Fantasmas. Fantasmas cubiertos de nieve. Gigantes imponentes, de una altura inverosímil, que emergían de la niebla seca y distante.
Dos días completos le había costado a la columna de la guardia de honor abrirse camino por la densa, oscura y fragante selva. Se encontraran con dieciséis emboscadas azarosas, sin consecuencias, a lo largo del camino. Las fuerzas de Gaunt habían tenido escaramuzas con asaltantes invisibles que dejaban sólo unos cuantos muertos tras de sí. En el avance, Gaunt perdió otros dieciocho hombres, un Salamandra de exploración y un Chimera. Pero ahora, al amanecer del sexto día de su salida de Doctrinópolis, la guardia de honor iniciaba el esforzado ascenso desde la bruma húmeda de la selva hacia el pie de las Colinas Sagradas. En torno a ellos, y dominándolos desde las alturas, se cernía la cadena montañosa como una fila de monstruos silenciosos. Ya habían superado los tres mil metros por encima del nivel del mar, y algunas de las montañas circundantes tenían más de diez mil metros.
El aire era fresco y seco, y el camino atravesaba altos valles cuyo suelo estaba reseco y amarillo. La vegetación era escasa. Sólo crecían tojos retorcidos por el viento, liqúenes pegados a las piedras y una hierba parecida al quelpo y que formaba una especie de cintas.
El día estaba muy claro. La visibilidad alcanzaba hasta los cincuenta kilómetros. El cielo resplandecía, azul, y el contorno de las montañas se destacaba serrado y blanco por encima de la bruma de la selva.
Seis mil años antes, una niña llamada Sabbat, hija de un pastor de las alturas, había vivido en estas tierras inhóspitas pero de una belleza sorprendente. El espíritu del Emperador se había apoderado de ella llevándola a abandonar sus rebaños y a iniciar su camino a través de los sucios pantanos selváticos en un viaje que la llevaría, rodeada de fuego, acero y ceramita, hasta estrellas distantes y fabulosas victorias.
Ciento cinco años más tarde, había regresado llevada en un palanquín por ocho Marines Espaciales del capítulo Cicatrices Blancas del Adeptus Astartes.
Una Santa, desde el momento mismo de su martirio. Una Santa imperial llevada con todos los honores hasta el lugar de su nacimiento por los mejores guerreros del Emperador.
La galaxia local que en estas primeras horas de la noche parpadeaba encima de las montañas llevaba su nombre. El planeta fue declarado santo en memoria suya.
Santa Sabbat. La pastorcilla que había bajado de las montañas de Sabbat para guiar al rebaño del Imperio en una de sus más contundentes y rápidas cruzadas. Cien sistemas habitados a lo largo del Segmentum Pacificus: los Mundos de Sabbat. Una civilización multiplanetaria.
Gaunt se puso de pie en el habitáculo de su oscilante Salamandra para echar una mirada al panorama despejado, claro, alto, y sentir la frescura del viento en la cara. Había que evaporar el sudor de los dos días en la selva.
Gaunt recordó a Slaydo recitándole la historia de la Santa en aquellos primeros días de gestación de su cruzada. Fue poco después de Khulen. Todos hablaban con entusiasmo de la nueva cruzada. Los Altos Señores de Terra iban a elegir a Slaydo como Señor de la Guerra por lo de Khulen. A él le correspondería ese gran honor.
Gaunt recordaba que lo habían llamado a la oficina del gran señor comandante militar. Entonces él era un comisario.
La oficina, a bordo de la nave ciudadela Borealis, era una biblioteca circular de madera de nueve niveles, con cincuenta y dos millones de obras catalogadas. Gaunt fue uno de los dos mil cuarenta oficiales que asistieron a la reunión inicial.
Slaydo, un hombre encorvado pero poderoso de más de ciento cuarenta años, se dirigió cojeando al facistol central de la oficina vestido con su armadura color amarillo relumbrante.
—Hijos míos —la perfecta acústica del estudio hacía innecesario un amplificador de voz—, parece ser que los Altos Señores de Terra aprueban el trabajo que hemos hecho juntos.
Un monumental grito de entusiasmo llenó toda la estancia. Slaydo esperó a que se calmaran.
—¡Se nos ha asignado nuestra propia cruzada, hijos mios, los Mundos de Sabbat!
La respuesta fue ensordecedora. Gaunt recordaba haber gritado hasta quedarse ronco. Ningún sonido que hubiera oído después, ni el ruido que producían las fuerzas del Caos, ni el trueno de los titanes, podía compararse con aquellos vítores.
