La estancia se sacudió, las paredes y el suelo temblaron levemente y de las vigas se cayó el polvo acumulado. Los frascos en forma de cebolla llenos de agua entrechocaron en las estanterías.

Al principio nadie pareció notarlo, salvo el propio Corbec. Estaba tendido en el suelo y sintió que se movían las losas bajo las palmas de sus manos y las puntas de sus dedos.

Levantó la vista, pero ninguno de los infardi lo había notado. Estaban demasiado ocupados con Yael. El chico ya estaba muerto y Corbec dio las gracias por ello, aunque significaba que ahora sería su turno en el banco. Sin embargo, los infardi todavía estaban realizando su carnicería ritual, adornando el cadáver con símbolos innobles mientras musitaban textos perversos.

La habitación se sacudió otra vez. Las botellas tintinearon y volvió a caer polvo de lo alto.

A pesar de lo grave que era su situación, o quizás por eso, Colm Corbec sonrió.

Una sombra se cernió sobre él.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Pater Pecado.

—Se acerca la muerte —replicó Corbec lanzando al suelo un escupitajo de saliva ensangrentada.

—¿Y te alegras de ello? —La voz de Pecado era baja, casi ahogada. Corbec observó que los dientes metálicos de Pecado eran tan afilados que cortaban por dentro los propios labios de aquel bastardo.

—Es cierto que recibo a la muerte con alegría —dijo Corbec incorporándose levemente—. Por una parte me libera de vosotros, pero si sonrío es por que no viene a por mí.

La habitación se sacudió de nuevo. Pater Pecado lo sintió y miró en a su alrededor. Sus hombres dejaron lo que estaban haciendo. Con órdenes y gestos concisos, Pecado envió a tres de ellos a investigar.

Corbec no necesitaba que nadie le dijera lo que era. Había estado cerca de suficientes ataques motorizados en su vida como para reconocer las señales. El estampido de las bombas al caer, la vibración del entorno por el peso de los blindados…

Una sacudida más, y esta vez fue un estruendo lo bastante alto como para identificarlo claramente como una explosión. Los infardi empezaron a reunir sus armas. Pecado se dirigió a un hombre que llevaba una radio ligera e intercambió mensajes con otras unidades infardi.

Para entonces, las sacudidas y el ruido de las explosiones eran un ruido de fondo constante.

Pecado miró a Corbec.

—Ya esperaba esto, tarde o temprano. Crees que me ha cogido de sorpresa, pero en realidad es precisamente lo que yo…

Hizo una pausa, como renuente a revelar secretos incluso a un viejo y medio muerto soldado de infantería.

Emitió varios sonidos guturales que Corbec interpretó como voces de mando en el código privado de combate de los infardi, y los hombres se dispusieron a salir en masa. Cuatro de ellos asieron a Corbec y lo arrastraron con ellos. Sintió un dolor lacerante en todo el torso, pero se mordió los labios.

Sus captores tiraban de él y lo empujaban por corredores sucios y patios abiertos detrás del cuartel general de los fusileros infardi. En el patio, la luz del sol le resultó a Corbec implacable y dolorosa, y el aire libre le trajo a los oídos con mayor claridad los sonidos del asalto imperial: el retumbar pesado de las explosiones, el silbido de las bombas, el traqueteo metálico de las orugas, el derrumbamiento de los edificios.

Corbec se encontró casi brincando, tratando de apoyarse en el pie en el que llevaba bota. Los infardi le pegaban, lo azuzaban y lo maldecían. Querían avanzar más rápido de lo que él podía. Además, sostenerlo con una mano significaba que a cada uno de ellos sólo le quedaba una mano libre para llevar la munición, el rifle y demás pertrechos.

Atravesaron el interior de un taller de cantero donde todo estaba cubierto de una capa de polvo de piedra blanco del espesor de un pulgar, antes de salir a través de unos postigos de madera a una calle empinada y empedrada con guijarros.

Más arriba, a apenas dos kilómetros de distancia, se divisaba la Ciudadela. Corbec nunca la había visto tan de cerca. Los riscos blanquecinos, cubiertos de musgo color malva y plumosos liqúenes, sobresalían por encima de la línea de tejados y torres formada por la Ciudad Vieja y los barrios de la colina oriental de Doctrinópolis, y soportaban los pilares y templos de sillería de los recintos reales de la ciudad santa. Los edificios monumentales se veían de color carne contra el azul del cielo. Los hombres de Pecado debían de haberlos llevado a él y a Yael bastante hacia el norte a través de la Ciudad Vieja.

Hacia el otro lado, la calle bajaba, a través de viviendas nuevas apiñadas y enormes talleres de cantería, hacia la planicie del río donde comenzaba la Ciudad Vieja. Por ese lado, el cielo era una niebla arremolinada de humo negro y gris. El fuego lamía los flancos de la ciudad. Corbec pudo ver serie tras serie de impactos de bombas que se expandían en ondas por las calles. Columnas de llamas, humo, tierra y mampostería saltaban por los aires.

Sus guardias volvieron a tirar de él para obligarle a subir la pendiente de la calle. La mayor parte de los otros infardi había desaparecido en el interior de los edificios circundantes.

Los fusileros lo apartaron de la calle metiéndolo, a través de una puerta de hierro forjado, en un patio a nivel donde había piedras y tejas apiladas listas para ser usadas. A un lado, bajo un alero, había tres carretas de trabajo de fondo plano y algunas herramientas de cantero; al otro, un par de servidores de un modelo antiguo que habían sido desactivados.

