XI

Con una chaqueta rudimentaria a la que faltaba una manga, Luzhin, a quien renovaban el guardarropa, se encontraba de perfil ante un triple espejo de cuerpo entero mientras un sastre calvo hacía marcas de tiza en su hombro o le clavaba alfileres que se sacaba con extraordinaria destreza de la boca, donde parecían crecer de modo natural. De entre las muestras de tela dispuestas ordenadamente según su color en un álbum, Luzhin había elegido una a cuadros de color gris oscuro, y su prometida pasó largo rato acariciando la pieza correspondiente de tela, que el sastre tiró, produciendo un golpe seco, sobre el mostrador, que desenrolló con gran rapidez y apretó contra su protuberante estómago, como si cubriera su desnudez. Ella descubrió que aquel material tendía a arrugarse con facilidad, por lo que un alud de gruesas piezas de tela comenzó a cubrir el mostrador, que el sastre, humedeciéndose el dedo con el labio inferior, desenrolló. Al final eligieron un material que era también gris oscuro, pero suave y flexible, e incluso un poco peludo. Y entonces Luzhin, distribuido por el espejo en trozos, en partes, como si eso se hiciera para lograr una instrucción visual (… he aquí un rostro ancho y bien afeitado, allí tenemos ese mismo rostro de perfil, y más allá hay algo visto raramente por el propio interesado, la parte de atrás de su cabeza, con el pelo bastante recortado, pliegues en el cuello y orejas algo salidas, de color rosa, por las que se transparenta la luz…), se miró a sí mismo y al género, sin reconocer su integridad anterior, suave, generosa y virginal.

—Me parece que debería ser más angosto en la parte delantera —dijo su prometida.

El sastre, dando un paso atrás, miró con los ojos entreabiertos a Luzhin, murmuró, con la sombra de una sonrisa, que el caballero estaba un poco grueso, y se dedicó a unas solapas, estirando aquí y poniendo alfileres allá, mientras Luzhin, con el gesto típico de todas las personas en esa posición, mantenía el brazo ligeramente alejado del cuerpo, o lo doblaba por el codo para contemplarse la muñeca, como si tratara de acostumbrarse a la manga. De pasada, el sastre trazó unas rayas sobre el corazón para indicar un pequeño bolsillo, y luego, despiadadamente, le arrancó la manga que parecía ya acabada y comenzó a quitar con toda rapidez los alfileres del vientre de Luzhin.

Además de un buen traje de calle le hicieron un traje de vestir y el viejo traje de etiqueta encontrado en el fondo de su baúl fue rehecho por el mismo sastre. Su prometida no se atrevió a preguntar para qué había necesitado antes un smoking y un sombrero de copa, por temor a despertar algunos recuerdos referentes al ajedrez, y por consiguiente nunca se enteró de cierta elegante cena ofrecida en Birmingham, donde, por cierto, Valentinov… ¡Oh, bueno, que la suerte le acompañe!

La renovación exterior de Luzhin no terminó ahí. Aparecieron también camisas, corbatas, calcetines… y Luzhin aceptó todo eso con despreocupado interés. Del sanatorio se trasladó a una pequeña habitación, alegremente empapelada, que había sido alquilada en el segundo piso del edificio donde vivía su novia, y cuando se mudó a ella, tuvo exactamente la misma sensación vivida cada año en la infancia cuando viajaba del campo a la ciudad. Siempre resultaba extraña aquella instalación en la ciudad. Uno se iba a la cama y todo era nuevo: en el silencio de la noche la madera del suelo tomaba vida durante algunos segundos de lentas pisadas, y las cortinas de las ventanas eran más pesadas y suntuosas que las de la casa solariega; en la oscuridad, aliviada ligeramente por la brillante línea de la puerta que no ajustaba del todo, los objetos se detenían como a la espera, aún no renovada por completo, de la amistad después del largo intermedio veraniego. Y al despertar había una sobria luz grisácea fuera de las ventanas y el sol se deslizaba en el cielo a través de una niebla lechosa, semejante a la luna, y de pronto, en la distancia, un estallido de música militar se aproximaba en un oleaje de color naranja, interrumpida por el apresurado redoble de un tambor, y luego todo volvía a extinguirse y en vez del ruido de las trompetas se volvía a oír el interminable golpeteo de los cascos de los caballos y el amortiguado estertor de cualquier mañana de San Petersburgo.

