Desde Mukret, la carretera avanzaba hacia el oeste, hacia el cruce de Nusera, donde el río sagrado la cruzaba formando un meandro. Al norte del cruce, el río bajaba por un cauce sinuoso desde las fuentes que brotaban en las colinas, a ciento cincuenta kilómetros de distancia.

El segundo día de la misión amaneció con una luz suave y brillante. Una espesa nuble blanca cubría las llanuras bajas del valle fluvial. La punta de lanza de exploración a las órdenes de Mkoll abandonó Mukret atravesando las nieblas matinales a una velocidad moderada debido a la escasa visibilidad.

Gaunt y Kleopas habían reunido a tres Salamandra de exploración que transportaban a una docena de Fantasmas, dos tanques Conquistador y uno de los dos tanques Destructor de los Pardus. El grueso del convoy partió de Mukret una hora más tarde.

Era la intención de Gaunt llegar a la comunidad agrícola de Bhavnager a la segunda noche. Esto significaba casi noventa y cinco kilómetros por carreteras aceptables, pero las nieblas estaban frenando su avance. En Bhavnager, según los informes de inteligencia, podrían repostar combustible para las posteriores etapas del viaje. Bhavnager era la última población de tamaño apreciable en el tramo norte-oeste de la carretera. Marcaba el final de las llanuras cultivables y el comienzo de los distritos boscosos que cubrían las laderas de las Colinas Sagradas. A partir de Bhavnager, la marcha se haría mucho más dura.

El ayatani Zweil había accedido a acompañar al grueso del convoy y viajaba con Gaunt en su Salamandra de mando por invitación personal del propio coronel-comisario. Parecía intrigado por la misión imperial; nadie le había dicho cuál era el destino pretendido, pero era evidente que tenía ideas propias, y una vez que llegaran a la bifurcación norte-oeste en Limata no habría error posible en cuanto al destino final.

—¿Cuánto suelen durar estas nieblas, padre? —preguntó Gaunt mientras el convoy avanzaba a través de las pálidas brumas. Era una mañana luminosa, y las nieblas resplandecían por efecto de la luz del sol, pero ellos sólo podían ver a unas cuantas decenas de metros de distancia. El sonido de los motores del convoy, amplificado, reverberaba en el denso vapor.

Zweil jugueteaba con su larga barba blanca.

—En esta época, a veces se mantiene hasta mediodía. Creo que ésta es más ligera y levantará antes, y cuando lo haga será de repente.

—Si me permite decirlo, usted no se parece mucho a los otros ayatani que he conocido aquí. Ellos parecían vinculados a un santuario y a lugares particulares de culto.

—Esos son tempelum ayatani —respondió Zweil con una risita—, dedicados a los santuarios. Yo soy un imhava ayatani, que significa «sacerdote errante». Nuestra orden celebra a la Santa venerando las rutas de sus viajes.

—¿Sus viajes aquí?

—Sí, y en otros lugares. Algunos de los míos están allá arriba —dijo señalando el cielo con un dedo huesudo, y Gaunt se dio cuenta de que se refería al espacio más allá de Hagia.

—¿Hacen viajes estelares?

—Así es. Recorren la ruta de su Gran Cruzada, de su peregrinaje bélico a Harkalon, el amplio circuito de regreso. Se puede tardar toda una vida, más que una vida. Pocos realizan todo el circuito y regresan a Hagia.

—Imagino que especialmente en los tiempos que corren.

Zweil asintió con aire pensativo.

—El regreso del archienemigo a los Mundos de Sabbat ha hecho que este deambular se convierta en una empresa más peligrosa.

—Pero ¿usted se conforma con hacer aquí sus viajes santos?

Zweil sonrió ampliamente dejando ver su boca desdentada.

—En la actualidad, sí, pero en mi juventud recorrí su sendero estelar. Fui a Frenghold antes de que Hagia exigiera mi regreso.

—¿De modo que viajó fuera de este mundo? —Gaunt manifestó su sorpresa.

—No todos somos insignificantes campesinos de parroquia, coronel-comisario Gaunt. Yo también he tenido mi cuota de estrellas y de otros mundos. He visto unas cuantas maravillas por el camino, pero nada que me incitara a quedarme. Se tiene una idea exagerada de lo que es el espacio.

—Eso mismo pienso yo —dijo Gaunt con una sonrisa.

—El objetivo principal de un imhava ayatani es rehacer las rutas de la Santa y ofrecer ayuda a los creyentes y peregrinos que encuentra a lo largo del camino. Somos guardianes del camino. Creo que es mezquino que un sacerdote permanezca en un santuario o templo para ofrecer ayuda a los peregrinos que llegan. El viaje es la parte más dura y es en el trayecto donde la mayor parte tiene necesidad de un sacerdote.

—Es por eso que ha accedido a venir con nosotros ¿no es cierto?

