Habían ahorcado al rey con alambre de espino en una plaza de la ciudad al norte del río.
La llamaban plaza de la Sublime Tranquilidad y era una superficie de ocho hectáreas de basalto rosado abrasada por el sol y rodeada de los elegantes muros de mosaicos del Universitariat Doctrinus. Nada que se pareciera a una sublime tranquilidad había sucedido allí en los diez últimos días. Los Peregrinos del Pater se habían ocupado de ello.
Ibram Gaunt proyectaba sobre las losas una sombra de contornos nítidos, en forma de murciélago, mientras corría en busca de una nueva protección con su chaqueta de asalto flotando al viento. El sol estaba en el cénit y un resplandor implacable calcinaba el duro suelo. Gaunt sabía que el sol, sin duda, estaría quemando también su piel, pero lo único que sentía era el viento fresco y ensordecedor que barría la extensa plaza.
Encontró refugio tras un transporte Chimera de tropas volcado y quemado y sustituyó el cargador vacío de su pistola bolter con un movimiento de la mano enguantada.
A lo lejos oyó una especie de detonación y sobre el blindaje chamuscado del Chimera aparecieron unas melladuras metálicas. Disparos distantes cuyo sonido le llegaba arrastrado por el viento.
Muy atrás, al otro lado de las piedras calcinadas de la plaza, pudo ver a los hombres de la Guardia Imperial, con sus negros uniformes, que se desplegaban con gran cautela disponiéndose a seguirlo.
Eran sus hombres, soldados de los Primeros de Tanith. Gaunt vio cómo se dispersaban y volvió a mirar al rey, al gran rey que había sido, por cierto. Se preguntó otra vez cuál era su nombre.
Descompuesto, hinchado, humillado, el noble cuerpo colgaba de una horca formada por tirantes y ejes de camión oxidados y ya no podía responderle. Los miembros más allegados de su corte y de su familia se balanceaban junto a él.
Más detonaciones. Una profunda melladura apareció en el duro metal junto a la cabeza de Gaunt. El impacto lanzó al aire restos de pintura.
Mkoll se puso a cubierto junto a él empuñando su rifle láser.
—Le ha llevado su tiempo —dijo Gaunt bromeando.
—¡Ja! Lo que pasa es que lo entrené demasiado bien, coronel-comisario.
Intercambiaron una sonrisa burlona.
Otros soldados se unieron a ellos tras cruzar corriendo la plaza. Uno se sacudió y cayó a medio camino. Su cuerpo quedaría allí, tirado a la intemperie y sin que nadie llorase su muerte, por lo menos durante una hora más.
Larkin, Caffran, Lillo, Vamberfeld y Derin consiguieron ponerse a cubierto. Los cinco se deslizaron hasta colocarse junto al jefe de los Fantasmas y a Mkoll, comandante de exploradores del regimiento.
Gaunt intentó ver lo que había al otro lado del Chimera.
Volvió a refugiarse detrás del vehículo cuando las armas lejanas descargaron de nuevo sus proyectiles a su alrededor.
—Cuatro tiradores. En la esquina noroccidental.
Mkoll sonrió y sacudió la cabeza, como un padre que amonesta a su hijo.
—Por lo menos nueve. ¿No ha atendido a nada de lo que le enseñé, Gaunt?
Larkin, Derin y Caffran rieron. Todos ellos eran Tanith, genuinos Fantasmas, veteranos.
Lillo y Vamberfeld observaron con extrañeza esa aparente falta de respeto. Eran hombres de la Colmena Vervun, recién incorporados al regimiento de los Fantasmas. Los Tanith los llamaban «sangre fresca» en sus mejores momentos, y «mamarrachos» cuando lo que pensaban en el fondo era «carne de cañón», si tenían un día especialmente cruel.
Los nuevos reclutas de la Colmena Vervun llevaban los mismos uniformes negro mate de faena y la misma armadura que los Tanith, pero el color de su piel y su porte los diferenciaban claramente.
También se distinguían por sus rifles láser de reciente fabricación y culata de metal y por las insignias de plata especiales, en forma de hacha-rastrillo, que lucían en el cuello del uniforme.
—No se preocupen —dijo Gaunt al notar sus sonrisas inquietas—. Mkoll suele estirar el pie más de lo que da la manta. Ya lo pondré en su sitio cuando hayamos terminado.
Más detonaciones y más melladuras.
Larkin buscó un lugar desde donde echar un vistazo y apoyó con experimentada soltura su arma de francotirador, acabada en madera de nal, en una abertura del maltrecho blindaje. Era el mejor tirador del regimiento.
—¿Puede hacer blanco? —preguntó Gaunt.
—Puede apostar que sí —aseguró el hombre de pelo entrecano colocando su arma en la posición óptima con la suavidad propia de un amante.
