En una pista de patinar de un azul grisáceo (en la que en verano jugaban al tenis), cubierta por una ligera capa de nieve, los habitantes de la ciudad se divertían con prudencia; justamente cuando los Luzhin la rodearon durante su paseo matinal, el más audaz de los patinadores, un muchacho vestido con un jersey de vivos colores, se lanzó a la pista con paso de baile y acabó sentado en el hielo. Un poco más allá, en un pequeño jardín público, un niño de tres años, vestido de rojo, avanzó con pasos inseguros sobre sus piernas cubiertas de lana hasta una piedra del borde del sendero; con su manopla cogió un poco de nieve de un apetitoso montón y se la llevó a la boca, por lo que inmediatamente fue agarrado por detrás y reprendido.
—¡Oh, pobrecito! —dijo la señora Luzhin mirando hacia atrás.
Un autobús recorría el blanqueado asfalto y dejaba a su paso dos surcos anchos y negros. Desde una tienda de máquinas tragaperras les llegó el sonido de una cancioncilla, hasta que alguien cerró la puerta para que la música no se resfriara. Un dachshund cubierto por una pequeña manta azul de cuadros se detuvo un momento, con las orejas gachas, y olfateó la nieve; la señora Luzhin lo acarició al pasar junto a él. Algo ligero, cortante y blanquecino les azotaba sin cesar la cara, y cuando miraban hacia el cielo encapotado puntos brillantes danzaban ante sus ojos. La señora Luzhin resbaló y miró con reproche sus grises botas de nieve. Cerca de la tienda de comida rusa se encontraron con el matrimonio Alfiorov.
—Una verdadera ola de frío —exclamó Alfiorov mientras se sacudía la barba amarillenta.
—No me bese la mano, el guante está sucio —dijo la señora Luzhin, y mirando el rostro encantador y siempre animado de la señora Alfiorov, preguntó por qué no los visitaban.
—Se está engordando, señor Luzhin —gruñó Alfiorov al tiempo que señalaba con ademán burlón su estómago, exagerado por el abrigo forrado de guata. Luzhin dirigió a su mujer una mirada implorante.
—Recuerden que siempre serán bien recibidos —dijo ella, moviendo afirmativamente la cabeza.
—Espera, Mashenka, ¿tienes su número de teléfono? —preguntó Alfiorov—. ¿Lo sabes? Muy bien, hasta luego. Mis más respetuosos saludos a su madre.
—Hay en él algo de mezquino y otro tanto de patético —dijo la señora Luzhin, tomando del brazo a su marido y cambiando el paso para adaptarse al suyo—. Mashenka, en cambio, es encantadora, y qué ojos… No camine tan de prisa, querido Luzhin, el suelo está muy resbaladizo. —La nieve ligera dejó de caer, un trozo de cielo brilló pálidamente y en él flotó el disco del sol, plano y exangüe—. Escuche, esta vez doblaremos hacia la derecha —sugirió—. Me parece que nunca hemos hecho ese camino.
—Mire, naranjas —dijo Luzhin con deleite y recordó que su padre había afirmado que cuando se pronuncia limon (limón) en ruso, involuntariamente se alarga la cara, pero en cambio cuando se dice apelsín (naranja) se esboza una gran sonrisa. La vendedora abrió con habilidad la boca de la bolsa de papel e introdujo en ella los fríos globos. Luzhin comenzó a pelar una naranja mientras caminaba, frunciendo anticipadamente el ceño para que el zumo no le saltara a los ojos. Se guardó la piel en el bolsillo, porque habría destacado demasiado sobre la nieve, y tal vez porque con ella se podría hacer mermelada.
—¿Está buena? —le preguntó su mujer. Luzhin se relamió los labios después de comer el último gajo, y estaba a punto de tomar de nuevo el brazo de su mujer, cuando de pronto se detuvo y miró a su alrededor. Después de quedarse un momento meditabundo, volvió hasta la esquina y miró el nombre de la calle. Luego alcanzó rápidamente a su mujer y le señaló con el bastón la casa más próxima, una casa vulgar, de piedra gris, separada de la calle por un pequeño jardín con verja de hierro.
—Mi padre vivía aquí —exclamó Luzhin— en el treinta y cinco A.
