—Oye, ¿tú sabes cómo coño se hace para salir de España?
—No tengo ni la menor idea.
—¡Pues buena la hemos hecho! Tanto prepararnos, y ahora nos quedamos dando vueltas alrededor de Madrid.
—Podemos vivir en el auto. Al menos no hay que pagar alquiler.
—Preguntémosle a alguien —propuse. Era la primera vez que conducía yo en un viaje tan largo, así que no sabía en qué dirección tirar ni qué carretera coger.
—No tiene sentido. Será mejor que compremos un mapa.
—Yo prefiero preguntar. Sí hay algo que no entienda, son los mapas.
—Yo entiendo los mapas y no las explicaciones de la gente —replicó Marina—. «Vaya siempre derecho», te dicen cuando la calle se interrumpe. «Tiene que doblar doscientos metros antes del Ministerio». ¿Y yo qué sé cuál es el Ministerio? ¿Cómo hago para darme cuenta de que estoy antes de un lugar al que no llegué? Si pregunto es porque no sé…
Vi a una mujer que esperaba para cruzar la calle con la bolsa de la compra. Acerqué el coche al bordillo e interrumpí a Marina:
—Ahí tienes a alguien para preguntarle.
Ella asomó a regañadientes la cabeza por la ventanilla.
—Buenos días, señora —dijo—. ¿Sería tan amable de indicarme el camino para llegar a Italia?
—Es que yo… soy gallega —respondió la mujer—. Lo siento. Aún no he podido aprenderme las calles.
Seguimos, muertas de risa, mientras yo daba vueltas y vueltas para encontrar el camino. Alcanzamos una velocidad considerable, y noté que el portugués había dejado el coche en perfectas condiciones. Me detuve en una gasolinera, donde compramos un libro con las carreteras de Europa. Yo ni lo hojeé: no soy capaz de pasar de las dos primeras dimensiones a la tercera.
—Ahora que te has comprado tu mapa, dime qué camino tengo que coger.
—Basta con seguir las señales —dijo—; hay que pasar por Zaragoza.
Zaragoza. Allí había nacido yo. No me traía buenos recuerdos; me evocaba especialmente las largas ausencias de mi padre, quien vivía trasladándose de una ciudad a la otra, en pos de alguna ilusión laboral que irremediablemente acababa por fracasar; quería un empleo fijo y seguro, y para conseguirlo se pasaba los días en perpetuo movimiento. Las más de las veces se marchaba solo, pero en muchas ocasiones nos llevaba con él. Así pasamos de Zaragoza a Barcelona, luego Murcia, Alicante, otra vez Barcelona, León y al fin, cuando yo tenía casi diecinueve años, Madrid. Y si no volvimos a trasladarnos después, fue porque mi padre murió de un ataque al corazón cuando estaba planificando que emigráramos a Tánger. Mi madre no le sobrevivió mucho tiempo. Pero recordar estas cosas junto a Marina me brindaba una dimensión humana que era del todo nueva para mí. Ella me permitiría ser feliz sin olvidar mi pasado doloroso. La dicha no excluiría el recuerdo triste y lo convertiría en un motivo más para afianzar nuestra unión, podríamos encontrar significados flamantes, limpios, sólo nuestros, hasta en los sucesos más desoladores. A Marina le pasaba lo mismo que a mí, pues había tenido una vida similar a la mía. Nunca conoció a su padre; a los ocho años, su madre, sus hermanos y ella abandonaron Montevideo para trasladarse a Buenos Aires. Allí permaneció hasta los veintidós, cuando viajó a París con una beca. Ninguna de las dos tenía una patria a la que volver con alivio.
Cuando habíamos dejado atrás Calatayud, me dijo:
—Quiero conocer la casa en que naciste. —Apoyó una mano sobre mi pierna, para transmitirme su calor. Yo se la acaricié y luego volví a sostener el volante.
En Zaragoza todo estaba tan diferente a como lo recordaba que no padecí la emoción del regreso; por más que recorrí las calles de cabo a rabo no logré dar con la casa, así que no pude cumplir con el deseo de Marina. Llené el depósito en una gasolinera y salimos de la ciudad. Caí en la cuenta de que ya no me dolía el recto. Nos detuvimos muy pronto a comer en un restaurante cuya terraza daba sobre el Ebro, bajo la fresca sombra de una encina. Estaban cerrando, pero el dueño se apiadó de nosotras y nos trajo fiambre, queso, pan y vino tinto. El cielo se veía despejado y la brisa ayudaba a mitigar el calor de la hora. El vino y la noche en vela me produjeron un efecto adormecedor. Se me escapaban risillas bobas, que incrementaban aún más mi hilaridad. Luego entré en una suerte de estado de exacerbada sensibilidad y ya no reí. Me hallaba en una dimensión intermedia entre el sueño y la vigilia, como el día en que Carranza interrumpió mi contemplación de la mujer que fregaba la acera. Miré la corteza de la encina, con sus infinitas vetas, y me dio la impresión de ver en ellas una extraña realidad que jamás había visto. Toqué el árbol y me comunicó el palpitar de la tierra, la generosidad de la lluvia, el precioso afán de sus raíces en crecimiento incesante, el susurro de la brisa entre las hojas. Era un conocimiento que llegaba a mí de un modo no verbal; me recorría el cuerpo como si fuera mi propia sangre, savia y sangre a la vez, y yo lo absorbía inmediatamente, espontáneamente, sin mediaciones. Quise explicarle a Marina lo que me estaba sucediendo, pero no pude sino balbucear unas pocas torpezas inconexas de las que sólo se distinguía la palabra «árbol». Entonces, al querer expresarla, mi visión se terminó y volví al universo de la vigilia. No obstante, ella había entendido mi sentimiento.
—En mi adolescencia —dijo—, salía a caminar para oler el perfume de unas flores blancas que dan a principios de noviembre, es decir, nuestra primavera, unos árboles muy altos que allá se llaman paraísos, no sé acá en Europa. En Francia no los vi nunca.
—Arboles del paraíso.
—Ah, puede ser.
—Puede.
—Yo salía de noche sólo para sentir ese perfume. Pero todo era muy breve, porque después, a la primera lluvia, las flores, que son muy frágiles, se desprenden de las ramas, caen al suelo y empiezan a oler mal, como una fruta podrida. Dura tan poco. Apenas unos días al año, y a veces ni siquiera un día. Todo depende de la lluvia.
Volvimos al coche en silencio. Partirnos. Primera, segunda, tercera, cuarta y ya la carretera nos pertenecía otra vez. Íbamos rumbo a Italia. Atrás quedaba Zaragoza.
¿Dónde está ahora el recuerdo de aquellas flores perdidas para siempre en tu juventud? ¿Y dónde están tus manos, que como la encina me comunicaban las verdades de mi vida por el atajo de tu cuerpo? ¿Y dónde tus ojos, que duplicaban los míos? ¿Dónde el amor que me diste? ¿Dónde los caminos que llevaban a Italia? ¿Dónde el sosiego de tu voz ronca? Tú me lo enseñaste, Marina, como tantas otras cosas: el perfume de los paraísos siempre es efímero.
Nos turnamos para conducir y dormir.
—Te propongo una cosa —dijo Marina, al zar la frontera con Francia, cuando el funcionario de la aduana nos devolvía los documentos a través de la ventanilla—. No pisemos suelo francés.
Ya había anochecido.
—Vale —repliqué yo. Había ciertos caprichos en los que Marina y yo solíamos coincidir.
Mientras ella conducía, me dormí mirando la autopista de noche, algo que siempre he juzgado conmovedor, no sé por qué. Me producen una hermosa melancolía los bares, las gasolineras, los mecánicos aburridos, el tipo de los neumáticos dormido entre cubiertas flamantes, el que cobra el peaje y se pasa la noche encerrado en su minúscula cabina, a veces con un televisor escondido, los viajantes de comercio que duermen en los moteles y los camioneros que descansan en esos bosquecillos a un lado de la carretera, el camarero que lustra el mostrador antes de servir el café. Si por mí fuera, pararía en todas las estaciones de servicio del camino.
Desperté en una gasolinera cerca de Nimes. Marina le había dado al empleado la llave del depósito para no tener que bajar del coche ni siquiera allí. Pasé al volante, una operación complicada dado nuestro propósito de no rozar las tierras de Francia, pero no tuvimos que lamentar otros incidentes que un ligero embate de la palanca de cambios en ciertas zonas indignas.
—Oye, Marina —comenté riendo, cuando ya habíamos reemprendido la marcha—. Tengo ganas de hacer pis.
—Pues te las aguantas, che —contestó.
—¡Claro que sí! Una promesa es una promesa. Pasamos la Provenza, pasamos Cannes, Niza, Menton, y entramos en Italia. Lo primero que hice en territorio italiano fue algo muy prosaico, pero es obvio que no tenía otra alternativa: paré a mear en una estación de servicio. Mientras tomábamos nuestro primer café italiano, Marina echó mano del mapa y preguntó:
—¿Dónde vamos?
—Dime las posibilidades.
—Las posibilidades más tentadoras son Florencia, Siena, Venecia, Padua, Ferrara… —y siguió leyéndome todos los nombres que se le ponían a tiro.
—¡Florencia! —interrumpí yo, que me había perdido casi al principio—. Empecemos por Florencia. Tenemos quince días, al menos.
—Sí —dijo Marina—. Florencia.
Sin decir esta boca es mía, Marina echó a correr hacia el coche que estaba aparcado fuera del bar; yo acepté su desafío y no le fui a la zaga; como un niño que se apresura por ir a jugar, salí al galope tras ella. Gané yo la carrera Y me puse al volante.
Llegamos a Florencia a las nueve de la mañana. Nos metimos en el centro histórico, cerrado al tráfico, con la impunidad que nos daba nuestra matrícula extranjera. Marina se procuró un mapa y una guía para satisfacer su manía cartográfica.
Nos detuvo un guardia de tráfico, aunque en seguida nos dejó ir. No sucedería lo mismo en lo sucesivo. Nosotras fingíamos habernos perdido, y los guardias, la mitad de las veces, fingían hacer un esfuerzo por perdonamos. Pero también nos pusieron muchas multas. No me preocupaba por ellas; si llegan a Madrid, pensaba yo, no creo que Santiago esté dispuesto a pagarlas.
Buscamos un hotel cualquiera delante del cual pudiésemos aparcar. Creo que llevaba el nombre de Boccaccio, Machiavelli, Petrarca, Dante o algún otro escritor florentino. El recepcionista, al mirar los documentos, exclamó:
—Pensé que erais hermanas.
—Y lo somos —respondió Marina—. Somos hijas de la misma madre.
Después de inscribimos en el registro, nos subieron las maletas a la habitación. Reímos al comprobar que nos habían asignado un cuarto con camas separadas. Nos dimos una ducha y salimos a caminar por la isla de peatones del centro, pese al agotamiento, porque ninguna de las dos conocía Florencia y estábamos ansiosas de perdemos en sus calles irregulares. Queríamos contemplarla desde lo alto, de manera que subimos al campanario de Gíotto, y a través de las troneras íbamos viendo la ciudad que se empequeñecía, las formas góticas de la catedral y el baptisterio, cuando, en medio de una de las estrechas escaleras, un rebaño de japoneses nos encerró en su círculo de turismo multitudinario, impidiendo que nos desplazásemos.
Quedamos las dos atrapadas en un mismo peldaño. Percibí el calor del cuerpo de Marina contra el mío. Fue un contacto imprevisto, que me transmitió una excitación súbita. Apoyé mis pechos contra su espalda y los corrí hacia un lado y hacia el otro, subiéndome alternativamente a la caricia de sus omoplatos. Busqué una de sus nalgas para cobijarla en el abrazo de mis ingles, el refugio de mi coño, que se humedecía mojándome la base de los muslos, al tiempo que le acariciaba la cintura con ambas manos y la atraía hacia mí. Los comentarios en japonés en tomo a mi, quién sabe sí referidos al campanario o a nosotras, me parecía que me otorgaban aún más impunidad, en esa peculiar soledad que sólo puede hallarse en las muchedumbres. Simulando que quería susurrarle un secreto, cubrí una oreja de Marina con la pantalla de mi mano y se la besé, pasé mi lengua por esas curvas irregulares y esos senderos tortuosos a fin de que ella escuchase el rumor de mi saliva. Sentí cinco dedos (eran los tuyos, vida mía) que se apoyaban sobre el lado exterior de mi muslo derecho y presionaban firmemente sobre él. De pronto, el avispero de japoneses se disolvió tan bruscamente como se había formado, de modo que nos hallamos solas en una posición vergonzosa y expuesta.
—Vamos al hotel —dijo ella, arrastrándome escaleras abajo.
Nada más entrar en la habitación, unimos las camas separadas. Le pedí a Marina que se acercase. La desvestí, casi sin tocarla, conteniendo mi ansiedad como quien se reserva lo mejor para el final, notando que la humedad de mi sexo crecía sin tregua. Otra vez estaba a punto de producirse el milagro del encuentro entre la figura y su reflejo. Ella permaneció inmóvil, dócilmente entregada a mis actos.
Estaba arrodillada con una pierna sobre cada cama cuando acabé de desnudarla.
Su cuerpo me fascinaba. Muchas veces he pasado horas contemplándola. La dejé allí, un instante, y fui a cerrar la ventana. Había muchos edificios cercanos; no quería que los extraños se entremetieran con miradas indiscretas.
De lo contrario, esos extraños hubiesen visto a dos mujeres, exactamente iguales, una de ellas desnuda, la otra vestida, que se aprestaban a consumar un amor, del que no podían saber que había sido demorado por el tiempo.
Hubiesen visto que la mujer vestida se dirigía hacia la mujer desnuda y la estrechaba entre sus brazos, la acostaba sobre las camas unidas, para besarle cada parte de su cuerpo, y palparle con el pulgar y el índice cada uno de los diez dedos, desde la palma hasta la uña, como si le quitara un anillo, y besarle los nudillos, los hombros, la boca, el pecho, las pantorrillas, la entrepierna.
