Íbamos al encuentro, la una de la otra, al borde de la piscina, y cada paso que dábamos nos llevaba al desconcierto.
No es que Marina simplemente se pareciera a mí: era idéntica; ni una hermana se me hubiera asemejado tanto.
Mi marcha se demoraba al ritmo de mi estupor, y me daba la impresión de estar ante un espejo ligeramente anómalo, ante la fotografía de una época olvidada de mi pasado, ante un sortilegio de hechicería. Como cuando vistes ropa nueva o acabas de cortarte el pelo, que te sorprende la primera imagen que los espejos te devuelven, o cuando observas fotografías que te han pillado de sorpresa y no te han dado la posibilidad de imprimir a tus rasgos la marca de la voluntad. Hay un desajuste entre la realidad y los mitos personales, entre la reciente imagen y la antigua, que nada conseguirá salvar sino un nuevo hábito.
Esa sensación de ligero desacuerdo es la que experimenté al repasar someramente y a toda prisa los detalles superficiales que me diferenciaban de Marina, rasgos casi imperceptibles que sólo un ojo atento estaba en condiciones de advertir. Más allá de ellos, desde luego, lo esencial era haber descubierto la existencia de mi doble perfecto.
Tras avanzar con pasos lentos y vacilantes, nos detuvimos al fin cara a cara.
Ninguna palabra acudió a mi boca temblorosa. Por lo demás, no era necesario hablar. El bolso se resbaló de mi hombro y cayó al suelo.
Levanté apenas el brazo izquierdo y tendí la palma de mi mano hacia Marina, para comprobar la realidad de mi visión, en el mismo momento en que ella tendía su mano derecha hacia mi. No alcanzamos a tocamos. La miré a los ojos, y allí vi mis ojos mirándome. Me giré, nos giramos. Nos contemplamos en los rotos reflejos repetidos del agua y fuera de ella, y éramos cuatro Narcisos y uno y dos, nos miraste, me miramos en las ondulaciones de la piscina para buscar nuestro rostro verdadero y nuestro nombre escrito en el agua, y un impulso me incitó a escapar de aquel sueño zambulléndome en la piscina, cuando Marina también lo hacía.
Entonces el espejo se rompió, encontré mi sombra, mi reflejo, a ti, a mí misma, en la vigilia límpida del agua, y en ella mis lágrimas previas se disolvieron, se perdieron para siempre en la piscina junto al olor a naftalina de los viejos inviernos, y el amor fue como el agua que nos envolvía sin fisuras, y el mundo, nuestros ondulantes reflejos multiplicados; abrí los ojos y vi más claro que nunca, porque te vi, amor mío.
Nos tocamos, con temor, nos rozamos apenas, y ese ligero contacto me hizo perder la cabeza, se me olvidó todo lo que yo era, mis pudores, mi prudencia, fue algo tan extraordinario que no podía medirse con los parámetros habituales, ni demorarse en los rituales de la urbanidad, me gustas, tengo que pensármelo, llámame la semana próxima, no vayas tan aprisa, necesitamos tiempo para conocemos y todo eso. No, esto era algo que iba más allá de la experiencia y la tradición, de los flirteos y de las reglas.
Me entregué a ella. Hay actos que ejecutas por un impulso súbito, sin pensártelo más que la fracción más pequeña de la fracción de un segundo, y luego lo lamentarás o lo agradecerás por el resto de tu vida. Son momentos únicos, raros, perfectos.
Nos abrazamos, y el primer abrazo en esas profundidades infinitamente remotas nos separó del pasado y nos unió, Narciso se abrazó a Narciso, nos estrechamos desaforadamente entre las burbujas del aliento y la espuma de la luz, nos acariciamos bajo el agua hasta el límite último de nuestros pulmones a punto de estallar, y entonces subimos, regresamos otra vez al mundo, pero ya no éramos las mismas, habíamos atravesado nuestro río del olvido, franqueado el umbral de los espejos, perdido la vieja piel, nos habíamos iniciado en los misterios de la identidad que se divide para hallarse, bautizado con un inusitado rito sensual, y ahora que nuestros cabellos húmedos se adherían a la cabeza desaparecían los detalles nimios de la diferencia y éramos iguales, estábamos ocultas contra el borde de la piscina pero visibles en el centro del centro del ser.
Yo al principio me negué a besarla, porque no acababa de comprender del todo el milagro concedido, pero me bastó contemplar los labios que tantas veces había besado contra la fría superficie de los espejos, dejando el rastro desengañado de mi boca solitaria, para que se disipasen mis dudas, y la besé, la besé con la desesperación con que mis pulmones intentaban respirar, busqué en su boca el aire para mi boca, la cogí de las mejillas, agradecí la ofrenda de sus labios y de su lengua dulce sobre la mía, sin pensar que yo era una mujer y ese era el beso de otra mujer, porque estaba atravesando las fronteras que separan al amor de los escrúpulos, sacudiéndome de encima las astillas despedazadas del espejo, y tuve miedo, pero fue apenas por un instante, o tal vez ni siquiera eso, tal vez sólo creía que tendría miedo y en verdad no lo tuve, y en el agua fría mis pezones duros entraron por primera vez en contacto con otros pezones, y toqué un coño que no era el mío pero que a la vez me pertenecía desde siempre, mientras una leve mano femenina me buscaba el sexo debajo del bañador, todo fue fulminante, como una onda eléctrica que recorriese las aguas de la piscina encendiéndonos, todo se precipitó, ya no pude resistirme a ese frenesí insensato, no fui capaz de pensar en nada, de avergonzarme o sentir remordimientos, me rendí a ese placer urgente de veintiocho años de abstinencia, volví a ver el amor de dos cuerpos idénticos que llegan a la vez a un único orgasmo, abrazados y sumergidos en el agua de dos bocas reunidas en el único beso verdaderamente amante.
Creo que nadie nos vio besamos en aquel borde apartado de la piscina, a excepción del camarero, que marchaba hacia los vestuarios maldiciendo, con la camisa en la mano. Estupefacto, se detuvo a espiamos desde detrás del trampolín. Pero no le prestamos atención. Sólo separamos nuestros labios un momento, nos contemplamos y entonces el beso regresó dulce, llenando de agua las bocas, nuestras lenguas anhelantes sabían igual, se buscaron sin prisa, se reconocieron como dos ángeles perdidos entre los tejados de una ciudad hostil y se gozaron lentas de amor encontrado.