—Entonces vuéleles la maldita cabeza, por favor.
—Eso está hecho.
—¿Cómo… cómo puede ver? —preguntó Lillo asomándose con expresión incrédula. Caffran tiró de él hacia abajo salvándolo de la muerte por los pelos, ya que en aquel instante impactaron varios disparos láser donde él había estado hacía un segundo.
—Tiene la mirada más aguda de todos los Fantasmas —sonrió Caffran.
Lillo le respondió con un gesto afirmativo, pero no le gustó el aire de superioridad del Tanith. Al fin y al cabo él era Marco Lillo, soldado de carrera, veintiún años en Vervun Primario, y aquí lo trataban como a un muchacho, de apenas veinte años, y todos lo mandaban.
Lillo se volvió y apuntó con su rifle láser.
—Quiero al rey, al gran rey, sea cual sea su nombre —dijo Gaunt en voz baja mientras pasaba distraídamente el dedo por una antigua cicatriz que tenía en la palma de la mano—. Quiero que lo bajen de ahí. No está bien que se pudra ahí arriba.
—De acuerdo —concedió Mkoll.
Lillo creyó que tenía un blanco y disparó una ráfaga cerrada hacia el otro extremo de la plaza. Las ventanas enrejadas del lateral del Universitariat explotaron hacia el interior, pero la fuerte brisa amortiguó el ruido de los impactos.
Gaunt echó mano del arma de Lillo y lo arrastró hacia abajo.
—No malgaste munición, Marco —dijo.
«¡Sabe mi nombre! ¡Sabe mi nombre!» Lillo estaba casi fuera de sí. Miró a Gaunt disfrutando plenamente de aquel reconocimiento. Ibram Gaunt era como un dios a sus ojos. Había llevado a la Colmena Vervun a la victoria diez meses atrás, librándola de una derrota segura. Como prueba de ello llevaba la espada.
Lillo contempló al coronel-comisario: su alta estatura y su fuerte constitución, el pelo rubio muy corto medio oculto por la gorra de comisario, los rasgos enjutos de su rostro vehemente que tan bien se correspondían con su nombre. Gaunt llevaba el uniforme negro de su cuerpo y encima la chaqueta de cuero de faena y la capa de camuflaje que caracterizaba a los Tanith. Tal vez no fuera un dios ya que al fin y al cabo era de carne y hueso, pensó Lillo… pero seguía siendo un héroe.
Larkin estaba disparando. Su rifle hacía un ruido chirriante.
La frecuencia de los disparos que les pasaban rozando la cabeza se redujo.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó Vamberfeld.
Mkoll lo cogió de la manga y señaló con la cabeza al edificio que tenían detrás.
Vamberfeld vio a un hombrón… un verdadero gigante… que se asomó desde el refugio y disparó un lanzamisiles.
El misil serpenteante, con su estela de humo, hizo impacto en una cornisa del extremo occidental de la plaza.
—¡Prueba otra vez, Bragg! —dijeron a coro riéndose Derin, Mkoll y Larkin.
Otro misil se elevó por encima de ellos y voló la esquina opuesta de la plaza. Las piedras fragmentadas se esparcieron por la zona.
Gaunt ya estaba de pie y corría, lo mismo que Mkoll, Caffran y Derin. Larkin seguía disparando sus certeros proyectiles desde su refugio.
Vamberfeld y Lillo salieron detrás de los Tanith.
Lillo vio que Derin se tambaleaba y caía al ser alcanzado por un disparo de láser.
Se detuvo y trató de ayudarlo. El soldado de Tanith tenía el pecho convertido en una masa sanguinolenta y sufría convulsiones. Lillo no podía llevarlo él solo. Mkoll apareció junto al apurado Lillo y entre los dos arrastraron a Derin, poniéndolo a cubierto tras el improvisado cadalso, entre la lluvia de disparos de láser que seguían rebotando en las losas del suelo.
Gaunt, Caffran y Vamberfeld consiguieron llegar a la otra esquina de la plaza.
Gaunt desapareció por el agujero que había abierto el misil de Bragg, esgrimiendo su zumbante espada de energía. Era el arma ceremonial de Heironymo Sondar, antiguo señor de la Colmena Vervun, y Gaunt la llevaba ahora como honrosa distinción por su valiente defensa de la Colmena.
La penetrante hoja de color azul eléctrico relumbraba al descargarse sobre las formas que había dentro de la cavidad.
Caffran se introdujo detrás de él disparando desde la altura de la cadera. Pocos Fantasmas lo superaban en el arte del asalto. Era rápido e implacable.
Le cubría las espaldas a Gaunt con su arma resplandeciente.
