Brin Milo, con el rifle láser colgado al hombro apuntando hacia abajo, se abrió camino a través del tráfico que llegaba a la plaza desde el sur. Destacamentos de Tanith y apoyo ligero mecanizado del Octavo Acorazado Pardus afluían al distrito del Universitariat desde las zonas de combate sudoccidentales acudiendo en apoyo del ataque del comisario. Milo se refugiaba en los portales para dejar paso a los transportes de tropas y se hacía a un lado para no chocar con los pelotones que marchaban de cuatro en cuatro.

Sus amigos y camaradas lo saludaban a su paso, y algunos incluso rompían el paso para hacerle preguntas sobre el frente. La mayor parte estaba cubierta de polvo rosado y sudor, pero en general la moral era alta. Habían mantenido una lucha intensa durante las dos semanas anteriores, pero las fuerzas imperiales habían ganado mucho terreno.

—¡Eh, Brinny, chico! ¿Qué nos espera ahí delante? —gritó el sargento Val mientras el pelotón que lo acompañaba reducía la marcha formando un grupo apretado que bloqueaba la calle.

—Poca cosa, el comisario lo ha despejado. Sin embargo, creo que el Universitariat está erizado de ellos. Rawne ha conseguido entrar.

Varl asintió, pero las preguntas de algunos de sus hombres quedaron ahogadas por el sonido de una bocina.

—¡Vamos, despejen el camino! —gritó un oficial Pardus sacando el cuerpo por la escotilla de su vehículo de mando Salamandra. Una fila de tanques lanzallamas y anchas plataformas de asedio artilladas se amontonaba detrás de él. Sonaron más bocinas y los motores rugientes levantaron nubes de polvo rosado en el aire de la estrecha calle.

—¡Vamos!

—¡Está bien, maldita sea! —respondió Varl indicando a sus hombres que se pegaran a la pared. Los vehículos Pardus pasaron con gran estrépito.

—¡Trataré de dejar algo de gloria para ti, Varl! —gritó el oficial de la unidad blindada, de pie en la parte trasera de su traqueteante vehículo y haciendo al pasar un saludo burlón.

—¡En un minuto vamos a rescatarte, Horkan! —replicó Varl mostrándole un dedo como respuesta al saludo, gesto que imitaron de inmediato todos los Tanith de su pelotón.

Brin Milo sonrió. Los Pardus eran buena gente, y estos intercambios eran sólo una muestra del buen humor con el que ellos y los Tanith cooperaban en este avance.

Detrás de los blindados ligeros venían los Troyanos y otras unidades de tractores arrastrando pesadas cargas de municiones y artillería de campaña, luego los Tanith empujando carretillas sacadas de las tejedurías. Las llevaban cargadas de cajas de munición y bidones de promethium para los lanzallamas. Llamaron a los hombres de Varl para que ayudaran a levantar una carretilla que se había atascado en una boca de alcantarilla y Milo siguió su camino.

Avanzando en contra de la corriente de hombres y municiones, el joven soldado llegó al arco del gran puente de piedra roja que cruzaba el río. Boquetes abiertos por las bombas desfiguraban su superficie, y zapadores del regimiento Pardus estaban suspendidos a ambos lados reparando la estructura y buscando explosivos. En esta parte de Doctrinópolis, el río discurría por una profunda obra de canalización cuyos lados estaban formados por las paredes basálticas del río y por los muros de los edificios. Las tranquilas aguas eran de un color verde intenso, más oscuro que los uniformes de los infardi. Milo había oído que era un río sagrado.

Milo siguió las instrucciones del cabo Tanith que dirigía el tráfico en el cruce y abandonó la vía principal bajando unos escalones que lo llevaron hasta un sendero que seguía la pared del río pasando por debajo del propio puente. El agua lamía la piedra tres metros más abajo y reflejaba la superficie del fondo del puente en forma de ondulaciones blancas.

Siguió andando junto a la pared hasta una arcada que dominaba las aguas. Era el lugar donde el río entraba en uno de los santuarios menores, y por sus inmediaciones deambulaban algunos habitantes locales de aspecto cansado y hambriento.

Los médicos y sacerdotes locales habían transformado el santuario en un hospital improvisado en los primeros momentos del asalto, y ahora, siguiendo las órdenes de Gaunt, el personal médico imperial se había hecho cargo de él.

Allí trataban por igual a soldados y civiles.

—¿Lesp? ¿Dónde está el doctor? —preguntó Milo entrando en la penumbra iluminada por una lámpara, donde el enfermero Tanith estaba cosiendo una herida en el cuero cabelludo de un soldado Pardus.

—Allí al fondo —respondió Lesp enjugando la herida suturada con una venda empapada en alcohol. Continuamente llegaban grupos con camillas, en su mayoría con civiles heridos, y el largo y abovedado cañón del santuario se iba llenando. Lesp parecía abrumado.

—¿Doctor? ¿Doctor? —llamó Milo. Vio a sacerdotes hagianos y voluntarios vestidos con túnicas color crema que trabajaban codo con codo con el personal médico imperial, ateniéndose a los ritos y costumbres peculiares de su pueblo. Capellanes del ejército pertenecientes a la Eclesiarquía atendían a las necesidades de los imperiales ultramundanos.

—¿Quién pide un médico? —preguntó una mujer. Se puso de pie y alisó su bata roja descolorida.

—Yo —dijo Milo—. Estaba buscando a Dorden.

—Está en el campo. En la Ciudad Vieja —le explicó la cirujana Ana Curth—. Estoy a cargo de esto.

Curth era una verghastita que se había unido a los Tanith junto con los soldados de la Colmena Vervun en el Acta de Consolación. Se había dedicado a tratar eficazmente los traumatismos durante el asedio de la Colmena, y el jefe médico Dorden había quedado gratamente sorprendido por su decisión de unirse a ellos.

—¿Puedo servirle en algo? —preguntó.

—Me envía el comisario —respondió Milo con una inclinación de cabeza—. Han encontrado… —bajó la voz y condujo a la doctora a un rincón apartado—. Han encontrado al gobernante local. Un rey según creo. Está muerto y Gaunt quiere que su cadáver reciba un tratamiento acorde con las costumbres locales. Que se lo trate con el respeto que le es debido y todas esas cosas.

—No es precisamente mi especialidad —dijo Curth.

—No, pero supuse que usted o el doctor podrían conocer a algunos sacerdotes del lugar.