Un visitante inesperado se entremetió en ese punto: el hombre que dormía a pierna suelta sobre la colchoneta. Los movimientos del agua de la piscina le trajeron hasta nosotras, pero él no se despertó y siguió roncando. Era mejor así, esa noche no iba a poder pegar ojo, pues ya tenía la piel hecha una llaga viva. De cualquier manera, Marina y yo salirnos del beso y de la piscina, aunque hubiéramos querido permanecer allí para siempre.
Rociando el suelo con gruesas gotas, en las cuales se derramaba también un poco de la saliva de nuestro primer beso, caminamos junto al borde de la piscina, sin dar explicaciones al camarero, que continuaba observándonos, patitieso. Lo que aparecía como la suma del descaro —la homosexualidad y el incesto— debía de exceder todos los límites de sus entendederas. Su estupor consiguió que el miedo volviera a sobrecogerme.
No nos dijimos una palabra, pero no lográbamos apartamos. Nuestros brazos húmedos se rozaban al calor de mayo en un escalofrío y parecía que cada uno de nuestros vellos erizados entraba en mutuo contacto. Llegamos junto a la mujer baja y robusta que había venido con Marina a la piscina. Nos arrodillamos sobre la toalla.
—No me lo puedo creer… —balbuceó ella al vemos—. ¡Sois la misma persona!
Marina me miró a los ojos.
—¡Vaya por Dios! ¡Enhorabuena! —exclamó la mujer—. Es tópico decirlo, pero parecéis hermanas. ¡Sois idénticas!
Así era. Semanas después buscaríamos diferencias; eran tan pocas que subrayaban aún más las semejanzas. Ella tenía el esternón un poco más abultado, el cuello más largo, la voz ligeramente más ronca, las piernas y los brazos más finos, gesticulaba mucho menos que yo cuando hablaba y se le formaban hoyuelos al reír. Yo, por mi parte, tenía los huesos de la cadera más prominentes, las orejas más pequeñas, los hombros menos anchos y los ojos más separados, hablaba en voz más alta y pestañeaba más a menudo. Fueron largas noches íntimas de descubrimiento para nuestros sentidos alborozados. Recordaré siempre cuando, desnudas en la tarde de Siena, rodeadas por los rumores de las gentes que regresaban de una vida moderna por entre las calles medievales y las campanadas de la catedral que llamaban al ángelus, en la oscuridad, delante de los espejos callados, comparamos nuestros ombligos, rozándolos apenas con el índice en un gesto que era más sensual que una penetración, adivinando a ciegas las cicatrices distintas, la mía combada hacia fuera, la suya en forma de estrella cóncava, y dábamos el paso inicial del largo camino que nos llevaría al gozo, pues luego yo pasaba mi lengua sobre su ombligo largamente y ella, a cuatro patas sobre mí, hacía otro tanto, los ombligos ardían entre labios palpitantes en una sincronización impecable, igual a nuestros cuerpos, al estremecimiento de extasiarme abrazada a tus piernas, y tu respiración alborotada contra mi piel y las campanas que ahora saludaban nuestro placer. Porque cada confrontación nos veía terminar desfallecientes de voluptuosidad, con el asombro renovado y la devoción en aumento. En seguida aprendimos a peinamos y a caminar del mismo modo. Carecíamos, es verdad, de esos ademanes comunes que identifican a todos los miembros de una familia. El espanto del mundo nos separaría antes de que el mimetismo se volviera involuntario.
Mientras miraba a Marina junto a la piscina en la que nos habíamos besado en silencio, comprendí que era ella, y no yo, a quien había visto en el sueño de la noche anterior.
—Me marcho —añadió la otra mujer en ese punto—. Será mejor que os deje solas. ¿Tienes coche? —me preguntó.
Asentí con la cabeza. La mujer recogió sus cosas y antes de irse le dijo a Marina:
—¡Pues el sombrero te lo regalo y ya está!, aunque no te guste. —Sonrió—. Será el recuerdo de esta tarde.
Quedamos solas Marina y yo, por primera vez. Ambas estábamos ansiosas y aterradas. ¿En qué iría a terminar todo aquello? Aún no nos habíamos dicho una sola palabra. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Pensé que debíamos presentarnos, como dos jovencitos que se enamoran en una fiesta. Pero ella habló antes:
—¿Vamos? —susurró. Su voz tenía un tono grave, ronco pero dulce.
La lógica me decía que resultaba imposible, absurdo, amar a una persona con la cual, literalmente, no había cruzado más que una palabra, pero era verdad. Me daba cuenta de que jamás podría amar a nadie como entonces estaba amando a esa desconocida.
La sombra del camarero cubrió nuestros rostros. Estaba junto a nosotras, de pie, con los brazos en jarras, ahora con una camisa limpia estampada con palmeras y papagayos, lleno de curiosidad. Entre sus dedos sostenía mi bolso, que le había servido de excusa para acercarse. Le di las gracias sin efusiones y esperé a que se marchara.
—Vamos —repetí, deslizando muy deprisa una mano sobre los cabellos cortos de Marina para acariciarle a hurtadillas la nuca. Ya no resistía la tentación y me sentí extrañamente dichosa al hacerlo.
No sé cómo llegamos a los vestuarios para cambiarnos. Por un extraño pudor, me vestí de espaldas a Marina; ella no tenía nada guardado en los armaritos y le bastó con echarse el vestido encima del biquini; no se puso el sombrero. La empleada de brazos rollizos seguía con la vista fija en su mostrador. Fuimos al coche. Arranqué y salimos a la carretera. Transcurrieron largos momentos antes de que nos atreviéramos a hablar. Sobre el vestido de Marina apareció la huella húmeda del biquini bajo la tela.
—Me llamo Sofía —murmuré por fin.
Sólo cuando me dio que se llamaba Marina, noté que no era española, sino sudamericana. Marina, repetí para mis adentros; y, ¿puedes creerlo?, ese nombre aún no significaba nada para mí.
—¿De dónde eres? —le pregunté.
—¿Y si trataras de adivinar? —bromeó, y comprendí que intentaba aliviar el temor que nos mantenía en tensión.
