Estaban en mitad del puerto cuando el enemigo empezó a disparar sobre ellos desde atrás.

Eran las diez de la mañana del séptimo día, y la guardia de honor había visto retrasada su puesta en marcha. Había nevado durante toda la noche dejando un manto de por lo menos cuarenta centímetros de nieve que llegaba hasta un metro en los lugares más expuestos. Antes del amanecer, con los Fantasmas y Pardus tiritando en sus tiendas, dejó de nevar, el cielo se despejó y la temperatura bajó de golpe. A nueve grados bajo cero, la humedad recubría las rocas y el metal con la primera helada y luego formaba pesadas placas de hielo.

El sol salió en todo su esplendor, pero no alivió en nada los rigores del tiempo. Habían tardado más de una hora en poner en marcha algunos de los camiones y de los viejos Chimera. Los hombres estaban lentos y abatidos, no hacían más que quejarse, y de mala gana subieron sus petates a los transportes y se dispusieron a sentarse en los helados bancos de metal.

Se había distribuido una mezcla caliente de avena y agua, y Feygor preparó un brebaje de cafeína amarga para los oficiales. Gaunt puso una medida de amasec en cada taza antes de distribuirlas, y nadie protestó, ni siquiera Hark.

En el equipo estándar se incluían equipo y guantes térmicos. El Munitorium no había subestimado el frío ni la altitud, pero la mayor bendición para todos los Fantasmas era su característica capa de camuflaje que ahora les servía como un poncho contra el frío. A pesar de llevar la cremallera de sus chaquetas forradas de piel cerrada hasta el cuello y sus abrigos de cuero, los Pardus miraban con envidia a los Fantasmas.

Habían levantado el campamento a las 8:40 y la columna había emprendido la marcha por el puerto cubierto de nieve. De vez en cuando los azotaba una ráfaga de viento. El paisaje era blanco y carente de relieve, y la nieve reflejaba la luz del sol con tal fiereza que las gafas de sol aparecieron incluso antes de que se hubiera dado la orden.

En el auspex no había ni rastro de los contactos de la noche anterior. El convoy avanzaba a menos de diez kilómetros por hora, sacudiéndose y patinando mientras buscaba a tientas un camino que ya era imposible identificar.

Los primeros impactos levantaron columnas de nieve. Cerca de la cabecera del convoy, Gaunt oyó las características explosiones sordas y ordenó dar la vuelta a su vehículo.

Seguían sin tener contacto visual con el enemigo que los perseguía y en el auspex no aparecía nada, aunque Rawne y Kleopas coincidían en que el frío extremo retardaba el funcionamiento de los sistemas sensores. También era posible que el manto de nieve hiciera rebotar las señales de una manera desordenada, engañando y disfrazando las indicaciones del auspex.

El Salamandra de Gaunt atravesó entre sacudidas el terreno nevado levantando a su paso una estela de cristales de hielo. Se acercó a la retaguardia del convoy a tiempo para ver una salva de poderosas cargas explosivas que caían sobre la columna. Uno de los pesados Troyano fue alcanzado y explotó, sembrando la blanca extensión de metralla y chatarra en llamas.

—¡Uno, a cuatro!

—Aquí cuatro, uno, adelante.

—Mkoll, mantenga la velocidad y haga avanzar a la columna lo más rápido que pueda.

Mkoll iba en un Salamandra en cabeza del convoy.

—Cuatro a uno. Recibido.

Gaunt intercambió mensajes con los Pardus y cuatro tanques salieron de la fila para acudir a darle apoyo: el Corazón Destructivo, el León de Pardua, el Reza tus Oraciones y el Executor Conflicto.

—¡Alto! —ordenó Gaunt a su conductor. El calor de su aliento formaba nubes de vapor en el aire gélido. Cuando el tanque ligero consiguió parar, Gaunt se volvió hacia el ayatani Zweil que iba en su vehículo junto con el comisario Hark y Bonin, el explorador Tanith.

—Éste no es lugar para usted, padre. Bonin, hágalo bajar y escóltelo hasta los camiones de atrás.

