Con su disfraz de pastor agitado por el viento, un fusilero infardi trepó al guardabarros del Salamandra de mando y levantó su pistola automática con un chillido triunfal y rabioso en sus labios resecos. Hedía a licor de fruta fermentada, y en su frenética borrachera sus ojos tenían un brillo de locura.
La descarga del bolter de Gaunt le dio de lleno en la mejilla derecha y su cabeza se desintegró en una explosión de tejido pulverizado.
—¡Uno a las unidades de la guardia de honor! ¡Emboscada infardi a la derecha! ¡La orden es volverse y repeler el ataque!
A sus oídos llegaron otros impactos de misil y disparos de armas pequeñas. Los quelones, atrapados entre el borde de la carretera y los blindados imperiales, mugían asustados y golpeaban sus caparazones contra los cascos de los vehículos.
—¡Dé la vuelta! ¡Dé la vuelta al vehículo! —gritaba Gaunt a su conductor.
—¡No hay lugar, señor! —respondió el Pardus con desesperación. Una descarga de potentes impactos arrancó chispas al rebotar en el blindaje del Salamandra.
—¡Maldita sea! —bramó Gaunt, y encaramándose a la parte trasera del tanque disparó contra el enemigo, matando a un infardi e hiriendo a un quelón adulto. La bestia mugió y cayó aplastando a otros dos emboscados antes de golpear contra el Chimera que venía detrás y empezar a revolverse, entre aullidos, mientras empujaba el tanque hacia el arcén.
Gaunt profirió un juramento y se hizo cargo del bolter de asalto montado sobre un pivote central. Al ver a los infardi que iban apareciendo al frente, barrió la carretera derribando a varios de ellos. Algunos habían trepado al tanque de exploración que iba en cabeza y estaban matando a la tripulación. El vehículo aminoró la marcha a saltos y se detuvo atravesado.
Detrás de Gaunt se oyó el rugir de las armas del tanque que los seguía. Oyó la detonación de gas abrasador, el crujido del mecanismo al recular y el silbido de la bomba que cayó en el canal que había a la derecha de la carretera y levantó una gran columna de cieno líquido. Otros tanques disparaban ahora sus armas principales y empezó a oírse el tableteo de los bolter montados en sus torretas. Otro quelón de gran tamaño explotó literalmente al ser alcanzado de lleno por un disparo de obús. Una nube maloliente de sangre pulverizada y gases intestinales recorrió todo el convoy.
Gaunt sabía que tenían las de ganar en cuanto a fuerza, pero los emboscados eran astutos. Con el ganado habían reducido la velocidad del convoy y lo habían acorralado contra el borde de la carretera para que no pudiera maniobrar.
Volvió a disparar haciendo picadillo a un infardi que corría a emplazar un lanzamisiles. De todos modos, una última convulsión de sus dedos muertos hizo que se disparase el misil que cayó de inmediato abriendo un profundo cráter en la carretera.
Algo sujetó a Gaunt por detrás y tiró de él para apartarlo del bolter de asalto. Cayó hacia atrás, en el habitáculo de la tripulación, moviendo las piernas y luchando por su vida.
El primer tercio del convoy de la guardia de honor estaba sometido a un ataque feroz, atascado y frenado hasta tal punto por el ganado, que la cola del convoy, dispersa a lo largo de más de cuatro kilómetros de carretera, no podía acudir para darle un apoyo efectivo.
Larkin se encontró disparando codo con codo con Cuu desde su transporte hacia la hierba a medida que los infardi iban surgiendo como un enjambre desde la orilla del río. Cuu reía a media voz mientras mataba. Un cohete antitanque pasó silbando por encima de sus cabezas mientras llovían a su alrededor las ráfagas de láser que mataron a un soldado que estaba cerca y rompieron las ventanillas de la cabina del camión.
—¡A dispersarse y combatir! —gritó el sargento Kolea, y los Tanith saltaron de los camiones en masa, cargando contra los atacantes con la bayoneta calada y disparando con sus rifles láser.
Criid y Caffran cargaron juntos y mataron a los primeros infardi cuerpo a cuerpo, acuchillándolos y destripándolos. Caffran se detuvo para hacer un disparo que derribó a otro emboscado y lo hizo caer rodando por el canal hacia el campo. Criid cayó, se levantó, y disparó su láser contra las pantorrillas del infardi que cargaba contra ellos. Un tanque Pardus rugió a sus espaldas, disparando a discreción contra los atacantes.