Niceg Vamberfeld había sido empleado comercial allá en Verghast antes del Acta de Consolación. Había pasado por una instrucción dura y eficaz, pero todo esto era nuevo para él. Siguió a los otros dos, sumergiéndose de repente en un lúgubre mundo de sombras y de llameantes armas de energía.
Disparó a quemarropa contra algo nada más atravesar la abertura. Otra sombra se abalanzó sobre él con una carcajada y Vamberfeld le clavó la bayoneta. Ya no podía ver al comisario-coronel ni al joven soldado Tanith. En realidad no conseguía ver una maldita cosa. El pánico empezó a apoderarse de él. Algo le disparó de cerca y un proyectil láser le pasó rozando el oído.
Volvió a disparar, cegado por la luz del láser y oyó el ruido de un cuerpo al desplomarse.
Algo lo cogió por detrás.
Hubo un impacto y una nube de polvo y sangre. Vamberfeld cayó torpemente con un cadáver encima. De cara contra la ardiente suciedad, Vamberfeld fue recuperando la vista y se encontró rodeado por una luz azulada.
Con la espada de energía humeante, Ibram Gaunt le tendió la mano y lo ayudó a levantarse.
—Buen trabajo, Vamberfeld. Hemos tomado la brecha —dijo.
Vamberfeld estaba mudo de asombro… y además cubierto de sangre.
—Mantenga la calma —le aconsejó Gaunt—. Esto va mejorando…
Estaban en un claustro o en una galería, o al menos eso le pareció al deslumbrado verghastista. Chorros de luz se introducían por las complejas celosías de piedra caliza, pero las secciones de las ventanas principales estaban protegidas con paneles de madera en forma de ornamentados mosaicos. El aire era seco e inerte y estaba cargado con los olores residuales de los disparos de láser, de fycelina y de sangre fresca.
Vamberfeld podía ver a Gaunt y a Caffran que se movían delante de él. Caffran iba examinando las paredes del claustro buscando posibles blancos mientras Gaunt revisaba a los enemigos muertos.
Los muertos. Los temidos infardi.
Después de conquistar Hagia, las fuerzas del Caos habían adoptado el nombre de infardi que significaba «peregrinos» en la lengua del lugar, y cambiaron también sus uniformes por otros de seda verde que imitaban las túnicas de seda verde del santuario. El nombre también era una burla ya que al elegir un nombre en la lengua local, el enemigo mancillaba la santidad del lugar. Durante seis mil años, éste había sido el santuario de Santa Sabbat, una de las más veneradas entre los santos imperiales y a la cual debían su nombre todo el sector y esta cruzada imperial. Al apoderarse de Hagia y proclamarse peregrinos, los elementos del Caos cometían el acto más execrable de cuantos podían cometerse. Era mejor no pensar en los ritos profanos que habrían celebrado aquí, en los lugares santos de Hagia.
Vamberfeld había aprendido todo lo relativo al Pater Pecado y su escoria del Caos en las reuniones informativas del regimiento celebradas en la nave de transporte, pero verlo era otra cosa. Miró el cadáver más próximo: un hombre corpulento, nudoso, vestido de seda verde. Sus vestiduras desgarradas dejaban ver una intrincada red de tatuajes: imágenes de Santa Sabbat en grotesca reunión con lascivos demonios, imágenes del infierno, runas del Caos que se superponían y profanaban los símbolos sagrados.
Sintió que se le iba la cabeza. A pesar de los meses de entrenamiento a que lo habían sometido después de unirse a los Fantasmas, todavía no estaba en forma; era un empleado de oficina que jugaba a ser soldado.
Su pánico se hizo más intenso.
De repente, Caffran había empezado a disparar otra vez rasgando la oscuridad con sus fogonazos. Vamberfeld no conseguía ver a Gaunt. Se echó cuerpo a tierra y preparó su rifle como le había enseñado el coronel Corbec durante la instrucción fundamental y preparatoria. Sus disparos empezaron a recorrer la columnata por delante de Caffran, apoyando las salvas del joven Tanith.
A lo lejos, un grupo de figuras verde reluciente atravesaron rápidamente el claustro disparando rifles láser y armas automáticas contra ellos. Vamberfeld también podía oír los cánticos.
Cayó en la cuenta de que cánticos no era la palabra precisa. Mientras se acercaban, las figuras murmuraban, musitaban frases largas y complejas que se superponían y entrelazaban. Sintió que un sudor frío le recorría por la espalda. Volvió a disparar. Éstos eran soldados infardi, la elite de Pater Pecado. Imploró la protección del Emperador porque estaba metido en esto hasta el cuello.
Gaunt puso rodilla en tierra a su lado, apuntó y disparó la pistola bolter que sujetaba con las dos manos. El trío de armas imperiales empezó a contrarrestar el avance infardi en aquel estrecho espacio.
