Bajo el manto de la oscuridad, el cielo se encendía a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia. Fogonazos, súbitos relámpagos, destellos de luz, acompañados por el lejano retumbar del trueno.
Cuando ya llevaba así más de una hora, todos coincidieron en que no se trataba de una tormenta.
—Acción bélica a gran escala —murmuró Corbec.
—Una batalla con todas las de la ley —observó Bragg.
Estaban en medio de la oscuridad, a la orilla del río sagrado, rodeados por un coro de insectos mientras Greer y Daur trataban de reparar el motor.
—¡Qué no daría…! —empezó a decir Derin y después se calló.
—Ya sé lo que quieres decir, hijo —dijo Corbec.
—Bhavnager —dijo Milo reuniéndose con ellos. Traía una linterna y una placa cartográfica.
—¿Dónde, chico?
—Bhavnager, ciudad agrícola cerca de las estribaciones de las colinas.
Milo le mostró a Corbec la zona en el mapa.
—Se suponía que íbamos a pasar allí la segunda noche —dijo—. Hay un depósito de combustible.
Un fogonazo especialmente intenso iluminó las nubes.
—¡PorFeth! —dijo Bragg.
—Mala suerte para algún pobre bastardo —dijo Derin.
—Esperemos que fuera uno de los suyos —dijo Corbec.
Dorden se había alejado un poco río abajo y se dedicaba a tirar piedras al agua al azar.
Se sobresaltó cuando apareció alguien a su lado en la oscuridad. Era Sanian, la esholi.
—Usted no es un guerrero, lo sé —dijo la chica.
—¿Qué?
—Trabajé con la señora Curth y lo vi. Es un médico.
—Así es, muchacha —sonrió Dorden.
—Es usted viejo.
—¡Oh, mil gracias!
—No, usted es viejo. En Hagia es una señal de respeto.
—¿Ah sí?
—Eso indica que tiene sabiduría. Que si no ha desperdiciado su vida la ha usado para acumular experiencia.
—Estoy casi seguro de que no he desperdiciado mi vida, Sanian.
—Yo siento que sí he desperdiciado la mía.
Se dio la vuelta para mirarla. Era una sombra, una silueta asomada sobre el río.
—¿Qué?
—¿Qué soy? ¿Una aprendiz? ¿Una estudiante? Toda mi vida he estado estudiando libros y evangelios… y ahora mi mundo está en ruinas y sumido en la guerra. La Santa no vela por nosotros. Veo a hombres como Corbec, Daur, incluso un joven como Brin. Se culpan por haber aprendido sólo el arte de la guerra, pero la guerra es lo que importa aquí, ahora, en Hagia. No hay nada más que el arte de hacer la guerra.
—En la vida hay más cosas que…
—No hay nada más, doctor. El Imperio es grande, sus maravillas son muchas, pero ¿qué quedaría de él si no fuera por la guerra? ¿La gente? ¿Los conocimientos? ¿La cultura? ¿El idioma? Nada. La guerra lo envuelve todo. En esta época, sólo hay guerra.
Dorden suspiró. Ella tenía razón, en cierto sentido.
—La guerra ha alcanzado a Bhavnager —observó Sanian echando una mirada a los fogonazos que iluminaban las nubes distantes.
—¿Conoces el lugar?
—Fue allí donde nací y me crié. Me fui de allí para hacerme esholi y encontrar mi camino. Ahora, aun cuando me sea revelado mi camino en la vida, ya no tengo que volver a casa una vez que esto haya terminado. Además no terminará nunca. La guerra es eterna, lo único finito es la especie humana.
* * *
—Ninguna señal por el transmisor —dijo Vamberfeld.
Corbec asintió.
—¿Has probado todos los canales?
—Sí señor, no se oye nada. No sé si no funciona porque estamos fuera de cobertura o porque la radio del Chimera es una basura.
—Nunca lo sabremos —dijo Derin.
Vamberfeld se sentó en un tronco al lado del camino. El aire olía a lluvia y una auténtica tormenta se cernía desafiando a la otra desatada por el hombre hacia el oeste. El viento les removía el pelo y en torno a ellos cayeron las primeras gotas de lluvia.
Debajo de la cubierta del Chimera, Daur y Greer trabajaban en el motor.
Vamberfeld oía a Corbec hablando con Milo a unos pasos de donde él estaba. Pensó que lo más sencillo habría sido ponerse de pie, llamar la atención del coronel y hablar con él, de hombre a hombre.
Lo más sencillo del mundo… y no podía hacerlo.
Todavía sentía el terror que se apoderaba de él otra vez, que se le metía por los poros, que corría por sus venas, que reptaba por sus tripas y llegaba a los más recónditos recovecos de su mente. Empezó a temblar.
Era tan injusto. En Verghast, en la imponente colmena, había disfrutado de una vida tranquila, trabajando como ayudante personal del agremiado Naslquey en el distrito comercial, firmando documentos, tramitando manifiestos, cobrando pagarés. Hacía bien su trabajo. Vivía en un habitáculo pequeño y decente en el Nivel Bajo-231 a la espera de una promoción de categoría. Estaba muy enamorado de su novia, aprendiz de costurera en Bocider.
Entonces la Guerra Zoicana se lo había quitado todo. Su trabajo, su pequeño habitáculo volado por una bomba, su novia…
Bueno no sabía qué había sido de su novia. Jamás consiguió averiguar lo que le sucedió a su querida y dulce costurera.
Fue terrible. Vivió días y noches de auténtico terror, ocultándose entre las ruinas, corriendo aterrorizado, pasando hambre, pero sobrevivió y mantuvo la cordura.
Todo eso le había hecho pensar que era suficientemente hombre como para reconstruir su vida a partir de las ruinas e incorporarse a la Guardia Imperial cuando el Acta de Consolación lo hizo posible. Le había parecido que era lo mejor que podía hacer.
Conoció el miedo durante la guerra y volvió a pasarlo después. El temor de abandonar Verghast, de no volver jamás. La ansiedad de viajar por la disformidad en una nave maloliente de transporte de tropas. El miedo a no estar a la altura durante la primera y agotadora semana de la instrucción fundamental y preparatoria.
El auténtico terror, el terror inesperado llegó más tarde. La primera vez, lo sintió trepar por su nuca durante el desembarco masivo en Hagia y se lo sacó de encima. Había estado en el infierno en Verghast, se dijo, y esto no era peor.
Después volvió a asaltarlo, durante la primera fase del asalto a Doctrinópolis. Cuando tuvo que enfrentarse por primera vez en combate, como un auténtico soldado. A su lado los hombres morían o, lo que a él le parecía peor, quedaban desmembrados u horriblemente mutilados por la guerra. Esos primeros días lo habían sacudido por dentro. Ahora el terror se negaba a abandonarlo. Simplemente cedía un poco entre una y otra actuación.
Vamberfeld había llegado a la conclusión de que necesitaba matar, cobrarse su primera víctima, como soldado, para exorcizar su terror. Finalmente le había llegado la ocasión cuando estuvo con Gaunt en la toma del Universitariat desde la plaza de la Sublime Tranquilidad. Recibir su bautismo de fuego, salpicarse de sangre. Estaba dispuesto y ansioso. Deseaba entrar en combate. Había buscado librarse del terror demoníaco que no lo abandonaba, pero las cosas no habían hecho más que empeorar.