El camión de Rawne, más atrás en la fila, estaba erizado de infardi. La caja se bamboleaba por el peso de los cuerpos que se iban apilando en ella. Rawne disparó su rifle láser contra la masa y vio a Feygor cortar la garganta de un enemigo con su cuchillo Tanith. Las descargas de láser abrían surcos de luz enceguecedora en el cielo cada vez más oscuro del atardecer. Un segundo después, el fuego se adueñaba de la hondonada que bordeaba la carretera. Desde el camión de Varl, el soldado Brostin estaba barriendo el suelo con ráfagas de su lanzallamas.
El mayor Kleopas trató de virar su Conquistador, pero un quelón enorme, arremetió resoplando contra las defensas del vehículo haciendo que éste quedara medio levantado. Durante cinco segundos, las orugas del tanque giraron en vacío mientras el peso del quelón lo clavaba de morro en la carretera.
A continuación, las orugas encontraron otra vez donde adherirse y el tanque de Kleopas dio un salto hacia adelante.
—¡Embístalo! —ordenó Kleopas.
—¿Señor?
—¡Maldita sea! ¡A toda potencia! ¡Embístalo! —fue la furiosa respuesta que recibió el conductor.
El tanque de combate Conquistador, que llevaba el nombre de Corazón destructivo pintado a mano en la carrocería, patinó de lado, levantando una gran nube de polvo, y a continuación enterró la hoja de su motoniveladora en las patas del enorme quelón. El vehículo de Kleopas mutiló al animal y lo arrastró fuera de la carretera, aunque su carrocería metálica sufrió abolladuras en el proceso por la colisión con el caparazón del quelón.
Bramando, el quelón cayó patas arriba dentro del canal de regadío del campo arrastrando a ocho infardi en la caída.
El Corazón destructivo salió de la carretera y se metió en el lecho del río con sus orugas a plena revolución. Mientras el artillero principal y el encargado de apuntar arrojaban un obús tras otro entre los árboles que estaban al otro lado de la carretera, Kleopas se encargaba del bolter de punta dura y barría con balas trazadoras los canales de regadio.
Su maniobra rompió el punto muerto en que se encontraban. Otros tres tanques lo siguieron por la brecha que había abierto y empezaron a abrir fuego contra la línea de árboles que había a orillas de la carretera, eliminado a los infardi ocultos entre ellos con los bolter de sus torretas y sus lanzallamas.
En el camión cerrado que transportaba los suministros médicos, Ana Curth se estremecía cuando alguna bala perdida atravesaba la carrocería y las rejillas que soportaban los frascos de productos farmacéuticos. Los trozos de cristal volaban en todas direcciones. Lesp cayó de rodillas con una línea oscura de sangre que le surcaba la mejilla donde lo había herido un fragmento de cristal lanzado al aire.
Dos infardi treparon por la parte trasera del camión. Curth se quitó a uno de en medio dándole una patada en pleno rostro, y a continuación sacó una pistola láser que le había dado Soric y la disparó un par de veces haciendo que el segundo infardi cayera del camión.
La doctora se volvió a ver si Lesp estaba bien. Vio la cara de alarma del hombre, oyó a medias la advertencia que salía de su boca y sintió cómo la cogían y arrastraban fuera del camión.
Sintió que el mundo daba la vuelta y el terror se apoderó de ella. Se encontró cabeza abajo, sostenida negligentemente por las piernas y con la cara hundida en el polvo. Tenía infardi por todos lados que tiraban de ella y le desgarraban la ropa, y a su nariz llegaba ese maldito olor a sudor dulzón. Todo lo que podía ver era un revoltijo de seda verde y de piel tatuada.
Hubo un resplandor súbito de luz azul y un sonido sibilante. La salpicó un líquido caliente que, con objetividad profesional, identificó como sangre. Se balanceó al sentir que cedía la presión que la sujetaba.
Otro fogonazo azul volvió a surcar el aire y oyó un chillido. Curth cayó cuan larga era sobre la carretera y se dio la vuelta a tiempo para ver a Ibram Gaunt que blandía su brillante espada de energía con mano experta formando en el aire un seis que cortó en dos a un infardi como si fuera un árbol. Gaunt había perdido la gorra y tenía la ropa desgarrada. En sus ojos había una mirada de furia infinita. Ahora manejaba la hoja sagrada de su Colmena de origen con ambas manos, como un semidiós salido de un antiguo mito. A su alrededor se amontonaban los cadáveres desmembrados y la gruesa arena de la carretera estaba empapada de sangre varios metros a la redonda.
