. ¡Voy a desobedecer las órdenes con plena consciencia, porque ya es tiempo de que sea un poco coherente y deje de obedecer a hombres que están equivocados de una manera clara y demostrable!

Zweil miraba ora a uno ora a otro de los oficiales imperiales con absoluta fascinación, pendiente de cada palabra. Hark lentamente se puso su gorra con galones plateados, suspiró ostensiblemente y movió la mano para abrir su cartuchera.

—Oh, ni siquiera se moleste en intentarlo, Hark —le dijo Gaunt con absoluto desprecio mientras se alejaba.

* * *

Se encontraban ahora a suficiente altitud como para que la nieve de la que les había advertido Sanian se hiciera realidad. Era ligera pero persistente y se posaba en la ropa y en las pestañas. Un poco más arriba, en el desfiladero, la cortina de nieve impedía la visibilidad hasta el punto de que las grandes montañas desaparecieron de su vista enmascaradas por la tormenta.

Por fin, dos horas antes habían dicho adiós al Carro de los Heridos, abandonándolo en un punto del sooka donde un antiguo alud había hecho desaparecer lo poco que quedaba de vía transitable. Cargaron todo lo que fueron capaces de llevar y continuaron a pie.

El camino era tan leve y desolado como el aire. A su derecha se alzaba la cara sur de las Colinas Sagradas más internas y altas. A su izquierda, una gran pendiente de pedregal y roca desnuda se hundía en las misteriosas sombras de gargantas y desfiladeros que había más abajo. Cada pocos pasos, alguno de ellos tropezaba con una piedra suelta que rodaba y se deslizaba pendiente abajo.

La Escalera del Cielo había sido tallada por los peregrinos poco después de la fundación del Santuario, hacía ya seis mil años. Se habían lanzado a la labor con celoso entusiasmo, considerándolo como una tarea sagrada y un acto de devoción. Una escalera de quince kilómetros que subía montaña arriba hasta el Santuario. Sanian les había explicado que ahora casi nadie la usaba porque el ascenso era arduo e incluso los peregrinos más esforzados preferían subir por los desfiladeros. Pero esa opción más suave no estaba ahora a su alcance.

Sanian los condujo hasta el pie de la Escalera cuando empezó la primera nevada.

No prometía mucho esa serie de escalones estrechos y desgastados excavados en la propia ladera de la montaña, erosionados por el tiempo y la intemperie. Los liqúenes se pegaban como óxido a las superficies. Cada escalón tenía unos dieciséis centímetros de alto, permitiendo un paso bastante cómodo, y una profundidad uniforme de dos metros del frente hasta el fondo, salvo en los lugares donde estaban seccionados o había un recodo. La Escalera describía un camino sinuoso entre las rocas y desaparecía en lo alto.

—Esto parece bastante fácil —dijo Greer subiendo con facilidad los primeros escalones.

—No lo es, se lo aseguro, especialmente cuando el tiempo es duro como hoy. Los peregrinos solían elegir este camino como un acto de penitencia —dijo Sanian.

Empezaron a subir. Greer iba a la cabeza, ansioso, seguido por Daur, Corbec y Dorden, después Milo y Sanian, Nessa, Derin y, cerrando la marcha, Vamberfeld y Bragg.

—Se va a matar si no dosifica sus fuerzas —le dijo Sanian a Milo mientras señalaba a Greer que iba muy por delante de ellos.

El grueso del grupo subía con un ritmo constante. Después de unos veinte minutos, Corbec empezó a sentirse agobiado por la monotonía del esfuerzo. Empezó a divagar, tratando de ocupar la mente. Calculaba la distancia y la altitud, la profundidad y el ancho de los escalones. Hizo una o dos sumas mentales.

—¿Cuántos escalones dicen que hay? —le preguntó a Sanian.

—Dicen que veinticinco mil.

Dorden gruñó.

—Es precisamente lo que yo había calculado. —Corbec sonaba genuinamente orgulloso.

