V

Jugó en San Petersburgo, en Moscú, en Nijni-Novgorod, en Kiev, en Odesa. Allí apareció un tal Valentinov, una mezcla de tutor y apoderado. Luzhin padre, con un brazalete negro en la manga, en señal de duelo por su esposa, confesaba a los periodistas de provincias que nunca habría hecho un recorrido tan largo por su país natal de no haber tenido un prodigio por hijo.

Se batió en torneos con los mejores jugadores rusos. A menudo se enfrentaba con grupos de aficionados. En alguna ocasión jugó a ciegas. Luzhin padre, muchos años después (en aquellos años en que cada una de sus colaboraciones en los periódicos de la emigración le parecía su canto del cisne, ¡y sólo Dios sabe cuántos cantos del cisne hubo, llenos de lirismo y de errores tipográficos!), planeó escribir una novela corta, precisamente sobre un niño jugador de ajedrez que viajaba de ciudad en ciudad (con su padrastro en el relato). Comenzó a escribirla en 1928, a su regreso de una reunión de la Unión de Escritores Emigrados a la que había sido el único asistente. La idea del libro se le presentó por sorpresa y con toda nitidez, mientras esperaba en la sala de conferencias de un café de Berlín. Como era su costumbre, llegó muy temprano, se sorprendió ante el hecho de que las mesas aún no hubieran sido alineadas, ordenó a un camarero que lo hiciera inmediatamente y pidió un té y una copita de coñac. Era una sala limpia y bien iluminada, con una naturaleza muerta en la pared que representaba unos hermosos melocotones alrededor de una sandía a la que le faltaba una tajada. Un mantel limpio fue colocado sobre las mesas en hilera. Echó un terrón de azúcar en el té y mientras veía subir las burbujas calentó sus manos exangües, siempre frías, contra la taza. Cerca de allí, en el bar, un violín y un piano tocaban fragmentos de La Traviata, y la dulce música, el coñac, la blancura del mantel, entristecieron sobremanera al viejo Luzhin, y aquella tristeza era tan agradable que se sentía incapaz de moverse, de modo que permaneció sentado con un codo apoyado en la mesa y un dedo sosteniéndole la sien. Era un anciano muy delgado, de ojos enrojecidos, que llevaba un chaleco de punto bajo la americana marrón. La música tocaba, la solitaria sala estaba inundada de luz, la herida de la sandía tenía un resplandor escarlata, y nadie parecía acudir a la reunión. Miró su reloj varias veces; luego el té y la música le aturdieron suavemente y se olvidó del tiempo. Permaneció en gran quietud, pensando sobre esto y aquello… sobre una máquina de escribir de segunda mano que había comprado hacía poco, sobre el Teatro Marinsky, sobre su hijo, que muy rara vez se presentaba en Berlín. Y entonces se dio cuenta de que había estado sentado allí durante una hora, de que el mantel seguía desnudo y blanco… Y en aquella luminosa soledad que le pareció casi mística, sentado a una mesa preparada para una reunión que no tuvo lugar, decidió de pronto que, después de una larga ausencia, la inspiración literaria había vuelto a él.

Ha llegado la hora de recapitular, pensó, y miró a su alrededor, la sala vacía, el papel azul de las paredes, la naturaleza muerta, como se mira la habitación donde nació un hombre famoso. El viejo Luzhin invitó mentalmente a su futuro biógrafo (el cual, a medida que se acercaba a él en el tiempo, se volvía paradójicamente más y más remoto) a que observara bien aquella sala donde de modo casual había nacido El gambito. Bebió de un trago el resto de su té, se puso el abrigo y el sombrero, se enteró por el camarero de que aquel día era martes y no miércoles, sonrió no sin cierta autosatisfacción al pensar en lo distraído que era, e inmediatamente después de llegar a casa retiró la funda de su máquina de escribir.

Lo que con mayor claridad tenía ante sus ojos era el siguiente recuerdo (un tanto retocado por su imaginación de escritor): una sala brillantemente iluminada, dos hileras de mesas, tableros de ajedrez sobre las mesas, una persona sentada ante cada mesa y, a sus espaldas, los espectadores que se agolpan y estiran el cuello. Después entrar de prisa, sin mirar a nadie, un muchachito vestido como el zarevitz, con un elegante traje blanco de marinero. Se detiene ante cada tablero y hace una rápida jugada, o bien medita un instante inclinada la cabeza de rizada melena de color castaño dorado. Un observador que no supiera nada sobre el ajedrez simultáneo se sentiría de lo más perplejo al ver a aquellos hombres maduros, vestidos de negro, sentados gravemente ante tableros cubiertos por numerosas figuritas mientras un ágil chico vestido con elegancia, cuya presencia en aquel lugar es inexplicable, camina veloz de mesa en mesa en medio de un extraño y tenso silencio; es el único ser viviente que se mueve entre aquella gente petrificada.

