La guardia de honor salió de Doctrinópolis al romper el alba del día siguiente, cruzando el río sagrado en dirección al oeste desde la puerta del Peregrino por la ancha carretera de Tembarong.
El convoy tenía casi tres kilómetros de largo de extremo a extremo: todo el regimiento de los Fantasmas, transportados en una fila de cincuenta y ocho camiones largos; veinte tanques de combate Pardus, quince Chimera de munición y cuatro tractores Hydra, dos Troyano, ocho Salamandra de exploración y tres Salamandra de mando.
La polvareda que levantaban podía verse a millas de distancia y el ronco sonido de sus turbinas retumbaba entre las colinas de baja altura y las selvas pluviales. Un puñado de motoristas zumbaba en los flancos y en medio de ellos viajaban ocho camiones de avituallamiento cargados con provisiones y piezas de repuesto y dos grandes camiones cisterna. Las cisternas les permitirían llegar hasta Bhavnager, a dos o tres días de distancia, donde volverían a llenarse con el suministro de combustible local.
Gaunt iba en uno de los Salamandras de mando cerca de la cabeza de la columna. Había elegido específicamente un vehículo apartado del de Hark, que viajaba con el comandante de los Pardus, Kleopas, en su vehículo de mando, uno de los tanques de batalla modelo Conquistador del regimiento de Pardus.
Gaunt iba de pie en el chasis abierto del tanque ligero, sujeto a la cubierta blindada para protegerse del traqueteo. El aire era cálido y dulzón, aunque contaminado por el escape de los vehículos. Tenía dos mil quinientos soldados de infantería en su destacamento y la fuerza de una brigada blindada de potencia media. Si ésta iba a ser su última oportunidad de ejercer el mando, al menos iba a ser una buena experiencia.
Le dolía la cabeza. La noche anterior se había encerrado a solas en sus aposentos del Universitariat y había bebido hasta quedarse dormido sobre una pila de mapas de ruta.
Gaunt miró hacia el cielo cuando unas formas invisibles pasaron rugiendo y dejando tras de sí estelas de condensación que lentamente se desvanecieron. Aproximadamente durante las dos primeras horas de viaje contarían con cobertura aérea de los Lightning de la armada.
Miró hacia atrás, recorriendo con la vista la enorme columna de vehículos. A través de la nube de polvo pudo ver Doctrinópolis, a la que iban dejando muy atrás, un grupo de edificios que se elevaban al otro lado de las selvas pluviales y que se veía desvaída por la distancia. La fulgurante antorcha de la Ciudadela era visible todavía.
Allá atrás había dejado a muchos hombres valiosos, los Fantasmas heridos durante la toma de la ciudad, Corbec entre ellos. Los heridos iban a ser evacuados en los próximos días como parte del programa de evacuación. Iba a echar de menos a Corbec. Le había sentado muy mal saber que en su última misión con los Fantasmas no iba a contar con la ayuda de aquel gigante barbudo.
Se preguntaba, además, que iba a ser de los Fantasmas después de su retirada. No podía imaginarlos operando bajo las órdenes de un comandante traído de fuera, y no había forma de que Corbec o Rawne pudieran ser ascendidos. Lo más probable era que los Primeros de Tanith dejaran de existir cuando él se hubiera ido. No había perspectivas de renovación. Los soldados serían repartidos entre otros regimientos, tal vez como especialistas en reconocimiento, y eso sería todo.
Su inminente desaparición traería aparejada también la desaparición de su amado regimiento Tanith.
En uno de los camiones de la tropa, Tona Criid volvió la cabeza para mirar a la ciudad distante.
—Estarán bien —dijo Caffran con voz suave. Tona se acomodó otra vez junto a él entre las sacudidas del camión.
—¿Te parece?
—Lo sé. Los sirvientes del Munitorium se han ocupado de ellos hasta ahora ¿no es cierto?
Tona Criid no respondió. En la Colmena Vervun, llevada por las circunstancias, se había convertido en madre de facto de dos niños huérfanos. Ahora acompañaban a la máquina de guerra de los Primeros de Tanith como parte de la considerable multitud de seguidores del campamento. Muchos de los integrantes del grupo, los cocineros, los mecánicos y los encargados de las municiones viajaban con ellos, pero muchos habían quedado atrás para la evacuación. Los hijos, esposas, meretrices, músicos, animadores, sastres y buhoneros no tenían cabida en una misión tan disparatada como ésta. Abandonarían Hagia en los transportes y, Dios-Emperador mediante, se reunirían con sus amigos, camaradas y clientes de los Primeros más adelante.
Tona sacó de entre su ropa el medallón de doble cara que llevaba colgado al cuello y miró con aire melancólico los rostros de sus niños capturados en un holorretrato plastificado. Yoncy y Dalin: el bebé en brazos de su inquieto hermano mayor.
—Pronto volveremos a reunimos con ellos —la tranquilizó Caffran que ahora también los consideraba suyos. Por extensión, debido al tipo de relación que mantenía con Tona, Dalin lo llamaba papá Caff. Eran lo más parecido a una unidad familiar que se podía mantener en la Guardia Imperial.
—Me pregunto si eso será posible —fije la respuesta de Tona.
—El viejo Gaunt nunca nos pondría en peligro pudiendo evitarlo —dijo Caffran.
—Se dice que está acabado —intervino Larkin que estaba cerca y los había oído—. En realidad se dice que todos lo estamos. Es un hombre marcado, en la cuerda floja, por así decirlo. Lo van a relevar del mando y nos van a dar a todos una patada en el trasero para que busquemos acomodo en la Guardia Imperial.
—¿Ves que lo hayan hecho? —preguntó el sargento Kolea que oyó el comentario de Larkin al bajar la mampara de la cabina del camión.
—Es lo que he oído —dijo Larkin a la defensiva.
—Entonces cállate hasta que lo sepas. Somos los Primeros de Tanith y vamos a luchar todos juntos hasta el fin de los tiempos ¿vale?
Las palabras de Kolea suscitaron un coro de vítores entre los soldados que viajaban en el camión.
—O todavía puedes hacer algo mejor: ¡recuerda a Tanith! ¡recuerda a la Colmena Vervun!