Hubiesen visto que la mujer desnuda trepidaba de placer con la cara de la mujer vestida entre las piernas, y le cruzaba sus pies por detrás de la espalda, una cruz de piel tersa sobre el fondo oscuro de la tela, los dedos de los pies contraídos de goce y el rostro de la otra brillando con las aguas que extraía del pozo del coño oculto entre sus labios, que ocultaba a su vez una lengua que paladeaba las delicias del amor más intenso, hasta que de un salto la mujer desnuda le quitaba la ropa a la mujer vestida.
Y entonces hubiesen visto que era imposible distinguirlas, porque eran dos flores del mismo árbol, dos gemelas, dos imágenes de la misma persona, porque sus miembros se unían, se mezclaban, se confundían, se fusionaban, no hubiesen visto las diferencias, los hoyuelos de una sobre la cadera menos prominente de la otra, el esternón más abultado contra los hombros menos anchos, los brazos más finos encima de las orejas más pequeñas, porque ya no podía saberse si eran dos mujeres, o una, o cinco que giraban sobre las camas juntas, las camas que ahora se separaban poco a poco, y las mujeres se sostenían mutuamente para no caer en ese abismo pequeño y pasaban a la cama de la izquierda, contra la pared, y al cabo sí se distinguía, eran dos, la mujer sobre la mujer, pero eran figuras en un espejo al revés, en el cual las piernas de la mujer se reflejaban en la cara de la mujer y los labios de la mujer en el sexo de la mujer, un cuerpo que se buscaba en otro cuerpo, como se busca el oro en medio del oro, la niña en el centro del ojo, una búsqueda que era un hallazgo antes de empezar, y también luego, un desfile de imágenes precisas en el vórtice de las imágenes indefinidas, el hueso de la muñeca en el escenario de dos vientres yuxtapuestos, el leve sudor de una axila y las nucas de cabellos cortos, una sien, un clítoris, las uñas que rozan y no arañan, otro clítoris, el espinazo curvado y las nalgas endurecidas, era un galimatías, un carnaval, una suma de pieles y besos y carne y anhelo, el sexo en la cumbre del sexo, un bálsamo, los nudos dobles del deseo, un caleidoscopio con cristales de espejos móviles, impresos para siempre por quienes se amaban en sí mismas y en la otra.
Los extraños hubiesen visto que las dos imágenes acababan volviéndose una misma vibración, y un solo beso, y un solo sexo, y un solo cuerpo, para volver a separarse, y volver a reunirse en un todo que era más que las partes.
Hubiesen visto que el colchón caía al suelo, entre las dos camas ya inútiles, y la mujer y la mujer sobre el colchón, como una cascada de reflejos iguales, como la corriente incesante que se llevara el rostro de Narciso y a Narciso mismo, y seguían besándose y amándose despreocupadas de la superficie en que se apoyaba su mutuo deseo porque era como si no se apoyaran en nada, y las hubiesen visto flotar, aferrada la una a la otra, los pechos de la mujer contra los pechos de la mujer, las aguas del coño fluyendo en el mismo cauce, y la pierna de una entre las piernas de la otra, aunque no se podía determinar cuál era de cuál, pues todo era el mismo gozo mientras las horas pasaban sin prisa, la noche se llevaba al día y el día a la noche, en una sucesión tan perfecta como la de los cuerpos espejo de las mujeres reflejo.
Pero los edificios vecinos estaban demasiado lejanos como para que sus habitantes pudiesen haber percibido que los ojos de la mujer y los ojos de la mujer se mojaron con lágrimas de felicidad, antes de empezar otra vez, otra vez.
A decir verdad, no sé cuántos días pasamos en aquel hotel de Florencia. Detrás de los postigos cerrados, ajenas a las indiscreciones de las gentes y de la luz, consumábamos nuestra pasión sin tiempo, vivíamos la más perfecta de las soledades, la soledad de los que se aman. Nuestro amor fue siempre sereno, autónomo, inmune a las circunstancias del mundo, por eso pensé que sería también eterno, porque de nada necesitaba salvo de sí mismo, como el Dios de los místicos, pero yo olvidaba que la lógica del rencor podía ser muy diferente a la del amor. No pasaríamos inadvertidas; no basta dejar en paz a las gentes para que te dejen en paz a ti.
Quien sí mostraba una gran amabilidad hacia nosotras era el camarero del hotel. Aunque jamás nos preguntó si éramos hermanas o amantes, se preocupaba por nosotras y nuestro encierro. Era igual a Vittorio Gassman, así que nada más verle exclamábamos: Gao, Vittorio, come stai? Él siempre respondía lo mismo: «¡Quiá! ¡Ojalá yo fuera Gassman! ¡Ya me veríais sirviendo en las habitaciones!».
No tenían servicio de restaurante y preparaban sólo el desayuno, pero Vittorio nos conseguía, supongo que en algún bar de por allí, bocadillos, Coca–Colas, cerveza, café. Al principio teníamos que pedírselo, aunque luego él solo, al comprobar que habían pasado muchas horas desde la anterior provisión, nos traía de beber y de comer. Los últimos días, cuando golpeaba la puerta de la habitación, se resignó a anunciarse a sí mismo como Vittorio.
Una tarde —¿o fue una mañana, una noche?—, quise ver con qué ropa había llenado Marina las maletas. Las fuimos vaciando poco a poco, y luego hicimos lo mismo con las mías, intercambiándonos prendas, probándolo todo. Pásame esos pantis, decía yo, y me los ponía, desnuda, sin bragas, mientras ella me acariciaba las piernas, se deslizaba por la superficie pulida y brillante que se metía en el vértice de mi vagina húmeda, y ella me pedía una blusa, a través de cuya tela yo besaba sus pezones, o se probaba una camiseta corta que se alzaba como una carpa sobre sus tetas en punta, y nos íbamos enterrando en montañas de ropa, usándonos recíprocamente de espejo, deteniéndonos para hacer el amor, a medio vestir, combinando atavíos absurdos, y Marina me rogaba que desfilara con sus zapatos y yo le exigía que se pusiera mi vestido negro, ajustado, con el cual yo alcanzaba a rodearle la cintura y hundir mi lengua femenina en su escote deseable, en el surco de sus dos pechos míos, antes de ponerle el biquini con que la vi la primera vez, y lamerle el escaso vello que se escapaba por los lados, o calzarme sus guantes para masturbarme con ellos al tiempo que la miraba, al tiempo que ella me hacía oler el perfume embriagador del paraíso de sus bragas de encaje, un corsé, un sujetador, minifaldas, pantalones, batas, todo nos lo intercambiábamos y todo nos sirvió para el placer, porque el placer estaba en nosotras y no en los objetos.
Así, la habitación se convirtió pronto en una porqueriza igual al ático del Pulga: los colchones tirados por el suelo, las maletas abiertas, los botellines vacíos, las servilletas sucias, los pedazos de pan duro.
En lugar de poner orden nos fuimos a Venecia. Yo no había estado nunca allí, y Marina me conminó a que cogiéramos el tren. Partirnos muy de mañana y regresamos a medianoche. Anduvimos todo el día en aquella ciudad irreal, melancólica, bellísima, que parece estar cayéndose a pedazos, si es que no lo ha hecho ya. En el museo de Peggy Guggenheim vimos un cuadro que nos llenó de estupor, Dos mujeres ante el espejo, una rubia y una morena, duplicadas en el espejo, mostrando una conducta cotidiana traspasada de una profunda tristeza. Intentamos comprar una reproducción, pero no fue posible.
Volvimos a Florencia. Dimos el último paseo por sus calles, nos despedirnos de Vittorio, pagamos el hotel, subimos al coche y otra vez nos preguntamos cuál seria nuestro próximo destino.
Muchas veces, antes de partir para Italia, yo me había preguntado si no sería víctima de ese hastío que te sobreviene cuando a la postre alcanzas algo que has buscado mucho, como si encontrar algo equivaliera a perderlo. Me atemorizaba la posibilidad de desilusionarme ante la presencia real de Marina, ante su hallazgo. Pero en aquel largo viaje que realizamos antes de instalamos en Roma, comprobé que mis inquietudes eran infundadas: la tan anhelada realidad no resultaba vulgar en comparación con la pureza de la aspiración no saciada, sino más bien una culminación, un triunfo, que la imaginación jamás se hubiese atrevido a sospechar, ni hubiese podido. No nos decepcionábamos la una a la otra ni siquiera en los primeros momentos que siguen al amor físico; nuestra experiencia nos decía que tenían que ser tristes pozos de irremediable frialdad, y en cambio advertíamos asombradas que la satisfacción del deseo no lo apagaba: lo encendía. No salíamos de los orgasmos como quien cierra tras de sí una puerta que no volverá a abrir, sino como quien atraviesa laberintos, cuyas galerías no tienen término, o recorre el espacio, el mar, el aire, donde no existen fronteras, no hay principio ni fin, y el itinerario y la meta son la misma cosa.
Por ello me cuesta recordar en orden todas las etapas de nuestro viaje por Italia. Sólo puedo salvar fragmentos aislados y al tuntún; con sus escombros, estas piedras, estas cenizas, estoy tratando de armar el refugio de la memoria; los tiempos se mezclan y desbaratan la tiranía del tiempo; si presente, pasado y porvenir pierden su sentido, entonces mi amor y mi recuerdo pueden alcanzar la inmortalidad definitiva, la eterna juventud. La única muerte posible es la del olvido. La otra, la que me está esperando, no me asusta.
Estas páginas se bifurcan, vuelven sobre sí mismas, avanzan a saltos, a borbotones, retroceden, se detienen a mirar lo que yace escondido entre los pliegues del tiempo, no por capricho, sino porque obedecen a la forma esencial de mi memoria y de mi esperanza.
Mientras vivía a fondo los días más gozosos de mi vida, sin perder ni una pizca de mi bienestar, lo observaba todo cuidadosamente para recordarlo después, hasta el punto de saber ya de memoria lo que aún estaba viviendo y de admirarme de poseer desde ese instante nuevos recuerdos. A multiplicar ese juego de espejos en nuestro amor robado a los espejos, a encerrar incluso más cofres dentro de los cofres, como las muñecas rusas, contribuía el que en esos días rememoráramos los pasos, los esfuerzos, las vacilaciones que habían llevado a nuestro encuentro, pues uno de los modos más dulces del amor consiste en que los amantes evoquen juntos los infinitos ensayos, los afanosos planes y las impacientes vicisitudes de las vísperas del amor.
Me es difícil establecer una cronología; debo recurrir a elementos externos, como el golfo de Nápoles, los colores de Siena, las murallas de Monteriggioni, las escaleras de Gubbio.
O bien tengo que demorarme en el agrado lento de los detalles alborotados, imágenes que no podré olvidar, como la presión tibia de la cara de Marina contra mi hombro mientras íbamos por una carretera flanqueada de árboles; o la espuma de jabón sobre su sexo que lavé en una de las pocas habitaciones con baño privado que tuvimos; o la sombra de una torre medieval en San Gimignano, que nos cubría sólo a nosotras, y parecía seguir nuestra marcha lenta por las calles soleadas; o el dibujo oscuro, contra la claridad oblicua de la ventana de un hotel, de nuestros dos cuerpos amándose, una sola materia que engendraba el rumor de una conducta inédita y antigua; o el barranco que se precipitaba sobre el cementerio de Volterra (¿o era de Cortona?), púrpura al sol del atardecer entre los cipreses verdes; o los silenciosos monstruos de piedra de Bomarzo (recordé una película de la Wertmüller), entre los cuales Marina me besó en la boca; o cuando ella me dijo que amaba mis apariencias tanto como a mí misma (era ya en Roma, de ello estoy segura, bajo la falsa cúpula de la iglesia de San Ignacio); o ciertos gestos de Marina, insignificantes, casuales, pero tan necesarios para mí, el labio inferior que iba secándose progresivamente, mientras me leía la explicación de una guía turística, al entrar o al salir de Spoleto, hasta que la lengua volvía a surcarlo con un fulgor húmedo y breve en un movimiento delicado y a la vez rápido; sus ojos que estaban siempre listos a clavarse en los míos cuando yo apartaba por un instante la vista del camino; el murmullo que sus piernas producían en la minifalda y las medias de redecilla si cruzaba las piernas bajo la mesa en aquel restaurante de Perusa edificado bajo antiguos arcos, y yo le rozaba con la punta de mis dedos cada uno de los pequeñísimos rombos en que su piel estaba dividida por la malla de las medias; o su temblor cuando yo le besaba la pelusilla de la nuca; o el modo en que sus dedos cogían la copa antes de beber.
Recuerdo, y para quien jamás había amado a una mujer estos detalles se volvían extraordinarios, sus rojos labios pintados sobre mis excitados pezones rojos, las gotas de agua sobre sus pechos bajo la ducha, el acompasado contoneo de sus caderas al caminar, los pendientes de perlas que esplendían en sus lóbulos y que yo lamía cuando follábamos.
Recuerdo que la ayudé a vestirse, que pinté mis labios besando los suyos, que bebí la sangre de su menstruación, que la llamé con mi nombre, que bailamos en silencio vestidas de fiesta, que le conté mi amor por ella como si fuera una amiga y no mi mujer, que lloré por no poder fecundarla.
Recuerdo cuando volvió a decirme que nunca se había acostado con un hombre y yo le pregunté si quería hacerlo, oye, que no te preocupes por mí. Sólo si estás conmigo, respondió.
Recuerdo cada una de las veces que hicimos el amor y podría enumerarlas, como el adolescente vanidoso que escribe en una libreta secreta el nombre de sus ligues.
En el hotel de Florencia, mientras Vittorio llamaba en vano a la puerta, yo yacía boca abajo sobre el colchón y ella, encima de mí, pasaba sus brazos rodeando mi cintura, con las manos me abría las piernas y con apenas dos dedos me procuraba el placer simultáneo del clítoris y la vagina.
Y allí mismo, o en Urbino, o en Asís, yo la acosté sobre mí, pero esta vez las dos boca arriba, su espalda sobre mis pechos, sus nalgas sobre mi pubis, sus muslos sobre los míos, y le acaricié el sexo, como si fuese el mío, como si no fuéramos dos, la acaricié y la acaricié todo el rato y ella se subía al orgasmo y no volvía a bajar y jadeaba con mis pulmones, ¿y era su mano o la mía la que entró entonces en mi sexo para llevarme al alto sitio en el que Marina se demoró sin prisa?
