Su padre se apartó del banco de trabajo, dejó una llave grasienta y le sonrió mientras se limpiaba el aceite de las manos con un trapo. El taller olía a lubricante, promethium y metal frío.
Cogió la taza de cafeína hirviendo, una taza tan grande que sus pequeñas manos la sujetaban como un cáliz, y su padre la recibió agradecido. Estaba amaneciendo, y el sol otoñal planeaba sobre las copas de los enormes árboles de nal que había al otro lado del camino que llevaba desde la carretera del río hasta el taller de su padre.
Los hombres habían llegado al atardecer del día anterior, ocho hombres con las manos desolladas de la reserva maderera que había quince leguas río abajo. Tenían un pedido importante que atender para un fabricante de muebles de Tanith Magna y a su sierra principal se le habían salido los cojinetes. Una verdadera emergencia… ¿podría ayudarles el mejor mecánico del condado de Pryze?
Los hombres de la reserva habían traído la sierra en un vagón de plataforma y ayudaron a su padre a transportarla hasta el taller. Su padre lo había enviado a encender todas las lámparas. Iban a tener que trabajar hasta muy tarde.
Esperó en la entrada del taller a que su padre hiciera los últimos ajustes al motor de la sierra y luego atornillase la rejilla protectora. De los huecos de la tapa había salido el serrín acumulado y de repente el lugar se llenó de la penetrante fragancia de la madera de nal.
Su corazón latía con fuerza mientras esperaba que su padre probara la motosierra. Había sido lo mismo desde que tenía memoria, la excitación de ver cómo su padre realizaba la magia, de ver cómo su padre cogía trozos inertes de metal, los unía y les daba vida. Era una magia que esperaba heredar algún día para poder ocupar su lugar cuando su padre hubiera dejado de trabajar. Él también quería ser mecánico.
Ahora su corazón latía tan rápido que le dolía el pecho. Se sujetó del marco de la puerta para no caer.
Su padre accionó el interruptor de la sierra y la máquina cobró vida. Su alarido ronco resonó en todo el taller.
Ahora el dolor de su pecho era muy real. Jadeó. Le dolía todo un lado, el izquierdo, por las costillas. Trató de llamar a su padre, pero su voz era demasiado débil y el ruido de la sierra en funcionamiento demasiado alto.
Se dio cuenta de que iba a morir. Iba a morirse allí, a la puerta del taller de su padre, en el condado de Pryze, con el olor a madera de nal en la nariz y una enorme punzada de dolor imposible que le llegaba al corazón…
Colm Corbec abrió los ojos y añadió unos buenos treinta y cinco años a su vida. Ya no era un muchacho. Era un viejo soldado con una fea herida en una situación difícil.
Lo habían desnudado hasta la cintura y los restos de su mugrienta camiseta le colgaban todavía de los hombros. Había perdido una bota y quién sabe a dónde habrían ido a parar su equipo y su enlace de voz.
Tenía el cuerpo cubierto de sangre, rasguños y magulladuras. Intentó moverse pero el dolor lo venció. El lado izquierdo de su caja torácica era una masa de tejido color púrpura hinchado en tomo a una gran quemadura de láser.
—No, no se mueva jefe —dijo una voz.
Corbec miró a su alrededor y vio a Yael a su lado. El joven soldado Tanith estaba sentado con la espalda contra una desmoronada pared de ladrillo. También su torso estaba desnudo y tenía los hombros cubiertos de sangre seca.
Una mirada en derredor le permitió ver que estaban metidos los dos en la antigua chimenea de una grandiosa estancia a la cual la guerra le había hecho una visita brutal. Las paredes eran como pieles resquebrajadas de yeso con trazas de antiguas decoraciones y pinturas, y las otrora elegantes ventanas estaban tapadas con tableros. La luz se filtraba entre las planchas. Lo último que recordaba Corbec era haber entrado disparando en el ayuntamiento. Por lo que podía ver, aquello no se parecía en nada al ayuntamiento.
—¿Dónde estamos? ¿Qué ha…?
Yael sacudió la cabeza y apretó el brazo de Corbec.
Corbec se calló después de seguir la mirada de Yael y ver a los infardi. Los había por docenas y entraban corriendo en la habitación por una puerta que estaba fuera de su vista, a la izquierda. Algunos tomaban posiciones junto a las ventanas, con las armas preparadas. Otros traían cajas de munición y montones de equipo. Entre cuatro manipulaban un banco largo y a todas luces pesado que trataban de meter en la habitación. Las patas del banco rascaban el suelo de piedra. Los infardi hablaban entre sí en voz baja y monótona.
