III

Fue en abril, durante las vacaciones de Pascua, cuando llegó para Luzhin aquel día ineludible en que el mundo entero parece oscurecerse, como si alguien hubiera oprimido un interruptor, y en la negrura una sola cosa permaneciera brillantemente iluminada, una maravilla recién nacida, un islote deslumbrante en donde su vida entera estaba destinada a concentrarse. La felicidad que tanto ansiaba había llegado al fin y ya no le abandonaría; aquel día de abril quedó como petrificado, mientras en alguna otra parte el curso de las estaciones, la primavera en la ciudad, el verano en el campo, continuaba en un plano diferente, vagas corrientes que apenas le afectaban.

Todo comenzó del modo más inocente. En el aniversario de la muerte de su suegro, Luzhin padre organizó una velada musical en su piso. Entendía poco de música, sentía una secreta y vergonzosa pasión por la Traviata y en los conciertos escuchaba el piano sólo al principio; después se contentaba con observar las manos del pianista reflejadas en el negro barniz. Pero, quisiéralo o no, tuvo que organizar aquella velada musical, en la que deberían interpretarse las obras de su suegro; los periódicos habían guardado silencio durante demasiado tiempo acerca de él (el olvido era completo, triste, desesperanzador) y su mujer repetía sin cesar que todo aquello se debía a intrigas, a intrigas, a intrigas, pues ya en vida de su padre muchos habían envidiado su genio y ahora se proponían privarle de su fama póstuma. Ataviada con un vestido negro, ampliamente escotado, y luciendo una soberbia gargantilla de diamantes, con una permanente expresión de adormilada amabilidad en su rostro blanco y mofletudo, recibía tranquilamente a los invitados, sin aspavientos, y tenía para cada uno de ellos unas cuantas palabras rápidas y casi inaudibles; pero en su interior estaba abrumada por la timidez y dirigía continuas miradas, en busca de ayuda, a su marido, el cual no hacía más que ir de un lado a otro con pasitos remilgados, la pechera almidonada asomando como una coraza por encima del chaleco, un afable y discreto caballero en los primeros, tímidos albores de la venerabilidad literaria. «Otro desnudo», suspiró el editor de una revista artística mientras miraba de reojo a Friné, que se destacaba sobremanera gracias a la intensa luz de las lámparas. En aquel momento, el joven Luzhin surgió entre sus piernas y recibió una palmada en la cabeza. El chico retrocedió unos cuantos pasos.

—Ha crecido de un modo descomunal —dijo una voz de mujer, a sus espaldas. El se ocultó entre las colas de un chaqué.

—No, le ruego que me disculpe —retumbó una voz sobre su cabeza—, pero esa clase de temas no debería tener cabida en nuestra prensa.

Como no era descomunal, ni mucho menos, sino más bien canijo para su edad, el joven Luzhin se deslizó entre los huéspedes tratando de encontrar un rincón tranquilo. A veces alguien le cogía de los hombros y le hacía preguntas absurdas. El salón parecía más lleno de gente de lo que estaba en realidad porque las sillas doradas habían sido colocadas en hileras. Alguien entró cautelosamente por una puerta con un atril de música en la mano.

Procurando pasar inadvertido, Luzhin se abrió paso hasta el estudio de su padre, que se hallaba a oscuras, y se sentó en el diván del rincón. Desde el distante salón, a través de dos habitaciones, llegaba el tierno gemido de un violín.

Escuchaba soñoliento, abrazado a sus rodillas, la vista fija en una rendija de luz tenue entre las cortinas mal corridas, a través de las cuales una lámpara de gas enviaba desde la calle un reflejo blanco teñido de violeta. De vez en cuando un pálido destello trazaba en el techo un arco misterioso y un punto brillante aparecía sobre el escritorio… ¿Qué podría ser…? Tal vez una faceta del pesado huevo de cristal que servía como pisapapeles, o un reflejo en el cristal de una fotografía. Casi se había dormido cuando le sobresaltó el timbre del teléfono de sobremesa, e inmediatamente advirtió que el punto brillante estaba en la base de aquel. El mayordomo entró por la puerta del comedor, encendió al pasar una luz que sólo iluminaba el escritorio, se llevó el auricular al oído y, sin reparar en la presencia de Luzhin, salió después de colocar cuidadosamente el auricular sobre la agenda encuadernada en piel. Un minuto después reapareció acompañando a un caballero, quien al entrar en el círculo de luz tomó con una mano el teléfono y con la otra buscó el respaldo de la silla de Luzhin padre. El sirviente cerró la puerta a sus espaldas, lo que interrumpió el distante rumor de la música.