—He venido porque me lo pidieron, con cortesía, podría añadir. Pero ustedes son peregrinos al fin y al cabo.

—Yo no diría que somos exactamente…

—Pero yo sí. Con devoción y resolución están siguiendo uno de los caminos de la Santa. Después de todo se dirigen al Santuario.

—Yo nunca he dicho…

—No, no lo dijo, pero los peregrinos suelen viajar hacia el este. —Con un gesto señaló hacia atrás, más o menos en dirección a Doctrinópolis—. Hay una sola razón para viajar en esta dirección.

El transmisor lanzó un chirrido y Gaunt bajó al puesto de conducción para responder. Mkoll le informó. El grupo de reconocimiento acababa de vadear el río sagrado en Nusera e iba a buena marcha hacia Limata. Dijo que la niebla estaba empezando a levantarse.

Cuando Gaunt volvió a su asiento encontró a Zweil hojeando su ajado ejemplar del evangelio de Sabbat.

—Un libro muy leído —dijo Zweil sin intención alguna de dejarlo a un lado—. Eso es siempre una buena señal. Jamás me fío de un peregrino que tiene una copia nueva y prístina. Los textos que usted ha marcado son interesantes. Se puede descubrir el carácter de un hombre por las lecturas que elige.

—¿Qué puede descubrir de mí?

—Está usted atribulado…, de ahí las numerosas anotaciones en los Credos Devocionales… y abrumado por la responsabilidad y por las exigencias de su misión en particular…; estas tres selecciones en las Epístolas del Deber demuestran que busca respuestas, o tal vez formas de luchar contra los demonios interiores…, es evidente por el número de tiras de papel que ha usado para marcar las páginas de las Doctrinas y Revelaciones. Usted aprecia la batalla y el valor… los Anales de la Guerra, aquí… y es usted un sentimental por lo que respecta a la bella poesía devocional…

Le mostró el libro abierto en los Salmos de Sabbat.

—Muy bien —dijo Gaunt.

—Sonríe usted, coronel-comisario Gaunt.

—Soy un comandante imperial al mando de una misión especial. Podría haber adivinado todo eso sin necesidad de mirar las anotaciones en el libro.

—Y así fue —rió Zweil. Cerró cuidadosamente el evangelio y se lo devolvió a Gaunt—, Si me permite, coronel-comisario… el evangelio de nuestra Santa sí contiene respuestas, pero las respuestas no siempre son literales. No basta con leer el libro de cabo a rabo para que se revelen. Uno tiene que… sentir. Hay que buscar más allá del significado desnudo de las palabras.

—Estudié interpretación de textos en la Schola Progenium…

—Oh, seguro que sí. Y por eso puede decirme que cuando la Santa habla de la «flor encamada» se refiere a la guerra, y cuando dice «el caudaloso río de aguas puras» está hablando de la fe humana. A lo que yo me refiero es que las lecciones de Santa Sabbat son misterios oblicuos que deben penetrarse por la experiencia y la fe innata. No estoy seguro de que usted los tenga. Ya habría encontrado las respuestas que busca si los tuviera.

—Ya entiendo.

—No pretendo faltarle al respeto. Hay altos ayatani en la ciudad santa que no hacen más que leer y releer este libro y se consideran iluminados.

Gaunt no respondió. Echó una mirada desde el bamboleante tanque y vio que la niebla empezaba a diluirse con notable rapidez. Ya empezaban a verse las líneas de árboles de la orilla del río.

—¿Cómo tengo que empezar, entonces? —preguntó con expresión sombría—. Porque, y lo digo sinceramente, padre, necesito las respuestas, ahora más que nunca.

—No puedo ayudarle en eso. Sólo puedo decirle que empiece por sí mismo. Es un viaje que debe hacer sin moverse. Ya le dije que usted era un peregrino.

Media hora más tarde llegaron al cruce de Nusera. La carretera conducía a un lecho poco profundo de guijarros que permitía vadear la corriente del río. En ambas orillas había bosquecillos de güilos y cientos de picos de horquilla se desplegaron como un abanico hacia el cielo al oír el rugido de los motores. Al batir el aire, sus alas hacían tanto ruido como un omitóptero artillado.

Un campesino solitario montado en un viejo quelón hembra les dijo adiós con la mano. Uno por uno, los vehículos de la guardia de honor vadearon el río levantando tanta agua y tan alto que fueron dejando tras de sí una estela de arcoiris.

* * *

Limata era otra población muerta. La punta de lanza de Mkoll llegó poco antes de las once y media. La niebla se había desvanecido, el sol brillaba y el aire estaba quieto. El día iba a ser todavía más caluroso que el anterior.

