VIII

Aquello que tan indiferente dejaba a su prometida causó en Luzhin una impresión que nadie podía haber previsto. Visitó el famoso piso, donde hasta el aire parecía impregnado de un falso folklore, inmediatamente después de haber obtenido su primer punto al derrotar a un húngaro en extremo tenaz; la partida, es cierto, se había pospuesto después de cuarenta jugadas, pero la continuación le resultaba perfectamente clara a Luzhin. Le leyó en voz alta a un taxista sin nombre la dirección escrita en la tarjeta postal («Hemos llegado. Le esperamos esta noche»), y tras haber recorrido sin advertirlo casi la borrosa distancia que los separaba trató con cuidado de tocar el timbre colocado en las mandíbulas de un león. La campanilla se puso en acción e inmediatamente se abrió la puerta.

—Pero ¿cómo? ¿No trae abrigo? No le dejaré entrar… —Pero él ya había cruzado el umbral y agitaba los brazos y sacudía la cabeza en un intento de recuperar el aliento. «¡Puf!, ¡puf!», jadeaba, preparándose para un maravilloso abrazo, y de pronto advirtió que su mano izquierda, ya extendida hacia un lado, sostenía un bastón innecesario, y en la derecha tenía la cartera, que evidentemente estaba allí desde que había pagado al taxista—. ¿De nuevo con ese monstruoso sombrero negro…? Bueno, ¿por qué se queda ahí? ¡Venga!

Su bastón se introdujo con precisión en un receptáculo semejante a un jarrón; su cartera, al segundo intento, encontró el bolsillo adecuado, y su sombrero quedó colgado en una percha.

—Aquí estoy —dijo Luzhin—, ¡puf, puf!

Ella ya estaba lejos, en el otro extremo del recibidor; empujó una puerta corredera, su brazo desnudo extendido sobre la hoja de madera, la cabeza inclinada mientras miraba alegremente a Luzhin. Encima de la puerta, sobre el dintel, colgaba un óleo grande y brillante que atrajo su mirada. Luzhin, quien por regla general no se fijaba en tales cosas, le prestó atención porque la luz eléctrica le daba un brillo grasiento y los colores le aturdieron como si fuera víctima de una insolación. Una campesina con un pañuelo rojo que le llegaba hasta los ojos comía una manzana, y su sombra negra recortada contra una cerca se comía una manzana algo mayor.

—Una muchacha rusa —dijo con deleite, y se echó a reír.

—Bueno, entre de una vez. No derribe esa mesa.

Entró en el salón, radiante de placer, y su estómago, bajo el chaleco de terciopelo que, por alguna razón, usaba siempre durante los torneos, se estremecía conmovedoramente debido a la risa. Una araña de pálidos colgantes transparentes le respondió con una vibración extrañamente familiar, y sobre las duelas de un parquet amarillo que reflejaba las patas de los sillones estilo Imperio le saludó una piel de oso blanco con las zarpas extendidas frente al piano, como si volara sobre el brillante abismo del piso. Toda clase de chucherías de aspecto festivo cubrían los numerosos estantes, mesas y consolas, mientras algo parecido a unos rublos grandes y pesados despedía destellos plateados desde una vitrina y una pluma de pavo real asomaba tras el marco de un espejo… Había también gran variedad de cuadros en las paredes, más campesinas con pañuelos floreados, un héroe dorado sobre un caballo blanco, cabañas de troncos bajo gruesas capas azuladas de nieve… Para Luzhin todo aquello se confundió en un conmovedor fulgor de colores, del que a veces sobresalía por un momento algún objeto aislado, un alce de porcelana o un icono de ojos negros, y entonces volvía a aparecer aquel alegre brillo en sus ojos, y la piel del oso polar, con la que tropezó, levantando ligeramente el borde, mostró un forro de festones rojos. Hacía más de diez años que no había pisado una casa rusa, y en aquel momento, al encontrarse en una mansión donde audazmente se ostentaba una falsa Rusia de relumbrón, se sintió invadido por una racha de júbilo infantil, un deseo de comenzar a dar palmadas… nunca en su vida se había sentido tan bien, tan a gusto.

—Está aquí desde Pascua —dijo con convicción, señalando con el índice un gran huevo de madera pintado con purpurina, un premio ganado en la tómbola de un baile de caridad.

En aquel momento se abrió con fuerza una puerta blanca de doble hoja y un caballero muy espigado, que llevaba el cabello muy corto y quevedos, entró rápidamente en la habitación con la mano tendida.

—Bienvenido —dijo—. Me encanta conocerle.

En seguida, como si fuera un prestidigitador, hizo aparecer una pitillera hecha a mano en cuya tapa aparecía una de las águilas de Alejandro I.

—Con boquilla —dijo Luzhin haciendo un guiño a los cigarrillos—. No fumo esa marca, pero mire…

Empezó a hurgarse los bolsillos hasta que al fin extrajo unos cuantos cigarrillos gruesos a medio salir del paquete de papel; se le cayeron algunos, que el caballero recogió con presteza.

—Preciosa —dijo—, tráenos un cenicero. Por favor, tome asiento. Perdone… no conozco su nombre ni su patronímico.

Un cenicero de cristal apareció entre ellos, y al bajar sus cigarrillos simultáneamente hicieron chocar las puntas.

J’adoube —dijo el ajedrecista con buen humor, enderezando su cigarrillo torcido.

—No es nada, no es nada —dijo rápidamente el otro, y expulsó dos delgadas columnas de humo por las ventanas de su nariz, repentinamente estrechadas—. Bueno, aquí está usted en el bueno y viejo Berlín. Me ha dicho mi hija que ha venido a competir. —Se desabrochó un puño almidonado, colocó una mano sobre su cadera y continuó—: A propósito, me he preguntado a menudo si existe en ajedrez una jugada que siempre permita ganar. No sé si entiende lo que quiero decir… lo siento… ¿Cuál es su nombre y patronímico?

—Entiendo —dijo Luzhin, pensando concienzudamente durante unos minutos—. Verá, hay jugadas tranquilas y jugadas fuertes. Una jugada fuerte…

—Ah, sí, comprendo, comprendo… —comentó el caballero.

