X

Una noche, poco después, tuvo lugar una escena que llevaba mucho tiempo incubándose y madurando y que al fin estalló, fútil, vergonzosamente insultante, pero inevitable. Ella había regresado del hospital y comía con apetito una papilla de cereales, comentando que Luzhin se sentía mejor. Sus padres cambiaron miradas y entonces se produjo la escena.

—Espero —dijo la madre en voz alta—, que hayas renunciado a tu loco proyecto.

—Más, por favor —pidió, alargando el plato.

—Aunque sólo sea por un sentimiento de delicadeza —continuó la madre.

Y en ese momento el padre tomó rápidamente la antorcha:

—Sí —dijo—, sólo por delicadeza tu madre no te ha dicho nada en los últimos días, hasta que se aclarara la situación de tu amigo. Pero ahora tienes que escucharnos. Sabes muy bien que nuestro principal deseo, y preocupación y propósito, y en general…, sí, nuestro deseo, repito, es que estés bien, que seas feliz, etcétera. Pero esto…

—En mi época los padres seguramente lo habrían prohibido —intervino su madre—. Eso es todo.

—No, no, ¿qué tienen que ver aquí las prohibiciones? Escúchame, cariño, ya no tienes dieciocho años, sino veinticinco, y no puedo ver nada atractivo ni poético en todo lo que ha ocurrido.

—Lo hace sólo por hacernos enojar —interrumpió de nuevo su madre—. Es una continua pesadilla.

—¿De qué estáis hablando exactamente? —preguntó al fin la hija; sonrió y arqueó las cejas al tiempo que apoyaba suavemente los codos sobre la mesa y miraba alternativamente a su padre y a su madre.

—De que es necesario que abandones tus locuras —gritó la madre—. El matrimonio con un demente sin un céntimo es una tontería.

—Ach —articuló la hija, y estirando un brazo sobre la mesa dejó caer la cabeza sobre él.

—Mira —empezó de nuevo el padre—. Te sugerimos ir a los lagos italianos. Ve con tu madre a los lagos italianos. No puedes imaginarte lo celestial que es ese sitio. Recuerdo la primera vez que vi Isola Bella…

Los hombros de la hija comenzaron a estremecerse de risa apenas contenida.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó la madre, golpeando la mesa con la mano.

—Primero —dijo ella—, que dejes de gritar. Segundo, que Luzhin recupere por completo la salud.

—Isola Bella significa Isla Hermosa —continuó el padre apresuradamente, tratando de hacer entender a su mujer con un gesto significativo que él solo podía con la situación—. No te puedes imaginar lo que es aquello… un cielo perfectamente azul, y el calor, las magnolias, y los soberbios hoteles de Stresa… hay, por supuesto, tenis, baile… recuerdo sobre todo esos insectos que se iluminan, ¿cómo los llaman…?

—Bueno, entonces ¿qué? —preguntó la madre con rapaz curiosidad—. ¿Qué pasará con tu amigo, si no muere…?

—Eso depende de él —repuso la hija, tratando de mantener la calma—. No puedo abandonarle. No lo haré. Eso es todo.

—Terminarás en el manicomio con él. Allí es donde vas a acabar, muchachita.

—Loco o no… —empezó a decir la hija con una sonrisa temblorosa.

—¿No se te antoja Italia? —gritó el padre—. Esta muchacha está loca. No te casarás con ese maniático del ajedrez.

—Maniática eres tú. Si quiero me casaré con él. Eres una mujer estrecha de miras y malvada.

—Bueno, bueno, bueno. Ya basta, digo. —No permitiré que él vuelva a poner los pies en esta casa— jadeó la madre. —Y esa es mi última palabra.

La hija comenzó a llorar en silencio y abandonó el comedor; al pasar junto al aparador, se golpeó con una esquina y soltó un plañidero «¡Maldita sea!». El aparador, ofendido, continuó vibrando durante un buen rato.

—Has estado demasiado áspera —dijo el padre en un murmullo—. No la estoy defendiendo, por supuesto. Pero sabes que pueden ocurrir muchas cosas. Ese hombre ha abusado de sus fuerzas y ha sufrido una crisis. Tal vez después de esta conmoción cambie para bien. Mira, creo que voy a ver qué es lo que está haciendo.