Curth se apartó el flequillo de los ojos y lo condujo por entre la gente que llenaba la enfermería hasta donde se encontraba una chica hagiana, vestida con la tosca túnica color crema de los becarios, que estaba cambiando el vendaje de una garganta herida.

—¿Sanian? —La chica levantó la vista. Tenía las facciones huesudas de los pobladores del lugar, ojos oscuros y unas cejas muy definidas. Llevaba el cráneo rapado salvo una trenza de pelo negro brillante que salía de la parte posterior de la cabeza.

—Sí, cirujana Curth —dijo con voz leve y musical.

«No es mayor que yo», pensó Milo, pero con la cabeza afeitada no era fácil adivinar su edad.

—El soldado Milo ha sido enviado por nuestro oficial al mando para buscar a alguien con un buen conocimiento de las costumbres locales.

—Lo ayudaré en lo que pueda.

—Dígale lo que necesita, Milo —le indicó Curth.

Milo y la chica hagiana salieron del hospital a la implacable luz del sol que bañaba la muralla del río. Ella unió las manos y saludó con ligeras reverencias al río y al cielo antes de volverse hacia él.

—¿Es usted médico? —preguntó Milo.

—No.

—¿Entonces pertenece al sacerdocio?

—No, soy estudiante del Universitariat —señaló su trenza—. Las trenzas indican nuestro rango en la sociedad. Nos llaman esholi.

—¿Qué asignatura estudia?

—Todas las asignaturas, por supuesto. Medicina, música, astrografia, los textos sagrados… ¿no es así en su mundo?

Milo sacudió la cabeza.

—Yo no tengo mundo ahora. Pero cuando lo tenía, los estudiantes de los niveles avanzados se especializaban en sus estudios.

—Qué raro…

—Y cuando haya terminado sus estudios, ¿qué título tendrá?

—¿Título? —Lo miró con extrañeza—. El título ya lo tengo. Soy una esholi. Los estudios duran toda la vida.

—Ah. —Milo hizo una pausa. Una fila de Troyanos pasó atronando el puente por encima de sus cabezas—. Verá, tengo malas noticias. Su rey ha muerto.

La hagiana se llevó las manos a la boca e inclinó la cabeza.

—Lo siento —dijo Milo sintiéndose torpe—. Mi comandante me envió para averiguar qué es lo adecuado en estos casos… para el tratamiento de sus restos.

—Tenemos que encontrar a los ayatani.

—¿Los qué?

—Los sacerdotes.

* * *

Una especie de aullido hizo que Rawne se diera la vuelta alarmado, pero sólo era el viento.

Sintió contra su cara el viento que barría las galerías y bóvedas de piedra del Universitariat. Muchas ventanas habían volado a cauda de las explosiones y las paredes estaban horadadas por las bombas, con lo cual el viento de Hagia entraba libremente.

Se quedó pensativo un momento, con su capa de camuflaje plegada sobre un hombro y el rifle cruzado sobre el abdomen con el cañón hacia abajo. Se quedó mirando a…

No sabía a ciencia cierta a qué. Una gran estancia destruida y chamuscada, con los brazos ennegrecidos de los candelabros de fundición pegados a las paredes ahumadas como arañas aplastadas. Millones de fragmentos de cristal sembraban el suelo chamuscado en cuyos bordes se veían los restos de las alfombras quemadas. Ya no tenía importancia el uso al que estaba destinada esta estancia en el pasado. Estaba vacía y despejada. Eso era lo único importante.

Rawne volvió a salir a la galería. El viento aullaba a sus espaldas colándose por los boquetes abiertos por las bombas y por entre las vigas al aire.

Su pelotón de vanguardia avanzaba. Feygor, Bragg, Mkillian, Waed, Caffran… y las mujeres.

El mayor Rawne todavía no tenía las cosas claras respecto a las mujeres. Había un buen número de ellas, verghastitas que habían optado por unirse a los Fantasmas durante el Acta de Consolación. ¡Por Feth que sabían luchar, eso estaba claro! Todas habían tenido su bautismo de fuego durante la guerra por la Colmena Vervun, trabajadoras y mujeres de los habitáculos que no habían tenido más remedio que lanzarse a combatir.

Pero eran mujeres. Rawne había tratado de hablar con Gaunt al respecto, pero el coronel-comisario se había explayado sobre las diversas e ilustres unidades mixtas y las unidades femeninas en la historia de la guardia y bla, bla, bla, y Rawne se había quedado igual que antes.

No le interesaba la historia. Lo que a él le interesaba era el futuro y estar allí para disfrutarlo.

El hecho de tener mujeres en el regimiento añadía tensión a la situación. Ya empezaban a surgir problemas. Había habido unas cuantas escaramuzas menores en las naves de transporte: hombres verghastitas empeñados en proteger el honor de sus mujeres; hombres que se echaban encima de las mujeres; mujeres que tenían que sacarse de encima a los hombres…

Era un polvorín, y seguro que no se quedaría en unos cuantos labios partidos y dientes rotos.

De lo que se trataba realmente era de que Rawne nunca había confiado demasiado en las mujeres, y que, sin duda, no había confiado nunca en los hombres que depositan demasiada confianza en las mujeres.

Caffran, por ejemplo. Uno de los Fantasmas más jóvenes: fuerte, sólido, un buen soldado. En Verghast se había relacionado con una chica local y desde entonces eran inseparables. Una pareja, ¿puedes creerlo? Y Rawne sabía de buena fuente que la chica tenía un par de niños pequeños que eran atendidos entre los demás no combatientes y seguidores del campamento en las naves escolta del regimiento.

La chica se llamaba Tona Criid, tenía dieciocho años y era delgada y de trato difícil. Llevaba el pelo decolorado y erizado y tatuajes pandilleros que hablaban de una vida dura incluso antes de la guerra de la Colmena Vervun. Rawne se quedó observándola mientras avanzaba junto a Caffran por los maltrechos corredores del Universitariat, cubriéndose el uno al otro, comprobando todas las puertas y huecos. El uniforme negro de los Fantasmas le quedaba bien. Era… atractiva.

Rawne se volvió y se rascó detrás de la oreja. Estas mujeres iban a ser la desgracia de alguien.