—Se olvida siempre de apagar la luz del pasillo —le dijo, sonriendo, la casera, una señora alemana ya entrada en años—, y por la noche se le olvida cerrar la puerta.

También se quejó ante su novia, diciéndole que era tan distraído como un viejo profesor.

—¿Está cómodo, Luzhin? —le preguntaba a menudo su prometida—. ¿Duerme bien, Luzhin? No, ya sé que no debe de ser cómodo vivir así, pero esto pronto va a cambiar.

—No hay necesidad de aplazar más las cosas —murmuró Luzhin, abrazándola y entrelazando las manos sobre su cadera—. Siéntate, siéntate; no hay necesidad de aplazarlo. Hagámoslo mañana. Mañana. Será un matrimonio legal.

—Sí, pronto, pronto —respondió ella—. Pero no es posible arreglarlo todo en un día. Falta cumplimentar algunos requisitos. Nos colgarán a usted y a mí de una pared durante dos semanas, y en ese lapso llegará su esposa de Palermo, echará una ojeada a los nombres y dirá: «Esto es imposible. Luzhin es mío».

—Se ha perdido —le respondió su madre cuando ella preguntó por su certificado de nacimiento—. Lo guardé, pero se ha perdido. No sé dónde. No sé nada.

Sin embargo, el documento fue hallado con bastante rapidez. Y en todo caso, entonces ya era demasiado tarde para advertir, prohibir, anteponer dificultades. La boda se acercaba con suavidad fatal, y no podía detenerse, del mismo modo que se deja uno resbalar y sabe que no hay nada donde asirse cuando camina sobre hielo. La madre se vio forzada a someterse y a idear maneras de adornar y mostrar al novio de su hija para no tener que avergonzarse ante los demás, y tenía que hacer acopio de valor para sonreír en la boda y representar el papel de madre satisfecha, que alaba la honradez y la bondad del corazón de su yerno. Pensó también en el dinero que habían gastado en Luzhin y en el que tendrían que seguir gastando, y trató de apartar una imagen atroz de su imaginación: Luzhin desnudo, inflamado de pasión simiesca, y su hija, obstinadamente sumisa, fría, fría. Entre tanto, el marco para aquella escena estaba ya preparado. Habían alquilado un apartamento decentemente amueblado, no demasiado caro, muy cerca de allí; estaba situado en un quinto piso, pero eso no importaba, había ascensor para el escaso aliento de Luzhin y, en todo caso, las escaleras no eran empinadas y había un asiento en cada descansillo, bajo una ventana con vidrios de colores. En el espacioso vestíbulo convencionalmente adornado con unos dibujos en silueta enmarcados en negro, la puerta de la izquierda daba al dormitorio, y la de la derecha, al estudio. Al fondo de ese vestíbulo se encontraba la puerta del salón; el comedor adjunto había sido ampliado a expensas del vestíbulo, que en ese punto se convertía casi en un pasillo, transformación que púdicamente quedaba disimulada por una cortina de felpa con anillas. A la izquierda del pasillo estaba el cuarto de baño, después el cuarto del servicio, y en el extremo, la cocina.

A la futura dueña del apartamento le gustaba la disposición de las habitaciones; el mobiliario era mucho menos de su gusto. En el estudio había unos sillones de color marrón, una librería coronada por un Dante de amplios hombros y rostro afilado con un gorro de baño, y un gran escritorio vacío con un pasado y un futuro desconocidos. Una tambaleante lámpara de pie de tubo negro en espiral y una pantalla color naranja se erguía junto a un pequeño sofá, donde alguien había olvidado un osito de felpa de pelo ligero y un perro de juguete de cara ancha, grandes patas color de rosa y una mancha negra sobre un ojo. Encima del sofá había un gobelino de imitación que representaba a unos labradores bailando.

