El largo viaje al extranjero se pospuso hasta la primavera. Fue la única concesión que hizo la señora Luzhin a sus padres, quienes querían estar, al menos durante los primeros meses, cerca de ella. La propia señora Luzhin temía que la vida de Berlín no fuera la indicada para su marido, ligada como estaba a sus recuerdos del ajedrez; sin embargo, no era difícil divertir a Luzhin, incluso en Berlín.
Un largo viaje al extranjero, conversaciones al respecto, proyectos de viaje. En el estudio, con el que Luzhin se había encariñado mucho, encontraron un espléndido atlas en una de las estanterías. Al principio, el mundo se mostraba como una esfera sólida, recorrida por una apretada red de longitudes y latitudes; después la esfera se volvía plana, cortada en dos mitades y dividida en partes. Tan pronto como se volvía plana, un lugar como Groenlandia, que al principio había sido sólo una pequeña protuberancia, un mero apéndice, adquiría de repente casi las dimensiones del continente más próximo. Los polos estaban cubiertos de manchas blancas. Los océanos eran amplias y tranquilizantes extensiones azules. Incluso parecía que en aquel mapa había agua suficiente para lavarse las manos, lo que también era cierto en la realidad; mucha agua, profundidad y anchura. Luzhin le mostró a su mujer todas las formas que había amado de niño: el mar Blanco, como una mujer arrodillada, la bota de Italia, la caída de Ceilán de la nariz de la India. Pensaba que el Ecuador era desdichado, su camino atravesaba principalmente océanos; era cierto que cruzaba dos continentes, pero no tenía suerte con Asia, que le quedaba fuera de ruta. Además, comprimía y aplastaba todo lo que lograba cruzar, los extremos de una o dos regiones y algunas islas deformes. Luzhin conocía la montaña más alta y el país más pequeño, y contemplando las posiciones relativas de las dos Américas, encontraba algo acrobático en su asociación.
—Pero, en general, todo esto podía haberse distribuido de una manera más atractiva —dijo, señalando el mapa del mundo—. No hay una idea ni un objetivo detrás de todo esto.
Incluso llegó a enfadarse un poco por ser incapaz de encontrar el sentido de todos aquellos complicados contornos, y se pasó horas enteras buscando, como los había buscado en su infancia, los caminos que podían llevar del Mar del Norte al Mediterráneo, a través de un laberinto de ríos, o de trazar algún dibujo más racional en la disposición de las cordilleras.
—Ahora dígame adónde vamos a ir —dijo su mujer, chasqueando la lengua, de la manera en que lo hacen los adultos para anunciar una agradable expectación cuando juegan con niños. Y luego comenzó a mencionar en voz alta los lugares románticos—: Primero hacia abajo, a la Riviera —sugirió—. Montecarlo, Niza. O, digamos, los Alpes.
—Después iremos a Rusia —dijo Luzhin—. En Crimea las uvas son muy baratas.
—¿Qué está usted diciendo, Luzhin? ¡Que el señor tenga misericordia de usted! A nosotros nos resulta imposible ir a Rusia.
—¿Por qué? —preguntó Luzhin—. A mí me invitaron a ir.