—Hijos míos, hijos míos. —Slaydo había levantado su mano protésica pidiendo silencio—. Permitidme que os hable de los Mundos de Sabbat, y antes que nada, permitidme que os hable de la propia Santa…
Slaydo había hablado con fe apasionada de Santa Sabbat, la beata, como él la llamaba. Le había parecido a Gaunt, incluso entonces, que Slaydo la honraba de una manera especial. Él era un hombre piadoso, que hacía suyos todos los valores imperiales, pero Sabbat era para él algo muy especial.
—La beata fue una guerrera —le había explicado Slaydo a Gaunt meses después, la víspera de la liberación de Formal Prime—. Encarna el credo imperial y el espíritu humano mejor que cualquier otra figura de nuestra historia. Cuando niño, me inspiraba. Esta cruzada es para mí una cuestión personal, una misión más grande que cualquiera de las que he llevado a cabo para el Trono Dorado. Retribuir su inspiración, recorrer su camino y volver a liberar los mundos que ella rescató de la oscuridad. Me siento como… como un peregrino, Ibram.
Jamás había olvidado aquellas palabras.
La meseta ancha y desnuda les permitía recuperar el tiempo perdido, pero también hacía que se sintieran vulnerables. En las tierras bajas, en las carreteras y pistas, la pesada columna de máquinas blindadas y transportes tenía un aspecto imponente y enorme que dominaba el entorno, pero aquí, en esta altiplanicie majestuosa, parecía solitaria y pequeña, expuesta en medio de una llanura totalmente desprovista de árboles, empequeñecida por el paisaje.
Lesp ya había notificado los primeros casos de enfermedad de altura. No era cuestión de parar o de aminorar la marcha para dar lugar a la aclimatación. La cirujana Curth, siempre tan pragmática, había incluido cantidades convenientes de acetazolamida entre los medicamentos transportados en el camión de suministros médicos. Este diurético ligero estimulaba la absorción de oxígeno, y Lesp empezó a prescribirla a los hombres más afectados por la levedad de la atmósfera.
Escaseaban los puntos de referencia en la meseta, y su aparición ejercía una fascinación casi hipnótica sobre las tropas. No apartaban la vista durante todo el tiempo que las formas entrevistas a la distancia se iban definiendo lentamente al acercarse a ellas. Por lo general no eran más que grandes pedruscos, rocas erráticas dejadas por glaciares desaparecidos hacía tiempo. En ocasiones eran tumbas palafíticas aisladas. Muchos de los Fantasmas se quedaban durante horas con la vista fija en estos objetos solitarios hasta que se perdían de vista en la distancia por detrás de ellos.
A media tarde del quinto día de viaje, la temperatura volvió a experimentar un notable descenso. El aire seguía teniendo una tonalidad azul clara y el sol seguía brillando, tanto que varios Fantasmas se habían quemado sin darse cuenta, pero ahora un viento cortante soplaba sobre la llanura, y las grandes formas de las montañas ya no tenían un brillo blanco traslúcido. Se veían uno o dos tonos más oscuras y apagadas, con un color más grisáceo y como envueltas en una tenue niebla.
—Nieve —anunció el ayatani Zweil que viajaba con Gaunt. Se puso de pie en la parte trasera del Salamandra, balanceándose con el movimiento, y olfateó el aire.
—Nieve, decididamente.
—El aire está despejado —dijo Gaunt.
—Pero las montañas no. Tienen la faz oscura. Tendremos nieve antes de que acabe el día.
Lo cierto es que hacía frío. Gaunt se había puesto su chubasquero y sus guantes.
—¿Va a ser una nevada intensa? ¿Lo sabe?
—Puede durar algunas horas. Puede que cuaje y nos mate a todos. Las montañas son caprichosas, coronel-comisario.
—Ella las llama Profundidades Sagradas —dijo Gaunt con aire distraído, se refería a la Santa.
—Así es. En varios pasajes de su evangelio. Había nacido por aquí y luego descendió al mundo. Es típico de ella considerarlas desde la altura. En su mente, las Colinas Sagradas dominan todo lo demás. Incluso el espacio y los demás planetas.
—Siempre pensé que seria también una metáfora. La gran altura desde la cual el Emperador nos mira a todos, sus indignos servidores que evolucionamos en las profundidades.
Zweil sonrió y jugueteó con su barba.
—Qué cosmos profundamente desolado e inhóspito éste que usted habita, coronel-comisario. No es de extrañar que luche tanto.
