IX

La acera se deslizaba, se elevaba en ángulo recto y volvía a retroceder. Günther se irguió, respirando con fuerza, mientras el camarada que le sostenía también se tambaleaba sin dejar de repetir:

—Günther, Günther, trata de caminar.

Günther se irguió casi por completo, y después de un breve descanso, que no había sido el primero, ambos continuaron su recorrido por la calle, desierta a aquellas horas de la noche, que ascendía suavemente hacia las estrellas para después volver a descender. Günther era una tipo corpulento y fornido y habla bebido más que Kurt, su compañero; por lo tanto, este le sostenía lo mejor que podía, a pesar de que la cerveza le producía un estruendo en el cerebro.

—¿Dónde están?, ¿dónde están? —se esforzaba Günther en preguntar—. ¿Dónde están los otros?

Un momento antes, todos habían estado sentados en torno a una mesa de roble, treinta muchachos más o menos, felices, inteligentes, treinta jóvenes muy trabajadores que celebraban el quinto aniversario del fin de sus estudios con unas cuantas canciones y el sonoro tintineo de los brindis, treinta jóvenes que tan pronto como empezaron a dispersarse para regresar a sus hogares se encontraron víctimas de la náusea, la oscuridad y la terrible inseguridad de las calles.

—Los otros están allí —dijo Kurt con un amplio gesto, que volvió desagradablemente a la vida a la pared más próxima; se inclinó hacia adelante y luego con alguna dificultad volvió a enderezarse—. Se han ido, se han ido —declaró con tristeza.

—Pero Karl está enfrente de nosotros —dijo Günther despacio, y un viento con tufo a cerveza les obligó a hacerse a un lado; se detuvieron, luego dieron un paso hacia atrás, y, al fin, volvieron a proseguir su camino—. Te digo que Karl está allí —repitió malhumorado Günther. Y era cierto que un hombre estaba sentado sobre el borde de la acera, con la cabeza baja. Cuando lograron acercarse a él, el hombre hizo un chasquido con los labios y volvió el rostro hacia ellos. Sí era Karl, ¡pero había que ver qué Karl!, la cara sin expresión, la mirada vidriosa.

—Sólo estoy descansando —dijo con voz inexpresiva—; dentro de un momento continuaré mi camino.

De pronto, un taxi con la bandera levantada se les acercó lentamente por el asfalto desierto.

—¡Deténlo! —dijo Karl—, quiero que me lleve. —El coche se detuvo.

Günther se desplomó varias veces sobre Karl al intentar ayudarlo a levantarse, y Kurt comenzó a tirar de un pie con polainas grises. Desde su asiento el chófer alentaba todo esto con muy buen humor; al final también él bajó y comenzó a ayudarlos. Introdujeron por la fuerza aquel cuerpo que forcejeaba torpemente, y el coche se puso en marcha.

—Ya casi hemos llegado —observó Kurt. El cuerpo que estaba junto a él suspiró y Kurt, al mirarlo, vio que era Karl, lo que significaba que el taxi se había llevado a Günther y no a él—. Te echaré una mano —dijo culpablemente—. Vámonos.

Karl miró hacia adelante con ojos vacíos e infantiles. Kurt se apoyó en él y ambos echaron a andar y cruzaron hacia el otro lado del asfalto.

—Aquí hay otro —dijo Kurt. Un hombre gordo, sin sombrero, yacía muy encogido sobre la acera, junto a la valla de un jardín—. Es posible que sea Pulvermacher —susurró—; ya sabes que ha cambiado una barbaridad en los últimos años.

—Ese no es Pulvermacher —respondió Karl, sentándose junto a él en la acera—. Pulvermacher es calvo.

—No importa —dijo Kurt—, también a este tendremos que llevarle a su casa. —Trataron de levantar al hombre por los brazos y perdieron el equilibrio.

—No vayas a romper las vallas —advirtió Karl.

—Tenemos que llevarle —repitió Kurt—. Tal vez es el hermano de Pulvermacher. También él estuvo allí.

Era evidente que el hombre estaba profundamente dormido. Llevaba un abrigo negro con solapas de terciopelo. Su cara regordeta, de mentón pesado y párpados inflamados, brillaba a la luz del farol.

—Vamos a esperar un taxi. —Y sin más, siguió el ejemplo de Kurt, quien estaba sentado en cuclillas al borde de la acera—. Esta noche tocará a su fin —sentenció lleno de confianza—. ¡Cómo se mueven!

—Son estrellas —explicó Karl, y ambos permanecieron contemplando el maravilloso, pálido y nebuloso abismo, donde las estrellas yacían derramadas en un arco.

—También Pulvermacher las mira —dijo Kurt, después de un silencio.

—No; está durmiendo —objetó Karl, contemplando aquel rostro hinchado e inmóvil.