Cincuenta kilómetros. Las tropas podían recorrerlos en un día sin dificultad, pero cincuenta kilómetros de escalones…

Podría llevarles días. Días duros, penosos, monótonos.

—Tal vez debería haberte preguntado esto quinientos metros antes, Sanian, pero ¿cuánto tiempo suele llevar el ascenso?

—Depende de los peregrinos. En el caso de los más esforzados y capaces… cinco o seis días.

—¡Por Feth bendito! —dijo Dorden con voz audible.

Corbec volvió a concentrarse en los escalones ya que la nieve empezaba a acumularse sobre ellos. En cinco o seis días, cuando llegaran al Santuario, Gaunt estaría prácticamente de vuelta en Doctrinópolis listo para evacuar. Estaban perdiendo el tiempo.

Claro que no había manera posible de que la guardia de honor de Gaunt pudiese bajar la montaña con todas las fuerzas infardi que lo esperaban. Lo más probable era que usara el Santuario como base y los combatiera desde allí.

Tendrían que esperar a ver. No tenía sentido volver ahora. No tenían nada por lo qué volver.

* * *

A solas, Ibram Gaunt descorrió el viejo cerrojo y abrió la puerta del sepulcro del Santuario. De dentro salían las voces de esholi varones que entonaban un cántico solemne, armonioso, a ocho voces. El viento frío ululaba al infiltrarse por las aberturas de ventilación del monasterio.

No sabía qué debía esperar. Era consciente de que jamás había imaginado que vendría aquí. Slaydo, que el Emperador lo tuviera en su gloria, habría sentido envidia.

Se sorprendió al ver lo pequeña y oscura que era la estancia. Las paredes estaban cubiertas de corindón negro que no reflejaban en absoluto la luz de las muchas filas de velas encendidas. El aire olía a humo y a sequedad mohosa, a polvo de siglos.

Entró y cerró la puerta trás de sí. El suelo estaba hecho de extrañas baldosas lustrosas que relucían bajo la luz de las velas y hacían un extraño ruido plástico al pisarlas. Se dio cuenta de que había secciones cortadas y pulidas de perladas conchas de quelón, cubiertas de una pátina parduzca por el paso del tiempo.

A uno y otro lado de donde se encontraban había hornacinas en el corindón, cada una de las cuales contenía un holograma de tamaño natural de un Marine Espacial del Capítulo Cicatrices Blancas, con espadas de energía alzadas en gesto de luctuoso triunfo.

Gaunt siguió andando. Tenía justo ante sí el altar del relicario que estaba recubierto con más concha de quelón pulida y brillaba con una luminiscencia etérea. Incrustado en su parte frontal en relieve había un hermoso mosaico de trozos de concha policromados que representaban los Mundos de Sabbat. Gaunt estaba seguro de su precisión cartográfica. Detrás del altar se elevaba una cubierta enorme, abovedada, que remataba el altar como un sombrerete. Estaba hecha de una sola concha de quelón que debía de haber pertenecido a un animal de tamaño increíble, mucho mayor que cualquiera de los que Gaunt había visto en Hagia. Por debajo de ella, detrás del altar, estaba el relicario propiamente dicho, una caverna iluminada con la luz de velas situadas debajo del caparazón. En la parte frontal había dos expositores de madera dura con las puertas abiertas, en los cuales, protegidos por un cristal, estaban los manuscritos originales de los evangelios.

Gaunt se dio cuenta de que su corazón latía muy rápido. El lugar le producía un efecto extraordinario.

Siguió avanzando. A su izquierda había un cofre con diversas reliquias medio envueltas en satén: un cuenco para beber, una pluma de ave, un cayado gastado y oscurecido por el paso del tiempo y varios otros fragmentos que no consiguió identificar.

A su derecha, encima de otro cofre igual al anterior, estaba la armadura Imperator de la Santa, pintada de azul y blanco con marcas de desperfectos antiguos, orificios y surcos ennegrecidos donde había saltado la pintura: eran las marcas de las nueve heridas del martirio. Algo le llamó la atención, se dio cuenta de que era… pequeña. Había sido hecha a medida para un cuerpo más pequeño que el de los Marines Espaciales varones.

