—Hace una mañana hermosa, resplandeciente, Colm, perro viejo —anunció Doden entrando en la pequeña habitación que habían reservado para el segundo oficial al mando de los Tanith. La temprana luz del día entraba, lechosa, por la ventana orientada al oeste. El aire era fresco, pero traía la promesa de un día caluroso. De las salas del hospital llegaba un olor penetrante a antiséptico.
No hubo respuesta inmediata, pero era sabido que Corbec dormía profundamente.
—¿Ha dormido bien? —preguntó Dorden en tono coloquial mientras avanzaba hacia el armario que había junto a la cama cubierta con un mosquitero.
Confiaba en que el sonido de su voz fuera despertando lentamente al coronel para poder examinarlo. Más de un enfermero había recibido un puñetazo en la boca por despertar a Corbec con brusquedad excesiva.
Dorden cogió un pequeño tarro de loza lleno de analgésicos.
—¿Colm? ¿Cómo ha dormido? Quiero decir con todo ese ruido.
El ruido de la constante evacuación no había parado en toda la noche, e incluso ahora podía oír cómo golpeaban las cajas y el ir y venir de soldados en la calle. Cada media hora rugían sobre Doctrinópolis los motores de las naves de transporte que subían hacia el espacio.
El imponente edificio gótico de la Schola Medicae Hagias quedaba sobre la orilla occidental del río sagrado frente al Universitariat, ocupando el corazón de uno de los barrios más poblados y activos de la ciudad. La Schola Medicae, un dispensario municipal unido al hospital escuela del Universitariat, era una de las muchas instituciones de la ciudad que habían ocupado las fuerzas imperiales de liberación para atender a los heridos.
—Es curioso, yo no estoy durmiendo demasiado bien —dijo Dorden con aire ausente, sopesando el frasco lleno de píldoras—. Demasiados sueños. Sueño mucho con mi hijo estos días. Con Mikal, ya sabe. Aparece en mis sueños constantemente. No logro entender qué es lo que quiere decirme, pero está tratando de decirme algo.
Debajo de la ventana de la pequeña habitación se entabló una discusión. Unas voces airadas se alzaron en el aire tranquilo y despejado.
Dorden se dirigió a la ventana, la abrió y se asomó.
—¡Hablen en voz baja! ¡Se supone que esto es un hospital! ¡Un poco de consideración!
Las voces se alejaron y el médico se volvió hacia la cama velada por el mosquitero.
—Me parece que esto está medio vacío —dijo en voz baja moviendo el frasco—. ¿Ha estado tomando muchas? No es broma, Corbec. Son medicamentos muy potentes, si toma una dosis excesiva…
Su voz se fue apagando. Avanzó hacia la cama y apartó la tela.
La cama estaba vacía. Revuelta, como si alguien hubiera dormido en ella, pero vacía.
—¿Qué diablos…? —murmuró Dorden.
* * *
La basílica de Macharius Hagia era un edificio imponente situado en el lado oriental de los mercados de ganado del Foso Sagrado. Tenía cuatro torres hechas de sillería gris verdosa, una piedra importada de otro mundo y que formaba un marcado contraste con los rosados y cremas de la piedra del lugar. Sobre un gran plinto de ladrillo que había en el arco de la entrada se elevaba una enorme estatua del Señor Solar con armadura completa, elevando las garras relampagueantes al cielo en un gesto de desafio o de venganza.
El interior, apartado del calor agobiante del día, estaba fresco y agradable. Palomas y pájaros rata revoloteaban en los espacios abiertos del tejado atravesando los anchos rayos de sol que penetraban hasta el interior de la nave.
El lugar estaba atestado incluso a hora tan temprana. Ayatani de hábitos azules iban arriba y abajo preparándose para una de las ceremonias matutinas. Los esholi les traían y llevaban cosas, o atendían a las necesidades de los muchos cientos de fieles que se reunían en la gran nave. La brisa traía olor a pescado y a pan recién hechos desde el este, donde estaban las cocinas públicas anexas a la basílica y cuya labor humanitaria consistía en dar limosna y proveer dos veces al día al sustento de los peregrinos que acudían.
El olor hacía que Ban Daur sintiera hambre. Mientras avanzaba renqueando por la columnata principal entre los demás fieles, el estómago le rugía y le dolía. Se detuvo un momento y se apoyó sobre su bastón hasta que se le pasó el mareo. No había comido mucho desde que lo habían herido, en realidad, no había hecho mucho de nada. Los médicos le habían prohibido que se levantase de la cama, pero nadie mejor que él para saber cómo se sentía: fuerte, increíblemente fuerte. Y afortunado. La espada ritual había errado su corazón por un margen muy estrecho. Los médicos temían que la herida pudiera haber dejado secuelas en el músculo cardíaco, una debilidad capaz de convertirse en herida si no observaba el debido descanso.