—¡Hola! —dijo el caballero. Luzhin le miró desde la oscuridad, sin atreverse a hacer ningún movimiento, atónito por el hecho de que un perfecto desconocido se instalara con tanta familiaridad en el escritorio de su padre—. No, ya he tocado —continuó el hombre, mirando hacia el techo, mientras su blanca mano jugueteaba inquieta con algo que había en el escritorio. Un carruaje emitió un sonido hueco al pasar sobre el pavimento de madera—. Así me lo parece —añadió el caballero. Luzhin pudo ver su perfil: nariz marfileña, pelo negro, cejas pobladas—. Francamente, no entiendo por qué has llamado —dijo despacio mientras continuaba jugueteando con algo en el escritorio—. Si fue sólo por vigilarme… ¡Qué loca eres! —Se echó a reír y comenzó a balancear regularmente, de adelante hacia atrás, un pie enfundado en un zapato de cuero. Luego colocó el auricular con mucha habilidad entre su oído y su hombro, y de vez en cuando decía «sí», «no», «tal vez»; usó ambas manos para tomar el objeto con que jugueteaba. Era una caja pulida que le habían regalado a su padre unos días antes. El pequeño Luzhin aún no había tenido la oportunidad de ver su interior, y por eso observó con curiosidad las manos del caballero. Pero este no abría la caja—. Yo también —dijo—, muchas, muchas veces. ¡Buenas noches, pequeña!

Colgó el teléfono, suspiró y entonces abrió la caja. Sin embargo, lo hizo de tal modo que Luzhin no pudo ver nada desde el sitio donde se encontraba. Se movió cautelosamente, pero un almohadón se deslizó al suelo y el caballero miró a su alrededor.

—¿Qué haces aquí? —preguntó al descubrir a Luzhin en la oscura esquina—. ¡Vaya, vaya! ¡Qué cosa más fea, escuchar a escondidas!

Luzhin permaneció en silencio.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el caballero en tono amable.

Luzhin se levantó del diván y se acercó al escritorio. En la caja había buen número de figuras talladas.

—¡Excelentes piezas de ajedrez! —dijo el caballero—. ¿Juega tu papá?

—No lo sé —respondió Luzhin—. Y tú, ¿sabes jugar?

Luzhin negó con un movimiento de cabeza.

—Es una lástima. Deberías aprender. Yo a los diez años ya era un buen jugador. ¿Qué edad tienes?

La puerta fue abierta cuidadosamente, y Luzhin padre entró de puntillas. Esperaba encontrar al violinista hablando aún por teléfono y había pensado susurrarle con tacto: «Siga, siga, pero cuando acabe al público le gustaría oír algo más».

—¡Siga, siga…! —dijo mecánicamente, y de pronto se quedó asombrado al ver a su hijo.

—No, no, ya he terminado —respondió el violinista, poniéndose de pie—. Excelente juego de ajedrez. ¿Juega usted?

—Mediocremente —dijo Luzhin padre—. ¿Qué estás haciendo aquí? Ven a escuchar la música.

—¡Qué juego, qué juego! —dijo el violinista, y cerró la caja con ternura—. Las combinaciones son como melodías. ¿Sabe usted?, sencillamente, puedo oír las jugadas.

—En mi opinión, se necesitan grandes dotes matemáticas para el ajedrez —dijo Luzhin padre—. Y en ese sentido yo… Pero le están esperando, maestro.

—Preferiría jugar una partida… —El violinista se reía al abandonar la habitación—. Un juego de dioses… Infinitas posibilidades…

—Una invención muy antigua —dijo Luzhin padre, y desvió la mirada hacia su hijo—. ¿Qué te pasa? ¡Ven con nosotros!