Al frente, en el fondo mismo de la cúpula de concha, estaba el santo relicario, un féretro con tapa de cristal donde descansaba el cuerpo de Santa Sabbat.

Ella no había querido ni campo de estasis ni suspensión de energía, pero a pesar de todo se mantenía intacta después de seis mil años. Tenía las facciones hundidas, la carne desecada y la piel oscura y pulida. En torno al cráneo quedaban rastros de fino cabello. Gaunt vio los anillos en sus dedos momificados y el medallón del águila imperial en las manos cruzadas sobre el pecho. El color azul de su túnica casi había desaparecido, y en el acolchado violeta del féretro se veían restos de flores antiguas.

Gaunt no sabía qué hacer. Era incapaz de marcharse, de apartar los ojos de la forma marchita, pero incorruptible de la beata.

—Sabbat Mártir —susurró.

—Ella no está obligada a contestarle, ya lo sabe.

Miró a su alrededor. El ayatani Zweil estaba al otro lado del altar, observándolo.

Gaunt saludó a la Santa con una reverencia digna y breve y se encaminó a donde estaba Zweil.

—No he venido en busca de respuestas —dijo en voz baja.

—Usted me dijo que sí después de abandonar Mukret.

—Eso fue entonces, ahora ya he tomado mi decisión.

—Decisiones y respuestas no son lo mismo. Pero es cierto que ha tomado una decisión, una buena decisión, si se me permite decirlo. Una decisión valiente. La única acertada.

—Ya lo sé. Antes dudaba, pero ahora que he visto esto, ya no. No tenemos por qué sacarla de aquí. Aquí se queda, al menos mientras podamos protegerla.

Zweil asintió y palmeó el brazo de Gaunt.

—No va a ser una decisión popular. Al pobre Hark le sentó como una patada en la boca del estómago cuando se lo dijo. —Zweil hizo una pausa y volvió la vista hacia el relicario—. Disculpa mi forma grosera de hablar, beata. No soy más que un pobre imhava ayatani que debería guardar las formas en este lugar sagrado.

Salieron juntos del sepulcro y atravesaron el vestíbulo exterior lleno de corrientes de aire.

—¿Cuándo hará pública su decisión?

—Pronto, si es que Hark no se lo ha dicho ya a todo el mundo.

—Puede que él lo releve del mando.

—Puede intentarlo. Si lo hace, haré algo más que desobedecer órdenes.

La noche estaba cayendo, y otra tormenta de nieve amenazaba desde el noroeste. El ayatani-ayt Cortona había permitido a las fuerzas imperiales montar su campamento dentro de la muralla exterior del Santuario, y ahora el espacio estaba lleno de tiendas y braseros químicos. Habían estacionado los vehículos del convoy en el prado de la muralla exterior, a excepción de los carros blindados que estaban alineados y atrincherados, con el casco oculto, para proteger el acceso al promontorio desde el desfiladero. También se habían cavado trincheras para los soldados en los bancos de nieve exteriores y se habían fortificado las armas pesadas. Cualquier cosa que intentase atravesar el puerto iba a encontrar una férrea resistencia.

En una antesala del monasterio, Gaunt reunió a los oficiales y jefes de sección de la guardia de honor. Los esholi del Santuario trajeron alimentos y té dulce, y los sacerdotes no se quejaron del amasec y el sacra que se distribuyeron. El ayatani-ayt Cortona y algunos de sus sacerdotes más ancianos se reunieron con ellos. La luz de las lámparas parpadeaba y un viento huracanado golpeaba los postigos. Hark permanecía en el fondo de la estancia, solo, con aire sombrío.

Antes de entrar, Gaunt hizo un aparte con Rawne en el helado vestíbulo.

—Quiero que lo sepa antes que los demás —le dijo Gaunt—. Voy a desobedecer las órdenes de Lugo. No vamos a trasladar a la Santa.

Rawne enarcó las cejas.

—¿Por esa antigua y estúpida profecía?