Sin embargo, él no podía quedarse en la cama. Este mundo, Hagia… estaba próximo a su fin. Las calles estaban llenas de personal militar y de civiles que trataban de embalar y embarcar el contenido de toda una vida. En el aire se respiraba miedo y una extraña sensación de irrealidad.
Emprendió otra vez la marcha, pero pronto tuvo que detenerse. Todavía estaba mareado y a veces el dolor de la herida que tenía en el pecho le llegaba en fuertes oleadas.
—¿Está usted bien, señor? —preguntó un esholi que pasaba, un adolescente con el típico traje de seda color crema. En los ojos del joven de cabeza rapada se reflejaba la preocupación.
—¿Puedo ayudarlo a sentarse?
—Mmm… tal vez. Puede que me haya excedido.
El estudiante lo cogió por el brazo y lo guió hasta un banco próximo. Daur se dejó caer en él, agradecido.
—Está usted muy pálido. ¿Debería estar de pie?
—Tal vez no. Gracias. Me pondré bien ahora que estoy sentado.
El estudiante asintió y siguió adelante, aunque Daur volvió a verlo unos minutos después, hablando con varios ayatani y señalando con aire preocupado en dirección a Daur.
Daur hizo como que no los veía y se recostó en su asiento mirando al altar mayor. Lo peor era la dificultad para respirar. El ejercicio lo dejaba exhausto rápidamente, y después le costaba recuperar el aliento porque respirar hondo le producía un dolor insoportable en la herida.
No, eso no era lo peor. Un cuchillo en el pecho no era lo peor. Resultar herido en combate y perderse la última misión de su regimiento… ni siquiera eso era lo peor.
Lo peor era lo que tenía en la cabeza, y eso no quería abandonarlo.
Oyó voces que intercambiaban palabras duras allí cerca y se volvió a mirar, lo mismo que todos los fieles que lo habían oído. Dos ayatani estaban discutiendo con un grupo de oficiales de los Coloniales Ardeleanos. Uno de los Coloniales señalaba repetidamente el relicario.
—Pero es nuestro patrimonio. ¡No vamos a permitir que nadie saquee este lugar sagrado! —decía indignado, uno de los sacerdotes.
En los últimos días Daur había oído los mismos sentimientos expresados en reiteradas ocasiones. A pesar del mal abominable que avanzaba hacia ellos con evidente intención de engullir todo el mundo, pocos hagianos nativos estaban dispuestos a la evacuación. En realidad, muchos de los ayatani consideraban que la retirada de los iconos y las reliquias para salvaguardarlos equivalía a una profanación. Pero las órdenes del general Lugo habían sido estrictas e inflexibles. Daur se preguntaba cuánto tardarían en arrestar a un hagiano por obstrucción o en fusilarlo por desobediencia.
Sintió una simpatía enorme por los fieles. Era casi como si su herida hubiera sido una revelación. Siempre había sido un hombre fiel a su deber, fiel al credo imperial, un siervo del Dios-Emperador. Pero nunca se había considerado especialmente… devoto.
Nunca antes de ahora, antes de Hagia, hasta que una daga infardi se le había clavado entre las costillas. Era como si eso lo hubiera cambiado, como si hubiera sido transformado por el afilado acero y por su propia sangre derramada. Ya había oído casos de hombres que habían experimentado una transformación religiosa. Eso lo asustaba. Estaba dentro de su cabeza y no quería dejarlo en paz.
Sentía desesperadamente la necesidad de hacer algo. Recorrer renqueante la distancia de la enfermería al templo más próximo había sido el comienzo, pero no parecía haber conseguido mucho. Daur no sabía qué era lo que esperaba que sucediese. Tal vez una señal, un mensaje.
Esas cosas no parecían muy probables.
Suspiró y se apoyó en el respaldo con los ojos cerrados durante un momento. Estaba previsto que esa tarde a las seis se embarcase en una nave de transporte con los otros heridos que podían caminar. No era una perspectiva demasiado halagüeña. Le sonaba a deserción.
Cuando abrió los ojos vio una figura familiar entre los fieles, al pie del altar mayor. Fue tal su sorpresa que parpadeó confundido.