Un héroe. La idea repentina cobró vida en su mente por primera vez. ¡Al diablo con Lugo y su desprecio! ¡Este hombre es un héroe imperial!
Lesp, por cuyo rostro corría la sangre, asomó de repente detrás del comisario, por la escotilla trasera del camión médico y empezó a disparar su rifle láser como apoyo. Gaunt clavó su espada de energía en la carretera y se arrodilló a su lado apoderándose del rifle láser de un infardi caído. Sus ráfagas cortas se sumaron a las de Lesp, y empezaron a derribar infardi al otro lado de la carretera. Los cuerpos cubiertos de verde caían al suelo o resbalaban hacia atrás por el terraplén, hasta el campo.
Curth llegó hasta donde estaba Gaunt andando a cuatro patas y una vez a salvo detrás del coronel también se arrodilló y empezó a disparar con un arma infardi que tomó prestada. No tenía la pericia ni la formación de Gaunt con un láser de asalto, ni siquiera podía compararse con el soldado Lesp, pero se las arreglaba bien con aquella arma desconocida. Gaunt, con expresión decidida y segura, disparaba con una maestría que ya hubiera querido para sí más de un soldado de infantería bien entrenado.
—No la oí gritar —le dijo Gaunt de repente, sin dejar de disparar.
—¿Qué?
—No la oí gritar cuando la cogieron.
—Ah, ¿y eso es bueno?
—Hubiera sido una pérdida de energía, de dignidad. De haberla matado, no les habría causado la menor satisfacción.
—Ya veo —dijo la mujer desconcertada, sin saber si debía considerarlo como un halago.
—Nunca le dé nada al enemigo, Ana. Toman lo que pueden, y siempre es más que suficiente.
—Ése es su lema ¿verdad? —preguntó con amargura, lanzando otra ráfaga de disparos vacilantes pero entusiastas.
—Sí —respondió Gaunt como sorprendido de que ella lo preguntara. Al darse cuenta, ella también se sintió sorprendida de sí misma, por su propia estupidez. Era obvio y lo hubiera sabido con sólo reconocerlo. Ésa era la forma de ser de Gaunt. Gaunt, el héroe imperial. No dar nada. Nunca. Jamás. No bajar nunca la guardia, no dar la menor ventaja al enemigo. Mantenerse firme y morir luchando. Lo demás no servía.
Se dio cuenta de que a las virtudes de un comisario, se sumaban las de un guerrero. Era la filosofía básica de Gaunt. La que lo había llevado hasta allí y la que lo llevaría a cualquier muerte, piadosa o cruel, que los hados le tuvieran reservada. Era lo que lo hacía tal como era: el soldado implacable, el líder apreciado, el aniquilador terrible.
Sintió por él una tristeza insoportable y al mismo tiempo una admiración sin límites.
Ana Curth había oído hablar de la desgracia que le esperaba al fin de esta misión. Eso era lo que más la entristecía. Se dio cuenta de que él iba a ser absolutamente fiel a su deber y a su misión hasta el final. A pesar de la sombra de deshonor que se cernía sobre él, no flaquearía.
Gaunt sería Gaunt hasta que la muerte viniera a por él.
A cincuenta metros de distancia, el capitán Herodas saltó de un Salamandra en llamas un momento antes de que un segundo cohete antitanque salido de entre los árboles del borde de la carretera lo partiera en dos.
Casi de inmediato, un trozo de metralla le atravesó la rodilla izquierda y lo hizo caer al suelo. Durante un segundo el dolor lo obnubiló, pero enseguida volvió en sí y trató de arrastrarse. El soldado Pardus que tenía a su lado estaba boca abajo en un charco de sangre.
—¡Lezink! ¡Lezink!
Herodas trató de ponerlo boca arriba, pero los miembros estaban inertes y el cuerpo parecía hueco y vacío. Herodas bajó la vista y vio el horror de carne destrozada y hueso astillado en que se había convertido la articulación de su rodilla. Las ráfagas de láser pasaban rozándole la cabeza. Echó mano a su pistola, pero la cartuchera colgaba abierta y vacía.