—Exactamente por esa antigua y estúpida profecía.

—¿No porque todo se haya acabado para usted? —preguntó Rawne.

—Expliqúese.

Rawne se encogió de hombros.

—Hemos sabido desde el principio que Lugo lo tiene sentenciado. Cuando vuelva a Doctrinópolis, con las manos vacías o con los huesos de la vieja criatura, será el fin. El fin del mando, el fin para usted, el fin de la historia. O sea que tal como yo lo veo, usted no tiene nada que perder ¿no es cierto? Y eso dejando de lado que decirle a Lugo que se vaya a la mierda y se meta sus órdenes por su muy personal ojo del terror no va a empeorar las cosas para usted. De hecho, tal vez haga que se sienta mejor cuando lo despida.

—¿Cree que hago esto porque ya no me importa nada? —preguntó Gaunt.

—Bueno, ¿no es así? Esta última semana no ha sido usted el hombre a cuyo mando estuve durante estos años. La bebida. Las rabietas. El malo, malisimo genio. Decayó usted mucho. En Doctrinópolis se comportó como es debido, pero desde entonces fue cuesta abajo. Ah…

—¿Qué? —gruñó Gaunt.

—Pido permiso para hablar sinceramente, señor, con efecto retroactivo.

—¿No lo ha hecho siempre, Rawne?

—Espero que si. ¿Sigue bebiendo?

—Bueno, yo…

—Quiere que crea que está bien, que si hace esto es por razones auténticas y no sólo porque ya nada le importa un bledo. Entonces, mejore su aspecto, aséese, gáneselo. Usted nunca me ha gustado, Gaunt.

—Lo sé.

—Pero siempre lo he respetado. Sólido, profesional, un guerrero que tiene un código. Es cierto que por ese código ardió Tanith, pero usted se atuvo a él sin importarle lo que pensara nadie. Un hombre de honor.

—Eso es lo más parecido a un cumplido que me haya hecho jamás, mayor —dijo Gaunt.

—Lo siento, señor. No volverá a suceder. Lo que necesito saber es esto… ¿Se trata ahora de su código? ¿Es una cuestión de honor? Esta maldita misión es una guardia de honor… ¿Pretende que sea merecedora de ese título?

—Sí.

—Entonces demuéstremelo. Demuéstrenoslo a todos. Demuestre que no es un arranque de furia y de frustración porque lo hizo mal y lo cogieron. Demuestre que no es un fracasado que bebe y que trata por todos los medios de arrastrar a los demás consigo. Si lo seguimos, el general nos va a someter a todos a un consejo de guerra y nos hará fusilar. Todos tenemos algo que perder.

—Lo sé —dijo Gaunt. Hizo una pausa y se quedó mirando los copos de nieve que se acumulaban contra el cristal de la ventana.

—¿Y bien?

—¿Quiere saber por qué me importa esto, Rawne? ¿Por qué me sentó tan mal el desastre de Doctrinópolis?

—Me encantaría.

—He dedicado la mayor parte de las dos últimas décadas a esta cruzada. He luchado duro en cada paso del camino. Y aquí, en Hagia, la estupidez ciega de un hombre… de nuestro querido general… me hizo forzar la mano y echar por tierra todo ese trabajo. Pero no es sólo eso. La cruzada a la que he dedicado todos estos años es en honor de Santa Sabbat, pretende liberar los planetas que ella convirtió en mundos imperiales hace seis mil años. Por ello la tengo en una consideración muy especial y me dedico a honrarla, y ese bastardo de Lugo me hace fracasar precisamente en el mundo consagrado a ella. No sólo metí la pata durante una acción de la cruzada, mayor. Metí la pata en una acción en el propio Santuario de la beata. Pero no se trata solamente de eso.

Hizo una pausa y se aclaró la garganta. Rawne lo miraba desde la penumbra.