—¡Qué tontería! ¡Cállese, por favor! —dijo, enfadada no tanto porque Luzhin hablara de un imposible como por su oblicua referencia a algo relacionado con el ajedrez—. Mire usted aquí —añadió, y Luzhin, obedientemente, dirigió la mirada a otro lugar del mapa—. Aquí, por ejemplo, está Egipto, las pirámides. Y aquí está España, donde les hacen cosas terribles a los toros…
Sabía que Luzhin posiblemente ya había estado más de una vez en muchas de las ciudades que podían visitar, por eso no nombró las grandes capitales para evitar cualquier recuerdo perjudicial. Una preocupación superflua. El mundo por el que Luzhin había viajado en otra época no figuraba en aquel mapa, y si ella hubiera mencionado los nombres de Roma o Londres, por el sonido de esos nombres en sus labios y por su referencia en el mapa, él hubiera imaginado algo completamente nuevo, nunca visto antes, y en ninguna circunstancia habría establecido relación con aquel vago café con un salón de ajedrez, el mismo siempre, ya estuviera situado en Londres o en Roma, o aun en la inocente Niza, que ella había mencionado con tanta confianza. Y cuando ella le llevó innumerables folletos de la oficina del ferrocarril, el mundo de sus viajes relacionados con el ajedrez se apartó aún más de ese mundo nuevo donde el turista paseaba en su traje blanco con un par de prismáticos colgados de una correa. Había palmeras negras perfiladas contra un crepúsculo rosado, y las siluetas de esas mismas palmeras junto al rosado Nilo. Había un golfo casi indecentemente azul, y un hotel blanco como el azúcar con una bandera multicolor que ondeaba en dirección contraria a la del humo de un barco de vapor en el horizonte. Había cumbres nevadas y puentes colgantes, y lagunas con góndolas, y un infinito número de iglesias antiguas, y un estrecho callejón de adoquines, y un pequeño asno con grandes fardos sobre los lomos… Todo era atractivo, todo era entretenido, todo le producía transportes de felicidad al desconocido autor de los folletos… los nombres musicales, los millones de santos, las aguas que curaban todas las enfermedades, la antigüedad de unas murallas, los hoteles de primera, segunda y tercera clase… todo parecía centellear ante la vista y todo era hermoso. Esperaban a Luzhin en todas partes, le llamaban con voces de trueno, estaban enloquecidos por su propia hospitalidad, y sin consultar al propietario distribuían el sol.
Durante esos primeros días de vida conyugal, Luzhin visitó la oficina de su suegro. Lo encontró dictando algo, pero la máquina de escribir se atenía a su propia versión. Su suegro le mostró montones de formularios, libros de cuentas con líneas en forma de una zeta en las páginas, libros con ventanillas en los lomos, los volúmenes monstruosamente grandes de la Alemania Comercial, y una máquina calculadora, muy inteligente y bastante sumisa. Sin embargo, la máquina de escribir fue lo que más le gustó, las palabras que caían con toda rapidez sobre el papel, la maravillosa regularidad de las líneas color violeta, varias copias al mismo tiempo.
—Me pregunto si también yo… Uno necesita saber —dijo, y su suegro asintió con aprobación, y la máquina de escribir apareció en el estudio de Luzhin. Le propusieron que uno de los empleados de la oficina fuera a su casa a enseñarle su uso, pero él rehusó, diciendo que quería aprender por sí mismo. Y así fue: averiguó bastante deprisa su construcción, aprendió a colocar la cinta y la hoja de papel, e hizo amistad con todas las pequeñas palancas. Resultó más difícil recordar la distribución de las letras; escribía con mucha lentitud. Al principio copió media columna de un periódico alemán, y luego compuso uno o dos textos. Una breve nota tomó forma con el siguiente contenido: «Se le busca bajo acusación de asesinato. Hoy, 27 de noviembre. Asesinato e incendio provocado. Buenos días, querida señora. ¡Ahora que te necesito, querida!, ¿dónde estás? El cadáver ha sido descubierto. ¡Querida señora! ¡Hoy vendrá la policía!». Luzhin leyó ese texto varias veces, volvió a colocar la hoja, y, buscando las letras correctas, escribió, con un tecleo algo irregular, la firma: «Abbé Busoni». En ese momento se sintió aburrido, la cosa iba demasiado lentamente. Y de algún modo debía encontrar un uso para la carta que había escrito. Buscando en la guía telefónica encontró el nombre de la señora Louisa Altman, escribió la dirección y le envió su texto.