El dolor sordo que lo atenazaba le hizo saltar las lágrimas. A su alrededor todo era gritos, disparos, muerte.
El suelo se sacudió. Herodas levantó la vista y miró con incredulidad a la hembra de quelón que, apartándose del aterrorizado rebaño, se lanzaba contra él en estampida. Tenía el tercio del tamaño de un macho grande, pero con todo pesaba más de dos toneladas.
Cerró con fuerza los ojos y se preparó para el inminente impacto aniquilador.
Un delgado rayo de energía roja proveniente del otro lado de la carretera alcanzó a la bestia a la carrera con tal fuerza que la hizo volar hacia un lado. El disparo abrió un enorme boquete en el quelón y lo dejó convertido en un bulto chamuscado del que goteaba un líquido grasiento.
«¡Fuego de plasma! —se dijo Herodas—. ¡Por todos los dioses! ¡Es fuego de plasma!»
Vio la pesada figura del comisario Hark avanzando a grandes zancadas por la carretera, oscura contra el polvo y la luz del crepúsculo, con su chaqueta larga ondeando en torno al cuerpo. Hark gritaba órdenes de viva voz y por señas mientras dirigía a paso rápido a las unidades de infantería Tanith por la carretera contra el flanco del enemigo. Sostenía una antigua pistola de plasma en la mano derecha.
Hark se detuvo e hizo avanzar a otras tres unidades en tres direcciones distintas para dispersarlas por la canalización del arcén. Se volvió e hizo señas a dos Conquistador Pardus para que salieran de la carretera con gestos rápidos y confiados.
Luego giró en redondo, levantó el arma e incineró a un infardi que había aparecido entre la vegetación del margen de la carretera.
Luego se acercó a Herodas.
—Quédese quieto, ya traen ayuda.
—¡Póngame de pie y lucharé! —se quejó Herodas.
Hark sonrió.
—Su valor le honra, capitán, pero créame, no irá a ninguna parte que no sea una camilla. Su pierna está hecha una pena. No se mueva.
Se volvió y disparó otra vez su pistola de plasma hacia los árboles, contra un blanco que Herodas ni siquiera pudo ver.
—Los hay por todas partes —dijo Herodas.
—No, están empezando a ceder. Los estamos poniendo en fuga —le dijo Hark dejando su pistola de plasma y arrodillándose para aplicarle a Herodas un torniquete en el muslo.
—Esto se les ha ido de las manos —volvió a tranquilizar al capitán, pero Herodas había vuelto a perder el sentido.
Era cierto. La lucha los había superado. Vencidos y rechazados, dejando a dos tercios de sus hombres muertos, los infardi huían hacia el bosque, perseguidos por las bombas de los Pardus y el golpeteo de las baterías Hydra.
La sección frontal del convoy era un desastre: dos Salamandras de exploración y un Salamandra de mando destrozados y en llamas, un Chimera de aprovisionamiento volcado y convertido en chatarra, dos camiones incendiados. Veintidós Pardus muertos, quince Fantasmas, seis hombres del Munitorium. Seis Fantasmas y tres Pardus gravemente heridos y más de ochenta heridos leves entre personal de diversa índole.
Mientras escuchaba la relación de muertos y heridos por su microteléfono, Gaunt volvió a su vehículo, recuperó su gorra y cambió su destrozada chaqueta de asalto por una cazadora de cuero de tipo aviador.
Se sentó en el borde trasero de su Salamandra mientras los soldados, sudorosos, sacaban los cadáveres de su conductor y su oficial de derrota.
La escena estaba envuelta en humo y en vapores sanguinolentos. Por todas partes había sembrados cuerpos de infardi junto con los quelones derribados, algunos muertos, otros mortalmente heridos. El resto del rebaño se había dispersado por el campo e iban desapareciendo en el horizonte que se oscurecía progresivamente. Hasta Gaunt llegaba el ruido de los láser y el bramido de los tanques que despejaban los bosques bajos.
En el curso de la batalla, el sol había bajado y ahora el cielo presentaba una suave tonalidad violeta. Del río subía una brisa nocturna que hacía estremecer los árboles. Iban con mucho retraso y aún estaban lejos de la prevista parada nocturna. Tal como iban las cosas, sería noche cerrada antes de que pudieran llegar a Mukret.