—Fui uno de los elegidos por Slaydo para llevar adelante esta guerra. Él fue el comandante más grande que haya conocido jamás. Se tomó esta cruzada como algo personal porque tenía una devoción sincera por la Santa. Ella era su tótem, su inspiración, el modelo en el que había basado su carrera militar. Él mismo me dijo que esta cruzada era una oportunidad de pagar esa deuda de inspiración. No voy a deshonrar su memoria fallándole aquí. Justo en este lugar.

—Déjeme adivinar —dijo Rawne—. Pero tampoco se trata sólo de eso ¿verdad?

Gaunt negó con la cabeza.

—En Formal Prime, en los primeros meses de la cruzada, luché junto a Slaydo en una fiera batalla para tomar las torres de la Colmena. Fue uno de los primeros grandes triunfos de la cruzada.

«Durante la celebración de la victoria reunió a todos sus oficiales. Éramos cuarenta y ocho los escogidos. Todo era juerga y festejos. Acabamos todos un poco bebidos, incluso el propio Slaydo. Entonces él… se puso solemne, con esa tristeza amarga que afecta a algunos hombres en lo peor de la borrachera. Le preguntamos qué pasaba y dijo que tenía miedo. ¡Nos reímos! ¿El Gran Señor de la Guerra Slaydo tenia miedo? Se puso de pie, vacilante. Por aquel entonces tenía ciento cincuenta años y no estaba pasando por un buen momento. Nos dijo que tenia miedo de morir antes de terminar su obra. Miedo de no vivir el tiempo suficiente para supervisar la liberación plena y final de los mundos de la beata. Era la única ambición que lo consumía, y tenía miedo de no conseguirlo.

»Todos protestamos…¡iba a sobrevivimos a todos! Sacudió la cabeza e insistió en que la única manera de poder garantizar el éxito de su sagrada misión, la única manera de conseguir la inmortalidad y de cumplir su deber para con la Santa, era a través de nosotros. Nos exigió un juramento, un juramento de sangre. Usamos las bayonetas y los cuchillos de mesa para hacernos un corte en la palma de la mano y hacemos sangre. Uno por uno chocamos su mano ensangrentada y juramos. Por nuestras vidas, Rawne, por nuestras propias vidas. Terminaríamos su labor. ¡Seguiríamos adelante con esta cruzada hasta el final y protegeríamos a la Santa contra todo el que quisiera hacerle daño!

»Slaydo cayó en Balhaut, en la batalla de batallas, tal como temía, pero su juramento perdura, y con él también perdura Slaydo.

—Lugo lo está obligando a romper su juramento.

—Lugo me obligó a marchar a sangre y fuego sobre Doctrinópolis, la ciudad de la Santa, y arrasar sus antiguos templos. Ahora Lugo quiere que desafíe a la beata y perturbe su descanso eterno. Lo lamento si di la impresión de tomarme mal todo eso, pero tal vez ahora entienda por qué.

Rawne asintió lentamente.

—Ahora será mejor que se lo diga a los demás —dijo.

* * *

Gaunt avanzó hasta el centro de la atestada antesala, rechazó una copa que le ofrecía un esholi y carraspeó para aclararse la garganta. Todos los ojos estaban fijos en él y se hizo el silencio.

—A la luz de lo sucedido en el campo y de… otras consideraciones, quiero informarles de que voy a realizar una alteración ejecutiva de nuestras órdenes.

Hubo un murmullo.

—No vamos a proceder de acuerdo con las instrucciones del general Lugo. No retiraremos las reliquias del Santuario. A partir de este momento, mis órdenes son que la guardia de honor se fortifique aquí y permanezca en defensa del Santuario hasta que nuestra situación se modifique.

Una exclamación general recorrió la estancia. Hark guardó silencio.

—Pero las órdenes del general, Gaunt… —empezó a decir Kleopas mientras se ponía de pie.

—Ya no son ni viables ni adecuadas. Como comandante de campo y tras considerar las cosas sobre el terreno, está dentro de mis atribuciones.

El intendente Elthan se puso de pie, temblando de rabia.