—Una jugada fuerte —continuó Luzhin, en voz alta y con gran entusiasmo— da inmediatamente una ventaja indudable. Un doble jaque, por ejemplo, comiendo una pieza importante, o también cuando se corona un peón. Etcétera, etcétera. Y una jugada tranquila…

—Ya veo, ya veo —dijo el caballero—. ¿Cuántos días más o menos durará el torneo?

—Una jugada tranquila implica traición, subversión, complicaciones —explicó Luzhin, tratando de agradar pero, al mismo tiempo, deseando dar una respuesta precisa—. Tomemos una posición; las blancas… —Y se sumió en sus pensamientos, mirando el cenicero.

—Desgraciadamente —dijo su anfitrión con evidente nerviosismo—, no entiendo una palabra de ajedrez. Sólo preguntaba… Pero no tiene ninguna importancia, ninguna. Dentro de un momento pasaremos al comedor. ¿Estará ya listo el té, preciosa?

—¡Sí! —exclamó Luzhin—. Sencillamente tomaremos la posición final, en el punto en que hoy la hemos interrumpido. Blancas: rey c3, torre al, caballo d5, peones b3 y c4. Negras…

—Algo muy complicado, el ajedrez —intercaló el caballero, poniéndose en pie de un salto, tratando de interrumpir aquel flujo de letras y números que de alguna manera tenían relación con las negras.

—Supongamos ahora —dijo Luzhin enfáticamente— que las negras hacen la mejor jugada posible en semejante posición, e6 a g5. Entonces yo respondo con la siguiente jugada tranquila…

Luzhin entrecerró los ojos y casi en un murmullo, frunciendo los labios como para dar un beso cauteloso, no emitió palabras ni siquiera la mera designación de una jugada, sino algo muy tierno e infinitamente frágil. Tenía en el rostro la misma expresión, la expresión de una persona que sopla una pluma diminuta de la cara de un niño, cuando al día siguiente realizó aquella jugada sobre el tablero. El húngaro abandonó pronto y Luzhin comenzó a jugar con un ruso. La partida se inició de manera interesante, y muy pronto un sólido círculo de espectadores se había formado alrededor de la mesa. La curiosidad, la presión, el crujido de nudillos, la respiración de los demás y, sobre todo, los murmullos; murmullos interrumpidos a menudo por un «¡Shshsh!» todavía más alto e irritante, atormentaban a Luzhin muchas veces; esos chasquidos y murmullos solían afectarle intensamente; y el olor de la multitud, si es que él no se sumergía profundamente en los abismos del ajedrez. Por el rabillo del ojo pudo ver las piernas de los presentes, y encontró especialmente irritante descubrir entre todos aquellos pantalones oscuros un par de pies femeninos enfundados en brillantes medias grises y zapatos azules. Le resultó evidente que aquellos pies no entendían nada del juego, y tuvo que preguntarse por qué motivo estarían allí. Esos zapatos puntiagudos con tiras transversales o algo así estarían mejor caminando por la acera… lo más lejos posible de allí. Cada vez que detenía su reloj, hacía alguna jugada o ponía una pieza capturada a un lado del tablero, miraba de reojo aquellos inmóviles pies femeninos, y hasta una hora y media más tarde, cuando tras ganar la partida se levantó y se estiró el chaleco, Luzhin no descubrió que aquellos pies pertenecían a su prometida. Experimentó un intenso sentimiento de felicidad por el hecho de que ella estuviera allí para verle ganar y esperó ávidamente a que los tableros y toda aquella gente ruidosa desaparecieran para poder acariciarla cuanto antes. Pero los tableros no desaparecieron de inmediato, e incluso cuando apareció el bien iluminado comedor, con su enorme samovar de brillante latón, confusos cuadros regulares parecían surgir del mantel blanco, y otros cuadros color crema o chocolate se desprendían del pastel helado. La madre de su prometida le saludó con la misma condescendiente, ligeramente irónica indulgencia con que le había saludado la noche anterior, cuando su aparición había puesto fin a aquel monólogo sobre ajedrez, y la persona con quien él había hablado, el marido, por supuesto, comenzó a contarle que en Rusia había poseído una finca modelo.

—Vayamos a tu habitación —murmuró Luzhin ásperamente a su prometida, y ella se mordió el labio y le miró sorprendida—. ¡Vayamos! —repitió.

Pero ella colocó hábilmente una buena ración de mermelada de frambuesa sobre su plato de cristal y aquella dulzura pegajosa de un rojo deslumbrante, que pasaba por la lengua como un fuego granulado y envolvía los dientes con la fragancia de su azúcar, lo entretuvo.

Luzhin dijo «Merci, merci!» e hizo una reverencia al recibir una segunda porción, y en medio de un silencio mortal chasqueó los labios, lamió la cucharilla, caliente aún por el té, temeroso de perder una sola gota de aquel maravilloso jarabe. Cuando finalmente logró lo que se proponía, es decir, estar a solas con ella, no, eso es cierto, en su habitación, sino en el abigarrado salón, la atrajo hacia sí y se sentó pesadamente; la agarró por las muñecas, pero ella se desasió en silencio, dio media vuelta y se sentó sobre un almohadón.

—Aún no he decidido si voy a casarme con usted —le dijo—; recuérdelo.

—Todo está decidido —dijo Luzhin—: Si ellos no te lo permiten, emplearemos la fuerza para hacerles firmar.

—¿Firmar qué? —preguntó ella con sorpresa.

—No lo sé… pero me parece que necesitaremos algunas firmas.

—¡Estúpido, estúpido! —repitió ella varias veces—. ¡Qué impenetrable e incorregible estupidez! ¿Qué voy a hacer con usted? ¿Qué clase de vida voy a emprender a su lado? Y qué cansado se le ve. Estoy segura de que es malo para usted jugar tanto.

Ach wo —dijo Luzhin—, un par de pequeñas partidas.

—Y por la noche usted continúa pensando. No debe hacerlo. Se ha hecho tarde. Váyase a casa. Necesita dormir, eso es lo que necesita.