Y al día siguiente mantuvo una larga conversación con el famoso psiquiatra en cuya clínica estaba internado Luzhin. El psiquiatra tenía una larga barba asiría y unos ojos húmedos y tiernos que centelleaban maravillosamente mientras escuchaba a su interlocutor. Le dijo que Luzhin no era epiléptico ni sufría de parálisis progresiva, que su condición era el resultado de una tensión prolongada, y que tan pronto como fuera posible tener una conversación sensata con el enfermo, se le tendría que inculcar que una pasión ciega por el ajedrez le resultaría fatal y que durante una larga temporada debería renunciar a su profesión y llevar un modo de vida absolutamente normal.

—¿Y un hombre como él puede casarse?

—¿Por qué no? No es impotente. —El profesor sonreía con ternura—. Es más, casarse sería una ventaja para él. Nuestro paciente necesita cuidados, atención y diversiones. Hay una oscuridad temporal de los sentidos, que gradualmente va desapareciendo. Por lo que podemos juzgar, su recuperación completa está en marcha.

Las palabras del psiquiatra produjeron una pequeña sensación en la casa.

—¿Quiere eso decir que se acabó el ajedrez? —observó la madre con satisfacción—. ¿Qué va a quedar de él entonces?, ¿sólo su locura?

—No, no —dijo el padre—. No es un problema de locura. El hombre será cuerdo. El diablo no es tan malo como lo pintan. He dicho «pintan», ¿me oyes, preciosa?

Pero la hija no sonrió, sino que emitió un suspiro. La verdad es que se sentía muy cansada. Había pasado la mayor parte del día en la clínica, y había algo increíblemente extenuante en la exagerada blancura de todo lo que la rodeaba, y en los blancos y silenciosos movimientos de las enfermeras. Aún extremadamente pálido, con una barba incipiente y una camisa limpia, Luzhin yacía inmóvil. Había momentos, es cierto, en que levantaba una rodilla bajo la sábana o movía ligeramente un brazo, y por su rostro aleteaban sombras y a veces aparecía en sus ojos una luz casi racional, pero, no obstante, todo lo que uno podía decir de él era que permanecía inmóvil, una inmovilidad inquietante y agotadora para la mirada que buscaba señales de alguna vida consciente. Y era imposible desviar la mirada, tan grande era el deseo de penetrar en aquella frente pálida y amarillenta que de vez en cuando se fruncía con un misterioso movimiento interior, de penetrar la misteriosa niebla que se movía con dificultades, tratando, tal vez, de disiparse por su cuenta y condensarse en aislados pensamientos humanos. Sí, sí, había movimiento, sí lo había. Aquella informe niebla estaba sedienta de contornos, de encarnarse en algo, y en una ocasión algo, semejante a un reflejo en el espejo, apareció en la oscuridad, y en ese débil rayo Luzhin percibió un rostro con una barba negra y rizada, una imagen familiar, un habitante de sus pesadillas infantiles. El rostro en el confuso espejo se aproximó y en seguida el claro espacio se ensombreció, y hubo una niebla oscura y un horror que se fue dispersando lentamente. Y tras la desaparición de muchos siglos oscuros (una sola noche terrestre), la luz volvió a surgir, y, de pronto estalló algo radiante, la oscuridad se rasgó y sólo quedó en forma de un marco difuso en medio del cual había una brillante ventana azul. Diminutas hojas amarillas brillaron en aquel azul, proyectando una sombra moteada sobre el tronco blanco de un árbol, escondido casi por la verde fronda de un abeto; y al poco esta visión se llenó de vida, las hojas comenzaron a estremecerse, el tronco se cubrió de manchas y la verde fronda osciló, y Luzhin, incapaz de tolerar todo aquello, cerró los ojos, pero la brillante oscilación permanecía debajo de sus párpados. Pensó que una vez había enterrado algo bajo aquellos árboles y ese pensamiento le llenó de felicidad. Y parecía estar a punto de recordar exactamente qué había sido cuando oyó murmullos encima de él y pudo diferenciar dos voces tranquilas. Comenzó a escuchar, tratando de entender dónde estaba y por qué tenía algo suave y frío sobre la frente. Después de unos minutos volvió a abrir los ojos. Una mujer gorda, vestida de blanco, mantenía la palma de su mano sobre su frente, y en la ventana había el mismo resplandor que había vislumbrado. Se preguntó qué debía decir, y al ver un pequeño reloj prendido de su pecho, se humedeció los labios con la lengua y preguntó qué hora era. Hubo movimientos en torno a él, las mujeres murmuraron algo, y Luzhin advirtió con asombro que comprendía su lenguaje, que incluso podía hablarlo.

