IV

En el antiguo estudio del abuelo, que aún en los días de la canícula era la habitación más húmeda de su casa de campo, no importaba cuánto tiempo permaneciesen abiertas las ventanas —las cuales daban directamente al sombrío bosque de abetos, de follaje tan abigarrado y espeso que era imposible distinguir dónde terminaba un árbol y empezaba otro—, en aquella habitación desocupada donde un muchacho de bronce con un violín en las manos reposaba sobre el escritorio vacío, había una librería sin cerradura que guardaba los enormes volúmenes de una extinta revista ilustrada. Luzhin los hojeaba rápidamente hasta encontrar la página donde entre un poema de Korinfski, coronado por una viñeta en forma de arpa, y la sección miscelánea, que informaba acerca de arenas movedizas, excéntricos americanos y la longitud del intestino humano, había un grabado que representaba un tablero de ajedrez. Ninguna ilustración era capaz de detener la mano de Luzhin mientras hojeaba aquellos volúmenes, ni las célebres cataratas del Niágara, ni los famélicos niños indios (pequeños esqueletos de vientre abultado), ni el más reciente intento de asesinar al rey de España. La vida del mundo pasaba corriendo con un rápido murmullo y de repente se detenía ante el precioso diagrama al que acompañaban problemas, aperturas, partidas enteras.

Al comienzo del verano echó mucho de menos a su tía y al anciano caballero de los ramos de flores, sobre todo a aquel fragante anciano que unas veces olía a violetas y otras a lirios del valle, dependiendo de las flores que hubiera llevado a la tía de Luzhin. Por lo general el caballero llegaba a la hora adecuada, unos cuantos minutos después que su tía mirara el reloj y dejara la casa.

—No importa, tendremos que esperar un poco —decía el caballero mientras quitaba el papel húmedo de su ramo, en tanto que Luzhin acercaba un sillón a la mesa donde había sido dispuesto el tablero de ajedrez.

La aparición de aquel anciano caballero de las flores había puesto fin a una situación bastante delicada. Después de haberse escapado tres o cuatro veces de la escuela, Luzhin comprendió claramente que su tía no tenía ninguna aptitud para el ajedrez. A medida que el juego avanzaba sus piezas se aglomeraban en un caótico embrollo, del que de pronto solía surgir un rey indefenso. El anciano, en cambio, jugaba de maravilla. La primera vez que su tía se ausentó, dijo atropelladamente mientras se calzaba los guantes:

—Por desdicha, debo salir, pero usted puede permanecer aquí y jugar al ajedrez con mi sobrino. Mil gracias por los maravillosos lirios.

En aquella ocasión el caballero se sentó y suspiró:

—Hace muchos años que no toco… Bueno, jovencito, ¿por la izquierda o por la derecha?

En aquella ocasión, tras las primeras jugadas, las orejas de Luzhin comenzaron a arderle y no encontraba forma alguna de avanzar; le pareció que estaba jugando a algo completamente diferente de lo que le había enseñado su tía. El tablero estaba bañado en fragancias. El anciano caballero llamaba alfil al oficial y roque a la torre, y cada vez que hacía una jugada fatal para su oponente volvía atrás inmediatamente y, como si demostrara el funcionamiento de un costoso instrumento, explicaba de qué modo debería haber jugado su contrincante para evitar el desastre. Ganó las quince primeras partidas sin el menor esfuerzo y sin meditar sus jugadas un solo momento, pero durante la siguiente partida, la decimosexta, de repente comenzó a pensar, y la ganó con dificultades, mientras que el último día, el día en que se presentó con todo un arbusto de lilas para el que no pudo encontrarse lugar en la casa, y la tía del muchacho caminaba de puntillas por su dormitorio y luego, al parecer, salió por la puerta trasera, aquel último día, después de una larga y emocionante lucha durante la cual el anciano reveló su capacidad para resollar con fuerza por la nariz, Luzhin percibió alguna cosa, algo se desató en su interior y se hizo evidente para él, y la miopía mental que había nublado penosamente su visión del ajedrez desapareció.

—¡Vaya, vaya, hemos hecho tablas! —dijo el anciano. Movió su reina unas cuantas veces de un lado a otro; lo hizo como quien mueve la palanca de una máquina rota, y repitió—: ¡Tablas, el perpetuo jaque mate! —Luzhin también intentó mover la palanca para ver si funcionaba, la apretó, la apretó, y luego se quedó quieto, contemplando fijamente el tablero—. Vas a llegar lejos —dijo el anciano—. Llegarás lejos si sigues así. ¡Qué tremendo progreso! Jamás he visto nada semejante…! Sí, vas a llegar muy lejos…

Fue aquel anciano quien enseñó a Luzhin el método sencillo de anotación en ajedrez, y Luzhin, repitiendo sin cesar las partidas estudiadas en la revista, pronto descubrió que poseía una cualidad que muchas veces había envidiado al oírsela comentar a su padre. Este, cuando tenía invitados, solía explicarles que admiraba la capacidad de su suegro para leer una partitura y oír mentalmente todos los movimientos de la música mientras recorría las notas con los ojos, unas veces sonriente, otras con el ceño fruncido y en ocasiones incluso volviendo atrás como el lector que desea corroborar algún detalle en una novela… un nombre, la estación del año.