Sin embargo, él permaneció sentado en el sofá rayado, y ella pensó con desaliento en la clase de conversaciones que sostenían, un codazo aquí, una palmada allá, y palabras incoherentes. Hasta ese momento nunca la había besado realmente, todo era extravagante y aun grotesco; y cuando la tocaba, ni uno solo de sus movimientos se parecía a un abrazo normal. Pero esa desesperada devoción que veía en sus ojos, la luz misteriosa que le iluminaba al inclinarse sobre el tablero de ajedrez… Y al día siguiente ella volvió a sentir la necesidad de visitar aquel local silencioso situado en el segundo piso de un amplio café, en una estrecha y ruidosa callejuela. En aquella ocasión Luzhin advirtió en seguida su presencia: conversaba en voz baja con un hombre de anchos hombros y bien afeitado, cuyos cortos cabellos parecían haber sido pegados con firmeza en la cabeza, y se levantaban en la frente en un pequeño pico; los labios gruesos sostenían y chupaban un cigarro apagado. Un dibujante enviado por un periódico, levantando y bajando la cara como uno de esos muñecos de latón con cabeza movible, dibujaba con gran rapidez aquel perfil con el cigarro. Ella miró el cuaderno al pasar y pudo ver a un Turati rudimentario y a un casi completo Luzhin, la nariz extremadamente triste, el mentón punteado de negro y, en las sienes, aquellos familiares mechones que ella llamaba sus rizos. Turati se sentó a jugar con un gran maestro alemán y Luzhin se acercó a ella y en tono lúgubre, con una sonrisa culpable, le dijo algo muy largo y torpe. Advirtió con sorpresa que le pedía que se marchara.

—Me alegro, me alegro mucho post factum, pero por el momento me perturba.

La siguió con la mirada cuando ella se retiró obedientemente, entre las hileras de mesas de ajedrez, y después de sacudir la cabeza con energía volvió al tablero, ante el que se estaba sentando su nuevo contrincante, un inglés de pelo entrecano que jugaba con invariable sangre fría e invariablemente perdía. Tampoco esa vez tuvo suerte, y así Luzhin volvió a ganar otro punto, y al día siguiente logró hacer tablas y al otro volvió a ganar… y para esas fechas ya no distinguía la frontera entre el ajedrez y la casa de su prometida, como si el movimiento se hubiera acelerado, y lo que al principio le pareció un alternarse de franjas llegó a ser un parpadeo.

Avanzaba al mismo paso que Turati. Si Turati se anotaba un punto, él se anotaba otro; Turati se apuntaba medio, y él se apuntaba medio. De esa manera fueron adelantando con sus respectivas partidas, como si ambos subieran por los costados de un triángulo isósceles y estuvieran destinados a encontrarse en la cúspide en el momento decisivo.

Sus noches eran bastante agitadas. Le era imposible no pensar en el ajedrez, y aunque parecía somnoliento, el sueño no lograba penetrar en su cerebro; buscaba una abertura, pero cada entrada estaba custodiada por un centinela, y tenía la angustiosa sensación de que era allí donde se albergaba el sueño, muy cerca, pero en la parte exterior de su cerebro: el Luzhin que se dejaba caer pesadamente en cualquier parte de la habitación, dormitaba; en cambio, el Luzhin que veía un tablero de ajedrez permanecía despierto y era incapaz de fundirse con su feliz doble. Pero lo peor era que después de cada sesión del torneo le resultaba más y más difícil salir del mundo conceptual del ajedrez, de manera que un desagradable desdoblamiento comenzó a aparecer incluso durante el día. Después de una partida de tres horas la cabeza le dolía terriblemente, no entera, sino en partes, en negros cuadrados de dolor, y durante un buen rato no podía encontrar la puerta, que estaba oscurecida por una mancha negra, y no podía recordar las señas de la adorada casa; por fortuna llevaba siempre en el bolsillo la tarjeta postal, doblada en dos, un poco rota por el doblez («Le esperamos esta noche»). Aún continuaba sintiendo placer cada vez que entraba en aquella casa llena de juguetes rusos, pero mientras permanecía allí ese placer sufría altibajos. En cierta ocasión, un día en que no jugó ninguna partida, llegó antes que de costumbre y se encontró a solas con la madre, que decidió aprovechar la ocasión para continuar la conversación iniciada aquel anochecer en el bosque de hayas. Convencida de su gran habilidad para decir claramente lo que pensaba (por la que los jóvenes que visitaban la casa la consideraban un portento de inteligencia y le tenían verdadero pánico), arremetió contra Luzhin y le regañó sobre todo por dejar colillas en los jarrones e incluso en las fauces del oso tendido en el salón; luego insinuó que ya que estaba allí y era sábado, aprovechara la ocasión para darse un baño, después que su marido terminara sus abluciones semanales.

—Me atrevería a decir que no se lava usted a menudo —dijo sin rodeos—. ¿No es cierto que no lo hace casi nunca? Admítalo, venga. —Luzhin se encogió sombríamente de hombros y miró al suelo, donde tenía lugar un ligero movimiento perceptible sólo para él, una maligna diferenciación de sombras—. Y, en general —continuó ella—, debería usted comportarse mejor. —Y tras colocar a su oyente en la posición adecuada, pasó al tema principal—: Me imagino que está pervirtiendo completamente a mi muchachita. Las personas como usted son grandes libertinos. Pero mi hija es casta, no como las chicas de hoy día. Dígame, es un libertino, ¿no es cierto?

—No, madame —respondió Luzhin con un suspiro, y entonces frunció el ceño y colocó con rapidez la suela de su zapato en otro punto del suelo para hacer desaparecer cierta formación que comenzaba a ser ya muy evidente.

—Mire, yo no le conozco en absoluto —continuó con prisa aquella sonora voz—. Tendré que hacer algunas averiguaciones sobre usted. Sí, sí, algunas averiguaciones… para saber si no padece alguna de esas enfermedades especiales.

—Insuficiencia respiratoria —dijo Luzhin—, y también un poco de reumatismo.

—No estoy hablando de eso —le interrumpió la madre de mal humor—. Se trata de un asunto serio. Usted evidentemente se considera su prometido, viene aquí y pasa ratos a solas con ella. Pero eso no quiere decir que pueda hablarse de matrimonio por el momento.