Los hombres metieron a Corbec a empellones en una de las carretas. Pater Pecado volvió a aparecer con otros ocho hombres por una puerta interior y atravesó el patio. Intercambiaron algunas palabras.

Corbec esperó. Cerca de él había herramientas de cantero: cuatro azuelas grandes, un mazo desgastado, algunos escoplos, una paleta con borde de diamante. Hasta los artículos más pequeños eran demasiado grandes como para esconderlos.

Un zumbido sibilante sacudió el patio al pasar una bomba por encima. Fue a explotar en el edificio colindante con un rugido que les sacudió hasta los huesos lanzando sobre ellos un montón de cascotes envueltos en humo. Corbec apretó la cabeza contra los sacos y al hacerlo notó algo duro debajo.

Lo encontró entre las bolsas: algo pesado, pequeño, del tamaño del puño de un niño o de una ciruela madura, con un cordel enrollado alrededor. Era una plomada de cantero, una dura pesa de plomo en el extremo de cuatro metros de cuerda de plata seda trenzada. Tratando de que no lo vieran, la extrajo del saco y se la enrolló en la mano.

Pater Pecado dio órdenes a gritos a sus hombres y a continuación activó su escudo corporal, desapareciendo de la vista. Corbec vio cómo su forma desvaída vacilaba entre las nubes de polvo levantadas por la detonación de la bomba y abandonaba el patio por el otro extremo, acompañada por todos sus hombres excepto tres de ellos.

Estos se acercaron hacia él.

Una salva de disparos de tanque cayó sobre la calle alrededor de ellos con una fuerza y un ruido descomunales. Fue una suerte que ninguno cayera en el patio, ya que de ser así, todos hubieran quedado hechos papilla. Lo cierto es que la onda expansiva derribó a los tres infardi que habían quedado. Corbec, que tenía mejor oído que los adeptos para los tiempos y las distancias entre bomba y bomba, se había puesto a cubierto al primer silbido que anunciaba su llegada.

Se puso en pie de un salto. Uno de los infardi ya se estaba levantando como atontado, moviendo su rifle láser para cubrir al prisionero.

Corbec volteó la plomada rápidamente, dejando que la pieza de plomo saliese despedida al tercer giro. Golpeó en la mejilla izquierda del infardi produciendo un crujido satisfactorio que lo hizo caer de espaldas en el suelo.

De nuevo Corbec hizo que la plomada girara por encima de su cabeza en toda su extensión. Ya había acumulado fuerza suficiente cuando el segundo de sus captores se puso de pie, de modo que se enrolló con fuerza alrededor de su garganta.

Ahogándose, el adepto cayó mientras trataba de quitarse la cuerda dura y tensa del cuello.

Corbec se apoderó de su rifle láser, se dejó rodar con él y disparó un par de veces cuando el primer infardi se levantó otra vez disparando. El golpe de la plomada le había hecho una magulladura en el pómulo, y los disparos de Corbec le atravesaron el pecho y lo derribaron.

Sujetando su arma, Corbec se puso de pie. En las inmediaciones volvieron a caer más bombas. El coronel atravesó de un disparo la cabeza del infardi que seguía tratando de liberarse de la cuerda.

El tercero estaba boca abajo, muerto. La explosión había hecho que se le clavara un trozo de teja en el cráneo.

El atronador ruido de los tanques se acercaba. No había tiempo para recuperar la munición de los cadáveres ni para conseguir una bota de repuesto. Corbec pensó que podría rodear el lateral de la meseta de la Ciudadela y tal vez conservar la vida. Eso era, sin duda, lo que estaban intentando los infardi.

Pasó por las puertas del otro extremo del patio, en la dirección en que había salido Pecado. Seguía andando a la pata coja ya que se le clavaban trozos de escombros en la planta del pie descalzo. Pasó por una galería cubierta cuyas ventanas y persianas habían caído hacia adentro por la fuerza de las explosiones. De ahí pasó a una nave donde había almacenados andamios de hierro cerca de una rampa de carga.

Entre el ruido de las explosiones, oyó voces. Corbec se agachó y miró a través del área de carga. Las altas puertas exteriores, viejas y de madera, habían sido abiertas con una palanca y había dos camiones de carga de cuatro ejes estacionados contra ellas. Una docena aproximadamente de infardi estaban cargando objetos envueltos en lonas y cajones de madera en la parte trasera de los vehículos.

Ni rastro de Pater Pecado.

Corbec comprobó la carga que le quedaba a su arma. Más de tres cuartas partes.

Suficiente como para hacerles llegar un mensaje.

* * *

Las calles en llamas estaban llenas de actividad. Humanos, pobladores locales que huían de sus hogares devastados y escondites, con bultos de pertenencias y conduciendo delante de sí a animales escuálidos y asustados.

Y bichos… torrentes de bichos… que huían del infierno y recorrían las calles de la Ciudad Vieja colina abajo, hacia el río.

El equipo de Kolea iba contra corriente.

Corrían colina arriba, con la cara cubierta de mascarillas recirculadoras del aire para no respirar el humo abrasador, tratando de apartarse del frente del ejército blindado pero encaminándose hacia el distrito de los Canteros.

De vez en cuando caía una bomba tan cerca que la onda expansiva los lanzaba al suelo. Edificios en llamas se derrumbaban cortándoles el paso. En algunos lugares tenían que abrirse camino entre torrentes vivos de roedores pisando con sus gruesas botas los cuerpos de los animales que se debatían.