También el fonógrafo le proporcionaba una buena dosis de diversión. Su caja color de chocolate, bajo la palmera, acostumbraba sonar con voz aterciopelada y Luzhin escuchaba, sentado en el sofá, rodeaba a su mujer con el brazo, y pensaba que pronto sería de noche. Ella se levantaría y cambiaría el disco, lo sostendría contra la luz, y una parte de él mostraría un resplandor de seda, como la luz de la luna sobre el mar. Y de nuevo la caja estallaría en música, y de nuevo su mujer se sentaría a su lado y bajaría la cara, contemplaría los dedos entrelazados, y escucharía con los ojos entornados. Luzhin recordaba las tonadas y hasta intentaba cantarlas. Era música para bailar, plañidera, estridente y crispada; había un americano muy tierno que más que cantar susurraba las canciones, y había una ópera entera en quince discos, Boris Godunov, donde se oían campanas de iglesia en un lugar entre pausas siniestras.
Los padres de su mujer les visitaban con frecuencia y quedó establecido que los Luzhin cenarían con ellos tres veces por semana. La madre trató varias veces de conocer algunos detalles sobre el matrimonio. Con voz inquisidora le preguntó a su hija:
—¿Estás embarazada? Estoy segura de que muy pronto vas a tener un hijo.
—Tonterías —le respondía la hija—. Acabo de tener gemelos. —Seguía, como siempre, manteniendo la calma; sonreía del mismo modo, bajando las cejas y tratando todavía a Luzhin por su apellido y de usted—. ¡Mi pobre Luzhin! —decía, frunciendo los labios con ternura—, ¡mi pobre marido!
Y Luzhin apoyaba la mejilla sobre su hombro, y ella pensaba vagamente que tal vez podría haber alegrías mayores que las que producía la compasión, pero que a ella no le interesaban. Su única preocupación en la vida era el esfuerzo que hacía minuto tras minuto por despertar la curiosidad de Luzhin hacia ciertas cosas a fin de mantener su cabeza por encima de las aguas oscuras, para que pudiese respirar con facilidad. Todas las mañanas le preguntaba qué había soñado, estimulaba su apetito matutino con una chuleta o con mermelada inglesa, salía a pasear con él, contemplaba escaparates a su lado, le leía Guerra y paz en voz alta después de cenar, jugaba a la geografía con él y le dictaba frases para que él las mecanografiara. Lo llevó varias veces al museo y le mostró sus cuadros favoritos y le explicó que en Flandes, donde había lluvia y niebla, los pintores usaban colores muy vivos, mientras que en España, un país de sol, había nacido el más sombrío de todos los maestros. Le decía también que aquel tenía una especial predilección por los objetos de cristal, mientras que a este le gustaban los lirios y los rostros tiernos ligeramente inflamados por resfriados contraídos en la región etérea y llamó la atención hacia dos perros que buscaban migas bajo la estrecha y parca mesa de «La última cena». Luzhin asentía, y concienzudamente entrecerraba los ojos, y pasaba mucho rato examinando la enorme tela en que el pintor había representado todos los tormentos que en el infierno le esperaban a los pecadores, todo con gran lujo de detalles, de manera muy curiosa. También visitaron el teatro y el zoológico, y además el cine, donde resultó que Luzhin no había estado nunca. La película se proyectaba en un resplandor blanco; era la historia de una muchacha que regresaba a casa de sus padres, después de muchas aventuras, convertida en una actriz famosa. Al llegar, se detenía en el umbral, mientras en una habitación, su canoso padre, sin haberla visto todavía, jugaba al ajedrez con el médico, fiel amigo de la familia que había permanecido sin cambiar a lo largo de los años. En la oscuridad se oyó el sonido de una brusca carcajada de Luzhin.
