La Ciudadela ardió durante muchos días. Se quemó sin producir llamas, o al menos lo que los humanos entienden por llamas. Unas lenguas de energía incandescente de colores azul niebla y verde escarcha se elevaban en el aire a kilómetros de altura como si se tratase de un ondulante y parcial despliegue de la aurora anclado a la meseta. Flotaban al viento sin control y su resplandor proyectaba sombras alargadas a la luz del día e iluminaba la noche. En su base, los azules y los verdes se tornaban blanco incandescente, un infierno abrasador que consumía hasta los cimientos los templos y edificios de la Ciudadela, y el calor se dejaba sentir a medio kilómetro ladera abajo.
Nadie podía acercarse más que eso. Los escasos escuadrones que se aventuraron a superar esa distancia se vieron obligados a retroceder aquejados de náuseas, hemorragias espontáneas o paroxismos de miedo irracional. Las observaciones hechas a una distancia prudente con catalejos o magnoculares revelaron que los pétreos farallones de la meseta se estaban fundiendo y retorciendo. La roca formaba burbujas y se deformaba. Un observador se volvió loco, y en su desvarío afirmaba haber visto formarse y surgir de la piedra rezumante caras que emitían gritos.
Al final del primer día, una delegación de ayatari y eclesiarcas locales de las guarniciones de la Guardia Imperial establecieron altares temporales en las laderas de la Ciudadela y empezaron una vigilia de oración, apaciguamiento y expulsión.
El desánimo de la derrota se instaló en Doctrinópolis. Esto era un desastre sin precedentes, incluso peor que la anexión de la ciudad santa por parte de los infardi. Esto era una profanación. Era el más lóbrego de los augurios posibles.
Gaunt estaba encerrado en sí mismo. Su ánimo era terrible y ni siquiera sus Fantasmas de más confianza se atrevían a molestarlo. Permanecía en su alojamiento privado dentro del Universitariat, cavilando y releyendo informes. Durmió pésimamente.
Ni siquiera la noticia de que Corbec había sido rescatado, herido pero con vida, consiguió levantarle mucho el ánimo. Muchos creyeron que Gaunt estaba de tan mal humor que impondría un severo castigo a la unidad de Kolea por desobedecer las órdenes de retirada a pesar de haber salvado al coronel.
Los ayatani celebraron un servicio de acción de gracias por las reliquias e iconos sagrados que la unidad de Kolea había traído de vuelta en el camión capturado. Era un magro consuelo ante la destrucción de la Ciudadela. Los objetos fueron reconsagrados solemnemente y colocados en la basílica de Macharius Hagio, en las lindes de la Ciudad Vieja.
Los brevianos supervivientes, dos brigadas que no habían entrado en el interior de la Ciudadela con Szabo, iniciaron un ritual de ayuno y duelo. Un masivo funeral tuvo lugar al segundo día y en él se leyeron los nombres de los caídos. Gaunt asistió, con uniforme de gala, pero no habló con nadie. Los cañones del regimiento Pardus blindado atronaron el aire como saludo.
A la mañana del cuarto día, Brin Milo atravesó la plaza de la Sublime Tranquilidad y subió con prisa los escalones de la puerta meridional del Universitariat con un sentimiento de terror. Los centinelas de la entrada lo dejaron pasar y avanzó por los salones cuyo eco repetía sus pasos y por inhóspitas estancias donde grupos de esholi trabajaban en silencio para salvar lo salvable de los libros, documentos y manuscritos que los infardi había dejado destrozados y diseminados en los lugares saqueados.
Vio a Sanian recogiendo afanosamente trozos de papel de entre un montón de cristales rotos debajo de una ventana, pero no dio muestras de reconocerlo. Más tarde se preguntaría si realmente había sido ella. Con sus ropajes blancos y sus cabezas rapadas, las esholi presentaban una uniformidad alarmante.
Dio la vuelta a una esquina del claustro, subió rápidamente una escalera de piedra bajo la mirada vigilante de varios ex notables del Universitariat, y cruzó un rellano hasta detenerse ante un par de puertas de madera.
Milo respiró hondo, recogió su capa de camuflaje sobre el hombro y llamó.
La puerta se abrió y el soldado Caffran le franqueó el paso.