—Y el año pasado tuve hemorroides —añadió Luzhin con desgana.

—Óigame, le hablo de cosas de la mayor importancia. A usted probablemente le gustaría casarse hoy mismo, en seguida; le conozco bien. Luego ella se moverá de un lado a otro con un enorme vientre; usted la tratará con brutalidad en seguida. —Después de pisotear una sombra en un lugar, Luzhin vio con desesperación que lejos de donde él estaba sentado comenzaba a formarse en el suelo una nueva combinación—. Si en algo le interesa mi opinión, entonces debo decirle que considero ridícula esta unión. Posiblemente piensa usted que mi marido le va a mantener. Admítalo, ¿es eso lo que piensa?

—Soy muy sobrio —dijo Luzhin—. Necesitaría muy poco. Y una revista me ha ofrecido encargarme de su sección de ajedrez…

Para entonces las combinaciones en el piso se habían vuelto tan evidentes que Luzhin, involuntariamente, alargó una mano para salvar al rey de la sombra de la amenaza del peón de la luz. A partir de aquel día evitó sentarse en el salón, donde abundaban los objetos de madera barnizada que asumían características muy definidas si los miraba demasiado. Su prometida observaba que cada nuevo día de torneo él tenía peor aspecto. Alrededor de sus ojos había círculos de color violeta y sus pesados párpados estaban inflamados. Era tal su palidez que parecía ir siempre mal afeitado, aunque por insistencia de su novia se rasuraba todos los días. Ella esperaba el final del torneo con gran impaciencia y le afligía pensar en los tremendos esfuerzos que él tenía que hacer para ganar cada punto. Pobre Luzhin, misterioso Luzhin… Durante todos aquellos días de otoño, mientras jugaba al tenis por las mañanas con una amiga alemana o escuchaba conferencias sobre arte, que cada vez le interesaban menos, u hojeaba en su dormitorio una vieja colección de libros —El océano de Andreiev, una novela de Krasnov y un folleto titulado Cómo convertirse en yogui—, era del todo consciente de que en aquellos mismos momentos Luzhin se hallaba inmerso en cálculos de ajedrez, luchando y sufriendo, y la humillaba ser incapaz de compartir con él los tormentos de su arte. Creía incondicionalmente en su genio y estaba convencida además de que ese genio no podía agotarse sólo por el hecho de jugar al ajedrez, por maravilloso que fuera, y que cuando la fiebre del torneo hubiera pasado, y Luzhin se hubiese calmado y descansara, en su interior actuarían fuerzas desconocidas que le permitirían evolucionar y exhibir su don en todas las esferas de la vida. Su padre consideraba a Luzhin como un fanático de intereses muy estrechos, pero añadía que era indudable que se trataba de una persona muy cándida y muy respetable. Su madre, por otra parte, sostenía que Luzhin estaba enloqueciendo no por días, sino por horas, y que a los dementes les estaba prohibido casarse, y a todas sus amistades les ocultaba a aquel novio inconcebible, lo que al principio fue fácil, pues pensaban que ella estaba en el balneario con su hija, pero luego, muy pronto, reaparecieron todas aquellas personas que frecuentaban la casa, tales como un encantador viejo general, quien siempre mantenía que no era Rusia lo que los expatriados echaban de menos sino la juventud, la juventud; una pareja de alemanes rusos; Oleg Sergueievich Smirnovski, teósofo y propietario de una fábrica de licores; algunos antiguos oficiales del ejército blanco; varias damas jóvenes; la señora Vozdvishenskaia, la cantante; el matrimonio Alfiorov; y también la vieja princesa Umanova, a quien llamaban la Reina de Espadas (por la conocida ópera). Fue esta la primera en ver a Luzhin, y de una apresurada e ininteligible explicación dada por la dueña de la casa concluyó que él tenía alguna relación con la literatura, con revistas, en una palabra, que era un autor.

—¿Y conoce usted esa cosa? —preguntó cortésmente, dando inicio a una conversación literaria—. Es de Apujtin, uno de los nuevos poetas… ligeramente decadente… algo sobre espigas rojas y amarillas…

Smirnovski no perdió el tiempo y le propuso una partida de ajedrez, pero, por desgracia, no había en la casa ningún tablero. Los jóvenes dieron en llamarle, entre ellos, papanatas, y sólo el viejo general le trató con la más cordial sencillez, exhortándole insistentemente en ir a ver la jirafita que acababa de nacer en el zoológico. Una vez que empezaron a llegar las visitas, que cada tarde formaban combinaciones diversas, Luzhin no pudo ya estar a solas con su prometida un solo momento, y su lucha con ellos, sus esfuerzos por penetrar el espeso tejido que formaban, tomaron inmediatamente un tono ajedrecístico. Sin embargo, resultó imposible vencerlos, ya que cada vez aparecían en mayor número, y él comenzó a imaginar que eran ellos, esos visitantes innumerables, carentes de rostro, quienes densamente lo rodeaban con su calor durante las horas del torneo.

Una explicación de todo lo que estaba sucediendo se le ocurrió una mañana cuando estaba sentado en una silla en medio de su cuarto del hotel, tratando de concentrar sus pensamientos en una sola cosa: el día anterior había ganado su décimo punto y esa tarde tenía que vencer a Moser. De pronto entró en el cuarto su prometida.

—Igual que un pequeño ídolo —dijo, y se echó a reír—, sentado en medio de un salón, mientras le llevan las ofrendas para el sacrificio. —Le alargó una caja de bombones y de pronto la risa desapareció de su rostro—. ¡Luzhin! —gritó—, ¡Luzhin, despierte! ¿Qué le ocurre?

—¿Es usted real? —preguntó Luzhin suavemente y con incredulidad.

—Por supuesto que soy real. Pero ¡qué cosa más rara ha hecho usted: poner la silla en medio de la habitación y sentarse en ella! Si no despierta inmediatamente, salgo de aquí.

Luzhin, obedientemente, se despabiló, movió los hombros y la cabeza y luego fue a sentarse en el diván, y una felicidad no del todo segura de sí misma, no del todo consolidada, brilló e inundó sus ojos.

—Dígame, ¿cuándo va a acabar todo esto? —preguntó—, ¿cuántas partidas faltan?