Colombia, dije. No, respondió. Chile. No. México. No. Seguí enumerando países a tontas y a locas sin acertar. Marina apoyó las yemas de sus dedos sobre mis piernas desnudas en la cara interior del muslo. El sol del mediodía me había quemado la piel, así que el roce de su mano me refrescó. Venezuela. No. Nicaragua. No. La caricia de Marina me impedía pensar con precisión.
—Pero ¿es en Sudamérica?
—Sí —rio—, digamos que sí. Así dejamos de lado América del Norte y América Central.
—Es que ya no hay más países —capitulé al fin.
—Veo que las viejas colonias no son tu fuerte —observó, mientras me alzaba el vestido hasta la cintura.
Aminoré la marcha. Su mano revolvía ya el vello de mi sexo a los lados de las bragas, provocándome un bienestar infinito, que me protegía del miedo y me perdonaba lo que se me antojaban impurezas de mis pensamientos y de mis tos. En ese momento no experimentaba, como con Santiago, la necesidad de ser castigada por mi osadía, sino todo lo contrario: me hallaba en un estado de dicha serena que veía en la pasión un fin en sí mismo y no una expiación del remordimiento.
—¿Cómo que no hay más países? —susurró—. Te olvidaste de Ecuador, Argentina, Uruguay, Paraguay…
Me detuve en el arcén, porque sabía que no podría seguir conduciendo sin peligro. Dijo que era uruguaya, pero no seguimos discutiendo de geografía pues nuestros labios ya se unían otra vez. Tuve la impresión de que nos dábamos un único beso, el mismo que habíamos iniciado en la piscina y que debía durar para siempre. Le acaricié los pechos, primero con vacilación y luego con alborozo, como quien se adentra en cotos vedados. El claxon de un camión nos sobresaltó. Apoyé mi cabeza sobre su hombro y le besé el cuello sobre la vena yugular. Permanecí así mucho tiempo. El corazón aún me latía nervioso por el estrépito del claxon, y ese hombro era mi refugio, mi paz. Por primera vez en mi vida nadie me pidió cuentas de mi silencio: Marina me dejó prolongar la armonía del sosiego, abrazándome, dibujando con sus uñas plácidas las líneas de mi oreja. El sol corría hacia el anochecer, pero no me moví. Dejé que el día se derramara en las sombras.
Era ya el ocaso cuando salí del amparo que me brindaba el hombro de Marina y sentí súbitos deseos de procurarle placer. Me incliné sobre su sexo. Lo lamí, lo lamí hasta que se corrió, una y otra vez, percibiendo el gusto novedoso de un coño, saboreando lo que antes sólo había tocado, aferrando una entrepierna que no era la mía, hundiendo mis dedos en una morbidez ignota, excitándome con mi iniciación en la pasión maldita, prohibida, dulce, ascendiendo por los lados de ese triángulo excitante de su sexo hasta el vértice, un triángulo que era el reflejo inverso de su nuca codiciada, procurando que Marina gozara con mi deseo por ella, que sintiera mi gratitud, mi refugio en su hombro, mi desdén por el tiempo.
Los coches pasaban por la carretera y nos iluminaban a ráfagas con sus faros. Ningún claxon volvió a sobresaltarme. Más allá, se encendió el anuncio de neón de una fábrica de muebles, cuyas letras luminosas alternaban el verde, el rojo y la oscuridad, a intervalos regulares. Entonces Marina me pidió que echara el asiento hacia atrás y me desnudó, allí, en un sitio sórdido que a mis ojos parecía un paraíso, allí, al borde del río de coches indiferentes y veloces, allí, en los contornos abiertos de una ciudad lejana, donde una rutina que ya no me pertenecía podía desarrollarse sin mí. La miré, en la oscuridad, en el fulgor de los faros, en el color rojo y en el color verde; era mi reflejo, que se alzaba de la muerte de cristal para existir, para respirar sobre mi cuerpo, rodear mis pezones con sus labios, guiar mis manos entre sus manos y recorrer mi piel erizada y lastimada por el sol, para llevar cuatro manos iguales a mi sexo, y sobre él, y dentro de él, y fuera de él, envolviéndolo, penetrándolo, besándolo con mi propia boca, con otra boca idéntica que le permitía a la mía acceder a lo hasta entonces inaccesible, y me parecía que estaba a punto de correrme, pero no, no terminaba, el orgasmo era largo, era inagotable, se perpetuaba como nunca, me elevaba hasta el punto máximo del deleite, donde yo jamás había llegado, más allá del cual no podía haber nada, pero había, siempre había un poco más, un nuevo límite que también dejaba atrás muy pronto, la luz verde, roja, la noche, y fue entonces cuando Marina despejó las oleadas de manos y manos e introdujo su dedo índice en mi vagina, presionando en la pared superior, sobre esa isla rugosa y sensible, mientras su pulgar se apoyaba en mi clítoris, era casi un pellizco, y la isla se endureció como nunca, experimenté un placer inédito, que involucraba todo mi cuerpo, creí que me iba a hacer pis, y se lo dije.
—Dámelo todo —replicó—, no es pis —y no era pis, lo supe por primera vez, tuve que esperar veintiocho años para saberlo, las mujeres también podemos eyacular, y me desagüé, no era pis, ni la humedad habitual de mi coño excitado, sino un líquido ligero y claro que inundó el asiento, tuve que mirarlo, tocarlo, pese a que me estaba corriendo atropelladamente, y me reí, y grité con la risa dibujada en mi grito, Marina, y el temblor de mirarme duplicada en ese espejo móvil, hermoso, agitado por los fulgores y el placer, los faros veloces, la ciudad lejana, el agua, mi agua, mi reflejo.
Eran casi las once cuando entramos en Madrid. En el trayecto no habíamos cruzado una palabra. Marina me pidió que detuviera el coche cerca de la Glorieta de Bilbao. Me dijo:
—Vivo cerca de acá. Puedo ir caminando. —Tal vez adivinó mi inminente reproche, porque añadió—: No quiero que me lleves.
Ahora que me encontraba otra vez en Madrid, en mi mundo acostumbrado, me parecía que vacilaban las seguridades alcanzadas pocas horas antes, como si Marina fuese una hechicera cuyos poderes mágicos perdían efecto al ser arrancados de su ámbito. Se me echó encima toda la vergüenza acumulada. ¿Cómo había sido tan loca, tan insensata?