Pero antes de llegar al salón Luzhin logró escabullirse en el comedor, donde la mesa estaba preparada con un refrigerio. Cogió una bandeja de bocadillos y se la llevó a su dormitorio. Comió mientras se desnudaba y luego siguió comiendo en la cama. Acababa de apagar la luz cuando entró su madre y se inclinó sobre él; los diamantes que rodeaban su cuello lanzaron destellos en la penumbra. Fingió estar dormido. Ella salió y, para no hacer ruido, tardó un rato larguísimo en cerrar la puerta.

Despertó al día siguiente lleno de una incomprensible agitación. La mañana de abril era brillante y ventosa, y el pavimento de madera que cubría las calles tenía un brillo violeta; encima de la calle, cerca del Arco de Palacio, una enorme bandeja roja, azul y blanca ondeaba elásticamente; a través de ella el cielo tomaba tres tonos diferentes, lila, añil y azul pálido. Como ocurría siempre durante las vacaciones, salió de paseo con su padre, pero estos paseos ya no eran como los de su niñez; el cañón del mediodía había dejado de asustarlo, y la conversación de su padre le resultó intolerable, pues tomando como pretexto el concierto de la noche anterior comenzó a insinuar que sería una buena idea que estudiara música. En el almuerzo comieron los restos del queso de crema pascual (convertido ya en un cono chato con un tono grisáceo en su redonda cima) y un pastel de Pascua todavía intacto. Su tía, la misma dulce tía de cabellera cobriza, prima segunda de su madre, estaba extraordinariamente alegre; arrojaba migas de pastel por encima de la mesa mientras contaba que Latham iba a llevarla a pasear, por veinticinco rublos, en su monoplano «Antoinette», que, dicho sea de paso, durante los últimos cinco días no había logrado despegar, mientras Voissin, por el contrario, describía círculos sobre el aeropuerto, como un mecanismo de relojería, volando tan bajo que, cuando se ladeaba sobre las tribunas, era posible observar el algodón que llevaba en las orejas el piloto. Luzhin, por alguna razón, recordaba aquella mañana y aquel almuerzo con insólita nitidez, del modo que se suele recordar el día anterior a un largo viaje. Su padre dijo que sería una buena idea ir después de comer a las islas de más allá del Neva, donde los claros del bosque estaban alfombrados con anémonas, y mientras su padre hablaba su joven tía acertó a introducirle una miga exactamente en la boca. Su madre permaneció en silencio. De repente, después del segundo plato, se levantó procurando ocultar la cara, crispada por el esfuerzo de retener las lágrimas, y repitiendo casi sin aliento: «No es nada, no es nada; se me pasará en seguida», abandonó a toda prisa el comedor. El padre arrojó su servilleta sobre la mesa y la siguió. Luzhin no supo nunca qué había ocurrido, pero al cruzar el pasillo con su tía oyó sollozos ahogados en el dormitorio de su madre y a su padre que la reconvenía, repitiendo en voz alta la misma frase:

—¡Son imaginaciones tuyas!

—¡Vámonos de aquí! —murmuró su tía entre avergonzada y nerviosa, y ambos entraron en el estudio, donde una franja de rayos solares, en los que revoloteaban diminutas partículas de polvo, iluminaba un sillón de almohadones demasiado hinchados. Encendió un cigarrillo; unas volutas de humo empezaron a balancearse, suaves, transparentes, en los rayos del sol. Ella era la única persona en cuya presencia Luzhin no se sentía incómodo, y aquel momento le pareció especialmente agradable; había en la casa un extraño silencio y una expectación imprecisa.

—Bueno, a ver si encontramos algún juego —dijo su tía apresuradamente, y le agarró el cuello por detrás—. ¡Qué cuello tan delgado tienes!, lo puedo abarcar con una sola mano.

—¿Sabes jugar al ajedrez? —preguntó Luzhin con cautela, y, liberando su cabeza, frotó la mejilla contra la deliciosa seda azul brillante de sus mangas.