El pelotón de vanguardia siguió avanzando, pisando los cristales de las ventanas rotas que cubrían el suelo de los salones vacíos y sorteando los muebles destrozados. Rawne se encontró avanzando codo con codo con la otra mujer de su pelotón. Su nombre era Banda, antigua operada de las tejedurías de la Colmena Vervun que había luchado en la famosa compañía de la guerrilla al mando de Gol Kolea. Era vivaz, bromista e impetuosa. Llevaba el rizado pelo castaño muy corto y tenía una figura algo más redondeada y femenina que la de la ágil pandillera Criid.

Rawne le hizo una indicación con un gesto silencioso y ella le respondió con un asentimiento y un guiño.

¡Un guiño!

¡Nadie le guiña el ojo a su oficial superior!

Rawne estaba a punto de ordenar un alto y lanzarle a la cara una reprimenda cuando Waed hizo una señal.

Todos se pusieron a cubierto entre las sombras, apretándose contra las paredes de la galería. Estaban cerca de un recodo. Al frente había una puerta cerrada de madera pintada de rojo, y un poco más adelante, al otro lado del recodo, una arcada. La moqueta de los salones estaba arrugada, manchada y rígida por la sangre seca.

—¿Waed?

—Movimiento. En la arcada —respondió Waed en un susurro.

—¿Feygor?

El asistente de Rawne, el implacable Feygor, confirmó con un movimiento de cabeza.

Rawne transmitió algunas órdenes con una rápida sucesión de gestos. Feygor y Waed avanzaron, agachados y pegados a la pared de la derecha. Bragg se parapetó tras la esquina y preparó su gran arma automática. Banda y Mkillian se deslizaron por el lado izquierdo del corredor hasta ponerse a cubierto tras una otomana de madera maciza apoyada contra la pared.

Caffran y Criid se colgaron los rifles al hombro, sacaron sus pistolas láser de cañón corto y se dirigieron a la puerta roja. Si, tal como parecía, daba a la misma estancia que la arcada, esto podría ampliar su campo de fuego. Una doble comprobación era la forma de cubrirse las espaldas.

Silencio absoluto. Todos ellos eran Fantasmas y se movían con el sigilo que les era habitual.

Caffran puso su mano en el picaporte de la puerta y lo giró, pero no la abrió. Lo sujetó con fuerza mientras Criid se inclinaba y aplicaba el oído a la madera pintada de rojo. Rawne vio cómo se apartaba el pelo decolorado para oír mejor. Iba a tener que…

Se dio cuenta de que iba a tener que concentrarse.

Criid miró a su alrededor e hizo el signo con la mano abierta que significa «ni el menor ruido».

Rawne asintió, se aseguró de que el pelotón pudiera verlo, levantó tres dedos y fue bajándolos uno por uno.

Cuando hubo bajado el tercer dedo, Criid y Caffran atravesaron la puerta corriendo agachados a toda velocidad. Se encontraron en una gran cámara de piedra que había sido un scriptorium antes de que los cohetes hubieran volado las grandes ventanas ojivales que estaban frente a la puerta y destrozado los escritorios y mesas de trabajo de madera. Caffran y Criid corrieron a refugiarse entre los restos del mobiliario. Desde una arcada que había en el otro extremo de la arcada cayó sobre ellos una lluvia de disparos láser.

Al oír los disparos que llegaban desde el interior, el grupo de Rawne abrió fuego desde el arco del corredor. Pronto tuvieron respuesta.

—¡Caffran! ¿Qué tenéis ahí? —gruñó Rawne a través de su intercomunicador.

—La estancia no va directamente hasta la arcada, pero hay acceso a través de ella —le respondieron.

Caffran y Criid avanzaron a gatas entre los atriles y taburetes rotos esquivando los disparos. El suelo estaba empapado de tinta derramada y pronto se encontraron con las manos totalmente negras. Criid vio que las explosiones habían lanzado sobre las paredes del scriptorium salpicaduras de tinta: configuraciones que parecían el negativo de mapas estelares.

Caffran abrió de un tirón el bolsillo trasero y sacó una carga explosiva.

—¡Preparados para detonación! —gritó, arrancando el seguro del detonador químico y arrojando el explosivo a través de la puerta.

Una explosión sacudió el suelo y de la arcada de la galena se elevaron nubes de humo y de escombros. Feygor trató de avanzar y ver el interior.

Criid y Caffran se habían puesto de pie y se aproximaban a la puerta interior. El aire estaba impregnado de humo y había un olor penetrante a fycelina. A pocos pasos de la puerta, Criid descolgó el rifle y sacó algo de su bolsillo. Era la base de un broche o una medalla cuya superficie estaba pulida como un espejo. La enganchó encima de la boca del arma y la introdujo en la estancia por delante de sí. Un giro de muñeca y el espejo fue dejándole ver lo que había al otro lado de la puerta.

—Despejado —dijo.

Entraron. Era un anexo del scriptorium. A lo largo de una pared había prensas de metal. Tres infardi, alcanzados por la carga explosiva de Caffran, yacían, muertos, cerca de la puerta. Estaban cubiertos de tintas multicolores de los frascos que habían explotado con la detonación.

Rawne entró por el arco de la galería.

—¿Qué hay al otro lado? —preguntó señalando una pequeña abertura cubierta por una cortina que había al otro extremo del anexo.

—No la hemos examinado —respondió Caffran.

Rawne se acercó a la puerta e hizo a un lado la cortina. Una ráfaga de fuego láser llovió sobre él a través de la tela.

—¡Por Feth! —gritó refugiándose tras una mesa de mezclas. Disparó a través de la abertura con su rifle láser y vio a un infardi caer de lado sobre un bastidor de pergamino arrastrándolo en su caída.

Rawne y Caffran atravesaron la puerta. Era un almacén de pergaminos y tenía esa única salida. El infardi, que tenía la cara cubierta con su túnica verde, estaba muerto.

Pero seguían oyéndose disparos.

Rawne se volvió. Sonaban fuera, en el corredor.

—Hemos dado con… —se oyó la voz de Mkillian por el intercomunicador.

—¡Por Feth! —Ése fue Feygor.

Rawne, Criid y Caffran acudieron de inmediato a la arcada, pero la intensidad del fuego cruzado les impidió asomar la cabeza. Los disparos de láser mordían la jamba de la arcada y rebotaban hacia la estancia anexa. Uno le produjo a Rawne una quemadura en el mentón.

—¡Maldita sea! —retrocedió sintiendo una fuerte punzada y conectó su microtransmisor— ¡Feygor! ¡Cuántos son!