Gaunt oyó que alguien se acercaba y levantó la vista. Era el intendente Elthan. Iba vestido con el austero uniforme gris del Munitorium y lucía una expresión desdeñosa.
—Esto es intolerable, coronel-comisario —dijo sin más.
—¿Qué es lo intolerable?
—Las pérdidas, el ataque.
—Me temo que no le entiendo, intendente. La guerra no es intolerable. Es sucia y trágica y terrible y a menudo sin sentido, pero también es una realidad de la vida.
—¡Este ataque! —escupió Elthan furibundo, con los labios apretados contra sus dientes amarillentos—. ¡Se lo habían advertido! ¡Su destacamento de exploradores lo previno contra la presencia del enemigo! Yo mismo lo oí por radio. ¡Esto no debería haber ocurrido!
—¿Qué está insinuando, intendente? ¿Qué yo soy culpable de las muertes?
—¡Eso es exactamente lo que estoy insinuando! Pasó por alto los avisos de sus exploradores. Siguió adelante…
—Ya basta —dijo Gaunt poniéndose de pie—. Estoy dispuesto a atribuir sus comentarios a la conmoción y la inexperiencia. Será mejor que olvidemos que esta conversación tuvo lugar.
—¡Yo no lo haré! —insistió Elthan—. Todos estamos enterados del desastre en que convirtió usted la liberación de Doctrinópolis. Ese burdo liderazgo le ha costado su carrera, y ahora…
—Epsilon Menazoide, Fortis Binary, la Colmena Vervun, Monthax, Sapiencia, Nacedon.
Ambos se volvieron. Hark estaba observándolos.
—¿Qué opina usted, intendente? ¿Otros ejemplos de burdo liderazgo?
Elthan empezó a ponerse rojo.
—¡Espero su apoyo en esto, comisario! ¿No está aquí para imponer disciplina y supervisar esto… a este hombre acabado?
—Estoy aquí para desempeñar las funciones de un comisario imperial —dijo Hark simplemente.
—Pero usted oyó los informes del equipo de reconocimiento.
—Así es —respondió Hark—, Se nos advirtió de que había actividad enemiga. Avanzamos cautelosamente y tomamos precauciones. A pesar de eso, nos sorprendieron. Eso es lo que se llama una emboscada. Son cosas que suceden en la guerra. Forma parte del riesgo de cualquier acción militar.
—¿Se está poniendo de su parte? —preguntó Elthan.
—Estoy manteniendo una posición neutral y objetiva. Estoy señalando que hasta el mejor comandante está expuesto a ser atacado y a sufrir bajas. Estoy sugiriendo que regrese usted a su vehículo y supervise la reorganización de este convoy.
—Yo no…
—No, usted no entiende porque usted no es un soldado, intendente. En mi mundo tenemos un dicho: a veces coges al toro y otras veces el toro te coge a ti.
Elthan se volvió con aire despreciativo y se alejó. Más adelante, en la carretera, un trio de tanques Pardus estaba despejando la pista de restos de quelón. Los faros brillaban como pequeñas lunas llenas en el crepúsculo.
—¿Qué sucede? —le preguntó Hark a Gaunt—. Parece usted… no sé… sorprendido, supongo.
Gaunt sacudió la cabeza y no respondió. En realidad, estaba sorprendido por la forma en que Hark había salido en su defensa. Elthan había dicho muchas chorradas, pero había dado en el clavo por lo que respecta a la actual misión de Hark. Era algo que estaba en boca de todos. El propio Hark lo había dado por sentado sin rodeos desde el principio. Era el brazo de Lugo y estaba aquí para supervisar la última misión de Gaunt. El coronel poco sabía de los antecedentes de Hark, de su carrera, pero al parecer, Hark sí conocía la suya a la perfección. Había recitado de memoria y como al pasar las acciones más notables de los Fantasmas bajo el mando de Gaunt. Y lo había hecho con lo que parecía una admiración genuina.
—¿Se ha dedicado a estudiar mi carrera, Hark?
—Por supuesto, he sido designado para servir con los Primeros de Tanith como comisario. Estaría faltando a mi deber si no me hubiera familiarizado a fondo con la historia y las operaciones de este cuerpo ¿no le parece?
—¿Y qué conclusiones sacó de su estudio?