—No se preocupe, coronel-comisario Gaunt, prefiero enfrentarme aquí a mi suerte —dijo el anciano, sonriendo.

—Yo…

—Sinceramente, es lo que prefiero.

—Bien, de acuerdo.

Seguían enterrándose los obuses en el manto de nieve. Un Chimera que transportaba munición y avanzaba lentamente hacia la retaguardia resultó alcanzado por un disparo de refilón, pero seguía su camino.

—Contacto por auspex —informó Hark desde el nivel inferior del habitáculo.

—¿Tamaño? ¿Número?

—Nueve marcas, acercándose rápidamente.

—¡Avance! —ordenó Gaunt al conductor.

El Salamandra de mando arrancó, arrastrándose sobre la nieve virgen. Los tres Conquistador y el viejo tanque de plasma se apartaron del convoy y giraron para seguirlos.

Avistaron al enemigo a la entrada del puerto. Cuatro SteG 4s de avance rápido, tanques ligeros de seis ruedas, desplegados en abanico delante de tres AT70s, y un par de Usurpador.

Las explosiones hacían hoyos en la nieve en todo su alrededor.

—¡El lanzamisiles! —gritó Gaunt a Bonin. Desde Bhavnager llevaba siempre un «maldición andante» en su vehículo. El explorador trajo el arma y la cargó.

—Acérquenos más —ordenó Gaunt al conductor.

Un AT70 logró impactar en el Reza tus Oraciones, pero el disparo fue detenido por el blindaje pesado del Conquistador.

El Corazón Destructivo y el León de Pardua dispararon casi al unísono. El disparo del Corazón fue demasiado largo, pero el del León dio de lleno en un SteG y lo hizo volar por los aires.

Acortando distancias, Gaunt levantó y apuntó el lanzacohetes contra el SteG más próximo que se acercaba a su vehículo en movimiento disparando el arma de su torreta.

—¡Disparar!

Gaunt disparó, pero el misil salió desviado.

—¡Diablos! ¡Es usted peor que Bragg disparando! —comentó Bonin.

Zweil rompió a reír estrepitosamente.

—¡Cargar! —ordenó Gaunt.

—¡Cargado! —gritó Bonin encajando el misil armado en la recámara.

De repente el cielo, la ladera de la montaña y el suelo cambiaron de lugar. Gaunt se encontró dando tumbos en la nieve, azotado por el viento.

Un disparo del SteG había alcanzado al Salamandra en un costado dándole una violenta sacudida. El vehículo había conseguido enderezarse, pero no antes de que Gaunt hubiese salido despedido. El Salamandra herido, resoplando, se paró por fin como un pato sentado.

El SteG se acercaba a toda velocidad, girando su pequeña torreta para apuntar al escorado Salamandra.

Escupiendo nieve, Gaunt se puso de pie, aturdido. Miró a su alrededor. El extremo posterior del lanzamisiles sobresalía de la nieve a diez metros de él. Gaunt corrió y tiró de él. Después lo sacudió fuertemente para quitar la nieve que se le había metido por el cañón y por los orificios de ventilación.

Entonces se lo colocó al hombro y apuntó, confiando en que la caída no hubiese mellado el cañón o desalineado el cohete. De ser así, el «maldición andante» le explotaría en las manos.

El SteG se acercaba a toda máquina al Salamandra para rematarlo. Gaunt podía ver a Hark de pie en el habitáculo disparando desesperadamente su pistola de plasma contra el vehículo atacante.

Gaunt se preparó y colocó la cruz filar sobre el SteG.

El tanque enemigo explotó, levantando una columna enorme de nieve y chatarra.

Gaunt no había disparado.

El Corazón Destructivo pasó por su lado rugiendo, levantando una lluvia de nieve y lanzando una nube de humo por la abertura de su morro.

—¿Está bien, señor? —preguntó Kleopas por el intercomunicador.

—¡Bien! —fue la escueta respuesta de Gaunt mientras corría hacia el Salamandra. Hark lo izó a bordo.

—¿Todavía estamos vivos? —le preguntó Gaunt.