Salió de aquel encuentro temblando como un idiota, incapaz de centrarse, de hablar siquiera; como esclavo absoluto de ese demonio.
Todo era tan malditamente injusto.
Bragg y Derin lo habían reclutado en la sala del hospital para aquella misión. No podía negarse… era físicamente capaz y eso lo transformaba en un hombre útil. Nadie parecía ver el terror maligno, oscuro, que no lo abandonaba. Bragg y Derin habían dicho que Corbec tenía una misión importante, y eso estaba bien. A Vamberfeld le caía bien el coronel. Era algo crucial. El coronel había hablado de misiones y visiones sagradas. Eso también estaba bien. A Vamberfeld le resultó fácil seguir el juego, restarle importancia a su nerviosismo y simular que la Santa también había hablado con él y lo había señalado para la misión.
Todo fue una impostura. Se limitó a decir lo que creía que querían oír. Lo único que realmente le había hablado era el maldito demonio.
Las palabras del conductor, Greer, lo habían alarmado. Todo lo que dijo del oro, de su complicidad con el capitán Daur. Vamberfeld se preguntaba si todos se estarían burlando de él. Ahora estaba casi seguro de que eran todos unos bastardos mercenarios que desobedecían órdenes no por algún alto y sagrado ideal, sino por una sed insaciable de riqueza. Se sentía como un tonto por hacer el papel del esforzado visionario.
Le temblaban las manos. Las metió en los bolsillos confiando en que nadie lo hubiera notado. Le temblaba el cuerpo, y la mente también. El terror lo consumía. Maldijo al demonio por inducirlo a juntarse con una banda de desertores y ladrones. Lo maldijo por hacer que temblara. Lo maldijo por el mero hecho de estar allí.
Quería levantarse y hablar con Corbec de su terror, pero temblaba tanto que no podía hacerlo.
Además, aunque pudiera, sabía que lo más probable era que se le riera en la cara y le metiera un balazo allí, entre los arbustos.
—¿Un trago?
—¿Qué? —Vamberfeld salió de su ensimismamiento.
—Que si te apetece un trago —repitió Bragg ofreciéndole una botella abierta de la poderosa sacra de Tanith.
—No.
—Da la impresión de que la necesitas, Vamb —dijo Bragg tratando de ganarse su confianza.
—No.
—Está bien —dijo Bragg tomando él mismo un sorbo y lamiéndose los labios de placer.
Vamberfeld se dio cuenta de que ahora llovía fuerte. El agua le caía por la cara y por los hombros.
—Deberías ponerte a cubierto —observó Bragg. Está lloviendo a cántaros.
—Lo haré dentro de un minuto. Estoy bien.
—Muy bien —dijo el corpulento Tanith alejándose.
El agua cálida empezó a filtrarse por el cuello y las muñecas de Vamberfeld. Levantó la cara exponiéndola a la lluvia, deseando que se llevara el terror.
—Algo le pasa al chico de la Colmena, jefe —le dijo Bragg a Corbec pasándole la botella.
Corbec tomó un buen trago del fuerte licor y aprovechó para tragar otro puñado de analgésicos. Sabía que estaba abusando de ellos, pero le dolía tanto que los necesitaba. Corbec siguió el gesto de Bragg y vio a través de la carretera mojada la figura sentada de espaldas a él.
—Ya lo sé, Bragg —le dijo—. Hazme un favor, vigílalo por mí ¿quieres?
—Entonces… ¿cuánto? —susurró Greer ajustando la tuerca de un pistón.
—¿Cuánto qué? —preguntó Daur que ya estaba empapado por la lluvia.
—No me lo haga decir, verghast… ¡El oro!
—Ah, eso. Habla bajo. No queremos que los demás se enteren.
—Pero es mucho ¿no? Me prometió mucho.
—No puedes imaginar cuánto.
Greer sonrió y se quitó el agua de la cara con una mano que manchó su frente con aceite del motor.
—Entonces ¿no se lo ha dicho a los demás?
—Ah… apenas lo suficiente como para interesarlos.
—¿Los va a matar cuando llegue el momento?
—Bueno, me lo estoy pensando.
—Puede contar conmigo, verghast, cuando llegue el momento… es decir, si puedo contar con usted.
—Oh, por supuesto, pero espera a mi señal antes de hacer nada.
—Entendido.
—Greer, esperarás a mi señal ¿verdad?
—Puede contar con ello, capitán. Éste es su circo y usted es el maestro de ceremonias.
* * *
—¡Más despacio, muchacha, más despacio! —sonrió Corbec refugiándose de la lluvia bajo la escotilla abierta del Chimera. Los signos que hacía con la mano eran demasiado rápidos para él, como de costumbre.
—¿Es cierto que la Santa lo llama? —preguntó Nessa por signos, esta vez más despacio.
—Por Feth, no lo sé. Algo es… —Corbec todavía no dominaba el lenguaje de los signos que usaban los verghastitas, aunque lo había intentado. Sabía que sus gestos torpes sólo transmitían la esencia de sus palabras.
—El capitán Daur dice que la ha oído —agregó Nessa con gestos expresivos—. Dice que usted y el doctor también.
—Es posible, Nessa.
—¿Estamos equivocados?
—Lo siento. ¿Qué? ¿Que si estamos equivocados?
La chica acompañó su gesto afirmativo con una intensa mirada de sus ojos brillantes mientras la lluvia le mojaba la cara.
—¿Equivocados en qué sentido?
—Al estar aquí. Al estar haciendo esto.
—No, al menos de eso puedes estar segura.
Ahora sólo le temblaba la mano. La mano izquierda. Haciendo uso de su fuerza de voluntad, Vamberfeld había conseguido centrar todo el terror y los temblores en esa extremidad. Podía respirar otra vez. Lo estaba controlando.
Por la carretera, a través de la densa lluvia, vio algo que se movía en la oscuridad. Sabía que debería echar mano de su arma o gritar, pero no se atrevió por si el temblor volvía a apoderarse de todo su cuerpo.
El movimiento se hizo más claro y durante un segundo consiguió ver de qué se trataba. Dos crías de quelón, tan pequeñas que no alcanzaban a la rodilla de un hombre, avanzaban por la embarrada carretera hacia ellos, después una niña. Tendría doce o trece años y estaba vestida con las ropas características de la casta campesina. Iba guiando a los animales con su cayado y los apartó antes de que se acercaran demasiado al transporte imperial estacionado.
Eran apenas una mancha borrosa en la noche lluviosa. Una chica campesina conduciendo su rebaño, tratando de no entrar en contacto con los soldados que viajaban por sus pastizales.
Vamberfeld la miró fascinado. Ella levantó los ojos y sus miradas se cruzaron.
Tan joven. Tan sucia y salpicada de barro. Tenía una mirada penetrante y…
El motor del Chimera rugió y se puso en marcha y empezó a acelerar y a lanzar humo por el escape. El vapor abrió un surco entre la lluvia. Los faros y las luces superiores se encendieron.
—¡Arriba! ¡Arriba! —gritó Corbec, llamándolos para que volvieran al transporte reparado.