Si uno daba un ligero empujón a las puertas correderas, podía tener desde el estudio una visión completa: el parquet del salón y, más allá, el comedor, con el aparador reducido por la perspectiva. En el salón, una palmera emitía una difusa luz verde y el suelo lo ocupaban unas pequeñas alfombras. Al final llegaba uno al comedor, con su aparador ya de tamaño natural y platos colgados en las paredes. Sobre la mesa un solitario y peludo diablo de juguete pendía de la lámpara. Había un pequeño mirador, desde el cual se veía un reducido jardín público con una fuente en el extremo de la calle. Volviendo a la mesa del comedor, la prometida miró a través del salón el distante estudio, el gobelino se redujo a su vez, y luego caminó del comedor al pasillo y pasó por el vestíbulo para entrar al dormitorio. Allí, colocadas una junto a la otra, había dos camas cubiertas con velludas mantas de lana. La lámpara era de estilo mauritano, las cortinas de las ventanas eran amarillas, lo que prometía una falsa luz solar por las mañanas; un relieve en madera que pendía entre las ventanas mostraba a un niño prodigio, vestido con un camisón que le llegaba a los tobillos, que tocaba un piano enorme mientras su padre, que vestía una bata gris y sostenía una vela, permanecía inmóvil ante la puerta entornada.

Algo había que añadir y algo que quitar. Un retrato del abuelo de la patrona fue retirado del salón, y del estudio quitaron a toda prisa una pequeña mesa de estilo oriental con un ajedrez de nácar incrustado en la superficie. La ventana del baño, cuya parte inferior era de vidrio mate con reflejos azules, resultó estar rota en la parte superior transparente y hubo que cambiarla. Volvieron a blanquear los techos de la cocina y del cuarto del servicio. Un fonógrafo apareció a la sombra de la palmera del salón. Pero hablando en términos generales, mientras inspeccionaba y arreglaba aquel piso «alquilado con vistas a un largo futuro, pero con un corto plazo de aviso», como su padre decía bromeando, no podía desechar el pensamiento de que todo aquello era temporal, que sin duda sería necesario llevarse a Luzhin de Berlín, llevarlo a viajar por otros países. Todo futuro es incierto, pero a veces adquiere una nebulosidad especial, como si otra fuerza hubiera llegado en ayuda de la reticencia natural del destino y diseminado esa niebla pegajosa, en la que todo pensamiento rebotaba.

Y qué dulce y amable era Luzhin esos días; qué a gusto se sentía con su traje nuevo, adornado por una corbata color humo, ante una taza de té, para con toda cortesía, aunque no siempre en el momento adecuado, darle la razón a su interlocutor. Su futura suegra dijo a sus conocidos que Luzhin había decidido abandonar el ajedrez porque le quitaba demasiado tiempo, pero que no deseaba hablar del tema, y después de eso Oleg Sergueievich Smirnovski ya no le propuso partidas, sino que le reveló, con ojos brillantes, las maquinaciones secretas de los masones e incluso le prometió darle a leer un panfleto notable.

En las oficinas que ambos visitaron para informar a los funcionarios de su intención de contraer matrimonio, Luzhin se comportó como un adulto, llevó personalmente todos los documentos requeridos, llenó los cuestionarios con reverencia, consideración y buena disposición, escribiendo con claridad todas las palabras. Su escritura era pequeña, redonda, extremadamente pulcra; no era poco el tiempo que empleaba para abrir su nueva pluma estilográfica, que con algo de afectación agitaba de un lado a otro antes de empezar a escribir, y luego, una vez que había disfrutado del todo de la suavidad de la plumilla de oro, la volvía a guardar en el bolsillo superior de la chaqueta. Con placer acompañó a su prometida a las tiendas y esperaba la interesante sorpresa del piso, que ella había decidido no mostrarle sino hasta después de la boda.