—Sería mejor jugar a las cartas —respondió distraídamente. Una puerta se cerró de golpe. Se estremeció y volvió la cara en dirección al ruido, escuchando.

—No, prefiero el ajedrez —insistió Luzhin.

—Es un juego muy complicado, querido, no podrás aprenderlo en un instante.

Luzhin se dirigió al escritorio y encontró la caja, oculta detrás de una fotografía. Su tía se levantó en busca de un cenicero, rumiando lo que seguramente era la conclusión de alguna idea: sería terrible, sería terrible.

—Aquí está —dijo Luzhin, y dejó la caja en una mesa turca, baja y con incrustaciones.

—Además, se necesita un tablero —objetó su tía—. Me parece que sería mejor enseñarte a jugar a las damas, es mucho más sencillo.

—No, al ajedrez —dijo Luzhin, y desenrolló un tablero de hule encerado.

—Primero colocaremos correctamente las piezas —dijo su tía con un suspiro—. Las blancas aquí; las negras allá. El rey y la reina juntos. Estos son los oficiales y esos los caballos. Y aquellos, los de las esquinas, son los cañones. Ahora… —De pronto se quedó paralizada, sosteniendo una pieza en el aire y mirando hacia la puerta—. Espera —dijo con ansiedad—. Me parece que dejé mi pañuelo en el comedor. Vuelvo en seguida. —Abrió la puerta, pero volvió inmediatamente—. Da igual —dijo, y se sentó de nuevo—. No las coloques hasta que te diga dónde. Esto es un peón. Ahora fíjate cómo se mueven. El caballo galopa, por supuesto…

Luzhin se sentó sobre la alfombra, apoyó un hombro en la rodilla de su tía y observó cómo su mano, con su delgado brazalete de platino, elegía y movía las piezas.

—La reina es la que más se mueve —dijo él con satisfacción, y acomodó con un dedo la pieza, pues no estaba en el centro de la casilla.

—Y así es como una pieza se come a otra —dijo su tía—. La saca de su casilla y ocupa su lugar. Los peones lo hacen diagonalmente. Cuando estás a punto de comerte al rey, pero puede cambiar de lugar, haces lo que se llama jaque. Y cuando el rey ya no tiene escapatoria se llama jaque mate. De modo que tu objetivo es matar a mi rey y el mío es matar al tuyo. ¿Te das cuenta del tiempo que toma explicar este juego? Tal vez podríamos jugar en otra ocasión…

—No, no, ahora —dijo Luzhin, y de pronto le besó la mano.

—Muy delicado de tu parte —dijo ella con voz suave—. Nunca esperé de ti tanta ternura… Eres un chico muy agradable, después de todo.

—Juguemos, por favor —dijo Luzhin, y se arrodilló al lado de la mesa.

Pero en aquel momento su tía se puso de pie, tan abruptamente que rozó el tablero con la falda y derribó algunas piezas. En el umbral de la puerta estaba su padre. Miró de soslayo a su hijo y le ordenó:

—¡Vete a tu habitación!

Luzhin, a quien por primera vez en su vida le ordenaban salir de una habitación, continuó como estaba, de rodillas, sin comprender nada.

—¿Me has oído? —insistió su padre. Luzhin se ruborizó y comenzó a recoger las piezas caídas en la alfombra—: ¡Apresúrate! —ordenó su padre, con una voz atronadora que nunca le había oído.

Su tía se afanó a guardar las piezas sin ningún orden. Le temblaban las manos. Un peón no cupo en la caja.

—Anda, llévate todo eso —le dijo a Luzhin.