Al frente se veían los tejados calcinados de Limata, polvorientos y abandonados, con sus tejas de color rosado brillando bajo el sol. Ni la más leve brisa, ni un solo sonido, ninguna columna de humo sobre la aldea que delatara la presencia de una cocina encendida. Aquí se dividía la carretera de Tembarong: un ramal se dirigia al sudoeste, hacia Hylophon y al propio Tembarong. El otro se internaba en las tierras altas del noroeste y en la espesura humeante de la selva. Cuarenta kilómetros más adelante en esta dirección estaba Bhavnager.

—Reducir la marcha hasta parar —ordenó Mkoll por su enlace de voz—. Infantería, carguen armas principales. Vamos a entrar.

El capitán Sirus, al mando de los efectivos Pardus, respondió de inmediato desde su Conquistador.

—Déjenos a nosotros, Tanith, les pasaremos por encima.

—Negativo. Alto.

Los vehículos se detuvieron a seiscientos metros del perímetro de la ciudad. Los Fantasmas descendieron de los Salamandra. Los motores encendidos retumbaban en el aire seco y caliente.

—¿A qué viene la demora?

—Permanezcan a la espera —replicó Mkoll. Buscó a su alrededor al soldado Domor, uno de los que habían echado pie a tierra—. ¿Está seguro?

—Tan seguro como que me llaman Shoggy —asintió Domor limpiando cuidadosamente con un fieltro el polvo de las lentes de sus ojos artificiales—. Se puede ver que la superficie de la carretera ha sido rota y reparada.

La mayoría de los presentes no veía nada, pero Mkoll tenía la vista más aguda de todo el regimiento y la especialidad de Domor eran las minas de tierra.

—¿Quiere que haga un barrido?

—Podría ser. Desembarque su equipo, pero no avance hasta que se lo diga.

Domor se acercó a su Salamandra con los soldados Caober y Uril para desembalar las unidades de rastreo.

Mkoll desplegó grupos de ataque en los huertos de acestus que había a ambos lados del camino, Mkvenner a la izquierda y Bonin a la derecha, con tres hombres cada uno.

A los pocos segundos de entrar, los hombres se habían vuelto invisibles entre las sombras moteadas de los frutales. Sus capas de camuflaje habían absorbido la configuración de lo que los rodeaba.

—¿A qué se debe la demora? —preguntó desde atrás el capitán Sirus. Mkoll se volvió. Sirus había bajado de su Conquistador, el Ira de Pardua, y se había acercado a ver. Era un hombre robusto de algo más de cincuenta años, con la característica piel aceitunada y la nariz aguileña de los Pardus. A Mkoll siempre le había parecido un optimista insensato y se había sentido decepcionado cuando Kleopas lo había designado para la punta de lanza de Mkoll.

—Tenemos minas en la carretera, a poca distancia de aquí, y tal vez más allá. —Mkoll señaló con un gesto—. Y el lugar está demasiado tranquilo para mi gusto.

—¿Táctica? —fue la escueta pregunta de Sirus.

—Voy a enviar a mis rastreadores a despejar la carretera para ustedes y a infiltrar a mis hombres desde los lados.

Sirus asintió con aire de suficiencia.

—Se nota que es usted de infantería, sargento. Y muy bueno, según tengo entendido, pero no tiene la experiencia de los blindados. ¿Quiere tomar este lugar? Mi Ira puede hacerlo.

A Mkoll se le cayó el alma a los pies.

—¿Cómo?

—Para eso creó el Adeptus Mechanicus las palas topadoras. Dé la orden y le demostraré cómo trabajan los Pardus.

Mkoll giró sobre sus talones y se dirigió de vuelta a su Salamandra. No era así como entendía él las patrullas de reconocimiento. Indudablemente no quería que los vehículos pesados de los Pardus iluminaran toda la colina para que pudieran verse sus armas pesadas. Estaba seguro de poder ocupar Limata a su modo, con sigilo. Sin embargo, Gaunt le había recomendado que cooperara con los aliados.

Se acercó al Salamandra y cogió el microteléfono de la radio.

—Reconocimiento a uno.

—Uno, adelante.

—Tenemos una posible obstrucción aquí, en Limata. Un campo de minas. Pido permiso para que el capitán Sirus entre con sus blindados abiertamente.

—¿Es necesario?

—Usted dijo que fuéramos condescendientes.

—Eso dije. Permiso concedido.

Mkoll colgó el microteléfono y llamó al grupo de Domor.

—Guárdenlo todo. Les toca a los Pardus.

De mala gana empezaron a desmontar el equipo de rastreo.

—Capitán. —Mkoll miró hacia donde estaba Sirus—. Todo suyo.

Sirus, inmensamente complacido, volvió a su tanque que esperaba con el motor en marcha.

Obedeciendo las órdenes que impartió desde la escotilla abierta de su torreta, los dos Conquistador pasaron delante de los Salamandra que esperaban y se adelantaron por la carretera. El siniestro Destructor esperaba detrás con las turbinas ronroneando apenas.

