VI

—Se le va a caer todo, no me cabe duda —dijo Luzhin, que había vuelto a coger el bolso.

Ella alargó la mano con rapidez y colocó el bolso un poco más lejos golpeándolo contra la mesa, como si de esa manera quisiera subrayar una prohibición.

—Siempre tiene usted que jugar con algo —le dijo amistosamente.

Luzhin se miró la mano, separó los dedos y volvió a unirlos. Las uñas, sucias de nicotina, tenían la cutícula maltrecha; pequeñas arrugas grasientas cubrían las articulaciones de sus dedos, y unos cuantos pelos ralos crecían un poco más abajo. Colocó la mano sobre la mesa junto a la de ella, de aspecto suave y lechoso, con uñas cortas y bien arregladas.

—Lamento no haber conocido a su padre —dijo la joven, después de una pausa—. Debió de ser muy bondadoso y muy sincero, y quererle mucho. —Luzhin permaneció unos minutos en silencio—. Cuénteme algo más. ¿Cómo era su vida aquí? ¿Fue alguna vez un niño de verdad y jugó y corrió de un lado a otro como los demás?

Volvió a poner las manos sobre su bastón, y por la expresión de su rostro, por sus párpados pesados y somnolientos y la boca ligeramente abierta, que parecía a punto de bostezar, ella concluyó que Luzhin se aburría, que estaba harto de tanto recordar. Por otra parte, recordaba con mucha frialdad; a la joven le intrigaba que, habiendo perdido a su padre sólo un mes antes, fuese capaz de mirar el hotel donde habían estado juntos cuando él era un adolescente sin que se le humedecieran los ojos. Pero incluso en esa indiferencia, en su desgarbada manera de hablar y en las pesadas evoluciones de su alma, que parecía revolverse en su modorra para dormitar de nuevo, ella creía advertir algo patético, un encanto difícil de definir, pero que había intuido desde el día en que le vio por primera vez. Le parecía un hecho misterioso que, a pesar de la evidente frialdad de las relaciones con su padre, hubiera elegido precisamente aquel lugar y aquel hotel, como si esperara recibir de los objetos y paisajes vistos en otra época la emoción que era incapaz de sentir por sí mismo. Había llegado de un modo magnífico, un día gris y verde de constante llovizna, tocado con un desgarrado sombrero de fieltro negro y calzado con unos chanclos enormes; y al mirar desde la ventana su figura, mientras él descendía dificultosamente del autobús del hotel, comprendió que el desconocido recién llegado era alguien muy especial, diferente de los demás huéspedes del balneario. Por la noche se enteró de quién era. Todo el mundo en el restaurante del hotel observaba a aquel hombre corpulento y ceñudo, que comía con avidez y descuidadamente y a veces, absorto en sus pensamientos, recorría el mantel con un dedo. Ella no jugaba al ajedrez, ni tenía el menor interés por los campeonatos, pero aquel nombre le era familiar. Se había grabado inconscientemente en su memoria, aunque era incapaz de recordar cuándo lo había oído por primera vez. Un industrial alemán que padecía estreñimiento desde hacía muchos años y disfrutaba hablando de ello, un hombre de ideas fijas, pero de carácter amable, simpático y que vestía con cierto gusto, olvidó de pronto su estreñimiento en la galería donde ambos bebían las aguas curativas y la informó de varios hechos curiosos referentes al melancólico caballero que, después de cambiar su afelpado sombrero de fieltro por otro viejo de paja, se hallaba de pie frente a una vitrina colgada de una de las columnas y examinaba algunos objetos de artesanía que estaban a la venta.

—Su compatriota —dijo el industrial, indicándoselo con un movimiento de ceja— es un famoso jugador de ajedrez. Ha venido de París para participar en el Torneo de Berlín dentro de dos meses. Si gana, se enfrentará con el campeón del mundo. Su padre murió hace poco tiempo. Leí todo esto en la prensa.

Ella deseaba conocerle, hablar con él en ruso, tan atractivos le parecían su tosquedad, su melancolía y su cuello vuelto, que por alguna razón le daban aspecto de músico, y le agradaba que él no le hiciera el menor caso ni buscara ningún pretexto para hablar con ella, como acostumbraban hacer todos los hombres solteros del hotel. No era precisamente bonita; algo faltaba en sus facciones pequeñas y regulares, como si el último toque, el decisivo, que podía haberla hecho hermosa (dejando sus rasgos tal como estaban, pero confiriéndoles un significado inefable) le hubiera sido negado por la naturaleza. Tenía veinticinco años, sus cabellos, peinados a la moda, eran bonitos y estaban llenos de encanto y movía la cabeza de un modo que mostraba un indicio de posible armonía, una promesa de auténtica belleza que, en el último momento, no acababa de realizarse. Sus vestidos eran muy sencillos pero de excelente corte; por lo general dejaban al desnudo el cuello y los brazos, como si le gustara alardear un poco de su tierna frescura. Era rica; aunque su padre perdió su fortuna en Rusia, la rehízo en Alemania. Su madre estaba por llegar al balneario, pero desde la aparición de Luzhin la idea de reunirse con ella le resultaba desagradable.

Le conoció al tercer día de su llegada, tal como ocurre en las viejas novelas o en las películas: la dama deja caer un pañuelo y el galán lo recoge; la única diferencia fue que los paneles se trocaron. Luzhin caminaba por un sendero, delante de ella, y sucesivamente dejó caer un gran pañuelo de cuadros, indeciblemente sucio y con toda clase de porquería adherida a él, un cigarrillo roto por la mitad y aplastado, una nuez y un franco francés. Ella recogió sólo el pañuelo y la moneda y siguió caminando; lo hacía con curiosidad, pues esperaba alguna nueva pérdida. Con el bastón que llevaba en la mano derecha Luzhin tocaba al pasar todos los árboles y todos los bancos, mientras que su mano izquierda permanecía hundida en el bolsillo del abrigo, hasta que al fin se detuvo, volvió el bolsillo del revés, con lo que cayó otra moneda, y se puso a examinar un gran agujero en el fondo.

—Se me ha salido por este agujero —explicó en alemán al tomar el pañuelo de su mano.

—Esto también —dijo ella en ruso.

—Es un género muy malo —continuó él, sin levantar la vista, sin pasar al ruso y sin mostrar la menor sorpresa, como si la devolución de sus pertenencias fuera de lo más natural.

—¡Oh, no vuelva a metérselos en el bolsillo! —exclamó ella con una repentina carcajada.