Durante las dos semanas en que sus nombres permanecieron a la vista, diversas firmas emprendedoras comenzaron a enviarles ofertas, a veces al futuro esposo, otras a la futura esposa: vehículos para bodas y para funerales (con la fotografía de un carruaje tirado por dos caballos al galope), trajes para alquilar, sombreros de copa, muebles, vino, salones para fiestas y productos farmacéuticos. Luzhin estudiaba concienzudamente los catálogos ilustrados y los guardaba en su cuarto, sorprendido de que su prometida tratara tan burlonamente todas esas interesantes ofertas. Había también proposiciones de otro tipo. Tuvo lugar lo que Luzhin llamó «un pequeño aparte» con su futuro suegro, una agradable conversación en la cual este le ofreció un empleo en su empresa comercial… más tarde, por supuesto, no en seguida, había que dejarles vivir en paz unos cuantos meses.

—La vida, amigo mío —le dijo en esa conversación—, está de tal manera organizada que cada segundo le cuesta a un hombre, según un cálculo mínimo, 1/432 de pfennig, y esa vida sería la de un mendigo; pero usted tendrá que mantener a una esposa acostumbrada a ciertos lujos.

—Sí, sí —convino Luzhin con una sonrisa radiante, tratando de aclarar en su mente la complicada operación matemática que su interlocutor había hecho con tan delicada habilidad.

—Para eso le hará falta un poco más de dinero —continuó el futuro suegro, y Luzhin retuvo el aliento en espera de un nuevo cómputo—. Cada segundo le costará más caro. Se lo repito. Estoy preparado para al principio, durante el primer año, digamos, prestarles una generosa ayuda… Mire, pase a verme cualquier día a la oficina; le mostraré algunas cosas interesantes.

Así, de la manera más agradable posible la gente y las cosas en derredor suyo trataron de adornar el vacío de la vida de Luzhin. El se dejaba querer, mimar y distraer, y con el alma enroscada como una bola aceptaba la vida afectuosa que le rodeaba por todas partes. El futuro se le aparecía vagamente como un largo y silencioso abrazo en una bendita penumbra, a través de la cual pasarían los diversos placeres de este mundo nuestro, entrando como un rayo de luz para desaparecer de nuevo, riendo y balanceándose en el camino. Pero en los inevitables momentos de soledad durante su compromiso, en las últimas horas de la noche o en las primeras de la mañana, podía haber una extraña sensación de vaciedad, como si el variopinto rompecabezas hecho en el mantel contuviera espacios vacíos de forma curiosa. Una vez soñó que veía a Turati sentado de espaldas a él. Turati se hallaba sumido en sus pensamientos, apoyado en un brazo, pero desde atrás de sus anchas espaldas era imposible saber sobre qué se inclinaba y reflexionaba. Luzhin no quería saberlo, tenía miedo de ver, pero sin embargo comenzó a mirar con cautela por encima de su hombro. Y entonces vio que un tazón de sopa yacía frente a Turati, y que este no se apoyaba en su brazo, sino que sencillamente se metía en el cuello una servilleta. Y el día de noviembre precedido por este sueño Luzhin se casó.

Oleg Sergueievich Smirnovski y cierto barón báltico fueron los testigos cuando Luzhin y su novia entraron a un gran salón y se sentaron ante una larga mesa cubierta por un mantel. Un funcionario cambió su chaqueta por una gastada levita y leyó el acta de matrimonio. Todo el mundo se puso en pie. Después, con una sonrisa profesional y un húmedo apretón de manos, el funcionario felicitó a los recién casados y la ceremonia concluyó. Un corpulento portero se inclinó ante ellos junto a la entrada en espera de una propina, y Luzhin amablemente le tendió la mano, que el otro recibió sobre su palma, sin darse cuenta al principio que aquello era una mano humana y no una propina.