Los ocho Fantasmas atravesaron otro cruce de calles. La ceniza se arremolinaba en el aire y se refugiaron en una talabartería que había sido destripada por las bombas, apenas unas ruinas vacías.

Dorden se quitó la mascarilla y empezó a toser. A su lado, el soldado Mkvenner se puso de lado y trató de arrancar un trozo de vidrio caliente que tenía clavado en el muslo.

—Déjame ver —tosió Dorden. Usó las pinzas de su botiquín para sacar la astilla y lavó el profundo corte con un antiséptico en aerosol.

Dorden se recostó y se enjugó la frente.

—Gracias, doctor —susurró Mkvenner—. ¿Está usted bien?

Dorden respondió con una inclinación de cabeza. Estaba medio asado, agotado, ahogado. No podía respirar bien. El calor que despedían los edificios incendiados de los alrededores era como un horno.

Kolea y el sargento Haller se asomaron por una puerta derribada que había en el otro extremo.

—Por ahí está despejado —musitó Kolea, haciendo un gesto de indicación.

—Por ahora —concedió Haller. Hizo una señal a los soldados Garond y Cuu y los envió para asegurar los locales contiguos.

Dorden observó que Haller, siendo como era un recluta verghastita y veterano del regimiento de Vervun Primario, prefería a los soldados de su mundo: Garond y Cuu, ambos verghastitas.

Haller era un alma cautelosa. Dorden tenía la sensación de que el sargento a veces tenía demasiado respeto por los heroicos Tanith como para darles órdenes.

El viejo médico miró a los demás miembros del pelotón: Mkvenner, Wheln, Domor y Rafflan, los otros hombres Tanith. Harjeon era el único verghastita que quedaba, un hombre pequeño, rubio, con un bigote fino, que estaba encogido en un rincón protegido del local.

Dorden creyó reconocer una jerarquía. Kolea estaba al mando y era un héroe de guerra al que nadie cuestionaba. Haller, un ex militar de la Colmena, lo mismo que Garond. Cuu… bueno, como ex pandillero de los niveles más bajos de la Colmena, tenía su propia ley, pero nadie ponía en duda su valor ni su capacidad para luchar.

Harjeon… un ex civil. Dorden no sabía con certeza a qué se había dedicado antes de pertenecer a la guardia. ¿Habría sido sastre, o maestro? Sin duda el oficio con menor puntuación.

Dorden sabía que si llegaban a salir vivos de esto, tendría que hablar con Gaunt sobre la eliminación de los prejuicios que los recién llegados traían consigo.

Al final de la calle cayeron unas bombas con fuerza volcánica y recibieron una lluvia de escombros.

—¡Moveos! —gritó Haller saliendo en pos de Cuu y Garond. Kolea esperó, haciendo señas a Harjeon y a los Tanith de que pasaran delante.

Dorden llegó hasta la puerta y miró a Kolea mientras se ajustaba la máscara recirculadora.

—La verdad es que deberíamos volver… —empezó.

—¿Volver a dónde, doctor? —preguntó Kolea indicando con un gesto el infierno en que se había convertido la Ciudad Vieja que tenían a sus espaldas.

—Me temo que no tenemos opción —añadió—. Para seguir vivos no tenemos más remedio que ir por delante de las bombas, y de paso que lo hacemos, podemos ver si encontramos a Corbec.

Atravesaron corriendo un muro de calor hasta las siguientes ruinas. Dorden vio que la piel desnuda de las muñecas y los antebrazos se le ampollaba bajo el aire abrasador.

Entraron como un rayo en el edificio contiguo. Estaba curiosamente intacto y el interior les ofreció una frescura muy de agradecer. Desde la ventana, el médico observó las bombas que ya caían muy cercanas. El edificio que estaba al otro lado de la calle dio la impresión de moverse de lado antes de desplomarse.

—Anduvo cerca ¿eh, Tanith?

Dorden miró en derredor y se encontró con la mirada del soldado Cuu.

El soldado Cuu, Lijah Cuu. A estas alturas ya era una especie de leyenda dentro del regimiento. Poco menos de dos metros de altura, delgado, musculoso, enjuto, con una cara casi imposible. Así lo había descrito Corbec.

Cuu había sido pandillero en la Colmena Vervun antes de la guerra. Había quienes decían que había matado más hombres en enfrentamientos entre bandas rivales que en la guerra. Estaba profusamente tatuado y vendía su habilidad con la tinta y la aguja a los verghastitas que sabían apreciarla. Su cara estaba surcada de arriba abajo por una cicatriz.

El soldado Cuu llamaba Tanith a todo el mundo, como si fuera un insulto burlón.

—Lo bastante cerca para mí —dijo Dorden.

Cuu se volvió y comprobó su rifle láser. Dorden pensó que sus movimientos eran felinos y rápidos. «Un gato, eso es lo que es.» Un gato callejero, desgreñado y lleno de cicatrices. Hasta sus fríos ojos verdes eran gatunos. Dorden había pasado los últimos años en compañía de hombres excepcionalmente peligrosos. Rawne, esa víbora implacable… Feygor, un asesino desalmado… pero Cuu…

Si alguna vez se había encontrado con un sociópata de libro, era éste. El hombre había hecho de las peleas entre bandas y los acuchillamientos su vida mucho antes de que llegara la cruzada para legitimar su talento. El solo hecho de estar cerca de Cuu, con sus vividos tatuajes pandilleros y sus ojos fríos, sin vida, hacía que Dorden se sintiera incómodo.