—¡Veinte, tal vez veinticinco! Están parapetados en la sala. ¡Dioses, están lanzando una lluvia de disparos!

—¡Lanzadles un misil!

—¡Bragg lo está intentando! ¡El alimentador está atascado! ¡Oh crap…!

—¿Qué? ¿Qué? Repite.

Durante un segundo no se oyó más que el fuego feroz de los láser, luego la voz de Feygor volvió a sonar en el transmisor.

—Bragg está fuera de combate. Le han dado. ¡Maldita sea, estamos atrapados!

Rawne miró en derredor exasperado. Cridd y Caffran estaban junto a las ventanas de ojiva destrozadas en el scriptorium principal. Criid estaba asomada mirando hacia afuera.

—¿Qué le parece esto? —le preguntó Caffran al mayor.

Rawne se acercó rápidamente. Criid ya había trepado y estaba en la comisa, moviéndose lentamente por el saliente de piedra.

—Estaréis de broma… —empezó a decir Rawne.

Caffran hablaba muy en serio. Él también había trepado a la cornisa e iba detrás de Criid. Le ofreció la mano a Rawne.

El mayor se colgó el arma al hombro y aceptó la mano. Caffran tiró de él y lo ayudó a subir a la comisa.

Rawne blasfemó para sus adentros. El aire era frío y estaban muy alto. Los muros de piedra del Universitariat tenían una altura de noventa metros desde la ventana del scriptorium y caían a plomo sobre el agua verde y opaca del río. Cúpulas y torres se elevaban por encima del tejado inclinado del scriptorium. Rawne se balanceó un instante.

Criid y Caffran iban por la cornisa pegados al muro, avanzando con cuidado por encima de canalones y recogedores de aguas. Rawne los siguió. En algunos puntos había tallas en bajorrelieve, a veces en forma de santos o de gárgolas, deterioradas por el tiempo y más anchas que la propia cornisa. Rawne se dio cuenta de que tenían que andar de lado, con la espalda hacia el vacío para poder sortear esos obstáculos.

Sintió que su pie buscaba apoyo sobre vacío y cerrando los ojos rodeó con sus brazos el cuello de piedra de un santo mientras sentía que el corazón quería salírsele del pecho.

Cuando volvió a mirar vio a Caffran a unos diez metros, pero ni rastro de la chica. ¡Por Feth! ¿Se habría caído? No, su cabeza de pelo decolorado asomó por una ventana que había más adelante, urgiéndolos para que la siguieran. Estaba otra vez dentro.

Caffran tiró de Rawne ayudándolo a meterse por la ventana rota. Se rompió las rodilleras con el emplomado y los cristales rotos del marco y tardó un minuto en recuperar el aliento. Miró a su alrededor.

Un proyectil de gran calibre había volado la estancia. Había entrado por la ventana, destrozando ese piso y el de abajo. El salón tenía un reborde de tablas rotas junto a las paredes y un agujero en el centro. Avanzaron con cuidado por lo que quedaba del suelo hasta la puerta de la estancia. Ahora los disparos se oían detrás de ellos.

Caffran los condujo hacia el corredor. La detonación había volado la puerta de madera de la sala con marco y todo y la había hecho atravesar toda la estancia hasta quedar apoyada contra la pared del otro lado. Los tres Fantasmas se desplegaron corriendo, atravesaron la estancia y fueron a salir por detrás de la posición enemiga que tenía atrapados allí a sus compañeros.

Los infardi, veintidós en total, estaban parapetados tras una serie de barricadas hechas con el mobiliario destrozado. Estaban disparando, ajenos a todo lo que pudiera haber detrás de ellos.

Rawne y Caffran sacaron sus cuchillos Tanith de plata y Criid su daga sierra, recuerdo de sus días de pandillera allá en la Colmena Vervun. Se lanzaron sobre los adeptos y acabaron con ocho de ellos antes de que los demás se enterasen siquiera del contraataque.

Luego se lanzaron al combate cuerpo a cuerpo en una defensa frenética, pero Rawne y Criid habían empezado a disparar sus rifles láser y Caffran ya empuñaba su pistola.

Un infardi gritando cargó contra Rawne con su bayoneta, y éste le voló las piernas y el vientre, pero el impulso de la carga hizo caer el cuerpo sobre el mayor y lo derribó al suelo.

Rawne trató de zafarse de debajo del cuerpo resbaladizo que se retorcía. Otro infardi se lanzó sobre él blandiendo una de esas hachas locales de hoja retorcida.

Un disparo en la cabeza acabó con sus intenciones.

Rawne se levantó. Los infardi estaban muertos y su pelotón avanzaba.

—¿Feygor?

—Buena jugada, jefe —respondió Feygor.

Rawne no dijo nada. No veía la necesidad de mencionar que el ataque por sorpresa había sido idea de Caffran y Criid.

—¿Cuál es la situación? —preguntó.

—Waed tiene un rasguño, está bien, pero a Bragg lo hirieron en un hombro. Vamos a tener que pedir un equipo de camilleros para trasladarlo.

Rawne asintió.

—Buen disparo a la cabeza —añadió—. Ese bastardo me tenía a tiro.

—No fui yo —dijo Feygor señalando con un pulgar mugriento a Banda. La ex trabajadora de la tejeduría sonrió, dio una palmadita a su rifle láser… y guiñó un ojo.

—Bueno… Buen disparo —refunfuñó Rawne.

* * *

En una explanada de oración, al este del recinto del Universitariat, el capitán Ban Daur estaba controlando el tráfico cuando oyó que el coronel-comisario lo llamaba por su nombre.

El ataque, en el segundo frente, del coronel Corbec había despertado a la Ciudad Vieja, y los civiles que llevaban escondidos en los sótanos y pasadizos subterráneos casi tres semanas abandonaban ahora el barrio en masa.

En la explanada larga y estrecha, la marea de cuerpos mugrientos, asustados, avanzaba hacia el oeste en una marcha lenta y pesada.

—¿Daur?

Ban Daur se volvió y saludó a Gaunt.

—Hay miles de ellos. Están atascando las rutas que van de este a oeste. He tratado de reorientarlos hacia el interior de la basílica que hay al final de esa calle. Allí tenemos equipos médicos y personal de asistencia proporcionado por las autoridades de la ciudad y el Administratum.

—Bien.