Una vez nos besamos la una a la otra, completamente, sin dejar nada fuera del alcance de los labios, los dedos de los pies, el sudor de las corvas, los músculos de la espalda, el valle del cuello, las cuencas de las clavículas, las fosas nasales, cada uno de los vellos de la entrepierna, chupándolos uno a uno como joyas delicadas, únicas, las innumerables arrugas de la mano, la barbilla, la larga curva de las costillas.
Una imagen: la cruz que formaban su boca y su sexo verticales, junto con sus pezones horizontales, mientras fuera doblaban las campanas de una vieja iglesia.
Otra imagen, esta sin tiempo: la respiración de Marina que duerme, el ombligo se levantará y descendía, su pecho pacífico, el trazo de sus clavículas, yo hube llegado y admiraré celosa los sueños que se entrevieron en sus rasgos, que han modificado la expresión de su rostro, fueron en el presente el futuro que es, observo desde lejos esa parte oculta de su yo que me había de ocultar por siempre, como presos que presenciasen milagros desde detrás de los barrotes de su cárcel.
Recuerdo que en Lucca la contemplé mientras se vestía para salir; luego, sin poderme contener, arrebatada, la arrojé sobre la cama y le regalé su sexo a mi lengua, apartando la minifalda, las bragas, intenté regular los latidos de mi corazón al palpitar de su coño, y bastó para correrme con que le mirase las piernas y en el extremo de sus piernas los zapatos de tacón marrones, el borde curvo, el nacimiento de los dedos del pie, las piernas tersas entre mis manos, la frágil ofrenda dé su vagina, de la que extraía yo el deleite de su éxtasis, el justo ritmo para mi corazón.
Recuerdo que me masturbé mirando esos mismos zapatos, en tanto ella murmuraba palabras roncas en mi oído, y que otro día nos masturbamos la una delante de la otra, como en los sueños repetidos de mi soledad, en la habitación del hotel de Siena, cuyos muros estaban forrados de espejos; yo le llevé la mano hasta su sexo y ella repitió mi gesto haciendo otro tanto conmigo, y éramos dos figuras gemelas, multiplicadas por miles en las paredes, irrepetibles, iguales, gozando en cada uno de los reflejos y de las figuras.
Y también recuerdo aquella vez en que decidimos ir al cine. Debía convertirse en un acontecimiento. Nos pusimos nuestra ropa más elegante. Cuando empecé a maquillarme, Marina me ofreció su colaboración. Al mismo tiempo yo la ayudé a ella. Y de maquillamos mutuamente pasamos a hacer el amor en el suelo, con la cara embadurnada de carmines y polvos inútiles, tiznada de besos coloreados e impetuosos, de lágrimas de rímel de dicha, y resultó en verdad un acontecimiento, aunque no fuimos al cine.
Otra imagen: en las noches calurosas de aquel verano, Marina iba al baño y, al regresar, me tocaba con sus manos aún húmedas. Yo despertaba; en el entresueño de la penumbra su cuerpo podía parecerme el mío; el frío de sus dedos sobre mi piel no me molestaba, porque era el indicio externo de que me hallaba junto a otra persona.
Con ella conocí el bienestar que produce buscar el placer de quien está junto a ti. Una vez oí decir que todo amor es egoísta. Quizá sea cierto, pero ¡qué hermoso es el egoísmo que sale de sí para satisfacer su vanidad con la felicidad de la persona que amas, qué completo cuando esa actitud es recíproca! ¿Por qué decir que Narciso se ama a sí mismo cuando sólo desea complacer a su doble?
Recuerdo que tardé en acostumbrarme a nuestra semejanza; es lógico. En ocasiones me volvía hacia ella, distraída, y me desconcertaba, más que el parecido, el encontrarme a mí misma a dos pasos de distancia. De buen grado buscamos ahondar las similitudes. Logramos la perfección en lo que a peinados, vestimentas y movimientos se refiere.
De modo natural, sin simulaciones ni remedos, fuimos construyendo una tercera persona, equidistante de ella y de mí, cuyo aspecto juzgábamos el único verdadero, y no una máscara. Pero eso no nos bastaba. Aspirábamos a coincidencias más profundas. Habíamos nacido en días y en años diferentes, no éramos del mismo signo del zodiaco, ni del mismo país. Algo, sin embargo, tenía que haber que nos uniera desde antes de conocemos. Casi de burlas empezamos a especular con la posibilidad de que fuéramos hermanas. No era tan descabellado. Ella era uruguaya, sí, pero su padre había abandonado a su madre un par de meses antes de que Marina naciera. ¿No era posible que su padre y el mío fueran la misma persona? Nos inventamos su biografía, a la que al cabo terminaríamos por considerar obvia: tras dejar a su madre, había viajado a España, donde conoció a la mía; se enamoraron, ella quedó embarazada, y de este nuevo vínculo nací yo, hermana de Marina. En cuanto a la diferencia de edad entre nosotras, había que reconocer que nuestro padre actuó con mucha celeridad: desde que escapó de Uruguay hasta que dejó preñada a mi madre apenas si pasaron tres semanas (de otro modo no cuadraban las cuentas). Y disimulaba muy bien su origen uruguayo, decía yo, pues su acento era el de una persona cuyos antepasados han vivido por generaciones en España.
Visitamos muchas ciudades en ese viaje; en algunas permanecíamos un par de horas, en otras un par de días, y por tanto frecuentamos muchos hoteles. Allí poníamos en práctica nuestra leyenda. Quien nos veía no dudaba en considerarnos hermanas. Quedaba el problema de los documentos y los apellidos, de modo que algunas veces, menos por ahorrar que por desafiar al mundo a distinguirnos, en lugar de presentamos como hermanas, no nos registrábamos las dos, sino una sola. La otra se quedaba fuera, esperando, y luego entraba con la frente en alto, sin ocultarse. «Pensé que estaba en la habitación», solían murmurar los porteros, como excusándose. «No, disculpe usted», replicábamos, «es que se me ha olvidado devolver la llave al salir». Y nos encontrábamos en algún sitio acordado previamente, la escalera, el ascensor, el segundo piso. Nunca nos descubrieron.
Para saber qué responder si llegaban a interrogamos en esos casos, para contar con una coartada, habíamos inventado otra biografía: la nuestra, la de esa tercera persona que a la vez éramos y no éramos Marina y yo. La llamamos Clara.
Y, sin embargo, aún no era suficiente para nosotras.
Acabamos haciendo una suerte de pacto, en Nápoles. Un pacto que ha signado el curso de nuestras vidas desde entonces. Un pacto que no me atrevería a violar, aunque quisiera, y no lo quiero, por temor a disolverme en el aire como el humo efímero, por temor a desaparecer como el agua entre las llamas.
A Nápoles fuimos porque, tras un mes de viajes sin rumbo cierto, nos hallábamos ante las puertas de Roma. Marina llamó por teléfono al dueño del piso. Como era de suponer, el apartamento no estaba listo. Faltaban dos días, sólo dos días, aseguró el dueño, y luego nos lo entregaría.
Viajamos lo más aprisa que podía el Marbella. Nos alojamos en el hotel Royal, frente al mar, bajo un solo nombre. Nos tendimos en la cama con dosel, bajo la mirada escrutadora de los faisanes del empapelado y el brillo de los muebles dorados, y casi sin advertirlo nos desnudamos. Sentimos, porque lo sentimos ambas, lo sintió Clara, que nuestras pieles estaban unidas mucho más allá de la separación física objetiva. Queríamos estar la una dentro de la otra, como las muñecas rusas de nuestra memoria, respirar con los mismos pulmones, conducir la misma sangre por las mismas venas, digerir con las mismas entrañas.
Intentamos decimos cuánto nos queríamos, cuánto habíamos llegado a amamos en esos pocos días compartidos, pero nos faltaban las palabras. Era desesperante no poder expresar el propio amor, aquel amor que era nuevo y no podía servirse de palabras viejas. Marina propuso que nos abriéramos un tajo en la yema de los dedos como juramento de sangre. Lo hicimos, pero ambas sabíamos que ese acto era tan trillado y tan insuficiente como una expresión convencional.
Entonces hicimos el pacto.
Y después del pacto, yo le pedí a Marina que se acuclillara sobre mi vientre. Estaba anocheciendo tras las persianas, y estrías de sol nos surcaban la carne igual.
—Cágame —le dije—. Dame tu mierda. Lo quiero todo de ti.
Su rostro se contrajo por el esfuerzo y entonces lo percibí; primero la punta tibia, que me estremeció tan pronto como entró en contacto con mi cuerpo, después el susurro tenue del recto que yo tantas veces había besado, y la caída lenta, la parábola paulatina de sus heces alrededor de mi ombligo, yo le acaricié las nalgas mientras ella lo hacía, me lo daba todo, no guardaba nada para sí, compartíamos hasta los desechos de nuestros cuerpos, y lo toqué, palpé la consistencia de lo que me había regalado el amor infinito de Marina, ese amor que estaba más allá de la costumbre, del asco y del mismo amor.
Aquella noche yo comí sus excrementos, y ella los míos.
Y me dormí besándote mi cuello, sentí en tu paladar el gusto más amargo y más íntimo de mis vísceras, me bebimos hasta las heces, y desde entonces mis sueños fueron tuyos, Marina, Marina nuestra, me amamos, te amaste más que nunca, soñamos que te veías y yo eras Clara, porque ella multipliqué nuestros sueños y te besamos mi coño, lo recorriste con la punta de mi lengua y puse tus dedos junto a nuestros labios que ardíais, te abriste mi abismo, giramos, volviste a penetrarte, con la sonrisa desgarrada de felicidad, Marina, te corrimos en mí, me fuimos, tú me amamos, Sofía, para siempre.
Valió la pena esperar tanto por el piso de Roma. Era bonito; un tercero sin ascensor en un ruinoso edificio lleno de ratas, pero bonito. La luz entraba en todos los cuartos gran parte del día, en especial por la mañana; los decoramos con objetos comprados en el rastro de puerta Portese. Tenía una ventana que se asomaba a una plaza en cuyo centro hay una fuente con cuatro tortugas que parecen añadidas después, por algún escultor lunático. La plaza es quizás una de las pocas zonas luminosas de ese barrio de calles tortuosas y angostas, construidas a la sombra de ruinas romanas. Alguna vez aquel había sido el gueto de la ciudad, y aún hoy siguen viviendo en él muchos judíos, que tienen su sinagoga a pocos metros de allí, a orillas del Tíber. Las antigüedades romanas habían sido transformadas a lo largo de los siglos, sobre todo en la Edad Media y el Renacimiento. Esta superposición de géneros, estilos y edades, una de las cosas que más amo de Roma, se me antojaban el símbolo del amor entre Marina y yo, de los miles de seres que habían sido necesarios para que mi lengua jugase dentro de su sexo, para que sus pechos se apretaran contra los míos; eran como Clara, esa realidad nueva y perfecta que nacía sobre las ruinas de dos soledades.
El gueto estaba muy cerca del Campidoglio, el Capitolio, la colina que los antiguos romanos tenían por centro del mundo y que mira a los vestigios del foro. En su cumbre, se encuentra la plaza diseñada por Miguel Ángel, donde iba yo sola, a menudo, desde que Marina empezó su trabajo. La acompañaba hasta el edificio de la FAO andando. Bordeábamos el Circo Máximo y el Palatino, nos deteníamos a prudente distancia y, con un rápido y furtivo beso en la boca, parapetadas detrás de un árbol, nos despedíamos hasta la hora del crepúsculo. De regreso, yo marchaba cabizbaja, enfrascada en mis pensamientos, lentamente, con esa sensación mixta de desolación y alegría que sentía siempre al separarme de Marina. La echaba de menos y me dolía no estar junto a ella, pero al mismo tiempo mi corazón empezaba a prepararse para el reencuentro vespertino. Mi soledad ya no era tal, pues estaba habitada por la certeza de volver a verla.
Entonces me detenía en la plaza del Campidoglio; me sentaba en un banco o sobre los peldaños, y de esa manera se me iba la mañana. Leía, estudiaba a los turistas, o simplemente me quedaba oyendo el rumor de la fuente, oliendo el perfume de los cercanos naranjos, contemplando la plaza y las líneas geométricas del suelo. Cuando llovía, sentía que me faltaba algo. Entonces cogía el Marbella y me iba a recorrer Roma, el Aventino, los acueductos y las murallas, Bernini, Caravaggio, las iglesias barrocas y las catacumbas. Iba sola, y después llevaba a Marina a visitar lo que más me había gustado. Por lo general, solía elegir sitios en los que podía meterme con el coche, que eran pocos. En Roma sí que me pusieron multas, más que en toda mi vida, sobre todo por aparcar en lugares prohibidos del barrio.
En mis itinerarios turísticos obedecía a las exhortaciones del Astrólogo, un vecino judío del segundo piso con quien pronto trabamos amistad. Era él quien me revelaba los secretos de Roma.
El interfono, en Italia, no pone el número de piso, sino el apellido de sus ocupantes; de modo que la primera vez que vimos el nombre de nuestro vecino, en el portal del edificio, pensamos que era un individuo que ejercía la astrología, particularmente famoso: el astrólogo por antonomasia; sólo cuando le conocimos comprendimos que L’Astrologo era su extraño apellido. Y no menos extraño que su nombre resultaba ser él mismo. No era torpe ni chiflado, pero tenía la apariencia de un verdadero ermitaño, incluida la larga barba blanca, los ojos miopes sin gafas, la espalda corvada, la ropa desarreglada y mal combinada, el cabello siempre sucio. Pasaba la vida escapando de la gente. Pero sentía una particular estima por nosotras y nos buscaba una o dos veces por semana.