—Ha de ser un gran placer —decía su padre en aquellas ocasiones— asimilar la música en su estado natural.

Era un placer similar al que el propio Luzhin comenzaba a experimentar mientras se deslizaba fluidamente sobre las letras y los números que representaban las jugadas. En un principio aprendió a reproducir las partidas inmortales procedentes de antiguos campeonatos… echaba una rápida mirada a las notas de la revista y movía en silencio las piezas en su tablero. De cuando en cuando tal o cual jugada, señalada en el texto con un signo de admiración o de interrogación (según hubiera sido genial o torpe), podía ser seguida por varias series de movimientos que quedaban como entre paréntesis, ya que aquella jugada notable se ramificaba a la manera de un río y cada una de las ramas secundarias tenía que seguirse hasta su desembocadura antes de poder regresar al cauce principal. Gradualmente, Luzhin dejó de reconstruir sobre el tablero los movimientos que explicaban la esencia del error o el triunfo y se conformó con percibir mentalmente su melodía mediante una secuencia de símbolos y signos. De la misma manera era capaz de «leer» una partida jugada antes por otros sin necesidad de utilizar el tablero; y esto era tanto más agradable en cuanto no necesitaba utilizar las piezas mientras escuchaba atento por si alguien se acercaba; la puerta, eso es cierto, estaba cerrada con el pasador, y tenía que abrirla de mala gana cuando alguien había hecho girar varias veces la perilla de bronce… Y siempre que Luzhin padre iba a ver qué hacía su hijo en aquel cuarto húmedo y deshabitado, lo encontraba siempre intranquilo, hosco y con las orejas enrojecidas; sobre el escritorio yacían los volúmenes encuadernados de la revista, y Luzhin padre se sentía asaltado por la sospecha de que su hijo había estado buscando retratos de mujeres desnudas.

—¿Por qué te encierras con llave? —solía preguntarle (y el pequeño Luzhin sumía la cabeza entre los hombros y con maligna claridad se imaginaba a su padre buscando debajo del sofá hasta encontrar al fin el tablero de ajedrez)—. El aire aquí es gélido. ¿Qué puedes encontrar de interesante en estas viejas revistas? Vamos a ver si han brotado setas rojas en el bosque de abetos.

Sí, allí había rojas setas comestibles. Unas agujas verdes se adherían a sus sombrerillos de un delicado color ladrillo y algunas veces una brizna de hierba dejaba en ellas una huella larga y estrecha. El tallo solía ser hueco, y en algunas ocasiones un gusano amarillo elegía alguno de ellos para su reposo. Luzhin padre usaba su cortaplumas de bolsillo para limpiar de musgo y tierra la voluminosa raíz moteada de puntitos grises de cada hongo antes de meterlo en su cesta. Su hijo le seguía a unos cuantos pasos de distancia, con las manos en la espalda como si fuera un pequeño viejo, y no sólo no buscaba hongos sino que incluso se negaba a admirar los que su padre arrancaba con pequeños espasmos de placer. Y a veces, regordeta y pálida, con un desabrido vestido blanco que en nada la favorecía, la señora Luzhin podía aparecer al final de la avenida e ir a su encuentro con pasos apresurados, pasando alternativamente por el sol y la sombra, y las hojas secas que nunca dejan de caer en los bosques nórdicos crepitaban bajo los tacones altos y ligeramente torcidos de sus zapatillas blancas. Un día de julio resbaló en los escalones del pórtico y tuvo que pasar largo tiempo acostada (en su sombrío dormitorio o en el pórtico) envuelta en un salto de cama de color rosa, la cara abundantemente empolvada, con un pequeño cuenco de plata en la mesita de al lado lleno de boules-de-gomme, bolas de azúcar cristalizado. El pie mejoró pronto, pero ella se resistía a levantarse, como si se hubiera hecho a la idea de que aquella era su suerte, el destino que le correspondía en esta vida. Fue un verano inusualmente cálido; los mosquitos no dejaban a nadie en paz, y a todas horas podían oírse los gritos de las muchachas campesinas bañándose en el río; uno de esos días opresivos y voluptuosos, muy temprano por la mañana, antes que los tábanos comenzaran a atormentar al caballo negro embadurnado de un ungüento maloliente, Luzhin padre subió a la calesa y fue conducido a la estación para pasar el día en la ciudad.