—El problema está ahí —dijo Daur señalando a una fila de tractores eléctricos Hydra de la unidad Pardus que se encontraban detenidos en el otro extremo de la explanada—. Con toda esta gente, no pueden pasar.

Gaunt asintió. Envió a Mkoll y a un grupo de Tanith a una capilla cercana y volvieron con bancos que colocaron como barreras para canalizar la marcha de los refugiados.

—¿Daur?

—¡Señor!

—Vaya hasta esa basílica y vea si puede utilizar algunos de los edificios circundantes.

—Iba a acudir con un pelotón a la Ciudad Vieja, señor. El coronel Corbec pidió más infantería de refuerzo en el distrito comercial.

Gaunt sonrió. Daur se refería al distrito del mercado, pero utilizaba una palabra de la Colmena Vervun.

—No lo pongo en duda, pero la guerra seguirá. A usted se le da bien la gente, Ban. Haga esto por mí y después puede ir a hacer que le disparen.

Daur asintió. Sentía por Gaunt un respeto sin límite, pero no le gustaba esa orden. Era igual a los otros trabajos que había venido haciendo desde su incorporación a los Fantasmas.

A decir verdad, Daur se sentía insatisfecho. La lucha por la Colmena Vervun lo había dejado vacío y triste, y se había unido a los Tanith sobre todo porque no podía soportar la idea de quedarse bajo el caparazón de la Colmena a la que había considerado su hogar. Como capitán, fue el oficial de mayor jerarquía de cuantos se incorporaron a los Tanith, y esto había hecho que le dieran un puesto en la cadena de mando en igualdad de condiciones con el mayor Rawne, como oficial a cargo del contingente verghastita, respondiendo sólo ante Corbec y Gaunt.

No le gustaba. Ese papel deberían habérselo asignado a un héroe de guerra como Kolea o Agun Soric, a uno de los hombres que por sus agallas se habían ganado el respeto de los hombres en las compañías improvisadas. La mayoría de los hombres y mujeres verghastitas que se habían incorporado a los Fantasmas eran trabajadores convertidos en guerreros, no ex militares. No sentían por un capitán de Vervun Primario el mismo respeto que profesaban a un héroe como Gol Kolea.

Pero al parecer no era así como se procedía en la guardia, de modo que Daur se vio cogido en el medio, con un cargo que no le apetecía, dando órdenes a hombres que sabía que debían ser sus comandantes, tratando de mantener bajo control la rivalidad entre los hombres de Tanith y los verghastitas y procurando ganarse su respeto.

Lo que él quería era luchar. Quería revestirse con esa clase de gloria que haría que los soldados lo mirasen con admiración.

En lugar de eso se pasaba la mayor parte de los días entre destacamentos, órdenes de despliegue y supervisión de refugiados. Eran cosas que se le daban bien, y Gaunt lo sabía, por eso lo buscaba siempre que surgían esas tareas. Era como si Gaunt no pensara en Ban Daur como un soldado sino como un hombre de recursos, un administrador, una persona capaz de tratar con la gente.

A Daur lo sacaron de sus cavilaciones unos disparos y la dispersión y los gritos de los refugiados. En la desbandada hubo quienes saltaron las barreras improvisadas de Mkoll. Daur miró en derredor buscando un francotirador o un hombre armado entre la multitud…

Uno de los oficiales artilleros de los vehículos Pardus atascados estaba disparando al azar con su pistola contra los grupos de cometas y banderolas votivas que ondeaban por encima de la explanada de la oración. Las banderas y estandartes estaban sujetos mediante cuerdas largas a unas anillas de bronce colocadas a lo largo de la pared del templo. El oficial hacía blanco sobre ellas para entretener a sus hombres.

—¿Qué demonios está haciendo? —le gritó Daur acercándose al vehículo Hydra. Los hombres enfundados en sus uniformes pardos de faena y sus amplias capas lo miraron atónitos desde arriba.

—¡Usted! —Daur se dirigió al oficial que tenía la pistola en la mano—. ¿Pretende sembrar el pánico?

—Sólo pasar el rato —respondió el otro encogiéndose de hombros—. El coronel Farris nos ordenó que participáramos en el asalto a la colina de la Ciudadela, pero no vamos a ninguna parte ¿verdad?

—Baje ahora mismo —ordenó Daur.

El oficial echó una mirada a sus hombres, enfundó la pistola de reglamento y bajó del tractor. Era más alto que Daur, tenía una piel pálida llena de pecas y el pelo rubio. Hasta las pestañas eran rubias.

—¿Nombre?

—Sargento Denil Greer, Octava Compañía Pardus de Artillería Móvil.

—¿Usted tiene cerebro, Greer, o le basta esa sonrisa burlona para moverse por la vida?

—Señor.

Gaunt se acercó y Greer perdió parte de su aire desafiante. Su mueca desapareció.

—¿Está todo en orden, capitán Daur?

—La gente está animada, comisario. Todo va bien.

Gaunt miró a Greer.

—Escuche al capitán y muéstrele respeto. Es mejor para usted que sea él y no yo quien le llame la atención.

—Señor.

Gaunt se marchó y Daur volvió a mirar a Greer.

—Haga bajar a sus hombres y ayúdennos a hacer que esta gente despeje el camino de una manera ordenada. Asi irán más rápido.

Greer le respondió con un saludo no muy entusiasta e hizo bajar a sus hombres de los vehículos estacionados. Daur los puso rápidamente a trabajar apartando a los civiles del camino.

Daur avanzó entre la desharrapada multitud. Nadie lo miraba. Ya había visto antes aquella expresión conmocionada, fatigada, de refugiados de guerra. Él mismo había tenido ese aspecto en la Colmena Vervun.

Una anciana, de delgadez y fragilidad extremas, tropezó entre la gente y cayó, derramando el contenido del hatillo en el que llevaba todas sus posesiones. Nadie se detuvo a ayudarla. Los refugiados se aglomeraron a su alrededor pisándole las manos mientras ella trataba de recuperar sus cosas.

Daur la ayudó a levantarse. Pesaba tan poco como un saco de astillas. Tenía el pelo completamente blanco y recogido contra el cráneo.

—Aquí tiene —dijo. Se agachó y recogió las escasas pertenencias de la mujer: lámparas votivas, un pequeño icono, algunas cuentas y una fotografía antigua de un hombre joven.

Se dio cuenta de que lo miraba con ojos empañados por la edad. Ninguno de ellos había buscado su mirada de aquel modo.