La amistad comenzó una tarde en que nosotras subíamos por las escaleras, conversando a voz en grito. En cuanto el Astrólogo nos oyó hablar castellano, abrió bruscamente la puerta de su apartamento. Supusimos que se había cabreado. En realidad, estaba feliz por haber encontrado interlocutores con quienes hablar español. Nos invitó a pasar a tomar un café. Tras una ligera vacilación, entramos. En la casa se amontonaban libros viejos y platos sucios contra la pintura de las paredes desconchada y los muebles cojos. Faltaban sólo los alambiques, las redomas y retortas de alquimista. Primero, liberó unas sillas atiborradas de papeles; luego, acercando su cara a los objetos porque a causa de su miopía no veía nada, buscó las tazas y no las encontró. Al fin, descubrió que tampoco tenía café. De modo que subimos los tres a casa, y el Astrólogo se quedó hasta pasada la medianoche. A los pocos días, vino a rogarnos que le prestáramos el libro de Borges; quería leerlo en la lengua original. Regresó para devolvérnoslo y pedimos otro libro, ya no recuerdo cuál. Así empezó a frecuentamos.
Hablaba castellano con una entonación estrambótica, deliciosa, y construía las frases de manera anacrónica, colmándolas de arcaísmos. Nos parecía estar oyendo a un hidalgo del Siglo de Oro. Su especialidad, el estudio al que le había consagrado la vida, era la literatura sefardí y en general la cultura judeoespañola de los tiempos de la dominación árabe. Mencionarle la Reconquista era como hablarle a un mexicano del descubrimiento de América o a un español de la «victoria» de Trafalgar. Pero no se limitaba a estos temas, y su conversación solía ser apasionante. Daba la impresión de saberlo todo. Nos contaba los secretos, la historia, los misterios, del barrio y de España, de la cábala judía y de la independencia americana, del Corán y de Ovidio, de los diferentes métodos para construir escaleras y para cultivar olivos o coca.
Una de las pocas veces en que logramos sacarle de la casa, con la promesa de que sólo caminaría hasta el coche, nos guio al cementerio protestante para ver la tumba de Keats, sepultado cerca de una pirámide romana. La inscripción de la lápida es conmovedora. This grave contains all that was mortal of a young English poet. Here lies one whose name was writ in water. Muchas veces la repetimos: «Esta tumba contiene todo lo que fue mortal de un joven poeta inglés. Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua».
El Astrólogo, quizá por inadvertencia, quizá por discreción o por miopía, jamás intentó averiguar qué tipo de relación nos unía a Marina y a mí. Debía de haber notado que teníamos una sola habitación y una sola cama, de manera que ni siquiera le dijimos que éramos hermanas como al resto de las gentes. De ello simplemente no se hablaba. Con frecuencia, él intercambiaba nuestros nombres, pero nosotras no hacíamos nada por sacarle del error, pues nos gustaba ser confundidas. Por nuestra parte, no le conocimos otras relaciones que las nuestras, aunque nunca le preguntamos si era casado, soltero, homosexual, virgen o simplemente inapetente. Sospechábamos que era un onanista cabal, o bromeábamos con la posibilidad de que al rabino se le hubiera ido la mano al circuncidarle. Por lo demás, pocas mujeres, sólo aquellas que no le dieran ninguna importancia al aspecto exterior, le hubiesen encontrado bien parecido; era más bien feo y olía a rancio, a naipes usados.
Durante algunas semanas se empeñó a ultranza en darme clases de italiano a cambio de clases de español. Pero él sabía mejor que yo ambas lenguas, y solía perderse en etimologías, derivados y abstracciones, buscaba imperceptibles matices, comparaba con alguno de los catorce idiomas que aseguraba dominar, recitaba en ladino, el dialecto de los sefardíes, y me enseñaba cosas que yo jamás hubiera podido emplear en una conversación. Me divertía mucho con él, pero aprender italiano, lo que se dice aprender, aprendí muy poco. En lo que a mí respecta, sólo conseguí enseñarle que convenía decir «usted» y no «vuestra merced». Pronto se cansó de esas lecciones unilaterales, y ya no volvió a insistir.
La lengua que sí acabé por aprender fue la de Marina. Como las manos frías en las noches de verano, sus expresiones pintorescas, su acento característico, eran la conciencia externa de que éramos dos personas diferentes, de que nuestro presente era la convergencia de dos pasados alejados, compuestos, a su tiempo, por los sedimentos de las muchas ciudades en que ambas habíamos vivido en nuestra juventud. Yo, a decir verdad, lo ignoraba casi todo sobre Uruguay y Argentina. Como ella me había dicho, las antiguas colonias no eran mi fuerte. No hubiese sabido indicarlas en el mapa y era incapaz de reconocer las distintas variedades de sudamericanos. Mucho menos aún sabía de qué modo se hablaba el castellano en esas remotas tierras. El amor era el amor y las tetas eran las tetas, de acuerdo, pero en lo demás teníamos mucho que enseñamos.
—¿Y a esto cómo lo llamáis, che? —preguntaba yo señalándole el coño, acariciándoselo, cuando estábamos desnudas en la cama, como una maestra y una alumna de novela libertina.
—La concha —respondía Marina.
Luego ella me interrogaba a mí, y así íbamos componiendo una especie de diccionario de sinónimos privado y personal, follar–joder–coger–garchar, eres guapa–sos linda, polla–picha–pijaporonga, gilipollas–forro, falda–pollera, correrse–acabar, tú quieres–vos querés, Marina–Clara–Sofía.
Yo tenía la esperanza de que para mencionar el clítoris existiera otra forma más bella, clítoris, es una palabra horrorosa para aludir a algo tan delicado, tan frágil, clítoris, parece menos relacionado con el placer que con la enfermedad. Pero no, en el Río de la Plata también se decía así, clítoris. Nos divertíamos sobre todo parodiando las respectivas pronunciaciones en diálogos absurdos.
—Sho creo que la shuvia fue una beshesa y no entiendo cómo vos tuvijte ajco de algo tan lindo —imitaba yo—. Desíme si no tengo rasón, y dejpués ponéte un dijquito bárbaro, che.
—Que sí, hombre, que no se extrañe. La he dicho a su madre de ustez que el Aético Madriz ha eshtao perfeto, —replicaba Marina—. Ahí es nada, que le he vishto iorar ese penalti que no vea.
Al cabo, terminamos hablando una lengua intermedia, que no era ni la suya ni la mía, contaminada de expresiones italianas y romanas oídas diariamente, una lengua que sólo nosotras podíamos entender.
Tanto nos acostumbramos a ese idioma íntimo que cuando empecé a trabajar en la galería de Rioja Pou, debía pensármelo mucho antes de escribir cada palabra al redactar una carta en español. Conseguí ese empleo gracias a una de las cartas de recomendación de la dueña de la galería de Madrid, que me presentaba a un catalán dedicado exclusivamente a la difusión de artistas españoles en Roma. Me dio el trabajo por compasión, con un salario miserable, y mis tareas incluían ayudarle en la correspondencia y preparar el café, confeccionar los catálogos y limpiar el local. Aunque me pagaba muy poco, Rioja Pou, al menos, me firmó un contrato en regla, lo cual me facilitaría las cosas a la hora de pedir la residencia. Para mí era un empleo ideal. No estaba lejos de casa. Iba andando, dos o tres veces a la semana, sólo por la tarde, después de almorzar una fruta o una ensalada. Y casi nunca había mucho que hacer. Al regresar a casa, ya me encontraba allí a Marina, cocinando, pues le encantaba hacerlo. Comíamos en la mesa de la cocina, sin mantel y con servilletas de papel, mientras detrás de los muros se oían las rascaduras de las ratas que excavaban en sus madrigueras. Luego ella me leía algo o escuchábamos música mientras yo lavaba los platos. Se me rompían las copas de sólo pensar que en pocos minutos estaríamos en la cama, follando.
Por eso, rara vez salíamos, y nuestra vida social se limitaba casi por completo a las visitas del Astrólogo. Este, como todas las personas desordenadas, era muy meticuloso y rutinario, así que acabó imponiéndonos la costumbre de venir a cenar todos los miércoles.
Buscábamos al hombre con que iniciar sexualmente a Marina, pero sin prisa, de forma que rechazamos la proposición de dos representantes ante la FAO de algún país africano que no recuerdo, Burkina Faso, o Tanzania, o Senegal Eran dos maricas negros, con el físico de quienes corren los cien metros lisos en las Olimpíadas, primos entre sí, que, pensando que éramos hermanas, nos ofrecieron celebrar una orgía de nota en territorio diplomático. Por medio de la FAO también conocimos a otras personas, en general compañeros de trabajo de Marina, ante quienes me presentaba como su hermana menor. Eso nos concedía la impunidad de poder tocamos libremente, en medio de una cena o una conversación. Los nuestros daban la impresión de ser inocentes contactos fraternales, cuyo verdadero sentido alcanzábamos sólo nosotras, cómplices de un amor clandestino.
Con ninguna de estas personas nos lo pasábamos tan bien como con el Astrólogo y, durante esas veladas, sólo anhelábamos volver a casa, desnudamos, enredar nuestros miembros bajo las sábanas. Yo me tendía con la cara sobre sus muslos, mi boca adivinaba el dibujo de sus bragas debajo de los pantis, mis manos sujetaban los relieves de sus caderas, Y sus pies cálidos jugaban en mi coño; o ella cogía mis dedos y se masturbaba con ellos. Aunque la cama era grande, dormíamos acurrucadas en un solo lado. Muchas veces, en mitad de la noche, me despertaba con una sensación de felicidad plena, sin haber sido acosada por las pesadillas, y veía sus ojos, también despiertos desde hacía un momento, abiertos en la oscura claridad de la luna y de la plaza. Nos llegaba el arrullo incesante de la fuente, el chirriar de las ratas, el silencio de la ciudad dormida, y entonces, como a Francisca y su amiga, nos bastaba un ligero movimiento a tientas para que nuestras carnes susurrasen como dos telas de seda que se rozan. Nos acomodábamos la una contra la otra, abrazadas, buscando la armonía preestablecida, la renovada maravilla de saber que su boca besaba la mía, mientras sus pies estaban a la altura de mis pies, la medida de nuestra igualdad, el tamaño justo, la extensión de Clara en el espejo, y la contigüidad de todos los puntos intermedios, los hombros, los pezones contra los pezones, el vientre, las rodillas, todo encajaba donde tenía que encajar, se amoldaba sin violencias como el agua en el agua, como el agua de nuestras bocas unidas, y en la fusión de su pubis contra el mío, de mi coño contra su concha, comenzaba el enlace más hondo, el vínculo más ardiente, en medio de la noche del deseo del sueño del amor, mientras nos acariciábamos, nos tocábamos, nos manoseábamos, el dorso de la oreja, los pelillos de la cerviz, las medias lunas de los omoplatos lisos y curvos, y ese abismo largo, suave, hospitalario, de la espalda, la línea media desde el cuello a las nalgas, el eje, el canal amado de la espina dorsal, brincando en cada una de las vértebras, islas sobre un mar transparente, a la vez que nuestras lenguas jugaban como nuestras manos, felices como nosotras, indecentes y puras como nuestros sexos, y entonces ya no se oía otra cosa que el roce frenético de nuestros vellos alborotados, los pubis que cogían, follaban, jodían, se apretaban y se apretaban para dar ese salto que los transportase de un cuerpo al otro, que los fundiera, que los convirtiera en otras dos bocas besándose, murmurándose palabras de amor, y parecía imposible lograr el orgasmo así, pero era verdad, se acercaba, se acercaba, nos acercábamos, y yo me corría y tú acababas, nos íbamos, gritábamos, los dedos de los pies contra los dedos de los pies, los vientres, los pezones, vos, yo, tú, yo, nos corríamos, acabábamos, acabábamos, y sin embargo todo parecía empezar.
Innumerables veces nos despertamos así en el corazón de la noche, e incluso de la misma noche, arrasadas de deseo, con el cuerpo cansado de tanto amamos, pero sin poder controlarnos. Y entonces entendía la fatiga insalvable de Francisca, que se desangraba de placer con su amante.
Nunca en mi vida había gozado tanto, y Marina, ella me lo dijo, tampoco. Supongo que cada mujer conocerá cuáles son los medios que la conducen mejor hacia el placer. Es algo tan personal como el temperamento o las huellas dactilares. Nosotras teníamos cientos de formas de corremos. Experimentábamos toda clase de orgasmos, dilatados y breves, lentos y rápidos; tempestades constantes y a ráfagas; largos rodeos y bruscos atajos; la serena progresión de quien escala un monte a pie, y el frenético ascenso de quien se ahoga en el agua y se afana por salir a la superficie; con la lengua sobre el equilibrio sutil del clítoris, en los labios tenues de la vagina, dentro de ella, en los bordes y las profundidades íntimas del ano, contra los pezones; con la punta del índice contra la pared interna superior del coño, o todo el dedo, o dos, tres dedos sobre cualquier parte de nuestros cuerpos que ardían, dentro, fuera, cerca, encima, delante, alrededor de ellos. Juro que a veces nos corríamos con sólo miramos. Nos bastaba quererlo para conseguirlo. Y lo hacíamos en el autobús, en la fila para pagar las tasas, en el cine, de pie ante las estatuas del Campidoglio, en la cama, en la cocina, en la ducha, interrumpiendo el sueño o la cena para responder a la llamada de nuestra pasión. Todo nos hacía gozar.
Habíamos descubierto que el amor es, más que nada, un estado alerta, receptivo; la disposición, a la vez atenta e involuntaria, de descubrir el placer en todos los pliegues de la existencia; un tercer ojo; una intuición y una certeza; una nueva sensibilidad, la única capaz de percibir la felicidad auténtica.
Nuestra vida parecía transcurrir de un modo magnífico.
Pero yo, incorregible supersticiosa, cobarde, con el espanto impreso desde siempre en mi alma, contemplaba la segura serenidad de nuestro amor, la belleza de la ciudad en la que vivíamos, la deslumbradora sabiduría de nuestro amigo el Astrólogo, la armonía que reinaba en nuestro piso, y pensaba que eran demasiados dones de la fortuna, demasiado hermosos, demasiado perfectos, demasiado juntos, como para que en el futuro no tuviéramos que rendir cuentas de ellos.
Sabía que el perfume de los paraísos dura hasta que llega la lluvia, que muchas vidas exigen muchas muertes, que nuestro amor, desde el día de la piscina, desde los remotos tiempos del primer Narciso, tenía el color de las aguas claras, pero también su inestable fragilidad.