—¿Qué hay, Caff?
—Hola, Brin.
—¿Cómo está?
—Maldito si lo sé.
Milo miró a su alrededor. Caffran le había dado paso a una pequeña antecámara. Se habían colocado dos catres desvencijados debajo de la ventana para que pudieran descansar durante el día los guardias de la puerta. A un lado había una mesa, y sobre ella unas cuantas bandejas revueltas, algunos paquetes de ración y unas cuantas botellas de agua y de vino local. El sargento Soric, compañero de Caffran en la guardia diurna, estaba sentado por allí jugando un solitario de Diablos y Damas con una baraja totalmente arqueada. Un cajón de munición volcado le servía de mesa.
Levantó la vista y con su único ojo le dedicó a Milo un guiño significativo.
—Ni siquiera se ha movido —dijo simplemente.
Milo todavía no había tenido ocasión de conocer bien a Soric. Era un hombre rechoncho como un tonel que había sido jefe en una fundición allá en Verghast y luego líder de la guerrilla. Aunque estaba excedido de peso, tenía una fuerza física imponente, legado, al igual que su postura encorvada, de los largos años pasados en su juventud delante de los hornos. Además era un hombre mayor, mayor que Corbec, incluso mayor que el doctor Dorden que era el más viejo de los Tanith. Tenía el mismo aire amistoso que Corbec, pero en cierto sentido era más violento, más impredecible, más propenso a la ira. Había perdido un ojo en la Colmena Vervun, pero no había querido saber nada de implantes de aumento ni de parches. Llevaba con orgullo la arrugada cicatriz de su cuenca vacía. Milo sabía que los Fantasmas verghastitas lo adoraban, tal vez más incluso que al noble y taciturno Gol Kolea, pero tuvo la sensación de que Soric seguía siendo en el fondo un hombre de Verghast, capaz de hacer cualquier cosa por sus propios hombres, pero menos dado a comunicarse con los Tanith. Para Milo era uno de los pocos que perpetuaban la división entre Tanith y verghastitas en lugar de propiciar la unión.
—Tengo que verlo —dijo Milo. Quiso decir que el maldito Rawne lo había enviado porque a él no le daba la gana de ir personalmente, pero no tenía sentido dar explicaciones.
—Tú mismo —dijo Soric con aire de desánimo indicando con un gesto las puertas interiores.
Milo miró a Caffran quien se encogió de hombros.
—No nos deja entrar a menos que sea para llevarle la comida, y no come ni la mitad. Sin embargo se mete un montón de éstas —explicó Caffran señalando las botellas de vino vacías.
La inquietud de Milo se acentuó, preocupado como estaba ya ante la idea de molestar a Gaunt cuando parecía estar de tan mal humor. Nadie quería enfrentarse a un comisario imperial tan mal dispuesto, pero ahora le preocupaba el propio Gaunt. Nunca se había dado a la bebida. Siempre había dado muestras de una gran confianza y compostura. Como todos los comisarios, tenía la misión de inspirar y levantar la moral.
Milo sabía que las cosas habían ido mal aquí en Hagia, pero ahora temía que hubieran arrastrado a Gaunt tras de sí.
—Llamas tú o debo… —empezó a preguntar Milo señalando las puertas interiores. Caffran se apartó con un encogimiento de hombros y Soric se negó claramente a apartar la mirada de sus cartas marcadas.
—Gracias, muchas gracias —dijo Milo encaminándose hacia las puertas con un suspiro.
Las estancias interiores estaban oscuras y silenciosas. Las cortinas estaban echadas y había un desagradable olor a humedad. Milo entró con cautela.
—¿Coronel-comisario?
No recibió respuesta. Se adentró más, a tientas, en aquella penumbra mientras su visión nocturna trataba de adaptarse.
Al avanzar chocó con una estantería de libros y la volcó con estruendo.
—¿Quién anda ahí? ¿Quién diablos anda ahí?
El tono enfadado hizo vacilar a Milo. Gaunt apareció ante él, sin afeitar y a medio vestir, con los ojos airados e inyectados en sangre y apuntando a Milo con su pistola.
—¡Por Feth, soy yo, Milo, señor!