Empezó a recordar. Recordó que ellos cuatro habían tomado la sala principal del ayuntamiento. ¡Por el Dios Emperador que le habían dado una buena paliza a aquella escoria fanática! Kolea había luchado como un demonio con Leyr y Yael a su lado. Corbec recordaba haber seguido avanzando con Yael y gritándole a Kolea que los cubriera. Y entonces…
Y entonces el dolor. Un disparo láser, casi a quemarropa, de un infardi que se hacía el muerto entre los escombros. Corbec se incorporó con una mueca de dolor y se colocó junto a Yael.
—Déjame ver —susurró, y trató de ver la herida del joven. Yael se estremecía levemente y Corbec observó que tenía una pupila más dilatada que la otra.
Al ver la parte posterior de la cabeza de Yael se quedó de piedra. ¿Cómo era posible que estuviera vivo todavía?
—¿Y Kolea y Leyr? —preguntó.
—Creo que consiguieron salir. No lo vi… —respondió Yael en un susurro. Estuvo a punto de decir algo más, pero se quedó mudo de repente cuando un susurro atravesó la habitación.
Más que oírlo, Corbec lo sintió. Los tiradores infardi se habían callado y ahora retrocedían hacia los extremos de la estancia que había al otro lado de la chimenea, con las cabezas gachas.
Algo entró en la habitación, algo así como la sombra, tal vez, de un hombre corpulento, si es que un hombre puede ir vestido con un susurro. Era algo parecido a una porción grande de reverberación, algo que empañaba y distorsionaba el aire, que zumbaba con el sonido bajo y soporífero del nido de un abejorro.
Corbec se quedó mirando a aquella sombra. Percibía el olor de la distorsión que producía a su alrededor, olía el aroma frío y duro de la disformidad. Era una forma traslúcida y sólida al mismo tiempo, frágil como el vapor pero al mismo tiempo dura como un tanque imperial. Cuando más miraba, más detalles distinguía entre la bruma. Formas diminutas, parpadeantes, borbotantes, que se movían y zumbaban como mil millones de insectos.
Con otro susurro, el escudo refractor se desactivó y disolvió, dejando ver una figura corpulenta vestida con el uniforme de seda verde. El generador compacto del escudo corporal pendía de un arnés sujeto al cinturón.
Se volvió hacia los dos prisioneros de la guardia alojados en la chimenea vacía.
Tenía más de dos metros de estatura y una musculatura fibrosa. A través de la rica seda color esmeralda se veía la piel decorada con los abominables tatuajes del culto infardi.
Pater Pecado sonrió a Colm Corbec.
—¿Sabes quién soy?
—Creo adivinarlo.
Pecado asintió y su sonrisa se hizo más ancha. Una imagen tatuada del Emperador, torturado y agonizante, le cubría la mejilla izquierda y la frente, y el ojo izquierdo de Pecado, inyectado en sangre, formaba la boca en actitud de gritar. Los dientes de Pecado eran implantes de acero aguzados. Olía a sudor, a canela y a podredumbre. Se puso en cuclillas junto a Corbec que sintió que Yael se estremecía de terror.
—Tú y yo nos parecemos.
—Yo no lo creo… —dijo Corbec.
—Oh, sí. Tú eres un hijo del Emperador a quien has jurado servir. Yo soy un infardi… un peregrino consagrado al culto a sus santos. Santa Sabbat, que Dios bendiga sus huesos. He venido aquí a rendirle homenaje.
—Has venido aquí para profanar, maldito bastardo.
La sonrisa de acero se mantuvo inalterable incluso cuando Pecado descargó una patada en las costillas de Corbec.
El Tanith perdió el sentido. Cuando volvió en sí estaba tirado en el centro de la habitación y rodeado de infardis que entonaban cantos al ritmo que marcaban palmeando sus piernas o las culatas de sus rifles. No podía ver a Yael. Sentía un dolor insoportable en las costillas.
Pater Pecado volvió a aparecer. Tras él estaba el banco que sus secuaces habían traído a rastras. Era un banco de trabajo, ahora Corbec lo vio con claridad, un banco de cantero que llevaba adosado un gran taladro para roca. El taladro empezó a chirriar. Ése era el ruido que Corbec había oído en su sueño y que él había tomado por una motosierra.
—Nueve heridas sagradas sufrió la Santa —estaba diciendo Pecado—. Vamos a repetirlas en la ceremonia, una por una.
Sus hombres arrojaron a Yael sobre el banco y el taladro inició su canto.
Corbec nada podía hacer.
* * *
Hacia el norte, la Ciudad Vieja ascendía abruptamente adhiriéndose a la pendiente de la meseta de la Ciudadela. Una vía principal denominada, de forma harto confusa, la Milla del Infardi, describía una trayectoria sinuosa desde la plaza de las Fuentes y los mercados de ganado hasta un distrito comercial más saludable, el distrito de los Canteros.