Tiempo después, Marina me diría que ella también había visto derrumbarse todas las certezas de su vida. Intuíamos que no sería fácil entregamos por completo a ese amor fulminante. Nada que merece la pena puede ser fácil, lo sé ahora y lo sabía ya entonces. Y sin embargo algo nos paralizaba. No es que quisiéramos interponer dificultades o remilgos; nuestro vínculo había empezado mucho más allá de las habituales ceremonias de seducción. No, sentíamos más bien como si hubiésemos profanado un templo sagrado, usurpado el trono de los dioses o invadido los dominios del sueño; nos intimidaba la importancia de nuestros actos, la incertidumbre de hallamos ante un futuro definitivo, que ponía en juego, de cabo a rabo, toda nuestra vida.
—Tengo miedo —le confesá—. Miedo de volverte a ver y de perderte. —Apagué, encendí, apagué las luces de posición del coche—. Nunca antes había estado con una mujer.
Cruzó un coche cuyos faros me recordaron nuestro amor enloquecido en la carretera.
—Yo sí, muchas veces —replicó Marina—. Siempre me gustaron las mujeres y nunca he estado con un hombre, pero no es ese el problema. Yo también tengo miedo, ahora.
El coche frenó detrás de un camión de la basura, que interrumpía el escaso tráfico de esa hora.
De modo que a ella también la inmoviliza el temor, pensé. Entonces no habrá nadie que nos rescate de este pozo, de este diálogo casi sin palabras que estamos manteniendo, que estamos sufriendo. Todo ha sido una locura, me dije. El espejismo de saltar al otro lado del espejo, cosas que no suceden en la realidad, que no deben suceder. Intenté persuadirme de que ya me olvidaría de todo aquello por la mañana. No obstante, sabía que no era cierto y la zozobra no me abandonaba.
Pasó un grupo de jóvenes exaltados, que se daban puñetazos y empellones los unos a los otros, pero ni siquiera miraron dentro del coche, donde Marina y yo nos contemplábamos con la amargura del verdugo que debe ejecutar a la persona a la que ama.
Puse ambas manos sobre el volante, como si condujera, con la vista perdida más allá del cristal.
Nada de lo que habíamos vivido hasta entonces tendría ya sentido. Era un nacimiento, pero también una muerte. ¿Cómo se hace para borrar de un plumazo toda una existencia? Eran demasiados cambios juntos para mí, y no ignoraba que Marina se hundía al mismo tiempo que yo en cavilaciones semejantes.
La noche era clara. Reinaba la fresca serenidad que sigue a las jornadas de calor intenso. Una leve brisa movía las plantas de un balcón.
Tengo miedo, me repetí para mis adentros, tengo miedo de volver a quedarme sola, de empezar mi vida desde la nada junto a la persona equivocada.
Vi mi reflejo contra el parabrisas y me costó reconocerme en esa imagen distorsionada y abatida.
Sola, sola otra vez. Quizás acabaríamos ahogándonos, lastimándonos entre nosotras, como dos bestias encerradas en una jaula, como Santiago y yo, y nuestro amor se arruinaría.
Sentí una fatiga invencible, como quien ha perdido la fe en aquello en lo que siempre había creído.
Tal vez volvamos a vemos, procuré consolarme. Y si nuestro encuentro no ha sido casual, ¿por qué entonces el destino no ha de reunimos nuevamente?
Marina puso un dedo bajo mi barbilla y me levantó el rostro para que la mirase.
—No quiero lastimarte —murmuró.
Luego se marchó en silencio, y yo la dejé ir.
—Te quiero —dije cuando estuve sola.
Un gato caminó calle abajo con elegancia, hacia mí. Olisqueó indiferente los restos de basura que habían caído del camión. Entonces, velozmente, se aproximó otro coche.
—Te quiero.
Las luces del coche apremiante cegaron al gato, que se paralizó en medio de la calle. El coche frenó, pero no llegó a tiempo. Pegó un bote sobre el cuerpo del animal y prosiguió su marcha sin detenerse. El gato quedó muerto sobre el asfalto, mientras de su boca empezaba a manar un hilo de sangre que corrió hacia el bordillo, lentamente.
Esa noche no regresé a casa en seguida; permanecí largo rato en el coche, desolada. Me costaba presentarme ante Santiago después de todo lo que me había ocurrido, mentirle, fingir, ofenderle con un mutismo doloroso. En mi memoria se mezclaban desordenadamente las imágenes de Marina, el sueño, la terrible muerte del gato, el anuncio de neón, el camarero, el agua de la piscina. ¿Cómo reemprender la vida corriente? Al igual que las ciudades arrasadas por un terremoto, tenía ante mí dos salidas posibles: o abandonar los despojos de la catástrofe y edificar una ciudad nueva, alejada de la vieja, o escarbar entre las ruinas para recuperar lo que se había salvado e iniciar la paciente tarea de la reconstrucción. Durante un momento, me inclinaba por la primera, y me maldecía por haber dejado que Marina se fuera; en el momento siguiente, juzgaba mejor la segunda de las posibilidades, y me repetía que mi decisión había sido correcta. Luego cambiaba otra vez de opinión, y así basculaba a toda prisa entre un extremo y el otro.
Bajé del coche. Me dirigí al cadáver del gato. Quería recogerlo y enterrarlo en algún sitio, pero me faltó valor. Volví al volante. Puse en marcha el motor y vagué por las calles desoladas de Madrid. Me sentí más forastera que nunca. Lo veía todo sin nostalgia y sin pasión. Lo único que me ata a esta ciudad, pensé de pronto, es Manolo.
Recordé el cuadro que me había regalado esa mañana en la galería; parecía que hubieran transcurrido meses desde entonces. Tal vez él sabría aconsejarme, o brindarme su paciencia para sobrellevar la confusión, o al menos hacerme compañía para evitar la soledad; tal vez este era el momento de iniciar esa amistad más profunda tantas veces postergada. Aceleré, con el propósito de llegar cuanto antes a su estudio.
Mientras conducía, sopesé los posibles modos de abordar una conversación tan espinosa, melodramáticos («He perdido la cabeza»), discretos («Estoy confundida»), intrigantes («He pasado un día estupendo»), rotundos («Me he enamorado de otra mujer»), tabernarios («Me he corrido de puta madre»), e incluso, para que resultaran más persuasivos, llegué a decirlos en voz alta, causando la hilaridad de una pareja que esperaba al semáforo en su coche, detenido al lado del mío. Me hubiera gustado, como cuando de adolescente me obligaban a confesarme, que existiese una fórmula fija para comenzar a revelar las intimidades escandalosas.