No se había equivocado. Era Colm Corbec, que llevaba el brazo izquierdo en un cabestrillo pegado a su pecho vendado. La manga de su chaqueta negra de faena colgaba vacía mientras él oraba, de rodillas.
Daur esperó. Al cabo de unos minutos Corbec se puso de pie, se volvió y vio a Daur sentado en un banco. Una mirada intrigada cruzó el pálido rostro del gigante. Se acercó enseguida.
—No esperaba verlo aquí, Daur.
—Yo tampoco esperaba verlo a usted, coronel.
Corbec se sentó a su lado.
—¿No debería estar en la cama? —preguntó Corbec—. ¿Qué? ¿Qué le resulta tan gracioso?
—Iba a preguntarle lo mismo.
—Ya, bueno… —murmuró Corbec—. Ya me conoce. No puedo estar sin hacer nada.
—¿Se ha sabido algo de la guardia de honor?
—Nada, maldita sea. —Corbec sacudió la cabeza—. Pero yo…
—¿Usted qué?
—Nada.
—Vamos, empezó a decir algo.
—Algo que no creo que usted pueda entender, Daur.
—De acuerdo.
Estuvieron sentados en silencio durante un rato.
—¿Qué? —Daur miró bruscamente a Corbec.
—¿Cómo qué? —gruñó Corbec.
—Usted habló.
—No lo hice.
—Acaba de hacerlo, coronel. Usted dijo…
—No dije nada, Daur.
—Usted dijo Sabbat Mártir, yo lo oí.
—No fui yo. No dije nada.
—No importa —dijo Daur rascándose la mejilla.
—¿Cuáles… cuáles fueron las palabras?
—Sabbat Mártir, o algo por el estilo.
—Ah.
Volvieron a quedarse en silencio. El coro de la basílica empezó a cantar. El sonido de las voces reverberaba en el aire.
—¿Tiene hambre, Daur?
—Me muero de hambre, señor.
—Vayamos a las cocinas públicas a desayunar.
—Yo creía que las cocinas del templo eran para servir a los fieles.
—Y lo son —dijo Corbec poniéndose de pie con un enigmático esbozo de sonrisa en los labios—. Vamos.
Se sirvieron sendos tazones de caldo de pescado y unas rebanadas de crujiente pan de semillas de las grandes cestas que había en los mostradores de las cocinas y se sentaron entre los fieles que desayunaban en las mesas comunes montadas sobre caballetes bajo un gran toldo de lona rosada agitado por el viento.
Daur observó cómo Corbec sacaba algo así como un par de píldoras del bolsillo de su chaqueta y las tragaba con el primer sorbo de caldo. No hizo ningún comentario.
—Hay algo que no funciona bien en mi cabeza, Ban —empezó a decir Corbec de repente, en medio de un bocado de pan—. En mi cabeza… o en mis tripas o en mi alma, no sé… en alguna parte. Viene una y otra vez desde que fui hecho cautivo por el Pater Pecado, malditos sean sus huesos.
—¿Qué tipo de cosa?
—El tipo de cosa con la que un hombre como yo… o un hombre como usted supongo, no sabe qué hacer. Está agazapada en mis sueños sobre todo. He estado soñando con mi padre, allá en nuestro Tanith perdido.
—Todos tenemos sueños de nuestros antiguos mundos —dijo Daur con cautela—, es el mal del guardia.
—Por supuesto, Ban. Eso lo sé. Llevo en la Guardia tiempo suficiente. Pero no es ese tipo de sueño. Es como… hay un significado oculto. Como… oh, no lo sé… —Corbec frunció el ceño tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—¿Cómo si alguien estuviera tratando de decirle algo? —susurró Daur—. ¿Algo importante? ¿Algo que debe hacerse?
—¡Por Feth sagrado! —gruñó Corbec sorprendido—. ¡Eso es exactamente! ¿Cómo lo supo?
Daur se encogió de hombros y dejó su cuenco.
—No puedo explicarlo. Yo siento lo mismo. No me había dado cuenta… Bueno, hasta que usted empezó a describirlo. No son sueños lo que yo tengo. Maldita sea, no creo que sueñe gran cosa. Es una sensación… como si debiera hacer algo.
—Por Feth —volvió a decir Corbec.
—¿Cree usted que estaremos locos? Tal vez los dos necesitemos un sacerdote, alguien que sepa escuchar. Un confesor. Tal vez un médico de la cabeza.
Corbec mojó el pan en el caldo con aire distraído.