—Tres —respondió Luzhin.

—Leí hoy en el periódico que usted es el favorito para ganar el torneo, que en esta ocasión está jugando de una manera extraordinaria.

—Pero está Turati —dijo Luzhin y levantó un dedo—. Me siento muy mal del estómago.

—Entonces, estos bombones no son para usted —dijo ella con rapidez, y volvió a ponerse debajo del brazo la caja cuadrada—. Luzhin, voy a llamar a un médico. Sencillamente, se morirá si continúa viviendo de esta manera.

—No, no —dijo él, semidormido—. Ya me ha pasado. No necesito ver a ningún médico.

—Estoy preocupada. Esto significa que hasta el viernes o el sábado durará este infierno. Y en casa las cosas andan bastante mal. Todo el mundo está de acuerdo con mamá en que no debo casarme con usted. ¿Por qué se siente mal? ¿Qué ha comido?

—Ha pasado por completo —murmuró Luzhin y recostó la cabeza sobre un hombro de ella.

—Está, sencillamente, muy fatigado. Pobre muchacho. ¿Piensa jugar hoy?

—A las tres, contra Moser. En verdad estoy jugando… ¿Cómo dijeron?

—De un modo extraordinario —respondió ella con una sonrisa.

La cabeza que descansaba sobre su hombro era grande y pesada, un precioso aparato con un mecanismo complejo y misterioso. Un minuto después se dio cuenta de que se había dormido y entonces comenzó a pensar de qué manera podía trasladar su cabeza a una almohada. Con movimientos en extremo cautelosos logró hacerlo; Luzhin quedó medio tendido en el diván, incómodamente encogido, y la cabeza que apoyaba en la almohada parecía de seda. Por un momento se sintió sobrecogida por el horror de verle morir de repente, e incluso le tomó la muñeca, suave y cálida. Al enderezarse sintió una punzada de dolor en el hombro.

—Una cabeza pesada —murmuró mientras contemplaba al hombre que dormía.

Con cautela salió del cuarto, llevando consigo su inútil obsequio. Le pidió a una camarera que encontró en el corredor que despertara a Luzhin una hora más tarde, y después de bajar sin ruido las escaleras se dirigió por calles llenas de sol hacia el club de tenis, y se sorprendió a sí misma al advertir que aún intentaba no hacer ruido ni movimientos demasiado bruscos. La camarera no tuvo que despertar a Luzhin. Este despertó por sí solo e inmediatamente se puso a realizar laboriosos esfuerzos para recordar el sueño delicioso que había tenido, sabiendo por experiencia propia que si no comenzaba a recordarlo en seguida, después sería demasiado tarde. Había soñado que estaba sentado de un modo extraño, en medio de la habitación. Con esa absurda y maravillosa precipitación característica de los sueños, había entrado su prometida con un paquete atado con una cinta roja. Vestía también en el estilo de los sueños, un vestido blanco y unos silenciosos zapatos blancos. Quiso abrazarla, pero de repente se sintió enfermo, la cabeza le dio vueltas, y en esos momentos ella comenzó a decirle que los periódicos habían publicado cosas extraordinarias sobre él pero que su madre aún se negaba a aprobar el matrimonio. Era posible que hubieran sucedido muchas cosas más, pero su memoria no podía alcanzarlas, y tratando al menos de no dispersar lo que había logrado arrancarle al sueño, Luzhin se movió con cuidado, se alisó los cabellos y llamó para que le subieran la comida. Después de comer tenía que jugar, y ese día el universo conceptual del ajedrez reveló un asombroso poder. Jugó cuatro horas sin pausas y ganó, pero cuando más tarde se sentó en un taxi olvidó adónde iba, qué dirección le había dado a leer al taxista y esperó con interés para ver en qué lugar se detendría el automóvil.

Por supuesto reconoció la casa, donde nuevamente había invitados, pero allí Luzhin advirtió que sencillamente había vuelto a su sueño reciente, pues su prometida le preguntó en un susurro si habían cesado sus molestias estomacales. ¿Cómo podría saber eso en la vida real?

—Vivimos un bello sueño —dijo él suavemente—. Ahora lo comprendo todo. —Miró a su alrededor y vio la mesa y las caras de los invitados reflejadas en el samovar, en una curiosa perspectiva ondulante, y añadió con un inmenso alivio—: ¿Así que también esto es un sueño? ¿Esta gente es parte del sueño? Bueno, bueno…

—Calma, calma, ¿de qué está hablando? —murmuró ella con ansiedad.

Luzhin pensó que tenía razón, que no se debían poner trabas a los sueños… que por el momento toda esa gente se quedara allí sentada. Pero lo más notable de ese sueño era que a su alrededor, evidentemente, estaba Rusia, país que el propio soñador había abandonado muchos años atrás. Los habitantes del sueño, gente alegre que bebía té, conversaban en ruso, y el azucarero era idéntico a uno del que se había servido azúcar en la terraza de una casa de campo un rojo atardecer de verano muchos años atrás. Luzhin registró este regreso a Rusia con interés, con placer. Le divertía sobre todo la ingeniosa repetición de una determinada combinación, lo que ocurre, por ejemplo, cuando una idea excesivamente problemática, descubierta hacía tiempo en teoría, se repetía de modo espectacular sobre el tablero en una partida real.