—Sí, durmiendo —asintió Kurt.

Una luz se derramó sobre el asfalto, y el mismo amable taxista que se había llevado a Günther se detuvo junto a la acera.

—¿Otro? —preguntó el taxista echándose a reír—. Podrían haberse ido juntos.

—Pero, ¿adónde llevarlo? —le preguntó Karl a Kurt con voz adormilada.

—Debe de tener alguna dirección; busquemos en sus bolsillos —respondió vagamente Kurt.

Balanceándose y cabeceando involuntariamente, se inclinaron sobre el hombre inmóvil; el hecho de que el abrigo estuviera desabotonado facilitó las posteriores exploraciones.

—El chaleco es de terciopelo —dijo Kurt—. ¡Pobre hombre, pobre hombre…!

En el primer bolsillo encontraron una postal doblada en dos, que se partió al cogerla, y la mitad que tenía la dirección del destinatario se les cayó de las manos y desapareció sin dejar huellas. Sin embargo, en la otra parte de las tarjeta encontraron otra dirección, escrita diagonalmente sobre la tarjeta y subrayada fuertemente. Le dieron al chófer esa dirección y luego se ocuparon en meter en el coche el cuerpo pesado y sin vida que habían encontrado; también en esa ocasión el taxista acudió a ayudarles. En la puerta aparecieron bajo la luz de los faroles grandes cuadros de ajedrez, el conocido emblema de los taxis de Berlín. Finalmente, el atestado vehículo echó a andar.

Karl se quedó dormido en el camino. Su cuerpo, y el del desconocido, y el de Kurt, quien iba sentado en el suelo, entraban en un suave e involuntario contacto en cada curva, aunque al final Kurt acabó en el suelo, y Karl y buena parte del desconocido también. Cuando el coche se detuvo y el chófer abrió la puerta, al principio fue incapaz de saber cuántas personas había en el interior. Karl se despertó de inmediato, pero el desconocido permanecía tan inmóvil como antes.

—Tengo curiosidad por saber qué harán ahora con su amigo —dijo el taxista.

—Lo más probable es que le estén esperando —respondió Kurt.

El chófer consideró que ya había terminado su trabajo y transportado suficientes pesos muertos por una noche, levantó la bandera y les dijo el precio del transporte.

—Yo pagaré —dijo Karl.

—No, lo haré yo —dijo Kurt—; yo le encontré primero.

Ese razonamiento convenció a Karl. Desocuparon con dificultad el coche, que inmediatamente se alejó. Tres personas permanecieron en la acera: una de ellas tendida, con la cabeza apoyada en un escalón de piedra.

Entre tumbos y suspiros, Kurt y Karl llegaron a mitad de la calle, y allí, dirigiéndose a la única ventana iluminada de la casa, gritaron roncamente, y al instante, con inesperada rapidez, la persiana a través de cuyas rendijas se filtraba la luz fue levantada. Se asomó una joven. Sin saber cómo empezar, Kurt sonrió con afectación, y luego se animó y dijo audaz y ruidosamente:

—Señorita, hemos traído a Pulvermacher.

La mujer no respondió y la persiana bajó con un chirrido. Era posible advertir, sin embargo, que una persona permanecía detrás de la ventana.

—Lo hemos encontrado en la calle —explicó Karl sin seguridad, dirigiéndose a la ventana. La persiana volvió a subir.

—Lleva puesto un chaleco de terciopelo —consideró Kurt necesario explicar.

La ventana se quedó vacía, pero un momento después la oscuridad detrás de la puerta principal se disipó y a través de los cristales se pudo ver una escalera iluminada, de mármol hasta el primer descansillo, y esta escalera recién nacida no había tenido tiempo de cuajar del todo cuando unas veloces piernas femeninas aparecieron en sus escalones. Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. En la acera, de espaldas a los peldaños, yacía un hombre corpulento vestido de negro.

