Luzhin padre, el Luzhin que escribía libros, se preguntaba a menudo cuál sería el destino de su hijo. En sus libros (y todos, excepto una novela olvidada llamada Humo, iban destinados a los adolescentes, los jóvenes y los estudiantes de bachillerato, y tenían sólidas y vistosas tapas) aparecía constantemente la figura de un chico rubio, «testarudo», «taciturno», quien más tarde se convertía en violinista o pintor sin perder su belleza moral en el proceso. La apenas perceptible peculiaridad que distinguía a su hijo de todos aquellos jóvenes, quienes en su opinión estaban destinados a convertirse en seres completamente insignificantes (en el supuesto de que tales jóvenes existieran), era interpretada por él como el soplo secreto del talento; teniendo muy en cuenta el hecho de que su difunto suegro había sido compositor (aunque como tal no demasiado brillante y susceptible, en sus años maduros, a los dudosos esplendores del virtuosismo), más de una vez, en un agradable sueño parecido a una amable litografía, había bajado con un candelabro en la mano al salón donde un Wünderkind, un niño prodigio, enfundado en un blanco camisón de dormir que le llegaba hasta los tobillos tocaba un enorme piano negro.
Le parecía que todo el mundo tenía que advertir lo excepcional que era su hijo; era posible incluso que los extraños pudieran advertirlo mejor que él. La escuela que había elegido para su hijo era famosa, por cierto, por la atención que supuestamente dispensaba a la vida «interior» de los alumnos, así como por su humanidad, su atención personalizada y su cordialidad en el trato. La tradición aseguraba que durante la primera parte de su existencia los profesores jugaban con los chicos durante los largos recreos; el profesor de física, mirando por encima del hombro, se ocupaba en transformar un puñado de nieve en una bola; el profesor de matemáticas recibía un duro golpe de pelota en las costillas mientras jugaba al lapta (una especie de béisbol ruso), e incluso el propio director estaba presente y jaleaba el juego con joviales exclamaciones. Aquellos juegos en común hacía largo tiempo que habían dejado de tener lugar, pero su fama idílica se mantenía. El responsable de la clase de su hijo era el profesor de literatura, bien conocido por Luzhin el escritor e, incidentalmente, un poeta nada malo que había publicado una colección de imitaciones de Anacreonte. «Pase por aquí», le dijo el día que Luzhin llevó por primera vez a su hijo al colegio, «cualquier jueves a eso de las doce». Y Luzhin lo hizo así. Las escaleras estaban desiertas y silenciosas. Al cruzar el vestíbulo rumbo a la sala de profesores oyó el sonido sofocado de algunas risas, procedentes de la clase de segundo. En el silencio que sobrevino sus pasos resonaron más de lo normal sobre el entarimado del largo vestíbulo. En la sala de profesores, ante una amplia mesa cubierta con una bayeta verde (que recordaba las de los exámenes), el profesor estaba sentado escribiendo una carta.
Desde el día en que su hijo había ingresado en la escuela él no había hablado con el profesor, y al ir a hacerlo en aquella ocasión, un mes más tarde, se hallaba lleno de trémula expectación, de cierta ansiedad y timidez, de los mismos sentimientos que había experimentado un día, siendo joven, cuando vestido con el uniforme universitario había visitado al editor de una revista literaria a quien había enviado poco antes su primer relato. Y aquel día, como entonces, en vez de las palabras de entusiasta sorpresa que vagamente había esperado (igual que cuando despierta uno en una ciudad desconocida y espera, con los ojos aún cerrados, encontrarse ante una mañana esplendorosa), en lugar de las palabras que él mismo habría pronunciado de buena gana, a no ser por la esperanza de que inevitablemente serían dichas, oyó unas frases frías y tontas que le demostraron que el profesor entendía a su hijo menos aún que él. Sobre el tema del posible talento oculto no se dijo una sola palabra. El profesor inclinó su pálido rostro barbudo, con surcos rosados a ambos lados de la nariz, de la cual retiró cuidadosamente los apretados quevedos, y se puso a frotarse los ojos con la palma de la mano; entonces le dijo que el chico podría lograr resultados mejores que los obtenidos, que el chico parecía no llegar a entenderse con sus compañeros, que el chico no hacía suficiente ejercicio durante los recreos…
—Es indudable que el chico tiene capacidad —dijo el profesor mientras terminaba de frotarse los ojos—, pero advertimos cierta falta de concentración. —En aquel momento alguien tocó un timbre en el piso de abajo, y el sonido subió y se transmitió con intolerable estridencia por todo el edificio. Después hubo dos o tres minutos del más completo silencio, y de pronto todo volvió a la vida y se transformó en ruido; las tapas de los pupitres cayeron con estrépito y el vestíbulo se llenó de voces y de sonido de pasos—. El recreo largo —explicó el profesor—; si usted quiere, podemos ir al patio; así verá jugar a los muchachos.