Una ojeada a los templos, las estelas, las columnatas, a cualquier pieza de la arquitectura triunfal de Doctrinópolis, bastaban al visitante para apreciar la eminente labor de los gremios de los canteros y de los albañiles. Las piezas de mayor tamaño, los enormes monolitos y los bloques de grandiorita eran transportados por el río o el canal desde las vastas canteras de las tierras altas, pero en sus talleres situados más allá del monte de la Ciudadela, los canteros tallaban las elaboradas estatuas, gárgolas, crucerías, arbotantes y dinteles.
En el punto más bajo de la Milla del Infardi, había establecido el jefe médico Tolin Dorden un puesto de primeros auxilios en lo que habían sido unos baños públicos embaldosados con cerámica. Algunos de los hombres habían transportado agua en cubos o en sus cascos desde las fuentes de la plaza para limpiar los lavaderos. Dorden en persona había frotado con desinfectante las superficies donde se fregaba la ropa. En el lugar había un olor rancio y húmedo al que se sumaba el aroma a hilas que desprendían las estanterías de secado colocadas sobre las salidas de la ventilación.
Estaba acabando de coser una cuchillada que tenía el soldado Gutes en el pulgar cuando un Fantasma verghastita entró desde la plaza iluminada por la áspera luz del sol. A lo lejos se oía el retumbar de los morteros Pardus que bombardeaban la Ciudadela. En la plaza, Dorden vio a grupos de Tanith que descansaban junto a las fuentes.
Despidió a Gutes.
—Es mi brazo, doctor —replicó con su acento cargado de sonidos vocales verghastitas.
—Déjeme ver. ¿Cómo se llama?
—Soldado Tyne —respondió el hombre subiéndose la manga. La parte superior del brazo izquierdo era una masa sanguinolenta supurante de la que había hecho presa la infección.
Dorden echó mano de gasas para empezar a limpiar la herida.
—Esto está infectado. Debería haber acudido antes. ¿Qué es? ¿Una herida de metralla?
—No exactamente. —Tyne sacudió la cabeza poniendo cara de dolor a cada contacto de las gasas embebidas en alcohol.
Dorden limpió un poco más de sangre y vio las líneas verde oscuro y las marcas del cuchillo. Al darse cuenta de lo que era, limpió más a fondo.
—¿No publicó el comisario un reglamento sobre los tatuajes?
—Dijo que podíamos hacerlos si sabíamos cómo.
—Y usted evidentemente no sabe. Hay un hombre en el pelotón once, uno de los suyos… ¿Cómo se llama? ¿Soldado Cuu? Dicen que es bueno en esto.
—Cuu es un ladrón. No tengo dinero para pagarle.
—Y entonces se lo hizo usted mismo.
—Ajá.
Dorden limpió la herida lo mejor que pudo y le puso una inyección al soldado. También los Tanith llevaban tatuajes, todos ellos. En su mayor parte eran marcas rituales o de familia. Formaba parte de su cultura. El propio Dorden tenía uno. Pero los únicos voluntarios verghastitas que llevaban tatuajes eran pandilleros y habitantes de los suburbios que lucían sus adscripciones y las marcas de sus clanes. Ahora casi todos querían una marca: un hacha-rastrillo, un símbolo Tanith, un águila imperial.
Era como si pensaran que el que no llevaba una marca no era un Fantasma.
Éste hacía el número diecisiete de los tatuajes caseros infectados que trataba Dorden. Iba a tener que hablar con Gaunt.
En la plaza alguien gritaba y el soldado Gutes volvió a entrar corriendo.
—¡Doctor, doctor!
Afuera todos se habían puesto de pie. Un grupo de Fantasmas de Tanith venía desde la parte del mercado donde se combatía y traían al soldado Leyr en una camilla improvisada. Gol Kolea corría junto al hombre postrado.
Había gritos y confusión. Con calma, Dorden se abrió camino entre los allí agrupados e hizo poner la camilla en el suelo para echar un vistazo.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó a Kolea mientras empezaba a vendar la herida que tenía Leyr en el muslo. El hombre estaba herido, maltrecho, cubierto de heridas de menor gravedad y semiinconsciente, pero no iba a morir.
—Hemos perdido al coronel —dijo Kolea sin andarse con rodeos.
—¿Qué han qué?
—Corbec nos condujo a Yael, a Leyr y a mí a los sótanos del ayuntamiento. íbamos bastante bien, pero había demasiados. Yo conseguí salir con Leyr, pero el coronel Corbec y el chico… Los cogieron vivos. Mientras nos abríamos camino disparando para salir del edificio, Leyr vio a esos bastardos que se los llevaban a rastras.
Hubo un murmullo generalizado.
—Tenía que traer a Leyr a un puesto de primeros auxilios. Ahora voy a volver a por Corbec. A por Corbec y a por Yael. Quiero voluntarios.
—¡Va a ser imposible encontrarlos! —dijo el soldado Domor, atónito y apesadumbrado.