—No lo creo. No tengo nada que confesar, nada que no le haya dicho a usted.
—¿Qué hacemos entonces?
—No lo sé, pero sé que de ningún modo voy a embarcar esta noche en esa nave de transporte.
* * *
Había conseguido dormir unas cuantas horas en un rincón de la sala de entrada a la enfermería de la parte oeste de la ciudad, pero cuando el sol salió y el ruido de la gente que iba y venía hizo imposible el sueño, Brin Milo cargó con su mochila y su rifle e inició el largo paseo por la carretera de Amad hacia el centro de Doctrinópolis.
Hark le había ordenado que se presentase a la comandancia de la Guardia una vez que hubiera escoltado al grupo de heridos hasta un lugar seguro. Debía presentarse para que le asignaran un puesto en una nave de evacuación.
A su alrededor, la ciudad parecía un manicomio. Una vez terminados los enfrentamientos, las calles se habían llenado de multitudes febriles, de vehículos que hacían sonar sus bocinas, de trenes de carga arrastrados por servidores, procesiones de fieles, peregrinos, grupos de descontentos, refugiados. La ciudad volvía a ser un hervidero, como un nido de nalmitas dispuestas a enjambrar.
A Milo le vinieron a la memoria las últimas horas en Tanith Magna, era la misma atmósfera de pánico y de actividad. Los recuerdos no eran agradables. Pensó que lo único que quería era salir de allí ahora mismo, montar en una nave y desaparecer.
Ya no había nada que lo animara a quedarse ni por lo que necesitara quedarse.
Un nervioso Centenario Breviano encargado de controlar a la multitud le dijo que el comando de evacuación se habia establecido en el tesoro real, pero que las calles que conducían hasta allí estaban atestadas de peatones y vehículos. La conmoción era insoportable.
Los transbordadores de transporte agitaban el aire al emprender el vuelo sobre la ciudad santa. Un par de naves de combate de la armada pasaron atronadoras por encima de su cabeza, en vuelo bajo y rápido.
Milo se volvió y se dirigió a la Schola Medicae donde estaban los Tanith heridos. Decidió buscar a sus propios hombres, tal vez encontrara al coronel Corbec. Se iría con ellos.
—¡Brinny, muchacho! —resonó una voz alegre a sus espaldas, y Milo se vio suspendido en el aire mientras lo apresaba un abrazo de oso de fuerza aniquiladora.
—¡Bragg! —exclamó con alegría, volviéndose cuando se vio liberado.
—¿Qué estás haciendo aquí, Brin? —preguntó el soldado Bragg con una sonrisa radiante.
—Es una larga historia —dijo Milo—. ¿Qué tal ese brazo?
Bragg echó una mirada desdeñosa a su hombro derecho fuertemente vendado.
—Se va arreglando. Esos malditos médicos no dejaron que me incorporara a la guardia de honor. ¡Dijeron que esto me eximía, maldita sea! No estoy tan mal, todavía habría podido combatir.
Milo señaló con un gesto el concurrido vestíbulo de la Schola Medicae Hagias en el que se encontraban.
—¿Hay alguien más por aquí?
—Unos cuantos, la mayoría bastante maltrechos. El coronel anda por ahí, pero no lo he visto. Yo ocupaba la cama de al lado de la de Derin. Está en reparación y maldiciendo su suerte también.
—Voy a tratar de encontrar al coronel. ¿En qué sala estás?
—La seis sur.
—Te buscaré dentro de un momento.
—¡Más te vale!
Milo se abrió paso por la agitada estancia, entre el olor a sangre y desinfectante, las figuras que iban de un lado para otro y el traqueteo de los carritos. Atravesó varias puertas que daban acceso a salas largas llenas de filas de camastros ocupadas por guardias gravemente heridos. Algunos eran Fantasmas, hombres a los que reconoció. Todos estaban demasiado inconscientes como para sentir dolor. Tras hacer preguntas a varios enfermeros y servidores, dio por fin con el camino hacia las oficinas de Dorden del tercer piso. Al acercarse, pudo oír los gritos que salían de dentro y recorrían todo el corredor.
—¡… levantarse y salir como si tal cosa! ¡Por amor del Emperador! ¡Está herido! ¡La herida no se curará si no guarda reposo!
Una respuesta entre dientes.
—¡No voy a calmarme! ¡La salud de los heridos del regimiento es mi responsabilidad! ¡Mi responsabilidad! Seguro que no desobedecería las órdenes de Gaunt, entonces ¿por qué diablos cree que puede desobedecer las mías?