—Una posición absolutamente imposible para las piezas —exclamó, pero en ese momento, para alivio de su mujer, todo cambió, y el padre, creciendo en tamaño, caminó hacia los espectadores y actuó de manera magistral; sus ojos se hicieron más grandes, se estremeció ligeramente, pestañeó, volvió a estremecerse y lentamente sus arrugas se suavizaron, mostraron su bondad, y una lenta sonrisa de infinita ternura apareció en su rostro, que continuó temblando, y, sin embargo, caballeros, hubo un día en que aquel anciano maldijo a su hija… Pero el médico… el médico se hizo a un lado, recordó de pronto, ¡el pobre y humilde médico!, al que un día cuando ella era una muchachita, al inicio mismo de la película, le había arrojado flores por encima de una valla, mientras él, tendido en la hierba, leía un libro: había levantado la cabeza y visto sólo la valla; pero, de pronto, el rostro de una muchacha, el cabello peinado con una raya en el centro, surgió del otro lado, y los ojos comenzaron a hacerse más y más grandes… ¡Ah, qué picara, qué juguetona! El médico se pone en pie, corre, salta la valla, pero ella echa a correr, la dulce ninfa se esconde tras unos arbustos. ¡Hay que atraparla, médico, hay que atraparla! Pero todo eso es el pasado. Con la cabeza inclinada, los brazos caídos, una mano sosteniendo el sombrero, se halla la famosa actriz (¡una mujer caída, hélas!). El padre, que continúa temblando, abre lentamente los brazos y ella se arrodilla ante él. Luzhin comenzó a sonarse la nariz. Cuando salieron del cine tenía los ojos enrojecidos y se aclaraba la garganta. Sin embargo, negó haber llorado. Y al día siguiente, mientras tomaba el café de la mañana, apoyó un codo en la mesa y dijo pensativamente:
—¡Qué buena, pero realmente qué buena es esa película! —Se quedó un poco pensativo y luego añadió—. Lo malo es que no saben jugar.
—¿A qué te refieres? ¿Qué es lo que no saben? —preguntó su mujer, sorprendida.
—Son actores de primera clase.
Luzhin la miró de reojo, para luego desviar la mirada, y había algo en su actitud que a ella no le gustó nada. De repente se dio cuenta de lo que pasaba y comenzó a debatir consigo misma cómo hacerle olvidar a Luzhin ese desafortunado juego de ajedrez, que el estúpido director había creído necesario introducir en aras de «una atmósfera». Pero Luzhin, evidentemente olvidó pronto el asunto, absorto como estaba en la degustación de un pan genuinamente ruso que les había enviado su suegra, y sus ojos volvieron a aclararse.
Y de ese modo pasó un primer mes y luego un segundo. Ese año el invierno fue blanco como el de San Petersburgo. Luzhin se había hecho hacer un abrigo con forro interior. A algunos paupérrimos refugiados rusos les fueron regaladas varias de las viejas prendas de Luzhin, incluida una bufanda de lana verde procedente de Suiza. Las bolas de naftalina exhalaban un olor melancólico y penetrante. En el vestíbulo pendía una chaqueta desahuciada.
—Era tan cómoda —imploró Luzhin—, realmente tan cómoda.
—Déjala allí —dijo su esposa, desde el dormitorio—. Aún no la he examinado. Lo más seguro es que esté llena de polilla.
Luzhin se quitó la chaqueta del smoking que se había probado para ver si había engordado en el transcurso del mes anterior (y en efecto, eso había ocurrido, había engordado, y al día siguiente tenían que asistir a una gran fiesta rusa, a un baile de caridad), y luego metió afectuosamente los brazos en las mangas de la chaqueta condenada; era una chaqueta magnífica, no había la menor huella de polilla en ella. Había sólo un diminuto agujero en el bolsillo, pero no en el derecho, como siempre solía ocurrir.
—Es una maravilla —exclamó.
Su mujer, con un calcetín en la mano, se asomó al vestíbulo.
—¡Quítesela, Luzhin! Está raída y llena de polvo. ¡Sólo Dios sabe cuánto tiempo ha estado guardada!
—¡No, no! —dijo Luzhin.