—Esos bastardos los llevaban hacia el norte, a la parte alta de la Ciudad Vieja, hacia la capital. Están tomando posiciones allá arriba. Supongo que lo que quieren es interrogarlos y eso significa que los van a mantener vivos un tiempo.
Dorden sacudió la cabeza. No coincidía con la evaluación del valiente verghastita, claro que él tenía más experiencia sobre los métodos del Caos.
—¡Voluntarios! ¡Vamos! —gritó Kolea. A su alrededor todas las manos se levantaron. Gol Kolea eligió a ocho hombres y se volvió.
—¡Un momento! —dijo Dorden. Se adelantó y examinó las heridas de poca importancia que tenia Kolea en la cara y en los brazos—. Vivirá. Vamos.
—¿Usted también viene?
Corbec era muy querido por todos, pero con el viejo doctor tenía una relación especial. Dorden asintió. Se volvió hacia el soldado Rafflan, el operador de radio.
—Avise al comisario. Dígale lo que vamos a hacer y que envíe aquí a un médico para hacerse cargo del puesto y a un oficial para supervisar.
Dorden reunió un equipo improvisado y salió presuroso tras los soldados que ya abandonaban la plaza.
* * *
—Va con retraso, Gaunt —sonó la voz entrecortada en el altavoz. Los labios de la imagen holográfica tridimensional del general Lugo estaban desfasados con el sonido. Lugo estaba hablando a través de un aparato de voz e imagen desde la Comandancia de la Base Imperial en la ciudad de Ansipar, a seiscientos cuarenta kilómetros al sudoeste de Doctrinópolis, y las condiciones atmosféricas eran las causantes del desfase en las comunicaciones.
—Tomo nota, señor. Pero con todos mis respetos, estamos dentro de la Ciudad Santa cuatro días antes de lo previsto en su estrategia previa al asalto.
Gaunt y el resto de los oficiales presentes en el sombrío tractor de mando esperaron a que el desfase les permitiera oír la respuesta. Los astrópatas sentados en arneses de sujeción en la parte trasera musitaron algo. El holograma reverberó, se produjo un salto, y a continuación volvió a oírse la voz de Lugo.
—Es cierto. Ya he aplaudido la labor realizada por las unidades Pardus del coronel Fust al allanarles el camino.
—Los Pardus han hecho un trabajo excelente —concedió Gaunt con tono tranquilo—, pero el propio coronel puede decirle que los infardi ofrecieron escasa resistencia. No querían enfrentarse a nuestras unidades blindadas. Se retiraron a Doctrinópolis donde la densidad de los edificios jugaría a su favor. Ahora avanzamos calle por calle con la infantería, y eso es lento.
—¡Dos días! —La voz llegó entre interferencias—. Ése había sido el cálculo. Una vez atravesadas las murallas de la Ciudad Santa usted dijo que les llevaría dos días recuperarla y consolidarla, ¡y ni siquiera se han acercado a la Ciudadela!
Gaunt suspiró. Se volvió a mirar a los demás oficiales: el mayor Kleopas, el achaparrado, regordete y envejecido subcomandante del regimiento blindado Pardus; el capitán Herodas, oficial de enlace de Pardus con la infantería; el mayor Szabo, de los Centenarios Brevianos. Ninguno de ellos estaba cómodo.
—Estamos bombardeando la Ciudadela con morteros —empezó Szabo con las manos en los bolsillos de su sobria chaqueta color mostaza.
—Es cierto —intervino Herodas—. Ya tenemos cerca de la Ciudadela la artillería de mediano calibre. La pesada llegará cuando la infantería haya despejado las calles. La descripción hecha por el comisario Gaunt del teatro es precisa. Entrar en la ciudad llevó cuatro días menos de lo previsto, pero atravesarla está resultando más difícil.
Gaunt dedicó al joven capitán Pardus una mirada de reconocimiento. Un frente unido y tranquilo era la única manera de enfrentarse a un hueso obsesionado por la táctica como Lugo.
La figura holográfica volvió a experimentar espasmos y distorsiones. Ahora el que los miraba era un general Lugo fantasmagórico de luz verdosa y emborronada.
—Déjenme decirles que aquí, en Ansipar, ya casi hemos terminado. La ciudad está ardiendo y los santuarios son nuestros. Mientras hablamos, mis hombres están reuniendo a los últimos enemigos para su ejecución. Además, el coronel Cerno informa de que sus fuerzas están a un día de tomar Hilofan. El coronel Paquin izó ayer el águila en el palacio real de Hetshapsulis. Sólo Doctrinópolis sigue en manos del enemigo. Le encargué la tarea de tomarla por su reputación, Gaunt. ¿Acaso me equivoqué?
—Y la tomaremos, general. No se equivocó al depositar en mí su confianza.
Se sucedió un lapso de tiempo a causa del desfase en la comunicación.
—¿Cuándo?