—Treinta y cinco A —repitió su mujer, sin saber qué decir, y mirando hacia las ventanas. Luzhin siguió caminando, quitando nieve de la verja con su bastón. Poco después se quedó inmóvil ante una tienda de objetos de escritorio donde un hombre de cera con dos caras, una alegre y la otra triste, abría su chaqueta alternativamente a la derecha y a la izquierda. La pluma estilográfica sujeta al bolsillo izquierdo de su chaleco blanco había manchado la blancura con tinta, mientras que en el derecho estaba la pluma que nunca goteaba. A Luzhin le gustó tanto el hombre de las dos caras que hasta llegó a pensar en comprarlo—. Escuche, Luzhin —le dijo su mujer cuando él ya se había saciado de contemplar el aparador—. Hay algo que le he querido preguntar desde hace tiempo. ¿No ha quedado nada de las cosas de su padre después de su muerte? ¿Dónde están?
Luzhin se encogió de hombros.
—Hubo un hombre llamado Jrushenko —murmuró él después de un rato de silencio.
—No entiendo —dijo su mujer con tono interrogante.
—Me escribió a París —dijo Luzhin de mala gana— sobre la muerte y los funerales y todo lo demás; me dijo que él cuidaría las cosas que dejara mi difunto padre después de su muerte.
—Oh, Luzhin, ¡qué manera la suya de tratar el lenguaje! —Reflexionó un momento y añadió—: No es que a mí me importe, pero me imagino que podría ser agradable para usted tener esas cosas, por haber pertenecido a su padre. —Luzhin permaneció en silencio. Ella se imaginó esas cosas no reclamadas, tal vez la pluma con que el anciano Luzhin escribía sus libros, documentos, fotografías, y se entristeció y le reprochó mentalmente al marido su indiferencia—. Pero hay algo que debemos hacer sin falta —dijo con decisión—. Tenemos que ir al cementerio a ver su tumba, por si está descuidada.
—Frío y lejos —murmuró Luzhin.
—Lo haremos dentro de uno o dos días —decidió ella—. El tiempo está por cambiar. Cuidado, por favor, que viene un coche.
El tiempo empeoró, y Luzhin, recordando aquel deprimente pedazo de tierra estéril y el viento del cementerio, pidió que se pospusiera la visita hasta la semana siguiente. El frío era extraordinario. Cerraron la pista de hielo, que parecía tener siempre mala suerte: el invierno anterior había habido deshielo tras deshielo y se había convertido en un estanque más que en una pista, y ahora era tal el frío que ni siquiera los estudiantes querían patinar. En los parques yacían los pajaritos con el pecho abultado y las patas al aire. El impotente mercurio, bajo la influencia del medio, bajaba cada vez más. Hasta los osos polares del zoológico encontraban que la dirección se había excedido.
El piso de los Luzhin resultó ser uno de esos afortunados pisos con una heroica calefacción central, donde uno no tenía que vivir envuelto en abrigos y mantas. Los padres de su mujer, enloquecidos por el frío, eran huéspedes casi permanentes de la calefacción central. Luzhin, llevando la vieja chaqueta que había salvado de la destrucción, se sentaba ante su escritorio y dibujaba constantemente un cubo blanco que tenía frente a él. Su suegro caminaba por el estudio contando largas anécdotas, perfectamente decentes, o se sentaba en el sofá con un periódico en las manos, respirando profundamente de tiempo en tiempo, y luego aclarándose la garganta. Su suegra y su esposa se sentaban ante la mesa del té, y desde el estudio, a través del oscuro salón, uno podía ver la iluminada pantalla amarilla del comedor, y el perfil iluminado de su mujer contra el fondo marrón del aparador y sus brazos desnudos que, con los codos apoyados sobre la mesa, inclinaba sobre un hombro, con los dedos entrelazados, o bien, de pronto, estiraba suavemente un brazo y tocaba algún objeto brillante que había sobre la mesa. Luzhin ponía el cubo a un lado, cogía una hoja de papel nueva, preparaba una diminuta caja con pastillas de acuarela y se apresuraba a pintar esa vista, pero mientras trazaba laboriosamente las líneas de la perspectiva con ayuda de una regla, algo cambiaba en el otro extremo, su mujer desaparecía del brillante rectángulo del comedor, o la luz se apagaba, y se encendía más cerca, en el salón, con lo cual ya no existía ninguna perspectiva. En general casi no empleaba los colores, y de hecho prefería dibujar a lápiz. La humedad de las acuarelas hacía que el papel se curvara desagradablemente y los colores húmedos se fundían unos en otros. En ocasiones era imposible deshacerse de un azul de Prusia extraordinariamente tenaz, pues si se llegaba a tocar con él la punta del pincel empezaba a extenderse por todo el interior esmaltado de la caja, devorando el tono que había preparado ya y convirtiendo el agua del vaso en un azul ponzoñoso. Tenía gruesos tubos de tinta china y de cerusa, pero