—De modo que… no es una metáfora.
—¡Oh, seguro que sí! Estoy seguro de que esa imagen dura es precisamente su significado. Recuerde, Santa Sabbat se parecía mucho más a usted que a mí.
—Lo tomo como un cumplido.
Zweil abarcó con un gesto los picos que formaban un circulo a su alrededor.
—En realidad, estar en la cumbre de una gran montaña sólo significa una cosa.
—¿Y es?
—Significa que la caída es muy larga.
Cuando la luz empezó a difuminarse, acamparon a la entrada del siguiente puerto de subida. Según las estimaciones de Mkoll, el Santuario estaba todavía a dos dias de distancia. Montaron tiendas y una fuerte valla rodeando el recinto. Se encendieron unidades de calefacción y fuegos químicos. A nadie se le había ocurrido traer leña del pie de las montañas y por aquí no había dónde conseguirla.
La nieve llegó justo antes de que se hiciera de noche. Llegaba en ráfagas silenciosas desde el norte. Unos minutos antes de que empezara, un soldado de guardia vio lo que él tomó como contactos en el auspex de banda ancha. Pero para cuando hubo reunido a Kleopas y Gaunt, la nieve se había hecho más espesa y el sensor ya no mostraba nada.
Sin embargo, durante el breve tiempo que había durado, habían parecido contactos. Una masa de vehículos avanzando hacia el norte por la planicie detrás de ellos, a veinte kilómetros de distancia.
—¡Atrás! ¡Atrás ahora! —gritaba Milo haciendo todo lo posible para que no lo alcanzara el barro líquido que levantaban las orugas del Chimera. Zumbando y resoplando, las turbinas del transporte volvieron a funcionar y el vehículo empezó a resbalar de un lado para otro en la profunda rodera.
—¡Páralo! ¡Páralo antes de que se recaliente! —gritaba Dorden exasperado. El motor emitió un quejido y se paró. El silencio volvió a reinar en el sooka. Los pájaros gorjeaban entre los macizos de tojos y los nudosos vipirios.
Greer saltó desde la escotilla trasera y rodeó el Carro de los Heridos para ver cuál era el problema. Un arroyo de corriente rápida que corría junto a este tramo de sooka había atravesado el camino y el peso del Chimera lo habia hundido, dejando la máquina inclinada en un ángulo imposible.
Ya llevaban dos días en el sooka desde que Corbec había decidido evitar a los infardi en Nusera, y ésta no era la primera vez que el transporte había quedado atascado en el camino, aunque sí era la primera en que no habían conseguido enderezarlo al primer intento.
Las cañadas llevaban hacia las fuentes del río sagrado y en su mayor parte eran escarpadas. La pista estrecha y a veces sinuosa los había llevado a una zona boscosa donde no había ninguna otra señal de vida humana. Valiéndose de los conocimientos de Sanian habían tomado una ruta que evitaba lo peor de los espolones y barrancos más bajos donde crecían las espesas y malsanas selvas pluviales. En lugar de eso, se habían mantenido en terreno más abierto donde el declive de la zona estaba cubierto por grupos de árboles o pequeños bosques de hoja caduca a través de los cuales se abría camino la senda. Nunca estaban muy lejos del agua; riachuelos de aguas agitadas y pequeños torrentes que a veces saltaban entre los riscos y caían en pequeños chorros plateados, o el propio río principal que se precipitaba por la pendiente y transformaba caídas repentinas en borboteantes cataratas.
Cada vez que salían de la cobertura de los árboles podían mirar hacia atrás y ver allá abajo la gran llanura verde y amarilla de la cuenca del río.
—A lo mejor podríamos encontrar un tronco y nivelarlo —sugirió Bragg.
Greer miró al corpulento Tanith, luego al Chimera y otra vez al Tanith.
—Ni siquiera tú —dijo.
—¿Funciona eso? —preguntó Corbec señalando el tambor del cable con servomando montado bajo el morro del Chimera.
—Por supuesto que no —dijo Greer.
—Tratemos de acumular cosas aqui, debajo de la oruga —dijo Corbec—. Después Greer puede intentarlo otra vez.
Juntaron rocas y troncos del camino y trozos de pizarra del lecho del rio, y Derin y Daur acuñaron con ellos la oruga.
Los hombres se apartaron y Greer volvió a revolucionar los motores. Las orugas se agarraron, se oyó un chasquido al fracturarse un tronco y a continuación la máquina dio un salto hacia adelante y se colocó en el camino. Hubo vítores casi entusiastas.