Entonces él levantó la cabeza y la contempló con mal humor. Su rostro gris e hinchado, con las mejillas mal afeitadas y llenas de cortes de la navaja, adquirió una rara expresión de perplejidad. Sus ojos eran maravillosos, estrechos, ligeramente oblicuos, y parecían estar salpicados de polvo bajo los párpados colgantes, pero a través de aquel polvo asomaba un brillo húmedo y azulado que resultaba malsano y atractivo a la vez.

—Que no se le vuelvan a caer —aconsejó ella, y al alejarse sintió su mirada fija en la espalda.

Aquella noche, al entrar en el restaurante, la joven no pudo evitar sonreírle desde lejos, y él respondió con la misma sonrisa melancólica y retorcida que, a veces, dirigía al gato del hotel cuando se deslizaba silenciosamente entre las mesas. Y al día siguiente, en el jardín del hotel, en medio de grutas, fuentes y enanos de barro, se le acercó y trató, con su voz profunda y triste, de agradecerle la devolución del pañuelo y de la moneda (a partir de entonces, de manera confusa e inconsciente, no dejó de observar si ella dejaba caer algo, como si tratara de establecer una simetría perfecta).

—No tiene nada que agradecerme —respondió ella, y añadió muchas palabras en el mismo sentido (¡esas parientes pobres de las palabras verdaderas!).

¡Qué enorme cantidad de palabras inútiles se dicen sin ton ni son para tratar de llenar el vacío! Empleando esas palabras, y consciente de su mezquina estulticia, le preguntó si le gustaba el balneario, y si pasaría allí una temporada para tomar las aguas. Luego, avergonzada por lo estúpido de la pregunta, pero incapaz de contenerse, quiso saber desde cuándo jugaba al ajedrez. El no le respondió, sino que le dio la espalda, y ella se sintió tan confundida que comenzó a recitar la lista de las predicciones meteorológicas para el día anterior, aquel y el siguiente. El continuó en silencio, y ella calló también; luego comenzó a registrar su bolso, buscando con desesperación un tema de conversación, y sólo encontró un peine roto, pero de repente Luzhin se volvió hacia ella y le dijo:

—Dieciocho años, tres meses y cuatro días.

Esas palabras fueron para la joven un delicioso alivio, y además incluso la halagó la meticulosa exactitud de la respuesta. Con el tiempo, sin embargo, se sintió molesta porque él nunca le hacía preguntas; era como si supiera todo acerca de ella.

«Un artista, un gran artista», pensaba con frecuencia al contemplar su macizo perfil, su cuerpo encorvado y corpulento, el oscuro mechón de cabello caído sobre su frente, siempre húmeda. Y tal vez fue precisamente por no saber nada en absoluto de ajedrez por lo que este no significó para ella un mero juego de salón o un agradable pasatiempo, sino un arte misterioso, de la misma categoría que las artes reconocidas como tales. Nunca había tenido relación con personas como él, y no había nadie con quien pudiera compararlo, excepto con los músicos y los poetas, excéntricos inspirados cuyas imágenes eran para ella tan claras y tan vagas como las de un emperador romano, un inquisidor o el famoso avaro de una comedia. Su memoria contenía una modesta galería mal iluminada donde cabían todas las personas que por un motivo u otro habían atraído su atención. Allí estaban sus recuerdos escolares (la escuela femenina de San Petersburgo, con una hiedra de dimensiones poco comunes en la fachada, que daba a una calle estrecha, polvorienta y sin tranvías) y el profesor de geografía, que también enseñaba en una escuela masculina, un hombre de ojos grandes, frente muy blanca y cabellos desordenados, quien, según decían, estaba enfermo de tuberculosis y había sido en cierta ocasión, según decían, huésped del Dalai Lama; estaba enamorado, según decían, de una de las chicas de un curso superior, sobrina de la directora de cabellos blancos y ojos azules que tenía un despacho pequeño y muy acogedor, empapelado en azul y con una preciosa estufa blanca holandesa. Y era precisamente sobre un fondo azul, rodeado de aire azul, como se había grabado en su memoria el profesor de geografía; solía irrumpir a la carrera, impulsivamente, en el aula, y luego se desvanecía y desaparecía, dejando que ocupara su puesto otra persona que a la joven también le parecía diferente del resto del mundo. La aparición de esta persona fue precedida de repetidas advertencias de la directora de que, bajo ningún pretexto, se burlaran de ella. Era el primer año del régimen soviético; de las cuarenta alumnas con que contaba la clase sólo quedaban diecisiete, quienes cada día saludaban a los profesores con la misma pregunta: «¿Habrá clases hoy?», y ellos respondían siempre de la misma manera: «Todavía no hemos recibido instrucciones definitivas». La directora ordenó que nadie se riera del representante del Comisariado para la Educación Popular, dijera lo que dijese y se comportara como se comportase. Y llegó el comisario, y ocupó un lugar en su memoria como una persona extraordinariamente divertida, un visitante de un mundo diferente y absurdo. Era cojo, pero muy activo y enérgico, con unos ojillos vivos y relampagueantes. Las muchachas se reunían en una espaciosa sala y él se paseaba de un lado a otro delante de ellas, cojeando a toda velocidad y dando vueltas con agilidad simiesca. Y mientras cojeaba frente a ellas, arrastrando con ligereza el pie con el doble tacón, su mano derecha cortaba el aire en tajadas regulares, o lo alisaba como si fuera una tela; les hablaba deprisa y extensamente de las conferencias sobre sociología que les iba a dar y acerca de su inminente fusión con una escuela masculina, y contener la risa provocaba dolor en la mandíbula y espasmos en la garganta. Y luego venía el recuerdo de Finlandia, país que permaneció grabado en su corazón como algo más ruso que su propia Rusia, tal vez porque la villa de madera y los abetos y el barco blanco en el lago, negro por los reflejos de las coníferas, eran esencialmente rusos y fueron atesorados como algo que estaba prohibido al otro lado de la frontera. En aquella Finlandia que continuaba siendo un país de vacaciones, parte todavía de la vida de San Petersburgo, vio varias veces de lejos a un escritor famoso, un hombre extremadamente pálido con una barba muy notoria, quien miraba sin cesar hacia el cielo que los aviones enemigos habían comenzado a surcar. Y por alguna razón misteriosa le recordaba al lado de un oficial ruso, el cual perdió posteriormente un brazo en Crimea durante la guerra civil, un joven muy tímido y solitario con quien ella solía jugar al tenis durante el verano y esquiar en invierno, y con este recuerdo nevado volvían a aflorar, contra un fondo nocturno, la villa del escritor famoso, donde más tarde moriría, y el sendero barrido y los montones de nieve iluminados por la luz eléctrica, franjas fantasmales sobre la nieve oscura. Esos hombres de diversas profesiones, cada uno de los cuales teñía su recuerdo con su propia tonalidad particular (un geógrafo azul, un comisario caqui, el abrigo negro del escritor y un joven vestido de blanco que lanzaba su raqueta contra la pina de un pino), eran seguidos por brillantes imágenes que aparecían y se disolvían: la vida de los emigrados en Berlín, los bailes de caridad, los mítines monárquicos y una multitud de personas idénticas, pero todo esto estaba tan próximo en su recuerdo que aún no podía enfocarlo de tal modo que pudiera seleccionar lo que era valioso y desechar lo que carecía de importancia; además, no tenía tiempo para ponerse a clasificar sus experiencias, tanto la absorbía aquel hombre taciturno, fabuloso y enigmático, el más atractivo de los que había conocido. Su arte, y todas las manifestaciones y señales de este, eran un misterio. Pronto se enteró de que cada noche, después de cenar, trabajaba hasta muy tarde. Pero este trabajo se hallaba más allá de los límites de su imaginación, ya que no había nada con qué asociarlo, ni un pincel, ni un piano, y lo que buscaba su mente era precisamente algún emblema de aquel arte que le mostrara su esencia con claridad. La habitación de Luzhin estaba en el primer piso, y a veces los huéspedes que salían al jardín a fumar un cigarro veían su lámpara y su rostro inclinado. Alguien comentó que permanecía largas horas sentado ante un tablero vacío. Quería verlo por sí misma, así que una noche, poco después de su primera conversación, se aventuró a llegar hasta aquella ventana por la senda bordeada de adelfas. Pero de pronto se sintió dominada por una repentina timidez, pasó de largo sin mirar hacia el interior y regresó a la avenida, donde escuchó la música procedente del casino; luego, incapaz de dominar la curiosidad, volvió de nuevo a la ventana, pero hizo crujir voluntariamente la grava, como para convencerse de que no estaba espiando. Luzhin tenía la ventana abierta y la persiana levantada, y sobre el fondo iluminado de la habitación le vio quitarse la chaqueta, tensar los músculos del cuello y bostezar. Y en el movimiento lento y pesado de su hombro, cuya imagen continuó levantándose y girando ante los ojos de la joven mientras se alejaba deprisa en la oscuridad y se dirigía a la terraza iluminada del hotel, se imaginó la presencia de una enorme fatiga después de un trabajo silencioso, pero, con toda seguridad, portentoso.