Wie spät ist es? ¿Qué hora es? —repitió.

—Son las nueve de la mañana —dijo una de las mujeres—. ¿Cómo se siente?

Por la ventana, incorporándose un poco, podía verse una valla que también estaba moteada de sombras.

—Es evidente que he llegado a casa —dijo Luzhin, un tanto pensativo, y de nuevo hundió en la almohada su cabeza ligera y vacía.

Durante un rato oyó murmullos, el suave tintineo de cristales… había algo agradable en todo lo absurdo que estaba ocurriendo en torno suyo y era delicioso estar echado sin moverse. Se fue quedando imperceptiblemente dormido y cuando despertó volvió a ver el azul radiante de un otoño ruso. Pero algo había cambiado, un desconocido había aparecido junto a su cama. Luzhin volvió la cabeza: sentado en una silla a su derecha un hombre vestido de blanco, con una barba negra, le miraba atentamente con ojos sonrientes. Luzhin pensó vagamente que se parecía al campesino del molino, pero ese parecido se desvaneció del todo tan pronto el hombre habló:

Jarachó? —inquirió con tono amable.

—¿Quién es usted? —preguntó Luzhin en alemán.

—Un amigo —respondió el caballero—, un amigo fiel. Ha estado usted enfermo, pero ahora ya está bien. ¿Me oye? Ahora ya está bastante bien. —Luzhin se propuso meditar esas palabras, pero el hombre no se lo permitió; con tono simpático le dijo—: Debe permanecer quieto. Descanse. Necesita usted dormir una barbaridad.

Así regresó Luzhin de aquel largo viaje, después de perder en el camino la mayor parte de su equipaje, y era demasiado complicado recuperar lo perdido. Los primeros días de su convalecencia fueron suaves y tranquilos. Las mujeres de blanco le proporcionaron sabrosos alimentos; el hechicero hombre de las barbas se presentaba y le decía palabras agradables, luego le examinaba con sus ojos color ágata, que bañaban su cuerpo de calor. Pronto Luzhin comenzó a advertir que había alguien más en la habitación, una presencia palpitante y evasiva. En una ocasión, cuando se despertó, alguien salió rápida y silenciosamente de allí, y otra vez, cuando dormitaba, oyó un murmullo en extremo ligero y al parecer familiar, que inmediatamente se interrumpió. Y en la conversación del hombre de las barbas hubo insinuaciones de algo misterioso y feliz; flotaba en el aire que le rodeaba y en la belleza del otoño que se podía vislumbrar a través de la ventana, y en un temblor que había en alguna parte detrás del árbol, sí, una felicidad enigmática y evasiva. Y gradualmente Luzhin comenzó a advertir que ese vacío celestial donde flotaban sus transparentes pensamientos se comenzaba a llenar por todas partes.

Advertido de la inminencia de un acontecimiento maravilloso, contempló la puerta blanca a través de los barrotes de su cabecera, en espera de que se abriera y se hiciera verdad la predicción. Pero la puerta no se abría. De pronto, a su lado, fuera de su campo de visión, algo se movió. Ocultándose tras un gran biombo, alguien se reía.

—Ya voy, ya voy, espéreme un momento —murmuró Luzhin; liberó las piernas de las mantas y buscó con sus ojos saltones bajo la silla que estaba al lado de la cama algo que ponerse en los pies.

—Usted no va a ir a ninguna parte —dijo una voz, y un vestido color de rosa llenó instantáneamente el vacío.

El hecho de que su vida fuese iluminada por primera vez desde ese costado facilitó el regreso de Luzhin. Durante algún tiempo, aquellas ásperas eminencias, los dioses de su ser, permanecieron en la sombra. Una tierna ilusión óptica tuvo lugar: regresó a la vida siguiendo una dirección diferente de aquella por la que había salido, y el trabajo de redistribuir sus recuerdos fue asumido por la maravillosa felicidad que primero le dio la bienvenida. Y cuando finalmente esa zona de su vida fue restaurada por completo, y, de pronto, con el estruendo que produce una pared al derrumbarse, apareció Turati junto con el torneo y con todos los torneos precedentes, esa felicidad fue lo bastante fuerte para eliminar la imagen vociferante de Turati y enviar a su caja las inquietas piezas de un ajedrez. Tan pronto como volvían a la vida, la tapa se cerraba de golpe sobre ellas; la lucha no duró demasiado tiempo. El doctor le ayudaba; mientras las piedras preciosas de sus ojos resplandecían y se licuaban, hablaba del hecho de que en derredor de ellos el mundo era libre y feliz, que el ajedrez era un entretenimiento frío que seca y corrompe el cerebro, y que el ajedrecista apasionado es tan ridículo como el loco que inventa un perpetuum mobile o cuenta guijarros en la playa desierta de un océano.