También ese mismo día se celebró la boda religiosa. La última vez que Luzhin había estado en la iglesia fue muchos años atrás, en los funerales de su madre. Comenzó a hurgar en las profundidades de su pasado y de pronto recordó las rondas nocturnas en la Noche de la Candelilla, sosteniendo una vela cuya llama se revolvía en sus manos, furiosa por haber sido sacada de la iglesia hacia la oscuridad desconocida, para morir finalmente de un ataque cardíaco en la esquina de la calle donde una ráfaga de viento soplaba desde el Neva. Había habido confesión en la capilla de la calle Pojtamskaia, y los pasos resonaban de un modo especial en el vacío crepuscular y las sillas se movían con el sonido de una garganta en el momento de carraspear, y las personas que esperaban se sentaban una detrás de otra y de vez en cuando un murmullo podía surgir desde un rincón misteriosamente oculto tras una cortina. Recordaba las noches de Pascua: el diácono leía con sollozante voz de bajo, y aún sollozando cerraba el enorme Evangelio con un ademán ampuloso… Y recordaba cuan airosa y penetrante, hasta evocar una sensación de succión en el epigastrio, sonaba en un estómago vacío la palabra griega Pascha (Pan Pascual) cuando era pronunciada por el demacrado sacerdote, y recordó lo difícil que siempre le fue acertar el momento en que el incensario, en su suave oscilar, iba dirigido a él, precisamente hacia él y no hacia su vecino, e inclinarse de manera que la reverencia coincidiera con el movimiento del incensario. Había un aroma de incienso y la cálida caída de una gota de cera en los nudillos de la mano, y el oscuro lustre, color de miel, del icono al que había que besar. Lánguidos recuerdos, penumbra, destellos de vez en cuando, aire de iglesia rico en sabores y alfileres y agujas en las piernas. Y a todo eso se añadía una novia con velo, y una corona que temblaba en el aire sobre su cabeza y parecía como si fuera a caerse de un momento a otro. La miró de soslayo, con cautela, y en una o dos ocasiones le pareció que la mano invisible de alguien le pasaba la corona a otra mano invisible.

—Sí, sí —respondió apresuradamente a la pregunta del sacerdote, y tuvo deseos de añadir que todo era muy agradable, y extraño, y emocionante, pero sólo se limitó a carraspear y unos rayos de luz giraron confusamente cuando él decía—: Sí.

Y más tarde, cuando todo el mundo estaba sentado en la gran mesa, tuvo la misma sensación que cuando se vuelve a casa después de los maitines para encontrar la mesa festiva con un carnero de dorados cuernos hecho de manteca, un jamón, y una pirámide virginal de requesón pascual, y uno deseaba comerlo inmediatamente y prescindir del jamón y de los huevos. Había calor y ruido, y a la mesa había mucha gente, que debía de haber estado también en la iglesia… no importa, no importa, dejémoslos quedarse un rato… La señora Luzhin miraba a su marido, su rizo, su bien cortado traje de etiqueta, y la torcida sonrisa con que saludaba los platos. Su madre, maquillada en exceso y ataviada con un vestido muy escotado que mostraba, como en los viejos tiempos, el apretado surco entre sus levantados senos, a la manera del siglo XVIII, se comportaba heroicamente, y hasta llegó a usar la segunda persona del singular (ty) para tratar con mayor familiaridad a su yerno, de modo que en un principio Luzhin no comprendía a quién se dirigía. Bebió dos copas de champán y un agradable sopor comenzó a invadirle en oleadas. Salieron a la calle. El viento de aquella oscura noche le golpeó suavemente el pecho, no lo bastante protegido por su chaleco de gala, y su esposa le rogó que se abrochara el abrigo. El padre, que no había dejado de sonreír durante la recepción ni de levantar su copa de un modo cargado de significación, hasta ponerla al nivel de sus ojos, afectación que había copiado de un diplomático que solía decir skól con gran elegancia, levantó en esos momentos un manojo de llaves, que brillaron a la luz del farol, como señal de despedida, sonriendo aún, pero sólo con los ojos. Su madre, con una estola de armiño sobre los hombros, trataba de no mirar la espalda de Luzhin cuando subió al taxi. Los invitados, todos ya un poco ebrios, se despidieron de los anfitriones y entre sí, y, entre risas, rodearon discretamente el coche que al fin pudo ponerse en marcha. Alguien entonces gritó «¡Hurra!», y un transeúnte nocturno, volviéndose hacia la mujer que le acompañaba, comentó con aprobación:

Zemliachki schumiat («Los compatriotas celebran algo»).