Los alumnos descendían con rapidez las escaleras de piedra, acariciando la balaustrada y haciendo resbalar las suelas de sus sandalias por los bordes de los peldaños desgastados por el uso. Abajo, en la poblada oscuridad de los percheros, se cambiaban de calzado; algunos de ellos, sentados en los amplios alféizares, gruñían mientras se ataban a toda prisa los cordones de las botas. De pronto descubrió a su hijo, quien, hundido de hombros, sacaba sus botas con evidente disgusto de una bolsa de tela. Un chico rubio pasó corriendo y tropezó con él; cuando se hizo a un lado, Luzhin vio repentinamente a su padre, que le sonrió. Luzhin padre sostenía en una mano su gorro de piel de astracán y con el canto de la otra marcó el pliegue de la parte superior, que se había borrado. Luzhin entrecerró los ojos y dio media vuelta como si no hubiese visto a su padre. En cuclillas, de espaldas a su progenitor, se concentró en sus botas; los que ya habían logrado cambiarse el calzado pasaban sobre él, y cada empujón le hacía inclinarse aún más, como si tratara de ocultarse en un rincón oscuro. Cuando al fin salió, llevando un largo abrigo gris y una pequeña gorra de astracán (que un estudiante rubio y corpulento le tiraba constantemente al suelo), su padre se encontraba ya en el portón del otro lado del patio y miraba expectante en su dirección. Junto a Luzhin padre se hallaba el profesor de literatura, y cuando el gran balón de goma gris que los muchachos empleaban para el fútbol llegó por casualidad a sus pies, el profesor de literatura, continuando instintivamente aquella encantadora tradición, hizo como si fuera a chutar, pero sólo se pasó torpemente el balón de un pie a otro y casi perdió uno de sus chanclos, lo que le hizo reír de muy buen humor. El padre lo sostuvo por el codo, y Luzhin hijo, aprovechando la oportunidad, volvió al vestíbulo, donde en aquel momento todo era tranquilidad y el conserje, oculto entre los percheros, bostezaba como un bendito. A través de los cristales de la puerta y de los barrotes de hierro fundido de la verja, en forma de estrella, vio a su padre quitarse un guante, despedirse con apresuramiento del profesor y desaparecer por el portón. Entonces salió de nuevo al patio y, deslizándose cuidadosamente por entre los jugadores, se encaminó al montón de leña que se apilaba bajo una arcada. Allí, levantándose el cuello, se sentó sobre una pila de troncos.
De esa manera se sentó aproximadamente durante doscientos cincuenta largos recreos, hasta el año en que fue al extranjero. Algunas veces el profesor se presentaba en aquel rincón.
—¿Por qué estás siempre sentado en esos troncos, Luzhin? Deberías correr un poco con tus condiscípulos.
Luzhin se levantaba del montón de troncos, trataba de encontrar un lugar lo más alejado posible de los tres compañeros que se mostraban especialmente feroces a aquella hora del día, evitaba la pelota lanzada por el sonoro puntapié de alguno de los jugadores y, después de asegurarse de que el profesor se hallaba lejos de allí, volvía al montón de leña. Había elegido aquel lugar el primer día, el aciago día en que al descubrir tanto odio y curiosidad burlona en torno a él sus ojos se habían llenado automáticamente de una ardiente niebla y todo lo que miraba (¿por qué esa maldita necesidad de mirar las cosas?) estaba sujeto a intrincadas metamorfosis ópticas. La página con líneas azules entrecruzadas se volvía borrosa; los blancos números de la pizarra se contraían y ensanchaban alternativamente; la voz del profesor de aritmética, como si se alejara de modo progresivo, se volvía más hueca e incomprensible, y su vecino de pupitre, un bestia traicionero con pelusa en las mejillas, decía con tranquila satisfacción: «Ahora se va a echar a llorar». Pero Luzhin no lloró ni una sola vez, ni siquiera en los lavabos cuando varios compañeros se pusieron de acuerdo para meterle de cabeza en la taza del retrete, llena de burbujas amarillas.