El enrolló cuidadosamente el tablero de hule y, con la cara ensombrecida por un sentimiento de profundo agravio, tomó la caja. Fue incapaz de cerrar la puerta al salir, ya que tenía ocupadas ambas manos. Su padre avanzó a grandes pasos y la cerró con tal fuerza que Luzhin dejó caer el tablero, que se desenrolló. Tuvo que poner la caja en el suelo y volver a enrollarlo. Tras la puerta del estudio al principio se hizo el silencio, luego se oyó crujir un sillón bajo el peso de su padre y a continuación el murmullo angustiado e interrogante de su tía. Luzhin pensó, desconcertado, que aquel día todos se habían vuelto locos y se retiró a su dormitorio. Una vez allí volvió a colocar las piezas del modo que le había indicado su tía y las estudió durante largo rato, como si tratara de descifrar algún enigma; después las guardó ordenadamente en la caja. Desde aquel día el ajedrez permaneció a su lado, y hasta mucho tiempo después su padre no lo echó en falta. A partir de entonces tuvo en su cuarto un nuevo juguete, fascinante y misterioso, cuyo uso aún no había aprendido. Su tía nunca volvió a visitarlos.

Una semana más tarde hubo un hueco entre la primera lección y la tercera: el profesor de geografía estaba resfriado. Cuando habían pasado ya cinco minutos después del timbre y nadie entró, se vivió una premonición de felicidad tan intensa, que sus corazones no hubieran podido resistir que, después de todo, se abriera la puerta de cristales y el profesor entrara casi corriendo en el aula, como era su costumbre. Sólo Luzhin mostraba indiferencia. Inclinado en su pupitre, sacaba punta a un lápiz tratando de que quedase tan afilado como un alfiler. A su alrededor reinaban la excitación y el alboroto. La felicidad, al parecer, estaba a punto de realizarse. Algunas veces, sin embargo, tenían desengaños insoportables; en vez del profesor enfermo podía entrar cojeando el pequeño y rapaz profesor de matemáticas, quien, después de cerrar la puerta en silencio, comenzaría a elegir pedazos de tiza de la repisa de la pizarra con una sonrisa maligna en la cara. Pero diez minutos largos transcurrieron sin que nadie apareciera. La algarabía aumentó. En un exceso de felicidad alguien se puso a golpear la tapa de su pupitre. El tutor de la clase surgió de la nada.

—¡Silencio absoluto! —dijo—; exijo un silencio absoluto. Valentín Ivánovich está enfermo. Debéis ocuparos en algo, pero en medio de un silencio absoluto.

Salió. Unas nubes grandes y vaporosas brillaron al otro lado de la ventana, se oía caer una gota rítmicamente, los gorriones piaban. ¡Una hora de felicidad, una hora mágica! Luzhin, apático, comenzó a sacar punta a otro lápiz. Gromov contaba una historia con voz áspera y pronunciaba extrañas palabrotas con el mayor placer. Petrishchev pedía que alguien le explicara un arduo problema de geometría que no podía entender. De repente, Luzhin oyó a sus espaldas un sonido especial, un roce de madera que le hizo sentir calor y casi le paralizó el corazón. Volvió cautelosamente la cabeza. Krebs y el otro chico silencioso de la clase estaban colocando unas piezas pequeñas y ligeras de ajedrez en un tablero de unos quince centímetros de largo puesto sobre el asiento del pupitre que los separaba. Luzhin dejó de afilar su lápiz y se les acercó. Los jugadores ni siquiera repararon en él. Cuando muchos años después el chico silencioso trató de recordar a su condiscípulo Luzhin, nunca se acordó de aquella partida de ajedrez casual jugada en la escuela durante una hora sin clase. Confundiendo algunas fechas, extrajo del pasado la vaga impresión de que una vez Luzhin había ganado una partida en la escuela; sentía una especie de comezón en la memoria, que no logró precisar.

—Me quedo con la torre —dijo Krebs. Luzhin siguió el movimiento de su mano y pensó, con un estremecimiento de momentáneo pánico, que su tía no le había dicho el nombre de todas las piezas. La «torre» resultó ser un sinónimo del «cañón».

—Nunca imaginé que te la pudieras comer —dijo el otro.

—Está bien, anula la jugada —comentó Krebs.

Corroído por la envidia y por una irritante frustración, Luzhin observó el juego, esforzándose por percibir aquellos fragmentos de armonía de que había hablado el músico y sintiendo vagamente que, en cierta manera, él comprendía mejor el juego que sus dos condiscípulos, aunque ignoraba por completo cómo había que proceder, por qué tal cosa estaba bien y tal otra mal, y qué debía hacerse para penetrar en el campo del rey enemigo sin sufrir graves pérdidas. Hubo una jugada que le gustó muchísimo y le divirtió por su socarronería: el rey de Krebs se acercó a la pieza que él había llamado torre y esta saltó por encima del rey. Luego vio al otro rey emerger de entre sus peones (uno de ellos le fue arrancado como un diente) y empezar a avanzar y retroceder con aturdimiento.