los tapones invariablemente se perdían, los cuellos se secaban, y cuando apretaba demasiado el tubo, reventaba por la parte inferior y de allí salía, arrastrándose y retorciéndose, un grueso gusano de sustancia pegajosa. Sus intentos eran infructuosos y aún las cosas más sencillas, un vaso con flores o un crepúsculo copiado de un prospecto de viajes por la Riviera, le sallan manchadas, enfermizas, horribles. Pero dibujar era agradable. Dibujó a su suegra, y ella se ofendió; dibujó a su mujer de perfil, y ella dijo que si tenía ese aspecto no existía razón alguna para casarse con ella; en cambio, el cuello alto y almidonado de su suegro quedó muy bien. Luzhin obtenía un gran placer de la operación de afilar lápices así como la de medir todo lo que tenía por delante: guiñaba un ojo, y levantaba el lápiz con el pulgar apretado contra él; movía la goma de borrar por el papel con el mayor cuidado, apretando la hoja con la palma de la mano, pues por propia experiencia sabía que de otro modo se oiría un crujido y el papel se arrugaría. Soplaba las partículas de goma, también con gran delicadeza, pues temía ensuciar el dibujo si lo tocaba con la mano. Lo que más le gustaba era lo que su mujer le había aconsejado hacer al principio y a lo que constantemente volvía, cubos blancos, pirámides, cilindros, y un fragmento del adorno del techo que le recordaba las lecciones de dibujo de la escuela, la única materia que le resultaba aceptable. Se serenaba con las líneas delgadas que dibujaba y volvía a dibujar una y cien veces, hasta lograr un máximo de finura, exactitud y pureza. Y era extraordinariamente agradable sombrear, suave y regularmente, sin oprimir demasiado, con movimiento regular.
—Terminado —dijo, apartando la hoja de papel, y mirando el cubo a través de las pestañas.
Su suegro se puso los quevedos y contempló el dibujo largo rato, asintiendo con la cabeza. Su suegra y su mujer llegaron del salón y lo miraron a su vez.
—Hasta llega a proyectar una pequeña sombra —dijo su mujer—. Es un cubo muy, muy hermoso.
—Muy bien hecho; es usted un verdadero cubista —observó su suegra.
Luzhin sonrió con un lado de la boca, cogió el dibujo y examinó las paredes de su estudio. Al lado de la puerta pendía una de sus producciones: un tren en el momento de cruzar un puente sobre el abismo. También había algo en el salón: un cráneo sobre una guía de teléfonos. En el comedor colgaban unas naranjas extremadamente redondas, que por alguna razón todo el mundo confundía con tomates. Y el dormitorio estaba adornado con un bajorrelieve hecho al carboncillo, una conversación confidencial entre un cono y una pirámide. Salió del estudio; su vista vagaba por las paredes, y su mujer dijo con un suspiro:
—Me pregunto dónde lo colgará el querido Luzhin.
—Aún no te has dignado informarme —comenzó su madre, señalando una serie de vistosos prospectos de viaje, colocados sobre el escritorio.
—Ni yo misma lo sé —dijo la señora Luzhin—. Es muy difícil decidirse: todo es muy hermoso. Me parece que primero iremos a Niza.
—Yo os aconsejaría los lagos italianos —sugirió el padre, quien quitándose los quevedos, dobló el periódico y empezó a hablar sobre la belleza de los lagos italianos.
—Me temo que él ya está un poco cansado de oír hablar sobre este viaje —dijo la señora Luzhin—. Un buen día nos subiremos al tren y partiremos.
—No antes de abril —imploró su madre—. Me lo has prometido, lo sabes…
Luzhin volvió al estudio.
—Tenía una caja de chinchetas en alguna parte —dijo, mirando al escritorio y palmeándose los bolsillos (y al hacerlo, tuvo la sensación, por tercera o cuarta vez, de que había algo en el bolsillo izquierdo, pero no la caja que buscaba, y no disponía de tiempo para investigar). Encontró las chinchetas en el escritorio; las cogió y salió deprisa.
—Oh, casi olvide decírtelo. Imagínate, ayer por la mañana… —Y le empezó a contar a su hija que el día anterior había recibido una llamada telefónica de una mujer que había llegado inesperadamente de Rusia. Esta mujer la visitaba a menudo cuando ambas eran jóvenes, en San Petersburgo. Resultó que hacía algunos años se había casado con un funcionario o un agente comercial soviético, había sido imposible entenderlo con exactitud, y de camino hacia un balneario al que se dirigía el marido para recuperar fuerzas, se habían detenido en Berlín, donde pasaría una o dos semanas—. Me hace sentir algo incómoda, ya sabes, que un ciudadano soviético llegue a visitarnos, pero ella ha insistido tanto… Me asombra que no le haya dado miedo telefonearme… Si los soviets se enteraran de que me ha llamado…
—Ay, mamá, lo más probable es que sea una mujer muy desgraciada, ha recuperado temporalmente la libertad y siente necesidad de ver a alguien.