En la librería española de la plaza Navona, entre los manuales de catecismo, las vidas de los santos y las novedades frívolas, encontraste un libro que había escapado a la atenta vigilancia de las viejas beatas que allí atendían. Se llamaba Narcisos, y creo que el nombre de la autora era algo así como Lilian o Vivian Darkbone o Darkbloom o Darkstone; nunca podré recordarlo. Lo leímos casi todo, saltando páginas, en uno de los bancos de la plaza, bajo la fuente de los cuatro ríos, junto a los africanos que vendían gafas de sol, los torpes autores de caricaturas torpes y los peruanos que bramaban canciones de los Andes.
El libro pasaba revista a todos los mitos semejantes al de Narciso producidos por diversas culturas. La que más nos gustó fue una leyenda osca según la cual una persona ha de encontrarse consigo misma exactamente dos veces en la vida y que sólo los sabios serán capaces de verse en esas circunstancias. De ser verdadera la leyenda, tal vez no deba buscarte en Montevideo, en Roma, en Buenos Aires, en Nápoles o en Madrid; tal vez tu nombre no sea Marina, Clara o Sofía; tal vez leas estas líneas y acudas a la cita que tenemos pendiente.
De todos modos, pronto iré a buscarte y sabremos la verdad.
En ocasiones imagino, y esto no lo decía el libro, que existe otra persona, desconocida, perfecta, grande como una divinidad, única, de la que tú, yo y quienes sean como nosotras formamos parte, constituimos facetas provisionales, somos meras apariciones, aproximaciones imperfectas. Sé que esta idea posee todo el atractivo y toda la desolación de las esperanzas vanas, pero me dejo llevar por ella.
Recuerdo que te indignaste cuando la autora de Narcisos refería las ideas de ciertos psicoanalistas sobre nuestro «caso» (para ellos éramos un Caso, así, con mayúscula, junto al del incesto de los hermanos gemelos). Dijiste que, al fin y al cabo, los psicólogos razonan en círculos porque explican el narcisismo como una forma de la homosexualidad, y la homosexualidad como una forma de narcisismo.
—Bueno —repliqué yo, bromeando brutalmente—, tú eras homosexual y yo me masturbaba delante de los espejos. Sumándonos, combinando nuestros pasados, obtenemos la vida de una persona sola que lo explica todo.
—Que no explica nada. El amor no es una categoría que los psicólogos puedan entender.
Entonces arrojaste el libro a la papelera y nunca más volví a tenerlo entre mis manos. Luego, a través del laberinto de edificios barrocos construidos sobre el trazado medieval de las calles, volvimos a casa andando, de la mano, ante la suspicacia de unos y la indiferencia de otros.
A poco de entrar, nos amamos de pie, a la luz del día, sumergidas en la claridad como en la piscina de nuestro primer encuentro, oyendo los ecos de la fuente de las tortugas, comprobándonos, cotejando los contornos de nuestros cuerpos como Narciso en su espejo de agua, navegando en la corriente que iba de tu sexo al mío, que atravesaba el estrecho estrecho de tus senos en el cual mi boca desembocaba en tu vientre tras el dulce cauce de tu cuello, mientras tú te mantenías en las márgenes alejadas de mi espalda, bordeando sus orillas para mirarte en mí, asomándote a la costa desde el promontorio de tus labios húmedos, y hallabas en el remanso de mis hombros los brazos de mis brazos, que eran los tuyos también, una cascada silenciosa, un arroyo que surcabas de abajo arriba, de arriba abajo, que fluía y desbordaba entre tus piernas, un lago que se volvía torrente entre tus dedos, un chorro claro con que lavar el pasado, crecía, anegaba mis sentidos, y yo timoneaba las velas más profundas de tu coño, del mío, desplegadas al viento, quería vadearte como si me bautizara en ti, arrastrarte a los rápidos más rápidos de mi deseo, hacerle rodar por los desfiladeros de mi ingle, pero tú erigías un suave embalse para detener el curso vertiginoso de mi orgasmo y gozarlo juntas, destilarlo gota a gota, contemplamos en él, para al fin llevarme hasta el remolino último, la confluencia final, compartida, y entonces poníamos rumbo hacia el océano abierto, infinito, hacia la inmensidad Marina.
Anoche se marchó Baxí. Otra vez estoy sola, y así es mejor.
Creo que no volverá, que se ha ido para siempre, tras las pocas semanas que vivimos juntos. El nuestro no fue un verdadero amor, fue apenas un consuelo, como animales que se lamen mutuamente las heridas. En medio de nuestros corazones separados transitaban demasiados fantasmas dolorosos, sobre todo el tuyo, Marina. ¿Cómo hubiera podido yo amar a Baxí después de haber conocido la felicidad a tu lado? No, ya no tengo nada para dar, ni siquiera desesperanza.
Ni tan siquiera sé por qué acepté su compañía.
Quizá para tratar de entender lo que había hecho Santiago, desde que regresé a Roma tras mi viaje absurdo al Río de la Plata en la KLM, iba a mirarles; a todos, sin distinción, pues no sabía aún que Baxí estaría entre ellos.
Doblaba por la arbolada calle que bordea las murallas de la ciudad vieja, desde las termas de Caracalla a la puerta de San Pablo. Siempre me había gustado conducir por allí, pese a que era un trayecto más largo, con muchos recodos y curvas, pero sólo ahora descubría su clandestina y escandalosa vida nocturna, esas figuras exageradamente obscenas que se contorsionaban para ofrecerse al mejor postor, asomándose apenas entre dos coches, como murciélagos que no se atreven a dejar el refugio de la noche, o exhibiéndose sin pudor alguno en medio de la calle.
Había de todo: putas, travestis, sarasas; estaban divididos por sectores, para que la clientela supiese distinguir el producto. Pero yo solamente me demoraba en la zona de los travestis, desmesuradas criaturas mixtas de perversión y sufrimiento.
Había pasado ya un año y medio sin Marina; era verano, y la mayoría de ellos no llevaba puesto más que las bragas, las medias con liguero y los zapatos con plataforma; el resto de sus anatomías descubiertas, culos fornidos, piernas sólidas, tetas pujantes, lo blandían ante los viandantes con un desparpajo que ni las putas más putas de la calle osaban exhibir.
Yo no les interesaba. No era más que una tía, una vulgar y fastidiosa mujer, lo que ellos hubiesen querido ser y no eran. No bien pasaba el deslumbramiento de los faros y advertían mi presencia, escapaban o se burlaban de mí arrojándome besos socarrones.
Entonces yo aparcaba en la acera de enfrente, con las luces apagadas, y les observaba horas y horas. No era capaz de hacer otra cosa desde que Marina ya no estaba conmigo, desde que me había visto obligada a poner en práctica el pacto sellado por ambas en Nápoles.
Cierta vez llegó la policía a espetaperros, con cuatro o cinco coches patrulla y el estrépito luminoso de las sirenas, como una invasión destinada a erradicar para siempre de la faz de la Tierra aquella lacra, y la calle quedó desierta por algunos días, pero luego volvió un travesti, dos, cinco, diez, y al fin la calle estuvo llena de nuevo, volvieron los clientes, hombres de todas las clases y tipos, que aparcaban con sus coches grandes o pequeños, discutían la tarifa, elegían al candidato conforme a las crueles leyes de la oferta y la demanda, como dicen en la tele, le hacían subir, partían con su presa, y luego, en ocasiones cuando no habían transcurrido ni diez minutos, la devolvían a su ámbito de sombras y árboles.
Y los travestis continuaban allí, noche tras noche, con su aire ambiguo, fascinantemente perverso, bajo cuya influencia había caído Santiago, y que ahora volvían a despertar en mí una curiosidad imposible de identificar, tal vez debida a que yo misma, como ellos, pertenecía a esa oscura franja de gentes que no pueden ser incluidas simplemente en las categorías de hombre y mujer, con un desgarro en el alma que se abría desde la hendedura del sexo, una raza a la vez orgullosa y atormentada por su condición. Pensaba, a la vez, que con Marina había atravesado un confín del que ya no se podía regresar, incapaz de entregarme a una mujer sin incurrir en inevitables comparaciones: cualquier otra, como la azafata de la KLM, confrontada con Marina, era insignificante. En cambio los travestis no estaban ni a un lado ni al otro de ese confín; eran, por así decirlo, la línea demarcatoria, el filo del cuchillo, el incierto momento del día en que ya no es de noche y aún no ha amanecido. Pero no me gustaban y sólo podía mantenerme al margen, mirarles desde la acera de enfrente. La mayoría de ellos se me antojaban ridículos, engendros desproporcionados, siameses, arpías, porque aún no había encontrado mi monstruo bello, mi sirena, mi unicornio. Y al fin di con él.
No le veía muy a menudo, pues era el más buscado por los clientes y nada más dejarle un coche ya le estaba recogiendo otro. En un principio, desde mi distante puesto de observación, no me llamó la atención particularmente. Sin embargo, cuando fui conociéndoles a todos, cuando comprendí cuáles de sus actitudes y sus aposturas correspondían a la casualidad de un día y cuáles formaban parte de sus temperamentos, empecé a distinguirle entre todos los demás, a esperar sus regresos, a lamentar sus ausencias y, acaso, a desearle.
Era tan bien parecida que yo me resistía a creer que fuese un hombre. Tenía un cuerpo alto y delgado, y andaba pisando con ambos pies una misma línea imaginaria, como una modelo en un desfile. De todos ellos, era el único que exhibía cierta elegancia en su exiguo vestir; vamos, quiero decir que al menos solía llevar bragas blancas y zapatos que no eran atigrados ni de charol, y no parecía ir disfrazado de carnaval. Tampoco se había teñido la melena de rojo o de rubio; su morena cabellera, larga y lacia, le caía sedosamente por la espalda hasta la cintura. Al cuello, como una actriz de los años treinta, lucía a veces un pañuelo de seda azul. Bajo el brazo apretaba un bolso minúsculo, en el que cabían apenas los cosméticos, el tabaco y el dinero que había ganado. Llamaba la atención por sus tetas delicadas; no se las había hecho enormes, redondas y de punta, como cualquier travesti, sino sobrias, leves, algo imperfectas. Era generoso: si muchos clientes le habían solicitado, se apartaba de la calle, fumaba apoyado contra los ladrillos de las murallas, para permitir que sus colegas pudiesen trabajar también. Luego se retocaba los labios y volvía a exhibirse. Le encantaba, sosteniéndose de un árbol o un coche, echarse hacia atrás con un movimiento brusco para hacer flamear su cabellera, como en los anuncios de champú.
Tenía la mirada triste y la nariz fina.
Examinándole bien, sin embargo, se notaba un fondo de misterio que no podía corresponder a una simple mujer, aun una puta. Y no era algo físico lo que producía esa impresión, porque no sufría, como el resto de ellos, de unas pantorrillas musculosas y unas manos rudas, que delataran su pasado de hombre, sino de un vago, ligero deje masculino en cada uno de sus comportamientos. A la postre, descubrí que me recordaba a las chicas de la fiesta en casa de Emilia. Eso era lo que caracterizaba a este travesti y producía en mí una confusa tentación: daba la sensación de ser una mujer, pero una mujer homosexual, una lesbiana. Es como yo, me decía (como tú, Marina, vida mía), no como los otros, no es imposible que se fije en mí. Es una mujer, me repetía casi desvariando, tendrá polla, pero es una mujer, una mujer con polla, que ama a las mujeres, ya no es hombre, como Santiago, y tampoco es tan mujer, no me hará echar de menos a Marina.
Una noche de octubre, cuando comenzaban a sentirse los primeros fríos y los travestis se cubrían con capas o abrigos de ocasión, totalmente fuera de lugar y de tono, que abrían al paso de los coches que por allí transitaban, uno de ellos cruzó la calle y se dirigió hacia mí, decididamente.
Este sí que era hortera. No sabía caminar muy bien sobre sus altísimos tacones y le flaqueaban las piernas atléticas. Llevaba un corsé de cuero negro lleno de tiras y correas. Imitaba los movimientos de una corista, y lo hacía muy mal. Tambaleando, se plantó ante la ventanilla de mi coche. Tenía cara de indio y boca gruesa. Se había pintado los labios aparatosamente, por lo menos hasta un centímetro fuera de los bordes, lo que, sumado al tamaño de su boca, daba la impresión de que los labios le ocupaban una buena mitad de la cara. Llevaba el pelo de un color rojo fuego, casi anaranjado. Y lucía una barriga muy poco sensual.
—¿Qué quieres? —me gritó a quemarropa.
—Nada —respondí.
—Taa… Estás siempre espiándonos. ¿No serás de la policía tú?
La semana anterior, había habido una redada y era natural que los travestis se mostrasen recelosos. Este hablaba muy mal italiano y a ojos vista era sudamericano. Yo ya había aprendido a distinguirles.
—No, no soy policía —dije—. Soy tan extranjera como tú. ¿Hablas español?
No pareció haberme oído. Y aun cuando le aseguré que era uruguaya, siguió haciéndome reproches en italiano, porfiadamente; quizá porque era un ilegal, y temía que le deportaran, no quería confesar que era extranjero.
De pronto, sin previo aviso, salido quién sabe de dónde, apareció el otro travesti, el único que me preocupaba, el verdadero centro de mis observaciones y de mis largas noches en vela. Ese día llevaba ropa nueva, o al menos no se la había visto antes, todas de color tostado y un sí es no es extravagantes; una cortísima minifalda, que no le cubría ni la mitad de las nalgas, un sujetador de encaje y un chal de gasa que sostenía con los antebrazos. Debía de estar muriéndose de frío.
—Déjala en paz, Rony —le dijo mi travesti a su colega—. Es amiga mía.
Al verle de cerca, el corazón me palpitó de un modo perturbador, como si me estuviesen descubriendo en medio de una acción ilícita. Esos latidos fueron reveladores; mi cuerpo me indicaba que las cosas no eran tal como mi razón hasta entonces se había obstinado en que fueran.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —replicó el tal Rony; acto seguido, se dirigió a mí, en español, tratando de mostrarse simpático—: ¡Hola, preciosa! —Me dijo que era peruano y encendió un pitillo muy extra; extra largo, extra fino y extra, extra suave. Debía de creerse que quedaba distinguido—. No todos los que vienen por aquí son tan agradables como tú —añadió.