Hubo un fogonazo y un bramido sordo, y a continuación, una luz se proyectó de lado sobre los infardi. Tras abrir otra brecha en el claustro, entraron más Fantasmas que empezaron a disparar al enemigo.
Gaunt se puso de pie. Ahora la lucha frente a él era esporádica. Conectó su intercomunicador.
Se produjo un chasquido de estática que Vamberfeld oyó en sus propios auriculares.
—Uno, aquí tres. Despejando el espacio. —Una pausa, ruido de disparos—. Confirmo que está despejado.
—Aquí uno, tres. Buen trabajo, Rawne. Despliéguense hacia el interior y aseguren el recinto del Universitariat.
—Tres, recibido.
Gaunt miró a Vamberfeld que seguía en el suelo.
—Ya puede levantarse —le dijo.
Mareado, con el corazón saliéndose del pecho, Vamberfelt estuvo a punto de desplomarse al salir al sol y al viento de la plaza. Pensó que iba a desmayarse o, peor aún, a vomitar. Se quedó con la espalda apoyada en la piedra caliente del claustro y respiró hondo, dándose cuenta de lo fría que estaba su piel.
Trató de encontrar algo en que fijar su atención. Por encima de la estupa y las cúpulas doradas del Universitariat, miles de banderas, penachos y banderolas flameaban movidas por el eterno viento de Hagia. Según le habían dicho, los fieles las ponían porque creían que inscribiendo sus pecados en ellas, el viento se los llevaría y quedarían absueltos. Eran tan numerosas…, de tantos colores, formas, diseños…
Vamberfeld apartó la mirada.
La plaza de la Sublime Tranquilidad estaba ahora llena de Fantasmas que avanzaban, cien o más, desplegándose por las losas rosadas, comprobando las puertas y las entradas al claustro. Un gran grupo se había reunido en tomo a la horca donde Mkoll estaba descolgando los cadáveres.
Vamberfeld se dejó resbalar por la pared hasta quedar sentado sobre las losas de piedra de la plaza. Empezó a temblar.
Todavía seguía temblando cuando lo encontraron los médicos.
Mkoll, Lillo y Larkin estaban descolgando el maltratado cadáver del rey cuando Gaunt se acercó. El coronel-comisario miró con consternación los restos torturados. Había reyes a montones en Hagia, un mundo feudal controlado por ciudades-estado en nombre del Dios-Emperador, donde cada ciudad tenía su rey. Pero el rey de Doctrinópolis, la primera ciudad de Hagia, era el más eminente, lo más parecido que tenía Hagia a un señor planetario, y ver al funcionario de más rango del Imperio tan gravemente desfigurado ofendía el corazón de Gaunt.
—Infareem Infardus —musitó Gaunt al recordar por fin el nombre del rey que figuraba en sus placas de información. Se quitó la gorra e hizo una reverencia—. Que el Dios-Emperador le conceda descanso eterno.
—¿Qué hacemos con ellos, señor? —preguntó Mkoll indicando con un gesto los maltrechos cadáveres.
—Lo que indiquen las costumbres locales —respondió Gaunt mirando en derredor.
—¡Soldado! ¡Venga aquí!
El soldado Brin Milo, el más joven de los Fantasmas, fue corriendo al oír la llamada de su comandante. Milo había sido el único civil salvado de morir en Tanith, salvado por el propio Gaunt. Había servido como asistente de Gaunt hasta que tuvo edad para ser soldado. Todos los Fantasmas respetaban su estrecha relación con el coronel-comisario, por eso, aunque era un soldado raso, Milo gozaba de una consideración especial.
Personalmente, Milo odiaba que los demás lo consideraran como su mascota.
—¿Señor?
—Quiero que encuentres a algún responsable local, un sacerdote, si puede ser, y que averigües qué tratamiento quiere que se les dé a estos cadáveres. Quiero que se haga según las costumbres locales, Brin.
Milo asintió y saludó.
—Me ocuparé de ello, señor.
Gaunt se dio la vuelta. Más allá del majestuoso Universitariat y los tejados abigarrados de Doctrinópolis, se elevaba la Ciudadela, un enorme palacio de mármol blanco que coronaba una alta meseta de roca. Pater Pecado, la inteligencia demoníaca que regía los destinos del ejército de herejes en este mundo, estaba por allí. La Ciudadela era el principal objetivo, pero llegar a ella podría resultar una labor lenta y sangrienta para las fuerzas imperiales que iban avanzando por Doctrinópolis calle a calle.
Gaunt llamó a su oficial de radio, Raglon, y le ordenó que estableciese contactos con el segundo y el tercer frente. Raglon acababa de establecer contacto con el coronel Farris, comandante de los Centenarios Brevianos, que estaba en el punto de ataque del tercer frente, abriéndose camino a través del norte de la ciudad, cuando oyeron nuevos disparos provenientes del Universitariat. La unidad de Rawne combatía otra vez con el enemigo.