—Por lo menos, sé razonable; para mí resulta imprescindible ver a Silvestrov —le había dicho a su esposa la noche anterior, mientras paseaba por el dormitorio con su bata de color gris rata—. Verdaderamente, eres una mujer muy rara. ¿No te das cuenta de lo importante que es para mí esta entrevista? Personalmente, preferiría quedarme…

Pero su esposa continuó echada de bruces en la cama, con el rostro hundido en la almohada y su carnosa e indefensa espalda sacudida por los sollozos. A pesar de todo, él se marchó por la mañana, y su hijo, de pie en el jardín, vio la parte superior del cochero y el sombrero de su padre contra la línea dentada de los abetos jóvenes que formaban el seto entre el jardín y la carretera.

Aquel día Luzhin tenía el ánimo abatido. Había estudiado todas las partidas de la vieja revista, no le quedaba ningún problema por resolver y se veía obligado a jugar contra sí mismo, pero esto conducía, inevitablemente, a un intercambio de todas las piezas que acababa en tablas. Y el calor era insoportable. El pórtico proyectaba una sombra negra, triangular, sobre la brillante arena. La avenida estaba salpicada de manchas solares, y esos puntos, si entrecerraba los ojos, tomaban el aspecto de cuadros regulares de luz y sombra. Una intensa sombra, semejante a un enrejado, yacía bajo un banco del jardín. Las urnas que se levantaban sobre pedestales de piedra en las cuatro esquinas de la terraza se amenazaban unas a otras en diagonal. Las golondrinas volaban hacia las alturas; su vuelo recordaba el movimiento de unas tijeras cortando a toda velocidad algún dibujo. Sin saber qué hacer con su tiempo, Luzhin vagabundeó por un sendero al lado del río; de la orilla opuesta le llegaron gritos jubilosos y una visión de cuerpos desnudos. Se ocultó tras el tronco de un árbol y con el corazón desbocado contempló aquellos destellos de blancura. Un pájaro hizo crujir las ramas; Luzhin, asustado, se alejó rápidamente del río y volvió a la casa. Almorzó con el ama de llaves, una anciana taciturna de rostro amarillento que desprendía siempre un suave olor a café. Después, reclinado en el gran sofá del salón, escuchó adormilado toda clase de ruidos ligeros, desde el grito de una oropéndola en el jardín hasta el zumbido de una abeja que había entrado por la ventana o el tintineo de los platos en una bandeja procedente del dormitorio de su madre, y esos nítidos sonidos fueron extrañamente transformados en su duermevela hasta asumir la forma de brillantes y enmarañados trazos sobre un fondo oscuro; al tratar de desenmarañarlos se quedó dormido. Le despertaron los pasos de una sirvienta enviada por su madre… El dormitorio de esta era oscuro y poco atractivo. Su madre le atrajo hacia sí, pero él se puso tenso y se apartó con tanta fuerza que se vio obligada a soltarlo.

—Ven, cuéntame algo —le dijo con suavidad. El por toda respuesta se encogió de hombros y comenzó a rascarse la rodilla con un dedo—. ¿No me quieres decir nada? —le preguntó con voz aún más suave. Luzhin miró hacia la mesita de noche, se metió una boule-de-gomme en la boca y comenzó a chuparla… tomó luego una segunda, una tercera y otra y otra más, hasta que tuvo la boca llena de dulces bolitas que chocaban entre sí—. Toma más, toma todas las que quieras. —Y sacó una mano de debajo de la almohada con la que trató de tocarlo, de acariciarlo—. Este año no te has bronceado —dijo después de una pausa—. Pero tal vez sea que no puedo verte, apenas si hay luz aquí, todo parece azul. Sube las persianas, por favor. O no, espera, quédate aquí un poco más.

Una vez que terminó de chupar sus boules-de-gomme, preguntó si podía irse. Su madre le preguntó a su vez qué se proponía hacer y si no le gustaría ir a la estación a esperar a su padre, que llegaría en el tren de las siete.

—Déjeme salir —le respondió—. Aquí huele a medicinas.

Trató de deslizarse por las escaleras tal como lo hacían en la escuela (como lo hacían los demás, no él), pero los escalones eran demasiado altos. Debajo de la escalera, en un armario que aún no había examinado a fondo, comenzó a buscar revistas. Abrió una y encontró una sección dedicada a las damas, diagramas con los tableros cubiertos de estúpidas manchas redondas, pero no había nada de ajedrez. Mientras continuaba la búsqueda, tropezó a menudo con un molesto herbario, un álbum lleno de hierbas secas y de flores purpúreas, con leyendas escritas con tinta violeta pálida por una mano que tenía una letra infantil y delicada, muy diferente de la caligrafía de su madre que él conocía: Davos, 1885. Gatchina, 1886. Comenzó a romper con furia las hojas y las flores, estornudando a causa del polvo, sentado en cuclillas en medio de varios libros dispersos por el suelo. Luego se hizo tan oscuro bajo la escalera que las páginas de la revista, que había vuelto a hojear, comenzaron a difuminarse en una sombra gris, y a veces alguna fotografía podía engañarlo, porque en aquella oscuridad parecía un problema de ajedrez. Volvió a colocar los libros en los cajones y se dirigió al salón, pensando, sin poner atención en ello, que las siete debían de haber pasado ya, pues el mayordomo estaba encendiendo los quinqués. Apoyada en un bastón y sosteniéndose en la barandilla, su madre, vestida con una bata de color malva, bajaba con dificultades la escalera. La expresión de su rostro era de temor.