Vamberfeld se despertó de repente y se encontró tendido de lado en el barro. Se había quedado dormido y se había caído del tronco. Se puso de pie, débil y tiritando, buscó su fusil y corrió hacia el transporte brillantemente iluminado.
Echó una última mirada entre los árboles. La niña y sus quelones se habían desvanecido, pero el demonio seguía allí.
Metió la mano temblorosa en el bolsillo para ocultarla y subió al vehículo.
* * *
Al romper el día, una fuerte lluvia caía sobre el humeante campo de batalla de Bhavnager.
Gaunt se despertó temprano en su tienda y se levantó de un salto antes de recordar que la batalla había terminado. Se sentó en su silla de campaña plegable y suspiró. En la mesa cartográfica que tenía cerca había una botella promediada de amasec. Echó mano de ella pero luego se arrepintió.
Afuera se oía el retumbar de los motores de los tanques a los que los tecnosacerdotes estaban haciendo un repaso general. También se oía el ruido de los camiones de repostaje que llenaban los depósitos de los transportes y el de los montacargas cuando los tanques eran alimentados por los Chimera. Oyó los quejidos de los heridos en la improvisada enfermería de Curth.
El oficial de radio Beltayn asomó la cabeza cauteloso en la entrada de la tienda.
—Quinientos, señor —dijo.
Gaunt asintió con aire distraído. Se levantó y se quitó la camiseta manchada de sangre, hollín y aceite y sacó una limpia de su equipo. Con los tirantes de los pantalones del uniforme colgando sobre las caderas, se lavó la cara con el agua de la jarra y luego se subió los tirantes, se puso una camisa y la chaqueta negra con sus filas de botones y alamares dorados.
Bhavnager. Qué victoria. Qué pérdida.
Todavía estaba conmocionado por el combate, por el exceso de adrenalina y el cansancio.
Había dormido unas tres horas y de manera irregular, sembrada de sueños descabellados, confusos, provocados por la fatiga extrema y por el recuerdo de lo que había pasado.
Se había visto en una estrecha cornisa de hielo, suspendido sobre el mundo, colgado, a punto de caer, y a su alrededor se precipitaban huracanes de fuego.
Había aparecido el sargento Baffels, vivo e íntegro. Había estado en la cornisa de hielo y tendiendo la mano había asido la de Gaunt para izarlo hasta terreno firme.
—Baffels —había musitado, helado hasta la médula.
Baffels había sonreído para desaparecer a continuación.
—Sabbat Mártir —había dicho.
Gaunt cogió la botella y llenó con generosidad un vaso sucio y roto.
Bebió de un trago el contenido del vaso.
—Ahora me persiguen los fantasmas de los Fantasmas —murmuró para sí.
Siguiendo instrucciones de Kolea, la guardia de honor enterró a sus muertos, casi doscientos, en una tumba colectiva junto al templo de Bhavnager. Los Troyano podrían haber cavado la fosa, pero los Conquistador Pardus Viejo Estroncio, Toque de Retreta, P48J y Corazón Destructivo hicieron los honores con sus palas, aunque sus tripulaciones estaban medio muertas de cansancio. Convencieron al ayatani Zweil para que se hiciera cargo del servicio fúnebre de los muertos. Obedientemente, los Fantasmas clavaron pequeñas cruces de madera de güilo en filas por la tierra removida, una por cada uno de los muertos que descansaban bajo ella.
El día se fue instalando, caluroso, bochornoso y marchito por la intensa lluvia. Gaunt sabía que eran necesarias semanas para que una unidad se recuperase de la conmoción producida por una acción tan brutal como la de Bhavnager, pero él no contaba con ese tiempo. Apenas tenía días.
A las nueve de la mañana dio orden a la guardia para que hiciese los preparativos en el espacio de una hora y envió a la unidad de reconocimiento hacia los bosques que estaban por encima de la ciudad. A pesar del cansancio, los hombres a su mando parecían bien dispuestos en general. Contra toda probabilidad, una victoria sólida era capaz de conseguir eso, a pesar de las bajas. Los Pardus estaban más apesadumbrados que los Fantasmas. Daba la impresión de que lamentaban más la pérdida de sus amadas máquinas que de los hombres.
Gaunt cruzó la plaza de la ciudad y se detuvo junto a una pequeña carpintería donde los soldados Cocoer, Waed y Garond vigilaban al oficial infardi que el escuadrón de Bonin había tomado prisionero la noche anterior. Ningún otro infardi había sido capturado vivo. Gaunt suponía que los infardi se llevaban a sus heridos o los mataban.
Aquella cosa infame, cubierta de tatuajes, estaba encadenada como un cánido en la parte trasera del local.
—¿Le habéis sacado algo?
—No, señor —respondió Waed.
Rawne y Feygor habían intentado un interrogatorio preliminar la noche anterior, después de la batalla, pero el prisionero no había respondido.
—Disponedlo para embarcar. Nos lo llevamos con nosotros.
Gaunt se dirigió hacia el depósito. El mayor Kleopas, el capitán Woll y el teniente Pauk estaban en la sucia plataforma de estacionamiento de los barracones donde se guardaban las máquinas observando cómo los Troyano remolcaban al Redoble de Tambor y al Capricho de Klara. Le habían dicho a Gaunt que los dos tanques podían repararse. El Redoble de Tambor llevaba a rastras una sección retorcida de su oruga derecha, y la tripulación, bajo el mando del capitán Hancot iba montada en la torreta de su corcel herido. Aunque había sido inmovilizado al comienzo de la batalla, habían seguido disparando y se habían cobrado buen número de víctimas.
El Klara parecía intacto, salvo por un orificio extrañamente limpio abierto en el blindaje de su torreta. Sólo su conductor había sobrevivido. Tras desconectar la electricidad, los tecnosacerdotes y los zapadores habían desactivado el proyectil enemigo sin explotar que, por vía directa e indirecta, había matado a LeTaw y a sus artilleros. Una vez extraído sin problema de la recámara perforada y retirada la munición dañada, el Klara fue remolcado a Bhavnager para reparar su torreta. Se había formado una tripulación de reemplazo con los supervivientes de los tanques inutilizados.
Gaunt se acercó hasta donde estaban los expectantes oficiales Pardus y, como es de rigor, los felicitó por su participación en la victoria. Kleopas se veía cansado y pálido, pero aceptó con agrado la mano que le tendía Gaunt.
—Esto va a figurar en los anales de la Academia de la División Acorazada de Pardua —dijo Gaunt.
—Eso espero.
—Tengo una… una pregunta, si puedo, coronel-comisario —dijo Kleopas.
—Hágala, señor —dijo Gaunt.
—Usted y yo… a todos se nos dijo que si bien seguía habiendo fuerzas infardi en el interior, eran muy escasas, pero la resistencia que prepararon aquí, en Bhavnager, fue de una escala enorme, bien organizada y bien aprovisionada. Nada que ver con lo que uno espera de un enemigo en retirada, en desbandada.
—Estoy totalmente de acuerdo.
—Maldita sea, Gaunt, avanzamos contra este objetivo esperando un enfrentamiento duro, pero no una batalla con todas las de la ley. Mis carros se enfrentaron a un número de máquinas enemigas nunca visto. No me malinterprete, fue una actuación gloriosa y yo vivo para servir, que el Emperador nos proteja.