Ella la inspeccionó por todas partes; Luzhin permaneció inmóvil; comenzó a darse palmadas en las caderas, y de momento le pareció que había algo en un bolsillo; introdujo la mano, no era nada sólo un agujero.
—¡Qué decrepitud! —dijo la mujer, frunciendo el ceño—; pero tal vez como ropa de trabajo…
—Se lo ruego —insistió Luzhin.
—Está bien. Pero désela a la sirvienta para que le dé una buena sacudida.
—No, no, está limpia —añadió Luzhin, y decidió colgarla en algún lugar del estudio, en un rincón cualquiera, para ponérsela y quitársela cada vez que le viniera en gana, como hacen los empleados públicos con sus chaquetas. Al quitársela, volvió a tener la sensación de que pesaba un poco más del lado izquierdo, pero recordó que ya había comprobado que los bolsillos estaban vacíos, y no buscó la causa del peso. En cuanto a la chaqueta del smoking, le quedaba un poco estrecha; sí, definitivamente estrecha—. ¡Un baile! —dijo Luzhin, y se imaginó multitudes de parejas danzantes.
El baile tuvo lugar en uno de los mejores hoteles de Berlín. Había un gentío en torno al guardarropa, y los empleados recogían las cosas y se las llevaban como si transportaran niños dormidos. Le dieron a Luzhin una placa de metal con el número. Perdió a su mujer, pero la encontró instantes después; estaba arreglándose frente a un espejo. El colocó el disco de metal contra el terso hueco de su polveada espalda.
—¡Brrr! ¡Qué frío! —exclamó ella, tratando de zafarse con un movimiento de hombros.
—¡Del brazo, del brazo! Usted y yo tenemos que entrar tomados del brazo.
Y así fue como entraron. Lo primero que Luzhin vio fue a su suegra, con un aspecto más juvenil que de costumbre, la cara rozagante y llevando en la cabeza un magnífico y brillante tocado, el kokoshnik típico de la mujer rusa. Tenía a su cargo una venta de ponche, y un anciano inglés, que casualmente había bajado de su habitación, se estaba emborrachando a toda prisa, con un codo apoyado en la mesa. En otra mesa, cerca de un abeto adornado con luces de colores, había un cúmulo de premios de lotería: un espléndido samovar, cien reflejos de luces rojas y azules por el lado del árbol, muñecas vestidas con los trajes típicos, un fonógrafo, y licores (donados por Smirnovski). En una tercera mesa había emparedados, ensalada italiana, caviar. Una hermosa dama rubia le estaba diciendo a alguien:
—María Vasilievna, María Vasilievna, ¿por qué se lo han llevado otra vez…? Yo había pedido…
—Muy buenas noches a todos —dijo alguien al pasar, y la señora Luzhin levantó una mano arqueada, como de cisne. Más lejos, en la sala contigua, sonaba la música, y los bailarines daban vueltas y seguían el ritmo de la música en los espacios existentes entre las mesas; la espalda de alguien chocó a gran velocidad con Luzhin, y este gruñó y retrocedió. Su esposa había desaparecido, y mientras la buscaba con la mirada, volvió al otro salón. Allí la tómbola atrajo su atención. Pagando cada vez un marco, introducía la mano en la caja y pescaba un pequeño cilindro de papel enrollado. Resollando por la nariz y sacando los labios hacia afuera, tardó mucho tiempo en desenrollar el papel, y al no encontrar adentro ningún número, lo buscó en el otro lado, el exterior, un procedimiento inútil pero muy normal. Al fin le tocó un libro infantil, algo sobre un gatito, y no sabiendo qué hacer con él, lo dejó en una mesa, donde dos copas llenas estaban esperando el regreso de una pareja que bailaba. El tumulto, el movimiento y la música estridente le pusieron los nervios de punta, y no había donde esconderse; era posible que todo el mundo lo mirara y se preguntase por qué no bailaba. En los intervalos entre las tandas de baile su esposa lo buscaba en el otro salón, pero a cada paso era detenida por algún conocido. Era un baile extraordinariamente concurrido; había allí un cónsul extranjero, obtenido con grandes dificultades, y un famoso cantante ruso y dos actrices de cine. Alguien la invitó a sentarse en su mesa; las damas sonreían artificiosamente, y sus acompañantes, tres hombres bien alimentados, del tipo de fabricante próspero, no dejaban de chasquear la lengua, hacer ruido con los dedos e insultar a un pálido y sudoroso camarero por su lentitud e ineficiencia. Uno de esos hombres le pareció en especial odioso: tenía dientes muy blancos y brillantes ojos pardos; después de agredir al camarero comenzó a contar algo en voz alta, salpicando su ruso con las expresiones alemanas más vulgares. De repente se sintió deprimida por el hecho de que todo el mundo mirase a esa gente del cine, al cónsul y al cantante, y que en cambio nadie supiera que en ese baile se encontraba un genio del ajedrez, cuyo nombre había aparecido en millones de periódicos, y cuyas partidas habían sido calificadas de inmortales.