—¡Jaque! —exclamó Krebs—, ¡jaque! —y el rey en peligro saltó hacia un lado—; no puedes avanzar por aquí ni por allí. ¡Jaque! Me como a tu reina, ¡jaque!

En ese momento Krebs perdió una pieza e insistió en que debía rehacer la jugada. El camorrista de la clase propinó a Luzhin un golpe en la nuca y al mismo tiempo, con la otra mano, tiró al suelo el tablero. Por segunda vez en su vida, Luzhin advirtió qué cosa tan inestable era el ajedrez.

A la mañana siguiente, aún en la cama, tomó una decisión sin precedentes. Por lo general iba a la escuela en coche de alquiler y siempre hacía un cuidadoso estudio del número del vehículo, dividiéndolo de una manera especial con el fin de retenerlo en la memoria y recordarlo si era necesario. Pero aquel día ni se dirigió a la escuela ni se acordó, tan agitado estaba, de aprenderse el número de memoria; mirando temeroso a su alrededor, bajó del coche en la calle Karavanaia y, siguiendo un camino circular, para no pasar cerca de la escuela, llegó a la calle Serguiévskaia. En el trayecto se encontró con el profesor de geografía, quien, a grandes pasos, con una cartera bajo el brazo, se dirigía hacia la escuela, sonándose y expectorando flemas al andar. Luzhin dio media vuelta con tanta brusquedad que un objeto misterioso resonó pesadamente en su cartera. Cuando el profesor desapareció, como un viento tenebroso, Luzhin advirtió que se encontraba frente al escaparate de una peluquería y que las cabezas ensortijadas de tres damas de cera con las narices color de rosa le contemplaban fijamente. Respiró hondo y echó a andar con rapidez a lo largo de una acera mojada, tratando de ajustar sus pasos de manera que el tacón cayera siempre en la juntura de dos baldosas. Pero estas no eran de un mismo tamaño, lo que entorpecía su marcha. Entonces bajó al pavimento para evitar la tentación y caminó por el fango al borde de la acera. Finalmente divisó la casa que buscaba, de color ciruela, con unos ancianos de torso desnudo empeñados en mantener un balcón sobre sus hombros y vidrios de colores en la puerta principal. Abrió el portón, pasó junto a una placa indicadora que mostraba las blancas marcas dejadas por las palomas, se introdujo en un patio interior donde dos individuos con las mangas enrolladas hasta los codos lavaban un carruaje deslumbrante, subió las escaleras y tocó un timbre.

—Todavía está durmiendo —dijo la doncella, que le miró con sorpresa—. Espera aquí, por favor. Avisaré a la señora dentro de un rato.

Luzhin se descolgó mecánicamente la cartera y la dejó sobre una mesa donde había también un tintero de porcelana, una carpeta recamada de cuentas de colores y un retrato, para él desconocido, de su padre (con un libro en una mano y un dedo de la otra sosteniéndole la sien). Para matar el rato se puso a contar los diferentes colores de la alfombra. Había estado en aquella habitación una sola vez, la pasada Navidad, cuando, siguiendo instrucciones de su padre, le llevó a su tía una gran caja de bombones, de los que se comió la mitad por el camino; luego arregló el resto de modo que no fuera fácil advertirlo. Hasta hacía poco su tía los visitaba a diario, pero había dejado de hacerlo y algo flotaba en el aire, una especie de prohibición tácita, que le impedía preguntar por ella en casa. Después de contar nueve colores diferentes, dirigió la mirada a un biombo de seda que tenía bordados juncos y cigüeñas. Se preguntaba si habría cigüeñas iguales al otro lado cuando al fin apareció su tía, todavía sin peinar y vestida con un quimono floreado, cuyas mangas parecían alas.