—¿Qué pasa doctor? ¿No tiene estómago para esto? —le dijo con una risita advirtiendo la intranquilidad de Dorden—. ¿No habría sido mejor quedarse en su cómodo puesto de primeros auxilios?

—Indudablemente —respondió el médico y se desplazó hasta colocarse entre Rafflan y Domor.

El soldado Domor había perdido los ojos en Epsilon Menazoide, y los cirujanos potenciadores le habían reconstruido la cara en tomo a un par de sensores ópticos de calibre militar. Los hombres de Tanith lo llamaban «Shoggy», por el anfibio de ojos saltones con el que le encontraban parecido.

Dorden conocía bien a Domor y lo consideraba un amigo. Sabía que sus implantes podían detectar el calor y el movimiento a través de muros de piedra y fachadas de ladrillo.

—¿Ves mucho?

—Todo está vacío por delante —respondió Domor mientras los anillos de enfoque de sus implantes producían su ruido característico al enfocarse automáticamente—. Kolea debería ponernos a mí y a Mkvenner al frente.

Dorden asintió. Mkvenner pertenecía a la élite de los exploradores de Tanith, formados por el propio Mkoll. Entre sus sentidos y los implantes de Domor podrían avanzar con mucha más confianza.

Dorden decidió hablar con Kolea y Haller al respecto y avanzó hacia donde estaban el corpulento minero y la figura delgada de Haller que todavía usaba el casco claveteado de Vervun Primario como parte de su uniforme de batalla.

Una onda expansiva lo arrojó contra la pared opuesta. El yeso se desprendió y cayó al golpear él contra el muro.

Durante un efímero y apacible segundo, vio a su esposa y a su hija desaparecidas hacía tiempo con el propio planeta Tanith, y a su hijo Mikal, muerto recientemente en Verghast, muy lejos de allí…

Mikal sonreía, y soltándose del abrazo de su madre y su hermana se acercó a su padre.

—Sabbat Mártir —dijo.

—¿Qué? —preguntó Dorden. Tenía la boca y la nariz llenas de sangre y no podía hablar con claridad. La alegría y el dolor de ver otra vez a su hijo lo hacían llorar.

—¿Q… q… qué has dicho?

—Sabbat Mártir. No te mueras, padre. No te ha llegado la hora.

—Mikal, yo…

—¡Doctor! ¡Doctor!

Dorden abrió los ojos. El dolor atravesó todo su cuerpo. No veía nada.

—¡Por Feth! —gorgoteó. Tenía la boca llena de sangre.

Unas manos ásperas le arrancaron la máscara y oyó que un líquido caía sobre los escombros. Parpadeó.

Los rostros ansiosos de Wheln y Haller estaban inclinados sobre él.

—¿Q… q… qué? —logró articular.

—¡Pensamos que estaba muerto! —gritó Wheln.

Le ayudaron a incorporarse. Dorden se pasó la mano por la cara y la retiró llena de sangre. Se tanteó el rostro y se dio cuenta de que de su nariz salia sangre a chorros. La hemorragia nasal había llenado su mascarilla hasta los ojos.

—¡Por Feth! —repitió, levantándose. La cabeza le daba vueltas y volvió a sentarse.

—¿A quiénes perdimos? —preguntó.

—A nadie —respondió Haller.

Dorden miró a su alrededor. La bomba se había llevado la pared oeste del edificio, pero todos sus camaradas estaban intactos: Kolea, Cuu, Garond, Rafflan, Mkvenner, Harjeon.

—Hemos tenido suerte —dijo Cuu con una risita.

Con ayuda de Wheln y Haller, Dorden se puso de pie. Se sentía como si le hubieran arrancado el espíritu.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó Kolea.

Dorden escupió sangre coagulada y se limpió la cara.

—De maravilla —dijo—. Si vamos a irnos, vamos ya ¿de acuerdo?

Kolea asintió e indicó a los hombres que se pusieran de pie.

Los bombardeos estaban castigando ambos lados de la calle y la lluvia de proyectiles la convertía en un infierno. Detrás de la casa se encontraron con que una bomba había abierto un curso de agua canalizado que corría por debajo de la calle.

Kolea y Mkvenner se introdujeron en él. El agua salobre, tal vez un antiguo afluente del río sagrado, se arremolinaba en torno a sus botas.

Dorden los siguió. Aquí se estaba más fresco y parecía que el agua corriente barría la espesa humareda.

—Vamos a seguir el curso —sugirió Kolea. Nadie se opuso.

Formando una línea apretada, los siete Fantasmas avanzaban corriente arriba a través del fuego.

No habían recorrido más de cien metros cuando el soldado Cuu levantó la mano de repente. En los nudillos tenía tatuados una calavera y unas tibias cruzadas.

—¿Oyen eso? —preguntó—. Fuego de láser.

* * *

Los disparos de Corbec atravesaron la zona de carga. Dos infardi fueron derribados del lateral de uno de los camiones. Otro dejó caer el cajón que transportaba antes de morder el polvo.

Empezaron a devolverle los disparos casi de inmediato, sacando sus pistolas y echando mano de los rifles láser apoyados contra la pared. Los destellos de láser y los sibilantes disparos martilleaban el andamio en torno a Corbec.

El coronel no se inmutó. Derribando de una patada una pila de andamios, recorrió la pared lateral de la zona de carga en toda su extensión, disparando desde la cadera. Otro infardi se llevó la mano a la garganta, cayó de espalda y se deslizó desde la caja de uno de los camiones.

Una bala alcanzó a Corbec en el tríceps y un disparo de láser le arrancó el bolsillo del muslo de sus pantalones de faena.