—Es sorprendentemente fácil bailar con usted. Aquí la pista es muy buena. Perdóneme. Está terriblemente concurrido. Los beneficios resultarán excelentes. Aquel hombre que va por allí es de la embajada francesa. Es sorprendentemente fácil bailar con usted. La conversación solía comenzar con esas palabras; les gustaba bailar con ella, pero no sabían de qué conversar con ella. ¡Una joven bastante bonita pero aburrida! Y ese extraño matrimonio suyo, con un músico fracasado, o algo por el estilo.
—¿Qué dice usted?, ¿un ex socialista? ¿Un qué? ¿Un jugador? ¿Un jugador de cartas? ¿Los visita usted algunas veces, Oleg Sergueievich?
Mientras tanto Luzhin había encontrado un profundo sillón no lejos de la escalera y miraba a la multitud desde atrás de una columna, mientras fumaba su cigarrillo número trece. En otro sillón, próximo al suyo, después de preguntar antes si estaba ocupado, se instaló un caballero de piel morena y un bigote minúsculo. La gente continuaba pasando, y Luzhin se fue gradualmente atemorizando. No podía mirar a ningún lado sin encontrar miradas inquisitivas y debido a la necesidad que sentía de mirar algo, fijó la vista en el bigote de su vecino, quien, evidentemente, estaba impresionado y perplejo ante aquella ruidosa e innecesaria conmoción. Esa persona, al sentir sobre sí la mirada de Luzhin, se volvió hacia él.
—Hacía mucho tiempo que no asistía a un baile —dijo amablemente, y sonrió, sacudiendo la cabeza.
—Lo más importante es no mirar —murmuró Luzhin con voz hueca, usando sus manos a manera de visera.
—He venido desde muy lejos —explicó el caballero—; un amigo me trajo aquí. A decir verdad, me siento muy cansado.
—Cansancio y pesadez —asintió Luzhin—. ¿Quién puede saber lo que significa esto? Yo no acierto a comprenderlo.
—Especialmente cuando se trabaja, como es mi caso, en una plantación brasileña —observó el caballero.
—Una plantación —repitió Luzhin como un eco.
—Se vive aquí de una manera extraña —continuó el desconocido—. El mundo está reventando por los cuatro costados y aquí se pasan el tiempo bailando charlestón en un fragmento extremadamente reducido del suelo.
—Yo estoy por marcharme —dijo Luzhin—. Ya tengo los prospectos de viaje.
—No hay nada como la libertad —exclamó el desconocido—. Viajar libremente con viento favorable. Hay países maravillosos… Conocí a un botánico alemán en la selva del Río Negro y viví con la esposa de un ingeniero francés en Madagascar.
—Tengo que conseguir también esos prospectos —dijo Luzhin—. ¡Qué cosa tan atractiva, los prospectos! Lo ponen todo tan detallado.