—Caballeros —les había dicho el profesor en una de las primeras lecciones—, su nuevo compañero es el hijo de un escritor, al cual si ustedes no han leído deberían hacerlo.
Y escribió en la pizarra con letras muy grandes, apretando tanto la tiza que esta se pulverizó entre sus dedos: Las aventuras de Tony. Silvestrov y Compañía, Editores. Después de eso, durante dos o tres meses, sus condiscípulos le llamaron Tony. Con aire misterioso, el bestia de las mejillas velludas llevó el libro a la escuela y durante la clase lo mostró furtivamente a los demás a la vez que lanzaba miradas significativas a su víctima, y al terminar la lección comenzó a leer en voz alta por la mitad, deformando voluntariamente las palabras. Petrishchev, que miraba por encima del hombro del otro, quiso retener una página y la rompió.
—Mi papá dice que es un escritor de segunda categoría —graznó Krebs.
—¡Que lea Tony en voz alta! —exclamó Gromov—. Lo mejor será que cada uno lea un poco —dijo enfáticamente el payaso de la clase, y se apoderó del hermoso libro rojo y dorado después de una lucha tormentosa. Las páginas quedaron dispersas por toda la clase. Una de ellas tenía un grabado: un colegial de ojos brillantes daba su almuerzo a un perro hambriento en la esquina de una calle. Luzhin encontró al día siguiente aquel grabado cuidadosamente pegado en el interior de la tapa de su pupitre.
Pronto, sin embargo, le dejaron en paz; sólo su apodo salía a la luz de cuando en cuando, pero como tercamente se negaba a responder cuando le llamaban por él, también ese nombre acabó por morir. Dejaron de advertir la presencia de Luzhin, dejaron de hablarle, e incluso el niño tranquilo (que jamás falta en una clase, de la misma manera que siempre hay un chico gordo, uno fuerte y uno ingenioso) se alejaba de él, temeroso de compartir su despreciable condición. Ese mismo niño tranquilo, que seis años después, a comienzos de la Primera Guerra Mundial, recibió la Cruz de San Jorge por una misión de reconocimiento en extremo peligrosa y más tarde perdió un brazo en la guerra civil, cuando trató de recordar (en la segunda década de este siglo) cómo era Luzhin en la escuela, no podía verlo de otra manera que no fuera desde atrás, sentado delante de él, con sus orejas prominentes, o retrocediendo hacia un extremo del vestíbulo para alejarse todo lo posible del tumulto, o partiendo hacia su casa en un trineo, con las manos en los bolsillos y una gran cartera de colegial de distintos colores colgada de su espalda, mientras la nieve caía… Trató entonces de correr hacia delante para mirar la cara de Luzhin, pero esa nieve característica del olvido, esa nieve abundante y silenciosa, veló sus recuerdos con una cortina blanca y opaca. Y el antiguo chico tranquilo, ahora un emigrado intranquilo, dijo al mirar una foto en el periódico:
—Imagínese que no puedo recordar su cara… no puedo recordarla…
Pero Luzhin padre, asomado a la ventana tan pronto daban las cuatro de las tarde, vería acercarse el trineo y el rostro de su hijo como una mancha pálida. El chico acostumbraba dirigirse directamente a su estudio, besaba el aire al acercar su mejilla a la de su padre y acto seguido daba media vuelta.
—Espera —le diría el padre—, espera. Dime, cómo te fue hoy. ¿Te llamaron a la pizarra?