—No comprendo por qué no ha llegado tu padre —dijo, y moviéndose pesadamente llegó a la terraza y comenzó a mirar hacia el camino, entre los troncos de los abetos, que el sol poniente teñía de un brillante color cobrizo.

Su padre no llegó hasta eso de las diez; dijo que había perdido el tren, que había estado muy ocupado, que había cenado con su editor. «No, sopa no, gracias». Se rio, habló en voz demasiado alta y comió ruidosamente. Luzhin tuvo la sensación de que su padre no le quitaba ojo de encima, como si su presencia fuera un misterio. La cena acabó convirtiéndose en un té nocturno. Su madre, con un codo clavado en la mesa, contemplaba silenciosamente su plato de frambuesas, y cuanto más animadas eran las anécdotas que contaba su marido, más triste era la expresión de sus ojos. Después se levantó y se retiró en silencio, y a Luzhin le pareció que todo eso ya había ocurrido en otra ocasión. Permaneció a solas con su padre en la terraza; tenía miedo de levantar la cabeza, consciente de la mirada inquisitiva con que era examinado sin cesar.

—¿Cómo has pasado el día? —le preguntó repentinamente su padre—. ¿Qué has hecho?

—Nada —respondió Luzhin.

—¿Y qué piensa hacer ahora? —preguntó Luzhin padre, con el mismo tono de jovialidad forzada, imitando a su hijo en el uso del tratamiento de usted—. ¿Prefiere irse a dormir o permanecer aquí conmigo? —Luzhin mató un mosquito, y con mucha cautela dirigió una mirada hacia lo alto, en dirección a su padre. Había una miga de pan en su barba, y una desagradable expresión de burla brillaba en su mirada—. ¿Sabes qué se me ocurre? Podríamos jugar a algo. ¿Y si te enseño a jugar al ajedrez? —Vio que su hijo se ruborizaba lentamente y, apiadándose de él, añadió al punto—: O a las cartas… Debe de haber una baraja en algún cajón del armario.

—Pero no se puede jugar sin tablero, y no tenemos ninguno —dijo Luzhin con voz ronca, y volvió a dirigir una mirada cauta hacia su padre.

—Los buenos se quedaron en la ciudad —respondió este plácidamente—, pero me parece que habrá alguno en el desván. Vamos a echar un vistazo.

Y, en efecto, a la luz de una lámpara que su padre mantenía en lo alto, en medio de la mezcolanza de objetos inservibles que había en un cajón, Luzhin encontró un tablero de ajedrez, y de nuevo tuvo la sensación de que todo aquello ya había ocurrido antes… el cajón abierto, con un clavo que asomaba por un lado, los libros cubiertos de polvo, el tablero de ajedrez de madera con una rajadura en el centro. También apareció una pequeña caja de tapa deslizable; contenía unas piezas de ajedrez diminutas. Y durante el tiempo que transcurrió mientras buscaban el tablero, así como cuando volvían a la terraza, no dejó de preguntarse si había sido mero accidente que su padre mencionara el ajedrez, o si había advertido algo… y no se le ocurrió la explicación más obvia, del mismo modo que a veces, al resolver un problema, la solución resulta una jugada que parecía inverosímil, excluida por el sentido común de entre las opciones posibles.

Y luego, cuando el tablero fue colocado en la mesa iluminada, entre la lámpara y la fuente de frambuesas, después de haberle quitado el polvo con un pedazo de periódico, la cara de su padre dejó de ser burlona, y Luzhin, olvidando su miedo, olvidando su secreto, se sintió de pronto invadido por una maravillosa sensación ante la idea de que podía, si lo deseaba, exhibir su arte. Su padre comenzó a colocar las piezas. Uno de los peones fue reemplazado por un absurdo objeto de color púrpura en forma de diminuta botella; en lugar de una torre había una dama; los caballos habían perdido las cabezas, y una que apareció después de vaciar la caja (además de un pequeño dado y una ficha roja) no correspondía a ninguno de ellos. Cuando todo estuvo listo para comenzar, Luzhin se decidió de pronto y murmuró:

—Sé jugar un poco.

—¿Quién te enseñó? —preguntó su padre, sin levantar la mirada.

—Aprendí en la escuela —respondió Luzhin—. Algunos de mis compañeros sabían jugar.

—¡Ah, magnífico! —dijo su padre, y añadió, citando al duelista sentenciado de Pushkin—: ¡Empecemos, si usted así lo desea!