Conforme repetía mi discurso, ensayando variaciones, iba comprendiendo que ninguna voz, excepto la mía, o la de Marina, sería capaz de darme el consejo justo, la palabra insustituible, la explicación que revelara cada uno de los innumerables matices de mi estado de ánimo. Esta certeza, sumada a la ridiculez de los ensayados preámbulos posibles de mi confesión, no diré que me divirtió, pero sí que me ofreció un paréntesis de serena resignación, como los ejércitos que establecen una tregua para contar las bajas y medir sus fuerzas de cara a la próxima batalla.
Llegué a casa de Manolo, que vivía en los frentes de un chalé en Salamanca y había hecho derribar todas las paredes interiores a fin de disponer de una inmensa y única habitación, donde se hacinaban caballetes, telas y pinceles; en un rincón, casi escondida, se hallaba la cama, generalmente revuelta, en que Manolo dormía cuando le pillaba el cansancio. Empujé la veda y pasé. La ventana estaba abierta. Le espié desde fuera discretamente. En algún lugar de la pieza sonaba la obra preferida de Manolo: la Misa de santa Cecilia de Haydn, que podía oír una y otra vez, sin pausa. Aunque, como todos nosotros, se declaraba ateo, solía trabajar al ritmo austero de la música religiosa. Pero sentía pudor de que los demás lo supiesen. Yo había ido a visitarle muchas veces; nada más tocar el timbre, él reemplazaba a la carrera la misa o el oratorio de turno por canciones ligeras, supongo que con el propósito de ocultar una actitud que podía calificarse de pomposa. Jamás le di a entender que lo sabía, ni siquiera esta vez. Me quedé mirándole por la ventana, observando cómo pintaba. Tal vez sugestionada por el hechizo de la música en el silencio nocturno, me dio la impresión de que Manolo estaba siendo transportado a una dimensión extraordinaria, paralela a este mundo, o en su centro más insondable, esa dimensión a la que se accede en raras ocasiones y con medios siempre cambiantes, como el perfume de los jazmines, la niebla del amanecer entre las calles vacías de una ciudad desconocida, el rastro de la ola sobre la playa, el silbo del viento entre los árboles, el sabor del primer beso de la persona que has esperado toda una vida.
Me di cuenta de que no debía interferir en la vida de Manolo, ni él en la mía. Teníamos que seguir cada uno en esa realidad marginal, perfecta, que nos mancomunaba y nos separaba a la vez. Subí al coche. Vagué sin rumbo fijo hasta que dieron las dos. Entonces decidí regresar a casa.
Metí la llave en la cerradura con una vergüenza inusitada. Santiago me esperaba despierto.
—¿Estás loca o qué? —me dijo no bien atravesé el umbral que me devolvía a la ciega monotonía de siempre—. Te he buscado por todas partes.
No respondí. Arrojé el bolso sobre un sillón y permanecí en pie.
—¡Y sé que has salido con tu coche! —continuó.
Me di la vuelta para que Santiago no advirtiera mi sonrojo. Me sentía encerrada, transparente, desnuda, desenmascarada, como quien sale a la calle después de haberse sometido a una cirugía estética y comprende que todos cotillean acerca de su cara nueva. Me parecía que él tenía que notar la lasitud de mis piernas cansadas, la satisfacción de mi cuerpo y, sobre todo, la transformación de mi alma.
—La dueña de la galería ha llamado cuatro veces, estaba muy cabreada contigo —dijo—. Y tú tenías que contestarme si querías ir al cine o no. ¿Dónde cojones has estado?
—De paseo —respondí.
—¿Y dónde, si se puede saber?
Enumeré todos los sitios por los que había pasado desde la mañana. Yo jugaba con una ventaja: mis conductas extrañas habían empezado muy de mañana, de manera que Santiago no podía adivinar que mi estado actual tenía su origen en mi visita a la piscina, que pasó por una estación más de mi peregrinar. De todos modos, como es obvio, omití mencionar a Marina. No obstante, experimenté esa perversa tentación propia de los asesinos, que ofrecen pistas veladas a la policía para lanzar un desafío o por un inconsciente deseo de ser atrapados. Revolví en el bolso hasta dar con las fotos. Se las tendí a Santiago. Mientras él miraba las imágenes repetidas, le pregunté:
—Oye, ¿qué harías si existiera otra como yo? Una persona idéntica a mí, quiero decir.
—Pues, mira, no quiero ni imaginarlo, ¡ya tengo bastante contigo! —replicó, sonriendo, para hacer ver que estaba dispuesto a olvidarse de su enfado—. Una sola Sofía ya me trae de cabeza; dos me harían perder los estribos.
Le dejé contemplando con fruición las horrorosas fotos que había tomado de los gitanos y el mar. Le di un beso en la frente y me fui a acostar. Mientras me desvestía, tuve una percepción diferente de mi cuerpo desnudo. Había adquirido una especie de plenitud múltiple, en la cual cada gesto contaba con un eco preciso, distanciado pero vivo, no como en los muertos espejos, esos esclavos uniformes del albedrío. Saber que no era única me hacía sentir dos veces única, cómplice de Marina en una conjura contra el tedio de la soledad. Me tendí en la cama. No podía pensar en nada con certeza. Esa noche había de costarme mucho conciliar el sueño.
Sin embargo, cuando entró Santiago, cerré los ojos y respiré con regularidad a fin de fingirme dormida. Él se tumbó a mi lado. Supuse que no me quitaba la vista de encima, pero permanecí inmóvil. Minutos más tarde percibí su mano entre mis piernas y noté que me olfateaba el coño.
Me husmeaba para saber si yo había estado con otro.
Quiero soñar contigo esta noche. Quiero encontrarte en ese mundo que se parece a la muerte, y no es la muerte, que nos regala la vida, y no es la vida; esa realidad inconstante con una lógica propia, donde algo puede ser distintas cosas a la vez, donde los rostros pueden tener dos caras y el tiempo no existe. Quiero soñar que estás a mi lado, que eres Sofía y Marina, Clara o Laura, que te abrazas a mí, que veo los hoyuelos de tu sonrisa y oigo la cosquilla de tu voz sobre mi oído. Quiero soñar con la felicidad completa, con el balanceo arrebatador de tus pechos apretados contra los míos, con un amor que perdura y que no ha muerto.