—¿Qué llevas ahí, Criid? —preguntó Kolea desplazándose por el interior del camión.
—La foto de mis niños, señor —respondió mostrándole el colgante.
—¿Tus niños?
—Los adopté en Verghast, señor. Mataron a sus padres.
—Bien… una buena obra, Criid. ¿Cómo se llaman?
—Yoncy y Dalin, señor.
Kolea asintió y soltó el colgante. Se dirigió al extremo trasero del camión y se quedó mirando el bosque pluvial y los campos de regadío por los que pasaban.
—¿Pasa algo, sargento? —preguntó el soldado Fénix al ver la expresión de Kolea.
—Nada, nada… —fue la respuesta.
Eran los suyos. Los niños del retrato eran sus hijos a los que creía perdidos y muertos en Verghast.
Por alguna ironía del destino habían sobrevivido y estaban aquí, con los Fantasmas.
Se sintió mareado y lleno de alegría al mismo tiempo.
¿Qué podía decir? ¿Qué podía empezar a decirles a Criid o a Caffran o a los niños?
Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras contemplaba la selva pluvial que se deslizaba junto a ellos y no dijo nada porque no pudo decir nada.
* * *
La carretera de Tembarong era un camino llano, ancho y recto que atravesaba las tierras bajas de cultivo y los bosques pluviales del oeste de Doctrinópolis. Las tierras bajas estaban formadas por la extensa cuenca del río sagrado que irrigaba los campos y daba suministro a los sistemas de canales de los agricultores locales todosrfós años al llegar las lluvias. El aire era fresco y húmedo y durante una buena parte del camino siguieron la trayectoria curva de la orilla del río.
El sargento Mkoll iba a la cabeza del convoy principal en uno de los Salamandras de exploración con los soldados Mkvenner y Bonin y el conductor. Mkoll ya había usado Salamandras un par de veces, siempre lo impresionaba la velocidad que podían desarrollar aquellos vehículos abiertos. Éste tenía la insignia de las unidades blindadas Pardus sobre su camuflaje azul verdoso, llevaba equipo adicional envuelto en lona alquitranada y colgado a modo de mochila de las barbetas laterales y tenía un par de enormes antenas UHF de voz inclinadas hacia atrás por encima de la carrocería y sujetas a las barras traseras. El conductor era un joven alto, adenoideo, perteneciente al Auxiliar Blindado Pardus, que llevaba unas gafas de espejo y conducía como si quisiera impresionar a los Tanith.
Iban disparados por la carretera bordeada de árboles a casi sesenta kilómetros por hora, levantando a su paso una nube de polvo rosado de la superficie seca de la tierra.
Mkvenner y Bonin se sujetaban con ambas manos y sonreían como tontos disfrutando del paseo. Mkoll consultaba su libro cartográfico y apuntaba cosas en los bordes de los mapas de papel vitreo con un lápiz de cera.
Gaunt quería aprovechar al máximo la carretera de Tembarong. Quería aprovechar al máximo los primeros días de la ventaja que ofrecía esa sólida carretera. Era inevitable que la marcha se hiciera más lenta cuando entraran en las selvas pluviales y todavía más cuando tuvieran que empezar a subir hacia las tierras altas por caminos llenos de curvas. Era imposible saber en qué condiciones estarían las carreteras de montaña después de las lluvias invernales, y ellos pretendían hacer circular por allí muchas toneladas de acero.
Como comandante de exploradores, entre las responsabilidades de Mkoll figuraba la de evaluar las carreteras y calcular sus posibilidades. La noche anterior había mantenido un larga conversación con el capitán Herodas en la que habían evaluado la carretera principal y las velocidades a campo traviesa que podían conseguir los Pardus. También había hablado con el intendente Elthan que se encargaba del parque motorizado de carga del Munitorium. Él y sus conductores tenían a su cargo los transportes de tropas y los camiones cisterna. Mkoll había recibido sus prudentes estimaciones de velocidad y kilometraje y las había corregido a la baja. Tanto Herodas como Elthan habían calculado cinco o seis días para recorrer la distancia aproximada de trescientos kilómetros hasta el Santuario, si las carreteras lo permitían. Mkoll contaba con siete días como mínimo, quizás ocho. Y si eran ocho, a duras penas tendrían tiempo para recoger lo que habían venido a buscar y volver a toda prisa. De lo contrario no llegarían a tiempo para el plazo de dieciocho días que tenía previsto el general Lugo para la evacuación.
Por ahora todo iba bien. El cielo seguía de un color azul violeta, y la baja altitud sumada a la influencia de los árboles moderaba la brisa. Hacía calor.
Al principio se cruzaron con escasas personas en el camino: algún granjero ocasional, algún que otro grupo familiar y una o dos veces un pastor conduciendo su rebaño. Los granjeros habían tratado de mantener los cultivos durante la ocupación infardi, pero habían sufrido y Mkoll vio que grandes áreas de los cultivos estaban descuidadas y los canales cubiertos de vegetación. Los pocos habitantes con los que se encontraban se volvian a mirarlos y levantaban una mano como saludo o en señal de gratitud.
No había ni vestigios de infardi, aunque aparentemente muchos de ellos habían huido en aquella dirección. La carretera y sus aledaños presentaban señales de haber sido bombardeados desde el aire, pero de eso hacía tiempo. La guerra había tocado brevemente esta zona meses atrás, pero la mayor parte del conflicto que se había desarrollado en Hagia se había concentrado en las ciudades.
Cada tanto, el ruido de los motores espantaba a bandadas de aves de vistoso plumaje de los árboles y arbustos. Los árboles tenían un verde brillante y por sus troncos altos, curvos y estriados trepaban las epífitas. A Mkoll, criado en los imponentes bosques de nal de Tanith, esta selva le parecía un conjunto de arbustos ornamentales a pesar de que algunos árboles superaban los veinte metros de altura.
A intervalos regulares, entre los árboles, tenían un atisbo del sol reflejado en el río. A lo largo de un kilómetro y medio, donde la carretera iba orillando el río, vieron a una serie de pescadores que arrojaban sus redes al agua. Todos se cubrían la cabeza con sombreros tejidos con hojas de vid del lugar.