Luego continuó infligiéndome zalamerías. Si hay algo que me ponga de mal humor, son los elogios de las personas que no me importan.
Un coche se detuvo junto a nosotros y llamó con el claxon.
—¿Chercas a mí, bello? —Rony, coqueto, mezclando malamente idiomas, sonriendo hacia el conductor del coche, se señaló el pecho interrogativamente por si colaba.
El individuo del coche negó con el dedo, espantado, e indicó que llamaba al otro de los travestis. Al mío. Pero yo no iba a dejarle ir así como así la primera vez que le tenía cerca.
—¡Espera! —le dije—. Yo también puedo pagarte.
No tenía mucha pasta, pero estaba dispuesta a gastarla con él. No quería seguir mirándole, sólo mirándole, desde detrás de los cristales del coche. Ahora quería conocer el olor de su piel, la textura de sus cabellos, su polla, sus tetas.
—¿Qué pretendes de mí? —preguntó—. ¿Qué podríamos hacer tú y yo? —Subrayó el «tú», como si me correspondiera toda la culpa de una posible incompatibilidad.
El individuo del coche volvió a hacer sonar el claxon.
—No lo sé —respondí—. Aún no lo sé.
—Me gusta tu sinceridad —rio, tal vez para poder sacudir su pelo, como le había visto hacer decenas de veces—. Veremos de qué eres capaz.
Le hizo un gesto al individuo del coche para que se marchara. Rony vio su oportunidad e intentó cazar al cliente que su colega había despreciado. Pero el individuo partió a escape, haciendo chirriar las gomas contra el asfalto.
—Taaa… Qué culeao de mierda, compadre —exclamó Rony—, concha tu madre.
—¿Cuánto tiempo piensas entretenerme? —me preguntó mi travesti.
—Toda la noche —repliqué—. Si puedes.
—Si puedes tú —dijo él—. Te costará caro.
—El dinero no es un problema.
—¡Eh! No me dejen afuera. El peruano había vuelto junto a nosotros y suponía, tal vez, que yo era una millonaria extravagante con raudales de pasta para gastar, que me proponía conversar o confesarme o llorar en el hombro de alguien. Es decir: olfateaba dinero fácil. El otro esperaba para ver si yo acababa por aceptar a Rony, sin comprender muy bien nuestra discusión en castellano.
—No te pierdas esta mercadería, guapa —dijo el peruano amasándose los muslos gordos—. Es la más solicitada de Roma.
—No me dio esa impresión —dije—. Y al tipo de ese coche tampoco.
—Es que el negocio está muy duro. Taaa…, compadre. Durísimo —replicó, remediando la falta de vocabulario con ruidos y onomatopeyas—. Y ahora, zas, han venido hartos rusos, polacos, albaneses, yugoslavos. Hay demasiada competencia, compadre. —Me tocó la cara; una mano fría, inhóspita, cuyo contacto me llenó de desasosiego. A quién le decía compadre, eso no pude saberlo. Quizás a sí mismo—. No te miento, bombón —prosiguió, echando amaneradamente el humo de su pitillito—. Antes de que se llenara de rusos yo era la más solicitada de la calle.
—Será que tienen mucho valor aquí —murmuré, inclinándome hacia delante para deshacerme de sus manoseos.
—Taaa, qué cejudota eres. —Abrió la inmensa superficie de su boca y arrojó una carcajada falsa.` Ignoro si me estaba insultando o adulando otra vez; tanto daba.
Yo deseaba que el otro travesti no se limitara a observar e interviniera, para desembarazamos de Rony. El peruano insistió; propuso una tarifa; la rebajó; me exhortó; echó tres «últimas» ofertas; me rogó, dijo que su esposa (sí, su esposa) estaba enferma y necesitaba imperiosamente ayudarla.
—¡Basta! —le dije—. Déjanos en paz. Via.
—Pero…
—Largo de aquí, Rony —intervino al fin el otro en italiano—. No es tu noche.
Vimos cómo Rony se iba, despechado, mascullando insultos y onomatopeyas incomprensibles.
—Sube —le dije al otro travesti.
Él le dio la vuelta al coche y yo le abrí. En lugar de sentarse a mi lado, corrió el asiento delantero y pasó al de atrás, tal vez para que se notaran las diferencias que mediaban entre el resto de sus clientes y yo. Cuando subió sentí el perfume. Armani. El mismo que usábamos con Marina. Las medias de nailon que le cubrían las piernas, al entrechocarse, produjeron un frufrú que me recordó a ella, que me excitó. Puse el coche en marcha y me alejé de allí. No sabía adónde ir. El travesti permanecía callado. Pasamos la pirámide, y en Via Marmorata, ante los muros del cementerio protestante, pensé en el nombre de Keats. (Y otra vez en ti, Marina). Sin darme cuenta, estaba conduciendo rumbo a casa.
—¿Adónde vas… en estos casos? —pregunté.
—A algún sitio oscuro donde aparcar el coche. Pero ahora vamos a tu casa —dijo él, adivinando mis cavilaciones. Encendió un pitillo, y en el humo se desvaneció el perfume.
—¿Cómo te llamas? —Yo quería oír su voz, en la que antes no había podido reparar.
—Llámame Baxí. —Lo pronunció a la portuguesa: Bashí.
—¡Qué nombre tan extraño!
—No es un nombre.
Tenía una voz grave pero femenina, sin falsetes. En el espejo retrovisor encontré su mirada clavada en mí. Sentí agitación. Sus ojos, al sucederse de las farolas, eran de color miel, negro, miel, negro. Él no me había preguntado mi nombre.
—Y yo me llamo Marina —dije, implorando su atención.
(Sí, Marina, dije que yo era uruguaya, que yo era Marina).
—Bonito nombre —comentó, y yo agradecí su mínima gentileza, tanto como antes había despreciado las desmesuradas lisonjas de Rony.
Al llegar al río, vi que la luna se reflejaba sobre sus aguas.
—¿Eres hombre? —le espeté de pronto.
—¿En qué sentido me lo dices?
—Quiero decir… ¿Te has operado?
—Ah, te refieres a eso —sonrió—. No. No lo he hecho. Estoy entero.
Le busqué en el espejo retrovisor, otra vez. Allí estaba su mirada triste y firme, transmitiéndome un mensaje que yo no era capaz de descifrar. Me resultaba irresistible contemplarle cada vez que podía.
—¿Por qué me salvaste de Rony? —le pregunté.
—¿Y tú por qué vienes a observamos? —respondió interrogando.
—Pensé que no habías reparado en mí hasta esta noche.
—¡Claro que reparé en ti! —exclamó—. Pasas horas en el coche, examinándonos como a bichos raros.
—Vengo sólo para verte a ti —confesé—. Me gustas.
—No te entiendo.
Tomé aire y dije:
—Soy homosexual.
(Era la primera vez que se lo decía a alguien que no fueras tú, Marina, la primera vez que lo decía en voz alta).
—Para mí sería un elogio que una lesbiana me encontrara atractiva —replicó en tono burlón—. Me haría sentir una verdadera mujer. Pero tú no eres lesbiana.
—¿Por qué lo dices?
—Si lo fueras, no me buscarías a mí. —Abrió la ventanilla para arrojar el pitillo y volvió a cerrarla.
—¿Vienen otras mujeres a por ti? —Yo no había visto a ninguna desde que pasaba las noches estudiando a los travestis.
—Muy pocas —dijo—. Pero sí, vienen.
—¡Qué perversas! —no pude evitar exclamar. Supongo que todas se sentirían como yo, ajenas a ello, creyéndose que obraban por diversión o curiosidad, sin sentirse verdaderamente tocadas por la experiencia, como quien desciende a los bajos mundos para realizar una investigación sociológica o turística. Pero recurrían a los travestis. Como yo—. ¿Tienes frío? —le pregunté al cabo.
—No.
Me puso ambas manos sobre la nuca, sin acariciarme. Dejé el Tíber y me interné en las calles del gueto. Conseguí aparcar no muy lejos de casa. Yo seguía en el piso de alquiler que pagábamos con Marina.
No era tarde, pero estábamos a jueves, y las calles se veían desiertas, cubiertas de niebla. En el silencio de la noche, resonaban los tacones de Baxí contra la inmensa mole del palacio Mattei. Le di mi abrigo para que se cubriese. Se lo echó sobre los hombros. Me demoré para observarle desde atrás envuelto en la niebla como en un sueño: andaba con los brazos cruzados para protegerse del frío y la cabeza gacha, como si le estuviesen obligando a hacer algo que en el fondo no quisiera. Cuando pasamos ante la fuente, exclamó con cierta afectación:
—¡Me encantan esas tortugas!
Metí la llave. Antes de abrir, le ordené:
—No hagas ruido ahora.
—Quieres decir que no hable. Sientes vergüenza de mí.
Era verdad, y me avergonzaba avergonzarme; mi orden había sido involuntaria, casi un reflejo. Por un momento me imaginé qué pensaría Santiago si me viese entrando en el piso de Madrid con un travesti, mira lo que te he traído, mi amor, un juguete de los que tanto te gustan a ti. Pero no quena pensar en él; quería olvidarle para siempre.
Subimos la escalera lentamente. Me mantuve detrás de Baxí, observando el dibujo de sus pantorrillas, que, vistas de cerca, tampoco le delataban. Sólo entonces noté que llevaba zapatos marrones de tacón alto. Se paró en un descansillo y me clavó los ojos. Le observé, incómoda. Luego rehuí su mirada y seguí adelante. Me siguió, a un par de peldaños de distancia. De pronto sentí su mano sobre mi trasero. Como cuando me había tocado la nuca en el coche, no era un gesto sensual, sino algo así como una palmada amistosa o un punto de apoyo para prevenir una caída. Le acaricié la mano y él me apretó los dedos afectuosamente.
—Tienes un trasero muy bonito —murmuró—. Serías la envidia de muchas de mis amigas.
—Pero no de ti —dije, evitando murmurar, para demostrarle que yo luchaba contra mi propia vergüenza.
—No me puedo quejar.
Pasamos ante la puerta del Astrólogo. Hacía mucho que no le veía; estaba en Israel estudiando no sé qué cosa de la Biblia. Entramos en casa. Encendí la luz.
Nada más verle en el salón donde había pasado tantas horas con Marina, bajo el resplandor descamado de la lámpara, chocante, desconocido, vestido de puta, dispuesto a cualquier cosa con tal de que le pagara, me arrepentí de haberle acosado tanto. (Comprendí que jamás podría amarle, que jamás podría amar a nadie que no fueras tú, Marina, pues contigo se había perdido mi capacidad de amar). Estuve a un pelo de decirle que se fuera. Darle un puñado de billetes y pedirle disculpas, me he equivocado, vuelve a tu calle, no te molestaré más. (Marina, pensé también, ¿qué estoy haciendo?, Marina…). Apagué la luz, y quedamos sumidos en la pálida claridad de la luna que se alzaba en el cielo para entrar por la ventana a través de la niebla.
Así, en la penumbra, las cosas volvían a su sitio, reflejaban la negra confusión de mi ánimo, me regresaban a esa suerte de soledad compartida, en la cual el deseo insaciable era la cara física de mi desamparo y mi nostalgia.
—¿Eres italiana? —le pregunté.
Caí en la cuenta de que empezaba a tratarle como si fuese un mujer, como si fuese lo que yo necesitaba. Le quité el abrigo.
—No —me dijo mientras se tumbaba en el sofá—. Soy brasileña.
Me mentía, claro que me mentía. Yo me lo creí a pie juntillas, pero días después me reveló que simulaba venir de Brasil porque a los italianos les volvía locos el «toque» tropical, aunque era más romano que el Coliseo y que Julio César. Aquella sería la primera de su larga serie de mentiras.
Permanecí de pie, sin saber qué hacer. Mis ojos se acostumbraban poco a poco a las sombras.
—¿Qué quieres de mí? —me espetó a bocajarro.
Adiviné su mirada triste detrás de la pregunta. Estuve a punto de confesarle que le deseaba porque era una mujer, pero que aún tenía la esperanza de que se le empalmara follando conmigo. En lugar de eso, le dije:
—¿Quieres una copa?
Antes de que me respondiera, fui a por dos vasos y una botella de whisky. Los apoyé sobre la mesilla, ante sus narices. Estaba sentado con las piernas cruzadas y había dejado el chal y el bolsito a un costado. Serví con pulso tembloroso.
—¿Lo bebes con hielo?
Cogió el vaso sin prestarme atención. El cristal vibró por un instante al chocar con sus largas uñas pintadas de rojo.
—Siéntate junto a mí —murmuró.
Obedecí.
—No temas —prosiguió, mientras bebía un breve trago y dejaba otra vez el vaso, manchado por la media luna roja de su boca—. No debes tener miedo de las cosas que te excitan. Nunca.
Supuse que habría dicho esa frase cientos de veces, pero me gustó oírla. Se volvió hacia mí y apoyó su boca pequeña contra la mía. (No era un beso como podría haber sido el del tipo del avión; no, este tal vez te hubiese gustado Marina). Recorrí la boca de Baxí con mi lengua para sentir el sabor de su lápiz de labios (tu sabor), algo que el beso de un hombre jamás podría darme, salvo el de un hombre como él.
—Cuéntame qué cosas te excitan —dijo—. Quiero hacerte gozar.
—¡Oh!, ¿sabes?, no podría decirlo. Nunca he estado con una mujer como tú.
—Venga, Marina, dímelo todo. —Comenzó a desabrocharme, uno a uno, los botones de mi blusa.
—Me excita que me toques…, que me llames Marina…
—Eres guapa, Marina. —Sonrió, abriéndome ahora el sujetador—. No creas que no sé reconocer a una mujer guapa. —Seguía mintiendo.
—Me excitas tú.
—Sí, Marina, sí.
Se inclinó hacia mí, besándome el cuello, la oreja, la comisura de los labios, prometiéndome un beso pleno que no llegaba porque volvía a marcharse cada vez que rozaba mi boca. Me desabrochó los cierres de la falda, y tintinearon los brazaletes que llevaba en su muñeca. Luego me quitó toda la ropa, también los pantis y los zapatos. Quedé desnuda ante él, como un animal indefenso. (Me avergoncé de la pobreza de mi cuerpo, vida mía, comparándolo mentalmente con el de Baxí, que lo tenía todo).