—Dejaré de amarle —le dijo su prometida—, si comienza usted a pensar en el ajedrez. Sepa que puedo leer todos y cada uno de sus pensamientos, así que pórtese bien.

—Horror, sufrimiento, desesperación —enumeró en voz queda el médico—, tales son los frutos de ese juego agotador.

Y demostró a Luzhin que este tenía perfecta conciencia de ello, es decir, que Luzhin era incapaz de pensar en el ajedrez sin experimentar un sentimiento de repulsión, y de una manera un tanto misteriosa, Luzhin, licuándose y resplandeciendo, se relajaba deliciosamente y estaba de acuerdo con tales razonamientos. En el amplio y fragante jardín de la clínica, Luzhin paseaba con sus nuevas zapatillas de suave cuero y manifestaba su aprobación por las dalias, mientras su prometida caminaba a su lado, y por alguna razón pensaba en un libro leído en su infancia en el que todas las dificultades en la vida de un colegial, que se había escapado de su casa con un perro al que había salvado, eran resueltas gracias a una oportuna (para el autor) fiebre, no tifus, ni escarlatina, sino una mera fiebre, y la joven madrastra, a quien nunca había amado, le cuidó con tanto afecto que de pronto él comenzó a apreciarla y a llamarla «mamá», y ardientes lágrimas bañaban las mejillas de ella y todo terminaba como era debido.

—Luzhin está bien —dijo ella con una sonrisa, mirando su pesado perfil (el perfil de un Napoleón más débil), mientras él se inclinaba con recelo sobre una flor, que tal vez fuera a morder—. Luzhin está bien, Luzhin sale a pasear, Luzhin es encantador.

—No huele —dijo Luzhin con voz espesa y humilde—. No tiene por qué oler —replicó ella, tomándolo del brazo—. Se supone que las dalias no huelen. Pero mire esa flor blanca que está allí, esa sí que despide un perfume fuerte por las noches. Cuando yo era niña solía chupar la savia de la corola. Ahora ya no me gusta.

—En nuestro jardín en Rusia… —comenzó Luzhin, y se quedó pensativo, mirando furtivamente los arriates—, teníamos esas flores que hay allí. Nuestro jardín era bastante presentable. —Las conozco— dijo ella. —No me gustan, me parecen vulgares. En nuestro jardín…

Por lo general, hablaban mucho de la infancia. También el profesor hablaba de ella y hacía preguntas a Luzhin.

—Su padre poseía tierras, ¿no es así? —Luzhin asintió—. La tierra, el campo, todo eso es excelente —continuaba el profesor—. Con toda seguridad tenían caballos y vaca. —Otro movimiento de cabeza afirmativo—. Déjeme imaginar su casa… rodeada toda por viejos árboles… una casa amplia y luminosa. Su padre regresa de la caza…

Luzhin recordó que su padre había vuelto con un pichón gordo y repelente que había encontrado en una zanja.

—Sí —contestó con inseguridad.

—Déme más detalles —pidió el profesor con voz suave—. Se lo ruego. Me interesa saber cuáles eran sus ocupaciones durante la niñez, con qué jugaba usted. Estoy seguro de que tenía usted soldados de plomo.