Gaunt se lo quedó mirando durante un momento como si no lo reconociera y luego se apartó tirando la pistola encima de un catre. Sólo llevaba puestas las botas y los pantalones de montar de su uniforme, y sus tirantes colgaban negligentemente sobre las caderas. Milo entrevio la enorme cicatriz que cruzaba el tenso abdomen de Gaunt, la antigua herida que había recibido de Dercius en Khed 1173.
—Me has despertado —gruñó Gaunt.
—Lo siento.
Gaunt encendió una lámpara de aceite con dedos torpes, se sentó en un taburete y empezó a hojear nerviosamente un antiguo libro encuadernado en piel. Sin apartar la mirada del libro estiró la mano para coger un vaso de un lado de la mesa. Bebió un buen trago de vino y volvió a dejar el vaso.
Milo se acercó más. Vio las pilas de informes sin abrir apilados junto a la silla. Había cortado algunos en tiras largas que ahora usaba para poner en el libro que estaba estudiando.
—Señor…
—¿Qué?
—Me envía el mayor Rawne, señor. El general está de camino. Debería prepararse.
—Ya estoy preparado. —Gaunt bebió otro trago sin apartar en ningún momento la vista del libro.
—No, no lo está. Necesita asearse. Realmente lo necesita, está hecho una mierda.
Se produjo un largo silencio. Las manos de Gaunt dejaron de pasar hojas. Milo se puso tenso, arrepentido de su osadía, esperando el estallido.
—Esto no da ninguna respuesta ¿sabes?
—¿El qué, señor? —preguntó Milo y se dio cuenta de que Gaunt se refería al libro.
—Esto, el Evangelio de Santa Sabbat. Estaba seguro de que aquí encontraría una respuesta, pero lo he leído línea por línea y no he encontrado nada.
—¿Una respuesta a qué, señor?
—A esto —respondió Gaunt abarcando con un gesto todo lo que lo rodeaba—. A este monstruoso desastre. —Otra vez echó mano al vaso sin mirar y lo que consiguió fue tirarlo al suelo.
—Por Feth, dame otro.
—¿Otro?
—¡Por ahí, por ahí! —le soltó con impaciencia señalando un taquillón donde había numerosas botellas y vasos usados.
—No creo que necesite otro trago. El general está de camino.
—Precisamente por eso necesito otro trago. Si estoy sobrio no podré pasar un solo momento en compañía de ese cerebro de mosquito.
—De todos modos…
—¡Maldita sea, paleto de Tanith! —le espetó Gaunt con saña al tiempo que se levantaba y le arrojaba el libro antes de dirigirse hacia el mueble.
Milo lo cogió limpiamente.
—A ver si a ti se te da mejor —le dijo con rabia mientras examinaba las botellas una a una hasta encontrar una que estaba medio llena.
Milo miró el libro y lo hojeó viendo los pasajes que Gaunt había subrayado febrilmente y sobre los que había hecho anotaciones.
—La derrota es sólo un paso hacia la victoria. Da cada paso con confianza o no ascenderás.
Gaunt giró en redondo, vertiendo el vaso que acababa de llenar en exceso.
—¿Dónde dice eso?
—No lo dice. Estoy parafraseando una de sus arengas a los hombres.
Gaunt amenazó a Milo con el vaso y el chico se agachó.
—¡Maldita sea! ¡Siempre fuiste un bastardo muy listo!
Milo dejó el libro en el taburete en el que había estado sentado Gaunt.
—El general está de camino. Llegará a mediodía. El mayor Rawne quería que usted lo supiera. Si eso es todo, solicito la venia para retirarme.
—Permiso concedido. Al diablo contigo.
* * *
—¿Qué dijo? ¿Cómo estaba? —preguntó Caffran en cuanto Milo salió de las habitaciones y hubo cerrado la puerta tras de sí.
Milo se limitó a sacudir la cabeza y se marchó desandando el camino a través de los ruinosos salones del Universitariat hasta volver a salir a la luz de aquel ventoso día.
* * *
Diez minutos antes de mediodía, el ruido distante de los rotores sacudió Doctrinópolis. Cinco puntos aparecieron en el cielo al sudoeste, pero el resplandor del fuego de la Ciudadela hacía que fuera difícil distinguirlos.
—Aquí está —dijo Feygor.