—Gracias —dijo en una voz que tenía toda la riqueza del gótico bajo antiguo—, pero yo no importo, nosotros no importamos, sólo la Santa.

—¿Qué?

—Usted la protegerá, ¿verdad? Creo que lo hará.

—Vamos, madre, avancemos.

La mujer le puso algo en la mano. Daur miró hacia abajo. Era una figurita de plata, tan desgastada que casi se habían borrado sus facciones.

—No puedo quedarme con esto, es…

—Protéjala. El Emperador querría que lo hiciera.

No quería aceptar que le devolviera la baratija, ¡maldita sea! Daur estuvo a punto de dejarla caer. Cuando se volvió a mirarla, ella había desaparecido entre la marea de cuerpos en movimiento.

Daur se quedó sin saber qué hacer, buscando entre la multitud. Se guardó la imagen en el bolsillo. Vio cerca de él a Mkoll que hacía circular a los refugiados y se dirigió a preguntar al jefe de los exploradores si había visto a la anciana.

Una mujer tropezó contra él. Un hombre que tenía delante cayó súbitamente de rodillas. En medio de la multitud alguien reventó en un estallido de sangre hirviente.

Daur oyó los disparos.

A menos de veinte metros de distancia, entre la multitud presa del pánico, vio a un tirador infardi disparando indiscriminadamente con su rifle láser. El asesino se había echado hacia atrás los sucios harapos que ocultaban su uniforme de seda verde y había irrumpido en medio de la marea de refugiados como un lobo en una manada.

Daur sacó su pistola láser, pero estaba rodeado de gente que gritaba asustada. Oyó un nuevo disparo del rifle.

Daur tropezó con un cuerpo y cayó sobre las losas. Vaciló, buscando entre las piernas que corrían a su alrededor hasta que vio una túnica verde.

Los disparos del adepto se siguieron cobrando víctimas. De pronto se abrió un hueco.

Sujetando su pistola láser con ambas manos, Daur hizo tres disparos que atravesaron el pecho del francotirador. Casi al mismo tiempo Mkoll lo alcanzó con su láser en el cerebro desde otro ángulo.

El asesino se retorció y cayó sobre la piedra rosada. Su sangre brillante se derramó colándose por entre las losas del empedrado. El suelo a su alrededor estaba sembrado de cadáveres.

—¡Santo espíritu! —exclamó Mkoll abriéndose camino. Otros soldados Tanith pasaron corriendo, apartando a la gente y encaminándose a! extremo nororiental de la explanada. El enlace de voz empezó a crepitar.

El ruido de disparos indicaba un intenso fuego cruzado, en la dirección de la carretera de la Ciudad Vieja.

Daur y Mkoll marchaban en la dirección contraria a la de los refugiados que corrían casi en estampida. En el extremo nororiental de la explanada de la oración, un gran pilón de piedra caliza desembocaba en una larga avenida bordeada de columnas que discurría entre hileras de templos. Los Fantasmas estaban parapetados en torno al pilón y algunos se atrevían a hacer breves carreras para entrar en la avenida y refugiarse tras las bases de negras estelas de cuarcita situadas a intervalos regulares.

Los disparos de las armas de fuego, como ráfagas de diminutos cometas, barrían la columnata en ambas direcciones. La larga avenida sagrada estaba sembrada de cadáveres de nativos de Hagia amontonados en posturas poco dignas.

Tras ellos venían más Fantasmas y algunos de los artilleros de los Pardus esgrimiendo sus pistolas. Daur pudo ver al sargento Greer.

—¡Vamos! ¡Por la izquierda! —le gritó Mkoll, e inmediatamente recorrió como una flecha la distancia desde el arco hasta la base de la estela más cercana a su derecha. Cuatro de sus hombres lo cubrían con sus disparos, y otros dos corrieron detrás de él. Los disparos de láser acribillaban las losas del paseo y arrancaban esquirlas del antiguo obelisco.

Daur se desplazó hacia la izquierda, sintiendo el calor de un disparo que le pasó rozando el cuello. A punto estuvo de caer en la sombra de la base del obelisco más próximo. Otros Fantasmas corrieron a su lado: Lillo, Mkvan y otro Tanith cuyo nombre no conocía. Un hombre del Pardus también trató de seguirlo, pero fue alcanzado en la rodilla y volvió a ponerse a cubierto entre quejidos.

Daur se atrevió a mirar afuera y atisbo sombras verdes moviéndose delante de la columnata. Al parecer, el fuego más intenso provenía de un gran edificio situado a la izquierda y que Daur calculó que era el del censo municipal.

—Izquierda, doscientos metros —gritó Daur a través de su enlace.

—¡Ya lo veo! —replicó Mkoll desde el otro lado de la columnata. Daur observó mientras el jefe de los exploradores y su grupo de ataque trataban de avanzar. El fuego cerrado los obligó a volver a cubierto.

Daur corrió otra vez, llegando a la base del siguiente obelisco de la izquierda. De repente empezaron a llover sobre él disparos desde la derecha, y al volverse vio a dos infardi sentados a horcajadas sobre el tejado de un edificio que disparaban hacia las sombras de la calle.

Daur devolvió el fuego rápidamente, descolgando el rifle láser que llevaba al hombro. Lillo y Nessa llegaron a su posición al mismo tiempo y sumaron sus disparos a los de Daur. No alcanzaron a ninguno de los infardi, pero los obligaron a retirarse del tejado poniéndose fuera de su vista. Algunas tejas rotas de la sección del tejado que habían alcanzado se desprendieron y cayeron sobre las losas del pavimento.

Mkvan se unió a ellos. El fuego cruzado era intenso, pero estaban unos buenos veinte metros más cerca del edificio del censo que el grupo de ataque de Mkoll.

—Por ahí —dijo Daur acompañando las palabras de los signos correspondientes. Nessa era una antigua trabajadora de los habitáculos que se había unido a la guerrilla y, al igual que un buen número de voluntarios verghastitas, había quedado totalmente sorda a causa de las explosiones de las bombas enemigas en la Colmena Vervun. Las órdenes por señas eran algo básico en las compañías improvisadas. La mujer hizo una señal de inteligencia. Sus facciones finas, álficas, tenían una expresión de determinación cuando introdujo un cargador nuevo en la recámara de su rifle de francotiradora.