—Que el Emperador nos proteja —corearon Gaunt, Woll y Pauk.
—Pero no fue esto lo que se nos dijo que había aquí. ¿Puede usted… comentar algo por lo menos?
Gaunt se miró pensativo las puntas de las botas durante un momento.
—Cuando yo estaba con Slaydo, justo antes del comienzo de la cruzada, caímos sobre Khulen en invierno. Por aquel entonces yo servía con los Hyrkanos, todos ellos valientes soldados. El enemigo tenía un gran número de efectivos parapetados en las tres ciudades principales. Era época de nevadas y hacía un frío infernal. Nos llevó dos meses, pero los sacamos de allí. La victoria fue nuestra. Slaydo nos dijo que nos mantuviéramos vigilantes y nadie en la escala de mando entendía por qué. Claro que Slaydo era zorro viejo y había visto lo suficiente en su larga carrera como para saber a qué atenerse. Su instinto resultó acertado. En el curso de un mes, el triple de unidades enemigas atacaron nuestras posiciones. El triple de las que habíamos expulsado antes. Habían abandonado el lugar ¿entiende? Habían abandonado las ciudades para volver antes de que hubiéramos tenido tiempo de despojarlos de toda su fuerza. Se habían reagrupado en el monte para volver en cantidades ingentes.
—¿Y qué sucedió? —preguntó Pauk, fascinado.
—Sucedió Slaydo, teniente —sonrió Gaunt y todos rieron.
—Tomamos Khulen. Un intento de liberación se transformó en una guerra en toda regla. Los destruimos. Ahora vean este otro caso. Un año después, en los comienzos de la cruzada, liberando Ashek II. Formidables fuerzas enemigas en las colmenas y las ciudades comerciales del archipiélago. Tres meses de duros combates y nos hicimos dueños del mundo, pero los tácticos imperiales nos advirtieron de que las colinas de lava podrían constituir excelentes defensas naturales en las que el enemigo tendría ocasión de reagruparse. Nos pertrechamos para la contraofensiva, pero nunca llegó. Después de muchas incursiones de reconocimiento descubrimos que el enemigo no se había replegado en absoluto. Habían combatido hasta el último hombre en las colmenas y lo habíamos vencido totalmente durante la primera fase. Ni siquiera habían tenido ocasión de pensar en aprovechar un terreno que los favorecía tanto.
—Estoy empezando a sentirme como un niño en clase de táctica —sonrió Woll.
—Lo siento —dijo Gaunt—. Simplemente quería aclarar algunos aspectos.
—¿Como que cualquier enemigo desvirtuado por el Caos es siempre impredecible? —sugirió Kleopas.
—Eso por un lado.
—¿Que como el enemigo es tan impredecible podríamos colgar ahora mismo a todos los tácticos imperiales? —rió Woll.
—Exactamente, Woll, eso también.
—¿Que eso es exactamente lo que está sucediendo aquí? —preguntó Kleopas.
Gaunt asintió.
—Todos saben que no tengo la menor simpatía por Lugo. Tengo motivos personales para dudar de él.
—No se disculpe por ello —dijo Kleopas—. Es un advenedizo de nuevo cuño sin la menor experiencia.
—Curioso, gracias. Eso es lo que creo que tenemos en este caso. Una expectativa equivocada por parte de Lugo quien cree que el enemigo se comportará como un ejército imperial. Piensa que no abandonarán las ciudades hasta quedar derrotados, pero no será así. Piensa que sólo los restos de los vencidos huirán después de la batalla. Otra vez se equivoca. Yo creo que los infardi abandonaron las ciudades cuando se dieron cuenta de que llevábamos las de ganar y a sabiendas retiraron a sus fuerzas hacia las afueras. De ahí el gran número de efectivos de Bhavnager.
—Maldito sea Lugo —dijo Woll.
—Lugo tendría que escuchar a sus oficiales, eso es todo —dijo Gaunt—. Ésa fue la base de Slaydo… o de Solon… la capacidad para escuchar. Creo que se echa en falta eso en los actuales mandos de la cruzada, incluso en Macaroth.
Los oficiales Pardus se removieron inquietos.
—No seguiré blasfemando, caballeros —dijo Gaunt arrancándoles a todos una sonrisa—. Mi consejo es simplemente éste: prepárense, esperen lo inesperado. El archienemigo no es un enemigo lógico ni previsible, tiene su propia estrategia. No podemos imaginarla, pero podemos muy bien padecerla cuando se produzca.
Dio un paso atrás al ver a Rawne, Kolea, Varl, Hark y la cirujana Curth que se acercaban por la zona de estacionamiento de rocacemento para reunirse con ellos. Se imponía una reunión sobre la marcha. Curth entregó al coronel-comisario una evaluación personal.
Tenían doscientos veinticuatro heridos, setenta y tres de ellos de gravedad. Curth le dijo a Gaunt con franqueza que si bien podían trasladar con ellos a todos los heridos, por lo menos dieciocho no sobrevivirían a más de un día de viaje, y nueve no sobrevivirían al período de tránsito.
—¿Qué recomienda usted, cirujana?
—Muy sencillo, señor. Ninguno de ellos debe viajar.
Rawne sacudió la cabeza con una risa seca.
—¿Qué hacemos? ¿Los dejamos aquí?
Kolea sugirió que estableciesen un baluarte en Bhavnager, donde se podría atender a los heridos en un hospital de campaña. Aunque eso significaba dejar un número reducido de hombres en la ciudad, expuestos a las incursiones de los infardi, tal vez fuera la única esperanza de supervivencia para los heridos. Además, la guardia de honor iba a necesitar las reservas de combustible de Bhavnager para el viaje de vuelta.
Gaunt reconoció el mérito de la idea. Dejaría a cien Fantasmas y a un grupo blindado de apoyo en Bhavnager para cuidar de los heridos y de los depósitos de combustible mientras ellos seguían su avance hacia las Colinas Sagradas. Curth se propuso de inmediato para quedarse; Gaunt aceptó y seleccionó a Lesp como médico en jefe de la misión. El capitán Woll se ofreció voluntario para hacerse cargo de la guardia blindada en Bhavnager. Gaunt y Kleopas dispusieron que se dejaran el Bufón Letal, el Xenófobo, el Redoble de Tambor y el Capricho de Klara, que estaban a medio reparar, bajo su mando. Gaunt puso a Kolea al mando de la posición, con el sargento Varl como su segundo.
Kolea aceptó obedientemente la orden y se fue a reunir a los pelotones que tenía bajo su mando directo. Varl se mostró más reticente, y cuando se disolvió la reunión llamó a Gaunt discretamente a un lado y le rogó que le permitiese estar con él en su última misión.
—No es mi última misión, sargento —dijo Gaunt.
—Pero, señor…
—¿Ha desobedecido alguna vez una orden, Varl?
—No, señor.
—Pues no lo haga ahora. Esto es importante. Confío en usted. Hágalo por mí.
—Sí, señor.
—Por Tanith, tal como usted lo recuerda, Varl.
—Sí, señor.
—Por Tanith.
Entonces Gaunt reunió al grueso de sus fuerzas y emprendió el camino hacia las selvas pluviales, dejando las tierras bajas y Bhavnager detrás, en medio del polvo.