Pero Luzhin rara vez se animaba durante esas conversaciones. Por otra parte, estimulado por los constantes interrogatorios, sus pensamientos volvían una y otra vez al mundo de la infancia. Era imposible expresar sus recuerdos con palabras… sencillamente no había palabras adultas para sus impresiones de la niñez, y si acaso alguna vez contaba algo, lo hacía a saltos y de mala gana describiendo rápidamente los contornos y marcando un movimiento complejo, rico en posibilidades sólo con una letra y un número. Su infancia anterior a la escuela y al ajedrez, en la que antes jamás había pensado, rechazándola con un ligero estremecimiento por temor a encontrar allí horrores adormecidos e insultos humillantes, resultó ser un lugar asombrosamente seguro, donde pudo hacer agradables excursiones que algunas veces le produjeron un placer intenso. El propio Luzhin era incapaz de comprender la causa de tanta emoción. ¿Por qué la imagen de aquella rechoncha institutriz francesa, con sus tres botones a un lado de la falda, que quedaban juntos cada vez que depositaba su enorme trasero en un sillón, una imagen que tanto le irritaba entonces, evocaba ahora en su pecho un sentimiento de tierna constricción? Recordaba que en la casa de San Petersburgo su obesidad asmática prefería a las escaleras el anticuado ascensor hidráulico que el portero ponía en marcha mediante una palanca que se encontraba en el vestíbulo. «Allá vamos», decía invariablemente mientras cerraba las hojas de la puerta, y el pesado ascensor, entre resoplidos y estremecimientos, ascendía lentamente impulsado por el grueso cable de terciopelo, y a su paso, en la pared desconchada visible a través del cristal, se veían oscuros retazos geográficos, esos retazos hechos de tiempo y humedad entre los cuales, como entre las nubes del cielo, pueden verse los contornos de Australia y del Mar Negro. A veces el pequeño Luzhin subía con ella, pero con más frecuencia se quedaba abajo, y escuchaba al ascensor en sus esfuerzos por subir, y siempre esperaba que se quedara detenido a mitad del trayecto, lo que ocurría con bastante frecuencia. El ruido cesaba y desde un lugar desconocido, tras las paredes, llegaba un grito pidiendo socorro; el portero movía la palanca, con un gruñido de esfuerzo, y entonces abría la puerta que daba hacia la oscuridad y preguntaba con energía, mirando hacia arriba: «¿Se mueve?», y al cabo de un rato el ascensor volvía, pero vacío. Vacío. Sólo Dios podía saber lo que le había ocurrido a ella, tal vez había viajado al cielo y se había quedado allí con su asma, sus caramelos de regaliz y sus quevedos atados con un cordón negro. El recuerdo volvió también vacío, y tal vez por primera vez en su vida, Luzhin se formuló la pregunta: ¿Adónde, exactamente, se había ido todo, en qué se había convertido su infancia, hacia dónde había volado la terraza, hacia dónde, susurrando entre los arbustos, se habían escapado los senderos familiares?

Con un movimiento involuntario del alma buscó aquellos senderos en el jardín de la clínica, pero los macizos tenían una forma diferente, los abedules estaban colocados de manera distinta y los huecos en su follaje rojizo, llenos del azul del otoño, no correspondían de ninguna manera a los huecos conocidos en que trató de colocar aquellos trozos recortados de azul. Parecía que era irrepetible aquel remoto mundo en el que vagaban las imágenes, ya completamente tolerables, de sus padres, suavizadas por la neblina del tiempo, y el tren, con su vagón de estaño, pintado para que pareciera madera, zumbaba bajo los flecos del sillón, y sólo Dios sabía cómo afectaba eso al conductor de la locomotora, demasiado grande para caber en ella.

Esa era la infancia que Luzhin visitaba de buen grado en sus pensamientos. Fue seguida por otro período, un largo período de ajedrez, que tanto el doctor como su prometida calificaban de años perdidos, un período oscuro de ceguera espiritual, una ilusión peligrosa, años perdidos, perdidos. Su recuerdo era insoportable. Agazapada como un espíritu maligno estaba la imagen, en cierto modo terrible, de Valentinov. Muy bien, de acuerdo, eso es lo que son, años perdidos, ¡al diablo con ellos!, ya están olvidados, borrados de la vida. Y una vez excluidos, la luz de la infancia se fundió directamente con la luz del presente y su abundancia formó la imagen de su prometida. Su ser expresó todo el encanto y la suavidad que podía extraerse de sus recuerdos de la infancia, como si los puntos de luz diseminados por los senderos del jardín solariego se hubiesen juntado en ese momento en un cálido y único resplandor.

—¿Por qué estás tan feliz? —le preguntó su madre con aflicción, mirando su rostro radiante—. ¿Vamos a celebrar pronto una boda?

—Pronto —respondió ella, lanzando hacia el sofá su sombrerito redondo y gris—. En todo caso, en uno o dos días va a salir de la clínica.

—Le está costando a tu padre una buena fortuna; alrededor de mil marcos.

—He andado de una librería a otra —suspiró la hija—; quería leer sin demora a Julio Verne y las novelas de Sherlock Holmes. Por lo que he advertido, nunca ha leído a Tolstoi.