Y era cierto que Luzhin estaba cansado. En los últimos tiempos había jugado con excesiva frecuencia y de modo poco sistemático; le fatigaba sobre todo jugar a ciegas, un espectáculo muy bien pagado que realizaba de buena gana. Encontraba en ello un profundo placer: no tenía que tratar con piezas visibles, audibles ni palpables, que por la singularidad de su forma y la textura de la madera le causaban permanente desazón, aparte que las veía tan sólo como la burda envoltura mortal de las exquisitas e invisibles fuerzas del ajedrez. Cuando jugaba a ciegas era capaz de sentir esas diversas fuerzas en su pureza original. No contemplaba entonces las talladas crines de los caballos ni las cabezas brillantes de los peones, pero sentía con toda claridad que esta o aquella casilla imaginaria estaba ocupada por una fuerza definida y concentrada, de modo que le era posible concebir el movimiento de una pieza como una descarga, una sacudida o el fulgor de un relámpago, y el tablero entero de ajedrez se imantaba de tensión, y sobre esa tensión él ejercía un dominio total, concentrando aquí y liberando allá toda la energía eléctrica. De esa manera jugaba contra quince, veinte o treinta adversarios, y por supuesto el elevado número de tableros resultaba agotador, puesto que alteraba el tiempo real del juego, pero el cansancio físico no era nada en comparación con la fatiga mental que era su premio por el intenso esfuerzo y el éxtasis implícito en el juego mismo, que él dirigía desde una dimensión celestial en la que sus instrumentos eran cantidades incorpóreas. Además aquellas partidas a ciegas, y las victorias que le proporcionaban, eran un consuelo para él porque en los últimos años no había tenido suerte en los torneos internacionales; se había levantado una barrera invisible que le impedía ser el primero: Valentinov se lo había profetizado en el pasado, poco antes de que se separaran.

—Brilla mientras puedas —le había dicho después de un inolvidable torneo en Londres, el primero después de la guerra, en el que el joven ajedrecista ruso de veinte años había resultado vencedor—. Mientras puedas —repitió astutamente Valentinov—, porque no vas a ser un niño prodigio por mucho tiempo.