—¡Pero nos van a matar! ¡Tenemos que volver a los campos de aterrizaje de Doctrinópolis en el tiempo establecido o no podremos evacuar! ¡Usted sabe lo que se avecina, coronel-comisario! ¿Cómo se atreve a sugerir esto?

—Siéntese, Elthan. Por si sirve de algo les diré que lamento que los no combatientes como usted o como los conductores de los vehículos se vean involucrados en esto, pero ustedes son servidores del Emperador y a veces su deber es tan perentorio como el nuestro. Tendrán que obedecer. Que el Emperador los proteja.

Unos cuantos oficiales y todos los ayatani repitieron la invocación.

—Señor, no puede desobedecer las órdenes así, sin más. —En la voz del teniente Pauk se advertía la alarma. Kleopas se apresuró a asentir ante las palabras de su oficial subalterno—. Todos nos enfrentaremos a la disciplina más estricta. Las órdenes del general Lugo fueron simples y precisas. ¡No podemos desobedecerlas!

—¿Ha visto usted lo que viene por el desfiladero detrás de nosotros, Pauk? —Todos se volvieron. El capitán LeGuin estaba de pie al fondo de la estancia, apoyado contra la pared—. Aunque sólo sea por necesidad, yo diría que el coronel-comisario ha tomado una decisión sensata. Ahora no podríamos volver a Doctrinópolis aunque quisiéramos.

—Gracias, capitán. —Gaunt acompañó sus palabras con una inclinación de cabeza.

—¡Al diablo con sus opiniones, LeGuin! —gritó el capitán Márchese, comandante del Conquistador P48J—. ¡Al menos podemos intentarlo! ¡Eso es lo que el general y el Señor de la Guerra esperan de nosotros! Si nos quedamos aquí y luchamos, podríamos resistir hasta la semana que viene más o menos, pero una vez que llegue la flota, estaremos muertos de todos modos.

Varios oficiales, Fantasmas entre ellos, aplaudieron las palabras de Márchese.

—¡Seguimos las órdenes! ¡Cogemos las reliquias y salimos ahora! ¡Probemos suerte y luchemos contra los infardi! ¡Si perdemos, perdemos! ¡Mejor morir así, con gloria, que esperar a una muerte segura!

Los apoyos eran más numerosos.

—Capitán Márchese, debería haber sido comisario. Sabe hacer una arenga —sonrió Gaunt—, pero yo soy el comisario y soy quien está al mando. Nos quedaremos, tal como he ordenado. Nos quedamos y luchamos.

—¡Por favor, reconsidérelo, Gaunt! —gritó Kleopas.

—Pero vamos a morir, señor —dijo el sargento Meryn.

—Y de mala manera —gruñó Feygor.

—¿No nos merecemos una oportunidad, señor? —preguntó el sargento Soric enderezando su imponente humanidad, la gorra apretada en la mano.

—Todas las oportunidades del cosmos, Soric —dijo Gaunt—. Ya he considerado cuidadosamente todas las opciones y esto es lo adecuado.

—¡Está loco! —gimió Elthan. Se volvió y miró implorante a Hark—. ¡Comisario! ¡Por el Emperador! ¡Haga algo!

Hark dio un paso adelante. Todos guardaron silencio.

—Gaunt. Sé que siempre me ha considerado su enemigo. Yo sé por qué, pero el Dios-Emperador sabe que no lo soy. Siento admiración por usted desde hace años, he estudiado la forma en que tomó decisiones de mando de las que no hubieran sido capaces hombres de menor valía. Nunca le ha preocupado cuestionar las exigencias de los altos mandos.

Hark paseó la mirada por la concurrencia silenciosa y a continuación sus ojos se fijaron otra vez en Gaunt.

—Yo le conseguí esta misión, Gaunt. Llevo un año trabajando con el estado mayor del general y sé qué clase de hombre es. Quiere que usted cargue con la culpa por lo de Doctrinópolis para tapar su propia falta de aptitud para el mando.