Cuatro kilómetros al este, en las estrechas calles del barrio conocido como la Ciudad Vieja, el segundo frente de los Tanith estaba absolutamente rodeado. La Ciudad Vieja era una madriguera de laberínticas callejuelas que se abrían camino entre edificios altos, vacilantes, que servían de enlace entre pequeños centros comerciales y grandes mercados. Un gran número de infardi, expulsados de las defensas sobre el río sagrado por el impulso inicial de las fuerzas armadas imperiales, habían venido a parar aquí.
Ganar terreno era una ardua tarea, casa por casa, edificio por edificio, calle por calle, pero los Fantasmas de Tanith, maestros en el arte del sigilo, dominaban la lucha callejera.
El coronel Colm Corbec, segundo oficial al mando de los Fantasmas, era un hombrón desgreñado, enorme y ocurrente, al que sus hombres adoraban. Su buen humor, y la pasión que ponía en todo, los impulsaba a seguir adelante; su fortaleza y autoridad los inspiraban. Ejercía el mando por puro carisma, incluso tal vez más que el propio Gaunt, e indudablemente más que el mayor Rawne, tercer oficial del regimiento, famoso por su implacable y cínica eficiencia.
Ahora mismo, el carismático liderazgo de Corbec no le servía de mucho. Acorralado por el fuego sostenido de las armas láser en un abrevadero que había a la vuelta de la esquina de la calle, no hacía más que blasfemar. El sistema intercomunicador de que estaban provistos los hombres de la Guardia estaba bloqueado y el sonido llegaba distorsionado por los altos edificios circundantes.
—¡Dos! ¡Aquí, dos! ¡Respondan, cualquier unidad! —rugía Corbec manipulando su audífono cubierto de goma—. ¡Adelante! ¡Adelante!
Una ráfaga de láser sacudió el abrevadero haciendo saltar por los aires esquirlas de piedra caliza. Corbec volvió a ponerse a cubierto.
—¡Dos! ¡Aquí, dos! ¡Vamos!
Corbec tenía la cabeza pegada a la base del abrevadero. Le llegaba el olor a piedra húmeda y podía ver nítidamente, a escasos centímetros de sus ojos, unas diminutas arañas colgando de sus telas transparentes en forma de cono, pegadas a los bajorrelieves de las paredes.
Sentía que la piedra caliente se estremecía contra su mejilla cuando los disparos láser impactaban al otro lado.
Su microteléfono farfulló algo, pero la transmisión quedó ahogada por el ruido de un cazo metálico y dos jarras de barro que cayeron del borde del abrevadero.
—¡Repitan! ¡Repitan otra vez!
—Jefe, nosotros…
—¡Otra vez! ¡Aquí dos! ¡Repitan!
—… hacia el oeste, nosotros…
Corbec lanzó una pintoresca blasfemia y se arrancó el auricular. Se arriesgó a asomarse por el borde del abrevadero y retrocedió de inmediato. Una descarga de láser le pasó rozando y explotó contra la pared que tenía a sus espaldas. De no haberse movido, le habría arrancado la cabeza.
Se arrastró hacia atrás con la espalda pegada al abrevadero y comprobó la carga de su láser. En la recámara curva de su arma con empuñadura de madera apenas quedaba un tercio de la carga, de modo que la desechó y colocó una nueva. El bolsillo derecho de su armadura pectoral estaba lleno de cargadores a medio usar. Siempre los cambiaba por uno de carga completa cuando tenía ocasión. Los de media carga los conservaba para resistir en la trinchera. Más de un soldado había muerto por agotársele el cargador en medio de un fuego cruzado cuando no había tiempo para recargar.
Se oyó una fuerte detonación enfrente. Corbec se dio la vuelta al notar un cambio en el estruendo de los disparos. El sonido seco de las armas infardi llegaba ahora mezclado con el ruido más penetrante y agudo de los rifles imperiales.
Sacó la cabeza por encima de su parapeto, y al ver que no se la habían arrancado, se puso de pie y corrió por el estrecho callejón.
Por delante de él se combatía. Saltó por encima del cuerpo de un infardi atravesado en una puerta. La calle era estrecha y sinuosa y estaba bordeada a uno y otro lado por altos edificios. Avanzó rápidamente entre las sombras y los parches de luz.
Salió justo detrás de tres Fantasmas que disparaban desde su refugio al otro lado de un mercado. Uno de ellos era un hombre corpulento al que reconoció de inmediato aunque estaba de espaldas.
—¡Kolea!