Había jugado al ajedrez desde su juventud, pero esporádicamente y prestándole poca atención, con adversarios casuales, en las noches serenas a bordo de un vapor en el Volga, en el sanatorio extranjero donde su hermano agonizaba años atrás, aquí, en el campo, con el médico rural, un hombre insociable que de vez en cuando rompía sus relaciones con ellos sin más ni más; y esas partidas ocasionales, cuajadas de omisiones y de meditaciones estériles, fueron para él poco más que un momento de distracción o un simple medio para mantener un silencio educado en compañía de alguna persona con la cual la conversación terminaba siempre por languidecer; partidas breves, sin complicaciones, que no destacaban ni por la ambición ni por la inspiración, que comenzaba siempre de la misma manera, prestando poca atención a los movimientos del adversario. Aunque nunca se molestaba si perdía, íntimamente se consideraba buen jugador y se consolaba diciéndose que si había perdido era por pura distracción, por su gentileza hacia los demás o por el deseo de animar el juego con salidas audaces, y consideraba que con un poco de aplicación era posible, sin conocimientos teóricos, refutar cualquiera de los gambitos de un manual. La pasión de su hijo por el ajedrez le había asombrado, por lo inesperada, y al mismo tiempo le parecía tan fatal e inevitable, tan extraña e impresionante, como el hecho de estar sentado en una terraza, iluminada en medio de la oscura noche de verano, frente a aquel muchacho cuyo ceño fruncido parecía dilatarse y distenderse tan pronto como se inclinaba sobre las piezas… todo aquello era tan extraño e impresionante que Luzhin padre se sintió incapaz de pensar en el juego, y mientras fingía concentrarse, su atención se dispersaba entre los recientes recuerdos de su ilícito día en San Petersburgo, que le había dejado un residuo de vergüenza que era mejor no remover, y los casuales y fáciles ademanes con que su hijo movía tal o cual pieza. Llevaban jugando sólo unos cuantos minutos cuando aquel comentó:

—Si haces esto, es mate, y si haces aquello, te como la reina.

Confuso, deshizo la jugada y empezó a pensar sus movimientos, inclinando su cabeza primero a la izquierda, luego a la derecha, mientras acercaba lentamente sus dedos hacia la reina para apartarlos de pronto como si se los hubiera quemado, en tanto que su hijo, con calma y precisión nada habituales en él, metía las piezas ganadas en la caja. Por fin, Luzhin padre realizó una jugada, con la que inició el derrumbe de todas sus posiciones, y entonces se rio sin ganas y derribó a su rey en señal de rendición. Cuando llevaba perdidas tres partidas comprendió que aunque jugara diez los resultados serían los mismos; sin embargo, era incapaz de detenerse. Al principio de la cuarta partida, Luzhin hizo retroceder la pieza movida por su padre y, meneando la cabeza, dijo con voz muy segura y nada infantil:

—La peor respuesta. Chigorin sugiere apoderarse del peón.

Cuando, con incomprensible y decepcionante rapidez, Luzhin padre volvió a perder la partida, se echó nuevamente a reír y con mano temblorosa se sirvió un vaso de leche de una jarra de cristal tallado en cuyo fondo había un hueso de frambuesa que subió, dando vueltas, hacia la superficie, reacio a que lo pescaran. Su hijo puso el tablero y la caja en una endeble mesa rinconera y, después de murmurar un flemático «Buenas noches», cerró suavemente la puerta a sus espaldas.

«Bueno, debía haber esperado algo como esto», se dijo Luzhin padre, que se secaba las yemas de los dedos con un pañuelo. «No sólo se divierte con el ajedrez, sino que parece celebrar un rito sagrado».

Una mariposa nocturna, de cuerpo gordo y fofo y ojos encendidos, cayó sobre la mesa después de chocar contra la lámpara. La brisa agitó ligeramente el jardín. El reloj del salón inició su delicado carillón. Eran las doce de la noche.

«¡Tonterías!», se dijo. «Imaginaciones mías. Muchos jóvenes son excelentes jugadores de ajedrez. Nada tiene de sorprendente. Este asunto me ha afectado los nervios, eso es todo. Ella hizo mal. No debió haberlo animado. Bueno, no importa…». Pensó de mala gana que dentro de un momento tendría que mentir, que protestar y consolar, y ya era más de medianoche… «Lo que quiero es dormir», se dijo, pero permaneció sentado en su sillón.