Eso era muy importante para Valentinov. Le interesaba Luzhin mientras siguiera siendo un monstruo, un fenómeno insólito, algo extraño pero encantador, como las piernas deformes de un perro dachshund. Durante el tiempo que pasó con Luzhin le animó sin cesar a desarrollar su don, sin ocuparse ni un segundo en él como persona, faceta que, según parecía, no sólo Valentinov sino la vida misma habían menospreciado. Lo mostraba ante personas ricas como un monstruo divertido, gracias a él adquirió contactos útiles y organizó innumerables torneos, y únicamente cuando comenzó a advertir que el prodigio se estaba convirtiendo en un simple joven jugador de ajedrez se lo devolvió a su padre, en Rusia, pero después, como si se tratara de un objeto valioso, se lo volvió a quitar, pues pensó que tal vez había cometido un error y que al monstruo le quedaban aún uno o dos años de vida. Cuando este plazo expiró, entregó a Luzhin algo de dinero, como se hace con una amante de la que uno se ha cansado, y desapareció. Encontró un nuevo entretenimiento en los negocios cinematográficos, esos misteriosos negocios astrológicos en los que se leen argumentos y se buscan estrellas. Y una vez introducido en ese mundo de estafadores, cínicos, charlatanes y egocéntricos, con su verborrea sobre la filosofía de la pantalla, el gusto de las masas y la intimidad de la cámara cinematográfica, cuando empezó a obtener magníficos ingresos, desapareció del mundo de Luzhin, lo que para este representó un alivio, ese extraño alivio que se siente al poner fin a una relación amorosa infeliz. Se había sentido atraído inmediatamente por Valentinov, ya en los primeros días, durante sus giras por Rusia, y más tarde sintió por él lo mismo que un hijo que tiene un padre frívolo, evasivo y distante a quien nunca puede decirle cuánto le ama. Valentinov sólo se interesaba en él como ajedrecista. A veces adoptaba hasta cierto punto el papel de un entrenador que cuida de un atleta y le establece un régimen alimenticio con despiadada severidad. Valentinov afirmaba que estaba muy bien que un jugador de ajedrez fumara (ya que tanto en el ajedrez como en el acto de fumar había cierto toque oriental), pero no que bebiera, y durante su vida en común, en los comedores de los grandes hoteles, enormes hoteles vacíos durante la guerra, en los restaurantes de paso, en las posadas suizas y en las trattorie italianas, siempre, invariablemente, pedía agua mineral para el joven Luzhin. Los alimentos que elegía para él eran ligeros, a fin de que su cerebro pudiera funcionar con toda libertad, pero por alguna razón (tal vez por cierta difusa conexión con lo oriental) fomentaba la desmedida pasión de Luzhin por las golosinas. Finalmente, sostenía la peculiar teoría de que el desarrollo del don de Luzhin para el ajedrez se relacionaba con el desarrollo del impulso sexual; según él, el ajedrez era para Luzhin la verdadera satisfacción de ese impulso, y temiendo que pudiera desperdiciar sus preciosos poderes al liberar por los medios naturales aquella beneficiosa tensión interior, le mantuvo a distancia de las mujeres, regocijándose de su casta indiferencia. Había algo degradante en todo eso. Cuando Luzhin recordaba aquella época, se sorprendía al advertir que ni una sola palabra humana y bondadosa se había cruzado entre él y Valentinov. No obstante, cuando tres años después de su marcha definitiva de Rusia, aquel país que se había vuelto tan poco agradable, Valentinov desapareció, experimentó una sensación de vacío, de falta de apoyo, aunque tuvo que reconocer la inevitabilidad de lo ocurrido, suspiró, se encogió de hombros y se abstrajo nuevamente en sus problemas de ajedrez. Después de la guerra los torneos fueron más frecuentes. Jugó en Manchester, donde el decrépito campeón de Inglaterra forzó unas tablas tras una contienda que duró dos días; en Amsterdam, donde perdió la partida decisiva porque excedió el tiempo límite, y su oponente, con un gruñido de satisfacción, oprimió el resorte del reloj de Luzhin; en Roma, donde Turati inició triunfalmente su brillante carrera; y en muchas otras ciudades que para él eran siempre idénticas: hotel, taxi, una sala en un café o en un club. Esas ciudades, esas hileras regulares de borrosos faroles que pasaban velozmente a su lado y de pronto se detenían alrededor de un caballo de piedra en una plaza, eran una envoltura tan habitual como innecesaria, igual que las piezas de madera y el tablero blanco y negro, y él aceptaba esa vida exterior como algo inevitable, pero ni mucho menos interesante. Del mismo modo, en su manera de vestir y en el ritmo de su vida cotidiana se dejaba llevar por motivos extremadamente vagos, sin detenerse a pensar en nada; raras veces se mudaba de ropa interior, daba cuerda mecánicamente a su reloj todas las noches, se afeitaba con la misma navaja hasta que dejaba de cortar, y se alimentaba de cualquier manera y modestamente. Por una especie de inercia melancólica, continuaba bebiendo en sus comidas agua mineral, que bullía ligeramente en sus senos frontales y producía una sensación de cosquillas en sus lagrimales, como si lloraran por el desaparecido Valentinov. Sólo muy rara vez se percataba de su propia existencia; por ejemplo, cuando le faltaba el aliento (la venganza de un cuerpo obeso) y se veía obligado a detenerse con la boca abierta a mitad de una escalera, o cuando le dolían las muelas, o cuando a altas horas de la noche, durante sus meditaciones sobre algún tema de ajedrez, una mano alargada sacudía una cajetilla de cerillas sin obtener ningún sonido, y el cigarrillo, que parecía haber sido puesto en sus labios por otra persona, crecía de repente y se afirmaba, sólido, inanimado y estático, y su vida entera parecía concentrarse en el único deseo de fumar, aunque sólo Dios sabía cuántos cigarrillos había consumido ya sin darse cuenta. En general, la vida a su alrededor era tan opaca y exigía de él tan poco esfuerzo, que a veces parecía que alguien, un apoderado misterioso e invisible, continuaba llevándole de torneo en torneo; pero había ciertas ocasiones, poco habituales, en que sentía una gran quietud a su alrededor y cuando miraba por el pasillo no veía más que zapatos, zapatos y zapatos ante todas las puertas, y en sus oídos resonaba el rumor de la soledad. Cuando su padre vivía, Luzhin solía pensar con una sensación de abatimiento en el viaje a Berlín, en la necesidad de visitar a su padre, ayudarle, hablar con él, y, sin embargo, aquel viejo de aspecto alegre, con su chaleco de punto, que le daba torpes palmadas en el hombro, le parecía intolerable, como el recuerdo de algo vergonzoso que uno trata de borrar cerrando los ojos y gimiendo a través de los dientes. No salió de París a tiempo para asistir al funeral de su padre, por temor, sobre todas las cosas, a los cadáveres, los ataúdes y las coronas y a la responsabilidad que de todo ello se desprendía, pero cuando llegó a Berlín se dirigió al cementerio y deambuló bajo la lluvia entre las tumbas con los zapatos cubiertos de lodo; no logró encontrar la sepultura de su padre, y aunque detrás de unos árboles vislumbró a un hombre que era, posiblemente, el sepulturero, un extraño sentimiento de inercia y timidez le impidió hacerle cualquier pregunta; se subió el cuello y regresó dando traspiés por un terreno yermo hasta el taxi que le esperaba. La muerte de su padre no interrumpió su trabajo. Se preparaba para el torneo de Berlín con la idea precisa de encontrar la mejor defensa contra la compleja apertura del italiano Turati, el más temible de los ajedrecistas que participarían en él. Ese jugador, representante de las últimas corrientes en el ajedrez, solía abrir la partida moviéndose hacia los flancos y dejando el centro del tablero libre de peones, pero ejercía una influencia muy poderosa sobre él desde los costados. Despreciaba la cómoda seguridad del enroque y se esforzaba por crear las más inesperadas y caprichosas relaciones entre sus piezas. Luzhin se había enfrentado ya con él en una ocasión y perdió; esa derrota le dolía de manera especial porque Turati, por temperamento, por su estilo de jugar, y por su tendencia a las combinaciones fantásticas, era un ajedrecista de mentalidad semejante a la suya, sólo que había ido más lejos. El juego de Luzhin, que en su primera juventud tanto había asombrado a los expertos por su audacia sin precedentes y su aparente desprecio de las reglas tradicionales del ajedrez, resultaba ahora un poco anticuado en comparación con el relampagueante extremismo de Turati. La situación de Luzhin en aquellos momentos era muy semejante a la del escritor o el músico que, habiendo asimilado las últimas tendencias en el arte al comienzo de su carrera activa y tras causar sensación por la originalidad de sus procedimientos, advierte de pronto que a su alrededor se ha producido imperceptiblemente un cambio, que otros artistas, salidos sólo Dios sabe de dónde, le han dejado atrás empleando los mismos métodos con que él hasta hacía poco llevaba la delantera, y entonces siente que le han despojado, ve sólo imitadores desagradecidos en los audaces artistas que se le han adelantado y rara vez comprende que el único culpable es él, que algo se ha petrificado en su arte, que un día fue innovador pero desde entonces no ha avanzado.