—Por supuesto, es un campesino —dijo la madre en un murmullo—. Siempre lo he dicho.

—Mira, mamá —dijo ella, golpeando ligeramente con un guante el paquete de libros—, vamos a hacer un trato. De hoy en adelante dejemos a un lado estos sarcasmos. Es estúpido y degradante para ti, y, sobre todo, completamente inútil.

—Entonces no te cases con él —dijo la madre, el rostro demudado—. No te cases con él, te lo ruego. Mira, si así lo quieres, me arrojaré de rodillas a tus pies.

Y apoyando un codo en el sillón, empezó a doblar una pierna con dificultad, haciendo descender lentamente su cuerpo voluminoso, que crujía un poco.

—Vas a hundir el suelo —observó su hija, quien cogió sus libros y salió de la habitación.

Luzhin leyó el viaje de Fogg y las memorias de Holmes en dos días, y cuando las terminó, comentó que no eran lo que él quería… se trataba de una edición incompleta. De los otros libros le gustó Anna Karenina, especialmente las páginas sobre las elecciones del Comité Regional y la cena ofrecida por Oblonski. También le causó bastante impresión Las almas muertas, y además en cierto modo le sorprendió reconocer toda una parte que había escrito en su infancia larga y laboriosamente al dictado. Además de los llamados clásicos, su prometida le llevó buen número de frívolas novelas francesas. Todo lo que pudiera entretener a Luzhin era bueno, incluso esas historias de gusto dudoso que él leía, aunque desconcertado, con interés. La poesía, por otra parte (por ejemplo, un pequeño volumen de Rilke, que compró por recomendación del librero) le sumió en un estado de profunda perplejidad y tristeza. El profesor había prohibido que Luzhin leyera cualquiera de los libros de Dostoievski, el cual, según palabras del profesor, causaba un efecto opresivo en la mente del hombre contemporáneo, quien, como en un terrible espejo…

—Oh, el señor Luzhin no se aflige con los libros —dijo ella con alegría—. Y si no acaba de comprender la poesía es por la rima; la rima le desconcierta.

Y, por extraño que pudiera parecer, a pesar del hecho de que Luzhin había leído menos libros aún en su vida que ella en la suya, de que no terminó el bachillerato y no le había interesado otra cosa que no fuera el ajedrez, la muchacha intuía en él un barniz cultural del que ella carecía. Había títulos de libros y nombres de personajes que, por alguna extraña razón, eran familiares para Luzhin, aunque no hubiera leído aquellos libros. Su lenguaje era tosco y estaba lleno de ridículas palabras incoherentes, pero a veces vibraba con una misteriosa entonación que insinuaba otra clase de palabras, vivas y cargadas de un sutil significado, pero que no lograba pronunciar. Pese a su ignorancia, pese a las limitaciones de su vocabulario, Luzhin albergaba en su interior una apenas perceptible vibración, la sombra de sonidos que alguna vez había escuchado.

Su madre no volvió a aludir ni a su tosquedad ni a sus otros defectos desde el día en que, de rodillas, había llorado hasta descargar su corazón, con la mejilla apoyada en el brazo de un sillón.

—Lo comprendería todo —le dijo más tarde a su marido—, lo comprendería y perdonaría todo si ella le amara. Pero eso es lo terrible…

—No, no estoy de acuerdo contigo —la interrumpió su marido—. También yo pensé al principio que todo era mental. Pero su actitud ante esa enfermedad me ha convencido de lo contrario. Por supuesto, semejante matrimonio es arriesgado, y es cierto que hubiera podido elegir mejor… Aunque él proceda de una antigua familia de la nobleza, lo Cierto es que su profesión ha dejado huellas en él. ¿Te acuerdas de Irina, la que se hizo actriz? ¿Recuerdas lo cambiada que estaba cuando vino a vernos después? De cualquier manera, haciendo caso omiso de sus defectos, debo decir que le considero un buen hombre. Ya lo verás, ahora se dedicará a alguna ocupación útil. No sé qué piensas, pero no me siento capaz de disuadirla. Me parece que deberíamos resignarnos a aceptar lo inevitable.

Habló enérgicamente durante mucho rato, y todo el tiempo se mantuvo muy erguido, jugando con la tapa de su pitillera.

—Lo único que te puedo decir —repitió su mujer— es que ella no le ama.