—Muy bien, te la pasaré a ti —dijo la madre con evidente alivio—, sobre todo porque tu casa es más caliente.
Y algunos días después, al mediodía, apareció la dama. Luzhin estaba aún dormitando, pues habla dormido muy mal la noche anterior. Se había despertado dos veces con gritos sofocados, perseguido por una pesadilla, y por lo mismo la señora Luzhin no se hallaba de humor para recibir visitas. La dama resultó ser una mujer esbelta, animada, de modales elegantes y de pelo corto, e iba vestida, igual que la señora Luzhin, con cara sencillez. En voz muy alta, interrumpiéndose y asegurándose la una a la otra que ninguna de las dos había cambiado nada, excepto, tal vez, para mejorar de aspecto, pasaron al estudio, que era más íntimo que el salón. La recién llegada se decía que diez o doce años atrás la señora Luzhin era una jovencita bastante agraciada y alegre, y que ahora estaba más llena, más pálida y más tranquila, mientras que la señora Luzhin pensaba que la chica modesta y silenciosa que solía visitarles y que estaba enamorada de un estudiante, más tarde fusilado por los rojos, se había convertido en una mujer muy interesante y segura de sí misma.
—De modo que este es su Berlín… —dijo—. No, gracias, casi me he muerto de frío. En casa, en Leningrado, la calefacción es mejor, bastante mejor.
—¿Cómo está San Petersburgo? Debe de haber cambiado mucho —preguntó la señora Luzhin.
—Por supuesto que ha cambiado —repuso con desenvoltura la recién llegada.
—La vida debe ser tremendamente difícil —dijo la señora Luzhin meneando pensativamente la cabeza.
—¡Oh, qué tonterías! Nada de eso. Se trabaja mucho en nuestro país; se construye. Hasta mi chico. Cómo, ¿no sabía que tenía un hijo? Sí, tengo uno, un chico muy guapo, bueno, hasta él dice que en casa, en Leningrado, «sí trabajan, mientras que en Berlín los burgueses no hacen nada». En general, encuentra Berlín mucho peor que nuestra ciudad y no quiere salir a ver nada. Es tan observador, ¿sabe usted?, y tan sensible. Pero si hablamos seriamente, el niño tiene razón. También yo siento que hemos dejado atrás a Europa. Nuestro teatro, por ejemplo. Ustedes en Europa no tienen teatro, simplemente no existe. No estoy en lo más mínimo, me entiende, no estoy en lo más mínimo elogiando a los comunistas, pero hay que admitir una cosa, miran hacia adelante, construyen. Su construcción es intensiva.
—No entiendo nada de política —dijo la señora Luzhin, lenta y quejumbrosamente—, pero tengo la impresión…
—Lo único que quiero decirle es que uno debe ser tolerante. Le daré un ejemplo. Tan pronto como llegué compré un periódico de emigrados. Por supuesto mi marido me dijo, bromeando, claro: «¿Por qué gastas tu dinero en semejante inmundicia?». Se expresó en términos peores, pero dejémoslo así, por decoro. Y yo le respondí: «Hay que verlo todo, observarlo todo con absoluta imparcialidad». E imagínese, abro el periódico y comienzo a leer, para descubrir que todo eran calumnias, mentiras, y todo dicho tan crudamente…
—Yo leo muy rara vez la prensa rusa —observó la señora Luzhin—. Mi madre, por ejemplo, recibe un periódico que llega desde Servia, creo.
—Es una conspiración —continuó la dama—, sólo encuentra uno insultos, y nadie se atreve a pronunciar una palabra en nuestro favor.
—En serio, hablemos de otra cosa —propuso la señora Luzhin fríamente—. No sé expresarme, soy muy torpe para hablar de estos asuntos, pero tengo la impresión de que está usted equivocada. Ahora bien, si quisiera hablar con mis padres algún día… (Y al decir esto, la señora Luzhin se imaginó, no sin cierto placer, los ojos desorbitados y los gritos estridentes de su madre).
—Bueno, usted es todavía muy joven. —La dama sonrió con indulgencia—. Cuénteme qué hace usted, qué hace su marido, a qué se dedica.
—Antes jugaba al ajedrez. Fue un jugador notable. Pero acabó por abusar de sus fuerzas, y ahora descansa. Por favor, no le hable nada sobre ajedrez.