Corriendo encorvados, cerca del suelo, los cuatro abandonaron la columnata principal y se aventuraron a través de una sala hipóstila fresca y sombría. Este templo, y el siguiente al que llegaron a través de un pequeño pasaje de columnas, estaban vacíos; la decoración y los ornamentos que los fieles no habían conseguido llevarse y esconder antes de la invasión habían sido saqueados por los infardi durante la ocupación. Los pebeteros estaban volcados, y montones de cenizas manchaban las baldosas cerámicas del suelo. Había astillas del mobiliario roto por todas partes y las esteras de oración aparecían esparcidas. A lo largo de la pared que daba al este, en una zona bañada por la luz solar que entraba por las elevadas ventanas hipóstilas, una serie de cubos y pilas de estropajos demostraban que los habitantes del lugar habían tratado de borrar las infames blasfemias que los infardi habían escrito sobre las paredes del templo.

Avanzaban de dos en dos, cubriéndose por turnos: dos permanecían quietos y apuntando con sus armas mientras los otros dos corrían hacia el siguiente punto de contacto.

La parte trasera del segundo templo daba a un recinto anexo que comunicaba con el edificio del censo. Aquí las paredes estaban revestidas de grandiorita negra que los invasores habían golpeado hasta destrozar las antiguas tallas de las paredes.

Los infardi habían apostado vigías en la parte trasera del edificio del censo. Mkvan los distinguió y puso a los Fantasmas a cubierto mientras los proyectiles convencionales y de láser se estrellaban contra la arcada de acceso al recinto abriendo boquetes polvorientos en los sillares.

Nessa se situó y disparó. Tenía un buen ángulo y dos tiros le bastaron para derribar a un par de tiradores enemigos. Daur sonrió. Los francotiradores reconocidos, como «El loco» Larkin y Rilke, iban a tener que defender su reputación frente a algunas de las chicas verghastitas.

Daur y Mkvan atravesaron corriendo la arcada y volvieron a salir a la luz del sol para lanzar desde allí cargas explosivas a través de las puertas traseras del edificio del censo. Una fila de pequeñas ventanas de cristal que daban al paseo reventaron al unísono y por las puertas salió una nube de humo y polvo.

Los cuatro Fantasmas entraron tras montar sus bayonetas y empezaron a disparar ráfagas cortas a través del humo. Llegaron por detrás a la posición de los infardi. El intenso fuego empezaba a agrietar el ventilado interior del edificio del censo.

El avance de Daur acabó de inmediato con el bloqueo que mantenían los infardi desde el frente del edificio y aumentó las posibilidades de que las fuerzas inmovilizadas en la columnata se introdujeran en el edificio.

Ya por entonces Gaunt había avanzado hasta la línea del frente entre las estelas.

—¿Mkoll?

—Están fuertemente parapetados en el frente, señor —informó el jefe de los exploradores por su enlace—. Han dejado de prestarnos atención… Creo que ha sido obra de Daur.

Gaunt se agachó detrás de una estela e hizo una señal con la mano a la fila de Fantasmas desplegados a lo largo de la columnata. El soldado Brostin avanzó corriendo, acompañado del ruido metálico que hacían los depósitos de su lanzallamas.

—¿Qué fue lo que lo entretuvo?

—Probablemente todo ese tiroteo —replicó Brostin con impertinencia. El coronel-comisario señaló la fachada del edificio del censo.

—Hágalo desaparecer, por favor.

Brostin, un hombrón de espaldas descomunales que lucía un bigote tupido y desigual y siempre olía a promethium, levantó el lanzallamas y activó el disparador. Los tanques gorgotearon y lanzaron un chorro de fuego líquido contra el edificio del censo. Las lengüetadas amarillas del fuego lamieron la fachada y la cubrieron con una sofocante nube de humo negro.

El fuego, como una lluvia persistente, atravesó la fachada del edificio prendiendo sobre los paneles pintados y ennegreciéndolos. La pintura se ablandó, formando chorretones en algunos lugares y en otros se descascaró, y la madera del marco de la puerta fue presa de las llamas.

Brostin se adelantó un poco y lanzó nuevas llamaradas directamente a través de algunas de las estrechas troneras dispuestas para la defensa del edificio. A Gaunt le gustaba ver trabajar a Brostin. El corpulento soldado tenía cierta afinidad con el fuego, úna comprensión de la forma en que se extendía, danzaba y saltaba. Podía sacarle partido, sabía distinguir entre lo que arde rápido y lo que se quema lentamente; entre lo que produce vivas llamaradas y lo que se consume a fuego lento; era capaz de aprovechar el viento y la brisa para desplegar las llamas hacia depresiones del terreno. En este caso, Brostin no se limitaba a atacar con el fuego un emplazamiento enemigo, lo que hacía era transformarlo hábilmente en un auténtico infierno.

Según el sargento Varl, la habilidad de Brostin con el fuego se debía a su experiencia en la prevención de incendios en Tanith Magna. Gaunt así lo creía. Sin embargo, no era lo que decía el soldado Larkin, quien afirmaba que Brostin era un ex convicto con una sentencia de diez años por incendiario.

El fuego, casi blanco, fue subiendo por la fachada hasta llegar al tejado. Una sección importante de la pared frontal saltó hecha añicos hacia la calle cuando el fuego hizo presa de algún explosivo, tal vez la bolsa de granadas de un infardi. Otra sección cedió y cayó hacia dentro. Tres hombres vestidos de verde salieron por la puerta del edificio barriendo la columnata con sus armas láser. El uniforme de uno de ellos estaba en llamas. Los Fantasmas los acorralaron con sus disparos y los tres cayeron, acribillados.

Dos granadas salieron volando del edificio en llamas y explotaron en medio de la calle. A continuación otros dos infardi trataron de salir. Mkoll los mató a ambos pocos segundos después de aparecer por la puerta.

Ahora, bajo las órdenes de Gaunt, los Fantasmas disparaban hacia la fachada en llamas. Una plataforma Hydra del regimiento Pardus avanzó con su traqueteo metálico por el centro de la columnata arrastrando un manojo de cometas votivas que se habían enganchado en sus cañones y en el soporte de su antena, y llegó hasta donde se encontraba Gaunt.

El coronel-comisario montó en la plataforma que había detrás del artillero y supervisó la operación mientras los suboficiales bajaban los largos tubos de los cañones automáticos antiaéreos hasta ponerlos horizontales.