De un salto se puso a cubierto tras un pilar de la galería.

Todo había quedado demasiado silencioso. El humo de los disparos y el olor a cobre del láser llenaban el aire.

Corbec permanecía quieto, tratando de recuperar el ritmo de su respiración. Los podía oír moviéndose alrededor.

Un infardi salió de detrás de la columna y Corbec le descerrajó un tiro en la cara. Un torrente de disparos cayó a su alrededor y el Tanith empezó a avanzar a gatas por la galería de piedra. Por encima de él los proyectiles y el láser arrancaban astillas a los paneles de madera de las paredes.

A su izquierda había una puerta. La atravesó dejándose rodar y se puso de pie. Le temblaban las manos y el pecho le dolía tanto que casi no podía pensar.

La habitación en que se encontró era una especie de oficina con estantes llenos de libros y un gran escritorio repleto de clasificadores. El suelo estaba cubierto de hojas de papel, algunas de las cuales flotaban con la brisa que entraba por la pequeña ventana rota que había en la parte alta de la pared del fondo.

No había salida. La ventana tenía apenas tamaño suficiente como para que Corbec pudiera pasar el brazo por ella.

—Maldita sea —se dijo para sí pasándose una mano por la hirsuta barba. Se parapetó detrás del pesado escritorio y apoyó el cañón de su arma sobre el mismo, apuntando hacia la puerta.

Ahora el cargador de su rifle apenas tenía un cuarto de su carga. Era un rifle viejo, de fabricación imperial, con una pieza de metal en forma de ele soldada en el lugar de la culata original. La culata improvisada se le clavaba en el cuello, pero apuntó lo mejor que pudo, recordando todo lo que le había enseñado Larkin sobre el arte del francotirador.

Una figura cubierta de seda verde pasó como un rayo por la puerta, demasiado rápido como para que Corbec pudiera alcanzarla. El disparo perdido fue a dar en la pared opuesta. Otro entró por la puerta disparando en automático con una metralleta de pequeño calibre. Los disparos pasaron por encima de la cabeza de Corbec y destrozaron una estantería. Corbec disparó una sola vez al pecho del infardi y lo derribó de espaldas fuera de su vista.

—¡No sabéis con quién os habéis metido, bastardos! —gritó—. ¡Deberíais haber acabado conmigo cuando tuvisteis ocasión! ¡Voy a arrancarle la cabeza a todo el que entre por esa puerta!

«Sólo espero que no tengáis granadas» pensó.

Otro infardi entró agachado, disparó dos veces con su rifle láser y salió de un salto. No fue lo bastante rápido. El disparo de Corbec no lo mató, pero le dio en un brazo. Pudo oír sus quejidos en la galería.

Entonces asomó un láser por la puerta disparando a ciegas. Dos disparos dieron contra el escritorio con fuerza suficiente como para que éste retrocediera hacia él. Disparó a su vez y el rifle desapareció.

Le llegó un olor. Un intenso olor químico.

Promethium líquido.

Ahí fuera tenían un lanzallamas.

* * *

Gol Kolea hizo tres rápidas señales con los dedos.

Mkvenner, Harjeon y Haller salieron disparados hacia la izquierda, hacia el taller del cantero. Domor, Rafflan y Garond corrieron hacia la derecha, dando un rodeo hacia la entrada de la zona de carga que daba al estrecho callejón. Cuu avanzó de frente, saltó a un depósito de agua pluvial y de allí subió al techo empinado.

Con Dorden pisándole los talones, Kolea avanzó tras ellos. El tableteo de los láser y las balas se oía perfectamente dentro de los edificios por encima del rugido de los tanques que avanzaban colina abajo detrás de ellos.

Domor, Rafflan y Garond llegaron corriendo a las puertas de carga, disparando ráfagas cortas. Dieron con media docena de infardi que se volvieron llenos de estupor para enfrentarse a su muerte.

Mkvenner, Harjeon y Haller derribaron hacia dentro a patadas las grandes ventanas emplomadas y dispararon al interior de la zona de carga, cortando el paso a tres infardi que acudían alertados por los disparos repentinos.

Cuu rompió una claraboya y empezó a liquidar a los enemigos que había abajo.

Kolea entró por una puerta lateral y disparó dos veces para acabar con un infardi que trataba de huir por ese lado.

Dorden observaba con admiración el trabajo de los Fantasmas. Era un despliegue sorprendente de tácticas de precisión, exactamente el trabajo por el que eran famosos los Primeros de Tanith.

Sorprendido desde diversos ángulos al mismo tiempo, el enemigo fue presa del pánico al comprobar sus bajas.

Uno de los camiones cobró vida de repente y sus pesadas ruedas empezaron a girar cuando se puso en marcha para salir a toda velocidad de la zona de carga. Domor y Rafflan estaban en su camino, pero ni se movieron ni dejaron de disparar sus rifles láser desde la altura del hombro hacia la cabina del vehículo. Garond, que estaba a un lado, acribilló el vehículo a su paso.

Con el metal de la carrocería lleno de perforaciones y las ventanillas hechas trizas, el camión viró sin rumbo y fue a dar contra un contenedor que esperaba a ser cargado, tras aplastar los cuerpos de dos infardi muertos produciendo un crujido nauseabundo.

En el último minuto, Rafflan y Domor se hicieron a un lado. El camión salió disparado a través del callejón y chocó frontalmente contra la pared de enfrente en la que produjo un tremendo boquete.