—Sí, sí, ya sé que es jugador de ajedrez —asintió la recién llegada—. Pero ¿es un reaccionario? ¿Un partidario de la guardia blanca?
—La verdad, no lo sé. —La señora Luzhin se echó a reír.
—He oído una o dos cosas sobre él —prosiguió la recién llegada—. Cuando su maman me dijo que se había usted casado con un tal Luzhin me imaginé de inmediato que era él. Yo tenía una buena amiga en Leningrado, quien me dijo, con un orgullo muy ingenuo, sabe usted, que había sido ella la que enseñó a jugar ajedrez a su pequeño sobrino, el cual llegó a ser un notable…
En ese punto de la conversación se oyó un extraño ruido procedente en la habitación contigua, como si alguien hubiera tropezado con algo y soltado un grito.
—Perdóneme un momento —dijo la señora Luzhin, saltando del sofá, y ya estaba a punto de cerrar la puerta que daba al salón, cuando cambió de opinión y salió por la que daba al vestíbulo. En el salón vio a un Luzhin completamente inesperado. Estaba en bata y zapatillas y tenía un pedazo de pan en la mano. Lo sorprendente, por supuesto, no era eso, sino la temblorosa excitación que deformaba su rostro; tenía los ojos muy abiertos y brillantes, la frente parecía más abultada, y la vena que la cruzaba más hinchada; cuando apareció su mujer, dio al principio la sensación de no advertir su presencia pues continuó mirando con la boca abierta en dirección al estudio. Un instante después pudo verse que se trataba de una excitación gozosa. Golpeteó alegremente los dientes frente a su mujer, y entonces describió pesadamente un círculo, casi derribando la palmera, perdió una zapatilla, que salió disparada como si fuera algo vivo hasta el comedor, donde humeaba una jarra de chocolate, y rápidamente corrió tras ella.
—Nada, nada —dijo Luzhin astutamente, y como un hombre que está a punto de revelar un secreto, se dio palmadas en las rodillas, y cerrando los ojos, empezó a menear la cabeza.
—Esa señora acaba de llegar de Rusia —contó su mujer, tanteando el terreno—. Conoce a una tía suya que…, bueno, a una tía suya.
—Excelente, excelente —dijo Luzhin, y soltó una inesperada carcajada.
«¿De qué estoy asustada?», pensó ella. «Sencillamente está contento, se ha despertado de buen humor, y quizá quiera…».
—¿Se trata de alguna broma, Luzhin?
—Sí, sí —repuso, y añadió, encontrando una salida—: Quería presentarme en bata.
—De modo que hoy está usted muy contento; me parece muy bien —dijo ella con una sonrisa—. Coma y vístase. Parece que esta mañana hace un poco más de calor. —Y dejando a su marido en el comedor, la señora Luzhin volvió rápidamente al estudio. Su visitante estaba sentada en el sofá hojeando uno de los prospectos de viaje.
—Oiga —dijo al ver aparecer a la señora Luzhin—, me parece que voy a aprovecharme de usted. Necesito comprar algunas cosas y no tengo la menor idea de cuáles son aquí las mejores tiendas. Ayer me pasé una hora entera frente a un escaparate, mirando y pensando que a lo mejor había mejores lugares. Y luego mi alemán no es suficiente…
Luzhin se quedó sentado en el comedor y continuó dándose palmadas en las rodillas de cuando en cuando. Realmente había algo que celebrar. Se le acababa de revelar, de improviso, la combinación que había estado tratando de descifrar desde la noche del baile, gracias a una frase casual que llegó volando desde el estudio. Durante esos primeros minutos sólo habla tenido tiempo de sentir el profundo deleite de ser un jugador de ajedrez, y el orgullo, el alivio y esa sensación fisiológica de armonía que los artistas conocen tan bien. Todavía hizo muchos movimientos más antes de advertir la verdadera naturaleza de su insólito descubrimiento, terminó de beber el chocolate, se afeitó, colocó sus gemelos en los puños de una camisa limpia. Y de pronto el deleite se evaporó y se sintió asaltado por otras sensaciones. Del mismo modo que una combinación, ideada por los jugadores de ajedrez, puede repetirse borrosamente sobre el tablero durante una partida real, así ahora la repetición consecutiva de un hábito familiar se percibía en su vida actual. Y tan pronto como pasó su inicial deleite por haber establecido el hecho real de una repetición, tan pronto como comenzó a examinar con cuidado su descubrimiento, Luzhin se estremeció. Con vaga admiración y vago horror observó cuan pasmosamente, con qué elegancia y flexibilidad, jugada tras jugada, se habían repetido las imágenes de su infancia (la casa de campo… la ciudad… la escuela… su tía…), pero no lograba comprender por qué esa repetición le inspiraba tanto temor a su alma. Sintió una punzada, una especie de enojo por haber pasado tanto tiempo sin lograr advertir la astuta secuencia de las jugadas, y al recordar alguna trivialidad (y había habido tantas, y a veces tan hábilmente presentadas, que la repetición casi quedaba oculta), Luzhin se indignó consigo mismo por no haber reflexionado lo suficiente, por no haber tomado la iniciativa y haber permitido, en cambio, con ciega confianza, que la combinación se fuera desarrollando. Se propuso ser más circunspecto, vigilar el ulterior desarrollo de aquellos movimientos, si es que volvían a repetirse, y, por supuesto, mantener su descubrimiento en secreto, y ser feliz, extraordinariamente feliz. Pero, a partir de ese día no habría descanso para él; debía, si era posible, idear una defensa contra esa pérfida combinación, liberarse de ella, y para esto tenía que prever un objetivo final, una dirección definitiva, lo que aún no parecía posible hacer. Y era tan alarmante la idea de que la repetición probablemente continuara, que sintió la tentación de detener el reloj de la vida, suspender para siempre la partida, permanecer inmóvil, y al mismo tiempo se dio cuenta de que continuaba existiendo, que una especie de preparativos se habían puesto en marcha, un desarrollo furtivo, y que él no tenía poder para detener ese movimiento.
Tal vez su esposa habría notado antes el cambio que Luzhin había experimentado, una alegría fingida entre intervalos de tristeza, de haber estado más cerca de él esos días. Pero ocurrió que fue precisamente entonces cuando la inoportuna dama llegada de Rusia se aprovechó de ella, como se lo había anunciado, y la obligó a pasar horas enteras caminando de tienda en tienda mientras se probaba, sin darse la menor prisa, sombreros, vestidos y zapatos y haciendo a los Luzhin prolongadas visitas. La dama continuó repitiendo que en Europa no existía teatro y pronunciando Leningrado (en vez de Petersburgo) con fría deliberación, y por alguna razón la señora Luzhin se apiadó de ella, la acompañó a conocer los cafés, y le compró a su hijo, un muchachito gordo y sombrío, carente del don de la palabra en presencia de extraños, juguetes que él aceptó con temor, tras lo cual su madre afirmó que no había en Berlín nada que le gustara, que lo único que deseaba era volver al lado de sus compañeros «pioneros». También visitó a los padres de la señora Luzhin, pero, por desgracia, la conversación sobre política no tuvo lugar; recordaron a algunos antiguos conocidos, mientras Luzhin silenciosa y concentradamente alimentaba con chocolates al pequeño Iván, e Iván silenciosa y concentradamente los comía y luego su rostro adquirió un color púrpura y tuvo que ser sacado con toda rapidez de la habitación. Entretanto el tiempo se hizo más templado, y la señora Luzhin le dijo a su marido que una vez que aquella desdichada mujer con su desdichado hijo e impresentable marido se marcharan, ellos irían el primer día, sin aplazarlo más, al cementerio, y Luzhin asintió con una dócil sonrisa. Abandonó la máquina de escribir, la geografía y el dibujo, porque ya sabía que todo eso formaba parte de la combinación, era una complicada repetición de todas las jugadas hechas durante su infancia. Fueron unos días ridículos; la señora Luzhin pensaba que no atendía lo suficiente los estados de ánimo de su marido, sentía que algo escapaba a su control, y, sin embargo, continuó escuchando cortésmente la cháchara de la recién llegada, y traduciendo sus exigencias a los dependientes de las tiendas, lo que era especialmente desagradable cuando un par de zapatos que ya había usado una vez resultaban inservibles, y ella tenía que acompañarla a la zapatería, donde la dama, con el rostro congestionado, insultaba a la empresa en ruso y exigía que le cambiaran los zapatos, y luego ella tenía que suavizar considerablemente sus expresiones en la versión alemana. La noche anterior a su partida, se presentó, con el pequeño Iván, para despedirse. Dejó a Iván en el estudio y pasó al dormitorio con la señora Luzhin, quien por centésima vez le mostró su guardarropa. Iván se sentó en el diván, y comenzó a rascarse una rodilla, tratando de no mirar a Luzhin, quien, a su vez, no sabía dónde fijar la mirada y pensaba cómo entretener a aquella fofa criatura.