Todo el tiempo, sin embargo, ora débil, ora poderosamente, sombras de su vida de ajedrecista penetraban en ese sueño, y, finalmente, se disolvió y era ya de noche y estaba en el hotel sumido en pensamientos de ajedrez, insomnio de ajedrez y meditaciones sobre la drástica defensa que había inventado para oponerse a la apertura de Turati. Estaba por completo despierto y su mente funcionaba con claridad, limpia de cualquier perturbación, consciente de que todo lo que no fuera ajedrez no era sino un sueño encantador, en el que, como el halo dorado de la luna, la imagen de una dulce doncella de ojos claros y brazos desnudos se disolvía y derretía. Los rayos de su conciencia, que solían dispersarse cuando entraban en contacto con el mundo no del todo inteligible que lo rodeaba, perdiendo así la mitad de su fuerza, se habían vuelto más fuertes y concentrados tan pronto como este mundo se había disuelto en un espejismo y por lo tanto no había ya necesidad de preocuparse por él. La auténtica vida real, la vida del ajedrez, era ordenada, nítida y rica en aventuras, y Luzhin advirtió con orgullo qué fácil era para él reinar en ella, y cómo obedecía a su voluntad y se inclinaba ante sus proyectos. Algunas de sus partidas de ajedrez en el torneo de Berlín habían sido calificadas de inmortales por los especialistas. Había ganado una después de sacrificar sucesivamente la reina, una torre y un caballo; en otra colocó un peón en una posición tan dinámica que había adquirido una fuerza absolutamente monstruosa y había continuado creciendo e hinchándose, para desgracia de su adversario, como un forúnculo en la parte más tierna del tablero; y, finalmente, en una tercera partida, gracias a una jugada en apariencia absurda que provocó un murmullo entre los espectadores, Luzhin construyó una elaborada trampa para su contrincante, que este último adivinó cuando ya era demasiado tarde. En esas partidas y en todas las otras que jugó durante aquel inolvidable torneo, manifestó una portentosa claridad de pensamiento. Pero también Turati jugaba brillantemente, Turati también conquistaba punto tras punto, hipnotizando a sus contrincantes con la audacia de su imaginación y confiando demasiado, tal vez, en la suerte del ajedrez, que hasta ese momento nunca le había abandonado. Su enfrentamiento con Luzhin decidiría quién obtendría el primer premio; había quienes decían que la claridad y luminosidad del pensamiento de Luzhin prevalecerían sobre la tumultuosa fantasía del italiano, y había también quienes pronosticaban que el feroz y velocísimo Turati derrotaría al jugador ruso de amplia visión. Y así llegó el día del enfrentamiento.

Luzhin despertó vestido del todo; incluso llevaba puesto el abrigo; miró el reloj, se levantó apresuradamente y se puso el sombrero, tirado en medio de la habitación. En ese momento acabó de despertarse y miró a su alrededor, tratando de adivinar dónde había dormido exactamente. Su cama estaba intacta y el terciopelo del diván no mostraba la menor arruga. De la única cosa de que estaba seguro era que desde hacía tiempos inmemoriales él habla estado jugando al ajedrez… y en la oscuridad de su memoria, como en dos espejos que reflejaran una vela, había sólo un panorama de luces convergentes con Luzhin sentado ante un tablero de ajedrez, y una vez más Luzhin ante un tablero, sólo que más pequeño, y luego otro aún más pequeño, y así una infinidad de veces. Pero se había retrasado y debía darse prisa. Abrió con rapidez la puerta y se detuvo consternado. De acuerdo con su idea de las cosas, la sala de ajedrez, y su mesa y el impaciente Turati tendrían que estar allí mismo. En vez de eso vio un corredor vacío y unas escaleras. De pronto, apareció en las escaleras, corriendo en dirección a él, un hombrecillo que al ver a Luzhin extendió los brazos.

—Maestro —exclamó—, ¿qué es esto? Le están esperando, sí, maestro, le están esperando… Tres veces llamé por teléfono, pero me dijeron que no contestaba las llamadas. El signor Turati está en su puesto desde hace mucho tiempo.

—Lo han cambiado todo —dijo Luzhin con acritud, señalando con su bastón el corredor vacío—. ¿Cómo iba yo a saber que se llevarían todo?

—Si no se siente usted bien… —comenzó el hombrecito, mirando con tristeza el rostro pálido y lustroso de Luzhin.

—Bueno, ¡lléveme allá! —gritó Luzhin con voz destemplada, golpeando el suelo con su bastón.

—Con mucho gusto, con mucho gusto —murmuró el otro, distraídamente. Con la mirada concentrada en el pequeño abrigo con el cuello levantado que corría frente a él, Luzhin comenzó a conquistar el incomprensible espacio.

—Iremos a pie —dijo su guía—, estamos exactamente a un minuto de allí.

Con un sentimiento de alivio, Luzhin reconoció las puertas giratorias del café y luego las escaleras, y al fin vio aquello que en vano había buscado en el pasillo del hotel. Al entrar sintió inmediatamente una plenitud de vida, y calma, claridad y confianza.

—Una gran victoria se aproxima —dijo en voz alta, y un gran tropel de gente se apartó para abrirle paso.

Tard, tard, très tard —le espetó Turati, materializándose de pronto, sacudiendo la cabeza.

Avanti —dijo Luzhin, echándose a reír.

Una mesa apareció entre ellos y sobre la mesa un tablero con las piezas ya dispuestas para el combate. Luzhin extrajo un cigarrillo del bolsillo de su chaleco e inconscientemente lo encendió.