Miraría con avidez a su hijo, el cual volvería la cara hacia otro lado. Hubiera querido tomarlo por los hombros, sacudirlo y besarlo sonoramente en las pálidas mejillas, en los ojos y en las tiernas y cóncavas sienes. El anémico pequeño Luzhin desprendía aquel primer invierno escolar un conmovedor olor a ajo como resultado de las inyecciones de arsénico prescritas por el médico. Le habían quitado ya el alambre de platino, pero por costumbre, continuaba descubriendo los dientes y levantando el labio superior. Llevaba puesta una chaqueta gris de Norfolk con una trabilla en la espalda y pantalones bombachos con botones bajo las rodillas. Se quedaría de pie al lado del escritorio, balanceándose sobre una pierna, y su padre no se atrevería a hacer nada contra su impenetrable hosquedad. El pequeño Luzhin saldría, arrastrando su cartera por la alfombra; Luzhin padre apoyaría un codo sobre el escritorio donde escribía una de sus narraciones, como de costumbre en un cuaderno azul (un capricho que tal vez apreciaría un futuro biógrafo), y escucharía el monólogo que tenía lugar en el comedor contiguo, la voz de su mujer tratando de persuadir al silencio a tomarse una taza de cacao. Un silencio aterrador, pensaba Luzhin padre. No está bien, tiene una vida interior que le resulta dolorosa… Tal vez no debería ir a la escuela, pero por otra parte tiene que acostumbrarse a tratar con otros chicos… Un enigma, un enigma…
—Bueno, come entonces un trozo de pastel. —La voz del otro lado de la pared continuaba con desaliento, y nuevamente se hacía el silencio.
Pero algunas veces ocurría algo horrible: repentinamente, sin razón aparente, otra voz respondería, estridente y áspera, y la puerta se cerraría de golpe como empujada por un huracán. Entonces Luzhin padre se levantaría de un salto y se dirigiría al comedor, empuñando su pluma como un dardo. Con manos temblorosas su mujer levantaría una taza volcada y un plato tratando de ver si había alguna raja.
—Le estaba preguntando por la escuela —diría, sin mirar a su marido—. No quería contestar, y luego, como un loco…
Ambos se pondrían a escuchar. La institutriz francesa había salido aquel otoño para París, de modo que ahora nadie sabía qué hacía en su habitación. El papel de las paredes era blanco y en la parte superior había una franja azul con un dibujo de gansos grises y amapolas brillantes. Un ganso avanzaba hacia un polluelo y la escena se repetía treinta y ocho veces alrededor de la habitación. Una repisa sostenía un globo y una ardilla disecada comprada un Domingo de Ramos, en una feria. Una locomotora verde con mecanismo de relojería se asomaba por debajo de los volantes de un sillón. Era un cuarto agradable y lleno de luz. El papel era alegre, y también lo era el mobiliario.
Allí también había libros. Libros escritos por su padre, con encuadernaciones repujadas en rojo y oro y una dedicatoria escrita a mano en la primera página: Espero sinceramente que mi hijo trate siempre a los animales como Tony, y un gran signo de admiración, o: Escribí este libro pensando en tu futuro, hijo mío. Estas inscripciones le inspiraban un vago sentimiento de vergüenza por su padre, y por otra parte los libros de su progenitor eran tan aburridos como El músico ciego de Korolenko o La fragata Palas de Goncharov. El gran volumen de Pushkin con el retrato de un muchacho de labios abultados y cabellera ensortijada en la portada nunca había sido abierto. Pero había dos libros —ambos regalo de su tía— que le conquistaron para toda la vida y que conservó en la memoria magnificados como por un cristal de aumento; le impresionaron tanto que veinte años más tarde, cuando volvió a leerlos, sólo encontró una seca paráfrasis, una edición abreviada, como si hubieran perdido buena parte del irrepetible e imperecedero recuerdo que conservaba de ellos. Pero no era una sed de viajes lejanos lo que le obligaba a seguir las huellas de Phileas Fogg, ni una inclinación adolescente a las aventuras misteriosas la que le acercó a aquella casa de Baker Street donde el lánguido detective con perfil de halcón, después de aplicarse una inyección de cocaína, tocaría soñadoramente el violín. Hasta mucho tiempo después no estuvo claro para él qué era lo que tanto le emocionaba de aquellos dos libros; se trataba de la exposición de un exacto e inexorable modelo: Phileas, el maniquí con sombrero de copa que sigue su complejo y elegante camino con una serie de sacrificios justificables, ora en un elefante que le cuesta una fortuna, ora en un barco cuya mitad ha de utilizar como combustible; y Sherlock, que dota a la lógica del brillo de la ilusión, Sherlock, que escribe una monografía acerca de las cenizas de toda clase de cigarros conocidos y con esa ceniza como talismán avanza a través de un laberinto de cristal de posibles deducciones hasta llegar a la radiante conclusión. El prestidigitador contratado por sus padres para actuar el día de Navidad logró fundir durante breves minutos en su persona tanto a Fogg como a Holmes, y el extraño placer que Luzhin experimentó aquel día borró todas las circunstancias desagradables que envolvieron a la representación. Ya que las propuestas (propuestas cautas y poco insistentes) de «invita a tus amigos de la escuela» no condujeron a nada, Luzhin padre, confiando en que aquello podía ser tan agradable como útil, se puso en contacto con un par de conocidos cuyos retoños asistían a la misma escuela e invitó también a los hijos de un pariente lejano, dos chicuelos silenciosos y enfermizos y una chica pálida con una espesa mata de cabello negro. Todos los niños invitados vestían trajes de marinero y olían a brillantina. El pequeño Luzhin reconoció con terror a dos de ellos, Bersenev y Rosen, alumnos de tercero, quienes en la escuela vestían siempre con descuido y se comportaban violentamente.