—¡El teléfono! —exclamó Luzhin por fin en voz muy alta, y señalándolo con el dedo comenzó a reír con calculado asombro. Pero Iván, después de mirar lúgubremente en la dirección indicada por el dedo de Luzhin, desvió la mirada y dejó caer el labio inferior—. ¡Tren y precipicio! —intentó de nuevo Luzhin, levantando la otra mano y señalando su propio cuadro que pendía de la pared. La ventana izquierda de la nariz del chico dejó aparecer una gota reluciente; Iván la aspiró con fuerza y se quedó mirando apáticamente frente a sí—. ¡El autor de cierta comedia divina! —gritó Luzhin, levantando una mano hacia el busto de Dante. Silencio, y otra ligera aspiración nasal. Luzhin estaba ya cansado de hacer movimientos gimnásticos, por lo que también permaneció inmóvil. Empezó a preguntarse si habría algún caramelo en el comedor o si convendría poner en marcha el fonógrafo del salón, pero el pequeño sentado en el diván lo hipnotizaba con su sola presencia, y le hacía imposible abandonar la habitación. «Un juguete sería lo adecuado», se dijo, y miró su escritorio, midió el abridor de cartas contra la curiosidad del chico, y dedujo que su curiosidad no se excitaría con ese objeto y, desesperado, comenzó a rebuscar en sus bolsillos. Y una vez más, como en otras ocasiones, sintió que el bolsillo izquierdo, aunque vacío, guardaba misteriosamente un contenido intangible. Luzhin pensó que ese fenómeno podía interesar al pequeño Iván. Se sentó a su lado en el borde del sofá y le hizo un guiño—. ¡Exorcizando un truco! —anunció, y empezó por enseñarle que el bolsillo estaba vacío—. Este agujero no tiene ninguna relación con el truco —explicó. Con maligna apatía, Iván seguía sus movimientos—. Y, no obstante, aquí hay algo —continuó Luzhin con entusiasmo, volviendo a guiñar un ojo.
—Está dentro del forro —gruñó Iván, y encogiéndose de hombros se apartó de allí.
—¡Es cierto! —gritó Luzhin, fingiendo animación, e introdujo la mano en el agujero, sosteniendo con la otra mano la chaqueta por la parte exterior.
Comenzó a asomar una especie de borde rojo, y en seguida todo el objeto, algo que tenía la forma plana de una agenda con tapas de cuero. Luzhin lo miró con las cejas levantadas, le dio la vuelta, estiró una lengüeta y la abrió con la mayor cautela. No era una agenda, sino un tablero de ajedrez plegable, de tafilete. Luzhin recordó inmediatamente que se lo habían regalado en un club de París; a todos los participantes a un torneo les habían regalado ese juguete; era un objeto que servía de publicidad a una empresa y no meramente un recuerdo del club. Unos compartimientos laterales, a ambos lados del tablero, contenían pequeñas piezas de celuloide, parecidas a uñas, y cada una llevaba el dibujo de una figura de ajedrez. Se colocaban en el tablero introduciendo el extremo puntiagudo en una mínima hendidura que había en el borde inferior de cada casilla, de manera que el extremo superior, redondeado, de la pieza, con la figura dibujada, quedaba sujeto a su cuadrado. El efecto era muy elegante y preciso; uno no podía dejar de admirar el pequeño tablero rojo y blanco, las delicadas uñas de celuloide, y las letras doradas impresas en el borde horizontal del tablero y los números dorados en el borde vertical. Abriendo la boca por la satisfacción, Luzhin empezó a introducir las piezas, al principio fue sólo una hilera de peones en la segunda fila, pero luego cambió de opinión; con los dedos sacó de sus compartimientos las minúsculas figuras y las colocó en la posición que tenían cuando quedó interrumpida su partida con Turati. Esta colocación fue realizada de modo casi instantáneo, e inmediatamente se desvaneció todo el aspecto material de la cuestión: el tablero minúsculo que yacía abierto en la palma de su mano se hizo intangible e ingrávido, el tafilete se disolvió en una neblina rosada y lechosa y todo desapareció, salvo la posición del ajedrez, compleja, poderosa, cargada de extraordinarias posibilidades. Luzhin, con un dedo apretado contra la sien, estaba tan absorto en sus descubrimientos que no se dio cuenta de que el pequeño Iván, a falta de algo mejor que hacer, había bajado del diván y empezado a balancear el negro soporte de la lámpara, que se ladeó, y la luz se apagó. Luzhin volvió a la realidad en la más absoluta oscuridad y en los primeros momentos no supo dónde estaba ni qué pasaba a su alrededor.