Los métodos de limpieza de minas del capitán Sirus eran tan brutales como ensordecedores. Las enormes palas levantaron la superficie de la carretera y lanzaron hacia arriba las minas enterradas que detonaron ante ellos. Por delante de los tanques que avanzaban todo era un remolino de llamas y de escombros. Si las minas hubieran explotado al paso de un vehículo, lo habrían dejado inservible o destrozado, pero arrancadas como las semillas de un melón o como los terrones removidos por el arado, explotaron sin producir daño, chamuscando apenas las palas de los tanques.

Mkoll tuvo que admitir que había sido una impresionante demostración.

Por encima de la carretera se extendió una nube de humo y polvo que alcanzó a Mkoll y a los Salamandra que esperaban. Mkoll se protegió los ojos y obstinadamente mantuvo a sus grupos de disparo apostados a los lados de la carretera.

En menos de seis minutos, el Ira de Pardua y su gemelo, el León de Pardua entraban en Limata. A sus espaldas, la carretera quedaba agujereada y en llamas.

Mkoll subió al guardafuegos de su Salamandra y ordenó que los tres tanques ligeros avanzaran tras ellos.

Miró a su alrededor. El Destructor había desaparecido.

—¡Por Feth! —¡Como podía desaparecer algo tan grande, tan pesado y tan feo!

—¡Mando de reconocimiento a Destructor! ¿Dónde diablos están?

—Destructor a mando. Perdón por haberlo asustado. Despliegue estándar del regimiento. Nos retiramos de la carretera para quedar ocultos. Los asaltos frontales son trabajo de los Conquistador y Sirus sabe lo que se hace.

—Entendido, Destructor. —Mkoll, que en general no tenía experiencia en guerra de blindados, ya había observado las evidentes diferencias entre los tanques de combate Conquistador y los Destructor, más bajos. Mientras que los Conquistador eran grandes y altivos, con sus enormes torretas artilladas, los Destructor tenían el casco largo y elegante, y su arma principal sobresalía hacia adelante desde sus lomos gibosos. Los Destructor eran depredadores, cazadores de tanques, armados con un solo y colosal cañón láser. Mkoll pensó que eran el equivalente de un francotirador de infantería: preciso, astuto, certero y sigiloso.

El Destructor que se había asignado a la punta de lanza de reconocimiento llevaba el nombre de Vengador Gris. Su comandante era un tal capitán LeGuin al que Mkoll nunca había visto cara a cara. Sólo lo conocía por su tanque.

A través de la humareda Mkoll vio que los Conquistador ya estaban en la aldea. Corrían levantando polvo a montones. Desde la izquierda les llovían los disparos de armas de pequeño calibre.

El Ira de Pardua giró su torreta e hizo volar por los aires una casa de un solo cañonazo. Su compañero empezó a disparar al flanco derecho de la parte principal de la población. Las casas palaflticas se desintegraban e incendiaban. Los lanzallamas que llevaban montados ambos Conquistador abrían boquetes en los edificios apiñados y los transformaban en ruinas llameantes. Por el intercomunicador llegaron los gritos de triunfo del capitán Sirus. Mkoll podía verlo apoyando las ráfagas del arma principal con la que tenía montada en el pivote central de su torreta.

—Eso no es más que alardear —dijo Domor a su lado.

—Los chicos de los tanques —murmuró Caober—. Siempre tratando de demostrar quién manda.

Al avanzar encontraron los restos ensangrentados de unas tres docenas de infardi dentro de las ruinas que había dejado Sirus a su paso. Limata estaba tomada. Mkoll se lo hizo saber a Gaunt y siguió avanzando en punta de lanza, junto con sus grupos de ataque y reforzando la fuerza con los Salamandra al frente. El Destructor salió de su escondite y se incorporó a la retaguardia de la columna.

—¡Próxima parada, Bhavnager! —gritó Sirus entusiasmado desde su Conquistador.

—En marcha —ordenó Mkoll.

* * *

A más de un día detrás de ellos, el improvisado pelotón de Corbec pasó por el lugar de la emboscada sorteando la chatarra de los Salamandra y los Chimera que los Troyano de las fuerzas especiales habían empujado hacia los lados de la carretera.

Corbec ordenó un alto. La turbina del Chimera se estaba recalentando y los soldados desmontaron para tomarse un descanso.

Corbec, Derin y Bragg anduvieron por las márgenes de la carretera donde un trozo de tierra removida y filas de estacas recién cortadas marcaban las tumbas de los caídos.

—Esto nos lo perdimos —observó Derin.

Corbec asintió. El lugar marcaba la primera actuación de los Fantasmas en la que él no había tomado parte. No precisamente. Había hecho todo el camino desde Tanith para estar con sus hombres, y aquí lucharon y murieron mientras él estaba tendido en una cama a millas de distancia.