El mayor Rawne asintió, se alisó la pechera de su limpio uniforme de combate comprobando que las medallas estuvieran en su sitio y se puso la gorra. Se miró una última vez en el espejo de cuerpo entero. A pesar de que el espejo estaba roto pudo ver con claridad que todavía representaba perfectamente su papel de oficial del Primer Regimiento Tanith.
Se volvió y salió a grandes zancadas de la desvencijada tienda de modas que había usado para acicalarse.
Feygor, el ayudante de Rawne, emitió un silbido y se acomodó a su paso.
—Atención, señoras, aquí viene el mayor.
—Cierra la boca.
—Debo decir que luces impecable —dijo Feygor sonriendo.
—Cállate.
Bajaron por una calle lateral sembrada de escombros y salieron a la enorme explanada del palacio de verano del rey sobre el río sagrado. El área había sido despejada para permitir el aterrizaje del avión del general. En torno a la explanada estaban formados cuatro pelotones de Fantasmas, dos de Centenarios Brevianos y tres de Pardus como guardia de honor, junto con delegaciones de funcionarios y ciudadanos locales. Tampoco faltaba una banda militar cuyos instrumentos de bronce resplandecían al reflejar la luz del sol.
Los uniformes de la guardia de honor estaban limpios e impecables. El coronel Furst, el mayor Kleopas y el capitán Herodas se habían puesto sus uniformes de gala y lucían sus medallas.
Rawne y Feygor atravesaron la explanada en dirección a ellos.
—Cuando te pusiste la gorra lo hiciste exactamente como lo hace Gaunt, primero la visera.
—Cállate.
Feygor sonrió y se encogió de hombros.
—Y a la formación —añadió Rawne. Feygor, cuyo uniforme de faena negro mate de Fantasma también estaba inmaculado, dobló el paso y ocupó su lugar al final de la fila de los Fantasmas mientras Rawne se sumaba a los oficiales. Furst lo saludó con una inclinación de cabeza y Herodas dio un paso atrás para hacerle sitio.
La banda empezó a tocar el viejo himno Hombres espléndidos del Imperio, de pie y a luchar. Rawne hacía una mueca cada vez que se equivocaban en la reiterativa armónica menor del estribillo.
—No sabía que fuera usted aficionado a la música, mayor Rawne —dijo en voz baja el capitán Herodas.
—Sé lo que me gusta —respondió Rawne rechinando los dientes—, y lo que me gustaría ahora mismo es que alguien le metiera esa trompa baja por el culo al bastardo que está abusando de ella.
Los cuatro oficiales tosieron para reprimir la risa.
El transporte del general se acercaba.
Los cuatro ornitópteros artillados que formaban la escolta atronaban el aire con el petardeo cortante de sus rotores. Estaban pintados de color gris ceniza con unas manchas caqui que imitaban una piel de leopardo. El mayor Rawne admiró su potencia, las protuberantes torretas de los morros y del extremo de las alargadas colas.
El avión del general Lugo era un enorme ala delta que llevaba una cabina esférica de vidrio en la proa. Era de color plateado mate con grandes listas serradas de color beige y cheurones amarillos en los extremos de las alas junto al águila imperial.
Su sombra cubrió a la guardia de honor al detenerse en el aire para que las gigantescas turbinas de propulsión cambiasen a la posición de descenso en vertical. Con los propulsores enfocados ahora hacia abajo, el enorme transporte descendió, levantando polvo y bajando los puntales de aterrizaje desde las cavidades que tenía debajo del ala.
Después de un ligero rebote se posó y el estruendo se fue extinguiendo lentamente. Una rampa situada bajo el vientre azul cielo del aparato se desplegó suavemente y siete figuras bajaron por ella.
El general Lugo, un hombre alto, huesudo, vestido con un uniforme blanco y cargado de medallas, iba en cabeza. Pisándole los talones iban dos soldados con la armadura de combate roja y azul de la Cruzada Imperial que le servían de escolta. Detrás iba una mujer altísima, delgada como un palo y de edad avanzada vestida de cuero negro y con la trenza roja de los tácticos imperiales seguida de dos coroneles de los Coloniales Ardeleanos con relucientes pectorales y brillantes fajas de satín naranja, y un hombre corpulento que vestía uniforme de comisario imperial.