La periodista que había acosado a Manolo se llamaba María del Carmen Chazarreta. Era una muchacha bastante quejicosa, que tenía un largo flequillo teñido de rubio y vestía ropa masculina. Volví a verla en la siguiente inauguración de la galería, aunque de buena gana la hubiese evitado. Pero uno de los deberes de mi trabajo consistía en atender a los periodistas, para que no nos ignoraran a la hora de escribir sus artículos. Además, debía andar con tiento, porque la dueña de la galería aún no me había perdonado mi larga tarde de vacaciones en la piscina junto a Marina, y de seguro estaba buscando cualquier excusa para ponerme en la calle.
Me acerqué a saludar a la periodista de flequillo rubio y le entregué el catálogo que calificaba al pintor de turno como la más grande revelación de todos los tiempos. Alrededor de nosotras, la multitud de invitados y curiosos parecía nadar en el mar de cuerpos acalorados. El olor a encierro era intolerable. María del Carmen habló mucho, de arte, de pintores, de galerías, de la «política cultural» del gobierno y otras cosas por el estilo.
Yo la oía distraída, escuchando sólo lo indispensable, las palabras clave, por si acaso llegase a hacerme una pregunta y me pusiera en la obligación de responder. Pero, mira por dónde, me sacó de mis cavilaciones la voz de María del Carmen, con un reproche que no venía a cuento:
—Llegas tarde…
Entendí que no me lo decía a mí, sino a otra persona que acababa de llegar, con quien sin duda había concertado una cita.
—Os dejo a solas —farfullé, cogiendo al vuelo esa oportunidad de escapar de allí.
Miré a la otra persona. Era una mujer. La mujer baja y robusta con la que Marina había ido a la piscina. La reconocí en seguida por sus rodillas torcidas hacia fuera y la piel bronceada. A todas luces era la novia de la periodista, lo comprendí en una súbita revelación. En dos zancadas me abalancé literalmente sobre ella.
—Tú eres, tú eres… —balbuceé.
—Sí, soy yo —respondió.
Ella también había quedado sorprendida de verme. Quizá le había costado discernir que yo no era su amiga Marina, porque me había cortado el pelo muy corto.
—¡Vaya, veo que os conocéis! —exclamó María del Carmen, visiblemente contrariada.
—Nos vimos sólo una vez y de pasada —informó la mujer.
—Bueno, pues, esta es Emilia —me dijo la periodista, mostrándome que tenía prioridad sobre su amiga. Luego, quiso enseñarme que lo sabía todo sobre ella—: Emilia Faustina Gesualdo Cortés. —Y al fin, con poco entusiasmo, me señaló—: Ella es… ¿Cómo te llamabas?
No creo que lo ignorase; fingió hacerlo para empequeñecerme, para hundirme la última estocada de su desdén. Pero yo no quise complacerla y no dije cómo me llamaba (Emilia ya debía de saberlo). Pensé que el destino hacía todo por volver a llevarme hasta Marina, mediante intermediarios insospechados: antes Carranza, ahora María del Carmen. Sin preocuparme por las intrigas o el disgusto de la periodista, cogí a Emilia del brazo y la arrastré detrás de un escritorio, donde las gentes no se aventuraban.
—Dime dónde puedo encontrarla —inquirí.
—¿A quién? —me preguntó a su vez.
—¡Oh, vamos, no te pases de lista!
Vaciló.
—Es que… no puedo decírtelo.
El gentío circulaba a empellones al otro lado del escritorio, indiferente a nuestro diálogo.
—¿Qué ocurre? —bufé, poniéndome en ridículo, en especial ante mí misma—. ¿Tienes celos de Mí?
Para serenarme, ella presionó ligeramente mi hombro con la mano izquierda, pese a que yo aún le tenía cogido el brazo. Me dijo con voz amistosa:
—Debes saber que si hubo algo entre Marina y yo, eso fue hace mucho tiempo. —Esbozó una sonrisa—. Ahora somos amigas y quiero que sea feliz.
—Que tú y yo nos hayamos encontrado —afirmé no sin solemnidad— es una señal del destino.
—Lo increíble, más bien, es que no nos hayamos encontrado antes —replicó—. Suelo acompañar a María del Carmen a las exposiciones. Y te juro que me hubiese fijado en ti.
—¿Qué más da eso ahora?
—¿Sabes? —continuó, como si no me hubiera oído—, por un pelo Marina no ha venido con nosotras. Yo quiero que salga; la veo muy deprimida.
Supuse que yo era la causa de esto último: fue la primera vez que la tristeza de alguien me provocó felicidad.
—¿Te ha dicho si quiere volver a verme? —pregunté, desesperada.
No pronunció la palabra que podía herirme, ni la que podía volverme dichosa. Insistí, sin embargo, y ella se vio obligada a negar con la cabeza.
—No, ¿qué? —Me aferraba a vagas esperanzas—. ¿No te lo ha dicho o no quiere verme?
Oye, mira, no te creas que no entiendo tu ansiedad —dijo Emilia, tras una pausa, rompiendo el crispado silencio que nos había invadido, en medio del bullicio continuo del gentío.
Entonces, ¿por qué me ocultas dónde está?
Un camarero con una bandeja llena de refrescos logró llegar hasta el escritorio. Le ordené por señas que se marchara.
—Bueno…, ya sabes, Marina está algo confundida —respondió Emilia—. No te creas que es fácil. Tiene las mismas aprensiones que tú.
—Pues dile que yo ya no tengo dudas —afirmé—. Haría lo imposible por estar con ella. ¿Comprendes?
—¡Ay, Emilia! —interrumpió la jovencita de flequillo rubio—, ¡me estoy ahogando! —Ya había recorrido la exposición, a duras penas, viendo lo suficiente como para marcharse y escribir su artículo.
Emilia me miró, como disculpándose, y se despidió así:
—De acuerdo, se lo diré. La veo a diario. —Me guiñó un ojo y me soltó una pista—: Está viviendo en mi casa.