—¡Luzhin, así que aquí está usted! —gritó de improviso la voz de su mujer; pasaba rauda del brazo de su padre—. Vuelvo en un segundo. Voy a conseguir una mesa para nosotros —añadió, mirando por encima del hombro, y desapareció.
—¿Se llama usted Luzhin? —preguntó el caballero con curiosidad.
—Sí, sí —respondió Luzhin—, pero no tiene ninguna importancia.
—Conocí a un Luzhin —dijo el caballero, entrecerrando los ojos (porque la memoria es miope)—. Sí, conocí a uno. ¿Por casualidad no estudió usted en el Instituto Balashevski?
—Supongo que sí —respondió Luzhin, y, asaltado por una desagradable sospecha, empezó a examinar la cara de su acompañante.
—¡En ese caso fuimos condiscípulos! —exclamó el otro—. Me llamo Petrishchev. ¿Se acuerda usted de mí? ¡Por supuesto que se acuerda! ¡Vaya coincidencia! Nunca le hubiera reconocido al ver su cara. Dígame, Luzhin, ¿cuál es su primer nombre y patronímico? Ah, me parece recordar, Toni, Antón… ¿Qué más?
—Se equivoca usted, se equivoca —dijo Luzhin, con un estremecimiento.
—Sí, tengo mala memoria —continuó Petrishchev—. He olvidado montones de nombres. Por ejemplo, ¿recuerda a aquel muchacho silencioso de la clase? Más tarde perdió un brazo, combatiendo a las órdenes de Wrangel, poco antes de la evacuación. Le vi en una iglesia, en París. Vamos, ¿cómo se llamaba?
—¿Para qué remover todo esto? —preguntó Luzhin—. ¿Qué caso tiene hablar de ello?
—No, no lo recuerdo —suspiró Petrishchev, y retiró de su frente la palma de la mano—. Pero luego, por ejemplo, estaba Gromov; también se encuentra ahora en París; muy bien colocado, parece. Pero ¿dónde están todos los demás? ¿Dónde están? Dispersos, evaporados como el humo. Es doloroso pensarlo. Bueno, ¿y tú cómo lo pasas, Luzhin?, ¿qué tal te ha ido?
—Muy bien —dijo, y desvió la mirada del comunicativo Petrishchev, viendo de pronto su rostro como había sido entonces: pequeño, sonrosado, intolerablemente burlón.
—Fue desde luego una época maravillosa —exclamó Petrishchev—. ¿Te acuerdas de nuestro geógrafo, Luzhin? ¿Recuerdas cómo solía entrar al salón de clases, igual que un huracán, con un mapamundi bajo el brazo? ¿Y aquel hombrecito…? ¡Vamos, he vuelto a olvidar el nombre! Recuerdo que solía temblar y que gritaba: «¡Fuera, fuera de aquí, mentecatos!». ¡Tiempos maravillosos! Volábamos por las escaleras hasta llegar al patio, ¿te acuerdas? ¿Y cómo descubrimos en una fiesta de la escuela que Arbuzov sabía tocar el piano? ¿Recuerdas que tus experimentos nunca salían bien? ¿Y el apodo que inventamos para él: Borrachov? Y todo eso se ha desvanecido. Y ahora estamos en este baile. A propósito, me parece recordar… te dedicaste a una profesión después de dejar la escuela. ¿Qué fue? Sí, por supuesto, el ajedrez.
—No, no —dijo Luzhin—, ¿por qué diablos ha de…?
—Discúlpeme —dijo Petrishchev amablemente—, debo haberme confundido, sí, eso ha sido… El baile está en su apogeo y nosotros no hemos hecho sino hablar del pasado. Ya le digo, he viajado por todo el mundo… ¡Qué mujeres, las de Cuba! O aquella vez en la selva, por ejemplo…
—Puras mentiras —se oyó decir a una voz perezosa desde atrás—. Nunca ha estado en ninguna selva…
—Oye, ¿por qué tienes que estropearlo todo? —preguntó Petrishchev, volviéndose hacia quien hablaba.