—Espero iniciar el asalto total a la capital al atardecer. Lo tendré informado de nuestros progresos.
—Ya veo, muy bien. Que el Emperador los proteja.
Los cuatro oficiales repitieron la fórmula coreándola a media voz mientras el holograma se desdibujaba.
—Maldito sea —murmuró Gaunt.
—Ese es su papel —coincidió el mayor Kleopas. Bajó uno de los asientos plegables de la pared del tractor y sentó en él su rotunda humanidad mientras se rascaba la cicatriz del implante de potenciación por el que habían reemplazado su ojo izquierdo. Herodas fue a traer cafeína para todos del hornillo que había junto a la escotilla trasera.
Gaunt se quitó la gorra con visera y galones, la puso sobre el borde de la pantalla cartográfica y guardó en su interior sus guantes de piel. Sabía perfectamente lo que quería decir Kleopas. Lugo era sangre nueva, uno de los recién acuñados generales que el Señor de la Guerra Macaroth había llevado consigo cuando sucedió a Slaydo y asumió el mando de la Cruzada de los Mundos de Sabbat hacía casi seis años siderales. Algunos, como el gran Urienz, habían demostrado que eran tan capaces como los favoritos de Slaydo a los que reemplazaron. En cambio otros habían resultado muy versados en la táctica de libro, con muchos años de campaña en las bibliotecas de guerra de Terra y ninguna experiencia en el frente. Gaunt sabía que el general Lugo deseaba desesperadamente ponerse a prueba. Había hecho una chapuza en su primer teatro, Oscillia IX, convirtiendo algo seguro en un desastre que duró veinte meses, y había rumores de que tenía pendiente una investigación después de sus ataques relámpago en las colmenas de Karkariad. Necesitaba un triunfo, una medalla victoriosa sobre su pecho, y los necesitaba pronto, antes de que Macaroth decidiese que era peso muerto.
La liberación de Hagia había estado a punto de ser encargada al Señor General Militar Bulledin, por eso Gaunt había aprobado de buen grado la participación de sus Fantasmas, pero en el último minuto, presumiblemente después de mucho trabajo entre bastidores de los fieles de Lugo, Macaroth lo había puesto a él en lugar de Bulledin. Se suponía que Hagia iba ser una victoria fácil, y Lugo la quería.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Szabo mientras aceptaba la taza que le ofrecía Herodas.
—Lo que se nos ordena —replicó Gaunt—. Tomar la Ciudadela. Voy a retirar a mis hombres de la Ciudad Vieja y los Pardus la pueden tirar abajo. Nos despejarán el camino y a continuación tomaremos por asalto la Ciudadela.
—No es así como usted quiere que se haga ¿verdad? —preguntó Kleopas—. Todavía hay civiles en ese distrito.
—Es posible que los haya —concedió Gaunt—. Pero ya ha oído al general. Quiere que se tome Doctrinópolis en los próximos días, y si hay un retraso nos convertirá en chivos expiatorios. La guerra es la guerra, caballeros.
—Lo dispondré todo —dijo Kleopas con expresión ceñuda—. Las unidades blindadas Pardus rodarán por la Ciudad Vieja antes de media tarde.
Se oyó un ruido metálico en la escotilla exterior. Un soldado Tanith que estaba de guardia la abrió y habló con el que estaba fuera mientras la luz del día penetraba en la penumbra de la cámara de mando.
—¿Señor? —El soldado se dirigió a Gaunt.
Gaunt se dirigió a la escotilla y salió del enorme centro blindado del mando móvil. El tractor, un vehículo de metal blindado del tamaño de un granero montado sobre cuatro enormes orugas, había sido aparcado en una estrecha calle junto a la basílica donde ahora se estaba alojando a los refugiados de la ciudad. Gaunt pudo ver que ríos de ellos seguían saliendo del distrito de la Ciudad Vieja e iban entrando en el enorme edificio bajo la supervisión de soldados Fantasmas.
Milo lo estaba esperando, acompañado por una chica local vestida con una túnica color crema y cuatro distinguidos ancianos con túnicas largas de austera seda azul.
—¿Has preguntado por mí? —le preguntó Gaunt a Milo.
El joven Tanith asintió.
—Éstos son el ayatani Kilosh, el ayatani Gugai, el ayatani Hilias y el ayatani Winid —dijo, presentándole a los hombres.
—¿Ayatani? —preguntó Gaunt.
—Sacerdotes locales, señor, devotos de la Santa. Usted me pidió que averiguara…
—Ya recuerdo. Gracias, Milo. Caballeros, sin duda mi hombre les habrá comunicado las infaustas nuevas. Mis condolencias por la muerte de Infareem Infardus.
—Las aceptamos y agradecemos, guerrero —replicó el ayatani Kilosh, un hombre alto, totalmente afeitado salvo por una perilla gris, y de mirada inmensamente cansada.