El sargento Gol Kolea era un ex minero que había luchado en la Colmena Vervun en una de las compañías improvisadas en que se había organizado la resistencia. Ni uno solo, ni el más curtido en el combate de los Tanith, sentía nada que no fuera respeto por este hombre y por su abnegada determinación. Los verghastitas prácticamente le rendían culto. Era un gigante de expresión cansada y tranquila, casi tan corpulento como el propio Corbec.
El coronel se puso a cubierto a su lado.
—¿Qué hay de nuevo, sargento? —preguntó Corbec con una mueca, superando con su voz el ruido de las armas.
—Nada —respondió Kolea. Corbec sentía por él una enorme simpatía, pero tenía que admitir que el ex minero no tenía sentido del humor. En los meses transcurridos desde que los nuevos reclutas se habían unido a los Fantasmas, Corbec no había conseguido mantener con Kolea una conversación intrascendente ni una charla personal, y estaba casi seguro de que a los demás les pasaba lo mismo. Claro que en la batalla de la Colmena Vervun había perdido a su mujer y a sus hijos, de modo que no le debían quedar muchas ganas de reírse ni de hablar.
Kolea señaló los cajones de mercancía medio podrida que les servían de parapeto.
—Estamos acorralados aquí. Tienen tomados los edificios del otro lado del mercado y de la parte oeste de la calle.
Como para confirmar sus palabras, una ráfaga de disparos láser barrió de lado a lado su posición.
—Maldita sea —musitó Corbec—. Ese lugar está plagado de ellos.
—Creo que es el edificio del gremio de mercaderes. Están en el cuarto piso y son muchos.
—O sea que no podemos avanzar —observó Corbec atusándose el bigote—. ¿Y por los lados?
—Yo ya lo intenté —intervino el cabo Meryn, otro de los Fantasmas allí parapetados—. Me arrastré hacia la izquierda para buscar un callejón.
—¿Resultado?
—Casi me vuelan el culo.
—Gracias por intentarlo —dijo Corbec con un gesto de aprobación.
Con una risita, Meryn volvió a dedicarse a disparar.
Corbec avanzó a gatas por el refugio pasando por donde estaba el tercer Fantasma, Wheln, y se parapetó bajo una carretilla metálica de las que usaban los trabajadores del mercado. Echó una mirada rápida a un lado y al otro. Donde él se encontraba, Kolea, Meryn y Wheln tenían cubierto el extremo del callejón, y otros tres escuadrones de Fantasmas se habían apostado en los pisos bajos de los locales de ambos lados desde donde disparaban. A través de una ventana destrozada, vio al sargento Bray y a otros varios.
En el lado opuesto, una avanzadilla de soldados infardi se había adueñado de toda la manzana. Corbec estudió la zona a conciencia para hacerse cargo de todos los detalles. Siempre había sostenido que las guerras se ganan antes con cerebros que con bombas. Claro que también creía que, llegada la ocasión, no estaba de más dejarse la piel luchando.
«Eres un hombre complejo», le había dicho una vez el sargento Varl. Por supuesto, habían estado de juerga y los dos se habían puesto ciegos de sacra. El recuerdo hizo sonreír a Colm Corbec.
Agachando la cabeza, Corbec llegó en una carrera hasta el edificio vecino, la tienda de un alfarero. Había fragmentos de porcelana y de cerámica por todo el suelo, tanto dentro como fuera. Hizo una pausa cerca del agujero abierto por una granada en la pared lateral.
—¡Eh, los de dentro! ¡Soy Corbec! —gritó—. ¡Voy a entrar, no me cosáis a tiros!
Se deslizó al interior.
En la vieja tienda estaban parapetados soldados como Rilke, Yael y Leyr que disparaban a través de las persianas bajadas de las ventanas. A Corbec le dio la impresión de que las celosías tenían un millón de agujeros y que por cada uno de ellos entraba un rayo de luz cargado del humo que poblaba el denso aire del local.
—¿Os lo pasáis bien, muchachos? —preguntó Corbec. Hubo varios comentarios en voz baja sobre las lascivas inclinaciones de su madre y de algunas otras mujeres de su familia.
—Me alegra ver que mantenéis el buen humor —replicó mientras pisoteaba los trozos de vasijas que cubrían el suelo.
—Por Feth, jefe, ¿qué demonios está haciendo? —preguntó Yael, un joven de apenas veintidós años con la inclinación a la rebeldía propia de su edad. A Corbec le gustaba mucho esa forma de ser.
—Usando la cabeza, hijo —sonrió Corbec mientras señalaba su enorme bota de campaña y volvía a aporrear el suelo con ella.
Corbec limpió una parte del suelo de los restos de cerámica y abrió una trampilla tirando de una argolla de metal.
—Un sótano —anunció entre las sordas exclamaciones de los otros tres.
Dejó caer la trampilla de golpe y se acercó a gatas a la ventana.