—¡Todos arriba! —gritó Corbec.
—¿Dónde está Vamberfeld? —preguntó Dorden. El verghastita había hablado poco desde el episodio de Mukret y se había vuelto más reservado.
—Estaba aquí hace un segundo —dijo Daur.
—Voy a buscarlo —se ofreció Milo.
—No, Brinny —dijo Bragg—, déjame a mí.
Mientras los demás se preparaban, Bragg se apartó del camino y se dirigió hacia las ciénagas. Los pájaros cantaban y gorjeaban en las copas de los altos árboles de tronco desnudo. El lugar estaba bañado por el sol y surcado por sombras estriadas.
—¿Vambs? ¿A dónde vas, Vambs? —Bragg se había tomado un interés personal por el bienestar de Vamberfeld desde el episodio de las piedras. El coronel le había pedido que tuviera vigilado al verghastita, pero para Bragg aquella orden era cosa del pasado. Era un hombre de corazón generoso y detestaba ver a otro Fantasma en estado tan lamentable.
—¡Vambs, están todos esperando!
Más allá de la ciénaga, la tierra se abría en un amplio prado de bancales sembrado de flores silvestres y montículos de piedra. En una esquina, contra la línea que formaban los árboles, Bragg vio las ruinas de una antigua choza, el refugio de un pastor. Hacia allí se dirigió llamando a Vamberfeld por su nombre.
Vamberfeld reparó en que había muchos quelones en el prado. No suficientes como para justificar un desplazamiento hasta el mercado, pero sí para iniciar un rebaño. Las hembras empujaban las hojas con el morro para formar montones donde depositar los huevos que pondrían antes de la siguiente luna nueva.
La muchacha estaba sentada con las piernas cruzadas junto a la choza y se puso de pie con aire receloso cuando vio que él se acercaba.
—Espera, espera por favor… —dijo Vamberfeld. Las palabras le sonaron cómicas. Todavía tenía la lengua hinchada por el mordisco que se había dado durante el ataque y sentía que su voz tenía un tono ridículo.
Ella se metió en la choza y él la siguió con cautela.
En la choza sólo había un antiguo jergón de hojas y unos cuantos palos. Por un momento pensó que la muchacha se habría escondido, pero no había dónde, ni tampoco tablones sueltos en la parte trasera por los que pudiera haber escapado. En el suelo había un par de cayados, y colgando de un gancho en la pared, la parte curva de otro. Era muy viejo y el extremo dentado por donde se había roto, estaba sucio y desgastado. Lo descolgó y lo pasó de una mano a otra.
—¿Vambs? ¿Vambs?
Tardó un minuto en darse cuenta de que alguien lo llamaba desde fuera. Volvió a salir al sol.
—Ah, estás aquí —dijo Bragg—. ¿Qué estabas haciendo?
—Sólo… estaba mirando —dijo—. Había una muchacha y ella… —Se calló al darse cuenta de que el prado estaba vacío. No había ni quelones ni nidos de hojas. La hierba del prado estaba crecida.
—¿Una muchacha?
—No, nada. No te preocupes.
—Vamos. Estamos listos para marchamos.
Volvieron al sooka, hasta donde estaba el Chimera. Vamberfeld se sentía extrañamente descolocado y confundido. La muchacha, el ganado. Estaba seguro de haberlos visto, pero…
Sólo cuando se hubieron puesto en marcha otra vez se dio cuenta de que todavía llevaba el cayado roto en la mano. De pronto se sintió dolorosamente culpable, pero ya era tarde para devolverlo.
* * *
A pesar de todos los esfuerzos de Curth, otro de los heridos había muerto. Kolea asintió con la cabeza cuando se lo comunicó e hizo una inscripción en el registro de la misión. La noche estaba cayendo sobre Bhavnager, la cuarta desde que la guardia de honor había seguido viaje. No se habían vuelto a poner en contacto con ellos desde entonces, pero Kolea confiaba en que a estas alturas ya se habrían adentrado en las Colinas Sagradas.