Al recordar sus más de dieciocho años de ajedrecista, Luzhin veía una acumulación de victorias al principio y después un extraño adormecimiento, unas cuantas victorias acá y allá, pero, en general, irritantes e irremediables tablas, gracias a las cuales fue adquiriendo imperceptiblemente la reputación de jugador cauteloso, impenetrable y poco imaginativo. Todo eso le resultaba extraño. Cuanto más audaz era su imaginación y más viva su inventiva durante el trabajo secreto que realizaba entre torneo y torneo, más opresiva resultaba su sensación de impotencia cuando comenzaba la competición y más circunspecto y tímido se volvía su juego. Desde hacía ya bastante tiempo pertenecía a la categoría de los grandes maestros internacionales, era extremadamente famoso, le citaban en todos los libros de ajedrez y era candidato, junto con otros cinco o seis jugadores, al título de campeón del mundo, pero debía toda esa halagüeña reputación a sus primeras actuaciones, las que habían dejado a su alrededor una especie de vaga aureola, el halo de los elegidos, un nimbo de gloria. La muerte de su padre vino a ser para él como una especie de hito con el que podía medir el camino recorrido. Y al recordar observó, con un estremecimiento, lo lentamente que había avanzado en los últimos tiempos; a fin de salir del marasmo, se sumergió con melancólica pasión en nuevos cálculos, inventó combinaciones y vagamente comenzó a intuir la clase de defensa que le era necesaria: una defensa deslumbrante. Se sintió mal en aquel hotel de Berlín después de haber ido al cementerio: palpitaciones, extraños pensamientos y la sensación de que su cerebro se había detenido y estaba cubierto por una capa de barniz. El médico que le visitó a la mañana siguiente le recomendó descanso, una estancia en algún lugar tranquilo…; «donde a su alrededor todo sea verdor», aconsejó el médico. Y Luzhin canceló una sesión de ajedrez a ciegas que tenía programada y se marchó al lugar que acudió inmediatamente a su imaginación cuando el médico le habló de verdor; en su interior sintió un vago agradecimiento por el grato recuerdo que le indicó con tanta oportunidad el lugar necesario, resolvió todas las dificultades y le instaló en un hotel conocido, donde ya le esperaban.

Se sintió mejor en medio de aquel verde paisaje de mesurada belleza, que le infundió un sentimiento de seguridad y tranquilidad. Y de pronto, como cuando en un puesto de feria revienta una pantalla de papel pintado y queda al descubierto un sonriente rostro humano, apareció, sin que supiera de dónde procedía, una persona inesperada y a la vez familiar, que le hablaba con una voz que parecía haber estado escuchando mudamente toda su vida y que iluminaba de pronto su habitual oscuridad. Al tratar de aclarar en su mente aquella impresión de algo muy familiar recordó con asombrosa nitidez algo que parecía fuera de lugar, el rostro de una joven prostituta de hombros desnudos y medias negras, de pie en un portal iluminado de un oscuro callejón de una ciudad sin nombre. Y de un modo bastante absurdo le pareció que la joven era aquella prostituta que llegaba a él decorosamente vestida y algo menos hermosa, como si se hubiera despojado de su hechicero maquillaje, y por eso mismo resultaba más accesible. Tal fue su primera impresión cuando la conoció, cuando con sorpresa advirtió que de verdad estaba hablando con ella. Le fastidiaba un poco que no fuera tan hermosa como debía haber sido, a juzgar por extrañas señales que en el pasado descubrió en sus sueños. Pronto asumió la situación, sin embargo, y gradualmente olvidó sus viejos prototipos; al final le invadió una gran tranquilidad y se sintió orgulloso de que una persona viva y real le hablara, pasara su tiempo con él y le sonriera. Y aquel día en la terraza del jardín, donde unas avispas brillantemente amarillas se posaban sobre las mesas de hierro y movían sus antenas, el día en que comenzó a explicarle que cuando era niño se había hospedado en aquel hotel, Luzhin inició, con una serie de pausados movimientos cuyo significado sólo intuía vagamente, una peculiar declaración de amor.

—Ande, cuénteme algo más —insistió ella cuando se quedó callado de repente.

Luzhin se sentó, apoyándose en su bastón. Pensaba que si movía como si fuera un caballo a un tilo que crecía en una pendiente bañada por el sol se podría comer al poste telegráfico que se elevaba más allá, y al mismo tiempo intentaba recordar de qué había estado hablando exactamente. Un camarero, con una docena de jarras de cerveza vacías colgadas de sus dedos torcidos, corría a lo largo del ala del edificio, y Luzhin recordó con alivio que había estado hablando del torneo que se disputó en cierta ocasión en aquella misma ala. Sintió agitación y calor, y que la cinta del sombrero le apretaba las sienes, y no comprendió aún por qué se sentía tan agitado.

—Vámonos —dijo—. Se la enseñaré. Ahora debe de estar vacía. Y fría. —Dio unos pasos pesados y, arrastrando el bastón que rozaba la grava, golpeó el escalón de la puerta y cruzó el umbral antes que ella. La joven pensó que era un maleducado, pero se sorprendió al advertir que movía la cabeza comprensiva, como si se acusara de juzgarlo mal, pues sus modales nada tenían que ver con la mala educación—. Aquí, me parece que este es el camino —dijo Luzhin, y empujó una puerta lateral. Había fuego encendido; un hombre gordo vestido de blanco gritó algo y una torre de platos pasó corriendo sobre piernas humanas—. No, está más allá —rectificó Luzhin, y siguió caminando por un corredor. Abrió otra puerta y casi se cayó; había una escalera que descendía, y unas ramas al fondo, y una montaña de basura, y una gallina asustada se escapó dando saltos—. Me he equivocado —dijo Luzhin—. Es posible que sea aquí, a la derecha. —Se quitó el sombrero, sintió que unas ardientes gotas de sudor le bañaban las sienes. ¡Oh, qué clara era la imagen de aquella fría, vacía y espaciosa sala y qué difícil le resultaba encontrarla!—. Probemos esa puerta —dijo. Y aquella puerta resultó estar cerrada con llave. Movió arriba y abajo el tirador varias veces.