El río determinaba la forma de vida en las planicies aluviales. Las escasas viviendas y pequeñas aldeas por las que pasaron estaban construidas sobre palafitos para poder resistir las crecidas estacionales. También vieron cajas de madera tallada y pintadas de colores brillantes construidas sobre postes de tres metros de altura con tallas muy intrincadas. Eran elementos aislados y ocasionales plantados a la orilla de la carretera o en pequeños grupos en los pantanos retirados de la ruta.
En la hora anterior al mediodía pasaron por una aldea abandonada cuyas casas habían sido invadidas por la vegetación y al tomar una de las curvas más cerradas de la carretera se toparon con una manada de quelones conducidos por sus pastores.
Con un respingo, el conductor Pardus dio un tirón al volante que a punto estuvo de empotrar al Salamandra contra la maleza de la cuneta antes de parar de una manera muy poco ortodoxa. Indiferentes, los quelones, que eran más de cuarenta, pasaron gruñendo con las cabezas gachas. Eran los más grandes que Mkoll había visto en Hagia, y los caparazones en forma de campana de los más grandes y maduros superaban en altura al vehículo. Los ejemplares más jóvenes y pequeños tenían una piel azul oscura que brillaba como el petróleo y sus caparazones tenían una pátina oscura y fibrosa, mientras que las pieles de los mayores eran más claras y menos lustrosas, llenas de arrugas y cicatrices, y sus enormes caparazones eran casi blancos. Despedían un tufo a animales secos y terrosos con una mezcla de olor a estiércol, forraje y saliva en enormes cantidades.
Los tres pastores se acercaron al Salamandra en el momento en que se detuvo, enarbolando sus cayados y dando gritos de alarma. Todos eran hombres cansados, hambrientos, vestidos con las túnicas color tierra de la casta agrícola.
Mkoll saltó desde la plataforma trasera levantando los brazos para tratar de acallar sus protestas mientras que Mkvenner dirigía al conductor que trataba de sacar el tanque ligero marcha atrás de las zarzas en que había quedado prendido.
—Está bien, no ha habido ningún daño —decía Mkoll. Los pastores seguían desolados y no dejaban de hacer reverencias a los imperiales.
—Por favor… si son tan amables de colaborar, dígannos que hay más adelante en la carretera. —Mkoll sacó su libro de mapas y les señaló a los hombres la ruta. Estos se lo pasaron de mano en mano contradiciendo los unos las afirmaciones de los otros.
—Está muy bien —dijo uno—. La carretera está despejada. Venimos ahora de los prados altos. Dicen que la guerra ha terminado. Venimos con la esperanza de que los mercados se abran otra vez.
—Esperemos que así sea —dijo Mkoll.
—La gente se ha escondido en los bosques, familias enteras ¿sabe? —dijo otro. Era un hombre de edad avanzada y su piel curtida por el sol tenían tantas cicatrices y arrugas como la de los quelones a los que conducía—. Tenían miedo a la guerra, la guerra en las ciudades, pero hemos oído que la guerra ha terminado y mucha gente sale de los bosques ahora que no hay peligro.
Mkoll tomó nota mentalmente. Ya había sospechado que gran parte de la población rural podría haber huido hacia la espesura al principio de la ocupación. Al avanzar, la guardia de honor podría encontrarse con muchas de estas personas que volvían a las tierras bajas. Con la amenaza de guerrillas infardi por todos lados, eso complicaba las cosas. Resultaría más difícil detectar a los hostiles y prevenir las emboscadas.
—¿Y los infardi? —preguntó.
—Ah, sí —dijo el primero de los pastores cortando la cháchara de sus compañeros—. Muchos, muchos infardi ahora, en la carretera, en los caminos del bosque.
—¿Los han visto? —preguntó Mkoll con evidente curiosidad.
—Muy a menudo, o los oímos, o vimos las señales de sus acampadas.
—¿Dicen que muchos?
—¡Cientos de ellos!
—No, no… ¡Miles! ¡Cada día más!
«Diablos —pensó Mkoll—. Un par de batallas campales retrasarán aún más nuestra marcha.» Era posible que los pastores exageraran para resultar más efectistas, pero Mkoll casi estaba seguro de que no era así.
—Muchas gracias a todos —dijo—. ¿Nos harían el favor de apartar a sus animales de la carretera un momento? Detrás de nosotros vienen muchos más como éste —señaló al Salamandra— y mucho más grandes.
Todos los hombres asintieron y dijeron que lo harían. Mkoll se tranquilizó un poco. No estaba seguro de quién llevaría la peor parte en un choque de frente entre un Conquistador y un quelón adulto, pero estaba seguro de que ninguno de los dos saldría bien parado. Volvió a dar las gracias a los pastores y a asegurarles que no habían infligido daño alguno ni a él ni a sus hombres, y montó en el Salamandra.
—Lo siento —se disculpó el conductor con una sonrisa.
—¿Qué tal un poco menos rápido? —fue la respuesta de Mkoll. Cogió el microteléfono de la potente radio del tanque y envió una señal al convoy principal. Mkvenner seguía de pie en la carretera, tratando de rechazar cortés y educadamente la ruidosa cría de quelón que uno de los pastores le ofrecía como compensación.
—Alfa AR a núcleo de avanzadilla, corto.
Se oyó el crepitar del equipo de transmisión.
—Adelante, Alfa AR. —Mkoll reconoció de inmediato la voz de Gaunt.
—Recogiendo informes de actividad infardi carretera arriba. Todavía nada concreto, pero deben estar prevenidos.
—Entendido, Alfa AR. ¿Dónde están ustedes?
—Saliendo de una aldea llamada Shamiam. Vamos a seguir adelante hasta Mukret. Sería conveniente que me mandara otras dos unidades de reconocimiento.
—Cuente con ello. Enviaré a Beta AR y Gama AR hacia adelante. ¿Cuál es su hora de llegada estimada a Mukret?
—Dentro de dos o tres horas.
Mukret era una población de tamaño medio a orillas del río donde habían previsto parar para pasar la primera noche.
—Dios-Emperador mediante, nos veremos allí. No pierda el contacto.
—Así lo haré, señor. Debe saber que hay civiles en la carretera. Familias que salen de sus escondites. Atención.
—Entendido.