Acababa de volver de un recorrido de inspección del lugar. Habían conseguido proteger bien la ciudad. Los dos Hydras que Gaunt le había dejado cubrían la entrada de la carretera por la que los propios Fantasmas habían llegado. Los carros blindados esperaban en la plaza del mercado, listos para desplegarse si los necesitaban, a excepción del Destructor Bufón Letal, que vigilaba escondido en las ruinas del templo. Los extremos sur y norte de la ciudad estaban bien defendidos por filas de Fantasmas ocultos en estrechas trincheras y en puestos fortificados. Habían dividido la munición disponible a fin de que no hubiera ningún punto vulnerable, y los transportes Chimera, ahora vacíos, servían como apoyo para la tropa. Los Conquistador habían usado sus palas mecánicas para empujar piedras y escombros formando barricadas en las calles y terraplenes de protección, reduciendo así drásticamente los posibles puntos de acceso a la ciudad. Existía la posibilidad de que, si el enemigo atacaba, los superara en número, pero ellos tenían la estructura de la ciudad a su favor y habían aprovechado al máximo las posibilidades de sus armas.
—¿Cuándo fue la última vez que durmió? —le preguntó Kolea a la cirujana mientras le ofrecía una silla en la pequeña habitación de la planta baja del ayuntamiento donde había establecido su puesto de mando. Una radio de gran poder amplificador farfullaba cosas ininteligibles en un rincón, junto al aparador donde Kolea había desplegado sus mapas. La luz grisácea del anochecer se filtraba entre los sacos terreros apilados contra la ventana sin cristales.
—Ya no lo recuerdo —respondió la mujer mientras se sentaba y se sacaba las botas. Se masajeó un pie por encima del calcetín desgastado hasta que por fin se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
—Lo siento —dijo—. No es muy correcto.
—Por mí no se preocupe —dijo Kolea con una sonrisa.
Curth se recostó en su asiento y estiró las piernas, mirando desde lo alto sus dedos mientras los movía. Los calcetines estaban rotos en los dedos y en los talones.
—¡Demonios! ¡Vaya facha! ¡En una época yo era una persona respetable!
Kolea sirvió dos vasos generosos de sacra de una botella que le había dado Varl y le ofreció uno a Curth.
—En eso me lleva usted ventaja. Yo nunca fui respetable.
—¡Oh, vamos! —sonrió y aceptó el vaso—. Gracias. Usted era un trabajador de primera línea en nuestro planeta, un minero respetable, un hombre de familia…
—Bueno…
—¡Diablos! —dijo la mujer de repente en medio de un sorbo de licor. Su cara en forma de corazón se puso súbitamente seria—. Lo siento, Gol, lo siento realmente.
—¿Por qué?
—Eso de hombre de familia… Fue muy desconsiderado por mi parte…
—No se preocupe. Está bien. Ya ha pasado mucho tiempo. Sin embargo resulta interesante lo igualadora que es la guerra. De no ser por la guerra usted y yo nunca nos habríamos conocido. Nunca nos habríamos dirigido la palabra. Ni siquiera habríamos estado en los sectores de la ciudad donde vivíamos uno y otro. Y seguro que nunca nos habríamos sentado compartiendo un trago y mostrándonos los dedos sucios de los pies.
—¿Quiere decir que yo era una estirada? —preguntó Curth sonriendo todavía por su última ocurrencia.
—Lo que quiero decir es que yo vivía en los habitáculos exteriores, un minero, lo más bajo entre las clases trabajadoras. Usted, en cambio, era una cirujana destacada que tenía a su cargo un hospital de los habitáculos interiores. Buena educación, círculos sociales distinguidos.
—Hace que parezca una niña rica y mimada.
—No fue ésa mi intención. Lo que quiero decir es que resulta curioso ver lo que éramos y dónde estamos ahora. La guerra hace cosas extrañas.
—Lo reconozco —la mujer hizo una pausa y tomó otro sorbo—, pero yo no era una estirada.
Kolea se rió.
—¿Conocía a alguien de los habitáculos exteriores lo suficiente como para llamarlo por su nombre de pila?
Se quedó pensando un rato.
—Los conozco ahora —dijo—, y eso es lo que importa. Supongo que era a eso a lo que quería llegar.
Él alzó su vaso y ella hizo lo mismo con el suyo.
—Por la Colmena Vervun —dijo Kolea.
—Por Vervun y todos sus habitantes —respondió Curth—. Demonios ¿qué es este brebaje?
—Sacra, el veneno favorito de los hombres de Tanith.
—Ah.
Estuvieron sentados en silencio un rato, oyendo los gritos o conversaciones ocasionales que llegaban desde fuera.
—Debería volver al hospital —dijo la cirujana.
—Necesita descansar, Ana. Mtane puede arreglárselas por unas horas.
—¿Es una orden, sargento Kolea?