Grupos de Fantasmas y de Pardus observaban al convoy que se alejaba. Varl se quedó mirando largo rato cuando el último vehículo ya se había perdido de vista y sólo una nube de polvo indicaba su avance.
—¿Sargento?
Giró sobre sus talones abandonando su ensoñación. Kolea y Woll habían reunido a los jefes de escuadrón y a los comandantes de los tanques en tomo a una mesa cartográfica en la entrada del maltrecho ayuntamiento de la ciudad.
—Si no le importa sumarse a nosotros —sonrió Kolea—, vamos a estudiar la forma más adecuada de defender este lugar.
* * *
Al salir de Bhavnager, la ancha carretera presentaba una pronunciada pendiente de cinco o seis kilómetros hacia el norte. Gaunt observó que el territorio ya empezaba a estar menos despejado a ambos lados del camino. Ya no se veían tierras de labranza ni áreas cultivadas, a excepción de unos cuantos potreros y prados con abundancia de agua, en medio de los cuales aparecían, aquí y allá, pequeños núcleos exuberantes de vegetación boscosa. Predominaban las cicadas y una variante más grande de acestus, cubiertos a menudo de musgo esfagno y de una epífita llamada barba de monje. Flores de brillantes colores moteaban los matorrales, algunas de tamaño desusado.
El aire era cada vez más húmedo. Los bosques a uno y otro lado se hacían más espesos y altos. Durante la primera hora de viaje, la luz del sol empezó a llegar hasta el convoy filtrada en rayos oblicuos por los árboles.
Después de tres horas, la carretera se niveló y el polvo pasó a ser arena húmeda y barro. El aire era caliente y calmo, y la ropa se pegaba al cuerpo por la humedad del ambiente. De vez en cuando, sin previa advertencia, caía una lluvia pesada, cálida, totalmente perpendicular a la tierra, a veces tan intensa que la visibilidad se reducía a unos cuantos metros y había que encender las luces. De repente, tan abruptamente como había empezado, la lluvia paraba, como si no hubiera existido, y del suelo empezaba a levantarse vaho. En el aire, denso por el calor, retumbaban los truenos.
Después del mediodía hicieron una parada para distribuir las raciones y relevar a los conductores. Las selvas pluviales de ambos lados de la carretera eran reinos misteriosos de sombras verdes, y todo estaba impregnado de un penetrante olor dulzón y vegetal. Entre uno y otro chaparrón, el lugar era un hervidero de vida salvaje: escarabajos rechinantes de alas como rubíes, colonias de acáridos, arácnidos y gastrópodos grotescamente grandes y acorazados que iban dejando un rastro viscoso y reluciente sobre la corteza de los árboles. También había abundancia de aves, no los pico de horquilla de las orillas del río, sino bandadas de pájaros diminutos y de colores que zumbaban al volar y se lanzaban en picado. Eran tan pequeños que habrían cabido en la mano cerrada de un hombre de no ser por sus picos largos y finos, curvados hacia abajo, de casi treinta centímetros de largo.
De pie junto a su Salamandra, mientras bebía agua y comía una barra de ración, Gaunt vio lagartijas de ocho patas y con una piel escamosa tan dorada como la estupa del templo de Bhavnager que relumbraba entre la vegetación. Del interior del bosque llegaban los silbidos, gritos y alaridos intermitentes de animales invisibles.
—Me sorprende que haya dejado a Kolea en la ciudad —dijo Hark que apareció junto a él. Hark se había despojado de su pesado abrigo y de su chaqueta y se había quedado en mangas de camisa y un chaleco con alamares plateados. Se secaba el sudor de la frente con un pañuelo blanco. Gaunt no lo había oído acercarse, y las conversaciones de Hark solían empezar así, sin preámbulos, sin un saludo.
—¿Y eso, comisario?
—Es uno de los mejores oficiales del regimiento. Tremendamente leal y obediente.
—Lo sé. —Gaunt bebió un sorbo de agua—. ¿Quién mejor para dejar al mando de una operación independiente?
—Yo lo habría mantenido a mi lado. Al que hubiera dejado es a Rawne.
—¿Ah sí?
—Es un buen soldado, pero lucha con la cabeza, no con el corazón. Y está claro que tiene diferencias con usted.
—El mayor Rawne y yo tenemos un acuerdo. Él y muchos otros Fantasmas me culpan de la muerte de su mundo. Creo que hubo un tiempo en el que Rawne me habría matado para vengar a Tanith, pero ahora se ha acostumbrado al mando y creo que acepta el hecho de que simplemente no nos tenemos simpatía y lo sobrelleva bien.
—He estudiado sus antecedentes y en los últimos días también he estudiado al hombre. Es un cínico y un descontento. No creo que sus problemas con usted estén superados ni mucho menos. Su cuchillo sigue ansiando su espalda. Encontrará el momento, simplemente se le da bien esperar.
—Slaydo solía decir: «Mantén a tus amigos cerca…
—… y a tus enemigos aún más cerca». Conozco ese dicho, Gaunt, pero a veces no funciona.
La orden de volver a montar en los vehículos recorrió el convoy.
—¿Por qué no hace en mi transporte la siguiente etapa del viaje? —le sugirió Gaunt a Hark. Confiaba en que no se hubiera perdido nada de la ironía que encerraba la propuesta.
Cuarenta minutos por delante del convoy principal, la unidad de reconocimiento había reducido la marcha e iba a paso lento. Rawne había optado por acompañar a la unidad de Mkoll, debido a ello, este tercer dia, estaba compuesta de dos Salamandra de exploración, un tractor Hydra, el Destructor Vengador Gris y el Conquistador Reza tus Oraciones.
El camino se iba estrechando, tanto que la cubierta vegetal empezaba a unirse por encima de sus cabezas y los grandes tanques pasaban rozando el follaje.
Mkoll no dejaba de consultar sus placas cartográficas para asegurarse de que no se apartaban de su rumbo.
—No había ninguna otra pista o carretera —dijo Rawne.
—Lo sé, y las coordenadas del localizador son correctas. Es sólo que no esperaba que la carretera se estrechara tan pronto. Tengo la sensación de que hemos pasado por alto el camino principal y nos hemos metido en un camino de ganado.
Los dos tuvieron que agacharse cuando una rama baja pasó rozando el habitáculo.
—Da la impresión de que es una vegetación de crecimiento rápido —dijo Rawne—. Ya sabe cómo puede ser la flora tropical. Es posible que todo esto haya crecido durante la estación húmeda, hace un mes.
Mkoll se asomó al lateral del Salamandra examinando el estado de la pista. Las selvas pluviales se internaban en los barrancos de las estribaciones de las colinas, lo cual significaba que el terreno hacía una leve inclinación hacia ellos. El centro de la pista estaba erosionado formando un canal por el que corría un riachuelo y torrenteras más profundas habían traído cieno, rocas y restos vegetales. Los Salamandra no tenían problema para avanzar por ella, ni tampoco el Hydra, pero los dos tanques grandes patinaban de vez en cuando. Y lo peor era que el camino empezaba a desintegrarse bajo su peso. Mkoll pensó con pesimismo en el peso de las máquinas que venían tras ellos, especialmente los camiones largos cincuenta-plus de la tropa cuyo sistema de tracción no era en absoluto tan potente como el de los vehículos de oruga.