—Su explorador está ahí abajo —dijo Hark. Bonin estaba tendido en el habitáculo, conmocionado por el impacto.

Zweil sonrió a través de su barba y levantó las manos marchitas.

—¡En cuanto a mí, estoy de rechupete! —declaró.

—¿Podría encargarse de Bonin? —preguntó Gaunt. El ayatani saltó donde estaba Bonin y lo puso en una posición segura.

—¡Vámonos! —gritó Gaunt.

—¿S… señor? —El conductor se volvió a mirarlo desde la cabina, aterrorizado. Hark giró en redondo y apuntó al Pardus con su pistola de plasma.

—En nombre del Emperador ¡conduzca! —gritó.

El Salamandra salió rugiendo por la nieve. Gaunt miró hacia afuera y se hizo cargo de la situación.

El Corazón Destructivo y el León de Pardua habían dejado fuera de combate a los dos SteGs, y el Conflicto había volado un Guadaña. El Reza tus Oraciones había recibido dos impactos de obús del Usurpador y estaba parado. Parecía intacto, pero un pesado humo negro salía de las lumbreras de los motores.

Mientras el Salamandra de Gaunt giraba en redondo, el Conflicto disparó sobre el Usurpador más próximo e hizo explotar sus reservas de munición. La metralla se esparció por una extensión de varios cientos de metros.

Gaunt se preparó y disparó contra el AT70 más próximo. El misil hizo impacto en su guardaoruga. El tanque de combate retrocedió en el hielo e hizo girar su torreta a toda máquina para apuntar al Salamandra. Un proyectil pesado se incrustó en la nieve justo detrás de ellos.

—¡Carguen! —ordenó Gaunt.

—¡Cargado! —respondió Hark, y Gaunt sintió el chasquido del misil al encajar en su sitio.

Apuntó al carro de combate infardi y disparó.

Dejando un rastro de humo, el misil salió volando por encima de la nieve y alcanzó al tanque en la base de su torreta. Las explosiones internas hicieron volar las escotillas y a continuación estalló el cañón delantero.

Zweil lanzó un alarido de alegría.

—¡Carguen! —dijo Gaunt.

—¡Cargado! —dijo Hark.

Pero la batalla había acabado. El León de Pardua y el Corazón Destructivo apuntaron y dispararon casi al mismo tiempo contra el Usurpador que quedaba, y el Reza tus Oraciones, que había vuelto repentinamente a la vida, alcanzó y luego destruyó al último de los Guadaña AT70. Los carros destruidos, lanzando columnas de humo negro, mancillaban la perfecta blancura del desfiladero.

El Conquistador de Kleopas hizo un giro cerrado levantando un torbellino de nieve y se puso al lado del Salamandra de Gaunt.

Kleopas se asomó por la escotilla superior sosteniendo su gorra de campaña en las manos y tirando de ella. Sacó algo y se lo lanzó a Gaunt que lo cogió al vuelo limpiamente. Era la insignia de plata de la gorra del regimiento Pardus.

—¡Llévela con orgullo, aniquilador de tanques! —dijo Kleopas riendo mientras su carro los dejaba atrás.

* * *

Por su mira telescópica, Kolea vio las fuerzas enemigas que avanzaban por los huertos de frutales hacia Bhavnager. Muchas máquinas, muchas tropas. A pesar de sus defensas y de sus minuciosos preparativos, iban a quedar ampliamente superados. Se les venía encima toda una horda, una maldita horda con una cantidad equiparable de blindados.

—Nueve a todas las unidades, esperen mis órdenes. Esperen.

La legión infardi avanzó y se dispersó. Casi los tenían encima. Gol Kolea se mantenía firme. Al menos venderían caras sus vidas.

—Quietos, quietos…

Sin alterar la marcha, el enemigo pasó de largo.

Pasaron de largo por Bhavnager y se internaron en las selvas pluviales. En menos de media hora, habían desaparecido.

—¿Y esa cara de preocupación? —preguntó Curth—. Nos han dejado tranquilos.

—Van a por Gaunt —dijo Kolea.

Ella sabía que tenía razón.