—¿Quién es? —gritó de pronto una voz ronca, y se oyó el crujido de una cama.

—Es un error, un mero error —murmuró Luzhin, y siguió adelante; luego miró hacia atrás y se detuvo. Estaba solo. «¿Dónde está ella?», se preguntó arrastrando los pies mientras iba de un lado al otro. Un corredor. Una ventana que daba al jardín. Un casillero en la pared, con casillas numeradas. Se oyó el sonido de un timbre. En una de las casillas cayó un número torcido. Luzhin caminaba pensativo y preocupado, como si estuviera perdido en una pesadilla; se apresuró a recorrer el camino de regreso, repitiendo para sí mismo: «Extrañas bromas, extrañas bromas». Salió inesperadamente al jardín y vio que dos personas sentadas en un banco le miraban con curiosidad. De repente oyó una risa sobre su cabeza y levantó la cara. Era ella, desde el balcón de su habitación, quien se reía; apoyaba los codos en la barandilla, apretaba las palmas contra las mejillas y movía la cabeza en un leve gesto de reproche. La joven miró su amplia cara y el sombrero echado hacia atrás, como esperando ver qué se proponía hacer Luzhin.

—No pude seguirle —le gritó, se puso de pie en el balcón y abrió los brazos en un gesto de vaga aclaración. Luzhin bajó la cabeza y entró en el edificio. Ella supuso que dentro de un momento llamaría a su puerta y decidió no permitirle la entrada; le diría que la habitación aún no estaba arreglada. Pero él no llamó. Cuando bajó a cenar, no estaba en el comedor. Pensó que se habría ofendido, y fue a acostarse antes de lo acostumbrado. A la mañana siguiente salió a dar un paseo y miró si la esperaba en el jardín, leyendo el periódico en un banco, como era su costumbre. Pero no estaba en el jardín, ni tampoco en la galería, por lo que decidió salir a pasear sin él. Cuando a la hora de la cena no apareció en el comedor y vio su mesa ocupada por una pareja de ancianos que desde hacía unos días le había echado el ojo, preguntó en recepción si el señor Luzhin estaba enfermo.

—El señor Luzhin salió esta mañana para Berlín —le contestó la recepcionista.

Una hora más tarde su equipaje regresó al hotel. El conserje y un botones, con indiferencia profesional, entraron las maletas que habían sacado aquella misma mañana. Luzhin regresó de la estación a pie, un caballero taciturno y entrado en carnes, agobiado por el calor y con los zapatos cubiertos de polvo. En cada uno de los bancos se tomaba un descanso, y una o dos veces arrancó unas zarzamoras, cuya acidez le hizo hacer muecas al comerlas. Mientras caminaba por la carretera advirtió que un niño rubio le seguía a pequeños pasos, con una botella de cerveza vacía en las manos, se retrasaba a propósito y le miraba con una insoportable concentración infantil. Luzhin se detuvo. El chico también se detuvo. Luzhin se movió. El chico se movió a su vez. Entonces Luzhin perdió la paciencia y le amenazó con su bastón. El otro se detuvo, sonriendo con sorpresa y alegría.

—Te voy a… —exclamó Luzhin con voz profunda, y caminó hacia él con el bastón en alto. El chico saltó y echó a correr. Luzhin gruñó y respiró con fuerza por la nariz, y luego continuó la marcha. De pronto, una piedra, certeramente dirigida, le dio en el hombro izquierdo. Dio un grito y se volvió. No vio a nadie, sólo la carretera vacía, el bosque, un brezal—. ¡Le mataré! —gritó en alemán, y caminó más deprisa, tratando de avanzar en zigzag, el modo, había leído en alguna parte, en que caminan los hombres que temen un disparo por la espalda, y continuó repitiendo su inútil amenaza. Estaba exhausto, jadeante y casi a punto de llorar cuando por fin llegó al hotel.

—He cambiado de opinión —dijo, dirigiéndose a la ventanilla de la recepción—. Voy a quedarme; he cambiado de opinión…

«Seguramente está en su habitación», se dijo al subir las escaleras. Irrumpió en ella como si hubiera abierto la puerta con su cabeza, y tan pronto como divisó a la joven, que estaba reclinada sobre un diván y llevaba un vestido de color rosa, dijo apresuradamente:

—¡Hola!, ¡hola! —Y comenzó a pasear a zancadas por la habitación, dando por supuesto que todo se desarrollaba sin complicaciones, de una manera ingeniosa e informal, y reprimiendo al mismo tiempo su excitación—. Y por consiguiente, como continuación de lo antes dicho, tengo que informarle de que usted será mi esposa, le imploro que acceda a esta petición, me fue absolutamente imposible marcharme, ahora todo va a ser diferente y maravilloso.

Y entonces se dejó caer en una silla al lado del radiador, se cubrió la cara con las manos y arrancó a llorar. Luego, tratando de levantar una mano para cubrirse el rostro, comenzó con la otra a buscar un pañuelo, y a través de las rendijas húmedas y temblorosas que separaban sus dedos percibió por duplicado un impreciso vestido rosa que se movía ruidosamente hacia él.

—¡Vamos, vamos! ¡Ya está bien! ¡Ya está bien! —repetía ella con voz consoladora—. ¡Un hombre tan grande llorando de esta manera!

El la tomó por un codo y besó algo duro y frío, su reloj de pulsera. Ella le quitó el sombrero de paja y le acarició la frente, aunque inmediatamente retrocedió, para evitar sus torpes e impulsivos movimientos. Luzhin se sonó ruidosamente con su pañuelo, una y otra vez; luego se secó los ojos, las mejillas y la boca, suspiró con alivio, se apoyó en el radiador y con los ojos húmedos y brillantes miró al frente. Fue en ese momento cuando ella advirtió con toda claridad que aquel hombre, le gustara o no, no era alguien a quien pudiera mantener fuera de su vida; se había instalado en ella firme y sólidamente y, en apariencia, para mucho tiempo. Pero también se preguntó cómo podía presentar a semejante hombre a sus padres, qué papel tendría en el salón de su casa un hombre de una dimensión diferente, con una forma y una tonalidad tan particulares que no eran compatibles con nada ni con nadie.