—Soy el coronel-comisario Ibram Gaunt, comandante de los Primeros de Tanith y comandante general de las operaciones aquí, en Doctrinópolis. Es mi deseo que su gran rey, tan miserablemente asesinado por el archienemigo, reciba todos los honores que le son debidos.
—El muchacho ya nos lo ha explicado —dijo Kilosh. Gaunt se dio cuenta de la cara de disgusto de Milo al oír la palabra «muchacho»—. Apreciamos su esfuerzo y su respeto por nuestras costumbres.
—Hagia es un mundo santo, padre. El honor de Santa Sabbat es uno de los principales motivos de nuestra cruzada. Recuperar el mundo en el que nació es mi preocupación principal. Al honrar sus costumbres no hago sino honrar al propio Dios-Emperador de la Humanidad.
—Que el Emperador lo proteja —dijeron los cuatro sacerdotes al unísono.
—¿Qué es lo que debe hacerse, entonces?
—Nuestro rey debe descansar en suelo consagrado —dijo Gugai.
—¿Y qué suelo puede considerarse consagrado?
—Hay varios lugares. El Santuario de la Santa es el más sagrado, pero aquí, en Doctrinópolis, la Ciudadela es el terreno más santo.
Gaunt escuchó las palabras de Kilosh y se volvió para mirar más allá de los tejados de la Ciudad Vieja hacia la meseta de la Ciudadela interior. Estaba envuelta en humo, la niebla residual de los intensos bombardeos de los morteros que se iba disipando en el viento azulado.
—Acabamos de hacer planes para recuperar la Ciudadela, padres. Es imperativo que lo hagamos. En cuanto el camino esté despejado les permitiré que celebren sus ritos y pongan a descansar en paz a su amado gobernante.
Los ayatani asintieron todos a una.
«Eso es —pensó Gaunt—. Acabo de decidirlo. Al infierno con los deseos de Lugo. Necesitamos recuperar la Ciudadela ahora.» Kleopas, Herodas y Szabo habían salido del tractor de la comandancia y Gaunt les indicó que se acercaran. También hizo una seña a su operador de radio.
—Vamos a tomar la Ciudadela —dijo Gaunt a los oficiales—. Preparen los blindados. Quiero que los bombardeos empiecen dentro de una hora. ¿Beltayn?
El operador de radio dio un paso adelante.
—Indique a las unidades Tanith de la Ciudad Vieja que se retiren. Ya está dada la orden. El asalto blindado empezará dentro de una hora.
El soldado Beltayn asintió, se sujetó la radio alrededor de la cadera, e introdujo los códigos de las órdenes que debía transmitir.
* * *
—¿Es ése tu jefe? —preguntó Sanian a Milo mientras esperaban a la sombra del tractor de la comandancia.
—Sí, lo es.
Ella estudió a Gaunt a conciencia.
—Es su camino —dijo.
—¿Qué?
—Su camino. Es su camino y le gusta. ¿Tú no tienes un camino, soldado Milo?
—Yo… no entiendo lo que quieres decir.
—Camino, para los esholi, es el sendero del destino, muchacho —explicó el ayatani Gugai apareciendo a la izquierda de Milo. Sanian inclinó la cabeza en señal de respeto y Milo se volvió hacia el anciano sacerdote.
Gugai era con mucho el más anciano de los cuatro sacerdotes que Sanian le había encontrado. Su piel se veía marchita y estaba surcada por multitud de profundas arrugas. Sus ojos oscuros estaban empañados y su cuerpo, debajo de la túnica azul, se veía contrahecho y encorvado por una vida que no sólo había sido larga sino también dura.
—Lo siento, padre… con todo respeto, sigo sin entender.
Gugai puso un gesto de fastidio al oír la respuesta de Milo y dirigió la mirada hacia Sanian que seguía con la cabeza baja.
—Explícaselo al ultramundano, esholi.
Sanian elevó la mirada hacia Milo y el anciano sacerdote. Milo quedó impresionado por la claridad sin par de sus ojos.
—En Hagia creemos que todo hombre y mujer nacido bajo la influencia del Emperador… —comenzó.
—Que el destino lo preserve, que las nueve heridas lo colmen de bendiciones —entonó Gugai.
Sanian volvió a inclinar la cabeza.
—Creemos que cada uno tiene un camino. Un destino predeterminado, un sendero que seguir. Unos nacen para ser jefes, otros para ser reyes, hay quienes deben ser pastores y quienes deben ser pobres.
—Ah, ya entiendo… —dijo Milo.
—¡No entiendes nada en absoluto! —dijo Gugai con desprecio—. Es nuestra creencia, la que nos legó la propia Santa, que cada uno tiene un destino, y tarde o temprano, Dios-Emperador mediante, ese destino se realizará y nuestro camino estará definido. Mi camino fue convertirme en miembro de los ayatani. El camino del comandante Gaunt, evidentemente, es ser guerrero y jefe de guerreros.