—Pensad un poco, mis valientes garañones Tanith. Echad un vistazo ahí fuera.
Obedeciéndole, echaron una mirada a través de las destrozadas lamas de la persiana.
—El mercado está elevado… como en una plataforma. ¿Veis allí, junto a aquella pila de contenedores? Tiene que haber una trampilla. Os apuesto lo que queráis a que hay un laberinto de sótanos destinados a almacén debajo de todo el mercado… y probablemente también debajo del ayuntamiento.
—Y yo a que hará que nos maten a todos antes de mediodía —gruñó Leyr, un veterano de treinta y cinco años, mal encarado, de la milicia de Tanith Magna.
—¿Acaso he hecho que os maten alguna vez? —preguntó Corbec.
—Ésa no es la cuestión…
—Entonces cierra la boca y escucha. Vamos a estar aquí hasta el día del juicio final si no conseguimos salir de este punto muerto. Hagamos las cosas bien. Pensemos que esta cloaca de ciudad fue construida hace miles de años y está llena de pasadizos subterráneos y catacumbas.
Conectó su intercomunicador y ajustó el brazo flexible del micrófono para acercarlo a sus labios.
—Aquí dos. ¿Me oye, seis?
—Seis a dos. Sí, señor.
—Bray, mantenga a sus hombres donde están y abra fuego contra la fachada del ayuntamiento en… digamos… diez minutos. ¿Podrá hacerlo?
—Seis, recibido. Lluvia de fuego en diez.
—Bien por usted. Dos a nueve.
—Aquí nueve, dos. —Corbec oyó la voz tensa de Kolea por el canal.
—Sargento, estoy en la tienda de un alfarero enfrente de usted. Deje a Meryn y Wheln donde están y reúnase conmigo.
—Entendido.
Unos segundos después, Kolea se introducía por el agujero abierto por la granada. Encontró a Corbec iluminando con su linterna la trampilla abierta del sótano.
—Usted sabe de túneles ¿no es cierto?
—De minas. Fui minero.
—Es lo mismo, todo está bajo tierra. Prepárese, vamos a bajar. —Se volvió hacia Leyr, Rilke y Yael—. ¿Quién tiene sed de aventuras y una bolsa llena de cargas explosivas?
La respuesta fue otro gruñido.
—Tú te salvas, Rilke. Quiero que tengas vigiladas esas ventanas. —Rilke era un francotirador de primera, sólo superado por el campeón del regimiento, Larkin. Iba armado con un láser de aguja de precisión—. Dales todas las cargas explosivas que tengas a estos valientes voluntarios.
Leyr y Yael se acercaron a la trampilla. Cada uno de ellos, lo mismo que Corbec y Kolea, llevaban veinte kilos de armadura corporal de un compuesto negro mate encima de sus uniformes de faena y debajo de sus capas de camuflaje. La mayor parte de ese peso correspondía a los bolsillos modulares de malla repletos de munición, linternas, cuchillos con sus respectivas vainas, intercomunicadores a prueba de agua, rollos de cuerda, esparadrapo quirúrgico, aglutinante ferroplástico, textos imperiales sobre fundaciones, cuñas para abrir puertas, bengalas y todo el equipamiento estándar de la Guardia Imperial.
—Vamos a andar muy justos —musitó Leyr con amargura mirando el agujero que mostraba la linterna de Kolea.
—Dejad todo lo que pueda estorbar —dijo Kolea mientras se despojaba de su capa de camuflaje. Leyr y Yael obedecieron, al igual que el propio Corbec. Las capas quedaron en el suelo junto con otros objetos variados. Las cuatro copias del Manual de Perfeccionamiento de la Infantería Imperial cayeron al mismo tiempo sobre las capas.
Los hombres miraron a Corbec un poco avergonzados.
—Bah, está todo aquí —dijo Corbec golpeándose la sien con el dedo.
El sargento Kolea hundió una lanza en el suelo y anudó a ella el extremo de su cuerda de escalar para luego dejar caer el rollo por el agujero.
—¿Quién va delante? —preguntó.
Corbec hubiera preferido cederle la delantera a Kolea, pero ésta era su apuesta y quería que los demás lo vieran confiado.
Cogió la cuerda, se colgó el rifle del hombro y se dejó caer por el agujero.
Kolea bajó tras él, seguido de Leyr y de Yael en retaguardia. El pozo tenía unos ocho metros de profundidad. El esfuerzo hizo que Corbec empezara a sudar casi de inmediato. Aunque había dejado gran parte de su equipo, el volumen mismo de su malla y su armadura limitaba sus movimientos y desplazaba su centro de gravedad.