Al principio trató de encajarlo en su familia, en su ambiente e incluso en el mobiliario de su piso: hacía que un Luzhin imaginario entrara en todas las habitaciones, hablara con su madre, comiera una kulebiaka hecha en casa y se reflejara en el suntuoso samovar comprado en el extranjero, y aquellas visitas imaginarias acababan siempre en una catástrofe monstruosa. Luzhin, con un torpe movimiento de hombros, derribaba la casa entera como si fuera un frágil decorado que despidiera una nube de polvo. Su piso, caro y muy bien amueblado, estaba situado en la primera planta de un enorme edificio de apartamentos de Berlín. Sus padres, ricos una vez más, habían decidido vivir en un estilo estrictamente ruso, que asociaban con la ornamental escritura de los viejos eslavos, tarjetas postales mostrando la tristeza de las jóvenes boyardas, cajas laqueadas con horrendos pirograbados de troikas y pájaros de fuego, y revistas de arte admirablemente editadas, que habían dejado de publicarse hacía bastante tiempo, ilustradas con maravillosas fotografías de viejas mansiones rusas y de porcelana antigua. Su padre acostumbraba decir a sus amigos que le resultaba particularmente grato, después de sus reuniones de negocios y sus conversaciones con gente de dudosa reputación, sumergirse en un ambiente genuinamente ruso para comer una genuina comida rusa. Durante un tiempo su sirviente había sido un auténtico ordenanza ruso hallado en un refugio de emigrantes en las afueras de Berlín, pero por alguna razón inexplicable se volvió en extremo grosero y habían tenido que sustituirlo por una muchacha germano-polaca. La madre, una imponente dama con brazos regordetes, acostumbraba llamarse a sí misma, con afecto, enfant terrible o «cosaca», resultado de vagos y deformados recuerdos de Guerra y paz; encarnaba a la perfección al ama de casa rusa, tenía debilidad por la teosofía y denunciaba la radio como una invención judía. Era tan bondadosa como carente de tacto, y amaba sinceramente la Rusia artificial y pintoresca que había creado a su alrededor, aunque algunas veces la abatía un aburrimiento intolerable, sin llegar a saber con exactitud qué le faltaba, pues afirmaba ser una de las pocas personas que había transportado su propia Rusia consigo. La hija sentía absoluta indiferencia por la cursilería de aquel piso, tan diferente de su tranquila casa de San Petersburgo, donde los muebles y los demás objetos tenían su propia alma, donde el gabinete de los iconos desprendía un inolvidable resplandor de color granate y albergaba unas misteriosas flores de azahar, donde un gato gordo e inteligente estaba bordado en el respaldo de seda de un sillón y donde había millares de bagatelas, olores y sombras que en conjunto constituían algo fascinante, conmovedor y absolutamente irremplazable.

Los jóvenes rusos que los visitaban en Berlín la consideraban una muchacha agradable pero no demasiado interesante, mientras que su madre decía (en voz baja y con cierto dejo burlón) que ella representaba a la intelectualidad y la literatura de vanguardia en la familia, quizá porque sabía de memoria varios poemas del «simbolista» Balmont que había encontrado en El lector de poesía, o tal vez por alguna otra razón desconocida. A su padre le gustaban su independencia, su calma y su modo peculiar de bajar los ojos cuando sonreía. Pero nadie había sido capaz aún de descubrir su cualidad más cautivadora: la misteriosa capacidad de su alma para aprehender de la vida sólo aquello que la había atraído y atormentado en la infancia, la época en que los instintos del alma son infalibles; buscar lo divertido y conmovedor; experimentar en todo momento una intolerable y tierna piedad por cualquier criatura cuya vida fuera impotente y desgraciada; sentir a través de miles de kilómetros que en algún lugar de Sicilia un borriquillo de delgadas patas y vientre peludo estaba siendo brutalmente golpeado. Siempre que se encontraba con una criatura a quien alguien estaba hiriendo, experimentaba una especie de eclipse legendario, en el que descendía una noche inexplicable y manchas de ceniza y de sangre aparecían en las paredes, y le parecía que si no actuaba inmediatamente, pero inmediatamente de verdad, no prestaría ninguna ayuda ni lograría impedir la tortura ajena (cuya existencia era del todo imposible de explicar en un mundo tan propicio a la felicidad); entonces su corazón no podría soportarlo y terminaría por morirse. Por consiguiente, vivía en una perpetua y secreta agitación que constantemente anticipaba una nueva alegría o una nueva compasión; se decía de ella que amaba a los perros y que estaba siempre dispuesta a prestar su dinero, y al escuchar esos rumores triviales se sentía como se había sentido cuando niña al participar en ese juego que consiste en que una persona sale de una habitación y las demás hablan de ella, y luego tiene que adivinar qué dijeron de ella. Y entre los jugadores, entre aquellos con quienes se reunía después de estar en la habitación de al lado, donde permanecía sentada en espera de que la llamasen, cantando concienzudamente algo para no oír lo que decían, mientras abría un libro al azar y como un muñeco de resorte surgía un pasaje de novela, el fin de una conversación ininteligible, entre aquellas personas cuya opinión tenía que adivinar, se encontraba ahora un hombre taciturno, difícil de comprender y del que desconocía absolutamente lo que pensaba sobre ella. Sospechaba que no tenía ninguna opinión, que no tenía la menor idea del medio ni de las circunstancias en que ella se movía, y en consecuencia era capaz de decir cosas espantosas.

Decidió que su ausencia ya duraba demasiado, por lo que se alisó suavemente la cabellera con la mano y volvió con una sonrisa al vestíbulo. Su madre y Luzhin, a quienes acababa de presentar, estaban sentados en sillones de mimbre, bajo una palmera de maceta, y Luzhin, con el ceño fruncido, examinaba el cochambroso sombrero de paja que tenía sobre las piernas. En aquel momento se sintió aterrorizada al pensar en las palabras que Luzhin podía emplear para referirse a ella (si ese era el tema de su conversación) y en la impresión que causaría en su madre su pretendiente. El día anterior, tan pronto como llegó su madre y comenzó a quejarse de que su ventana daba al norte y de que la lámpara de la mesita de noche no funcionaba, la joven le había dicho, tratando de que su voz resultara lo más natural posible, que había hecho bastante amistad con el famoso ajedrecista Luzhin.