Los escarabajos chispeantes atravesaban el espacio que quedaba entre el jefe de exploradores y el mayor. Rawne no perdía de vista el auspex. Tanto él como Mkoll sabían que un número considerable de infardi había huido hacia el norte, hacia estas selvas, después de la batalla, pero no habían encontrado ni rastro de ellos en el camino. De alguna manera se habían ingeniado para mantener ocultos a los soldados y a los vehículos de combate.
Se oyó un grito más adelante, y la avanzadilla de la expedición se detuvo. Tras alertar a los exploradores y a las unidades blindadas, Rawne y Mkoll se adelantaron a pie. El Salamandra que iba en punta había encontrado, tras una curva, una enorme cicada atravesada en el camino. La masa de madera en putrefacción pesaba muchas toneladas.
—¿Pueden retirarlo a un lado? —preguntó Rawne al conductor del Salamandra.
—No hay bastante agarre en esta pendiente —contestó el conductor—. Necesitaremos cadenas para arrastrarlo.
—¿No podríamos cortarlo o volarlo? —preguntó el soldado Caober.
Mkoll se había acercado a las raíces descubiertas del tronco caído que estaban llenas de turba y de marga llena de gusanos. Había restos de óxido rojizo en algunas de las ramificaciones. Mkoll lo olfateó.
—Tal vez podríamos hacer pasar al Conquistador y retirarlo con su pala —estaba diciendo Brostin.
—¡Abajo! ¡Abajo! —gritó Mkoll.
Casi no había acabado de decir estas palabras cuando del subsuelo, junto a él, surgieron ráfagas de fuego láser que impactaban en los cascos de los vehículos o destrozaban las hojas de los árboles. El conductor del Salamandra que iba en cabeza recibió un impacto en el cuello y cayó de espaldas en el habitáculo de su máquina con un grito.
Mkoll se lanzó de un salto detrás del tronco de cicada para ponerse a cubierto junto a Rawne.
—¿Cómo lo supo? —preguntó Rawne.
—Restos de fycelina en las raíces del tronco. Usaron una carga para derribarlo y bloquear el camino.
—Somos un maldito blanco… —maldijo Rawne.
Ahora los Fantasmas disparaban a su vez, pero no veían nada a qué apuntar. Ni siquiera Lillo, que casualmente estaba en el habitáculo del Salamandra que iba en cabeza y por lo tanto tenía un auspex para consultar, fue capaz de identificar un blanco. El auspex no detectaba nada que no fuera una lectura plana de la caliente y densa masa de follaje.
—¡Cañones! —ordenó Rawne por su transmisor.
Los cañones coaxial y móvil de las máquinas cobraron vida, haciendo trizas las copas de los árboles con sus disparos. Un momento después, el Hydra del sargento Horkan los eclipsó a todos al comenzar a disparar. Las ametralladoras pesadas de cañón largo del equipo antiaéreo giraron en redondo y lanzaron ráfagas simultáneas de proyectiles luminosos hacia la selva a la altura de un hombre, cortando árboles, destrozando arbustos, pulverizando helechos, licuando el follaje. Una niebla hedionda de materia vegetal vaporizada y savia derramada cubrió la carretera haciendo que las tropas se ahogaran y produciéndoles náuseas.
Después de treinta segundos de disparar en automático, el Hydra paró. Aparte de la humedad que goteaba de las frondas, de la caída de las plantas destrozadas y del chasquido del cargador automático del Hydra que completaba su ciclo, todo era silencio. El Hydra estaba diseñado para derribar aviones a gran distancia. Disparando a quemarropa contra un objetivo de vegetación blanda, había abierto un claro en la selva de cincuenta metros de profundidad y treinta de ancho. Entre la pulpa de madera se veían unos cuantos troncos desnudos, rotos.
Mkoll y Caober avanzaron para comprobar la zona. Los restos totalmente desintegrados de dos infardi estaban tendidos en medio de la destrucción verde.
No había el menor rastro de otros enemigos.
No era más que una pequeña emboscada, apenas una táctica dilatoria.
—Pasad cadenas en torno al árbol —ordenó Rawne. A este paso, si los malditos infardi derribaban un árbol cada varios kilómetros, iban a tardar semanas en atravesar la selva.
* * *
Aproximadamente ciento veinte kilómetros al sur de la selva pluvial, un solitario Chimera avanzaba, medio ahogado, por la polvorienta carretera que atravesaba la aldea de Mukret. Desde que habían parado al amanecer llevaba en un lateral el nombre de Carro de los Heridos, pintado con pintura antióxido por una mano apresurada e imprecisa.
El día era decididamente caluroso y Greer vigilaba inquieto los indicadores de temperatura. La turbina jadeante de aquel montón de chatarra llegaba al límite rojo con regularidad, y ya habían tenido que parar dos veces para vaciar el líquido hirviente del sistema de refrigeración y cambiarlo por agua sacada del río en bidones vacíos. A estas alturas ya se les había terminado el refrigerante químico, y la mezcla del sistema, vaciado repetidas veces, estaba tan diluida que prácticamente funcionaba sólo con agua del río.
Greer sacó el vehículo al arcén y lo estacionó a la sombra de una fila de helechos arbóreos antes de que las agujas llegaran al punto de no retorno.
—Quince minutos de descanso —dijo volviendo la cabeza hacia el espacio de carga. De todos modos, también necesitaba estirar las piernas y tal vez tuviera tiempo de enseñar a Daur algo más sobre las habilidades necesarias para conducir aquel vehículo. La posibilidad de alternar los conductores les permitiría avanzar más sin necesidad de hacer paradas para descansar.
El grupo de Corbec se apeó a pleno sol. La sequedad del aire les hizo buscar de inmediato cobijo bajo los helechos. Los ventiladores y recirculadores de la cabina del Chimera tampoco funcionaban, de modo que era como hacer un viaje largo dentro de un horno.
Corbec, Daur y Milo consultaron el mapa.
—Deberíamos llegar al cruce de Nusera al oscurecer. Eso sería bueno. Si ellos ya están en la selva, irán más despacio y tal vez tengamos la posibilidad de alcanzarlos —dijo Corbec. Se volvió hacia un lado, destapó su cantimplora y tragó una o dos píldoras más.
—La otra orilla del río me preocupa —estaba diciendo Daur—. Es probable que sea allí donde están concentrados los infardi. La cosa se podría volver más complicada también para nosotros cuando lleguemos al cruce.
—Tomo nota —dijo Corbec—. ¿Qué es esto de aquí?
Milo echó un vistazo. El coronel señalaba una red de líneas poco destacadas que seguían el río hacia el norte después de la bifurcación de Nusera. Partían hacia el interior de las Colinas Sagradas, como copiando, aunque no con precisión, las ramificaciones de las fuentes del río sagrado.
—No lo sé. Dice «sooka» en clave. Voy a preguntarle a Sanian.
Cerca de allí, en el río, Vamberfeld estaba junto a la orilla lanzando piedras planas sobre la superficie del agua, entre los helechos. Una leve brisa removió las hojas plumosas en la otra orilla que resaltaban con su color blanco ceniza contra el azul del cielo.