Milo entró en la oficina. Corbec estaba sentado en una camilla frente a la puerta y abrió mucho los ojos al ver a Milo. Dorden, temblando de ira, estaba mirando a Corbec y se volvió abruptamente al ver la expresión del coronel.
—¿Milo?
Corbec dio un salto.
—¿Qué ha pasado? ¿La guardia de honor? ¿Qué diablos ha pasado?
—Hubo una emboscada en el camino, anoche. Hubo unos cuantos heridos, algunos graves, y la cirujana Curth quiso que los trajeran de vuelta. El comisario Hark me eligió voluntario para escoltarlos. Llegamos al amanecer.
—¿Y tienes que volver?
Milo sacudió la cabeza.
—Ya no podría alcanzarlos, coronel. Mis órdenes son unirme a la evacuación, y aquí estoy.
—¿Y qué tal iban las cosas? Quiero decir aparte de la emboscada.
—No del todo mal. Deberían haber pasado la noche en Mukret.
—¿Perdimos a muchos en el ataque? —preguntó Dorden ya calmado. Al parecer su enfado había cedido.
—Cuarenta y tres muertos, quince de ellos Fantasmas. Había seis Fantasmas entre los heridos que traje de vuelta.
—No tiene buena pinta, Milo.
—Fue rápido y peligroso.
—¿Puedes indicarme en el mapa dónde sucedió? —le pidió Corbec.
—¿Por qué? —le soltó Dorden—. Ya le he dicho que no va a ir a ninguna parte como no sea a los campos de aterrizaje esta noche. Olvídese de todo lo demás, Colm. Lo digo en serio. Soy su superior en esto, y Lugo pediría mi maldita cabeza. Olvídese.
Hubo una pausa ominosa.
—Olvidarse… ¿de qué? —se atrevió a preguntar Milo.
—¡No se atreva a decírselo! —dijo Dorden amenazante.
—El chico se limitó a preguntar, doctor… —replicó Corbec.
—¿Quieres saberlo, Milo? ¿Quieres? —Dorden estaba lívido—. Nuestro amado coronel, aquí presente, ha tenido una idea… No, deja que empiece por el principio. ¡Nuestro amado coronel, aquí presente, ha decidido que sabe más de medicina que yo, y por lo tanto esta mañana se levantó de la cama contraviniendo mis órdenes! ¡Anda de un lado para otro por la maldita ciudad! ¡Ni siquiera sabíamos dónde estaba! ¡Luego vuelve a aparecer sin pedir la venia siquiera, y me dice que está pensando en dirigirse a las montañas!
—¿A las montañas?
—¡Así es! ¡Se le ha metido en la cabezota que tiene algo importante que hacer allí! ¡Algo que ni Gaunt ni una unidad blindada ni tres mil hombres pueden hacer sin su ayuda!
—Sea justo, no fue eso exactamente lo que dije, doctor…
Dorden estaba demasiado ocupado poniendo al corriente al atónito Milo.
—Quiere desobedecer las órdenes. Las mías. Las del general. O sea, las órdenes del propio Gaunt. Va a pasar por alto las instrucciones de evacuar esta noche para dirigirse a las Colinas Sagradas en busca de Gaunt. ¡Él solo! ¡Y todo porque tiene una corazonada!
—Solo no —gruñó Corbec a media voz.
—¡Oh, no me diga que ha convencido a otros tontos para que lo acompañen! ¿A quiénes? ¿A quiénes, coronel? Dígamelo para que puedan encadenarlos a sus malditas camas.
—Entonces no se lo digo, ¿no le parece? —gritó Corbec.
—¿Una… corazonada? —preguntó Milo quedamente.
—Sí —respondió Corbec—. Como una de las mías…
—¡Ahórrenos los detalles! Su famoso instinto combativo.
Corbec giró sobre sus talones y se enfrentó a Dorden. Por un momento, Milo temió que le diera un puñetazo, y mucho más temió que el médico se lo devolviera.
—¿Desde cuándo son falsas mis corazonadas? ¿Eh? Dígamelo.
Dorden desvió la mirada.
—Pero, no… No es así. No se trata de una corazonada. A menos que sea la abuela de todas las corazonadas. Es más bien una sensación…
—Vaya, está bien. ¡Una maldita sensación! —dijo Dorden con sarcasmo.
—Bueno, digamos que más bien es una llamada —rugió Corbec—. ¡La más poderosa que he sentido en mi vida! ¡Algo que tira de mí! Como si… como un desafío, algo que me dice que si tengo agallas para responder, haré lo más importante que haya hecho en mi vida.