—Marina —dijo.
Le acaricié los largos cabellos morenos. Me había habituado al pelo corto de Marina, a mi propio pelo corto, y me produjo un vivo placer hundir mis dedos en aquella melena suave, interminable; la acaricié una y otra vez, desde la frente hasta la cintura, perdiéndome en ella como en la corriente de un río, como en la corriente del tiempo. Cerré los ojos para dejarme inundar por su perfume sin ser estorbada por la vista.
—Marina —dijo uno de los dos.
—Marina —repitió el otro.
—Me excita que te toques tú —dije yo.
Me besó los párpados cerrados, y le oí alejarse. Abrí los ojos.
Se recostó contra el brazo del sillón, frente a mí. Desabrochó su propio sujetador y me enseñó sus tetas, maravillosas, con unos pezones duros y protuberantes, rodeados por un círculo completamente simétrico. Estiró las piernas y me sujetó la cintura con ellas. Pasé las yemas de mis dedos sobre la superficie tensa, brillante, vaporosa de sus medias de nailon, que contrastaba con la dureza del cuero de sus zapatos, la punta, el tacón. Baxí se restregó las piernas con la mano izquierda, arriba y abajo, como si persiguiera la mía, mientras la mano derecha presionaba, giraba, moldeaba la forma de sus pechos, estaba orgulloso de ellos, los admiraba tanto como yo, y los brazaletes entrechocaban, sonaban sin ritmo cierto, doblaban como campanas insensatas.
Vi la suela de su zapato cubierta por la suciedad de la calle, pero no me importó; la apoyé contra mi coño, y él, ella, Baxí, apretó, sabía que me gustaba sostener su pie calzado contra mi coño, restregarlo, sentir que mi sexo se estaba mojando, y en su humedad se mezclaba el polvo de la calle, los orines de perro, las hojas secas, los cigarros apagados, y su otra pierna, su media vaporosa, me acariciaba la cintura, me pisaba el flanco, y todo se veía así, por fragmentos, las uñas de las manos, largas, rojas, sobre los pezones, el brillo de sus medias, la minifalda, debajo de la cual se celaba algo oscuro, estremecedor, la turbadora sospecha de que una mujer tan guapa como Baxí (mira sus piernas, amor, sus pechos) poseía algo más que una simple mujer (ni tú ni yo éramos como ella), la suela se apretó aún más fuerte contra mi coño, ella tenía una polla allí abajo, y entonces no resistí más, le cogí el pie, lo separé de mi sexo, aferré el empeine, pero no para acabar el contacto, sino para intensificarlo, para meterme su tacón en mi coño, mientras él me decía te gusta, Marina, así te quiero, excitada, y el tacón podía ser esa polla que me estaba negada, la minifalda, su mano que alzaba un seno para llevárselo a los labios, y besarlo, mi mano que le imitaba, que me convertía en su reflejo, el tacón, el tacón en mi coño, la suela ahora sobre el clítoris, los cabellos negros derramados sobre sus hombros, y cerré los ojos (tu perfume, Marina, el contorno de tus zapatos en mis dedos y tus zapatos en mi concha), tu olor, Baxí. ¿Qué tienes ahí, bajo la minifalda?, prométeme que me lo darás después. Sí, Marina, te lo prometo, te daré mi polla de mujer, pero ahora clávate mi tacón, ve hasta el fondo, córrete, córrete, así, Marina, así, y deseé que Marina estuviera allí, para que viese cómo la recordaba, la recordaba siempre, incluso cuando me corría sobre el pie de un travesti, me corría con largas sacudidas, con espasmos, mojándome, derramándome a chorros como me enseñó ella pero sobre él, rogándole que sintiese siquiera una parte de mi placer, Baxí, tus ojos tristes, tus zapatos sucios.
—Ven aquí —dijo.
Me cogió de la nuca y me atrajo hacia él. Le besé los pechos, el vientre, los músculos ligeramente marcados de su abdomen, le liberé de la minifalda. Fue fácil. Apenas tuve que tirar para que la goma cediese. Y vi un liguero y unas bragas muy grandes, destinadas a contener lo que había que esconder en un hombre como él, y que sin embargo allí estaba, palpitando, una polla, una polla que salió a la superficie en cuanto le quité las bragas, la polla de ella, no la tenía completamente tiesa, le colgaba hasta el reborde de las medias, pero tampoco estaba fláccida, caída, había esperanzas, yo tenía que excitarle, besársela.
Déjame, le dije, déjame intentarlo, y se la chupé, la punta, los lados, pasé mi lengua sobre ella, aferré sus testículos en la palma de mi mano para darles calor, ¿cómo quieres que te llame, Baxí? Llámame Baxí, Marina. ¿Ves?, Baxí, te estás empalmando, poco a poco, ya la tienes más dura, ahora le hablaba yo mitad en español y mitad en italiano, te gusta, Baxí, eres mujer, eres lesbiana, ¿o no ves cómo se empalma tu polla? Soy como tú, Marina, no somos nada, ni una cosa ni la otra, chúpamela más, muérdemela, tú no te llamas Marina, lo sé, y yo tampoco me llamo Baxí, pero me gusta acariciar tu nuca erizada, tus cabellos cortos. Y a mí me gustan los tuyos, Baxí, largos, morenos. No hables, Marina, chúpamela. Quiero que te corras. No me correré en tu boca, ven. Cogió el bolso, el minúsculo bolso color tostado, y sacó un condón. Nunca pensé que lo usaría yo, sonrió, los tengo para ponérselos a los clientes, y se lo puso y me aferró de las caderas, me subió a su polla empalmada, y le sentí dentro de mí (tú nunca hubieras podido, amor), llenándome, mirándome desde el sofá, con la sombra de sus párpados maquillados, las cejas depiladas, y de mi vista había desaparecido la polla, pero la tenía yo, dentro, era el cuerpo de una mujer debajo de mí, una mujer que me estaba penetrando, ¿te gusta, Baxí? Me gustas, Marina, me gustan tus pechos. Tienes los ojos tristes. Tú también, Marina, pero estás caliente, y nos tomamos de la mano, subí y bajé sobre él, golpeándome con su pubis contra mi entrepierna, me gusta tu perfume, Baxí. Es también el tuyo, Marina, lo he olido. Déjame que te abrace, aún no lo he hecho, y su abrazo era tan diferente al de Marina, lo sentí al instante, su piel, su carne más dura, tan dura como su polla en mí. ¿Sientes la fuente, Baxí? Siento el ruido del agua, Marina. ¿Ves la luz de la luna, Baxí? Veo tu rostro, Marina. Fuera hay niebla, Baxí. Lo sé, Marina, pero muévete más, no dejes que me quede en el camino. No, Baxí, así, piensa que soy un hombre, si te apetece. No, eres guapa como mujer. Tú eres más mujer, Baxí, me encantas, me excitas, tienes unas tetas perfectas. Espera, Marina, vuélvete, y me apartó, me guio, me bajó de su cuerpo y la polla reapareció a la vista, era verdad (ya lo sabíamos, amor, pero nos gustaba, tenía una polla), me hincó a cuatro patas, me besó el ano, muy suavemente, mientras mantenía su sexo en la mano, acariciándoselo, recorrió con su lengua los bordes del abismo en el que Santiago me había humillado por dos veces, pero él no lo hacía, no me humillaba, me mojaba, me preparaba para su polla, introducía la lengua un poco, luego volvía a mojarme, a recorrerme los bordes, me fui abriendo. Te gusta, Marina. Contigo sí, Baxí, entra, quiero que te corras, pero siguió besándome, humedeciéndome (como lo hacías tú, que lograbas inundarme de placer, introducirme un calor agradable hasta las entrañas), y entonces Baxí me cogió del coño, apresándolo con todos sus dedos a la vez, agitando sus brazaletes, y me atrajo hacia sí, y me penetró, me la metió, despacio, esperando a que mi ano fuera abriéndose conforme entraba en mí, sin dañarme, no me duele, Baxí, sigue, no te detengas, y su polla se iba agrandando en mi recto, yo podía sentirlo, le gustaba, te gusta, Baxí Me gustas, Marina, mientras me la metía toda, toda, hasta donde nadie nunca había llegado, ni Santiago (ni tú, amor mío), me voy a correr, Baxí, me encanta, sacudí mi cintura, mis nalgas daban contra sus muslos y podía sentir las tiras del liguero, el reborde de encaje de sus medias contra mi piel, el límite entre la carne ardiente y la tela vaporosa, apriétame más en el coño, Baxí, mientras yo busco tus piernas, me arrodillo sentada sobre tu polla, alcanzo la forma de tus zapatos, de tus tetas, de tu larga cabellera negra. Y tú déjame que te bese el cuello, tus cabellos cortos, me voy a correr, Marina, tu coño. Avísame, Baxí, somos lo mismo, nada, corrámonos juntos. Sí, Marina, ahora, ahora debes correrte, ahora. Ahora, Baxí.
No es necesario que te cuente estas cosas, Marina, tú las sabes aunque no estuviste allí. No es necesario que te cuente cómo Baxí se quedó en casa hasta ayer por la noche. Yo no le amaba, era muy distinto a ti, pero llenó por unos días mi soledad con el recuerdo de tu placer, me proporcionó la manera de ir a tu encuentro.
Le quise, es verdad, en cierto modo le quise. Le llevaba a trabajar, pero me marchaba en seguida, ya no me quedaba a ver cuántos clientes le solicitaban. Tenía celos, Marina, como no tuve de ti, que fuiste mi único amor. Luego pasaba a recogerle casi al amanecer, y él dormía todo el día, estaba cansado, sucio, había chupado decenas de pollas, muchos le habían dado por el culo, pero antes de salir, cuando yo ya le había preparado la cena y él se había maquillado con tus cosméticos y vestido con tu ropa, estaba flamante, inmaculado aún, me dejaba que me masturbase mirándole o me sodomizaba lentamente o me follaba con tus zapatos de tacón. Luego cogía mi dinero, como si el piso, nuestro piso, Marina, fuera una pensión para travestis, una pensión al revés, donde comía, dormía y por añadidura le pagaban. Y yo tenía que conducir hasta la calle que bordea las murallas, dejarle entre los hombres que jamás sabrían ver la intensidad de su mirada triste, que no se excitarían con la suela de sus zapatos sucios, que irían con él como lo hacía Santiago, que preferían el hombre Baxí o la mujer Baxí, pero no el Baxí entero, único. Nunca volvió a ser como la primera noche con él, nos veíamos de día, y mi deseo moría con la luz, aunque cerrase los postigos, aunque corriese las cortinas, el sol estaba allí, bastaba la presencia invisible del sol hombre, que me hacía comprender que Baxí no era una mujer como tú y como yo, para verle como un monstruo, una arpía, y no la sirena que sólo la luna me permitía ver, la luna mujer a cuya luz tú y yo nos amamos tantas veces, la luna del cielo y la del espejo.
Baxí me daba pena, tú lo sabes, Marina, tampoco es necesario que te cuente esto, no hay gesto que yo cumpla que a tu vez no hubieses podido cumplir tú, no hay sentimiento mío que no te pertenezca, te hubiese dado pena a ti también, los padres de Baxí querían una niña, ya tenían tres varones, y entonces le criaron como si hubiera nacido mujer, eso decía él, vete tú a saber si no era otro embuste de los suyos, decía que le dejaban crecer el pelo, le peinaban la cabellera morena, le ponían vestidos femeninos, le llamaban con un nombre de mujer, durante años le criaron así, decía él, muchos años lograron ocultárselo, hasta que se lo reveló uno de los hermanos, y él no se lo podía creer, ¿cómo se lo iba a creer?, él era una niña, por eso en su cuerpo no se veían las marcas de un pasado de hombre, Marina, así era Baxí, había sido siempre una mujer, aunque esa historia fuese mentira, y se sabía distinta, no quería operarse, no sabía a quién amar, y sus ojos tristes no podían encontrarse en el espejo como se encontraron los nuestros, no podía haber nadie igual a él, tal como tú y yo éramos iguales; yo le consentía todo, Marina, y no me despreciaba, pero él tampoco me amó, cogía mi dinero, me obligaba a llevarle a trabajar, de compras, a su casa, una minúscula habitación en la que vivía con Rony, para coger algunas cosas y luego me daba su ropa para lavar, la misma que alguien había pagado para manchar de semen, no ignoraba el oscuro poder que ejercía sobre mí, si me hablaba era sólo para mentirme o para que le fuese a comprar tabaco, pero no era malo, Marina, se suponía incapaz de sentir y hacía todo por confirmarlo, pobrecillo, mi dinero era para él el símbolo de que nuestro amor jamás llegaría a ser un amor auténtico, un contrato, apenas una mutua consolación, y a su modo trató de hacerme feliz en estas pocas semanas, intentó hacerme sobrellevar tu ausencia, no aceptó dejarme encinta, yo quería que él fuera el padre de nuestra hija, Marina, que fuera él quien me devolviera a Laura, una niña con tres madres, tiene gracia, tú, yo, él, pero idéntica a otras cuatro, a ti, a mí, a Laura, a Clara, y él no quiso, Marina, se negó, ¿y si nace un varón?, decía, ¿lo criarás como me criaron a mí?, se opuso rotundamente, tal vez sólo porque no era capaz de correrse en mi coño, no quería mas que mi culo, y ahora ha regresado el invierno, y Roma sin ti no parece la misma, me cuesta ver las bellezas sin tu amor, he probado en tu Montevideo, en tu Buenos Aires, eran tan hostiles, tan ajenas como Madrid, ambas habíamos ido en busca de una ciudad y sólo Roma nos perteneció, nos pertenecería siempre, por eso he regresado, aquí están mis fantasmas y mi memoria, hace tanto frío y recuerdo el invierno en que te perdí, Baxí se ha marchado ahora, se me acabó la pasta y me dejó, anoche, no tuve que llevarle a la calle de las murallas ni a su minúscula habitación, ya nunca más vendrá a sodomizarme con su polla, esa misma polla que tanto me perturbaba y él cubría siempre con un preservativo, ¿por qué lo haces, Baxí?, le pregunté una tarde, ¿tienes miedo?, no quiero contagiarte, respondió, me quedé sorprendida, boquiabierta, lloré, entendí la tristeza de su mirada, era la señal de la muerte inminente, yo tenía que lamerle también esa herida, ir a tu encuentro, y entonces no comí sus excrementos (no, amor, sólo los tuyos), hice algo mejor, le alcé la falda, la falda de mujer, para buscarle la polla de hombre, de condenado a muerte, se la acaricié, se la chupé, y la mordí hasta hacerle sangrar, estás loca, Marina, me decía, pero no, no estaba loca, no dejé de chupársela, de sentir el sabor dulce de su sangre apestada, hasta que se corrió en mi boca y me comí todo el semen, hasta la última gota, el mejor modo de ir a buscarte, Marina, dondequiera que estés, para volver a sentir el calor de tu abrazo y no gozar sólo con estos recuerdos, sino recuperar la felicidad de vivir a tu lado, aunque sea en la muerte, la felicidad que nos interrumpieron en Roma, cuando te fuiste, el único modo de juntar los pedazos dispersos de este espejo roto, de visitar sin lágrimas tu tumba, aquí, en nuestra ciudad, de deshacerme de esta vida mía que es estéril, inútil, vacía sin tu presencia, que no tiene sentido, que es peor que la muerte desde la noche de Año Nuevo en que te vi morir sobre mí.