—Que, a pesar de un historial de enfrentamientos con los escalones más altos de la comandancia, usted tiene una notable hoja de servicio. Hagia es su primera derrota, pero es una derrota de tal magnitud que amenaza con eclipsar todo lo que hizo antes.
—¿De verdad? ¿Cree usted realmente que soy el único culpable del desastre de Doctrinópolis?
—El general Lugo es un general, Gaunt. Ésa es la respuesta más completa que puedo darle.
Gaunt asintió con una sonrisa de pocos amigos.
—Hay una justicia por encima del rango, Hark. Slaydo creía en ello.
—Que en paz descanse y el Emperador lo proteja. Pero ahora Macaroth es el Señor de la Guerra.
La ingenua sinceridad de la respuesta sorprendió a Gaunt. Por primera vez sentía algo más que odio por el comisario Viktor Hark. Formar parte de la Guardia Imperial significaba pertenecer a un sistema complejo de obediencia, lealtad y servicio. La mayoría de las veces, ese sistema obligaba a los hombres a asumir obligaciones y tomar decisiones en contra de su voluntad. Gaunt había luchado contra el sistema a lo largo de toda su carrera. ¿Se veía ahora reflejado en otro? ¿O acaso Hark era peligrosamente persuasivo?
Lo último parecía probable. El carisma era una de las armas principales de un buen comisario, y al parecer Hark lo tenía en su haber. Decir lo adecuado, en el momento adecuado y con el efecto adecuado. ¿Estaba jugando con él?
—He destinado algunos pelotones a enterrar a los muertos —dijo Hark—. No podemos permitimos llevarlos con nosotros. Bastará con un pequeño servicio religioso por parte del capellán de los Pardus. Los heridos constituyen un problema más serio. Tenemos a nueve heridos graves, entre ellos el capitán Herodas. La oficial médico Curth dice que por lo menos dos de ellos morirán si no llegan mañana a un hospital. Los otros también lo harán si los llevamos con nosotros.
—¿Qué sugiere?
—Estamos a menos de un día de Doctrinópolis. Sugiero que sacrifiquemos un camión y los enviemos de regreso a la ciudad con un conductor y tal vez unos cuantos guardias.
—Eso haría yo también. Dispóngalo todo, por favor. Seleccione un conductor del Munitorium y un Fantasma, un solo hombre capacitado, como escolta armada.
Hark asintió. Hubo una larga pausa y Gaunt pensó que Hark iba a hablar otra vez.
En lugar de eso se alejó hasta perderse en la oscuridad.
* * *
Era cerca de medianoche cuando los últimos elementos del convoy de la guardia de honor entraron en la desierta aldea de Mukret. Las dos lunas estaban altas, una de ellas pequeña y llena, la otra un semicírculo geométrico grande y perfecto. Franjas rutilantes de estrellas decoraban el cielo azul oscuro.
Gaunt levantó la vista hacia ellas mientras saltaba de su vehículo de mando. Los Mundos de Sabbat. El campo de batalla al que había venido con Slaydo hacia tantos años. El paisaje estelar de la cruzada. Por un momento tuvo la sensación de que todo dependía de este pequeño mundo, de esta pequeña noche, de este pequeño continente. De él.
Eran los Mundos de Sabbat porque éste era el mundo de Sabbat. El lugar de la Santa, el más digno para cualquier soldado que tuviese que enfrentarse a su misión final. Slaydo lo habría aprobado, pensó Gaunt. Slaydo hubiera querido que fuera aquí. No estaban tomando por asalto algún mundo fortaleza ni diezmando las legiones del archienemigo. Esas glorias y esos honores bélicos parecían insignificantes comparados con esto.
Estaban aquí por la Santa.
* * *
Alfa AR había afianzado su posición en la población vacía. Los tanques y transportes entraron llenando el frío aire de la noche con sus estruendosos escapes y sus faros deslumbrantes.
La carretera principal estaba llena de vehículos y de tropas que desembarcaban. Se encendieron los fuegos y se apostaron centinelas.
Mkoll hizo el saludo a Gaunt al verlo acercarse.
—Parece que tuvieron problemas, señor.
—A veces te coge el toro, sargento —respondió Gaunt.
—¿Señor?
—A partir de mañana organizará una formación en punta de lanza bajo su mando. Blindados pesados, avance rápido.
—No es mi estilo, señor, pero si usted insiste.