El grupo avanzó por la explanada y saludó a los visitantes.
Lugo los miró a todos con desconfianza, especialmente a Rawne.
—¿Dónde está Gaunt?
—El… señor… él…
—Aquí estoy.
Ataviado con uniforme de gala completo, apareció Ibram Gaunt en medio de la explanada. Desde las filas de la guardia de honor, Milo emitió un suspiro. El uniforme de cuero negro ribeteado de plata de Gaunt estaba impecable. Puede que el desagradable incidente del Universitariat hubiera sido sólo un momento de enajenación…
Gaunt hizo un saludo al general y presentó a los demás oficiales. La banda seguía tocando.
—Ésta es la oficial táctica imperial Blamire —dijo Lugo señalando a la mujer alta entrada en años que saludó con una inclinación de cabeza. Su cara era delgada y demacrada y llevaba el pelo gris muy corto.
»Estoy aquí por eso… —dijo Lugo en tono cortante volviéndose para mirar, a través de la explanada, la ciudad santa que se veía más allá de esa especie de aurora de fuego que era la Ciudadela.
—Eso, señor, es una abominación que todos lamentamos —dijo Gaunt.
—Quiero que me ponga al tanto enseguida, Gaunt. Quiero un informe completo.
—Lo tendrá —dijo Gaunt mientras guiaba al general por la explanada hacia los vehículos de tierra y sus escoltas Chimera que esperaban.
De pronto Lugo olfateó el aire.
—¿Ha estado bebiendo, Gaunt?
—Sí, señor. Una copa de vino ceremonial durante el ejercicio religioso matutino celebrado por los ayatani. Fue algo simbólico y era lo que se esperaba de mí.
—Ya veo. Entonces no importa. Ahora muéstreme y dígame todo lo que necesito saber.
—¿Por dónde empezamos, señor?
—Empecemos por cómo esta sencilla liberación se convirtió en un montón de basura —respondió Lugo.
—Como pueden darse cuenta, es una señal —dijo la táctica Blamire bajando sus magnoculares.
—¿Una señal? —repitió el coronel Furst.
—Oh, sí. Los adeptos del Astropáticus han confirmado que lo es… está generando un impulso psíquico significativo de alcance interestelar.
—¿Con qué fin? —preguntó el mayor Kleopas.
Blamire fijó en él su mirada hosca mientras sus labios esbozaban una sonrisa paciente.
—El de nuestra inminente destrucción, por supuesto.
El grupo de oficiales estaba de pie en la terraza del edificio del tesoro con una escolta de más de cincuenta guardias. Por encima de ellos flameaban vivamente las cometas de plegaria y las banderolas votivas.
—No lo entiendo —dijo Kleopas—. Pensé que era sólo una malintencionada despedida del enemigo. Una trampa explosiva para aguarnos la fiesta.
—Pues me temo que no lo es —dijo Blamire sacudiendo la cabeza—. Ese fenómeno… —con un gesto señaló las llamas incandescentes que se veían en la meseta de la Ciudadela—. Ese fenómeno es un instrumento de la disformidad, un faro astropático. No piensen que es fuego. Lo que sucedió ahí arriba hace cuatro días no fue una explosión en el sentido convencional del término. Su objetivo no era destruir la Ciudadela ni matar a esos infortunados soldados brevianos. Su objetivo es hacer de faro.
—¿Para quién? —preguntó Furst.
—Es usted duro de entendederas —dijo Gaunt sin alterarse y mirando directamente a Blamire—. El lugar era significativo, por supuesto. Terreno sagrado.
—Por supuesto, la magia disforme de su ritual hacía necesaria la profanación de todos nuestros santuarios.
—Por eso se llevaron todas las reliquias y los iconos.
—Sí, y luego se retiraron a esperar que los Centenarios Brevianos entrasen y fueran sacrificados para desencadenar esto. Está claro que Pater Pecado lo planeó con mucha antelación al darse cuenta de que sus fuerzas serían expulsadas.
—¿Y está funcionando? —preguntó Gaunt.
—Lamento decir que sí.
Se produjo un largo silencio, roto sólo por los latigazos y golpeteos de las cometas y banderas por encima de sus cabezas.