En ese momento ocurrió algo extraño. Turati, quien jugaba con las blancas, no abrió el juego con su famosa apertura, y la defensa en la que Luzhin había estado trabajando resultó ser un esfuerzo por entero baldío. Ya fuera porque Turati hubiese anticipado posibles complicaciones o porque sencillamente hubiese decidido jugar con prudencia por haber advertido la serena fuerza que Luzhin había revelado durante el torneo, comenzó de la manera más trivial. Luzhin lamentó por un momento el trabajo realizado en vano, pero, a pesar de ello, estaba contento. Eso le permitía más libertad. Además, era evidente que Turati le tenía miedo. Por otra parte, era indudable que alguna trampa se ocultaba en la inocente e insustancial apertura propuesta por Turati, así que Luzhin se propuso jugar con el mayor cuidado. Al principio todo transcurrió suavemente, suavemente, como una música de violines tocados con sordina. Los jugadores ocupaban sus posiciones con cautela, movían tal o cual pieza cortésmente, sin la menor señal de amenaza, y si alguna amenaza había esta era del todo convencional, casi como insinuándole al adversario que debería cubrir su posición, y el adversario sonreía, como si todo aquello fuera una broma insignificante, y reforzaba el lugar señalado y avanzaba una fracción. Luego, sin el menor aviso, sonó una cuerda tiernamente. Fue una de las fuerzas de Turati que ocupaba una línea diagonal. Pero en seguida un indicio de melodía se manifestó también muy suavemente en la parte de Luzhin. Durante un momento se sintió un estremecimiento producido por posibilidades misteriosas, y luego todo volvió a la calma: Turati retrocedió, se retrajo. Y una vez más, durante un buen rato, ambos adversarios, como si no tuvieran ninguna intención de avanzar, se ocuparon de engalanar sus propias posiciones, cuidando, liberando, resolviendo los asuntos caseros, y luego se produjo otro súbito estallido, una rápida combinación de sonidos: dos pequeñas fuerzas entablaron combate y ambas fueron eliminadas en el acto: un movimiento momentáneo y magistral de los dedos, y Luzhin retiró y colocó en la mesa, a su lado, lo que ya no era una fuerza incorpórea sino un peón pesado y amarillo; los dedos de Turati relampaguearon en el aire y un inerte peón negro, con un destello de luz en la cabeza, fue a su vez colocado en la mesa. Y habiéndose liberado de esas dos cantidades de ajedrez repentinamente convertidas en madera, los jugadores parecieron calmarse y olvidar el momentáneo estallido; sin embargo, la vibración en esa parte del tablero no se había extinguido aún del todo, algo pugnaba todavía por tomar forma… aunque aquellos sonidos no lograron establecer la relación deseada, otra nota profunda y oscura resonaba en todas partes y ambos jugadores abandonaron el cuadro, todavía tembloroso, para interesarse en otra parte del tablero. Pero allí también todo terminó sin dar resultados. Los elementos más poderosos del tablero se llamaron varias veces unos a otros con voces de trompeta y una vez más se produjo un cambio, y nuevamente dos fuerzas del ajedrez fueron transformadas en figuras talladas cubiertas por una laca reluciente. A todo esto siguió un largo intervalo de pensamiento, durante el cual Luzhin se obcecó en fijarse en un punto del tablero, con lo que perdió sucesivamente una docena de jugadas ilusorias; luego, sus dedos buscaron a tientas y encontraron una combinación hechicera, frágil y cristalina que se derrumbó con un suave tintineo a la primera respuesta de Turati. Pero después de eso, Turati no pudo hacer ya nada y tratando de ganar tiempo (el tiempo es implacable en el universo del ajedrez), ambos oponentes repitieron los mismos dos movimientos, amenaza y defensa, amenaza y defensa, pero entre tanto ambos pensaban sin cesar en una emboscada que nada tuviera que ver con esas jugadas mecánicas. Por fin Turati se decidió por una determinada combinación, y en seguida una especie de tempestad musical recorrió el tablero, y Luzhin buscó empecinadamente una mínima nota clara que pudiera transformar a su vez en una estruendosa armonía. De pronto todo comenzó a respirar vida en el tablero, todo se concentró en una única idea, todo se desarrolló con más y más tensión; por un momento la desaparición de dos piezas aligeró la situación, y luego, una vez más,… aguato. El pensamiento de Luzhin vagaba por laberintos atractivos y terribles, encontrando aquí y allá el pensamiento lleno de ansiedad de Turati, quien buscaba lo mismo que él. Ambos comprendieron a la vez que las blancas no estaban destinadas a desarrollar más ese plan, que se hallaban al borde de perder el ritmo. Turati se apresuró a proponer un intercambio y el número de fuerzas en el tablero disminuyó de nuevo. Aparecieron nuevas posibilidades, pero nadie podía decir aún qué lado llevaba la ventaja. Luzhin inició la preparación de un ataque, para el cual primero necesitaba explorar un sinfín de variaciones, donde cada uno de sus pasos despertaba un peligroso eco; para ello inició una larga meditación: por lo visto necesitaba realizar un último y prodigioso esfuerzo para encontrar la jugada secreta que le condujera a la victoria. Repentinamente, algo ocurrió fuera de su ser, un dolor intolerable, emitió un grito penetrante, y agitó la mano quemada por la llama de una cerilla que había encendido, pero se olvidó de acercarla al cigarrillo. El dolor pasó de inmediato, pero en aquel intervalo de fuego había visto algo con un pavor intolerable, todo el horror de las abismales profundidades del ajedrez. Contempló el tablero y su cerebro desfalleció, con una fatiga sin precedentes. Las piezas de ajedrez eran despiadadas, le retenían y absorbían. Había horror en todo aquello, pero también era cierto que era la única armonía, porque ¿qué podía existir en el mundo fuera del ajedrez? Niebla, lo desconocido, el no ser… Advirtió de pronto que Turati ya no estaba sentado; se había puesto en pie y estiraba sus miembros.

—Intermedio, maestro —dijo una voz detrás de él—. Apunte su próxima jugada.

—No, no, aún no —dijo Luzhin, plañideramente, buscando con la mirada a la persona que había hablado.

—Eso es todo por hoy —continuó la misma voz, de nuevo desde atrás, una especie de voz giratoria.

Luzhin quería levantarse, pero era incapaz de hacerlo. Vio que había retrocedido junto con su silla, y que la gente se abalanzaba con rapacidad sobre la posición del tablero, donde acababa de estar toda su vida, y entre gritos y disputas movían las piezas de un lado a otro. De nuevo trató de levantarse y una vez más le fue imposible hacerlo.

—¿Por qué?, ¿por qué? —exclamó quejumbrosamente, tratando de distinguir el tablero entre las estrechas y oscuras espaldas inclinadas sobre él. Comenzaron a empequeñecerse hasta desaparecer. Sobre el tablero, las piezas se habían mezclado y formaban grupos en desorden. Pasó un fantasma, se detuvo y empezó a meter con toda rapidez las piezas en un diminuto ataúd—. Todo ha terminado —dijo, y, gruñendo por el esfuerzo, logró separarse de la silla.

Unos cuantos fantasmas permanecían de pie discutiendo algo. Hacía frío y estaba bastante oscuro. Otros fantasmas se llevaban los tableros y las sillas. Tortuosas y transparentes imágenes de ajedrez flotaban en el aire, por doquiera uno mirase. Y Luzhin, advirtiendo que se había encallado, que había perdido el camino en una de las combinaciones que acababa de meditar, hizo un esfuerzo desesperado por liberarse, para escaparse a alguna parte, aunque fuera a la no existencia.