Una criatura invisible se movía y gruñía a su lado, y, de pronto, la pantalla anaranjada se volvió a iluminar con una luz transparente, y un niño pálido con la cabeza rapada estaba arrodillado, enderezando el cordón. Luzhin tuvo un sobresalto y cerró de golpe el tablero. Su terrible pequeño doble, el niño Luzhin, para quien había colocado las piezas de ajedrez, se arrastraba sobre la alfombra, de rodillas… Todo esto ya había sucedido antes… Una vez más había sido sorprendido, sin comprender realmente cómo iba a resultar en la práctica la repetición de un tema familiar. En el siguiente instante todo recuperó el equilibrio. Iván, resollando, volvió a sentarse en el diván; en la leve penumbra flotó el estudio de Luzhin, balanceándose suavemente; la agenda de tafilete yacía inocentemente sobre la alfombra; pero Luzhin sabía que todo eso era una trampa, la combinación no se había desarrollado por completo y no tardaría en manifestarse una repetición nueva y siniestra. Se agachó con rapidez y confió a su bolsillo el símbolo material de lo que tan voluptuosa y horriblemente había vuelto a poseer su imaginación, y se preguntó dónde podría haber un sitio seguro para esconderlo; pero en ese instante oyó voces, su mujer entró con la visitante, y ambas se dirigieron flotando hacia él, como envueltas en humo de cigarrillo.
—Iván, levántate, ya es hora de irnos. Sí, sí, querida, tengo aún mucho que empacar —comentó la dama, y luego se dirigió a Luzhin y empezó a despedirse—. Encantada de haberle conocido —dijo, y al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras pensaba: «¡Qué tontorrón, que tipo más raro!»—. He tenido mucho gusto. Ahora podré decirle a su tía que su pequeño jugador de ajedrez es un hombre hecho y derecho, y famoso.
—No deje de pasar a vernos en su viaje de regreso —interrumpió en voz alta la señora Luzhin, mirando con odio, por primera vez, a aquella mujer de labios sonrientes y ojos despiadadamente obtusos.
—Por supuesto. No necesito prometerlo. Iván, levántate y despídete. —Iván la obedeció con cierta desgana y todos se dirigieron al vestíbulo—. Siempre resulta difícil, aquí en Berlín, salir de alguna parte —dijo la visitante con ironía, al observar que la señora Luzhin tomaba las llaves de la consola.
—No, aquí tenemos ascensor —respondió incoherentemente la señora Luzhin, deseando con profunda impaciencia que aquella mujer se marchara de allí y haciéndole señas a Luzhin para que la ayudara a ponerse su abrigo de foca. Por suerte, la sirvienta apareció en aquel momento—. Adiós, adiós —dijo la anfitriona, de pie en el umbral de la puerta, mientras las visitas, acompañadas por la sirvienta, entraban en el ascensor. Por encima del hombro de su mujer, Luzhin vio a Iván trepar al pequeño banco, pero luego las puertas se cerraron, y el ascensor descendió por su jaula de hierro. La señora Luzhin corrió hacia el estudio y se tiró boca abajo en el diván. El se sentó a su lado, y comenzó con dificultad a elaborar, pegar y coser en su interior una sonrisa, preparándose para el momento en que su mujer se volviera hacia él. Su mujer le miró. La sonrisa resultó un éxito—. ¡Uf! —suspiró la señora Luzhin—, al fin nos hemos librado de ellos. —Y abrazando rápidamente a su marido, comenzó a besarlo, en el ojo derecho, luego en la barbilla, en la oreja izquierda, siguiendo estrictamente la secuencia que él había aprobado—. Bueno, ánimo, ánimo —repitió—. Esa mujer al fin se ha ido, ha desaparecido.
—Ha desaparecido —dijo Luzhin, obedientemente, y con un suspiro besó la mano que le acariciaba el cuello.
—¡Qué ternura! —susurró su mujer—. ¡Ah, qué dulzura…!
A la hora de acostarse, ella fue a desnudarse, y Luzhin se paseó por las tres habitaciones, buscando un sitio donde esconder su ajedrez de bolsillo. Todos los lugares eran inseguros. Por las mañanas, la boca del voraz aspirador era capaz de invadir los sitios más inesperados. Es difícil, muy difícil, esconder una cosa, pues las otras cosas se muestran celosas y hostiles, se aferran firmemente a sus lugares y no permiten que un objeto sin hogar escape a su persecución y encuentre acomodo en alguna parte. Así pues, aquella noche no consiguió ocultar la agenda de tafilete, y por consiguiente decidió no ocultarla, sino simplemente deshacerse de ella, pero también esto resultó bastante difícil; así que permaneció en los forros de su ropa, y sólo varios meses después, cuando el peligro había pasado, encontraron una vez más el ajedrez en el bolsillo, pero entonces su origen resultó oscuro.