—Hemos detectado una flota enemiga que se está reuniendo y avanzando a través del immaterium hacia nosotros —dijo el general Lugo.
—¿Tan pronto? —inquirió Gaunt.
—Es evidente que éste es un llamamiento que no pretenden pasar por alto ni responder con lentitud.
—La flota… ¿De qué proporciones? —La voz de Kleopas reflejaba ansiedad—. ¿De qué escala es la respuesta del enemigo?
Blamire se encogió de hombros al tiempo que se frotaba las manos enguantadas con evidente nerviosismo.
—Si representa aunque sea una cuarta parte del tamaño que hemos calculado, las fuerzas de liberación combinadas aquí reunidas serán aniquiladas. Sin duda alguna.
—¡Entonces necesitamos refuerzos de inmediato! ¡El Señor de la Guerra Macaroth debe traer fuerzas de la cruzada de otros destinos para ayudar. Nosotros…
—Eso no es posible. —Lugo interrumpió a Gaunt—. He comunicado la situación al Señor de la Guerra y él ha confirmado mis temores. La reconquista del sistema Cabal está en pleno despliegue. El Señor de la Guerra ha enviado todas las legiones de la cruzada al asalto. Muchas ya están de camino al mundo fortaleza. Debo dejar bien claro que no hay refuerzos disponibles.
—¡Me niego a aceptar eso! —gritó Gaunt—. ¡Macaroth conoce muy bien la importancia sagrada que tiene este mundo! ¡El mundo de la Santa! ¡Parte vital de la fe imperial! ¡No puede dejar que se extinga!
—Eso es discutible, coronel-comisario —dijo Lugo—. Aunque el Señor de la Guerra estuviera dispuesto a ayudarnos, y le aseguro que no lo está, los contingentes imperiales del tamaño necesario más próximos están a seis semanas de distancia. La flota del archienemigo está a veintiún días de distancia.
Gaunt sintió crecer en su interior una rabia impotente. Esto le recordaba al día aciago en que se había visto obligado a tomar la decisión de abandonar Tanith. Por el bien de la Cruzada del Mundo de Sabbat, otro maldito planeta iba a ser sacrificado.
—He recibido órdenes del Señor de la Guerra —dijo Lugo—, Órdenes inequívocas. Debemos emprender inmediatamente la retirada de este planeta. Todos los funcionarios imperiales, así como la nobleza y los sacerdotes del planeta, serán evacuados con nosotros y vamos a llevarnos todos los tesoros sagrados de este mundo: reliquias, antigüedades, objetos sagrados, obras educativas. Con el tiempo, la cruzada volverá y liberará nuevamente a Hagia y entonces los santuarios serán reconstruidos y consagrados nuevamente. Hasta entonces, los sacerdotes se encargarán de salvaguardar la herencia santa de Hagia en el exilio.
—No lo harán —replicó el capitán Herodas—. He hablado con la gente del lugar. Sus reliquias son preciosas, pero sólo unidas al lugar. Como lugar de nacimiento de Sabbat, es el mundo lo que realmente importa.
—No tendrán elección —dijo Lugo tajante—. No es momento para sensiblerías. Esta misma noche empieza un programa intensivo de evacuación. La última nave debe partir de aquí a lo sumo dentro de dieciocho días. Usted y sus oficiales recibirán órdenes de supervisar que dicho programa se lleve a cabo con eficiencia y sin tropiezos. Si algo falla serán castigados severamente. Cualquier obstrucción a nuestra labor será pasible de la pena capital. ¿Puedo dar por sentado que todos entienden las órdenes?
Todos los oficiales reunidos asintieron sin decir palabra.
—Tengo hambre —anunció Lugo de pronto—. Ahora voy a cenar. Venga conmigo, Gaunt, quiero explicarle sus deberes específicos.
* * *
—Permítame que le hable con franqueza, Gaunt —dijo Lugo, abriendo con destreza la concha de un crustáceo apresado en los afamados viveros situados unos cuantos kilómetros río abajo—. Su carrera está definitivamente acabada.
—¿Y en qué se basa para decir eso, señor? —replicó Gaunt ahogadamente mientras tomaba un sorbo de vino. Su propio plato de moluscos negros brillantes estaba casi intacto ante él.