Le dolía el pecho. Se tomó otro par de analgésicos con un trago de agua tibia de su cantimplora.

* * *

Greer había bajado del Chimera en plena carretera y empujado hacia atrás el carenaje lateral de donde salió un humo negro y grasiento. Manipuló con una llave, tratando de aliviar sus achacosos sistemas.

Milo pensó en hablar con Sanian, pero la esholi se había acercado a la orilla del río con Nessa. Parecía que la verghastita le estaba enseñando a la estudiante los rudimentos del lenguaje de signos.

—Le gusta aprender, ¿no es cierto?

Milo se volvió y se encontró con la sonrisa del capitán Daur.

—Sí, señor.

—Me alegro de que la encontrara, Brin. No creo que hubiéramos durado mucho sin un buen guía.

Milo se sentó en un tronco al borde del camino y Daur hizo lo mismo a su lado, moviendo con cuidado su cuerpo herido.

—¿Qué sabe usted, señor? —preguntó Milo.

—¿Sobre qué?

—Sobre esta misión. Corbec dijo que usted sabía tanto como él. Que usted… hum… había sentido lo mismo.

—No puedo darle una explicación si es lo que busca. Sólo sé que algo en mi cabeza me mueve a…

—Ya entiendo…

—No, no lo entiende. Yo sé que no lo entiende, y lo quiero como a un hermano por atreverse a venir hasta aquí sin saber nada.

—Confio en el coronel.

—Y yo también. ¿No ha tenido usted sueños? ¿Visiones?

—No, señor. Todo lo que tengo es mi lealtad hacia Corbec. Eso es todo lo que sé. Por ahora es todo lo que necesito.

—Pero nos consiguió nuestra guía —dijo de repente una voz calma, delicada.

—¿Que hice qué?

Daur hizo una pausa y parpadeó.

—¿Qué? —le preguntó a Milo que lo miraba con incredulidad.

—Usted dijo: «Pero nos consiguió nuestra guía»… acaba de decirlo. Su voz sonó extraña.

—¿Dije eso? ¿Fue eso?

—Sí, señor.

—Me refería a Sanian…

—Eso ya lo sé, pero fue una manera muy extraña de decirlo.

—No lo recuerdo… Diablos, no recuerdo haber dicho eso.

Milo miró a Daur con desconfianza.

—Con todo respeto, capitán. Todo esto me parece extraordinario.

—Milo, créame que también a mí me lo parece —respondió Daur.

* * *

—Doctor.

—Corbec.

Estaban en los bosquecillos que dominaban el lugar de la inhumación. Era la primera ocasión que tenían de hablar a solas desde que habían salido de Doctrinópolis.

—¿Dijo usted su hijo? ¿Mikal?

—Mi hijo.

—¿En sus sueños?

—Ya lleva días así. Creo que empezó cuando lo estábamos buscando a usted en la Ciudad Vieja, maldito bastardo.

—¿No había soñado con Mikal antes de eso?

Mikal Dorden había muerto en Verghast. Había sido el único Tanith que había escapado a la destrucción de aquel mundo con un pariente vivo. El soldado Mikal Dorden. El médico en jefe Tolin Dorden, ambos Fantasmas, padre e hijo, hasta que… la Colmena Vervun y la Puerta Veyveyr.

—Por supuesto, todas las noches, pero no de esa manera. Era como si Mikal quisiera que yo supiera algo, que estuviera en alguna parte. Todo lo que decía era Sabbat Mártir. Me di cuenta cuando usted pronunció las palabras.

—Va a ser duro —dijo Corbec en voz baja— subir hasta allí.

Señaló hacia las Colinas Sagradas que se veían a lo lejos, oscurecidas en parte por la amenaza de una tormenta que se cernía sobre los bosques.

—Estoy dispuesto, Colm —sonrió Dorden—. Y creo que los demás también lo están, pero vigile al soldado Vamberfeld. Su bautismo de fuego no fue demasiado bien. Choque traumático. Puede que lo supere naturalmente, pero hay quienes no lo consiguen. No creo que debiera estar aquí.

—A decir verdad, ninguno de nosotros debería estar aquí. Cogí lo que pude. Pero tomo nota, lo tendré vigilado.

* * *

—Yo te respeto.

—Claro que si, chico —dijo Greer mientras trataba de devolver la salud a los motores del Chimera.

—Pero es cierto, te respeto —repitió el soldado Vamberfeld.

—¿Y a qué se debe? —preguntó como al pasar mientras desenchufaba una tubería de combustible.

—Por unirte a este peregrinaje. Es algo tan santo. Tan sagrado.

—Ah, claro que es sagrado —gruñó Greer.

—¿A ti te habló el espíritu de la Santa? —preguntó Vamberfeld.

Greer se volvió a mirarlo enarcando cínicamente una ceja.