Raflan y Domor entraron en la zona de carga reuniéndose con Garond y luego con Kolea y Dorden. Los soldados formaron un grupo compacto y por seguridad empezaron a disparar hacia las esquinas donde el humo de los disparos dificultaba la visión.

Dorden sintió que su pulso se aceleraba. Se sentía expuesto y más aún se sentía regocijado. Formar parte de esto. Matar era horrible y la guerra una pérdida tremenda, pero la gloria y el valor… eso era otra cosa. Era un placer tan intenso y tan fundamentalmente unido a los horrores que él abominaba que se sentía culpable por disfrutar de ellos. En momentos como éste entendía por qué la especie humana hacía guerras y por qué honraba a sus guerreros por encima de todos los demás. En momentos como éste podía entender al propio Gaunt. Ver a hombres tan bien entrenados como el pelotón de Kolea vencer a una fuerza mucho mayor con disciplina, pericia y valor…

—Comprobad el otro vehículo —dijo Kolea, y Rafflan se apartó del grupo para hacerlo. Domor se adelantó y cubrió la esquina que daba acceso a un pasaje más corto.

—¡Lanzallamas! —gritó saltando hacia atrás. Un momento después la boca del pasaje empezó a escupir fuego de láser.

Kolea empujó a Dorden para que se pusiera a cubierto y conectó su intercomunicador.

—¿Haller?

—¡Dentro, señor! Vamos a su encuentro desde el este. Ligera resistencia —desde la zona de carga todos podían oír el fuego cruzado.

—Con cuidado, hay un lanzallamas.

—Entendido.

—Puedo cargármelo, totalmente seguro —llegó la voz de Cuu.

—Hazlo —le ordenó Kolea.

El soldado Cuu avanzó a través del tejado del taller e introdujo su cuerpo delgado por una brecha que había entre unas celosías rotas. Ahora podía ver al infardi del lanzallamas, encogido en una galería, en la puerta de una especie de oficina con otros dos fusileros.

Hasta Cuu llegaba el olor dulzón del promethium.

A treinta metros de distancia disparó su láser y atravesó el cerebro del operador del lanzallamas acabando a continuación con los otros dos que se pusieron de pie sorprendidos.

—¡Despejado! —informó con júbilo y siguió avanzando.

—¿Quién está ahí? —preguntó una voz áspera desde la oficina.

—¿Es usted, coronel?

—¿Quién es? ¿Lillo?

—No, soy Cuu.

—¿Está despejado?

—Totalmente.

Cautelosamente, Corbec salió cojeando por la puerta con el arma preparada y mirando a su alrededor.

—Vaya, está hecho una pena, Tanith —dijo Cuu sonriendo. Conectó su intercomunicador.

—Acabo de encontrar al coronel Corbec. ¿Cuál es la recompensa?

* * *

—Eso servirá hasta que lleguemos a un puesto médico —dijo Dorden mientras colocaba un vendaje ajustado en el pecho de Corbec.

—Ya puede olvidarse de la guerra, coronel. Esto lo tendrá en cama dos buenas semanas.

Agotado y quebrantado por el dolor, Corbec se limitó a asentir. Estaban sentados sobre unos cajones en la zona de carga mientras los demás Fantasmas se reagrupaban. Cuu y Wheln estaban examinando los cadáveres.

—¿Encontrasteis a Pecado? —preguntó Corbec.

—Hemos contado veintidós muertos —respondió Kolea negando con la cabeza—. Ni rastro de Pecado, al menos de nadie que coincida con su descripción.

Afuera, el trémulo ruido de las unidades blindadas se iba acercando.

—¿Qué hace Gaunt mandando a la infantería por delante de los tanques? —preguntó Corbec.

Kolea no respondió y Rafflan miró hacia otra parte, incómodo.

—¿Sargento?

—Esto no es oficial. —Dorden respondió por Kolea—. Hemos venido en su busca.

Corbec sacudió la cabeza.

—¿Contraviniendo órdenes?

—Los blindados Pardus están convirtiendo la Ciudad Vieja en una antorcha. El asalto a la Ciudadela ya ha empezado. El comisario ordenó el regreso de todos los grupos de infantería.

—¿Pero ustedes vinieron por mí? ¡Por Feth! ¿Fue esto idea suya, Kolea?

—Fue idea de todos —dijo Dorden.

—Creía que usted tenía más sentido común, doctor —gruñó Corbec—. Ayúdeme a ponerme de pie.

Dorden permitió que Corbec se apoyara en él mientras avanzaba arrastrando los pies hacia las puertas de la zona de carga.

El coronel echó una larga mirada, colina abajo, a la pesadilla de fuego y destrucción que avanzaba hacia ellos.

—Si nos quedamos aquí somos hombres muertos —dijo Corbec con expresión sombría.

—Sin duda —dijo Mkvenner—. Creo que deberíamos usar ese camión y pasar por encima de la colina alejándonos del asalto.

—¡Ése es territorio infardi! —exclamó Garond.

—Sí, pero creo que por ahí tendremos más posibilidades. Yo diría que a estas alturas deben estar replegándose.

—¿Qué es lo que pasa, coronel? —preguntó Dorden al ver la expresión de Corbec.

—Pater Pecado —dijo—. No lo entiendo. Pensábamos que estaba arriba, en la capital. No entiendo por qué estaba aquí abajo, en la Ciudad Vieja.

—¿Conduciendo a sus hombres? ¿Implicándose directamente, como Gaunt?

—Había algo más —replicó Corbec sacudiendo la cabeza—. Casi me lo dijo.