—Y a una hora más o menos delante de ustedes hay un gran rebaño de ganado que va en dirección contraria. Muchas reses y tres pastores inofensivos. Puede que ya hayan abandonado la carretera cuando lleguen, pero deben estar prevenidos.
—Entendido.
—Alfa AR, fuera. —Mkoll colgó el microteléfono e hizo una seña al conductor del Pardus—. Adelante —dijo.
* * *
El conductor puso en marcha el motor del Salamandra y orientó el morro hacia la carretera de tierra marrón.
A unos buenos quince kilómetros más atrás por la carretera de Tembarong, el convoy de la guardia de honor redujo la marcha hasta detenerse. Los grandes camiones de transporte de la tropa, de color caqui se apretujaban unos contra otros acelerando con impaciencia el motor y lanzando bocanadas de humo por el tubo de escape. Unos cuantos hicieron sonar sus bocinas. El sol estaba alto y su reflejo sobre el metal era enceguecedor. A la izquierda del convoy, las aguas azules del río sagrado serpenteaban al otro lado de un terraplén de escasa altura.
Rawne se puso de pie en la trasera de su transporte y se encaramó a la barandilla para poder ver a lo lejos, por encima de la cabina del camión, sobre toda la extensión del convoy. Sólo pudo ver tanques y camiones parados hasta la curva que describía la carretera unos trescientos metros más adelante.
Conectó su microtransmisor y miró a Feygor.
—Que se pongan de pie —le dijo a su asistente.
Feygor asintió y transmitió la orden a los aproximadamente cincuenta hombres que ocupaban el camión. Los Fantasmas, muchos de ellos sudando y sin nada que les protegiera la cabeza, se pusieron en movimiento y prepararon las armas mientras pasaban revista a la línea de árboles y canales que había a la derecha de la carretera.
—Uno, aquí tres —dijo Rawne por su microcomunicador. El tráfico de voz era intenso. De arriba para abajo, a lo largo del convoy, circulaban llamadas de consulta.
—Uno ¿qué es lo que pasa?
—A uno de los Chimera que transportan munición se le ha desprendido la oruga. Voy a esperar quince minutos a ver qué hacen los mecánicos. Si se prolonga más los dejaré atrás.
Rawne había observado la antigüedad de los Chimera que les habia proporcionado el parque móvil del Munitorium. Tardarían más de quince malditos minutos en ponerlo en marcha.
—Pido permiso para dejar que mis hombres se dispersen por la orilla del río con fines de recreo.
—Concedido, pero cuidado con la línea de árboles.
Tras apostar a dos hombres para cubrir las márgenes derecha e izquierda de la carretera, Rawne ordenó al resto de sus soldados que bajasen del camión. Bromeando y arrancándose las chaquetas y las botas, empezaron a correr por la orilla del río, a refrescarse los pies y a echarse agua en la cara. Otros transportes se apartaron de la pista y subieron al terraplén para desembarcar a sus hombres. Un tanque Troyano recorrió retumbando toda la hilera de camiones para ayudar con las reparaciones.
Rawne recorrió la fila de vehículos hasta el punto del terraplén donde estaban los sargentos Varl, Soric, Baffels y Haller. Soric sacó unos gruesos cigarros de una caja de cartón encerado y Rawne cogió uno. Todos fumaron un rato en silencio, observando cómo los Fantasmas, tanto verghastitas como Tanith, improvisaban peleas acuáticas y juegos de pelota.
—¿Es siempre así, mayor? —preguntó Soric señalando con el dedo al convoy inmovilizado. A Rawne no lo conmovía mucho la gente, pero le gustaba aquel viejo. Era un combatiente eficaz y un buen líder, no tenía miedo de hacer preguntas que revelasen su inexperiencia, lo cual, en la escala de Rawne indicaba que era buen estudiante y un oficial prometedor.
—Siempre pasa lo mismo con el transporte motorizado. Averías, embotellamientos, terreno inadecuado. Yo siempre prefiero las marchas a pie.
—El equipamiento Pardus tiene buen aspecto —dijo Haller—. Hasta parece bien mantenido.
Rawne asintió.
—Lo malo es la basura de transportes que nos dio el Munitorium. Estos camiones son más viejos que Feth, y los Chimera…
—Me sorprende que hayan llegado hasta aquí —observó Varl. El sargento hizo girar suavemente su brazo, poniendo a punto la articulación cibernética del hombro que los cirujanos potenciadores le había implantado en Fortis Binary hacía ya algunos años. Todavía le dolía cuando había humedad—. Y estamos jodidos si tenemos que prescindir de ellos, es decir de la munición que transportan.
—Estamos jodidos de todos modos —dijo Rawne—. Somos la maldita Guardia Imperial, y nuestro destino en la vida es estar jodidos.
Haller, Soric y Varl rieron con amargura, pero Baffels guardó silencio. Este hombre corpulento, de espesa barba, que llevaba tatuada una garra azul debajo de un ojo, había sido ascendido a sargento tras la muerte del viejo Fols en la batalla por la puerta Veyveyr. Todavía no se acostumbraba al mando y se tomaba sus deberes demasiado en serio para el gusto de Rawne. Algunos soldados rasos, Varl era buen ejemplo de ello, eran sargentos en potencia. Baffels era un soldado de infantería al que le habían echado encima la responsabilidad porque tenía edad para ello, era fiable y gozaba del favor de sus hombres. Rawne sabía que le estaba resultando difícil. Gaunt tenía dos opciones cuando llegó el momento de reemplazar a Fols: Baffels o Milo, y había elegido al primero por su edad y porque dar el mando al más joven y verde de los Fantasmas hubiera tenido un tufo a favoritismo. A Rawne le parecía que se había equivocado. No es que tuviera simpatía por Milo, pero sabía lo capaz que había demostrado ser y el cariño que le tenían los hombres que lo consideraban su mascota de la suerte. Gaunt debería haberse llevado por su instinto: capacidad antes que experiencia.
—Buen cigarro —le dijo Varl a Soric, observando con aire aprobador el cilindro marrón y humeante que tenía entre los dedos—. Corbec lo habría disfrutado.
—De la mejor hoja de Verghast —sonrió Soric—. Tengo reservas privadas.