Dorden resopló y sobrevino un silencio largo y penoso.
—Colm… tengo la obligación de cuidar de los hombres. Más aún, me satisface cuidar de ellos. No necesito órdenes. —Dorden se sentó tras su escritorio jugando con una pila de informes, tratando de no mirar a los ojos a ninguno de los dos—. Fui a la Ciudad Vieja con Kolea, transgredí las órdenes para hacerlo, porque pensaba que podríamos sacarlo con vida de allí.
—Y lo hicieron, doctor, y Dios sabe cuánto se lo agradezco a usted y a los chicos.
Dorden asintió.
—Pero no puedo aprobar esto. Usted, y quienquiera que sea que ha estado hablando con usted, tienen que estar presentes en el punto de reunión para la evacuación a las seis de la tarde. Sin excepciones. Es una orden de la propia oficina del general. Cualquiera que no se presente… será considerado desertor, y sufrirá las consecuencias. —Levantó la vista hacia Corbec y añadió—: No me haga esto, Colm.
—No lo haré. Si le preguntan, usted no sabe nada. Me habría gustado que viniera conmigo, doctor, de verdad que sí, pero no se lo voy a pedir. Comprendo la situación insostenible en que eso lo colocaría. Pero lo que yo siento es inequívoco…
—Corbec, por favor.
—Las últimas noches he soñado con mi padre. A ver si me entiende, no era un recuerdo. Era él y me traía un mensaje.
—¿Qué clase de mensaje? —quiso saber Milo.
—Repite lo mismo una y otra vez. Está en su taller, allá en el condado de Pryze, trabajando con el torno. Yo entro, me mira y dice: Sabbat Mártir. Eso es todo.
—Sé por lo que está pasando —dijo Dorden—. Yo también lo siento. Es perfectamente natural. Ambos sabemos que es la última misión de Gaunt, que Lugo la tiene tomada con él, y eso significa: enfrentémonos a ello, al final de los Fantasmas. La guardia de honor, la última misión. No está bien perdérsela. Haríamos cualquier cosa… nos buscaríamos cualquier excusa… para salir a su encuentro. Incluso de una manera subconsciente, nuestras mentes están probando fórmulas mágicas para hacer que suceda.
—No es eso, doctor.
—Yo creo que sí.
—Pues de acuerdo, puede que así sea. Puede que subconscientemente yo esté tratando de inventarme una excusa. Y a lo mejor con eso me basta. La última misión de Gaunt. Usted mismo lo dijo. Aunque tenga que enfrentarme a un consejo de guerra, no voy a perderme esto por nada del mundo.
Corbec miró a Milo, que guardaba silencio, lo palmeó en el brazo, y salió cojeando de la oficina.
—¿Crees que podrás infundirle un poco de sentido común? —le preguntó Dorden a Milo.
—Por lo que acabo de oír, señor, lo dudo. Sinceramente, no creo que quiera hacerlo.
Dorden asintió.
—Inténtalo, hazlo por mí. Si Corbec no se presenta en el punto de encuentro esta noche, no voy a delatarlo, pero tampoco podré protegerlo.
* * *
Corbec estaba en su pequeña habitación, preparando su petate encima de la cama sin hacer. Milo golpeó en la puerta entreabierta.
—¿Vas a venir conmigo? No debería pedirlo y no me ofenderé si dices que no.
—¿Cuál es su plan?
Corbec se encogió ligeramente de hombros.
—Maldito si lo sé. Daur está conmigo. Siente lo mismo. De verdad que siente lo mismo ¿sabes?
Milo no dijo nada. No sabía.
—Daur está intentando encontrar a otros lo bastante locos como para venir. Vamos a necesitar hombres capaces. No va a ser un paseo.
—Será un infierno. Una pequeña unidad avanzando hacia el oeste. Los infardi están por todas partes. No se lo pensaron dos veces antes de atacar a un blanco del tamaño de las fuerzas de avance.
—Podríamos hacerlo con un explorador. Conocimiento del lugar, tal vez. No sé.
—Suponiendo que consiguiéramos llegar hasta el Santuario. ¿Qué haríamos una vez allí?
—¡Que el diablo me confunda! ¡Espero que para entonces mi padre me haya dicho algo más! Acaso Daur haya sacado alguna conclusión. O puede que tengamos una revelación…
—Lo que es seguro es que ahora no hay nada revelado. A lo mejor… necesitamos hacer algo más.