Luzhin se quedó dormido en el automóvil; los reflejos de una luz blanquecina se abrieron en forma de abanico, dándole vida a su rostro, y la tenue sombra de su nariz describió lentos círculos sobre su mejilla y su labio superior, y luego se hizo de nuevo la oscuridad hasta que pasó otra ráfaga de luz, acariciando al pasar la mano de Luzhin, que pareció introducirse en un bolsillo oscuro tan pronto como regresó la oscuridad. Entonces se presentaron una serie de luces, y cada una de ellas extrajo la sombra de una mariposa de su corbatín blanco, y su esposa le ajustó con cuidado la bufanda, pues el frío de la noche de noviembre penetraba hasta en el automóvil cerrado. De pronto despertó y entreabrió los ojos, sin saber dónde estaba, pero en ese momento el taxi se detuvo y su esposa le dijo tiernamente:

—Luzhin, hemos llegado a casa.

En el ascensor se quedó sonriendo y parpadeando, algo ofuscado pero de ninguna manera ebrio, y miró la hilera de botones, uno de los cuales había oprimido su esposa.

—Está en las alturas —observó Luzhin, mirando hacia el techo del ascensor, como si esperara ver la cumbre de su viaje. El ascensor se detuvo—. ¡Hip! —dijo él, y soltó una carcajada silenciosa.

Fueron recibidos en el vestíbulo de su apartamento por una nueva sirvienta, una maciza campesina, quien les tendió una mano enrojecida, desproporcionadamente grande. —Oh, ¿por qué nos ha esperado?— preguntó su esposa. La sirvienta, hablando a toda prisa, les felicitó y con un gesto de reverencia tomó el sombrero de copa de Luzhin. Este, con sonrisa furtiva, le mostró cómo se plegaba. —¡Asombroso!— exclamó la sirvienta. —Puedes irte; vete a la cama— repitió la esposa con cierta ansiedad. —Nosotros nos encargaremos de cerrar.

Las luces se encendieron sucesivamente en el estudio, en el salón y en el comedor.

—Se extiende como un telescopio —murmuró Luzhin.

No miró nada en particular, apenas podía mantener los ojos abiertos. Se dirigía hacia el comedor cuando advirtió que llevaba en los brazos un gran perro peludo con patas color de rosa. Lo puso sobre la mesa, y un diablillo que colgaba de la lámpara principal bajó inmediatamente como si fuera una araña. Las habitaciones se oscurecieron como las secciones de un telescopio al ser encajadas y Luzhin se encontró en el pasillo iluminado.

—Vete a acostar —gritó de nuevo su esposa a alguien que se movía en el otro extremo y les deseaba las buenas noches—. Ese es el cuarto de la sirvienta —añadió su mujer—; el cuarto de baño está allí, a la izquierda.

—¿Dónde queda el retrete? —preguntó Luzhin.

—En el cuarto de baño. Todo está incorporado al cuarto de baño —contestó ella. Luzhin abrió la puerta cautelosamente, y cuando pareció estar convencido de algo, entró y se encerró a toda prisa. Su mujer pasó por el vestíbulo, entró en el dormitorio y se sentó en un sillón, mirando las camas con sus atractivas mantas de lana—. ¡Qué cansada estoy! —Sonrió y durante largo rato estuvo observando a una mosca grande y perezosa que giraba en torno a la lámpara mauritana, zumbando sin cesar, hasta que desapareció—. ¡Por aquí! ¡Por aquí! —gritó al oír los pasos inseguros de Luzhin en el vestíbulo.

—¡El dormitorio! —dijo él con aprobación, llevándose las manos a la espalda y mirando a su alrededor. Ella abrió el ropero donde el día anterior había colocado la ropa de ambos, vaciló y se volvió hacia su marido.

—Voy a tomar un baño —le dijo—. Todas sus cosas están aquí.

—Espera un minuto —advirtió Luzhin, y de pronto bostezó con la boca muy abierta—. Espera un momento —repitió con voz palatal, tragando entre sílabas los trozos elásticos de ut bostezo. Pero ella recogió su pijama y sus zapatillas y salió toda prisa de la habitación.