—Lo es. Estoy empezando a tomarle gusto.
—¿Todavía piensa… en ellos? —le preguntó la mujer de repente.
—¿En quiénes?
—En su esposa, sus hijos. Lo siento, no quiero ser entrometida.
—Está bien. Por supuesto que sí. Más que nunca desde hace unos días.
—¿Por qué?
El hombre se puso de pie con un suspiro.
—Ha sucedido una cosa de lo más extraña. No se lo he dicho a nadie porque no sabía muy bien qué decir ni qué hacer al respecto.
—Estoy intrigada —dijo Ana inclinándose hacia adelante, el vaso sujeto con las dos manos.
—Mi querida Livy, y mis dos hijos… todos murieron en la Colmena Vervun. Los lloré y durante mucho tiempo pensé en vengarlos. Creo que fue el deseo de venganza lo que me sostuvo durante la resistencia, pero ahora resulta… que mis hijos no están muertos.
—¿No? ¿Cómo es eso? ¿Cómo lo sabe?
—Lo que viene ahora es lo más raro de todo. Están aquí.
Ella miró en derredor.
—No, no en esta habitación, y espero que ya no estén en el planeta, pero están con los Fantasmas. Han estado con ellos desde que salimos de Vervun, sólo que yo no lo sabía.
—¿Y cómo es eso?
—Tona Criid. ¿La conoce?
—Conozco a Tona.
—Tiene dos niños.
—Lo sé. Están con el acompañamiento del regimiento. Yo misma los vacuné durante la revisión médica. Un par de chicos muy sanos, llenos de… de… oh, Gol.
—No son suyos, no por nacimiento. Dios bendiga a Criid, los encontró en la zona de guerra y se encargó de su protección mientras duraron los combates y los trajo con ella cuando se unió a la Guardia. Ahora ellos la consideran su madre sin cuestionamientos. Es joven ¿entiende? Muy joven. Y Caffran se comporta con ellos como un verdadero padre.
Curth quedó estupefacta.
—¿Cómo sabe esto?
—Lo descubrí por casualidad. Ella tiene unos retratos holográficos de los niños. Después fui preguntando, muy prudentemente, y me enteré de la historia. Tona Criid rescató a mis hijos de una muerte segura. Ahora viajan con nuestro regimiento en el convoy de apoyo. El precio que pagué por esa bendición es… haberlos perdido.
—¡Tiene que hablar con ella! ¡Tiene que decírselo!
—¿Decirle qué? Han pasado por tantas cosas. ¿No acabaría eso con las posibilidades que les quedan de llevar una vida estable?
Curth sacudió la cabeza y le alargó el vaso para que se lo volviera a llenar.
—Tiene que hacerlo… son suyos.
El le sirvió.
—Están contentos y a salvo. El hecho de que estén vivos ya significa tanto para mí. Es como… una piedra de toque. Una vía de escape del dolor. Cuando lo descubrí estuve hecho un lío, pero ahora… es como si me hubiera liberado.
Ella se recostó en la silla, pensativa.
—Esto no saldrá de aquí, por supuesto.
—Claro que no. Secreto entre médico y paciente. Llevo haciéndolo toda mi carrera.
—Por favor, ni siquiera se lo diga a Dorden. Es un hombre extraordinario, pero es el tipo de médico que… haría algo.
—Mis labios están sellados —empezó a decir, pero una señal de voz la interrumpió. Kolea corrió hacia la plaza mientras Curth volvía a ponerse las botas.
Mkvenner, su jefe de exploradores corrió hacia él.
—El perímetro exterior sur ha detectado movimiento en su auspex. Movimiento importante. Una columna blindada de más de cien vehículos avanzando hacia aquí.
—¡Demonios! ¿A qué distancia?
—A veinte kilómetros.
—Ah… tengo que preguntarlo… Por casualidad ¿no serán nuestros?
Mkvenner esbozó una de sus sonrisas más sombrías y escalofriantes.
—Ni la menor posibilidad.
—Prepárese —dijo Kolea poniendo a Mkvenner en movimiento. Después ajustó su transmisor—. Nueve a todos los jefes de unidades, respondan.
—Aquí seis, nueve —respondió Varl.
—Aquí dieciocho, nueve —ése era Haller.
—Aquí Woll, sargento.
—Todas las estaciones en pie de guerra. Preparen las defensas. Armas preparadas. Despliegue de blindados hasta una línea más al sur. Plan alfa cuatro. Los infardi se acercan. Repito, los infardi se acercan.