—Debería estar aquí —dijo Baffels refiriéndose al coronel. Luego echó una rápida ojeada a Rawne—. ¡No pretendía ofenderlo, mayor!
—No lo tomé así —replicó Rawne.
En su fuero interno, Rawne disfrutaba de ser el oficial de mayor rango. Con Corbec y ese advenedizo del capitán Daur fuera de juego, ahora era el segundo del regimiento. Solamente estaban próximos a él en la línea de jerarquía el mayor Kleopas, de los Pardus, y el comisario Hark, venido de fuera. Mkoll era el tercer oficial en esta misión, y a Kolea le habían asignado las tareas de enlace con los verghastitas que desempeñaba Daur.
De todos modos, a Rawne le fastidiaba tener que mantener la señal de llamada «tres» en sus comunicaciones con Gaunt, el «uno». Gaunt le había explicado que era para preservar la continuidad en el reconocimiento de voz, pero Rawne creía que ahora debería estar usando el «dos» de Corbec.
Lo que más le fastidiaba era saber que Baffels tenía razón. Corbec debería estar allí. Eso contrariaba a Rawne porque nunca le había gustado mucho Corbec, pero tenía que reconocer que era cierto. Lo sentía en la sangre. De lo que nadie quería darse por enterado y de lo que se negaban a hablar era de la probabilidad de que ésta fuera la última misión de los Primeros de Tanith. El general había puesto en tela de juicio a Gaunt, y Rawne hubiera sido el primero en aplaudir la destitución de Gaunt, pero de todos modos…
Ésta iba a ser la última actuación de los Fantasmas, y maldita sea, Corbec debería haber estado ahí.
Larkin el loco estaba sentado, acalorado y crispado, en la trasera de un camión vacío, con su rifle láser de cañón largo apoyado en la carrocería. Kolea los había dejado a él y a Cuu vigilando mientras los demás bajaban al río a refrescarse y a liberar un poco de tensión.
Larkin pasó revista al otro margen de la carretera con su habitual método obsesivo, estableciendo a ojo secciones en la línea de árboles y en el agua del río y explorando luego cada una de ellas individualmente. Minucioso, cuidadoso, intachable.
A cada movimiento se ponía tenso, pero siempre resultaba ser el aleteo de un pico de horquilla, o la espantada de las arañas rata o incluso las hojas movidas por la brisa.
Pasaba el tiempo haciendo prácticas de blanco, eligiendo un objetivo y siguiéndolo a través de la cuadrícula de su mira telescópica. Los pico de horquilla, con su cresta roja le venían bien, aunque eran un blanco fácil debido a su plumaje blanco y su tamaño. Eran mejores las arañas rata, unos mamíferos de ocho patas del tamaño de la mano de Larkin que subían y bajaban por los troncos de los árboles en trayectorias caprichosas y desiguales y tan rápidas que parecía que se burlaban de él.
—¿Qué haces?
Larkin miró en derredor y se encontró con la mirada arrogante del soldado Cuu.
—Simplemente… apuntando —dijo Larkin. No le gustaba Cuu para nada, lo ponía nervioso. La gente decía de él que estaba loco, pero no loco como Cuu que era un asesino desalmado, un psicópata. Estaba cubierto de tatuajes y tenía una larga cicatriz que le dividía en dos el enjuto rostro.
Cuu se puso en cuclillas junto a él. Larkin se veía delgado y pequeño entre los Fantasmas, pero Cuu lo era más aún. No obstante, su constitución nervuda daba idea de una energía formidable.
—¿Podrías darles? —preguntó.
—¿A qué?
—A los pájaros blancos con estos picos estúpidos.
—Sí, eso es fácil. Yo iba a por las ratas.
—¿Qué ratas?
—Esas cosas, esos malditos bichos movedizos —respondió Larkin señalando.
—Ah, sí. No los había visto. Tienes buena vista. Muy aguda.
—Son gajes del oficio —dijo Larkin palmeando su arma de francotirador.
—Sí, seguro que sí. —Cuu rebuscó en su bolsillo y sacó un par de cigarros blancos de los cuales ofreció uno a Larkin.
—No, gracias.
Cuü se guardó uno, encendió el otro y aspiró una buena bocanada. A Larkin le llegó el olor a obscura. La había fumado alguna vez en Tanith, pero era una de las sustancias prohibidas por Gaunt, y por Feth que olía fuerte.
—Tendrás problemas con el coronel-comisario por eso —le dijo.
Cuu sonrió y echó el humo ostentosamente.
—Gaunt no me da miedo —dijo—. ¿Estás seguro de que no…?
—No, gracias.
—Esos malditos pájaros blancos —dijo Cuu después de un largo intervalo—. ¿Seguro que puedes matarlos con facilidad?
—Claro.
—Me apuesto algo a que harían un buen guiso. Unos cuantos darían unas buenas raciones estándar.
Era una idea bastante buena. Larkin encendió su microteléfono.
—Tres, Larks al habla. Cuu y yo vamos a ir a cazar unos cuantos pájaros acuáticos para comer. ¿Sin problema?
—Buena idea. Voy a comunicar al convoy que van a disparar. Cazad uno para mí.
Larkin y Cuu saltaron por el lateral del camión y avanzaron por la carretera. Se dejaron resbalar por el terraplén hasta un canal de regadío donde el agua cenagosa les llegó hasta el tobillo. Los pájaros revoloteaban y charloteaban en el bosquecillo de cicadas por encima de sus cabezas. Larkin ya podía ver los delatores puntos blancos entre el verde oscuro del follaje.
Unas moscas movedizas no dejaban de volar a su alrededor y las avispas de la savia zumbaban por encima de ellos. Larkin sacó el silenciador del bolsillo y lo atornilló cuidadosamente en el cañón del rifle láser.
Llegaron a un grupo de palmeras caidas y Larkin se acomodó entre las raíces descubiertas para apuntar. Siguió con la mira telescópica a una araña rata que subía y bajaba por un tronco para acostumbrar el ojo y a continuación escogió un robusto pico de horquilla.
La cuestión no era acertarle sino descabezarlo. Una descarga de láser dejaría a un pico de horquilla reducido a plumas y papilla si le daba en el cuerpo, era como matar a un hombre con una carga explosiva a la altura de la cintura. En cambio si le volaba la cabeza, que no era comestible, quedaría un cadáver listo para la cazuela.