Acto seguido, Emilia y la periodista de flequillo rubio se sumergieron en la densa muchedumbre de invitados y lograron abrirse paso hasta la puerta. Me quedé sola en medio del gentío. La inauguración siguió su curso de frivolidades inexorables. Hablé, saludé, sonreí de dientes afuera, dije cosas que no recuerdo; mantuve mi aspecto gentil y despreocupado, mientras interiormente me hallaba lejos de allí, a kilómetros y décadas de distancia, cavilando sobre mi suerte, lamentándome, imaginando la reacción de Marina y nuestro reencuentro, que ya no se me figuraba tan improbable como antes.
Desde nuestra separación en el coche, hacía tres semanas, había vivido momentos terribles. Me sentía fatal. Ninguna cosa conseguía entusiasmarme, o siquiera despertar mi interés. Me insultaba por haber dejado marchar a Marina, por haber sido tan cobarde. Me había bastado un instante, una intuición, un fulgor efímero de la dicha, para que la pesadumbre se me volviera insufrible.
En medio de aquella tristeza, interfiriendo en mi soledad y mi calma, aparecía el tal Carranza, el tipo que me había invitado a la piscina. Había cogido la costumbre de presentarse en la galería todos los mediodías, e incluso algunas tardes, siempre con un programa distinto para proponerme y siempre con su infaltable terno gris (o nunca lo había lavado, o tenía docenas de ternos iguales). Me costaba mucho quitármelo de encima; siempre tenía la respuesta adecuada para desbaratar mis excusas. Su cortesía era aplastante, y te hacía sentir que cometías una infamia al rehuirle. Me perseguía por la calle fingiendo acompañarme y declarando que lo hacía para cuidarme. Llegó a seguirme hasta el portal de casa. Por fortuna, ese día Santiago volvió temprano y nos cruzamos en el zaguán. Carranza no escapó. Todo lo contrario. Como había hecho conmigo, se presentó a Santiago, y con la misma fórmula veladamente amenazadora («Mi nombre es Carranza»). Le dijo que me cuidara, porque muchos desconocidos podían abusar de mí, y que él sólo quería protegerme. Luego trató de invitarse a subir; conseguimos rechazarle, y se marchó saludándonos igual que a viejos amigos. Cuando le conté quién era ese hombre y cómo me perseguía, Santiago no le dio importancia. Ni siquiera, extrañamente, tuvo celos.
Lo cierto es que él se hallaba metido hasta las cejas en otros asuntos, como pude comprobar poco más tarde. Y esta comprobación resultó decisiva en aquellos largos días de espera sin Marina y sin amor: un hecho, un hecho en apariencia ajeno a mí, acabó por decidirme a buscar a mi doble a toda costa; apenas unos días después de haberme olido el coño para vigilar si yo me había acostado con otro, Santiago volvió muy tarde a casa. Me aseguró, sin que yo se lo preguntase, que había estado trabajando en la fábrica de un cliente y me soltó una catarata de detalles. Como no era la primera vez que llegaba a esas horas, y jamás me había dado explicaciones, sospeché. Yo estaba tumbada en la cama, mirando la televisión sin verla —me resultaba imposible leer—, con la mente puesta en otras cosas y una profunda sensación de abatimiento. Me decía a mí misma que tenía que ponerme en movimiento y recobrar el ánimo, pero no lo conseguía, y esa orden de la sensatez me arrojaba aún más en la apatía. De modo que, pese a mis sospechas, no me preocupé en comprobar la verdad de las coartadas de Santiago.
Él se tendió junto a mí, vestido, y apoyó su cabeza sobre mi pecho. Tuve ganas de acariciarle, aunque me contuve. Le pregunté si quería comer. No me respondió: se había quedado dormido. Me inspiró ternura. Parecía un niño, que como todos los niños podía ser violento en ocasiones, pero un niño al fin. Verlo dormir me había provocado siempre deseos de cuidarle; me daba la impresión de que se encontraba a mi merced, desprotegido, exhibiéndome por amor su cara más débil, más íntima. Le acaricié. Se revolvió en el sueño y farfulló que tenía que desvestirse.
—Déjame que lo haga por ti —murmuré.
Le desaté los zapatos. Se los quité y luego hice otro tanto con los calcetines. Le desanudé la corbata; le desabotoné la camisa, le abrí la cremallera y el cinturón. Tiré de los pantalones, que arrastraron consigo a los calzoncillos. Le rocé delicadamente las piernas con mis uñas largas, para que sintiera un cosquilleo agradable, le froté los muslos, le cogí el sexo. Me produjo un estremecimiento aquel trozo de carne, pues para mí en ese momento era un trozo de carne. Lo cubrí por completo de forma que sólo se vieran los pendejos; enturbié la vista para imaginarme que estaba ante una mujer, pero fue en balde. El contacto de mi mano logró que la polla de Santiago creciera y entonces volví a mirarle con la vista nítida. Me gustó su cuerpo de hombre. Él sonrió, en su entresueño agradable, y me dijo:
—Estoy muy cansado…
Su pasividad, igual que un desafío, me había excitado. Quise sentirle dentro de mí como la primera vez, como cuando teníamos veinte años y ninguna desilusión, como si fuera un instrumento para borrar mis turbaciones. Haberle engañado con Marina no me provocaba remordimiento: esas dos facetas de mi sexualidad, mi matrimonio y mi amor por Marina, se excluían mutuamente, no podían compararse, eran dos zonas irreconciliables de mi yo, dos márgenes de un río sin puente que las comunicase. Y yo tenía que elegir; con el sexo de Santiago entre mis manos, que tantas veces me había penetrado, que simbolizaba las certezas, la tradición, la luz del día, la cara descubierta, mi elección se tomaba incontestable. En ese momento el placer que me había concedido Marina desaparecía en mi memoria como un recuerdo confuso; se me figuraba que yo no había hecho más que masturbarme a solas, igual que tantas otras veces. Por ello el engaño no me remordía. Antes bien, me incitaba, curiosamente, a ser una buena esposa, una esposa de manual, desprendida, devota, que atiende a su marido y se ocupa únicamente de él. Después de todo, me dije, esta es mi vida y lo será para siempre.
Decidí despertar a Santiago chupándosela. Cuando me incliné sobre él, vi restos de lápiz de labios. No era una marca patente, como la que a veces se estampa de manera inadvertida sobre la cara de otros al saludarles, sino una aureola, una suerte de niebla rojiza que cubría la mitad superior de su pene. Pero era igualmente inconfundible.