* * *

Todo era otra vez como en el maldito cruce de Nusera. Al frente, tenían el camino bloqueado. Por su catalejo, Corbec podía ver una larga fila de carros blindados y unidades de transporte pintados de verde que avanzaban hacia el norte por el desfiladero ancho y árido que quedaba por debajo de ellos. Era toda una legión.

Se apartó del borde del precipicio y se puso de pie. Por un momento la cabeza le dio vueltas. Iba a tener que pasar algún tiempo antes de que se acostumbraran a este aire frío y constante.

Corbec bajó haciendo crujir el pedregal hasta llegar al sooka donde lo esperaba el Carro de los Heridos. Sus hombres, con las caras enrojecidas y arrebujados en sus chaquetas y abrigos, lo miraron expectantes.

—Podemos olvidarnos —dijo Corbec—. Hay un montón de máquinas y tropas enemigas dirigiéndose hacia el norte por el desfiladero.

—¿Entonces qué? —gimió Greer.

Habían hecho un buen tiempo en su ascenso por los sooka atravesando los altos pastizales del pie de las colinas. El viejo Chimera daba la impresión de responder mejor en este clima más fresco. Aproximadamente una hora antes habían superado las lindes del bosque y ahora la vegetación se estaba volviendo más escasa y rala. El paisaje se había transformado en un desierto inhóspito, sembrado de rocas de basalto rosado y halita de color naranja pálido, que formaba verticales de perfil dentado, y gargantas profundas que obligaban a la antigua cañada a plegarse y replegarse sobre sí misma una y otra vez. El viento gemía y los azotaba. Más allá, los imponentes picos de las Colinas Sagradas estaban oscuros y emborronados por lo que Sanian dijo que eran tormentas de nieve en altitudes superiores.

Se agruparon en torno a las placas cartográficas discutiendo las posibilidades. Corbec percibía la frustración que se adueñaba de su equipo, especialmente de Daur y Dorden quienes, al parecer, eran los únicos que sentían en sus corazones la auténtica urgencia de la misión.

—¿Y éstos de aquí? —dijo Daur señalando en la pantalla de la placa con los dedos entumecidos—. ¿Qué son? Van hacia el este a unos seis kilómetros por encima de nosotros.

Estudiaron la configuración radial de las ramificaciones del sooka que se extendían como una red de vasos capilares.

—Puede ser —dijo Milo.

Sanian sacudió la cabeza.

—Este mapa no está actualizado. Esos sooka son antiguos y llevan años bloqueados. Los pastores prefieren los pastos del oeste.

—¿Y no podríamos abrirnos camino?

—No lo creo. Esta parte de aquí se ha desmoronado totalmente y se ha precipitado hacia la garganta.

—¡Maldita sea! —musitó Daur entre dientes.

—Puede que haya un camino, pero no para nuestra máquina.

—Lo mismo dijiste de los sooka.

—Pero esta vez es cierto. Aquí. La Escalera del Cielo.

* * *

Cinco mil metros más arriba y sesenta kilómetros al noroeste, la columna de la guardia de honor ascendía por los altos desfiladeros irregulares a través de la espesa nieve. Ya era bien entrada la noche del séptimo día, pero seguían avanzando en una marcha desesperada, penetrando la oscuridad con los faros de los vehículos. La ventisca se arremolinaba ante los haces de luz.

Según la última lectura fiable del auspex, una fuerza enemiga de proporciones gigantescas venía pisándoles los talones.

El camino que seguían, conocido como el Paso de los Peregrinos, se estaba volviendo traicionero en extremo. La propia pista, que tenía una pendiente de uno a seis, no superaba los veinte metros de ancho. A la izquierda tenían la ladera de la montaña, y a la derecha, invisible en medio de la oscuridad y de la nieve, había un precipicio casi vertical hasta el fondo del desfiladero a unos seiscientos metros de profundidad.

Ya resultaba bastante difícil encontrar el camino de día, cuánto más de noche. Todos estaban tensos, temiendo que un giro indebido hiciera caer el vehículo al vacío. Y eso por no hablar de las posibilidades de un alud o de perder pie en la nieve. Cada vez que las ruedas de los transportes patinaban, los Fantasmas se ponían rígidos esperando lo peor: un largo e inexorable viaje hacia el olvido.