A la mañana siguiente, a primera hora, en el rincón más oscuro y musgoso del fondo del jardín, el pequeño Luzhin enterraba el precioso juego de ajedrez que últimamente había llevado siempre consigo, pues suponía que era el medio más sencillo de evitar cualquier clase de complicaciones, ya que ahora disponía de un juego que podía usar sin reserva. Su padre, incapaz de reprimir su interés por el asunto, fue a ver al hosco médico rural, bastante mejor ajedrecista que él, y por la noche, después de cenar, riendo y frotándose las manos, esforzándose en ignorar el hecho de que todo aquello era un error, aunque incapaz de explicarse por qué, sentó a su hijo frente al doctor en la mesa de mimbre de la terraza, él mismo colocó las piezas (excusándose por el comodín púrpura), se instaló al lado de los jugadores y comenzó a observar el juego con avidez. El doctor movía sus pobladas cejas y atormentaba su carnosa nariz mientras pensaba largamente antes de hacer cualquier movimiento, y de cuando en cuando se recostaba en el respaldo de su silla como si pudiera ver mejor desde cierta distancia, abría mucho los ojos y luego se tambaleaba pesadamente hacia adelante, con las manos apretadas sobre las rodillas. Perdió, y gruñó de tal manera que la frágil silla respondió con un crujido.

—¡Hay que ver! ¡Hay que ver! —exclamó Luzhin padre—; si jugara por aquí, estaría salvado; usted sigue teniendo la mejor posición.

—¿No se ha dado cuenta de que estoy en jaque? —gimió el médico con voz de bajo, y empezó a colocar de nuevo las piezas.

Y cuando Luzhin padre salió al oscuro jardín para acompañar al doctor hasta el sendero que, entre nubes de luciérnagas, conducía al puente, oyó las palabras de las que en otra época estuvo tan sediento, sólo que en aquel momento tales palabras parecieron aplastarle, y casi hubiera preferido no oírlas.

El doctor acudió todas las noches, y como era un jugador de primera categoría, experimentaba un inmenso placer con cada una de las muchas derrotas que sufría. Le llevó a Luzhin un manual de ajedrez, recomendándole, sin embargo, no entusiasmarse demasiado, no fatigarse y leer el libro al aire libre. Le hablaba de los grandes campeones que tuvo la suerte de conocer, de un torneo reciente y del pasado del ajedrez, de un raja bastante sospechoso y del gran Philidor, quien además de ajedrecista fue un músico excepcional. Algunas veces, sonriendo aviesamente, le llevaba lo que él denominaba «un terrón de azúcar», un problema ingenioso recortado de algún periódico. Luzhin lo estudiaba durante un buen rato, encontraba por fin la solución y, con una extraordinaria expresión en la cara y una radiante felicidad en los ojos, exclamaba, pronunciando mal la «r»: «¡Es glorioso, glorioso!». Pero la idea de proponer él problemas no le seducía. Sentía de una manera vaga que equivaldría a un desgaste inútil de aquella fuerza militante, poderosa y brillante cuya existencia intuía en su interior cada vez que el médico, con sus dedos peludos, hacía retroceder más y más a su rey hasta que, finalmente, asentía con la cabeza y se quedaba inmóvil, la mirada fija sobre el tablero, mientras Luzhin padre, quien siempre estaba presente en espera de un milagro, la derrota de su hijo (esa mezcla de sentimientos le hacía sufrir), agarraba un caballo o una torre y gritaba que no todo estaba perdido, y a veces continuaba hasta el final una partida desesperada, sabiendo de antemano cuál sería el resultado.

Así fue como empezó todo. Entre aquella serie de noches pasadas en la terraza y el día en que la fotografía de Luzhin apareció en una revista de San Petersburgo, se diría que no había ocurrido nada, ni el otoño en el campo con su eterna llovizna, ni el viaje de regreso a la ciudad, ni la vuelta a la escuela. La fotografía se publicó un día de octubre poco después de su primera e inolvidable actuación en un club de ajedrez. Y todo lo que ocurrió entre el regreso a la ciudad y la fotografía (dos meses tan sólo) estaba tan desdibujado y tan mezclado, que más tarde, al recordar aquella época, Luzhin era incapaz de decir cuándo, por ejemplo, se celebró una fiesta en la escuela en el transcurso de la cual, oculto en un rincón, inadvertido casi por sus condiscípulos, había derrotado al profesor de geografía, un conocido aficionado, o cuándo fue invitado a cenar en su casa un judío de pelo gris, un genio senil del ajedrez, quien había resultado victorioso en todas las ciudades del mundo donde jugó, pero que, para entonces, vivía en la ociosidad y la miseria, casi ciego, enfermo del corazón, habiendo perdido para siempre el fuego, la habilidad y la suerte… Sin embargo, había algo que Luzhin recordaba con toda claridad, el temor que le acometió en la escuela de que los demás llegaran a enterarse de su don y le ridiculizaran, y, en consecuencia, guiado por ese recuerdo infalible, juzgaba que después de la fiesta en que contendió con el profesor de geografía ya no volvió a la escuela, porque al rememorar los sufrimientos de su infancia no le venía a la memoria la horrible sensación que habría experimentado al entrar a la mañana siguiente en la sala de clases y enfrentarse a todas aquellas miradas inquisitivas y sabedoras de su secreto.