Lugo levantó la vista de su comida para mirar a Gaunt y acabó de masticar la suculenta carne blanca antes de hablar.
—Supongo que está de broma —dijo limpiándose los labios con una esquina de la servilleta.
—Curioso —respondió Gaunt—. Yo pensaba que quien estaba de broma era usted, señor.
Estiró la mano hacia la copa, pero se dio cuenta de que estaba vacía, con lo cual echó mano de la botella para volver a llenarla.
Lugo apresó con la lengua un trozo de carne que se le había pegado al paladar y tragó.
—Esto —dijo con un gesto vago que pretendía abarcar toda la ciudad y no sólo el desguarnecido comedor donde se encontraban—. Esto es culpa suya y de nadie más. Usted nunca gozó realmente de los favores del Señor de la Guerra, a pesar de unos cuantos éxitos pintorescos de los últimos años, pero una desgracia como ésta no tiene vuelta de hoja. —Cogió otro crustáceo y con mano experta abrió la concha.
Gaunt se echó atrás en la silla y miró a su alrededor, sabedor de que si hablaba ahora desencadenaría un intercambio de improperios que lo más seguro era que acabara con él del lado inadecuado de un pelotón de fusilamiento. Lugo era un gusano, pero también era un general. Gritarle sería contraproducente y por eso esperó a que su indignación se aplacara un tanto.
El comedor era una estancia de techo alto del palacio de verano donde el encumbrado rey había celebrado los banquetes de estado. Estaba totalmente vacío de muebles a excepción de la mesa con su mantel de hilo blanco. Seis soldados de infantería de los Coloniales Ardeleanos montaban guardia en las puertas, franqueando la entrada solamente al personal de servicio cuando llamaba a la puerta.
A la mesa, junto a Lugo y Gaunt, estaba el fornido comisario que había llegado con el grupo del general. Su nombre era Viktor Hark y no había dicho nada desde que habían empezado a comer. En realidad, no había dicho ni una palabra desde que había puesto un pie fuera del aparato. Hark era algunos años más joven que Gaunt, de reducida estatura que daba idea de una gran fuerza muscular generosamente protegida por la corpulencia debida al buen vivir. Tenía un abundante pelo negro y llevaba las mejillas y el mentón perfectamente rasurados. Su silencio y su empeño en no mantener contacto visual tenían a Gaunt muy molesto. Hark ya había acabado con sus moluscos y estaba mojando, en los jugos de cocción que quedaban en el plato, trozos de pan de soja cortados de una hogaza que había en una canastilla sobre la mesa.
—¿Me está culpando de la pérdida de la Ciudadela? —preguntó Gaunt educadamente.
—Usted era el oficial al mando en este teatro ¿no es cierto? —dijo Lugo agrandando los ojos en una interrogación burlona y sin acabar previamente de deglutir su bocado.
—Sí, señor —respondió Gaunt.
—Entonces ¿a quién voy a culpar? Su misión era la liberación de Doctrinópolis y la recuperación, intacta, de la Ciudadela sagrada, y fracasó. La Ciudadela está perdida y, además, su fracaso nos ha llevado directamente a la inminente pérdida de todo el mundo santuario. Por supuesto que lo relevarán al mando, y creo que podrá considerarse afortunado si sigue al servicio del Emperador.
—La Ciudadela se perdió por la rapidez con que fue recuperada —dijo Gaunt eligiendo cada palabra con sumo cuidado—. Mi estrategia era lenta y metódica. Lo que intentaba era tomar la ciudad santa de modo de producir el menor daño posible. Yo no quería mandar los tanques contra la Ciudad Vieja.
—¿Acaso —Lugo hizo una pausa mientras se lavaba los dedos manchados en un cuenco de agua perfumada con pétalos de flores y se los secaba cuidadosamente con la servilleta— está usted sugiriendo por casualidad que yo tengo alguna responsabilidad en esto?
—Usted planteó exigencias, general. A pesar de que había conseguido mis objetivos antes de la fecha fijada usted insistió en que iba con retraso. También insistió en que dejara de lado la estrategia que tenía preparada y adelantara el asalto. Yo hubiera mandado antes exploradores a la Ciudadela y hubiera hecho las comprobaciones necesarias, y es posible que esas medidas hubieran permitido descubrir y desactivar la trampa del enemigo. Ya nunca lo sabremos. Usted me planteó exigencias, y ahora estamos donde estamos.