Consiguió que una piedra diera cuatro saltos. Concentrarse en acciones simples como ésa le ayudaba a controlar el temblor de la mano. El agua ejercía una acción tranquilizadora y fresca sobre sus piernas.
Tiró otra. Justo antes de que diera el quinto salto, una piedra mucho más grande voló por encima de su cabeza y cayó con una zambullida sorda en el río. Vamberfeld se volvió a mirar.
En la orilla, Bragg le sonreía mansamente.
—Nunca conseguí hacer eso.
—Ya veo —dijo Vamberfeld.
Bragg se metió con cuidado en las aguas poco profundas, balanceando su cuerpo torpe sobre las piedras sueltas del fondo.
—¿Podrías enseñarme?
Vamberfeld se quedó un momento pensando. Sacó otras dos piedras planas del bolsillo de sus pantalones y le dio una al corpulento Tanith.
—Sosténla así.
—¿Así? —Los dedazos de Bragg empequeñecían los de Vamberfeld.
—No, así. Plana con respecto al agua. Ahora todo depende de la muñeca. Haz que gire cuando la lanzas. Así.
Tres saltos limpios. Paf, paf, paf.
—Muy bien —dijo Bragg y probó. La. piedra golpeó en el agua y desapareció.
Vamberfeld sacó otras dos piedras.
—Prueba otra vez, Bragg —dijo, y cuando el grandullón se rió se dio cuenta de que sin quererlo había hecho una broma.
Vamberfeld lanzó algunas más, y poco a poco Bragg también consiguió algo: un salto donde Vamberfeld conseguía cuatro o cinco. De repente y con alegría, el verghastita se dio cuenta de que estaba relajado por primera vez en los últimos tiempos. Estar aquí, tranquilo, al sol, enseñando informalmente a un hombre amable a hacer algo sin sentido como tirar piedras lo devolvía a su infancia, cuando iba de vacaciones al río Hass con sus hermanos. Por un momento, el temblor casi desapareció. La atención de Bragg estaba centrada totalmente en las manos de Vamberfeld y en sus demostraciones.
Por el rabillo del ojo, Vamberfeld vio los juncos blancos de la otra orilla del río movidos por la brisa… pero ahora había brisa.
No quería mirar.
—Sosténla con un poco más de fuerza, así.
—Creo que lo estoy consiguiendo. ¡Por Feth! ¡Dos botes!
—Ya lo consigues. Prueba con otra.
«No mires. Si no miras no estará allí. No mires. No mires. No mires.»
—¡Sí! ¡Tres! ¡Jaja!
«No hagas caso de las formas verdes que hay entre los juncos. Si no haces caso de ellas desaparecerán y el terror no volverá. No hagas caso. No mires.»
—¡Buen tiro! Mira ¡cinco! ¿Puedes hacer seis?
«No mires. No digas nada. No hagas caso de esas ganas de gritar. Sabes que si empiezas volverás a temblar. Bragg no se ha dado cuenta. Nadie lo sabe. Se pasará. Desaparecerá porque ni siquiera ha existido nunca.»
—Prueba otra vez, Bragg.
—Claro. Eh, Vambs… ¿Por qué te tiembla la mano?
—¿Qué?
«No está ahí, no mires.»
—Te está empezando a temblar la mano, chico. ¿Estás bien? Estás desencajado. ¿Vambs?
«No. No no no no.»
Detrás de ellos se oyó, sorprendentemente alto, el disparo de un rifle láser cuyo eco rebotó al otro lado del ancho río. Bragg giró en redondo y vio a Nessa agachada y preparada en la orilla, con su rifle largo apoyado sobre unas raíces. Volvió a disparar hacia la otra orilla.
—¿Qué diablos…? —gritó Bragg. Su intercomunicador cobró vida.
—¿Quién está disparando? ¿Quién está disparando?
Bragg miró en derredor y vio las formas verdes entre los juncos del río. Hubo unos fogonazos silenciosos y de repente las descargas de láser saltaban como piedras arrojadas con habilidad en el agua que lo rodeaba.
—¡Por Feth! —gritó. Nessa hizo un tercer y luego un cuarto disparo. Apareció Derin reptando detrás de ella por la orilla con el rifle láser en la mano.
—¡Infardi! ¡Infardi en la otra orilla! —gritaba Derin por su microtransmisor.
Los disparos hacían saltar las aguas poco profundas. Bragg se volvió hacia Vamberfeld y vio con horror que el hombre estaba paralizado, con los ojos en blanco y todo su cuerpo presa de espasmos. De su boca salía una mezcla se sangre y espuma. Se había mordido la lengua.
—¡Vambs! ¡Demonios!
Bragg cogió al conmocionado verghastita y se lo cargó al hombro. Su herida lanzó un pinchazo de protesta, pero no le hizo caso. Empezó a avanzar con dificultad hacia la orilla. Derin disparaba ahora en automático con su láser de asalto apoyando los certeros disparos de Nessa. Las descargas del enemigo alcanzaban al tronco y las hojas de los viejos árboles que los cubrían produciendo un ruido peculiar, quebradizo.
Corbec, Daur y Milo aparecieron en el bancal de la orilla con las armas preparadas. Dorden apareció dando botes al deslizarse sobre sus posaderas por la umbría pendiente y al caer al agua tendió una mano al esforzado Bragg.
—¡Pásamelo! ¡Pásamelo, Bragg! ¿Le han dado?
—¡No creo, doctor!
Un disparo de láser arañó la nalga izquierda de Bragg arrancándole un aullido. Otro pasó rozando la cabeza de Dorden y un tercero dio en su maletín y lo abrió.
Dorden y Bragg consiguieron llevar a Vamberfeld a la orilla y arrastrarlo a continuación hacia lo alto poniéndolo a cubierto tras el murete de la carretera. Los cinco Fantasmas que tenían a sus espaldas disparaban sin descanso contra la otra orilla. Al volver la vista, Bragg vio por lo menos una forma cubierta de seda verde flotando en el agua.
Greer llegó corriendo desde el Chimera con el cañón automático de Bragg. Sanian venía detrás con el miedo pintado en el rostro.
—¿Qué diablos está pasando? —preguntó Greer mirando horrorizado a Vamberfeld sacudido por las extrañas convulsiones. Las manos temblorosas del verghastita estaban curvadas como garras por el espasmo muscular extremo. También se había mojado los pantalones.
—Ah, por Feth, el chiflado se ha mojado.
—¡Cierra esa maldita boca y ayúdame! —gruñó Dorden—. ¡Sosténle la cabeza! ¡Sosténle la cabeza, Greer! ¡Ahora! ¡Asegúrate de que no se la golpee con nada!
Bragg le arrancó a Greer el cañón automático y volvió corriendo a la orilla mientras colocaba una carga. El fuego enemigo seguía siendo denso. Diez o doce tiradores, calculó Bragg. Mientras se preparaba para disparar vio caer al río otro infardi alcanzado por un disparo de Nessa. La potencia de fuego imperial hacía que de los juncos se levantaran nubes de fibra blanca.
Bragg abrió fuego. Su primer intento hizo impacto en el agua y produjo una descomunal salpicadura. Corrigió la puntería y empezó a descabezar juncos, poniendo al descubierto y matando a tres o cuatro figuras vestidas de verde.