»Después del desastre de la Ciudadela lo habría relevado a usted del mando, pero yo sabía que usted merecía mucho más y sugerí una misión final, esta guardia de honor. Pensé que le daría la oportunidad de redimirse, o al menos de acabar su carrera con una nota de respetabilidad. Incluso pensé que podría darle a Lugo tiempo para reconsiderar y cambiar de idea. Un rescate de las reliquias del Santuario en las mismas narices de unas fuerzas enemigas muy superiores en número podría transformarse incluso en una famosa victoria con una interpretación adecuada. Lugo podría acabar como un héroe y usted, en consecuencia, podría recuperar el mando.

Hark suspiró y estiró la pechera de su chaleco.

—Ahora usted incumple las órdenes y ya no hay vuelta atrás. Se va a colocar usted donde Lugo quiere que esté. Se va a transformar en el chivo expiatorio que necesita. Además, como oficial de su comisariado personal, no puedo permitirlo. No puedo permitir que siga usted al mando. Lo siento, Gaunt. He estado todo el tiempo de su parte, pero usted me obliga. Asumo el control de la guardia de honor tal como estoy autorizado a hacerlo por la orden general 145.f. La misión continuará de acuerdo con nuestras órdenes. Me gustaría que pudiera ser de otra manera, Gaunt. Mayor Rawne, recoja las armas del coronel-comisario Gaunt.

Rawne se puso de pie lentamente. Atravesó la estancia hasta donde estaba Gaunt y entonces se puso a su lado, enfrentándose a Hark.

—No creo que eso vaya a suceder, Hark —declaró.

—Eso es insubordinación, mayor —dijo Hark entre dientes—. Siga mis instrucciones y recoja ahora mismo las armas de Gaunt o presentaré cargos contra usted.

—¿Acaso no he sido claro? —dijo Rawne—. Al diablo con usted.

Hark cerró los ojos, hizo una pausa, volvió a abrirlos y sacó su pistola de plasma, la levantó lentamente y apuntó a Rawne con ella.

—Última oportunidad, mayor.

—¿Para quién, Hark? Eche una mirada a su alrededor.

Hark miró en derredor. Una docena de armas lo estaban apuntando, sostenidas por oficiales de los Fantasmas y unos cuantos Pardus, entre ellos LeGuin y Kleopas.

Hark enfundó el arma.

—Veo que no me dejan otra opción. Si sobrevivimos, este incidente llegará a conocimiento del comisariado de la cruzada.

—Si sobrevivimos, estaré ansioso de que eso suceda —dijo Gaunt—. Ahora, preparémonos.

* * *

En medio de la ventisca nocturna, en la señal 00.02, a la entrada del desfiladero, el soldado explorador Bonin y los soldados Larkin y Lillo estaban atrincherados en un búnker de hielo. Tenían un calefactor químico en la base de la excavación, pero el frío seguía siendo feroz. Bonin vigilaba la unidad auspex portátil mientras Larkin escudriñaba la ventosa oscuridad con la mira telescópica nocturna de su láser largo. Lillo se frotaba las manos mientras esperaba junto a la ametralladora pesada montada sobre un trípode.

—Movimiento —dijo Larkin en voz baja.

—Nada en la pantalla —replicó Bonin comprobando la placa de cristal relumbrante del auspex.

—Mira por ti mismo —dijo Larkin haciéndose a un lado para que Bonin pudiera ver por la mira de su arma de francotirador.

—¿Dónde?

—Un poco a la izquierda.

—Diablos —murmuró Bonin. Resaltados en color verde fantasmagórico podían verse borrones de luz que avanzaban hacia ellos por el camino cortado a pico. La luz deslumbrante de los faros se reflejaba en la nieve que caía.

—Los hay a montones —dijo Bonin retrocediendo.

—Y no has visto ni la mitad —musitó Lillo mirando la pantalla del auspex. Unas señales amarillo brillante se arracimaban en torno a las líneas de contorno del mapa holográfico. El contador táctico había identificado por lo menos trescientos contactos, pero el número aumentaba mientras observaban.

—Usad el transmisor —dijo Larkin—. Decidle a Gaunt que el infierno en pleno está subiendo por el desfiladero.