El agua manaba del grifo en un abundante chorro azul, empezó a llenar la blanca bañera, que humeaba tiernamente cambiaba el tono de su murmullo a medida que el agua subía. Al contemplar el brillante chorro, reflexionó con cierta ansiedad que los límites de su competencia femenina estaban ya a la vista y que había una esfera en donde no era correcto tomar ella la iniciativa. Tan pronto como se sumergió en la bañera observó las mínimas burbujas de agua que se formaban en su piel y en la esponja porosa. Se hundió hasta el cuello y en ese momento se vio a través del agua ya levemente jabonosa, vio su cuerpo delgado y casi transparente, y cuando una rodilla emergió apenas del agua, esa isla redonda, reluciente y rosada resultó de alguna manera inesperada en su inconfundible corporeidad.

—Después de todo, no es asunto mío —dijo, liberando del agua un brazo burbujeante y haciendo a un lado los cabellos que le caían sobre la frente… Volvió a abrir el grifo del agua caliente, se deleitó con las elásticas oleadas de calor que le pasaban por el estómago, hasta que finalmente, causando una pequeña tempestad en la bañera, saltó hacia afuera y empezó a secarse pausadamente—. ¡Una belleza turca! —se dijo, situándose, con sólo los pantalones de su pijama de seda puestos, ante el espejo algo empañado—. ¡Bastante bien construida en conjunto! —dijo después de una pausa. Continuó estudiándose en el espejo, y luego se puso la camisa del pijama—. ¡Un poco llena en las caderas! —dijo.

El agua de la bañera que había estado saliendo con un gorgoteo de repente emitió un chillido y se hizo el silencio: la bañera estaba ya vacía, y sólo alrededor del agujero de desagüe había un charquito jabonoso. De pronto advirtió que se estaba demorando a propósito, en pijama delante del espejo, y un estremecimiento le recorrió el pecho, como cuando hojea uno una revista del año pasado, sabiendo que al segundo siguiente se abrirá una puerta y el dentista aparecerá en el umbral. Se dirigió hacia el dormitorio silbando con fuerza, y su silbido se cortó de golpe: Luzhin, cubierto hasta el pecho por un edredón, con la pechera almidonada de su camisa de etiqueta desabrochada, yacía en la cama con las manos bajo la cabeza y emitía un ronquido melodioso. El cuello de su camisa colgaba de los pies de la cama, los pantalones estaban en el suelo, con los tirantes en desorden, y el frac, mal colocado en un colgador, se encontraba tirado sobre el diván con un faldón rozando el suelo. Ella recogió todo sin hacer ruido y lo guardó. Antes de acostarse descorrió la cortina de la ventana para cerciorarse de que habían bajado la persiana. No lo habían hecho. En las oscuras profundidades del patio, el viento nocturno mecía una rama, y a la luz tenue proveniente de un lugar desconocido algo brillaba, tal vez un charco en el camino empedrado que bordeaba el césped, y en otro lugar la sombra de una verja aparecía y desaparecía intermitentemente. De pronto todo se oscureció y no quedó sino un abismo negro.

Pensó que se quedaría dormida en cuanto se metiera en la cama, pero no fue así. El arrullador ronquido a su lado, una melancolía extraña, y esa habitación oscura y desconocida la mantuvieron como suspendida, sin permitirle conciliar el sueño. Por alguna razón las palabras «partido» y «partida» se quedaron flotando en su cerebro: «un buen partido», «búscate un buen partido», «partido», «partida», «una partida inacabada, interrumpida», «una partida muy buena», «Transmítale al maestro mi ansiedad, mi gran ansiedad…», «Ella podía haber encontrado un excelente partido», dijo claramente su madre, flotando en la oscuridad. «Vamos a brindar», suspiró una tierna voz, y los ojos de su padre aparecieron a la altura de una copa, y la espuma subió, subió, y sus zapatos nuevos le apretaban un poco y hacía tanto calor en la iglesia…