El escritor Luzhin no advirtió el carácter estilizado de su recuerdo. Tampoco cayó en la cuenta de que había dotado a su hijo de rasgos más propios de un prodigio de la música que del ajedrez, y el resultado era a la vez morboso y angelical: ojos misteriosamente velados, cabello rizado y transparente palidez. Pero se encontraba ante ciertas dificultades: aquella imagen de su hijo, despojada de toda materia extraña y llevada hasta los límites de la ternura, tenía que redondearse con alguna clase de hábitos. De algo estaba seguro: no dejaría que el chico creciera, no le transformaría en la persona taciturna que algunas veces le visitaba en Berlín, respondía a sus preguntas con monosílabos, permanecía sentada con los ojos entrecerrados y después se marchaba tras dejar un sobre con dinero en el alféizar de la ventana.

—Morirá joven —dijo en voz alta, paseándose intranquilo por la habitación alrededor de la máquina de escribir, cuyas teclas le observaban con pupilas de luz reflejada—. Sí, morirá joven; su muerte será lógica y muy conmovedora. Morirá en la cama, mientras juega su última partida.

Tanto le impresionó aquella visión, que lamentó la imposibilidad de comenzar a escribir el libro por el final. Pero ¿por qué tenía que ser imposible? Podría intentar… Comenzó a ordenar su pensamiento desde atrás, desde la tan conmovedora muerte hasta el vago origen de su héroe, pero luego lo pensó mejor y se sentó ante su escritorio para reflexionar de nuevo.

Las dotes de su hijo no se desarrollaron en toda su plenitud hasta después de la guerra, cuando el niño prodigio se convirtió en el maestro. En 1914, en vísperas de aquella guerra que le impedía encauzar sus recuerdos por una trama literaria nítida, había vuelto a viajar con su hijo al extranjero. Valentinov les acompañó. El pequeño Luzhin tenía invitaciones para jugar en Viena, Budapest y Roma. La fama de aquel muchacho ruso, que había vencido ya a un par de los jugadores cuyos nombres aparecían en los manuales de ajedrez, crecía con tanta rapidez que su propia modesta fama literaria era incidentalmente citada en algunos periódicos extranjeros. Se encontraban los tres en Suiza cuando fue asesinado el archiduque austríaco. A causa de una serie de circunstancias (la convicción de que el aire de montaña le sentaría bien a su hijo, el comentario de Valentinov referente a que en aquellos momentos Rusia no tenía tiempo para el ajedrez, la impresión de que la guerra sería corta), Luzhin padre regresó solo a San Petersburgo. Al cabo de unos cuantos meses no pudo resistir la soledad y ordenó volver a su hijo. En una carta extravagante y rotunda, que en cierto modo se correspondía con su tortuoso itinerario, Valentinov le informó de que su hijo no quería regresar. Luzhin padre volvió a escribir y la respuesta, tan rotunda como cortés, no procedía ya de Tarasp, sino de Nápoles. Comenzó a odiar a Valentinov. Conoció días de extraordinaria angustia. Hubo complicaciones absurdas en relación con las transferencias de dinero. Sin embargo, Valentinov propuso en una de sus cartas asumir todos los costos de la manutención del chico; ya pasarían cuentas más tarde. El tiempo corrió. En el inesperado papel de corresponsal de guerra, Luzhin padre se encontró en el Cáucaso. Días de ansiedad y de odio profundo hacia Valentinov (el cual, sin embargo, escribía con mucha diligencia) fueron seguidos por una paz anímica derivada de la aceptación de que la vida en el extranjero era mejor para su hijo, mucho mejor que si se hubiera quedado en Rusia (precisamente lo que Valentinov afirmaba). Vistos tres lustros más tarde, aquellos años de guerra resultaron ser un obstáculo exasperante; parecían formar una barrera en la que se estrellaba la libertad de creación, ya que en todos los libros que describían el desarrollo gradual de una determinada personalidad humana el autor se veía obligado a mencionar la guerra, y ni siquiera la muerte del héroe en plena juventud podía proporcionar un escape a tal situación. Había personajes y circunstancias en torno a su hijo que por desdicha sólo eran concebibles si se les situaba frente al telón de fondo de la guerra y que no habrían podido existir sin él. La revolución puso las cosas todavía peores. La opinión general era que había influido en el curso de todas las vidas rusas; un autor no podía pretender que sus personajes pasaran por ella sin verse afectados, y era imposible evitarla. Eso equivalía a una auténtica violación del libre albedrío del autor. En realidad, ¿cómo podía la revolución afectar a su hijo? El tan esperado día del regreso llegó en el otoño de 1917. Valentinov continuaba tan jovial, locuaz y elegantemente vestido como antes; le seguía un joven gordinflón con un incipiente bigote. Durante un momento sintió pena, embarazo y una extraña desilusión. Su hijo apenas habló, y parecía no interesarle otra cosa que no fuera mirar por la ventana.