—Ésa es la razón por la cual los esholi estudiamos todas las disciplinas y escuelas de pensamiento —dijo Sanian—, para que cuando se nos presente nuestro camino estemos preparados, sea lo que sea lo que traiga consigo.
Milo empezaba a entender.
—¿De modo que tú todavía tienes que encontrar tu… camino? —le preguntó a Sanian.
—Sí, todavía soy una esholi.
Gugai acomodó sus viejos huesos sobre un cajón de munición vacío y suspiró.
—Santa Sabbat era de baja cuna, hija de un pastor de quelones en los altos prados de lo que ahora llamamos las Colinas Sagradas, pero ascendió, a pesar de sus antecedentes, y condujo a los ciudadanos del Imperio a grandes conquistas y a la redención.
Tras haber pasado la mayor parte de los seis últimos años en la Cruzada de los Mundos de Sabbat, Milo ya sabía eso. Seis mil años atrás, Santa Sabbat había salido de la pobreza en este mundo colonial para mandar a las fuerzas imperiales y conseguir una victoria en toda la galaxia, expulsando a las fuerzas del mal.
Había visto imágenes de ella, con la cabeza descubierta y tonsurada, vestida con una armadura Imperatur, decapitando a los demonios de la inmundicia con su espada luminosa.
Milo se dio cuenta de que la chica y el anciano sacerdote lo estaban mirando.
—No tengo ni idea de cuál es mi camino —dijo rápidamente—. Soy un superviviente, un músico… y un guerrero, al menos eso es lo que espero ser.
Gugai lo siguió mirando un instante más y luego sacudió la cabeza. Era de lo más extraño.
—No, un guerrero no. Simplemente un guerrero, no. Hay algo más.
—¿Qué quiere decir? —le preguntó Milo desarmado.
—Tu camino está a muchos años de aquí… —empezó a decir Gugai y se paró abruptamente.
—Lo encontrarás, cuando llegue el momento. —El anciano sacerdote se puso de pie y con andar rígido fue a reunirse con sus tres hermanos que estaban hablando tranquilamente en el pórtico elevado de la basílica.
—¿Qué demonios fue todo eso? —preguntó Milo enfadado volviéndose hacia la chica.
—¡El ayatani Gugai es uno de los ancianos de Doctrinópolis, un hombre santo! —respondió la chica poniéndose a la defensiva.
—¡Es un viejo loco! ¿Qué quiso decir con eso de que yo no era un guerrero? ¿Era algún tipo de profecía?
Sanian miró a Milo como si hubiera hecho la pregunta más tonta de todo el Imperio.
—Por supuesto que sí —dijo.
Milo estaba a punto de responder algo cuando su auricular sonó haciéndole llegar ruido de combate. Escuchó un momento y su rostro se ensombreció.
—Quédate aquí —le dijo a la estudiante antes de salir corriendo hacia Gaunt que estaba con los otros oficiales en la escalerilla trasera del tractor de mando. La luz del sol se filtraba entre los altos tejados del distrito de los templos y se concentraba en determinados puntos de la calle oscura. Los pájaros-rata, de plumaje gris y sucio, revoloteaban entre los aleros y se posaban y gorjeaban en los canalones.
Al acercarse a Gaunt, Milo vio que el comandante Tanith estaba escuchando por sus auriculares.
—¿Ha oído eso, señor?
Gaunt asintió.
—Tienen al coronel Corbec, y Gol Kolea dirige un grupo de rescate.
—Ya lo oí.
—Interrumpa entonces la retirada. Detenga a las unidades blindadas.
—Imposible, soldado.
—¿Qué?
—Dije que es imposible.
—Pero… —comenzó Milo, aunque se calló al ver la expresión sombría y terrible de Gaunt.
—Milo… si hubiera una posibilidad de salvar a Corbec, detendría toda la maldita cruzada, pero si lo han cogido los infardi ya está muerto. El general quiere que este lugar sea tomado rápidamente. No puedo suspender un ataque por la remota esperanza de ver otra vez a Colm. Kolea y su grupo deben retirarse con los demás. Tomaremos la Ciudadela al anochecer.
A Milo le habría gustado decir muchas cosas. La mayor parte de ellas sobre Colm Corbec, pero la expresión del coronel-comisario Gaunt no daba pie a nada.
—Corbec está muerto. Así es la guerra y ésta la vamos a ganar en su nombre.
* * *
—Déle un NO por respuesta —dijo Kolea arrastrando las palabras.
—¿Señor? —El operador de radio Rafflan no daba crédito a sus oídos.
—¡Respóndale que no, maldita sea! ¡No vamos a retirarnos!