—Insisto. Nos cogieron durmiendo y hemos pagado por ello. Fue mi error.
—No fue error de nadie, señor.
—Es posible, pero en adelante sólo puede ser peor. Punta de lanza, desde Mukret, al amanecer. ¿Puede disponerlo todo?
Mkoll asintió.
—¿Quiere elegir usted la formación o confía en mí para ello?
El sargento explorador sonrió.
—Encárguese usted, señor. Siempre lo he preferido así.
—Consultaré a Kleopas y lo pondré al corriente.
Atravesaron a pie el trajín del personal que se apeaba de los vehículos.
—He conocido a un hombre aquí —dijo Mkoll—. Una especie de sacerdote errante. Debería hablar con él.
—¿Para confesar mis pecados?
—No, señor. El es… Bueno, no sé bien lo que es, pero creo que le caerá bien.
—De acuerdo —dijo Gaunt. Él y Mkoll se hicieron a un lado para dejar pasar a los soldados de Tanith que transportaban cajas de munición y desplegaban morteros para la defensa del perímetro.
—Lo siento, señor —dijo Larkin, luchando con un pesado cajón de granadas.
—Adelante, Larks. —Gaunt sonrió.
—Mala suerte lo de Milo —dijo Larkin.
Gaunt sintió un escalofrío. Por un espantoso momento se preguntó si se le habría pasado el nombre de Milo en la lista de bajas.
—¿Mala suerte?
—Que haya tenido que volver así a la ciudad. Se perderá el espectáculo.
Gaunt asintió con reservas y llamó al sargento Baffels, el comandante del pelotón de Milo.
—¿Dónde está el soldado Milo?
—Va de regreso a Doctrinópolis con los heridos. Creí que usted lo sabría, señor. —Baffels, fornido y barbudo, miró incómodo al coronel-comisario.
—¿Lo seleccionó Hark?
Baffels asintió.
—Dijo que usted quería un hombre capaz para escoltar a los heridos.
—Siga con lo suyo, sargento.
Gaunt caminó entre la febril actividad del convoy alejándose hacia la orilla del rio, donde el agua ondulante reflejaba las lunas y el murmullo de los animales nocturnos poblaba la oscuridad desde todos los ángulos.
Milo. Gaunt siempre había bromeado sobre el hecho de que los hombres consideraran a Milo su mascota de la suerte. Les había echado en cara esa superstición tonta, pero en el fondo de su corazón, silenciosamente, él también sentía que era así. Milo tenía una gran simpatía. Representaba todo lo relacionado con el Tanith perdido. Era el último y único vínculo con el pasado de los Fantasmas.
Ésa era la razón de que Gaunt lo hubiese mantenido siempre cerca, aunque nunca lo había admitido.
Hark había elegido a Milo para volver a la ciudad santa. ¿Accidente? ¿Casualidad? ¿Designio?
Hark ya había dejado claro que había estudiado los antecedentes de los Tanith. Tenía que saber que, psicológicamente, Brin era muy importante para los Fantasmas, para Gaunt.
El coronel-comisario tuvo la desagradable sensación de que le estaban haciendo la cama deliberadamente.
Peor aún, tuvo un funesto presentimiento. Por primera vez marchaban sin Milo, y él ya sabía que ésta iba a ser su última misión.
Ahora lo asaltaba una fúnebre premonición y sentía que todo iba a salir mal. Muy mal.
* * *
Ya lejos, volviendo por la carretera de Tembarong hacia Doctrinópolis, el solitario transporte de tropas se abría camino en medio de la noche.
Milo había hecho la primera parte del camino nocturno en la cabina, pero el obeso conductor del Munitorium había resultado hosco y taciturno, y además había empezado a dar muestras de un problema de flatulencia crónico que habría resultado ofensivo incluso en un coche abierto.
Milo se había pasado atrás para hacer el resto del viaje en compañía de los heridos.
El comisario Hark lo había elegido para esta función y Milo se preguntaba por qué. Había muchos solados que podrían haberse encargado de eso.
Milo se preguntaba si Hark lo había elegido porque él llevaba poco tiempo como soldado. A pesar de su uniforme, algunos de los Fantasmas todavía lo consideraban como un símbolo civil. Eso no le gustaba. Era un maldito Guardia Imperial y estaba dispuesto a llegar a las manos con quien se atreviera a ponerlo en duda. Más aún le molestaba perderse la que él sabía que sería la última actuación de los Fantasmas de Tanith bajo las órdenes de Ibram Gaunt. No estaba seguro de que fuera a haber mucha gloria en esta misión, pero ansiaba con todas sus fuerzas formar parte de ella.