—Práctica de tiro al blanco —le indicó Gaunt.

El artillero hizo un esbozo de saludo y a continuación redujo el frente del edificio del censo a ruinas chamuscadas con su implacable potencia de tiro.

En el interior, en la parte trasera del edificio, Daur y sus hombres desandaban el camino por el que habían entrado. Del cuerpo central del mismo salía un humo negro y espeso. A Daur, medio ahogado, le llegó el olor a promethium y supo que había entrado en funcionamiento un lanzallamas. Del frente llegaba un ruido infernal. Artillería pesada. Nada que pudiera ser transportado por un hombre.

—¡Vamos! —dijo con voz ronca, haciendo señas con la mano a Nessa, Lillo y Mkvan de que retrocedieran. Los cuatro atravesaron a tumbos la nube de humo, tosiendo, escupiendo, medio ciegos. Daur rogaba que no hubiesen perdido el sentido de la orientación.

Estaban milagrosamente intactos. Mkvan tenía un rasguño en el dorso de la mano y Lillo un corte en la frente, pero habían dado un buen golpe a los infardi y habían sobrevivido para contarlo.

Más fuego pesado del lado de la columnata. Un par de disparos de potencia mortífera, trazadores incandescentes, atravesaron una pared a sus espaldas y pasaron por encima de sus cabezas. Los disparos habían atravesado limpiamente el edificio del censo.

—¡Rayos! —gritó Lillo—. ¿Eso fue un tanque?

Daur estaba a punto de contestar cuando Nessa emitió un grito entrecortado y se dobló sobre sí misma. Daur se volvió, los ojos le ardían por el humo, pero vio a cinco infardi precipitán dose hacia ellos desde la zona central. Dos venían disparando rifles láser. A otro el fuego le había quemado la ropa que se caía a pedazos del cuerpo llagado.

Daur disparó, y sintió el roce de una ráfaga de láser en el hombro. Los disparos de Daur derribaron a dos infardi que cayeron de espaldas. Otro cargó contra Mkvan y quedó ensartado en la bayoneta del Tanith. Sin poder desprenderse, el infardi descerrajó a Mkvan un disparo a quemarropa en la cara y ambos cuerpos cayeron al suelo en medio de la humareda.

Lillo fue derribado por los otros dos que, desprovistos de armas, le clavaron las corvas uñas desgarrándole la ropa y la piel. Uno de ellos echó mano del rifle láser de Lillo tratando de apoderarse de él a pesar del anclaje al que iba sujeto. Daur se arrojó sobre el rebelde y ambos rodaron, atravesando la puerta y volviendo al cuerpo principal del edificio barrido por el fuego.

Daur sintió que el calor lo dejaba sin respiración. El infardi no dejaba de golpearlo, morderlo y clavarle las uñas. Rodaron entre el fuego. Ahora el enemigo apretaba con las manos la garganta de Daur. Este pensó en su cuchillo, pero recordó que todavía lo tenía sujeto como bayoneta a su rifle láser, y el rifle había quedado tirado en la otra habitación al lado del cadáver de Mkvan.

Daur giró y consiguió que el frenético infardi quedara encima de su cuerpo y a continuación se sacudió y retorció dando una patada hacia arriba y arrojando al adepto de cabeza por encima de la suya. El adepto rebotó en una mesa en llamas en la que aterrizó, levantando una lluvia de chispas. Se levantó, musitando algún juramento obsceno, y blandiendo la pata ardiente de una silla como si fuera una maza.

La techumbre cedió derrumbándose. Una viga de cinco toneladas, emplumada de un extremo a otro con llamaradas amarillas y anaranjadas, aplastó al infardi contra el suelo.

Daur se puso de pie con dificultad. Su guerrera estaba ardiendo. Unas llamitas azules lamían la manga y el puño y rodeaban las costuras de los bolsillos. Trató de sofocarlas a golpes y tropezó con la puerta. Le parecía que llevaba dos o tres minutos sin respirar y le ardían los pulmones.

En el anexo que había en la parte trasera del edificio del censo, Lillo arrastraba a Nessa tratando de sacarla por el pórtico posterior. De las vigas del techo salía un humo negro y alquitranado y el aire era irrespirable.

Daur avanzó a tumbos hacia ellos, por encima de los cuerpos en llamas de los infardi. Ayudó a Lillo a transportar el peso muerto de Nessa a quien habían herido en el estómago. Tenía mal aspecto, pero Daur no era médico y no tenía ni idea de la gravedad.

Un ruido atronador sacudió el edificio en llamas al caer otra sección del tejado, y una nube de humo, chispas y aire recalentado los rodeó. Mientras salían vacilantes por el pórtico al patio trasero, Daur oyó el ruido de algo caía de su guerrera al suelo.

La baratija de la anciana.

Arrastraron a Nessa por el patio y Lillo se derrumbó junto a ella, tosiendo como si fuera a echar los pulmones y tratando de solicitar un equipo médico por el transmisor.

Daur volvió al pórtico en llamas, despojándose a tirones de su guerrera. El calor y las llamas habían chamuscado la tela y reventado las costuras. Llevaba uno de los bolsillos colgando de unos hilos y de él había caído la imagen de plata.

Daur la vio sobre las losas, justo al otro lado del pórtico. Se agachó por debajo de la masa asfixiante de humo negro que llenaba la mitad superior de la arcada y se elevaba hacia el cielo azul barrido por el viento. Estiró la mano y cerró los dedos en torno a la imagen. Estaba tan caliente que le quemó la mano.

Algo arremetió contra él y lo hizo caer de rodillas. Al volverse se encontró de frente con un fanático infardi que había salido a tientas del infierno. Tenía la piel achicharrada y cubierta de sangre.

Alargó sus manos llenas de ampollas tratando de asir a Daur que sacó la pistola láser de su funda y le disparó dos veces en el corazón.

Entonces Daur se desplomó.

Lillo corrió hacia él, pero Daur no podía oír lo que le gritaba.

Miró hacia abajo. La empuñadura grabada de la daga ritual sobresalía de su caja torácica y una sangre tan oscura y espesa como zumo de cerezas se iba esparciendo en tomo a ella. El infardi no se había limitado a chocar contra él.

Daur rompió a reír con una risa vacía, pero la sangre le llenó la garganta. Se quedó mirando el arma del infardi hasta que su visión se transformó en una especie de túnel y después se desvaneció.