Entre tanto la escalera continuaba produciendo gente. Apareció un caballero que llevaba zapatillas de estar por casa, pantalones negros y una camisa almidonada sin cuello, y detrás de él pudo verse a una sirvienta pálida y regordeta, con chancletas en los pies. Todo el mundo se inclinó sobre Luzhin, y los desconocidos, con sonrisas culpables y completamente borrachos, comenzaron a explicar algo, mientras uno de ellos insistía en mostrar la mitad de una postal, como si fuera su tarjeta de visita. Entre los cinco subieron a Luzhin por las escaleras, y su prometida, quien sostenía la pesada y preciosa cabeza, emitió un grito cuando la luz de la escalera se apagó de repente. En la oscuridad todo osciló, hubo golpes, patadas y resoplidos, alguien dio un paso atrás e invocó el nombre de Dios en alemán, y cuando la luz volvió a encenderse, uno de los desconocidos estaba sentado sobre un escalón, y el otro yacía aplastado por el cuerpo de Luzhin, mientras que arriba, en el descansillo, se encontraba la madre, envuelta en una bata de colores chillones, contemplando con ojos brillantes y prominentes el cuerpo inerte que su marido, gimiendo y maldiciendo, sostenía, y la enorme y horrible cabeza que su hija cargaba sobre un hombro. Llevaron a Luzhin al salón. Los jóvenes desconocidos hicieron chocar sus tacones, intentando presentarse a alguien, para luego huir, asustados por las mesitas cargadas de porcelana. Fueron vistos al mismo tiempo en todas las habitaciones. Sin duda querían salir, pero no lograban encontrar el camino hacia la puerta principal. Fueron hallados en todos los divanes, en el baño y en el arca del pasillo, y no había manera de deshacerse de ellos. Su número era poco claro, un número borroso y fluctuante. Pero al cabo de un rato desaparecieron, y la sirvienta dijo que había abierto la puerta a dos de ellos y que el resto debía estar tendido en alguna parte, y que la ebriedad arruina al hombre, y que el novio de su hermana también bebía.

—Felicidades, está borracho como una cuba —dijo la dueña de la casa, mirando a Luzhin, quien yacía como un cadáver, a medias desvestido y cubierto con una manta, en un sofá del salón—. Felicidades.

Pero había algo extraño: el hecho de que Luzhin estuviera borracho le agradaba, despertaba en ella un cálido sentimiento hacia él. En tal borrachera adivinaba algo humano y natural, y hasta cierta audacia, una amplitud de espíritu. Esa era una situación en la que se hallaban algunas personas a quienes conocía, buenas personas, felices. Y, ¿por qué no?, se dijo, los tiempos agitados que vivimos nos trastornan, por eso no es de extrañar que los muchachos rusos se den a la bebida, el dragón verde, el confortador, de vez en cuando… Pero cuando se descubrió que Luzhin no desprendía olor a vodka ni a vino, y que dormía de un modo extraño, no como un borracho, sufrió un desengaño y se increpó a sí misma por haber presupuesto una sola inclinación natural en Luzhin. Mientras el médico, que llegó al amanecer, lo examinaba, el rostro de Luzhin experimentó un cambio, sus párpados se levantaron y por debajo miraron unos ojos opacos. Y fue entonces cuando su prometida logró salir del aturdimiento espiritual que la había poseído desde el momento en que vio a aquel cuerpo tendido junto a los peldaños de la entrada. Es cierto que había intuido que pasaría algo terrible, pero nunca le había pasado por la imaginación precisamente aquello. La noche anterior, cuando Luzhin no fue a visitarles como era su costumbre, ella había llamado al café donde tenía lugar el torneo y allí le dijeron que la partida había terminado hacía ya un buen rato. Llamó entonces al hotel, y allí le informaron que Luzhin no había regresado aún. Salió a la calle, pensando que tal vez la estuviera esperando al lado de la puerta cerrada, volvió a llamar al hotel y luego consultó con su padre sobre la conveniencia de avisar a la policía.

—Tonterías —dijo su padre rotundamente—. Seguro que tiene muchos amigos a su alrededor. Se habrá ido de juerga.

Pero ella sabía muy bien que Luzhin no tenía amigos y encontraba extraña su ausencia.

Y en esos momentos, al mirar el rostro abultado y pálido de Luzhin, ella rebosaba tierna y afligida piedad, hasta el punto de parecerle que sin esa piedad que había en su interior no podría haber vida. Era imposible pensar que aquel hombre inofensivo hubiera estado tendido en la calle y que su blando cuerpo hubiera sido maltratado por borrachos; no podía tolerar la idea de que todos hubieran tomado su misterioso desmayo por el sueño vulgar de un juerguista y esperado un repugnante ronquido de su indefensa quietud. Eran grandes la piedad y el dolor que sentía ante aquella situación. Aquel chaleco anticuado y excéntrico que era imposible contemplar sin lágrimas, y aquel pobre mechón, y el cuello blando y desnudo, lleno de pliegues, como el de un niño… Todo había ocurrido a causa de ella… ella no le había vigilado, debía haber permanecido todo el tiempo a su lado, no haberle permitido jugar demasiado. ¿No era un milagro que en tales condiciones no le hubiera atropellado un coche? ¿Y por qué no habla adivinado que en cualquier minuto él podía derrumbarse, paralizado por la fatiga del ajedrez?

—¡Luzhin! —dijo sonriendo, como si él pudiera ver su sonrisa—. Luzhin, todo va bien. Luzhin, ¿me oye?