—Debería hacerlo fusilar por sugerir eso, Gaunt —dijo Lugo con brusquedad—. ¿Qué. piensa usted, Hark? ¿Debería hacerlo fusilar?
Hark se encogió de hombros sin pronunciar una sola palabra.
—Éste es su fracaso, Gaunt —dijo Lugo—. Así lo reflejará la historia y yo voy a asegurarme de que así sea. El Señor de la Guerra ya está clamando por un severo castigo para el oficial o los oficiales responsables de este desastre. Como acabo de señalar, no puede decirse que sea usted uno de los favoritos de Macaroth. Tiene usted demasiado del viejo Slaydo.
Gaunt nada dijo.
—Ya deberían haberlo despojado de su rango, pero yo soy un hombre justo, y Hark, aquí presente, sugirió que tal vez podría usted trabajar con dedicación renovada si se le encargase una tarea a modo de redención.
—Qué amable por su parte.
—Eso mismo pensé yo. Usted es un soldado muy capaz. Su carrera como oficial al mando está terminada, pero le ofrezco la oportunidad de mitigar su desgracia con una misión capaz de poner un corolario decente a su carrera. Creo que también daría un buen ejemplo a la tropa. Demostraría que incluso después de un error calamitoso, un verdadero soldado del Imperio puede realizar una contribución valiosa a la cruzada.
—¿Y qué es lo que quiere que haga?
—Quiero que dirija una guardia de honor. Tal como he explicado, en la evacuación sacaremos.de aquí a todos los sacerdotes, los ¿cómo se llaman…?
—Ayatani —dijo Hark, la primera palabra que pronunciaba.
—Eso es, todos los ayatani y todas las preciosas reliquias de este mundo. Lo más valioso de todo son los restos de la propia Santa sepultados en el Santuario de las montañas. Formará usted un destacamento, se dirigirá con él al Santuario y regresará aquí con los huesos de la Santa, conducidos con todo honor y respeto, a tiempo para la evacuación.
Gaunt asintió parsimoniosamente dándose cuenta de que no le quedaba elección.
—El Santuario está muy lejos. El interior del país y los bosques pluviales de los alrededores de la ciudad están plagados de soldados infardi que han huido de este lugar.
—Entonces es posible que tenga problemas por el camino, por eso llevará usted una fuerza importante, su regimiento Tanith completo. He dispuesto además que lleve como escolta una compañía de tanques Pardus y, por supuesto, Hark, aquí presente, irá con usted.
Gaunt se volvió para mirar al fornido comisario.
—¿Por qué? —preguntó.
Hark se volvió a su vez, sosteniendo por primera vez la mirada de Gaunt.
—Para mantener la disciplina, por supuesto. Usted está deshecho, Gaunt, y sus aptitudes para el mando están bajo sospecha. No nos podemos permitir que esta misión fracase, y el general necesita asegurarse de que los Primeros de Tanith mantengan la línea de conducta.
—Yo soy capaz de desempeñar esa función.
—Bien, yo estaré allí para velar por que lo haga.
—Esto no es…
Hark levantó su copa.
—Siempre se ha considerado que su jerarquía de mando era cuando menos extraña, Gaunt. Un coronel es un coronel y un comisario es un comisario. Muchos se han preguntado cómo podía usted desempeñar ambos cargos con eficacia cuando la función básica de un comisario es controlar al comandante de la unidad. Hace tiempo que el comandante de la cruzada venía pensando en la posibilidad de nombrar un comisario para los Primeros de Tanith que colaborase con usted. Los acontecimientos presentes lo han hecho necesario.
Gaunt empujó su silla hacia atrás produciendo un fuerte chirrido y se puso de pie.
—¿No quiere quedarse, Gaunt? —preguntó Lugo con una sonrisa aviesa—. Todavía no han servido el plato principal: anca de quelón a la brasa en salsa de amasec y ghee.
Gaunt saludó secamente, consciente de que no tenía sentido decir que no le apetecían ni la maldita comida ni la compañía.
—Mis disculpas, general. Tengo una guardia de honor que organizar.