—¿De dónde sales? —preguntó—. ¿No vas hoy a la escuela? ¡Oh, qué raro eres…!

Dos horas más tarde salió a la calle. Su cartera, ahora vacía, era tan ligera que le bailaba en los omóplatos. Tenía que pasar de alguna manera el tiempo hasta que llegara la hora habitual de su regreso a casa. Paseó por el parque Tavricheski, y la ligereza de su cartera gradualmente comenzó a afligirlo. En primer lugar, el objeto que, por precaución, había dejado en casa de su tía podía perderse antes que él volviera allí, y, en segundo lugar, podría querer tenerlo a mano en casa durante las noches. Resolvió actuar en el futuro de forma diferente.

—Por circunstancias familiares —respondió al día siguiente, cuando el profesor le preguntó, sin darle importancia, por qué no había ido a la escuela.

El jueves dejó la escuela temprano y no volvió a ella durante los tres siguientes días; dijo como excusa que había sufrido una infección de la garganta. El miércoles tuvo una recaída. El sábado llegó tarde a la primera lección a pesar de haber salido de casa más temprano que de ordinario. El domingo sorprendió a su madre al anunciarle que había recibido una invitación para comer en casa de un amigo, y pasó cinco horas ausente. El miércoles la escuela se cerró temprano (era uno de esos maravillosos días azules y polvorientos de finales de abril, cuando el fin de curso es ya inminente y la indolencia se apodera de uno), pero él volvió a casa mucho más tarde de lo habitual. Y luego hubo toda una semana de ausencia, una semana de embriagadora felicidad. El profesor telefoneó para preguntar qué le ocurría. Su padre contestó el teléfono.

Cuando Luzhin regresó a su casa, alrededor de las cuatro de la tarde, la cara de su padre era gris y los ojos parecían estar a punto de saltársele, mientras su madre jadeaba, como si hubiera perdido la lengua, y luego comenzó a reír de un modo artificial e histérico, con gemidos y gritos. Después de un momento de confusión, su padre le condujo al estudio, y allí, con los brazos cruzados sobre el pecho, le pidió una satisfacción. Luzhin, con la pesada y preciosa cartera bajo el brazo, miraba hacia el suelo, preguntándose si su tía habría sido capaz de traicionarlo.

—Te ruego que me des una explicación —repetía su padre. Ella era incapaz de una traición, pensó. Además, ¿cómo podía saber que había sido descubierto?—. ¿Te niegas a hacerlo? —volvió a preguntar su padre. Por otra parte, a ella parecía gustarle su travesura—. Escucha —añadió su padre en tono conciliador—, vamos a hablar como amigos —Luzhin suspiró y se sentó en el brazo de un sillón—, como amigos —repitió su padre aún más suavemente—; según parece, has faltado a la escuela estos últimos días. Así que me gustaría saber dónde has estado y qué has hecho. Puedo entender, por ejemplo, que cuando el tiempo es bueno se sienta la necesidad de salir a caminar.

—Sí, eso es, he sentido esa necesidad —dijo Luzhin con indiferencia.

Comenzaba a aburrirse. Su padre quería saber por dónde había estado paseando exactamente y si esa necesidad databa de mucho tiempo atrás. Luego le recordó que cada hombre tiene un deber como ciudadano, como miembro de una familia, como soldado y también como alumno. Luzhin bostezó.

—Vete a tu habitación —dijo su padre, desesperanzado, y cuando su hijo hubo salido se quedó de pie durante largo rato en medio del estudio, mirando hacia la puerta con un vago horror. Su mujer, que había escuchado la conversación desde la habitación vecina, entró, se sentó en el borde del diván y nuevamente rompió a llorar.

—Miente —repetía una y otra vez—, miente igual que tú. Estoy rodeada de mentirosos.

El tan sólo se encogió de hombros y pensó en lo triste que era la vida, en lo difícil que era cumplir con el propio deber, no verse con alguien, no telefonearle, no ir al lugar que nos atrae irresistiblemente… y ahora aquel problema con su hijo… tanta rareza, tanta terquedad… Una situación más bien triste, sí, una situación muy triste.