Tan pronto como se lo llevaron al hospital, ella se dirigió al hotel por sus cosas; al principio no le permitieron entrar en su cuarto, y eso produjo largas explicaciones y una llamada al hospital por un empleado del hotel bastante descarado; después tuvo que pagar la cuenta de Luzhin por la última semana, y no tenía dinero suficiente, lo que hizo necesarias nuevas explicaciones, y ella consideró que se seguía escarneciendo a Luzhin, y le fue difícil retener las lágrimas. Y cuando rechazando la burda ayuda de la camarera del hotel, comenzó a reunir las cosas de Luzhin, el sentimiento de piedad llegó a su grado máximo. Había entre sus prendas de vestir algunas que debía haberse puesto durante años, sin fijarse en su estado, sin atreverse a desecharlas, cosas innecesarias e inesperadas: un cinturón de lona con una hebilla metálica en forma de letra S, con una bolsa de cuero al lado, un cortaplumas en miniatura con cachas de nácar para colgar de una cadena de reloj, una colección de tarjetas postales italianas: cielos azules, madonnas y una aureola lila sobre el Vesubio; algunas cosas inequívocamente peterburguesas: un ábaco minúsculo con cuentas rojas y blancas, un calendario de escritorio, con algunas páginas sueltas correspondientes al año 1918. Todo esto se hallaba en desorden en un cajón, entre varias camisas limpias pero arrugadas, cuyas rayas de colores y puños almidonados evocaban una imagen de años muy anteriores. También encontró una chistera plegable comprada en Londres, y dentro de ella la tarjeta de visita de alguien llamado Valentinov… Los artículos de tocador se hallaban en tal estado que decidió dejarlos y comprar una esponja de hule en lugar de un inconcebible cepillo. Hizo un paquete aparte con su juego de ajedrez, una caja de cartón llena de apuntes y diagramas y una colección de revistas de ajedrez. Eran cosas que él no necesitaba. Cuando llenó la maleta y el baúl y los cerró con llave, advirtió debajo de la cama un par de zapatos marrones, asombrosamente viejos y maltrechos, que Luzhin usaba como zapatillas. Con cuidado, volvió a meterlos debajo de la cama.

Del hotel se dirigió al café donde tenía lugar el torneo de ajedrez, al recordar que Luzhin había llegado sin su bastón y su sombrero, pensando que tal vez los había dejado allí. Había muchísima gente en el salón del ajedrez, y Turati, en pie junto al perchero, se estaba quitando con gran desenvoltura su abrigo. Comprendió que había llegado en el momento preciso en que el juego iba a iniciarse, y que nadie sabía que Luzhin estaba enfermo. «No importa», pensó con cierta satisfacción maligna. «Que esperen». Encontró el bastón, pero no el sombrero. Y después de mirar con odio la pequeña mesa donde ya habían colocado las piezas, y a Turati, ancho de hombros, quien se frotaba las manos, y que hacía ejercicios para aclararse la garganta como un bajo, rápidamente abandonó el café, volvió a subir al taxi sobre el que se destacaba el conmovedor pequeño baúl verde de Luzhin, y volvió al hospital.

Ella no estaba en su casa cuando volvieron a aparecer los jóvenes que recogieron a Luzhin. Habían ido a disculparse por su tempestuosa intromisión nocturna. Iban bien vestidos, se inclinaron, arrastrando los pies, y preguntaron por el caballero al que habían recogido la noche anterior. Les dieron las gracias por haberle acompañado y para quedar bien les explicaron que había dormido maravillosamente después de una fiesta que le ofrecieron sus amigos para celebrar su compromiso matrimonial. Los jóvenes permanecieron unos diez minutos, al cabo de los cuales se levantaron y se despidieron enteramente satisfechos.

Más o menos a la misma hora, un hombrecillo atribulado, que tenía alguna relación con el torneo, llegó al hospital. No se le permitió ver a Luzhin. La joven tranquila que habló con él le dijo con frialdad que Luzhin estaba muy postrado y no era seguro que pudiera reanudar sus actividades como jugador de ajedrez.

—¡Esto es tremendo! ¡Esto es increíble! —repitió varias veces el hombrecito, desolado—. ¡Una partida inacabada! ¡Y era tan buena! Transmita al maestro… sí, transmítale mis mejores deseos… mi preocupación…

Agitó una mano, desesperado, y se dirigió con torpeza hacia la salida, meneando la cabeza.

Los periódicos publicaron la noticia de que Luzhin había sufrido una crisis nerviosa antes de terminar la partida decisiva y que, según Turati, las negras estaban destinadas a perder a causa de la debilidad del peón colocado en f4. Y en todos los clubes de ajedrez los expertos hicieron largos estudios de la posición de las piezas, buscaron posibles continuaciones y señalaron la debilidad de las blancas en d3, pero nadie pudo hallar la clave de una victoria indiscutible.