Larkin se cuadró, estiró la cabeza y los hombros y disparó. Hubo un leve fogonazo y casi nada de ruido. El pico de horquilla, con apenas un círculo chamuscado de carne y plumas donde había tenido la cabeza, cayó al agua poco profunda.
En cuestión de segundos, Larkin derribó a otros cinco. Él y Cuu se lanzaron a recogerlos y los sujetaron por las patas a sus cinturones.
—Eres jodidamente bueno —dijo Cuu.
—Gracias.
—Menudo rifle infernal.
—Variante francotirador de láser largo. Mi mejor amigo.
Cuu asintió.
—Te creo. ¿Te importa que pruebe?
Cuu tendió la mano y, de mala gana, Larkin le dio el rifle cogiendo en cambio el rifle estándar de Cuu. Cuu sonrió ante el nuevo juguete y acomodó la culata de madera de nal contra su hombro.
—Bonito —suspiró—. Bonito de verdad.
De repente, disparó contra un pico de horquilla que explotó convirtiéndose en una sanguinolenta masa de plumas.
—No está mal, pero…
Cuu pasó por alto el comentario de Larkin y disparó otra vez, y otra, y otra más. Tres pájaros más explotaron en las ramas.
—No podemos cocinarlos si les das de lleno —dijo Larkin.
—Ya lo sé. Tenemos bastantes para comer. Esto no es más que diversión.
Larkin tuvo intención de quejarse, pero Cuu volvió a disparar el rifle largo y otros dos pájaros cayeron. Debajo de los árboles, el agua estaba teñida de sangre y llena de plumas.
—Basta ya —dijo Larkin.
Cuu sacudió la cabeza y apuntó otra vez. Había puesto el arma en fuego rápido y cuando accionó el gatillo, una sucesión de disparos sacudió la fronda.
Larkin estaba alarmado. Alarmado por el uso indebido que se estaba haciendo de su amada arma, alarmado por la mirada psicópata de Cuu… y alarmado, sobre todo, por la forma en que los disparos incontrolados de Cuu acabaron con media docena de arañas rata que subían por un tronco vecino. Ni un solo disparo perdido o desviado. Los blancos movedizos, que hasta él habría tenido que pensar dos veces antes de darles, quedaron reducidos a manchas sanguinolentas que resbalaban por los árboles.
Cuu le devolvió el arma a Larkin.
—Bonita arma —dijo Cuu y se volvió para dirigirse a la carretera.
Larkin salió rápidamente tras él. Temblaba a pesar del sol que caía abrasador sobre la carretera. Un asesino despiadado. Larkin supo que de ahora en adelante tendría que cuidarse las espaldas.
* * *
Al frente del convoy inmovilizado, Gaunt, Kleopas y Herodas observaban cómo los tecnosacerdotes e ingenieros del regimiento Pardus se esforzaban por volver a poner en marcha el Chimera defectuoso. Un equipo de trabajo con personal Pardus y Tanith ya había descargado a mano el transporte blindado para reducir su peso. El Troyano traqueteaba inactivo al lado como un padre vigilante.
Gaunt miró su cronómetro.
—Diez minutos más y reanudaremos la marcha sea como sea.
—Si me permite, señor —se atrevió Kleopas—, esta unidad llevaba bombas para el Conquistador. —Señaló con un gesto la enorme pila de munición que el equipo de trabajo había bajado del Chimera para enderezarlo—. No podemos dejar todo esto.
—Podemos si no tenemos más remedio —dijo Gaunt.
—Si se tratara de un cargamento de baterías para rifles láser seguramente no diría lo mismo.
—Es cierto —concedió Gaunt—. Pero no tenemos tiempo que perder, mayor. Les voy a dar veinte minutos, pero sólo veinte.
El capitán Herodas se alejó para dar órdenes y aliento a los técnicos.
Gaunt sacó una petaca de plata que llevaba a la cintura y que tenia grabado el nombre Delane Oktar y se la ofreció a Kleopas.
—Gracias, coronel-comisario, pero no. Es un poco temprano para mí.
Gaunt se encogió de hombros y tomó un sorbo. Estaba enroscando el tapón cuando una voz detrás de ellos dijo:
—Oigo disparos.
Gaunt y Kleopas se volvieron hacia el comisario Hark que se acercaba.
—Sólo una pequeña cacería autorizada —dijo Gaunt.
—¿Lo saben los jefes de escuadrones? Podría desatar el pánico.
—Lo saben. Se lo dije. Reglamento 11-0-119 gama.
—No necesita citármelo, coronel. Le creo —respondió Hark con un generoso encogimiento de hombros.
—Bueno. Mayor Kleopas… tal vez quiera usted explicarle al comisario lo que está sucediendo. Sin omitir detalle.
Kleopas echó una mirada feroz a Gaunt antes de volverse hacia Hark con una sonrisa.
—Estamos reparando el Chimera, señor, y como puede ver, para eso se necesita un gato potente…
Gaunt se escabulló, hurtándose a la presencia del comisario. Recorrió la línea de vehículos tomando otro sorbo de su petaca.
Hark lo miró alejarse.
—¿Qué piensa usted del legendario coronel-comisario? —le preguntó a Kleopas interrumpiendo la conferencia sobre la reparación del oruga motorizado.
—Es el mejor comandante que he conocido jamás. Vive para sus hombres. No vuelva a preguntarme, señor. No voy a permitir que se usen mis palabras en ningún informe oficial de censura.
—No se preocupe, Kleopas —dijo Hark—, Gaunt está condenado se mire como se mire. El general Lugo lo tiene enfilado. Sólo estaba tratando de entablar conversación.
Gaunt volvió atrás unos cien metros y se encontró con la oficial médico Curth y sus enfermeros sentados a la sombra de su transporte.
—¿Señor? —Curth se puso de pie.
—¿Va todo bien aquí? —preguntó Gaunt. No le hacía ninguna gracia que Dorden hubiera tenido que quedarse en Doctrinópolis para atender a los heridos. Curth era un buen médico, pero él no estaba acostumbrado a tenerla a cargo del equipo quirúrgico de sus fuerzas. Dorden había sido siempre su médico en jefe, desde la fundación de los Fantasmas. A Curth le iba a llevar un tiempo acostumbrarse.