Recordaba con claridad, por otra parte, que tras la aparición de su retrato se negó a volver a la escuela, y le fue imposible desatar en su memoria el nudo que formaban la fiesta escolar y la fotografía; no era capaz de saber cuál de los dos hechos ocurrió primero. Fue su padre quien le llevó la revista, y la fotografía había sido tomada un año antes, en el campo: un árbol en el jardín, él al lado, la sombra del follaje sobre su frente, una expresión ceñuda en el rostro ligeramente inclinado, y aquellos estrechos pantalones cortos, que siempre llevaba desabrochados en la parte delantera. En vez de la alegría esperada por su padre, no expresó nada… pero experimentó un contento secreto, pues gracias a aquello no volvería a la escuela. Discutieron con él durante una semana. Su madre, por supuesto, lloró. Su padre le amenazó con quitarle el nuevo juego de ajedrez de piezas enormes con tablero de tafilete. De pronto, todo se decidió por sí mismo. Escapó de casa, con el abrigo de otoño, ya que el de invierno se lo habían escondido después de un fallido intento de evasión, y, no sabiendo adónde ir (caía una nieve menuda y helada que se acumulaba en las cornisas y que el viento barría, repitiendo incesantemente una tempestad en miniatura), se dirigió a casa de su tía, a la que no había visto desde la primavera. Llegó cuando se disponía a salir; vestía de negro y llevaba unas flores envueltas en papel, destinadas a un funeral.

—Tu antiguo adversario ha muerto —le dijo—; ven conmigo.

Furioso porque no se le hubiera permitido pasar a calentarse, furioso porque la nieve seguía cayendo y por las sentimentales lágrimas que brillaban tras el velo de su tía, dio bruscamente la vuelta y echó a correr. Después de ir de un lado a otro durante una hora, se dirigió a su casa. No recordaba qué camino siguió al volver, y lo más curioso fue que nunca estuvo seguro de cómo habían ocurrido las cosas; tal vez su memoria añadió después muchos elementos entresacados del delirio. Porque deliró una semana entera, y como era en extremo delicado y muy nervioso, los médicos eran del parecer que no sobreviviría. No era la primera vez que había estado enfermo, y cuando más tarde rememoró sus sensaciones durante aquella enfermedad, involuntariamente le vinieron a la memoria otras de las muchas padecidas en la infancia; recordó en especial la época en que era muy pequeño y jugaba solo, envolviéndose en la piel de un tigre para representar a un rey… lo más agradable de todo era hacer el papel de rey, ya que el imaginario manto le protegía de los escalofríos de la fiebre, y su deseo era aplazar todo lo posible aquel momento inevitable en que le tocaban la frente, le tomaban la temperatura y le metían en la cama. En realidad, nada podía compararse con aquella enfermedad de octubre permeada de ajedrez. El judío de cabellos grises que solía vencer a Chigorin, el cadáver del admirador de su tía cubierto de flores, la enigmática y jubilosa expresión de su padre al entregarle la revista, el profesor de geografía petrificado ante la rapidez con que se llegó al jaque mate, la sala llena de humo de tabaco del club de ajedrecistas donde le rodeó una multitud de estudiantes universitarios, y las mejillas perfectamente afeitadas del músico, quien sostenía, a saber por qué razón, el teléfono como se sostiene un violín, entre el hombro y la mejilla. Todo eso participó en su delirio y configuró una monstruosa partida jugada en un tablero espectral, tembloroso y en permanente desintegración.

Cuando se restableció había crecido y estaba más delgado. Le llevaron al extranjero, primero a la costa adriática, donde se tendía al sol en la terraza del jardín y jugaba partidas mentales, algo que nadie le podía impedir, y luego a un balneario alemán donde su padre le acompañaba a pasear por senderos cercados con ramas de haya retorcidas. Dieciséis años más tarde, cuando volvió a visitar aquel balneario, reconoció los enanos barbudos en medio de los arriates y los caminos recubiertos de grava de colores frente al hotel, que había crecido y se había embellecido, y también el oscuro y húmedo bosque en la colina, y las multicolores pinceladas de pintura (cada color en el tronco de un haya o en una roca indicaba la dirección de algún paseo, de manera que el visitante nunca pudiera perderse). Los mismos pisapapeles con vistas de un azul esmeralda recubiertos de madreperla y protegidos con una cubierta convexa de cristal se hallaban a la venta en las tiendas cercanas al manantial, y, sin duda alguna, en la glorieta del parque la misma orquesta tocaba los mismos fragmentos de óperas, y los mismos arces proyectaban su viva sombra sobre unas pequeñas mesas donde la gente bebía café y comía enormes porciones de pastel de manzana con crema batida.