—Un seudónimo, sin duda —dijo la madre, mientras revolvía en su maletín de viaje—. Estoy segura de que su verdadero nombre es Rubinstein o Abramson.

—Muy, muy famoso —continuó la hija—, y muy agradable.

—Ayúdame a encontrar el jabón —dijo la madre.

Y así, después de haberlos presentado y dejado solos con el pretexto de ir a pedir unas limonadas, la joven sintió al volver al vestíbulo tal impresión de horror, de lo irreparable de una catástrofe ya consumada, que estando aún a cierta distancia de ellos comenzó a hablar en voz alta, tropezó con el borde de la alfombra y se rio, agitando las manos para conservar el equilibrio. El inútil manoseo del sombrero de paja, el silencio, los brillantes y asombrados ojos de su madre, y el repentino recuerdo del llanto del otro día, dé los brazos de Luzhin alrededor del radiador…, todo aquello era muy difícil de soportar. Pero, de pronto, Luzhin levantó la cabeza, su boca se abrió en aquella sonrisa familiar y malhumorada… y en seguida su temor se desvaneció y el posible desastre le pareció algo extremadamente divertido, que no cambiaba nada. Como si sólo esperara a que ella regresase para despedirse, Luzhin gruñó, se puso de pie y efectuó una notable reverencia («vulgar», pensó ella alegremente, traduciendo esa reverencia al lenguaje de su madre) antes de dirigirse hacia las escaleras. Por el camino se cruzó con un camarero que llevaba una bandeja con tres vasos de limonada. Lo detuvo, tomó uno de los vasos, lo mantuvo con cuidado frente a sí, imitando el nivel oscilante del líquido con las cejas, y empezó a subir con toda lentitud las escaleras. Una vez que Luzhin hubo desaparecido, ella comenzó, con un esmero exagerado, a despojar su pajilla del delgado papel que la envolvía.

—¡Qué patán! —dijo en voz alta la madre, y la hija sintió esa clase de satisfacción que se obtiene cuando el diccionario confirma el sentido de un término extranjero que ya se intuía—. No es una persona real —continuó la madre con enfadada perplejidad—. ¿Qué es? Estoy segura de que no es una persona real. Me llama madame, sí, así, madame, como un dependiente de comercio. Sabe Dios lo que es. Te aseguro que tiene pasaporte soviético. Un bolchevique. Es un bolchevique. Me quedé sentada como una idiota. ¡Y su conversación! Por cierto, lleva los puños muy sucios. ¿Te has dado cuenta? Sucios y raídos.

—¿Qué clase de conversación? —preguntó, sonriendo a pesar de sus cejas fruncidas.

—Sí, madame. No, madame. Hay una atmósfera agradable aquí. ¡Atmósfera! ¡Vaya palabrita!, ¿eh? Le pregunté, sólo por decir algo, si hacía mucho tiempo que había dejado Rusia. Simplemente se quedó callado. En vez de responderme contestó que te gustan los brebajes refrescantes. ¡Brebajes refrescantes! ¡Y qué facha! ¡Qué facha! No, no, tenemos que mantenernos al margen de semejantes individuos…

Para continuar el juego de las opiniones, se apresuró a ir en busca de Luzhin. En el curso de su fallida marcha su cuarto había sido ocupado por otra persona, y a él le habían asignado uno en el piso superior. Se hallaba sentado con los codos sobre la mesa, como desconsolado, y en el cenicero un cigarrillo mal apagado luchaba por emitir aún su humo. Tanto en la mesa como en el suelo había hojas de papel diseminadas escritas a lápiz. Por un segundo ella pensó que eran facturas y le sorprendió su número. El viento que entraba por una ventana abierta se convirtió en una corriente al abrir ella la puerta, y Luzhin, saliendo de su ensoñación, recogió del suelo las hojas de papel, las dobló con cuidado, le sonrió y pestañeó:

—Bueno, ¿qué tal resultó? —preguntó.

—Esto sólo tomará forma durante el juego —dijo Luzhin—; estoy esbozando algunas de las posibilidades.

Ella tuvo la sensación de que se había equivocado de puerta y había entrado donde no debía, pero era agradable estar en aquel mundo inesperado y no quería ir al otro en que se jugaba a las opiniones. Pero en vez de continuar hablando de ajedrez, Luzhin se acercó a ella junto con su silla, la abrazó por la cintura con manos que la ternura volvía temblorosas y, sin saber qué hacer, trató de sentarla sobre sus rodillas. Ella le empujó los hombros y volvió el rostro, fingiendo mirar las hojas de papel.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Nada, nada —dijo Luzhin—; notas sobre diversas posibilidades.

—Déjeme salir —exigió ella con voz aguda.

—Notas sobre varias posibilidades, notas… —repitió Luzhin; la volvió a apretar contra sí; sus ojos entrecerrados le miraban el cuello. Un espasmo repentino distorsionó su rostro y por un instante sus ojos perdieron toda expresión; luego sus facciones se relajaron extrañamente, las manos se abrieron por su propio impulso, y ella se apartó de él, enfadada, sin saber con exactitud por qué lo estaba, y sorprendida, además, de que él la dejara partir. Luzhin se aclaró la garganta, y con gran avidez encendió un cigarrillo, observándola con incomprensible malicia.

—Siento haber venido —dijo ella—. Primero interrumpí su trabajo.

—Nada de eso —replicó Luzhin con inesperada alegría, palmeándose las rodillas.

—Segundo, quería conocer sus impresiones.

—Una dama de la alta sociedad —contestó Luzhin—; eso es evidente.

—Escuche —exclamó ella aún enfadada—. ¿No le han enseñado urbanidad? ¿A qué escuela fue? ¿Se ha relacionado con la gente? ¿Ha hablado con la gente?

—He viajado mucho —dijo Luzhin—. Aquí y allá. Un poco por todas partes.

«¿Dónde estoy? ¿Quién es? ¿Qué pasará después?», se interrogó ella mentalmente, observando la habitación, la mesa cubierta de hojas de papel, la cama en desorden, el lavabo, en el fondo del cual yacía una hoja de afeitar oxidada, y un cajón a medio cerrar de donde, como una serpiente, pendía una corbata verde con lunares rojos. Y en medio de aquel sombrío desorden se hallaba sentado el más impenetrable de los hombres, un ser que practicaba un arte espectral, y ella trataba de detenerse, de asirse a todos sus defectos y peculiaridades, de decirse de una vez por todas que aquel hombre no era el apropiado para ella… y al mismo tiempo le preocupaba con toda claridad cómo se comportaría en la iglesia y qué tal le sentaría el frac.