—Todo bien —contestó la mujer con una sonrisa tan encantadora como su rostro en forma de corazón.
—Bien —dijo Gaunt—. Bien —y tomó otro sorbo.
—¿Le sobra un poco de eso? —preguntó Curth.
Sorprendido se volvió y le entregó la petaca. Ella echó un buen trago.
—No creí que lo aprobara.
—Esta espera me pone nerviosa —dijo la mujer, secándose la boca y devolviéndole la petaca.
—A mí también —afirmó Gaunt.
—De todos modos —dijo Curth—, créame, es medicinal.
* * *
Alfa AR entró en Mukret a última hora de la tarde. El Salamandra fue aminorando la velocidad y Mkoll, Mkvenner y Bonin saltaron del vehículo, con las armas preparadas, siguiendo al tanque ligero por entre el laberinto de casas construidas sobre palafitos y lugares de encuentro elevados. Con la inminencia de la noche se había levantado una leve brisa que agitaba el polvo y las hojas secas en la carretera todavía iluminada por el sol y en los sombríos espacios que quedaban entre las edificaciones y debajo de ellas.
El propio sol, grande y amarillento, se abría paso hacia el río entre una fila de palmeras y cipreses.
La ciudad estaba desierta. Las puertas abiertas golpeaban a causa del viento y unas trepadoras epífitas se enrollaban en los marcos de las ventanas y los cañones de la chimeneas. En las entradas de las casas había vasijas rotas y los canalones estaban llenos de restos de vestimentas desgarradas. Al otro extremo de la ciudad se veían los largos edificios de ladrillos y tejas de las fábricas de ahumados. La industria principal de Mukret era el ahumado de carne y pescado. Los Tanith todavía pudieron detectar en el aire el penetrante olor residual de la madera quemada.
Siguiendo_el avance del tanque, los tres exploradores avanzaban sosteniendo con soltura sus rifles. Bonin giró y apuntó con presteza cuando una bandada de picos de horquilla salió volando de un árbol.
El Salamandra seguía adelante con su ruido sordo.
Mkoll pasó al frente y con un gesto en código desplazó a Bonin hacia la izquierda por un malecón que llegaba hasta el propio río.
Al frente, algo se movió. Era un quelón, un ejemplar joven que salió a la carretera principal arrastrando sus riendas por el polvo. Sobre su lomo llevaba sujeta una silla corta de montar.
Pasó junto a Mkoll y Mkvenner, con sus riendas a rastras. Mkoll podía oír ahora unos golpes esporádicos. Hizo una señal a Mkvenner de que se mantuviera rezagado como cobertura y siguió avanzando hacia el origen del ruido.
Un anciano, escuálido y nudoso, estaba clavando unos paneles en una capilla vieja y saqueada construida sobre pilotes. Daba la impresión de que estaba tratando de tapiar las ventanas rotas valiéndose de un trozo de rama de árbol como martillo.
Llevaba puesto un hábito de seda azul. Un ayatani, pensó Mkoll. Uno de los sacerdotes locales.
—¡Padre!
El anciano se volvió y bajó su improvisado martillo. Era calvo, pero llevaba una barba blanca, larga y ahusada. Tan larga era, que se la había echado por encima de un hombro para que no le estorbase.
—Ahora no —dijo con tono malhumorado—. Estoy ocupado. Este santuario no va a repararse solo.
—¿Podría ayudarlo?
El anciano bajó hasta la carretera y se enfrentó a Mkoll.
—No sé. Usted es un hombre armado… y eso parece ser un tanque. Tal vez tenga intención de matarme y de robarme mi quelón, lo cual, a mi entender, no sería una ayuda. ¿Es usted un asesino?
—Soy miembro de las fuerzas imperiales de liberación —replicó Mkoll mirando al anciano de arriba abajo.
—¿De verdad? Bueno, entonces… —musitó aquel hombre usando la punta de su larga barba para enjugarse el sudor de la cara.
—¿Cómo se llama usted?
—Soy el ayatani Zweil —respondió el anciano—. ¿Y usted?
—Sargento explorador Mkoll.
—Sargento explorador Mkoll ¿eh? Muy impresionante. Pues bien, sargento explorador Mkoll, los ershul han profanado este santuario, esta sagrada casa de la triplemente amada Santa, e intento reconstruirlo palmo a palmo. Si me ayuda, le estaré agradecido, y estoy seguro de que también lo estará la Santa, a su modo.
—Padre, nos encaminamos hacia el oeste. Necesito saber si ha visto infardi en la carretera.
—Por supuesto que sí. Cientos de ellos.
Mkoll echó mano de su enlace de voz, pero el anciano lo detuvo.
—He visto muchos infardi, peregrinos, que volvían a Doctrinópolis. Sí, sí… muchos infardi, pero no ershul.
—No lo entiendo.
El ayatani señaló la carretera iluminada por el sol que atravesaba Mukret.
—¿Sabe usted dónde está parado?
—En la carretera de Tembarong —dijo Mkoll.
—Conocida también en los textos antiguos de Irimrita como Ayolta Amad Infardiri, que literalmente significa: «ruta aprobada de procesión de infardi» o, de una manera más coloquial, Camino del Peregrino. Puede que la carretera vaya a Tembarong por ese lado, pero ¿a quién le interesa ir allí? Una ciudad pequeña y aburrida cuyas mujeres tienen las piernas gordas. Pero hacia allí… —señaló la dirección de donde había venido Mkoll—, hacia allí viajan los peregrinos, a los santuarios de la Ciudadela de Doctrinópolis. Van al Tempelum Infarfarid Sabbat, a un centenar de lugares de culto. Así lo han hecho durante varios siglos, es el camino del peregrino, y el nombre que le damos nosotros a los peregrinos es infardi. Ése es su auténtico sentido y así es como yo lo uso.
—De modo que cuando usted dice infardi quiere decir auténticos peregrinos —dijo Mkoll con una tos de cortesía.
—Así es.
—¿Y vienen por aquí?
—A cientos, sargento explorador Mkoll. Doctrinópolis está abierta otra vez, de modo que acuden en acción de gracias. Vienen a postrarse ante la profanada Ciudadela.