—No le haga caso —continuó un individuo calvo y larguirucho, el mismo que acababa de hablar con voz lánguida—. No se ha movido de Francia desde la Revolución hasta anteayer en que salió por primera vez de París…
—Luzhin, permítame presentarle —empezó Petrishchev con una carcajada. Pero Luzhin se levantó a toda prisa, la cabeza encogida entre los hombros y oscilando y temblando de un modo extraño, debido a la rapidez con que andaba.
—Se ha ido —dijo Petrishchev, asombrado, y añadió en tono dubitativo—. Después de todo, es posible que lo haya confundido con otra persona.
Tropezando con la gente y exclamando con voz lacrimosa pardon, pardon! y volviendo a tropezar con más gente sin querer ver sus caras, Luzhin buscó a su mujer, y cuando finalmente la encontró se le acercó por detrás y la agarró de un brazo, de modo que ella se sobresaltó y volvió la cabeza. Al principio él era incapaz de decir nada, jadeaba demasiado.
—¿Qué le pasa? —preguntó ansiosamente—. ¡Vámonos de aquí, vámonos! —murmuró él, sin soltarle el brazo.
—Cálmese, por favor, Luzhin, eso no está bien —dijo su mujer, conduciéndolo con suavidad hacia un lado, para que la gente no pudiera oírlos—. ¿Por qué quiere irse?
—Hay un hombre allí —respondió Luzhin, respirando entrecortadamente—, y su conversación es tan desagradable…
—¿Le conoce de antes? —preguntó ella con serenidad.
—Sí, sí —asintió Luzhin—; vámonos, se lo ruego.
Entrecerrando los ojos para que Petrishchev no le reconociera, se abrió paso hasta el vestíbulo y empezó a rebuscar en sus bolsillos, intentando hallar la ficha con su número; al fin la halló, después de varios larguísimos segundos de confusión y desesperación, y se paseó impacientemente de arriba abajo mientras el empleado del guardarropa, con ademanes de sonámbulo, buscaba sus cosas… Fue el primero en vestirse y el primero en salir, y su mujer le siguió con rapidez, envolviéndose en su abrigo de piel de topo. En el automóvil Luzhin pudo comenzar a respirar libremente, y su expresión de hosco aturdimiento dejó paso a una semisonrisa de culpabilidad.
—Mi querido Luzhin se encontró con un hombre desagradable —dijo su esposa, acariciándole la mano.
—Un condiscípulo, un personaje sospechoso —explicó Luzhin.
—Pero mi querido Luzhin ahora ya está bien —susurró ella, besando su suave mano.
—Sí, ahora todo ha pasado —dijo Luzhin.
Pero no fue del todo así. Algo quedó, un enigma, una astilla. Por las noches comenzaba a meditar por qué aquel encuentro lo había inquietado tanto. Había, por supuesto, toda clase de razones individuales; el hecho de que Petrishchev le hubiera atormentado en la escuela, y que ahora se refiriera oblicuamente a cierto libro roto sobre el pequeño Tony, y el hecho de que todo un mundo lleno de tentaciones exóticas resultara sólo una sarta de embustes de un fanfarrón hacía que en lo sucesivo no fuera ya posible confiar en los prospectos de viajes. Pero, de cualquier manera, no era el encuentro en sí lo que era aterrorizador sino otra cosa… tenía que adivinar el significado secreto de aquel encuentro. Empezó a pensar intensamente por las noches, tal como solía hacer Sherlock Holmes ante la ceniza de un cigarro, y gradualmente comenzó a parecerle que la combinación era aún más compleja de lo que él había pensado aquella noche, que el encuentro con Petrishchev era tan sólo la continuación de algo, y que era necesario profundizar más, volver hacia atrás, y repetir todas las jugadas de su vida desde la enfermedad hasta el baile.