Corbec se volvió y le sonrió.
—¿Te has dado cuenta de que has estado diciendo «nosotros»?
—Creo que sí.
—Bien, muchacho. No sería lo mismo sin ti.
* * *
—Bien, que Feth nos bendiga —dijo Colm Corbec. Estaba tan conmovido por lo que tenía ante sí que a punto estaba de llorar—. Todos vosotros habéis… quiero decir que estáis todos…
Bragg que estaba sentado en la base de una columna se puso de pie y levantó la mano.
—Todos estamos tan locos como usted, jefe —y sonrió.
Corbec lo abrazó con fuerza.
—Daur y Milo anduvieron por ahí preguntando. Nosotros hemos sido los únicos que aceptamos. Espero que seamos suficientes.
—Para mí lo sois.
Estaban al abrigo del almacén del Munitorium en la calle Pavane, alejado de la vía pública, donde no podían verlos. El almacén había sido evacuado aquella mañana para que sirviera como lugar de encuentro. Eran casi las seis.
En algún lugar, una nave de transporte los estaba esperando. En algún lugar se estarían incluyendo sus nombres en las listas disciplinarias del comisariado.
Corbec recorrió la fila de soldados para saludarlos.
—¡Derin! ¿Qué tal ese pecho?
—No creo que pueda ir corriendo a ningún sitio —sonrió el soldado Derin. No había ninguna herida visible, pero sus brazos tenían cierta rigidez. Corbec sabía que debajo de la chaqueta de faena negra del Tanith había profusión de suturas y vendajes.
—Nessa… chiquilla.
Le respondió con un saludo. Tenía el rifle láser largo apoyado en la cadera y por señas le dio a entender que estaba lista para emprender la marcha.
—Soldado Vamberfeld, señor —dijo el siguiente en la fila. Corbec sonrió al pálido verghastita, un poco fuera de forma.
—Ya sé quién es, Vamberfeld. Me alegro de verlo.
—Dijo que era necesario tener conocimiento del lugar —le dijo Milo cuando Corbec llegó a donde él estaba—. Ésta es Sanian. Es una esholi, pertenece al cuerpo de estudiantes.
—Señorita. —Corbec le hizo el saludo militar.
Sanian levantó la vista para mirarlo y lo estudió sin disimulos.
—El soldado Milo dijo que su misión era de naturaleza casi espiritual, coronel. Es probable que pierda mis privilegios y mi categoría por huir con ustedes.
—¿Es que estamos huyendo? —Los soldados que los rodeaban se rieron.
—La propia Santa está en su mente, coronel. Puedo verla. He hecho mi elección. Si puedo serle útil yendo con ustedes, lo haré gustosa.
—No será fácil, señorita Sanian. Confío en que Milo se lo haya dicho.
—Sanian, Sanian a secas. O esholi Sanian si prefiere ser más formal. Y sí, Milo me explicó el peligro que correremos. Creo que resultará instructivo.
—Hay formas más seguras de conseguir una educación —empezó a decir Derin.
—La propia vida es la educación para los esholi —dijo Milo con soltura.
—Creo que Milo me ha prestado demasiada atención —añadió Sanian con una sonrisa.
—Bueno, ya veo por qué —dijo Corbec, queriendo ser amable—. Le damos la bienvenida. ¿Conoce usted bien el territorio al oeste de aquí?
—Me crié en Bhavnager, y los territorios occidentales de las Colinas Sagradas y el Camino del Peregrino son una parte fundamental de los estudios de los esholi.
—Bueno, acabamos de ganar el primer premio —sonrió Corbec volviéndose a los seis hombres que tenía ante sí—. Ahora supongo que tenemos que esperar a Daur. El está a cargo del transporte.
Los integrantes del grupo estuvieron charlando uno o dos minutos. De repente todos oyeron el sonido de orugas en la calle. Se quedaron helados y echaron mano de sus armas, dispuestos para lo peor.
—¿Qué ves? —le preguntó Vamberfeld a Bragg.
—Es el comisariado ¿verdad? —intervino Derin—. ¡Están buscándonos!
Un Chimera antiguo y muy vapuleado entró en el almacén. Sus turbinas carraspearon antes de apagarse. Era el vehículo blindado más viejo y destartalado de todo el Munitorium. Milo no había visto nunca nada igual, ni siquiera entre las pilas de chatarra que les habían entregado para el convoy de la guardia de honor.