Haller se metió en la cabina del camión y lo puso en marcha. Detrás, Harjeon había abierto uno de los cajones.

—¿Qué es esto? —exclamó.

El cajón estaba lleno de iconos y estatuillas sagradas, breviarios y relicarios. Los hombres abrieron los otros cajones y se encontraron con que el contenido era similar.

—¿De dónde sale todo esto? —preguntó Rafflan.

Kolea se encogió de hombros.

—De los santuarios de la Ciudadela. Los deben de haber saqueado. —Corbec examinó uno de los cajones abiertos.

—Pero ¿por qué? ¿Para qué llevarse todo esto? ¿Por qué no destruirlo simplemente? Para ellos no es sagrado ¿verdad?

—Ya lo averiguaremos más adelante.

Los Fantasmas subieron a la trasera del camión, Haller se puso al volante y Wheln se montó a su lado con su arma.

Salieron de la destrozada zona de carga al callejón, evitaron los restos del otro camión y salieron a toda velocidad colina arriba.

* * *

Poco después de las seis, una brigada de Centenarios Brevianos al mando del mayor Szabo subió por la calzada elevada y entró en la Ciudadela. No encontraron resistencia. El asalto arrollador de las fuerzas blindadas había conseguido quebrar el dominio infardi de Doctrinópolis. Dieciséis kilómetros cuadrados de la ciudad, las zonas de la Ciudad Vieja que flanqueaban la meseta noble, estaban incendiadas y asoladas. Los exploradores, en sus reconocimientos, estimaban que el reducido número de infardi que habían conseguido reagruparse habían huido hacia el norte, fuera de la ciudad, al abrigo de las selvas pluviales del interior.

A todas luces una victoria, pensó Gaunt cuando recibió los primeros partes de Szabo a través de su operador de radio. Habían tomado Doctrinópolis y habían expulsado al enemigo. Todavía quedaban núcleos de resistencia, por ejemplo, un enfrentamiento infernal en los suburbios occidentales, y tal vez tardaran meses en expulsar a los infardi que se habían hecho fuertes en las afueras de la ciudad. Pero era una victoria. El general Lugo quedaría complacido, o al menos satisfecho. En breve, los hombres de Szabo izarían el pabellón imperial en la Ciudadela y bajo el águila flameante volverían a hacer suya la ciudad. Hagia volvía a pertenecerles. Un mundo liberado.

Gaunt descendió del tractor de comandancia y recorrió a solas la calle. Estaba de mal humor. Había habido poca gloria en este campo de batalla. Sus hombres se habían desenvuelto bien, por supuesto, y se alegraba de ver a los Tanith trabajando con confianza y eficiencia junto a los verghastitas recién integrados.

Pero no había sido de la forma que le hubiera gustado. Tal vez le habría costado más tiempo y más bajas, pero estaba resentido por el hecho de que Lugo no le hubiese dejado despejar la Ciudad Vieja y hacer un trabajo limpio. Los Pardus eran soldados ejemplares y habían conseguido el objetivo, pero la ciudad había sufrido innecesariamente.

Estuvo solo durante un rato en la explanada de oración observando las banderas y cometas votivas que bailaban agitadas por el viento. La explanada estaba cubierta de trozos de cristales emplomados arrancados cuando los proyectiles de los tanques dejaron en ruinas un santuario cercano.

Éste era el mundo de los santos beatos, el mundo de Santa Sabbat. Él lo habría tomado sin destruirlo por respeto a la Santa en lugar de devastarlo para aplastar al enemigo.

El cielo del atardecer estaba cargado de un humo oscuro. Gracias a Lugo y a su sed de victoria, habían arrasado un tercio de uno de los lugares más santos del Imperio. Se dio cuenta de que lo lamentaría toda su vida. Si Lugo lo hubiera dejado hacer habría liberado Doctrinópolis sin derruirla.

Macaroth se iba a enterar de esto.

Gaunt entró en el frío silencio del santuario en ruinas y se quitó la gorra antes de avanzar por la nave del templo. Los trozos de cristal crujían bajo sus botas a cada paso. Llegó hasta el altar y se arrodilló.

—¡Sabbat Mártir!

Gaunt se sobresaltó y se volvió a mirar. El susurro había sonado justo detrás de él, a su oído.

No había nadie a la vista.

Imaginaciones suyas…

Puso rodilla en tierra. Quería hacer las paces con la Santa en este lugar sagrado, ver si podía hacer algo por enmendar la forma excesiva en que habían expulsado al infiel.

Pero tenía la boca seca. Las palabras del catecismo imperial se negaban a salir. Trató de relajarse y buscó en su mente las palabras del Trono de Gracia que le habían enseñado cuando niño en la Schola Progenium del cardenal Ignatius.

Hasta esa plegaria simple, elemental, se negaba a salir.

Gaunt despejó su garganta. El viento gemía en las ventanas rotas.

Inclinó la cabeza y…

—¡Sabbat Mártir!

Otra vez el susurro, justo junto a él. Se puso de pie de un salto sacando su pistola bolter y sosteniéndola con el brazo extendido.

—¿Quién está ahí? ¡Salga! ¡Déjese ver!

Nada se movió. Gaunt apuntó su arma alternativamente a izquierda y derecha, otra vez a izquierda.

Lentamente volvió a deslizar la pesada arma de mano en su funda de cuero. Se volvió hacia el altar y otra vez se arrodilló, dejó escapar un largo suspiro y de nuevo trató de orar.

—¡Señor! ¡Comisario! ¡Señor!