—Mire, ¿ve esas ventanas? —dijo señalando con la punta de su bastón un ala del hotel—. Allí disputamos un magnífico torneo. Algunos de los más célebres jugadores alemanes y uno de Austria participaron en él. Yo era un chico de catorce años. Obtuve el tercer premio, sí, el tercer premio. —Volvió a poner ambas manos sobre el mango de su grueso bastón, con aquel aire triste y ligeramente avejentado que para entonces era habitual en él, e inclinó la cabeza como si oyera una música distante—. ¿Qué? ¿Ponerme el sombrero? ¿Un sol que quema, dice usted? Opino que sería inútil. ¿Por qué tiene que preocuparse? Estamos a la sombra.

No obstante, tomó el sombrero de paja que le tendieron por encima de la mesita, dio unas palmadas en el fondo, donde una confusa mancha oscurecía el nombre del sombrerero, y se lo puso con una sonrisa oblicua; oblicua en el sentido exacto: su mejilla derecha y la comisura de los labios se elevaron ligeramente, lo que descubrió unos dientes en mal estado, manchados de tabaco. Era su manera de sonreír. Y nadie, al verla, hubiera dicho que iniciaba apenas su cuarta década; de las aletas de su nariz descendían dos profundas y blandas arrugas; tenía los hombros caídos; de su cuerpo emanaba una pesadez enfermiza, y cuando de pronto se levantó con el brazo en alto para defenderse de una avispa, resultó evidente que era bastante grueso. Nada en el pequeño Luzhin hubiera hecho prever aquella perezosa y malsana obesidad.

—Pero ¿por qué me molesta? —gritó con voz débil y quejumbrosa, manteniendo el brazo en alto mientras con la otra mano intentaba sacar su pañuelo. La abeja, después de describir un amplio círculo, se alejó, y él la siguió con la mirada durante un buen rato, agitando mecánicamente el pañuelo; luego hundió con fuerza la silla metálica en el suelo, recogió el bastón y volvió a sentarse, respirando pesadamente—. ¿Por qué se ríe usted? Las avispas son insectos en extremo desagradables. —Frunció el ceño, miró hacia la mesa. Junto a su pitillera había un bolso semicircular de seda negra, lo cogió con expresión ausente y empezó a traquetear el cierre—. Cierra mal —dijo, sin levantar la mirada—. Un buen día se le caerá todo por los suelos. —Suspiró, apartó el bolso y añadió en el mismo tono de voz—: Sí, los más célebres jugadores alemanes y un austríaco. Mi difunto padre no tuvo suerte. Esperaba que aquí me mantendría alejado del ajedrez, y cuando llegamos se estaba disputando un torneo.

Como todo había sido reconstruido y mezclado, aquella ala de la casa tenía un aspecto diferente. Residieron allí, en el segundo piso. Habían decidido permanecer hasta finales de año y luego regresar a Rusia. Y el fantasma de la escuela, que su padre no se atrevía a mencionar, volvió a surgir. Su madre regresó mucho antes que ellos, a principios del verano. Dijo que añoraba enfermizamente el campo ruso, y aquel prolongado «enfermizamente», con una dolorosa y plañidera sílaba intermedia, era casi la única entonación de su madre que Luzhin retenía en la memoria. Sin embargo, partió de mala gana, sin saber si debía permanecer o marcharse. Hacía ya tiempo que experimentaba una extraña sensación de alejamiento con respecto a su hijo, como si lo hubiera perdido en alguna parte; el hijo que amaba no era aquel adolescente, no era el prodigio del ajedrez del que hablaban los periódicos, sino aquel niño ardiente e insoportable que a la menor contrariedad era capaz de arrojarse al suelo entre gritos y pataletas. Y todo era tan triste, tan innecesario… aquellas lilas tan poco rusas del jardín de la estación, aquellas lámparas en forma de tulipanes en el vagón dormitorio del Nord-Express, aquella sensación de ahogo, tal vez angina de pecho o tal vez, como decía su marido, mera cuestión de nervios. Se marchó y no escribió; su padre, que rebosaba felicidad, se mudó a una habitación pequeña; poco después, un día de julio en que el pequeño Luzhin volvía de otro hotel, donde vivía uno de aquellos ancianos malhumorados que eran sus compañeros de juego, vislumbró por casualidad a su padre, que caminaba bajo el brillante sol del atardecer junto a la cerca de madera que bordeaba uno de los senderos de la colina. Su padre acompañaba a una dama, y como esa dama era, sin lugar a dudas, su joven tía pelirroja de San Petersburgo, sintió una gran sorpresa y también algo de vergüenza, por lo que no comentó nada con su padre. Unos días después, muy temprano, oyó a su padre correr por el pasillo hacia su habitación, al parecer riéndose a carcajadas. La puerta se abrió con gran estrépito, y su padre entró y extendió frente a él un trozo de papel, como si quisiera mantenerlo lo más lejos posible. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y por la nariz como si se hubiera echado agua en la cara. Entre sollozos y jadeos no cesaba de repetir, mientras agitaba el telegrama:

—¿Qué es esto? Pero ¿qué es esto? Se trata de un error. Deben de haberse confundido.