—¿Qué haremos en Noche Vieja?
—Dicen que de la misma manera que empezás el año vivirás los doce meses siguientes.
—¿Cuándo llega la medianoche?
—Sí, cuando dan las doce. Eso que estás haciendo imprimirá su signo al resto del año.
—Lo empezaremos juntas.
—Sí, Sofía, amor mío.
—Empecemos el año follando. Que la medianoche nos encuentre desnudas.
—Una abrazada a la otra.
—Como ahora.
—Con mi boca sobre la tuya.
—Y tus piernas entre las mías, Marina.
—Y una botella de champán junto a la cama.
—Para embriagamos juntas.
—Y hacemos el amor.
—Como ahora.
—Como ahora, Clara.
Había llegado el invierno, En las calles de Roma, la lluvia arrastraba las hojas muertas; el cielo gris se cubría de nubes sin forma; los días acababan antes de que tuvieras tiempo de darte cuenta de que habían empezado, y las ramas de los árboles ahora sin su follaje habían sido decoradas con luces de colores para festejar la Navidad. Cada una de las seiscientas iglesias romanas tenía su pesebre de Belén y en todas faltaba el Niño Jesús, pues lo pondrían el 25 de diciembre. El más bonito era el de la plaza de España, armado sobre las escalinatas que conducen a la Trinidad de los Montes, a un paso de la casa donde vivieron Shelley y Keats, cuyo nombre fue escrito en el agua.
Los meses se me habían pasado volando. Me parecía que sólo pocos días antes había encontrado a Marina en El Tórrido Trópico, un lugar y un nombre tan absurdos de evocar en el invierno de Roma. Pero simultáneamente tenía la sensación de estar viviendo con ella desde hacía años, desde toda mi vida. Compramos un árbol de Navidad, lo cubrimos de adornos, luces, nieve falsa, y llenamos la casa de rosas.
El día de Nochebuena preparamos un pavo, lo aderezamos, lo dejamos listo para no tener más que ponerlo en el horno un par de horas antes de la cena. Y cometimos el error de apoyarlo sobre la mesa de la cocina mientras salíamos a dar un paseo (¿recuerdas que nos tomamos de la mano dentro del bolsillo de tu abrigo?). Al regresar lo encontramos todo mordisqueado. Se lo habían comido las ratas.
—Después de todo —dije—, las pobrecillas también tienen que festejar la Navidad.
De modo que en Nochebuena acabamos comiendo pizza. Habíamos invitado a cenar al Astrólogo, sin explicarle el motivo, para pillarle desprevenido.
—¡Válgame Dios! Engañado he venido —dijo en su español farragoso, cuando cayó en la cuenta, nada más entrar y ver el árbol iluminado—. Noramala para quien acá me trajo, que pensé que era convite, y no malo, pero pues es ansí que no es, agora mesmo, ¡oh amigas!, echemos pelillos a la mar en esto de nuestras pendencias, denme el yantar y despáchenme luego.
Juró que para Año Nuevo no le atraparíamos otra vez. Vendría a saludamos, sí, pero nada de cenas ni de celebraciones. De cualquier modo, nosotras no le hubiésemos invitado. Teníamos otros planes —entrar en el nuevo año follando—, y en ese caso el Astrólogo no era el hombre con quien queríamos iniciar a Marina. Alegando que el día de Navidad era un día como cualquier otro, él quería marcharse antes de la medianoche, pero conseguimos retenerle con el Tirant lo Blanc en catalán, regalo que acabó de disculpamos de la ofensa de haberle invitado a una fiesta cristiana; hacía mucho que suspiraba por ese libro sin poder conseguirlo, así que lo habíamos encargado en la librería de las beatas de plaza Navona. Nosotras nos hicimos tantos regalos que siempre había un paquete más cuando ya parecía que debían haberse terminado, y el Astrólogo no salía de su asombro, convencido de que la miopía le estaba traicionando como de costumbre.
Durante la semana nos pilló por la calle una tormenta inclemente, y quedamos caladas hasta los huesos. Ya en el piso, encendimos la estufa, nos quitamos la ropa empapada y nos dimos recíprocamente calor, friccionándonos la piel erizada, de pie sobre la alfombra. Bebimos unos tragos de grappa, sólo unos tragos; era muy fuerte, no había quien la resistiese. Me senté sobre la alfombra sosteniendo el vaso de aguardiente con ambas manos. Marina, aún de pie, me masajeó los hombros y el cuello.
Bajo la presión de sus dedos noté cómo mis músculos se relajaban, aflojaban todo el crispamiento ocasionado por el frío, se desentumecían, recibían más calor de las manos de ella que de la estufa vecina. Marina se acuclilló detrás de mí, con las rodillas abiertas, y sentí que su sexo se pegaba a mi espalda, extendido al máximo, húmedo, tibio, apoyado en la línea exacta de mi espina dorsal, y ahora en los hombros no tenía ya las manos de Marina sino los pechos de Marina, que rodeaban mi cuello y me rozaban los carrillos, pues sus brazos me envolvían, se aferraban entrecruzados a mis costillas para sostenerse mientras ella ascendía y descendía con su sexo cada vez más húmedo y caliente sobre mis vértebras, y en mi oído susurraba palabras dulces, que yo sería incapaz de repetirlas, que quiero callar. Entonces entré en un orgasmo inaudito, que empezaba en la columna vertebral y se difundía, se ramificaba también a través de los nervios hacia cada parte de mi cuerpo, aun la más extrema, hacia mis miembros sumidos en una suerte de éxtasis que todo lo abarcaba y abrigaba, el vaso se me cayó de las manos y rodó en la alfombra, en tanto Marina se corría sobre mi espalda, sobre mi médula, transmitiendo su orgasmo a mi sistema nervioso para que lo recorriera en todas sus ramificaciones y bifurcaciones, pero yo no me corría, o al menos no acababa de hacerlo, seguía vibrando sin término, tensa y calma a la vez, sensitiva, con mis nervios como una red desplegada para pescar lo que me rodeaba, podría haberme quedado horas así, con la humedad satisfecha de Marina sobre mi espinazo, su coño sobre mí, horas, horas, pero no lo hice. Me corrí, con un gemido largo, un grito susurrado. De haber sabido que ella estaba a punto de morir, no me habría movido nunca de allí, habría permanecido inmóvil toda la eternidad, en esa tensión sin término, esa espera indefinida de un suceso inminente, la pura espera feliz de mi médula y el haz de mis nervios, en el deseo más absoluto, el deseo que no cesa y encuentra en sí mismo la satisfacción, y en la satisfacción el renovarse del deseo, como un círculo invisible, como el ciclo infinito de las estaciones y los días, como el amor verdadero, el movimiento de Marina sobre mi espina dorsal.
Llegó el 31 de diciembre, que hubiese tenido que ser una fiesta para nosotras, una cita de amor, una celebración íntima, la firma de un nuevo tratado que confirmase los tratados anteriores a él, y en cambio se transformó en la fecha de nuestra separación. El último día del año sería también el último de mi felicidad. La medianoche nos cogió desnudas, la una abrazada a la otra, pero nada fue como lo habíamos previsto.
Hacía un tiempo destemplado, y el cielo plomizo contrastaba con los muros ocres; un viento frío y húmedo bramaba por entre las callejuelas del barrio. La mañana nos encontró tristes, inexplicablemente. Por la noche, yo había soñado que atravesaba los portales de una catedral que nunca había visto pero que íntimamente conocía. Yo no quería entrar en ella, me obligaban, me conducían a empellones hasta el fondo, a través de dos series de columnas idénticas. Estaba muy oscuro, pero yo lo veía todo. De pronto, un costado de la catedral desaparecía, llevándose consigo una fila de columnas. Yo escapaba a través de la brecha abierta por esa extraña desaparición. Más bien me veía escapar a la lejanía, porque yo permanecía en el centro del templo, pensando: «Dios mío, tengo que huir, el techo se va a derrumbar sobre mí», y mientras lo pensaba empezaban a caer sobre mi cabeza vigas, imágenes de santos, ladrillos, y yo a la vez escapaba y quedaba sepultada bajo las ruinas de la catedral. En ese punto abrí los ojos. Faltaban pocos minutos para las ocho de la mañana y estaba sonando el timbre de la puerta.
Me envolví en el albornoz y fui a responder, sin prisa. Eran testigos de Jehová, un hombre y una mujer, no les vi bien, aún estaba dormida. Se proponían convertirme a su fe con la amenaza de un inexorable apocalipsis próximo y de paso venderme algunos libros y publicaciones. Me costó librarme de ellos, porque en cada respuesta que les daba encontraban la manera de seguir insistiendo.
Preparé un café procurando no hacer ruido, para no despertar a Marina, y me lo tomé en el sofá, junto a la ventana cerrada. Observé el retrato que Manolo me había hecho siguiendo los fortuitos métodos de Orbaneja, el pintor de Úbeda. Le eché de menos. ¿Cómo estaría? Miré la hora: las ocho y diez. Aún no se habría ido a dormir, nunca podría ordenar sus horarios alterados. Cogí el teléfono. Cero, cero, tres, cuatro, uno… Era mi primer contacto con España, con Madrid, desde el 25 de junio. Seis meses, pensé otra vez. Han pasado ya seis meses. Oí que Manolo, como siempre, respondía sin hablar, receloso, para descubrir quién le llamaba.
—¡Manolo! —grité.
—¿Qué Manolo? —dijo. Estaba despierto. Sin duda había acabado de pintar y comía su desayuno—cena, antes de irse a la cama.
—Manolo, eres incorregible.
—¡Sofía! ¡Qué gusto escucharte! —exclamó, abandonando su recelo. Me había reconocido—. ¿Dónde estás?
—Pues… fuera de Madrid.
—Sí, es mejor, no me lo digas. Prefiero no saberlo. —Su voz se ensombreció—. Hombre, haz de cuenta de que no te he dicho nada, pero cuídate.
—¿De qué? —pregunté.
—Pues ¿de qué va a ser, mujer? De Santiago. Ha oído cosas muy extrañas sobre ti, no sé cómo reaccionaría si te encontrara. Trata de evitarle. La última vez que le vi estaba furioso, alucinado. Parecía un loco.
—De acuerdo —dije, procurando cambiar de terna—. Cuéntame de ti.
—Pues mira, la verdad, mi vida es la de siempre, sin novedades. Sigo pintando. Cuando puedo. Por cierto, ese tipo que te perseguía es un coñazo peor que la periodista. Viene todos los días a darme la lata. Me dijo que le habías enviado tú.
—¡Yo no te he enviado a nadie! ¡Ni por esas! ¿De qué tipo estás hablando?
—De Carranza.
Carranza, el muy hijo de puta, continuaba rondando por mi vida con la avidez de un cuervo. Agradecí estar lejos de Madrid. Me despedí de Manolo. Nos deseamos felicidades para el próximo año. Me dije que intentaría conseguirle una exposición en la galería de Rioja Pou. Me había gustado oír su voz, saber que la pintura seguía siendo lo más importante para él, aunque las noticias que me daba eran alarmantes.
Desperté a Marina llevándole el desayuno a la cama. Por lo general era ella quien lo hacía, pero por una vez yo me había levantado antes. Permanecimos allí hasta el mediodía, leyendo espalda contra espalda, jugando con nuestros pies bajo las sábanas.
—¿Qué lees? —le pregunté.
—Un libro tuyo. El jardín de las caricias.
—¿Te gusta?
—Me pone triste. Oís cómo empieza este poema: «El amor de la mujer es como la sombra de una palmera sobre la arena».
—Es bonito —comenté—. Léeme el resto.
—«En la noche de tu sepulcro, recuerda el jardín solitario adonde un día te conduje».
—¡Terrible! ¿Y luego?
—«Recuerda la mañana apacible en que te doblaste bajo mi amor, como una palmera bajo el simún. Pero a fuerza de soplar, el simún cubre de arena la rama que ha quebrado… ¡Oh, mi esbelta palmera, que la arena del cementerio sea leve sobre tu sepulcro!».
—Es cierto, es muy triste, es…
Marina no me dejó terminar porque arrojó el libro a un lado, me abrazó y llenó mi boca con su lengua.
Por la tarde cocinamos el pollo para la cena de Noche Vieja. Queríamos comer temprano, y luego correr a la cama para recibir el año allí. Marina llamó a su madre y a sus hermanos, y también a Emilia, pero no respondió nadie en casa de su amiga.
A eso de las ocho, ya nos habíamos vestido y maquillado, listas para pasar nuestra gran noche. Yo estaba sacando unas patatas del fuego cuando volvió a sonar el timbre, por segunda vez en el día.
—¿Podrías abrir tú? —le grité a Marina desde la cocina—. ¡Debe de ser el Astrólogo!
Oí que abría la puerta, y luego insultos, bofetadas, un aullido de dolor de Marina. Apagué el fuego a toda prisa y corrí a ver qué pasaba. Santiago había dado con nosotras.