El operador de radio Beltayn entró corriendo frenéticamente por las puertas del templo, la radio resbaló de su hombro y quedó colgando de su correaje golpeándose contra las losas del suelo.

—¡Señor!

—¿Qué pasa, Beltayn?

—¡Tiene que oír esto, señor! ¡Es algo disparatado!

Disparatado. Ésa era la palabra favorita de Beltayn, siempre la usaba como una obra maestra de la subestimación.

¡Que los orkos invasores los habían matado a todos! ¡Algo disparatado!… Todo había sido disparatado desde la aparición de los genestealers!…

—¿Qué pasa?

Beltayn le pasó el auricular a su comandante.

—¡Escuche!

* * *

Los brevianos del mayor Szabo penetraron en la Ciudadela, desplegándose, con las armas preparadas. Los imponentes santuarios estaban silenciosos y vacíos, con la piedra rosada fulgurante a la luz del poniente.

Al pasar de la luz del sol a las sombras sesgadas de las pilastras del templo, Szabo sintió un escalofrío, tan intenso como el más gélido de los vientos que había sufrido en las guerras invernales de Aex Once.

Los hombres habían hablado con libertad y se habían sentido seguros mientras subían la colina de la Ciudadela. Ahora sus voces se habían extinguido, como si se las hubiera robado el silencio de estas tumbas antiguas y estos templos vacíos.

Szabo cayó en la cuenta de que no había nada, ni sacerdotes, ni infardi, ni cadáveres, ni siquiera un poco de basura ni una señal de daño.

Con unas escuetas señales indicó a los brevianos que se desplegasen. Los grupos de ataque, con sus uniformes de faena color mostaza y sus armaduras corporales, avanzaron ruidosamente entre las filas paralelas de estelas votivas.

Szabo seleccionó un canal de voz.

—Brevia uno. Resistencia cero en la Ciudadela. Está jodidamente tranquilo.

Miró en derredor y envió al sargento Vulle con veinte hombres como avanzadilla a la noble capilla del Corazón Vengativo. El propio Szabo entró en una sala capitular más pequeña que había alojado al coro de la Eclesiarquía.

Al atravesar el pórtico vio la fila de nichos donde debería haber estado el retablo del santuario.

Le llegó un mensaje de Vulle desde la capilla del Corazón Vengativo. Todos los objetos sagrados, iconos, textos, todos los objetos de culto, habían desaparecido. Otros grupos de ataque enviaron mensajes semejantes desde otros puntos del templo. Los altares, los nichos, los relicarios, todo estaba vacío.

A Szabo no le gustaba nada aquello. Sus hombres estaban crispados. Habían esperado al menos la ocasión de luchar. Se suponía que éste era el reducto de Pater Pecado, el lugar donde libraría su última batalla.

Los breviarios se desplegaron entre las enormes columnatas y paseos del templo. Lo único que se movía era el viento que recorría la extensa meseta.

Con un grupo de ocho hombres, Szabo entró en el santuario principal, el Tempelum Infarfarid Sabbat, una imponente construcción de sillares rosados y ciclópeas columnas que se elevaban trescientos metros por encima del corazón del recinto de la Ciudadela. También aquí el altar estaba vacío. El colosal altar dorado, del tamaño de un transporte de tropas, no tenía ni candelabros ni incensarios ni retablo ni águila.

En el aire había un olor extraño, rancio como de aceite de fritura requemado o de pescado en conserva.

Szabo sintió de repente que tenía los labios húmedos. Se pasó la lengua y le supo a cobre.

—Señor, su nariz —le dijo su explorador mientras señalaba con el dedo.

Szabo se pasó la mano por la nariz y se dio cuenta de que estaba sangrando. Una mirada en derredor le reveló que todos los hombres de su escuadrón sangraban por la nariz o por los ojos. Alguien empezó a gemir. De repente, el soldado Emith cayó de bruces, estaba muerto.

—¡Gran Dios-Emperador! —gritó Szabo. Otro de sus hombres perdió el conocimiento al empezar a salir sangre por sus lagrimales.

—¡Operador de radio! —gritó Szabo. Extendió la mano. El olor se hacía más intenso, mil veces más intenso. Daba la impresión de que el tiempo se ralentizaba. Observó su propia mano al tenderla hacia adelante. ¡Qué lento! El tiempo y el aire mismo en torno a ellos parecían haber tomado la consistencia y el peso de la melaba. Vio como sus hombres se retrasaban en el tiempo como insectos apresados en la savia. Algunos estaban caídos a medias, con los miembros extendidos, otros eran presa de convulsiones, otros estaban de rodillas. Unas gotas de sangre, perfectas, relucientes, estaban suspendidas en el aire.

Alguien había hecho esto. Alguien había estado esperando. Habían despojado los santuarios de sus objetos protectores y sagrados y habían dejado otra cosa en su lugar. Algo letal.

—¡Una trampa! ¡Es una trampa! —gritó Szabo por su intercomunicador con la boca llena de sangre—. ¡Al venir aquí hemos desencadenado algo! Hemos…

El ahogo pudo más que él. Szabo soltó el transmisor y vomitó sangre sobre el suelo pulido del Tempelum Infarfarid Sabbat.

—Oh, Santo Emperador… —musitó. Había gusanos en la sangre.

El tiempo se detuvo. La noche cayó prematuramente sobre Doctrinópolis.

Con un estallido de luz azul, como los pétalos de una orquídea traslúcida de un kilómetro de diámetro, la Ciudadela explotó.