—¡Tenemos que parar, coronel-comisario! —urgió Kleopas por el intercomunicador.

—Ya, pero ¿qué sucede si sigue así toda la noche? Al amanecer podríamos estar tan enterrados en la nieve que no podríamos movemos.

Una hora o dos más, pensaba Gaunt. Podían arriesgarse a eso. Ya estaban a poca distancia del Santuario, aunque la duración del viaje estaba más determinada por las condiciones.

—A Sabbat le encanta poner a prueba a los peregrinos en el camino —dijo Zweil con una risita acurrucado en un saco de dormir en la parte trasera del habitáculo del Salamandra.

—No me cabe la menor duda —dijo Gaunt—. Que Feth se apodere de sus Profundidades Sagradas.

Eso provocó tal ataque de risa en el anciano sacerdote que empezó a toser.

La nevada pareció arreciar aún más.

De repente empezaron a sonar en la radio una serie de ráfagas ininteligibles. Las luces traseras de los vehículos que iban delante se encendieron y se balancearon.

—¡Alto! —ordenó Gaunt y saltó del vehículo. Avanzó con dificultad contra el viento y la nieve. Sus botas se hundían entre treinta y cuarenta centímetros en el suelo.

El camino giraba de repente en torno a un espolón a casi cuarenta y cinco grados, advertido en el último momento por el vacilante auspex y por la mirada esforzada del conductor. Cerca como estaba, Gaunt casi no podía verlo. Uno de los dos Salamandra de exploración que iban a la cabeza de la columna estaba suspendido al borde del precipicio con toda una sección de su oruga colgando en el vacío. Gaunt acudió rápidamente cruzando los haces de luz de los vehículos que venían detrás, seguido por otros Fantasmas y por los tripulantes del vehículo. Los cuatro ocupantes del tanque ligero afectado: el conductor Pardus, el oficial de radio Raglon y los exploradores Mklane y Baen, estaban de pie en el habitáculo de la vacilante máquina, paralizados, sin atreverse a hacer el menor movimiento.

—¡No se mueva! ¡No se mueva, señor! —le dijo Raglon a Gaunt que se aproximaba. Todos podían oír el ruido de las rocas y del hielo que se quebraba bajo el peso del vehículo de exploración.

—¡Echadle un cable! ¡Vamos! —gritó Gaunt. Un conductor Pardus avanzó con un gancho de remolque desenrollando el cable de malla de plastiacero. Gaunt cogió el gancho y con mucho cuidado alargó el brazo y lo colocó en uno de los enganches del Salamandra.

—¡Tensión! ¡Tensión! —gritó, y el tambor eléctrico del vehículo de atrás empezó a rotar eliminando la holgura hasta tensar el cable. El Salamandra basculó un poco hacia el camino.

—¡Salgan! ¡Ahora! —ordenó Gaunt, y la tripulación de Raglon saltó sobre la pista nevada dejándose caer de rodillas y respirando con alivio.

Entonces los hombres que los rodeaban empezaron la tarea de izar la máquina vacía para volverla al camino.

Gaunt ayudó a Mklane a levantarse.

—Ya nos dábamos por muertos, señor. La carretera se acababa ante nosotros.

—¿Dónde está el explorador número uno? —preguntó Gaunt.

Todos se quedaron de piedra y escudriñaron la oscuridad. Habían estado tan ocupados en salvar este vehículo que nadie se había dado cuenta de que el otro había desaparecido.

Había forzado el paso, pensó Gaunt, y la tripulación del vehículo había pagado un alto precio.

—Gaunt al convoy. Nos detenemos. No seguimos adelante esta noche.

—Puede que sí lo hagamos. —El ayatani Zweil apareció de repente a su lado. Señaló hacia la oscuridad y a través de la ventisca. Ahí había una luz. Potente, amarilla, brillante, que resplandecía en la noche por encima de ellos.

»¡El Santuario! —dijo Zweil.