—Teme que de un momento a otro empiecen los tiros —explicó Valentinov.

Al principio aquello le pareció una pesadilla, pero uno acaba por acostumbrarse a todo. Valentinov le aseguró que lo que le debía se podía saldar más tarde, «entre amigos». Resultó que tenía importantes negocios secretos y dinero depositado en todos los bancos de la Europa aliada. El joven Luzhin empezó a frecuentar un club de ajedrez muy tranquilo que había florecido en pleno apogeo del caos civil, y al llegar la primavera desapareció junto con Valentinov, al extranjero una vez más. Después de eso, siguieron recuerdos puramente personales, recuerdos inoportunos, inútiles: el hambre, la detención, etcétera, y, de pronto, el exilio legal, la bendita expulsión, una limpia cubierta amarilla, la brisa del Báltico, la discusión con el profesor Vasilenko sobre la inmortalidad del alma.

De entre esas vivencias, de esa burda mezcolanza que se adhería a su pluma y manaba a borbotones de cada rincón de su memoria, degradando sus recuerdos y entorpeciéndole el camino al pensamiento libre, se vio inevitablemente obligado a extraer, con esmero, pieza por pieza, e incorporar de cuerpo entero en su libro a Valentinov. Un hombre de indudable talento, como le calificaban incluso aquellas personas que a continuación hablaban mal de él, un tipo extraño, un hombre de muchos oficios, indispensable para organizar espectáculos de aficionados, ingeniero, matemático extraordinario, entusiasta del ajedrez y, además, «un caballero muy divertido», como le gustaba definirse a sí mismo. Tenía maravillosos ojos pardos y su risa era extraordinariamente atractiva. En el índice llevaba un anillo en forma de calavera, insinuación de que en su vida hubo algunos duelos. Durante un tiempo enseñó gimnasia en la escuela del pequeño Luzhin, y tanto los profesores como los alumnos habían quedado muy impresionados por el hecho de que una misteriosa dama pasaba a recogerlo en una limusina. Inventó, como de pasada, un sorprendente pavimento metálico que se usó por primera vez en la avenida Nevski de San Petersburgo, al lado de la catedral de Kazan. Había preparado varios ingeniosos problemas de ajedrez y fue el primer exponente del llamado «estilo ruso». Tenía veintiocho años cuando estalló la guerra; no padecía ninguna enfermedad. La anémica palabra «desertor» no es la más adecuada para describir a aquel hombre alegre, ágil y fuerte; sin embargo, no hay otra mejor. Lo que hizo en el extranjero durante la guerra es un misterio.

Así pues, Luzhin, el escritor, decidió utilizarlo en toda su plenitud; gracias a su presencia cualquier relato adquiría una extraordinaria vivacidad, un sabor de aventura. Pero la parte más importante de su obra aún estaba por escribir. Lo único que tenía era la coloración, cálida y viva, sin duda, pero borrosa en ciertos lugares. Luzhin tenía que encontrar un dibujo definido, una línea clara. Por primera vez, el escritor Luzhin había empezado, involuntariamente, a describir a un personaje por sus colores. Y cuanto más brillantes se hacían esos colores en su mente, más difícil le era sentarse ante la máquina de escribir. Pasó un mes, pasó otro, llegó el verano, y él continuaba revistiendo su aún invisible relato con los colores más festivos. A veces le parecía que el libro ya estaba escrito, y podía ver con claridad las páginas impresas, las galeradas con jeroglíficos rojos marcados en los márgenes, y luego el primer ejemplar, tan nuevo y terso al tacto; más adelante se formaba una maravillosa bruma, recompensas deliciosas por todos sus fracasos, por todas las veleidades de la fama. Visitó a sus numerosos conocidos y les habló largo rato y con gran brío de su próximo libro. Uno de los periódicos de la emigración publicó una nota al respecto; decía que después de un largo silencio escribía un nuevo relato; emocionado, leyó tres veces esa nota, escrita y enviada al periódico por él mismo, la recortó y la guardó en la cartera. Empezó a frecuentar con mayor asiduidad las veladas literarias, convencido de que todo el mundo le miraba con interés y respeto. Un traicionero día de verano, cuando trataba en vano de encontrar setas en un bosque de los alrededores de Berlín, le sorprendió un repentino aguacero, y al día siguiente se quedó en cama. Su enfermedad fue breve y dolorosa, y nadie le acompañó al morir. La directiva de la Unión de Escritores Emigrados honró su memoria con un minuto de silencio.