—Entonces ¿usted no se refiere a soldados enemigos?
—Ellos se apropiaron del nombre de infardi, pero yo no estoy dispuesto a permitirlo. ¡No estoy dispuesto! ¡Si quieren un nombre que sea el de ershul!
—¿Ershul?
—Es una palabra del ylath, el dialecto de los pastores. Significa un quelón que come su propio estiércol o el estiércol de otros.
—¿Y ha visto usted… hum… ershul en sus viajes?
—No.
—Ya veo.
—Pero los he oído —de repente Zweil cogió a Mkoll por un brazo y señaló hacia el oeste, por encima de los tejados de Mukret, hacia los lejanos confines de la selva pluvial. Unas sombrías nubes de tormenta se estaban acumulando sobre las colinas vecinas.
—Allí arriba, sargento explorador Mkoll, más allá de Bhavnager, en las Colinas Sagradas. Allí están agazapados, merodeando, esperando.
Con un movimiento involuntario, Mkoll quiso librarse de la mano del anciano, pero resultaba extrañamente tranquilizador. Le recordó la forma en que el archidiácono Mkere solía llevarlo hacia el facistol para leer la lección en la iglesia parroquial de Tanith, hacía ya mucho tiempo.
—¿Es usted un hombre devoto, sargento explorador Mkoll?
—Creo que sí, padre. Creo que el Emperador es Dios encarnado, y vivo para servirlo en la paz y en la guerra.
—Eso está bien, muy bien. Póngase en contacto con sus compañeros. Dígales que estén preparados para encontrar problemas en su peregrinaje.
* * *
Veinte kilómetros al este, el convoy principal estaba otra vez en movimiento. El Chimera que transportaba la munición había quedado bastante bien reparado por el momento, aunque el intendente Elthan habia advertido a Gaunt que sería conveniente hacerle una revisión a fondo durante el descanso nocturno.
Otra vez llevaban una buena marcha. Gaunt iba sentado en la cabina abierta de su Salamandra de mando, revisando los mapas y confiando en llegar a Mukret antes de que cayera la noche. Mkoll acababa de tomar contacto. Alfa AR había llegado a Mukret y la había encontrado desierta. Sin embargo, el avezado explorador había insistido en su advertencia sobre el avistamiento de infardi.
Gaunt dejó los mapas a un lado y volvió a su copia manoseada y anotada del evangelio de Santa Sabbat que ya había repasado varias veces a lo largo del día. Tratar de leer el texto en medio del traqueteo del Salamandra le daba dolor de cabeza, pero él insistía. Volvió sobre las últimas marcas que había puesto. La sección central, los Salmos de Sabbat, era prácticamente impenetrable con su lenguaje antiguo y críptico, lleno de símbolos misteriosos. En ellos se podía encontrar todo o nada, y él no encontró ningún significado.
Sin embargo, reconocía que eran los versos religiosos más hermoso que había leído en su vida. También se lo habían parecido al Señor de la Guerra Slaydo de quien había heredado Gaunt esa afición a los salmos de Sabbat. Dejó el libro sobre sus rodillas un momento mientras alzaba la vista y recordaba a Slaydo.
Sintió una sacudida cuando el tanque redujo la marcha de repente, y se puso de pie para ver qué pasaba. Su vehículo era el tercero a contar desde la cabecera del convoy, y los dos Salamandra de exploración que iban delante habían reducido notablemente la velocidad. Las luces rojas de freno se habían encendido detrás de sus rejillas metálicas, y llamaban la atención en medio del crepúsculo.
Un gran rebaño de enormes quelones venía hacia ellos conducido por varios campesinos vestidos de color beige. Ocupaban la mitad de la carretera, y los primeros vehículos se habían visto obligados a formar una fila apretada contra el lado del río.
—Uno a unidades del convoy —dijo Gaunt por su transmisor en la banda de todos los canales—. Reduzcan la velocidad y acérquense al borde izquierdo. Hay ganado en la carretera. Den muestras de cortesía y pasen a buena distancia de ellos.
Los conductores dieron respuestas escuetas. El convoy redujo al máximo la velocidad y siguió avanzando junto a la perezosa línea de animales. Gaunt maldijo este nuevo retraso. Pasarían diez minutos como mínimo antes que superaran esta obstrucción.
Miró los grandes caparazones que pasaban lo bastante cerca como para tocarlos. Despedían un fuerte olor a tierra, y Gaunt pudo oír el roce de sus pieles coriáceas y el gorgoteo de sus múltiples estómagos. Lanzaban unas ventosidades nauseabundas, gruñían y resoplaban. Sus morros chatos no paraban de rumiar. También vio a los pastores, corpulentos campesinos ataviados con las rústicas vestimentas color beige de la casta campesina. Llevaban la cabeza cubierta con capuchas y la cara protegida con velos para evitar el polvo e iban azuzando a las bestias con el extremo de sus cayados. Algunos se disculparon con una inclinación de cabeza al pasar, pero la mayoría ni siquiera miraba a los imperiales. Gaunt pensó que mientras la guerra religiosa y la profanación asolaban su mundo ellos seguían con sus actividades habituales. En esta galaxia letal todavía quedaban vidas envidiablemente sencillas…
«Mucho ganado y tres pastores inofensivos.» Le vino a la cabeza con abrupta claridad el informe de Mkoll.
Ahora que estaba a la misma altura que ellos contó al menos nueve.
—¡Uno! ¡Aquí uno! Estén prevenidos, podría ser…
Sus palabras se vieron interrumpidas por el zumbido de un misil lanzado desde el hombro. Dos vehículos más atrás, un Salamandra de comando se sacudió y vomitó un cono de fuego y chatarra. Los fragmentos de metal que volaron por los aires impactaron incluso contra la carrocería de su vehículo.
Los transmisores se volvieron locos. Gaunt pudo oír ráfagas sostenidas de fuego láser y armas automáticas. Los pastores, que de repente eran varias docenas, surgían de entre los asustados animales. Llevaban armas. Al despojarse de sus túnicas aparecieron las armaduras y la seda verde.
Gaunt empuñó su pistola bolter.
Los infardi los rodeaban.