—Bueno, henos aquí —dijo con jovialidad Luzhin padre, que llevaba a su hijo de un hombro (hombro que poco a poco fue escapando de su mano)—. Ahora os dejo solos. Comenzad por conoceros unos a otros y jugad un rato. Luego os vendré a buscar; os preparo una sorpresa.
Media hora más tarde fue a buscarlos. En la habitación reinaba el silencio. La niñita estaba sentada en un rincón, entretenida en hojear el suplemento de la revista Niva (El Trigal) en busca de ilustraciones. Bersenev y Rosen, muy serios, estaban sentados en el sofá, ambos muy rojos y lustrosos de brillantina. Los lánguidos sobrinos vagaban por la habitación examinando con poco interés los grabados ingleses de las paredes, el globo, la ardilla y el podómetro roto desde hacía tiempo que yacía sobre la mesa. También Luzhin vestía traje de marinero, con un silbato atado al cuello mediante una cinta blanca. Estaba sentado en una silla al lado de la ventana, con el ceño fruncido, y se mordía la uña del pulgar. Pero el prestidigitador fue una compensación de todo aquello, y aunque al día siguiente Bersenev y Rosen, para entonces vueltos a su aspecto repugnante habitual, se le acercaron en el vestíbulo de la escuela y le hicieron una profunda reverencia, para después estallar en vulgares carcajadas y alejarse con rapidez del brazo y meciéndose de un lado a otro, ni esa broma fue capaz de romper el hechizo. Tras una hosca petición suya (en esa época, dijera lo que dijera, su ceño se fruncía) su madre le compró en el bazar una gran caja pintada de color caoba y un libro de trucos en cuya tapa un caballero en traje de etiqueta y colmado de condecoraciones sostenía un conejo de las orejas. En el interior de la caja había varias cajitas con doble fondo, una varita envuelta en papel estrellado, una baraja de cartas más bien burdas cuyas ilustraciones eran medias sotas, medios reyes y medios carneros de uniforme, un sombrero de copa plegable con compartimentos, una cuerda con dos artilugios de madera en los extremos, cuya función era imprecisa. Y había también unos graciosos sobrecitos con polvos para teñir el agua de azul, de rojo y de verde. El libro era mucho más entretenido, y Luzhin no tuvo dificultad para aprender varios trucos de cartas, que ensayó horas y horas frente al espejo. Encontraba un misterioso placer, una vaga premonición de insondables deleites aún por conocer, en la hábil y precisa ejecución con que se debía efectuar un truco, pero todavía le faltaba algo, pues no lograba captar el secreto que el prestidigitador sin duda poseía y que le permitía sacar un rublo del aire, o extraer el siete de tréboles, elegido tácticamente por el público, de la oreja de un desconcertado Rosen. Los complicados accesorios descritos en el libro le irritaban. El secreto que buscaba era el de la sencillez, esa armoniosa sencillez capaz de causar un asombro mucho más profundo que la magia más intrincada.