—¿Te habló a ti?

—¡Por supuesto que sí! ¡Se me apareció triunfal y sublime!

—Es fantástico. Ahora tengo que arreglar un motor.

—La Santa te guiará en tu trabajo…

—¡Tonterías! Cuando Santa Sabbat se me manifieste y me ayude a reparar el termocambiador, entonces lo creeré.

Vamberfeld lo miró un poco cariacontecido.

—Entonces ¿por qué has venido?

—Por el oro, naturalmente —dijo Greer subrayando cada palabra como si le estuviera hablando a un niño.

—¿Qué oro?

—El oro que hay en esas montañas. ¿Daur no te ha hablado de eso?

—N-no…

—¡Es la única razón por la que estoy aquí! Los lingotes de oro. Ésa fue mi motivación.

—Pero no hay ningún tesoro. Nada físico. Sólo fe y amor.

—Porque tú lo digas.

—El capitán no mentiría.

—Por supuesto que no.

—Nos quiere a todos.

—Claro que sí. Ahora, si me disculpas…

Vamberfeld asintió y se alejó obedientemente. Greer sacudió la cabeza y volvió a su trabajo. No entendía a estos Tanith, demasiado devotos para su gusto. Desde que había llegado a Hagia no había hecho más que oír a los hombres hablar de fe y de milagros. Sí, éste era un mundo santuario. ¿Y qué? A Greer no le iban demasiado esas cosas. Uno vive y muere, fin de la historia. A veces uno tiene suerte y vive bien. Otras no tiene suerte y tiene una mala muerte. Dios y los santos y los benditos ángeles y todas esas cosas eran el tipo de tonterías con que los hombres se llenaban la cabeza cuando la mala suerte llamaba a la puerta.

Se limpió las manos con un trapo y volvió a enganchar el manguito. Este grupo de perdedores eran una panda de locos. El coronel y el doctor y el triste caso de Vamberfeld, eran unos lunáticos que veian visiones y santos. Nada más que visiones. Lo de la chica sorda no lo entendía. El grandote era un idiota. El chico ese, Milo, iba a lo suyo y sólo estaba aquí porque iba detrás de esa chica local que, dicho sea de paso, era un hueso duro de roer en la humilde opinión de Greer. Derin era el único que tenía alguna posibilidad de estar en su sano juicio. Greer estaba seguro de que Derin también venía por el oro. Daur debía de haber convencido al resto de los lunáticos para que vinieran aprovechándose de su obsesión por la Santa.

Daur era un caso difícil. Parecía tan elegante y tan incondicional. La viva imagen del oficial joven, de buena cuna. Pero en el fondo tenía el corazón de un intrigante bastardo. Greer conocía bien a los de su calaña. No le había caído bien desde el momento mismo en que se habían conocido en la explanada de la oración. Ponerlo en evidencia de aquella manera delante de sus hombres. Si había acabado herido había sido porque se había visto obligado a jugarse el todo por el todo en la lucha para probar su coraje y recuperar su buen nombre. Pero Daur necesitaba un conductor y le había hablado del botín. El oro del templo, las pilas de lingotes sacados en secreto del tesoro de Doctrinópolis para llevarlos a un escondite cuando llegara la invasión de los infardi. Eso era lo que le había dicho Daur. Se había aprovechado de la pista que le había dado un ayatani moribundo. Para Greer aquello era motivo suficiente para desertar.

No le sorprendería nada que Daur intentase deshacerse de los demás una vez que estuvieran sanos y salvos. Greer se cubriría muy bien las espaldas cuando llegara el momento. Sería el primero en atacar llegada la ocasión. Por ahora sabía que estaba a salvo. Daur lo necesitaba más que a ningún otro.

Vamberfeld era el que más lo preocupaba. Daur los había reclutado a todos, excepto a Sanian y a Milo, en el hospital, de entre los heridos, y todos tenían vendajes que lo demostraban. Todos excepto Vamberfeld. Era un caso psiquiátrico y Greer lo sabía. La timidez, la mirada perdida. Había visto antes esos síntomas en hombres que estaban a punto de perder la razón. La fiebre de la guerra.

Greer no quería estar cerca cuando sucediera.

Cerró la tapa del motor.

—¡Ya funciona! ¡Si vamos a irnos, que sea ahora!

La compañía volvió a subirse al Chimera. Por enésima vez en ese día, Corbec se preguntó en qué se había metido. A veces lo veía tan claro, pero otras veces estaba lleno de dudas. Había transgredido las órdenes y había convencido a otros ocho integrantes de la guardia para que hicieran lo mismo. Y ahora iban hacia territorio enemigo. Se preguntó qué pasaría si tenían que luchar. Milo estaba en su sano juicio y era físicamente apto, pero el doctor y Sanian no eran guerreros. Nessa se estaba recuperando de una herida de láser en el vientre, Bragg tenía un hombro inutilizado, Daur y Derin estaban heridos en el pecho y no podían moverse con rapidez, Greer tenía una herida en la cabeza y Vamberfeld estaba al borde de un colapso nervioso. Eso por no mencionar sus propias y dolorosas heridas.