Rafflan se sentó en un rincón del ruinoso edificio de la Ciudad Vieja donde habían tomado posiciones. El soldado Domor y otros cuatro se acercaron a las ventanas rotas y apuntaron sus rifles láser. El viejo doctor Dorden, con su holgada bata negra y cargando su equipo médico fue el último en entrar en el edificio.
—Con todo respeto, señor, no puedo —dijo Rafflan—. El coronel dio una orden prioritaria, código Falchion, verificado. Debemos retirarnos ahora mismo de la Ciudad Vieja. El bombardeo empezará dentro de cuarenta y seis minutos.
—¡No! —le soltó Kolea. Los hombres se dieron la vuelta desde sus posiciones.
Dorden se acomodó junto a Kolea en la pendiente de yeso y escombros que había bajo la ventana.
—Gol… esto no me gusta más que a usted, pero Gaunt dio una orden.
—¿Usted nunca desobedece?
—¿Una orden de Gaunt? ¡Usted está de broma!
—¿Ni siquiera en Nacedon, cuando le ordenó abandonar aquel hospital de campaña?
—¡Por Feth! ¿Quién se ha ido de la lengua?
—Corbec me lo contó —respondió Kolea tras una pausa.
Dorden bajó la mirada y se pasó la mano por el pelo gris.
—Corbec ¿eh? Maldita sea…
—Si empiezan a bombardear nos alcanzará nuestra propia artillería —dijo el soldado Wheln.
—Se trata de Corbec —fue la sencilla respuesta de Dorden.
—No conteste —dijo Kolea alargando la mano y desenchufando los auriculares de Rafflan—. Simplemente no responda si eso lo hace sentir mejor. Esto es algo que tenemos que hacer. Usted nunca recibió esa orden.
Mkvenner y el sargento Haller les comunicaron que la calle estaba totalmente despejada. Estaban en las lindes del distrito de los Canteros.
—¿Y bien? —preguntó Dorden mirando a Kolea.
—¡Adelante! —respondió.
* * *
Dos horas después de que sonaran las campanadas de mediodía en la más de una docena de torres del distrito del Universitariat para ser repetidas por los relojes de la Ciudad Vieja e incluso más lejos, las unidades Pardus se pusieron en marcha.
Bajo el mando del coronel Furst que iba a bordo del Espada de Sombra, el legendario tanque superpesado Castigatus, una fuerza arrolladora de cincuenta Leman Russ Conquistador, treinta y ocho tanques de asedio Thunderer y diez Vanquishers tipo Stygies llegaron al límite sur de la Ciudad Vieja.
Durante veinte minutos las unidades Basilisk y las plataformas Earthshaker situadas en los pantanos que había al sur del perímetro de la ciudad lanzaron bombardeos de largo alcance hasta que los escuadrones de tanques llegaron a los límites del distrito de la Ciudad Vieja. Para entonces, una lluvia de fuego barría las calles desde el mercado de ganado al norte hasta la Empalizada Haemod llegando hasta la Milla del Infardi.
Los escuadrones de tanques se lanzaron al ataque, haciendo rugir sus cañones principales mientras avanzaban. Los Vanquisher y los Conquistadores seguían las calles, haciendo retemblar la Milla como escarabajos implacables bajo una nube cada vez más densa de humo y polvo que no tardó en envolver toda la ciudad. Los imponentes tanques de asedio se abrían camino directamente por encima de bloques de edificios y antiguas torres con sus palas de derribo de las que caían en cascada ladrillos, sillares y tejas. El estruendo de las cadenas y los rugidos de los cañones de los tanques se convirtieron pronto en una especie de tamborileo que oían todos los ciudadanos y soldados en Doctrinópolis. Los Fantasmas se habían replegado a los suburbios situados al sur de la Ciudad Vieja, y los brevianos se habían retirado por completo del campo de batalla hacia el distrito Norte, por encima del Universitariat. Los operadores de radio comunicaron a los equipos tácticos que no se había registrado ningún contacto con el grupo del sargento Kolea.
La oleada de tanques se expandió a través de la Ciudad Vieja subiendo hasta la base de la Ciudadela. Veinte mil viviendas y comercios fueron quemados o arrasados por las bombas. La capilla de Kiodrus voló por los aires. Las cocinas públicas y los estudios de los iconógrafos desaparecieron bajo las orugas de los tanques. La Scholam de los ayatani y los edificios adjuntos de los esholi fueron destruidos y todos los escombros lanzados al río sagrado. Las piedras milenarias del Puente de Indehar Sholaan Sabbat fueron lanzadas a una altura de ciento cincuenta metros.
La unidad acorazada Pardus, dirigida por el coronel Furst y el mayor Kleopas, avanzaban inexorables. Era una de las mejores unidades acorazadas de este sector.
No se concedió la menor oportunidad a la Ciudad Vieja ni a nada, persona o cosa, que hubiera en su interior.