En el informe escrito sobre sus progresos enviado por Navidad, en aquel informe tan detallado, bajo el epígrafe de Observaciones generales se hablaba amplia y pleonásticamente de su letargo, apatía, somnolencia y pereza; donde las calificaciones eran reemplazadas por epítetos, había un «insuficiente» en lengua rusa y varios «suficiente» por los pelos en diversas materias, entre ellas las matemáticas. Sin embargo, fue precisamente por entonces cuando le absorbió por completo una colección de problemas titulada «Matemáticas amenas», que explicaba la fantástica mala conducta que podían tener los números y las travesuras insospechadas de las líneas geométricas, todo lo cual omitía su manual escolar. Experimentaba tanta dicha como horror cada vez que contemplaba una línea inclinada que se deslizaba hacia arriba, como una escalera de caracol, alrededor de otra línea, esta vertical, en un ejemplo que ilustraba los misterios del paralelismo. La línea vertical era infinita, como todas las líneas, y la inclinada, también infinita, al ascender junto a ella cada vez más arriba a medida que su ángulo disminuía, estaba condenada al movimiento perpetuo, ya que le era imposible alejarse, y el punto de su intersección, junto con su propia alma, se deslizaba a lo largo de una senda sin fin. Pero con la ayuda de una regla las obligó a alejarse: sencillamente las volvió a trazar, la una paralela a la otra, y eso le causó la sensación de que allá lejos, en el infinito, adonde había obligado a retirarse a la línea inclinada, se había producido una catástrofe inenarrable, un milagro inexplicable, y su mente vagó durante un buen rato por aquellos cielos donde las líneas terrestres perdían todo vestigio de razón.
Durante algún tiempo halló un ilusorio alivio en los rompecabezas. Los primeros, bastante infantiles, consistían en grandes piezas de madera con dientes recortados en los bordes, como galletas de té, que se ensamblaban tan estrechamente que era posible levantar secciones enteras del rompecabezas sin que perdieran su forma. Pero ese mismo año llegó de Inglaterra la moda de los rompecabezas para adultos, los «puzels», como los llamaban en la mejor tienda de juguetes de San Petersburgo, que estaban cortados de un modo extraordinariamente ingenioso: había piezas de todas las formas, desde un simple disco (parte de un futuro cielo azul) hasta los contornos más complejos, ricos en esquinas, cabos, istmos, astutas proyecciones que hacían muy difícil averiguar dónde habían de encajar, si debían completar la piel moteada de una vaca, ya casi terminada, o si aquel borde oscuro sobre un fondo verde sería la sombra del cayado de un pastor cuya oreja y parte de la cabeza eran plenamente visibles en una pieza más reveladora. Y cuando el anca de la vaca iba gradualmente apareciendo a la izquierda, y a la derecha, sobre una mancha de follaje, surgía una mano con la pipa del pastor, y cuando el espacio vacío de encima se llenaba de un azul celeste y el disco azul encajaba de manera perfecta en el cielo, Luzhin se sentía maravillosamente emocionado por las precisas combinaciones de aquellas piezas multicolores que en el último momento formaban un paisaje inteligible. Algunos de aquellos rompecabezas eran muy costosos y constaban de varios millares de piezas. Se los proporcionaba su joven tía, una tía alegre, tierna, pelirroja, y él podía pasarse horas enteras inclinado sobre una mesa de juego en el salón, midiendo con los ojos cada fragmento antes de intentar colocarlo en tal o cual hueco, así como tratando de determinar mediante señales apenas perceptibles la configuración del paisaje que debería formarse. Desde la habitación contigua, por encima del rumor de los invitados, le llegaba la voz de su tía:
—¡Por el amor de Dios, no vayas a perder alguna pieza!
A veces entraba su padre, miraba el rompecabezas, alargaba una mano hacia la mesa y decía:
—Mira, esta pieza se coloca aquí.
Y entonces Luzhin hijo, sin mirar siquiera en derredor suyo, murmuraba:
—¡Qué tontería, qué tontería! ¡No te metas en esto!
Y el padre apoyaba con cuidado los labios en la enmarañada coronilla del hijo y se alejaba, pasando junto a las sillas doradas, frente al amplio espejo, al lado de la reproducción donde Friné tomaba su baño, ante el piano, un largo piano silencioso cubierto con un grueso vidrio y un tapete de brocado.