—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! —gritó Corbec.
En la otra orilla habían cesado los disparos.
—¿Todos bien?
Un coro de voces amortiguadas fue la respuesta.
—Volved al vehículo —ordenó Corbec—. Tenemos que ponemos en movimiento.
Salieron de Mukret en dirección oeste y a los tres kilómetros se apartaron de la carretera y pusieron el Chimera a cubierto entre unos acestus. Todos tenían todavía la respiración acelerada y el sudor les corría por la cara.
—¡Buena cosecha, muchacha! —le dijo Corbec a Nessa que le respondió con una inclinación de cabeza y una sonrisa.
—¿No los viste, Bragg?
—Estaba hablando con Vambs, jefe. Se empezó a poner raro y lo siguiente fueron los disparos.
—¿Doctor?
Dorden se volvió desde donde estaba acostado Vamberfeld en un jergón, sobre el compartimento de carga.
—El ataque ya pasó. No tardará en recuperarse.
—¿Qué fue? ¿Otra vez el choque traumático?
—Eso creo. Una reacción fisiológica extrema. Este pobre hombre está muy enfermo. Tiene una enfermedad que a todos nos resulta difícil de entender.
—Es un chiflado —dijo Greer.
Corbec volvió su gran corpachón para enfrentarse con Greer.
—Si te vuelvo a oír hablar así, te rompo la cara. Es uno de nosotros. Necesita nuestra ayuda y vamos a dársela. Y no vamos a hacer que se sienta mal cuando se recupere. Lo que menos necesita es sentir que tenemos algo en su contra.
—Ha hablado usted como un verdadero médico, Colm —dijo Dorden.
—Bien. Apoyo. ¿Podemos dárselo entre todos? ¿De acuerdo?
—¿Y ahora qué? —preguntó Daur.
—Seguimos hacia el cruce. El problema es que a estas alturas es muy probable que sepan que vamos hacia allí. Tenemos que actuar con cautela.
* * *
Les llevó el resto de la tarde llegar a Nusera. Avanzaban lentamente y hacían paradas frecuentes. Milo no se apartaba del equipo de radio por si captaba alguna transmisión del enemigo. Sólo había ruido de fondo. Cuánto le habría gustado tener un auspex.
Se pararon más o menos un kilómetro antes del cruce, y Corbec, Milo y Nessa se adelantaron a pie para explorar. Sanian insistió en acompañarlos. Cruzaron varios campos de regadío y una pradera dedicada a pastos donde yacían los esqueletos de dos quelones cuyos enormes huesos se calcinaban al sol. Pasaron por una extensión boscosa donde vieron urnas de madera ricamente tallada plantadas sobre postes gruesos también decorados. Corbec había visto muchas semejantes a lo largo de la carretera de Tembarong.
—¿Qué son? —le preguntó a Sanian.
—Tumbas palafíticas —respondió—. El descanso final de sacerdotes peregrinos que mueren en el camino santo. Son sagradas.
Los cuatro fueron bordeando la ciénaga ocultándose en las sombras de las tumbas palafíticas. Sanian hizo un gesto de respeto ante cada una de ellas.
«Peregrinos que morían en el camino», pensó Corbec. Tristemente, se identificaba demasiado bien con ellos.
Al pasar por otra densa arboleda, Corbec pensó que desde allí se olía el río, pero él tenía el olfato atrofiado por los muchos años que llevaba filmando cigarros baratos. Nessa sí que pudo identificar el olor.
—Promethium —dijo por señas.
Tenía razón, era el olor de ese combustible. Unos cientos de metros más adelante empezaron a oír el ruido de los motores.
Atravesaron la entrada de un camino cubierto por la vegetación que accedía a la carretera desde el norte e hicieron el último trecho reptando entre los arbustos hasta llegar al cruce.
Del otro lado del río una columna de carros blindados y transportes pintados de color verde lima iban desembocando en la carretera de Tembarong desde los campos cultivables del sur. Corbec contó por lo menos cincuenta vehículos, y ésos eran sólo los que se veían. En torno a los transportes que avanzaban con lentitud iba la infantería infardi, y por encima del ronco ruido de los motores pudo oír los cánticos y las alabanzas. Había una frase que se repetía una y otra vez y en el que se mencionaba el nombre de Pater Pecado.
—El maldito Pater Pecado —murmuró Corbec.
Milo observaba el espectáculo entre escalofríos. Después de Doctrinópolis, a pesar de la catástrofe de la Ciudadela, se suponía que los infardi estaban derrotados y que los que quedaban habían huido en desbandada hacia el interior, pero aquí había un maldito ejército que marchaba hacia el norte con un propósito. Y por los indicios de lucha de la noche anterior, las fuerzas de Gaunt se habían encontrado con otro semejante en Bhavnager.
Milo pensó que los infardi tal vez habían permitido que cayeran las ciudades de Hagia a fin de tener ocasión de reagruparse y estar preparados para recibir los refuerzos de su flota. Era una idea descabellada, pero tenía visos de realidad. Nadie era capaz de predecir las tácticas ilógicas del Caos. Acaso al enfrentarse a una fuerza imperial de liberación imponente, se habían limitado a abandonar las ciudades dejando tras de sí trampas como la de la Ciudadela y a retirarse y disponerlo todo para la siguiente fase, una fase que no tenían dudas de que ganarían.
—Imposible ir por ese camino —susurró Corbec volviéndose a mirar a sus compañeros. Suspiró y bajó la vista, aparentemente derrotado—. Diablos… A lo mejor deberíamos desistir.
—¿Y si seguimos el río hacia el norte en vez de ir por la carretera? —preguntó Milo.
—No hay camino, chico.
—Sí, sí que lo hay, jefe. Los… ¿cómo los llaman? Los sooka. Sanian ¿qué son?
—Acabamos de pasar uno hace un rato. Son las cañadas, más antiguas incluso que la ruta de los peregrinos. Son los caminos que usan los pastores para llevar a los rebaños de quelones hacia los pastos altos y traerlos de vuelta para el mercado todos los años.
—¿De modo que suben hacia las Colinas Sagradas?
—Sí, pero son muy antiguos. No están hechos para las máquinas.
—Eso ya lo veremos —dijo Corbec cuyos ojos habían recuperado el brillo. Palmeó a Milo en el brazo alegremente—. Vaya cabeza que tienes, Brin. Eso es pensar. Vamos a ver.
Fue así que el Carro de los Heridos empezó a abrirse paso hacia el norte esa noche, cuando ya había oscurecido, por los sooka que se extendían al este del río sagrado. La mayor parte del camino era muy estrecha y formaba un surco profundo hecho por miles de años de tránsito. El Chimera avanzaba a tumbos y se sacudía violentamente. De vez en cuando, los miembros del equipo tenían que desmontar y cortar la maleza alumbrados por los focos del vehículo.
La guardia de honor les llevaba ahora unos ciento cincuenta kilómetros de ventaja. Además, ellos avanzaban más lentamente y se iban desviando ostensiblemente hacia el norte.
Vamberfeld dormía. Soñaba con la pastorcilla, con sus crías de quelón y con los ojos penetrantes de la niña.