Hizo pie en medio de la oscuridad y encendió su linterna. El aire era denso y fétido. Se encontró en un sótano de unos cuatro metros de ancho cuyas paredes rezumaban un líquido rancio que olía a podrido. Sus botas chapotearon en el desecho semisólido y el fango.
—¡Por Feth! —exclamó Leyr al tocar el suelo.
Un sinuoso pasadizo abovedado conducía hacia el almacén subterráneo. Tenía menos de un metro de altura y apenas medio metro de ancho. A pesar de haber reducido tanto su equipo y sus armas, tenían que avanzar de lado y en fila india. El cieno del suelo parecía tirar de sus botas hacia abajo.
Corbec sujetó su linterna al soporte de la bayoneta, por debajo del cañón de su rifle láser. Trató de nivelar el arma lo mejor que pudo, se agachó y encabezó la marcha adentrándose en aquella oscuridad espesa.
—Puede que no haya sido la mejor idea de la galaxia meternos nosotros dos en esto —le llegó desde atrás el comentario de Kolea.
Era lo más parecido a una broma que Corbec había oído jamás de labios de Kolea. Después de «Prueba otra Vez» Bragg, ellos dos eran los hombres más corpulentos de los Primeros de Tanith. Ni Leyr ni Yael medían más de dos metros.
Corbec sonrió.
—¿Cómo se las arreglaba en las minas?
Kolea se deslizó y adelantó a Corbec con dificultad.
—Avanzábamos a gatas cuando las vetas descendían. Pero hay otras maneras. Observe.
Corbec iluminó a Kolea con su linterna para poder verlo y que lo vieran también los dos Tanith que venían detrás. Kolea se inclinó hacia atrás contra la pared del pasadizo hasta quedar casi sentado. Entonces empezó a avanzar por el cieno con la espalda bien pegada a la pared, de modo que la parte superior de su cuerpo permaneciera erguida, mientras mantenía los pies contra la base de la pared opuesta para no resbalar.
—Muy ingenioso —dijo Corbec con admiración.
Partió tras él, seguido de Leyr y Yael. Los cuatro se deslizaban por el pasadizo.
Por encima de sus cabezas, a través de la gruesa piedra, oyeron el fuego sostenido. Los diez minutos habían pasado y Bray había iniciado su lluvia de fuego.
Ellos iban rezagados, demasiado lentos.
El conducto se abrió en abanico y luego se ensanchó formando una amplia cavidad. Ahora el cieno les llegaba a las rodillas. Sus linternas les dejaron ver bajorrelieves de antiguos santos en las paredes.
Al menos ahora el techo era más alto.
Se enderezaron y avanzaron por el líquido cenagoso. Por los cálculos de Corbec, debían de estar justo en el centro de los almacenes del mercado.
Otro pasadizo conducía hacia lo que él supuso sería el ayuntamiento. Ahora Corbec iba a la cabeza, a paso ligero, con la espalda pegada a la pared como les había enseñado Kólea.
Llegaron a un pozo que conducía hacia arriba.
Al iluminarlo, vieron que las paredes eran de ladrillo liso, pero el pozo era estrecho, apenas de un metro cuadrado.
Era posible subir por él confiando sólo en la fuerza de sus piernas, con la espalda apoyada contra una pared y los pies afirmados contra la otra. Otra vez Corbec llevaba la delantera.
Quejándose y sudando, subió por el conducto hasta que su cara estuvo a escasos centímetros de una trampilla de madera.
Miró hacia Kolea, Yael y Leyr que subían tras él.
—Allá vamos —dijo.
Empujó la trampilla para abrirla. Al principio no cedió, pero luego se abrió de golpe dejando entrar la luz. Corbec esperó a ver si alguien disparaba, pero no fue así. Subió lo que quedaba del pozo con gran esfuerzo y se asomó a un espacio abierto.
Estaban en los sótanos del ayuntamiento. La estancia parecía vacía salvo por los cadáveres cubiertos de moscas que yacían sobre el suelo entarimado.
Impulsándose, Corbec salió del pozo seguido por los demás.
Con las piernas húmedas y malolientes por el cieno del pasadizo, avanzaron con las armas preparadas y las linternas apagadas.
Arriba se oía el crepitar de los disparos.
Yael examinó los cadáveres.
—Escoria infardi —le dijo al coronel—. Los dejaron morir.
—Mandémosles a sus camaradas para que los acompañen —sonrió Corbec.
Los cuatro se dirigieron agrupados, esgrimiendo sus armas, a las escaleras de ladrillos que había en una esquina del sótano. Una maltrecha puerta de madera se interponía entre ellos y el primer piso.
Con el pie apoyado en la puerta, Corbec se volvió a mirar a los tres Fantasmas situados tras él.
—¿Qué me decís? ¿Es buen día para ser héroes?
Todos asintieron. Corbec abrió la puerta de un puntapié.