La escotilla trasera se abrió y por ella asomó Daur que salió con toda la donosura que le permitía su dolorosa herida.
—Fue lo mejor que pude conseguir —explicó—. Estaba entre el parque de vehículos que van a abandonar en la evacuación.
—¡Diablos! —dijo Corbec rodeando aquel cacharro verde y mugriento—. Pero funciona ¿verdad?
—Por ahora —replicó Daur—. ¿Quería usted un milagro, Corbec?
Un segundo hombre salió del interior del Chimera. Era un individuo alto, rubio, lleno de pecas, con uniforme Pardus. Tenía un vendaje en la cabeza.
—Este es el sargento Greer, Octava Compañía Pardus de Artillería Móvil. Sabía que ninguno de nosotros podría manejar a esta bestia, de modo que me agencié un conductor. Greer, aquí presente… está en cierto modo obligado conmigo.
—Eso es lo que él dice —dijo Greer de mal humor—. Yo sólo vine por el paseo.
—¿Dónde lo hirieron? —le preguntó Corbec.
Greer se llevó la mano al vendaje.
—Un tiro desviado. Durante la acción para tomar el edificio del censo, hace unos días.
Corbec asintió. La misma acción en la que había sido herido Daur. Estrechó la mano de Greer.
—Bienvenido al pelotón de los Heridos —dijo.
Alrededor de las seis y media, los nombres de los soldados Derin, Vamberfeld, Nessa y Bragg, y los del capitán Daur y el coronel Corbec fueron inscritos en el registro de la oficina de evacuación como rezagados. El transbordador partió sin ellos.
En un punto de encuentro más al este, al otro lado de Doctrinópolis, el cirujano en jefe de los Pardus tomó nota de la ausencia del sargento-conductor Greer.
Ambos informes fueron enviados a la comandancia de evacuación y entraron en el registro nocturno. El oficial de guardia no le prestó una atención especial. Hasta ese momento tenía más de trescientos nombres en su lista de ausentes, y aumentaba con cada transbordador que salía. Había muchas razones para faltar a la cita: órdenes mal transmitidas; confusión en cuanto al punto de encuentro; demoras debidas al tráfico de la Ciudad Vieja; falta de comunicación de los decesos que se producían en los hospitales. En realidad, algunos nombres que figuraban en las listas de evacuación eran de soldados que habían muerto en la batalla por la liberación y que todavía yacían ignorados y sin identificar entre los escombros.
Algunos, unos cuantos, eran desertores. Esos nombres se transmitían a las oficinas de disciplina y al estado mayor del general.
El oficial de guardia transmitió estos últimos nombres. No era habitual que oficiales de alto rango como un coronel no se presentaran.
A las ocho en punto, la lista fue depositada sobre el escritorio del comisario Hychas, que había salido a cenar. Su asistente la pasó al destacamento de castigo que, a las nueve y media ya había enviado a cuatro hombres al mando de un comisario-cadete a la Schola Medicae Hagias a investigar. Se envió una copia del informe al estado mayor del general Lugo donde fue leído por un ayudante poco antes de medianoche. Éste se puso en contacto de inmediato con el destacamento de castigo, y el comisario-cadete le comunicó que no habían encontrado ni rastro del personal desaparecido en la Schola Medicae.
A la una de la mañana se dictó una orden de arresto del coronel Colm Corbec de los Primeros de Tanith y de seis de sus hombres. A nadie se le ocurrió relacionar esto con la orden de arresto del sargento-conductor Denic Greer de la Octava Compañía Pardus ni con el informe sobre el robo de un transporte Chimera de la clase gama del parque móvil del Munitorium.
Para entonces, el Chimera de Corbec hacía tiempo que había emprendido la marcha hacia el oeste por la carretera de Tembarong y se encontraba ya a cinco horas del perímetro de la ciudad atronando la oscuridad de la noche.
Habían hecho una parada en las calles de un suburbio medio vacío, destrozado por la guerra, a poca distancia de la puerta del Peregrino. Eso había sido alrededor de las siete de la tarde, mientras se les echaba encima una noche oscura, sin estrellas.
Greer, que iba conduciendo, había visto una figura en la carretera que les hacía señas. Corbec abrió la escotilla de la torreta para echar un vistazo e inmediatamente le ordenó a Greer que parara.
Corbec había bajado del Chimera yendo al encuentro de la figura que esperaba.
—Sabbat Mártir —exclamó Dorden, con lágrimas en los ojos—. Mi hijo me lo dijo. No piense ni por un momento que se van a ir sin mí.