No eran precisamente el equipo más apto y eficaz de la historia de la guardia, ni el mejor equipado. Cada soldado tenía un rifle láser, en el caso de Nessa un modelo largo de francotirador, y Bragg llevaba su cañón automático. Tenían una caja de cargas explosivas, pero no andaban sobrados de munición. Por lo que sabía tenían apenas media docena de tambores para el cañón. El Chimera tenía montado un bolter de asalto, pero teniendo en cuenta cómo había funcionado hasta el momento, Corbec no sabía cuánto tardarían en tener que seguir el camino a pie.

Se preguntaba qué haría Gaunt en esta situación y estaba casi seguro de saberlo.

Los haría fusilar a todos.

* * *

A través de los árboles y de las tupidas plantaciones de acestus y vipirium de delgados troncos que había a ambos lados del camino, se empezó a ver la silueta de Bhavnager.

Eran las últimas horas de la tarde pero el sol brillaba ferozmente y hacía un calor infernal. La calina distorsionaba las distancias. El equipo de reconocimiento había hecho un tiempo excelente y por las comunicaciones se sabía que el convoy principal estaba apenas setenta minutos por detrás de ellos.

Mkoll ordenó hacer un alto y se adentró en los bosquecillos junto con Mkvenner para explorar. Se agazaparon entre las sombras inclinadas de los frutales silvestres y examinaron los alrededores con sus magnoculares. El aire estaba inmóvil y asfixiante, tan seco y caliente como la arena recalentada. Los insectos sonaban como cronómetros entre los matojos.

Mkoll comparó lo que veía con el plano de la ciudad que figuraba en su mapa. Bhavnager era una población grande, dominada por un gran templo blanco con una estupa dorada hacia el este y una fila imponente de silos de ladrillo al sudoeste. Cometas y gallardetes votivos colgaban lacios de la cúpula dorada en el aire sin asomo de brisa. La carretera por la que iban, entraba por la esquina sudoriental, pasaba por el sur del templo e iba a dar a lo que parecía un gran mercado triangular que señalaba poco más o menos el centro de la ciudad y volvía a aparecer al norte de unos grandes edificios de las afueras que Mkoll supuso serían talleres de maquinaria. Un entramado de calles más pequeñas salía del mercado, rodeado de tiendas y viviendas.

—Parece tranquilo —observó Mkvenner.

—Pero esta vez con vida. Hay gente allá, en el mercado.

—Ya la veo.

—Y más allí, en la terraza inferior del templo.

—Centinelas.

—Sí.

Los dos descendieron un poco hacia adelante en una trayectoria paralela a la carretera. Una vez que la carretera salía de los bosquecillos de frutales recorría una extensión abierta y desprotegida de más de mil quinientos metros hasta las lindes de la ciudad. Los árboles habían sido talados y se habían eliminado los arbustos.

—No quieren que nadie los coja por sorpresa ¿verdad?

Mkoll levantó la mano, pidiendo silencio. Ahora ambos detectaron movimiento entre los árboles, veinte metros a la derecha, sobre la carretera.

Con Makvenner unos pasos por detrás, con el láser preparado para cubrirlo, Mkoll avanzó en silencio por la vegetación seca. Sacó su cuchillo de plata de la funda.

El hombre estaba vigilando la carretera desde una pequeña alcantarilla que había debajo de los árboles. Estaba de espaldas a Mkoll. Los vehículos del equipo de reconocimiento estaban fuera de su campo visual, al otro lado de la curva de la carretera, pero sin duda habría oído los motores. ¿Habría enviado ya una señal o estaría esperando a ver lo que aparecía por la curva?

Mkoll acabó con él de una cuchillada rápida y certera. El hombre no tuvo tiempo de darse cuenta de que estaba muerto.

Iba vestido de seda verde y llevaba la maldita piel cubierta de tatuajes.

Un infardi.

Mkoll revisó el cadáver y encontró un rifle automático, pero ningún transmisor. Colocado en un agujero hecho con la mano en un lado de la alcantarilla había un espejo redondo. Método de señalización simple pero eficaz, tal vez dirigido a otro vigía invisible apostado en la carretera. ¿Cuántos más? ¿Acaso habrían pasado ya delante de alguno?

Miró otra vez hacia la ciudad, justo a tiempo para ver la luz del sol que se reflejaba y lanzaba destellos sobre algo en la terraza del templo. Un minuto después, se repitió.

¿Una respuesta? ¿Una pregunta? ¿Una comprobación de rutina? Mkoll dudó entre usar o no el espejo. Los pondría sobre aviso si erraba la señal, pero acaso una falta de respuesta sería igualmente nefasta.