Se sentía estafado.
Entonces, mientras observaba la luz de la luna rielando por el vecino río, se preguntó si Gaunt le habría dicho a Hark que lo eligiera. Su encuentro con Gaunt en el Universitariat todavía estaba fresco. ¿Acaso Gaunt habría querido alejarlo?
La mayor parte de los heridos estaban inconscientes o dormidos. Milo se sentó junto al capitán Herodas en la parte trasera del traqueteante vehículo. El capitán estaba pálido y demacrado por la pérdida de sangre y por el traumatismo. Milo temió que Herodas no consiguiese llegar vivo a Doctrinópolis a pesar de los cuidados médicos que le había dispensado la doctora Curth. Había perdido mucha sangre.
—No se me vaya a morir, señor —le dijo con voz ronca al oficial tendido de espaldas.
—No lo haré, lo prometo —murmuró Herodas.
—Es sólo una herida delicada. Lo van a poner bien. ¡Por Feth, tendrá una rodilla protésica antes de que se dé cuenta!
Herodas se rió, pero sin emitir sonido alguno.
—El sargento Varl, de mi unidad, tiene un hombro protésico. Lo último en biónica.
—¿Sí? —preguntó Herodas en un susurro. Milo quería hacer que siguiera hablando. Sobre cualquier cosa, cualquier tontería. Le preocupaba lo que pudiera suceder si Herodas se quedaba dormido.
—¡Pues sí, señor, lo más moderno! Dice que ahora hasta puede romper nueces de nal con el sobaco.
—Se va a perder usted toda la diversión por venir con nosotros —dijo el capitán con una risita.
—De diversión nada —respondió Milo con una mueca—. El canto del cisne del coronel-comisario. No creo que haya mucha gloria en participar en eso.
—Es un buen hombre —musitó Herodas, moviendo el cuerpo hasta donde se lo permitía el dolor para estar más cómodo—. Un buen comandante. Yo no lo conocía bien, pero por lo que pude ver sería un orgullo pertenecer a los suyos.
—Hace su trabajo —dijo Milo.
—Y más. ¡La Colmena Vervun! ¡Leí los despachos sobre eso! ¡Vaya acción! ¡Qué dominio! ¿Participó usted en eso?
—Habitáculo por habitáculo, señor.
Herodas tosió y sonrió.
—Algo notable. Algo para sentirse orgulloso.
—Fue como de costumbre —mintió Milo mientras los ojos se le llenaban de ardientes lágrimas de rabia.
—Una gloria así va con uno hasta el fin de sus días, soldado. —Herodas se quedó callado y pareció dormir.
—¿Capitán? ¿Capitán?
—¿Qué? —preguntó Herodas parpadeando.
—Yo… nada. Veo las luces. Veo que estamos cerca de Doctrinópolis, casi hemos llegado.
—Eso está bien, soldado.
—Milo, me llamo Milo, señor.
—Muy bien, Milo. Dígame lo que ve.
Milo se puso de pie en la caja del camión y miró a través de la oscuridad a las llamas que brillaban en la distancia, sobre la Ciudadela. Eran un faro en medio de la noche.
—Veo la ciudad santa, señor.
—¿De veras?
—Sí, puedo verla, veo las luces.
—Cómo me gustaría estar allí —susurró Herodas.
—¿Señor? ¿Qué ha dicho, señor? —Milo lo miró apartándose del viento que producía el camión y sujetándose bien a los montantes.
—Mi nombre es Lucan Herodas. Ya no me gusta seguir siendo un «señor». Llámeme por mi nombre.
—Así lo haré, Lucan.
Herodas asintió lentamente.
—Dígame lo que ve ahora, Milo.
—Veo las puertas de la ciudad. Veo los tejados y las torres. Veo los templos brillando como luciérnagas en la oscuridad.
Lucan Herodas no respondió. El camión pasó por la puerta del Peregrino. El amanecer se insinuaba apenas en el horizonte.
Diez minutos después, el camión se detuvo en el patio del hospital del oeste de la ciudad.
Para entonces, Herodas había muerto.