—Vámonos, vámonos —gritó alguien, y desapareció dando un portazo.

Luzhin se quedó solo, su visión se hizo cada vez más oscura y en relación con todos los vagos objetos del salón se hallaba en jaque. Tenía que escapar. Se movió, el conjunto de su cuerpo regordete comenzó a temblar; era absolutamente incapaz de imaginar qué tenía que hacer la gente para salir de una habitación, y sin embargo debía de haber un método sencillo; entonces una sombra negra con pechera blanca se aproximó a él para ofrecerle su abrigo y su sombrero.

—¿Por qué es esto necesario? —murmuró, metiendo los brazos en las mangas y dando vueltas con el servicial fantasma.

—Por aquí —dijo en voz alta el fantasma, y Luzhin caminó hacia adelante y salió del horrible salón. Al descubrir las escaleras comenzó a subir por ellas, pero luego cambió de opinión y bajó, ya que era más fácil descender que ascender. Se encontró de pronto en un local lleno de humo donde estaban sentados unos fantasmas ruidosos. Un ataque se desarrollaba en cada esquina, y abriéndose paso entre las mesas, se deslizó junto a un cubo por donde asomaban un peón de cristal con el cuello dorado y un tambor que era batido por un caballo de ajedrez de grandes crines y lomo arqueado, para luego dirigirse hacia un agradable resplandor giratorio de cristal y allí detenerse, sin saber hacia dónde seguir. Se vio rodeado de gente que quería hacer algo con él.

—¡Váyase! ¡Salga de aquí! —repitió varias veces una voz áspera.

—Pero ¿adónde? —preguntó Luzhin, sollozando.

—¡Váyase a su casa! —murmuró insinuantemente otra voz, y algo empujó a Luzhin por el hombro.

—¿Qué ha dicho usted? —preguntó el ajedrecista dejando de sollozar repentinamente.

—¡A su casa, a su casa! —repitió la voz, y el esplendor de cristal se apoderó de Luzhin y lo arrojó a la fría oscuridad de la calle. Luzhin sonrió.

—A casa —dijo suavemente—. De modo que esa era la clave de la combinación.

Y era necesario darse prisa. En cualquier momento esas adherencias del ajedrez podían volver a llamarle. Pero entonces lo que le rodeaba era la penumbra del anochecer y un aire que parecía hecho de algodón espeso. Le preguntó a uno de los fantasmas que pasaban dónde quedaba su finca. El fantasma no le comprendió y siguió su camino.

—Un momento —le dijo Luzhin, pero era demasiado tarde. Luego, haciendo oscilar sus cortos brazos, aceleró el paso. Una luz pálida pasó a su lado y se desintegró con un susurro triste. Era difícil, muy difícil, encontrar el camino a casa en medio de esa blanda niebla. Luzhin pensó que debía doblar hacia la izquierda, y que allí encontraría el gran bosque, y una vez en el bosque hallaría con gran facilidad el sendero. Otra sombra se deslizó a su lado.

—¿Dónde está el bosque? —preguntó con insistencia, y como esa palabra parecía no encontrar ninguna respuesta, se decidió a usar un sinónimo—, la selva —murmuró—. El parque —añadió indulgentemente.

Entonces la sombra señaló hacia la izquierda y desapareció. Recriminándose por su lentitud, anticipando una persecución que podía producirse en cualquier momento, Luzhin se encaminó a grandes pasos hacia la dirección indicada. Y, en efecto, de pronto se vio rodeado de árboles; los helechos crepitaban bajo sus pies, todo estaba tranquilo y húmedo. Se desplomó pesadamente y se quedó en cuclillas por falta de aliento; las lágrimas comenzaron a bañarle la cara. Un rato después se levantó, se quitó de la rodilla una hoja mojada y después de vagar entre troncos de árbol durante un breve lapso de tiempo, encontró el camino familiar —«Marsch, marsch.», se repetía sin cesar, dándose ánimos para continuar su camino por el resbaladizo sendero—. Había ya recorrido la mitad del camino. Pronto llegaría al río, vería el aserradero, y poco después aparecería la mansión entre los arbustos desnudos. Allí se escondería, y viviría del contenido de unos frascos grandes y de otros pequeños. La misteriosa persecución había quedado atrás. Ya no podrían cogerle. ¡Oh, no! Si le resultara más fácil respirar, si pudiera librarse del dolor en las sienes, aquel dolor sordo… El sendero serpenteó a través del bosque y salió a un camino transversal; más adelante un río brillaba en la oscuridad. Vio también un puente y un difuso montón de estructuras arquitectónicas al otro lado, y en el primer momento le pareció que contra el cielo oscuro se perfilaba el conocido tejado triangular de la mansión con su pararrayos negro. Pero inmediatamente advirtió que se trataba de una trampa sutil tendida por los dioses del ajedrez, porque el parapeto del puente producía formas temblorosas, brillantes por la lluvia, de grandes figuras femeninas, y en el río danzaba un extraño reflejo. Caminó por la orilla, trató de encontrar otro puente, el puente en que el serrín le llega a uno hasta arriba de los tobillos, lo buscó durante largo rato, y, al final, por entero perdido, encontró un estrecho y tranquilo puentecito, y pensó que al menos por allí podría cruzar en paz. Pero en la otra orilla todo le resultaba desconocido; relampagueaban las luces y se deslizaban las sombras. Sabía que la mansión tenía que estar muy cerca de allí, muy cerca, sólo que se estaba aproximando a ella desde un ángulo desconocido y eso lo volvía todo muy difícil… Sus piernas estaban, desde los talones hasta las caderas, rellenas con plomo, de la misma manera que la base de una pieza de ajedrez tiene un lastre. Las luces fueron gradualmente desapareciendo, los fantasmas se hicieron más escasos, y una ola de opresiva negrura acabó por sumergirlo. A la luz de un último reflejo logró ver un jardín y un par de redondos arbustos, y a él le pareció reconocer la casa del molinero. Alargó la mano hacia la valla, pero en ese momento un dolor terrible empezó a dominarle, oprimiéndole el cráneo, y fue como si se hiciera más y más plano, hasta disiparse silenciosamente.