El destello se repitió en el templo.

—¿Jefe? —llegó sibilante la voz de Mkvenner por el intercomunicador…

—Adelante.

—Veo señales de destello.

—¿En el templo?

—No. Al otro lado de la carretera, a unos treinta metros de usted. Justo donde termina la hilera de árboles.

Mkvenner tenía un ángulo mejor. Mkoll retrocedió desde la alcantarilla sin hacer ruido e hizo un pequeño trayecto con la capa de camuflaje ceñida al cuerpo. Ahora podía ver al hombre, al otro lado de la carretera, oculto bajo una red de camuflaje. El hombre estaba mirando carretera arriba y al parecer no había detectado todavía a Mkoll.

Mkoll enfundó su cuchillo y levantó su rifle láser. El silenciador estaba atornillado en su sitio. Casi nunca lo retiraba cuando iba por el campo.

Esperó a que el hombre cambiase de posición y levantase su espejo y le disparó certeramente en la oreja. El infardi cayó y se perdió de vista.

Los exploradores volvieron hacia donde estaba el equipo de reconocimiento. Sirus estaba esperando junto con el comandante del otro Conquistador.

—Ni idea del número, pero el enemigo ha tomado la ciudad —explicó Mkoll—. Hemos acabado con un par de centinelas en la carretera. Están observando cuidadosamente la carretera y han despejado el acceso sur a la ciudad. Preferiría tomarme el tiempo necesario para dispersar a mis hombres por los bosques y detectar a otros posibles vigías y tal vez realizar una aproximación sigilosa después de que haya oscurecido, pero creo que el tiempo apremia. No tardarán en darse cuenta de que sus centinelas no responden, si es que no lo saben ya.

—Tenemos a todo el maldito convoy que llegará en menos de una hora —dijo Sirus.

—Puede que eso sea lo mejor —dijo el otro comandante, un hombre de escasa estatura llamado Farant o Faranter, Mkoll no lo había entendido bien—. Esperar hasta que llegue el grueso del destacamento y entrar con toda la fuerza.

A Mkoll le pareció que tenía sentido. Podían pasarse mucho tiempo aquí tratando de actuar con inteligencia. Tal vez ésta era una de las ocasiones en las que el uso de la fuerza bruta era el mejor recurso. Simple, directo, convincente. Nada de andarse con rodeos.

—Lo transmitiré al jefe —dijo, y se encaminó hacia su Salamandra.

Se oyó una detonación leve, distante, amortiguada por el aire inerte de la calurosa tarde. Un segundo más tarde un enorme alarido los puso sobreaviso.

—¡Ya llega! —gritó Sirus. Todos los hombres corrieron a ponerse a cubierto.

Con un rugido, el obús hizo impacto sobre la carretera, a veinticinco metros de donde ellos estaban y voló todos los árboles haciéndolos caer sobre la calzada. Un momento después, dos más explotaron entre los árboles que tenían a su izquierda, levantando montones de tierra y llamas hacia el cielo despejado.

Empezó a llover tierra sobre sus cabezas. Los Conquistador se pusieron a uno y otro lado de los Salamandra, el Ira de Pardua abrió el camino. Más obuses detonaron alrededor. O el enemigo había hecho un excelente trabajo de cálculo del alcance, o bien había tenido mucha suerte.

—¡Alto, Sirus, no avance! —gritó Mkoll por el intercomunicador mientras su Salamandra daba una sacudida hacia adelante. Tuvo que agacharse cuando los escombros levantados por un obús que había caído peligrosamente cerca empezaron a caer sobre su vehículo.

Les estaban disparando con más de un cañón. Puntos múltiples, tal vez cañones de campaña, artillería de gran calibre a juzgar por el tamaño de los impactos. ¿Dónde diablos podrían ocultar una batería de artillería?

El Conquistador de Farant quedó súbitamente abierto convertido en una gran bola de fuego. La explosión fue tan fuerte que la onda expansiva lanzó a Mkoll al suelo. Por todas partes llovían trozos del blindaje. Caober dio un grito al recibir el impacto de uno en la frente.

Los restos en llamas del tanque Pardus llenaban el centro de la carretera. La torreta estaba desintegrada, el blindaje fundido y retorcido, segmentos de las orugas se desprendían y diseminaban por todas partes.

—¡Blindados enemigos! ¡Blindados enemigos! —chilló Sirus por el enlace de voz.

Mkoll los vio. Dos grandes tanques de batalla, pintados de color lima brillante, con sus cañones principales rugiendo mientras se abrían paso a través de los árboles frutales para salir a la carretera delante de ellos.

Por eso no había visto posiciones de artillería, porque no era artillería.

Los infardi tenían vehículos blindados. Un montón de ellos.