—Hijo de puta —dije; me sentía traicionada no por los cuernos que pudiera haberme puesto, sino por ese momento de ternura defraudada, de devoción inútil—. Hijo de puta.
Comprendí que ambos viviríamos siempre representando una farsa, lastimándonos con una rutina de insatisfacción y mentiras. Comprendí que una de las dos partes de mi yo no era más que un espejismo de la costumbre. Comprendí que vale más un solo instante de sed de dicha que toda una existencia de monotonía. Los actos ocultos de Santiago, tan distantes de mi yo verdadero, indirectamente me hacían percibir con transparencia opacos rasgos de mí misma, mi región de sombras. Y Marina, aun en su ausencia, me ayudaba a pensar; no porque vertiera ideas en mi cabeza como un líquido en un recipiente, cosa que no había hecho ni haría jamás, sino porque su mera existencia despertaba en mi interior facultades adormecidas, potencialidades latentes. Era como si alguien, sin decirme nada, estuviera diciéndome qué tenía que hacer, cuál era la mejor conducta que debía seguir. Acabé de decidirme. Únicamente con Marina mi vida tendría sentido. De otra forma, prefería estar sola. Debía correr el riesgo de abandonar las certezas encallecidas de la costumbre para correr en pos de una incógnita. Ignoraba dónde podía encontrar a Marina, pero sabía, en cambio, que si daba con ella no sólo el amor entraría en mi vida. Amar a una mujer me convertiría en alguien diferente, en la posible víctima de una desaprobación generalizada, aun en nuestros tiempos supuestamente más tolerantes; por añadidura, amar a una mujer que era mi doble, mi sosia, más semejante a mí que una hermana gemela, haría que nuestro vínculo apareciese como una suciedad, una aberración de la naturaleza. Pero me sabía capaz de soportarlo todo. Más aún: ni siquiera me retenía la idea de resignarme a no tener ya hijos, con todo el dolor que una determinación de esta clase me provocaba después de la muerte de Laura, esa hija que tuve y no tuve. Estaba decidida. Y tú y yo, Marina, conocemos bien esos momentos de la vida en que una persona sabe quién es.
Santiago despertó mientras yo estaba metiendo algunas cosas en una bolsa para marcharme, sin saber dónde iría ni qué podía depararme la mañana siguiente.
—¿Qué haces? —farfulló.
—¡Hijo de puta! —repetí. No era capaz de decir otra cosa.
—No sé qué ocurre, pero mañana lo discutiremos con calma. Ahora estoy muy cansado.
—Estás cansado porque te han mamado la polla.
Apoyó los codos sobre la cama. Se le veía ridículo con la ropa a medio quitar y el sexo semiempalmado en el aire.
—No he estado con ninguna mujer —dijo.
—Ya —contesté; la seguridad de mi decisión me hacía mantener la cabeza fría, hasta los límites del cinismo—. Entonces el que se pinta los labios es el cliente, ese de la fábrica.
Se sentó sobre la cama, se miró en el sexo la señal indudable de su traición y comprendió. Permaneció en silencio. Cuando acabé de llenar la bolsa, dio un salto y me la arrancó de las manos.
—¡Tú te quedas aquí! —gritó.
Luego, sin soltar la bolsa, me pegó un revés que me arrojó contra el armario. Los herrajes de la bolsa me abrieron un tajo sobre el pómulo. Ese golpe me confirmó en mis propósitos. Me había desacostumbrado a los golpes. Y no los echaba de menos.
—¡Eres tú quien me ha traicionado! —aulló.
—Debes de saberlo mejor que yo —repliqué—. Me hueles el coño para averiguarlo.
Volvió a zurrarme. Había pasado del sopor a la furia sin otro intermedio que un breve instante de silencio.
—No has encontrado ningún olor, ¿verdad? —proseguí—. Pero de todas formas me acusas para justificarte.
—¡No! ¡Mi única justificación es tu indiferencia! ¡Me desprecias! —Amenazó con golpearme otra vez.
—No vuelvas a pegarme —le advertí—. ¡No vuelvas a pegarme nunca más en tu vida!
Por esa vez, se contuvo.
—¡Hace semanas que no hacemos el amor! —gritó, y el tono de su voz fue cambiando al tiempo que me hablaba—. ¡Semanas! Semanas… que no me permites tocarte…, que estás lejos de mí…
Otro exiguo desplazamiento en su estado de ánimo y la ira se le resquebrajó en un llanto incontrolable. Era la segunda vez que le veía llorar desde que nos conocimos. Me repetí que nada debía apartarme de mi camino, ni siquiera mi ternura hacia el sufrimiento de Santiago, su desamparo.
—Yo… He estado con una persona —sollozó—, pero que nada tiene que ver contigo.
—No quiero saber quién es. No es eso lo que me duele —afirmé.
Se dejó caer sobre la cama, cubriéndose el rostro avergonzado con las sábanas. Le oí susurrar:
—He estado con un travesti.
Debo admitir que mi primer impulso, en medio de la discusión, fue tacharle de marica, siempre lo has sido, es mentira que te viste obligado a prostituirte, aquello te encantaba. Pronto caí en la cuenta, sin embargo, de que si mi amor con Marina se consumaba, yo tendría que sufrir muchos insultos de esa clase, así que callé. Ahora que se había confesado, Santiago se aventuró a mirar mi reacción de soslayo por entre las sábanas que le cubrían. Y yo, no puedo negarlo, escuchaba sus palabras con una extraña y morbosa curiosidad.
—Le veía desde el coche, casi todas las tardes —continuó—. Él iba muy peripuesto a comenzar la noche, ya sabes, y yo regresaba a casa. La primera vez pasé por esa calle por pura casualidad. Pero luego me desviaba adrede para espiarle. Y hace diez días, poco más o menos, nada más verle sentí una excitación irracional. Le hice subir y…, y…
—No me cuentes, si no te apetece —intervine. Aunque yo deseaba oír la continuación, a la vez me hacía cargo de que él experimentaba un miedo similar al mío, al que yo había sufrido después de encontrar a Marina.
—Me la mamó —susurró—. Y en cuanto me corrí en su boca, sentí una vergüenza espantosa, sentí el asco de mis primeros tiempos en Madrid. Le eché casi a patadas del coche y escapé. Pero la noche siguiente regresé. Me esperaba. El daba por descontado que yo regresaría. Y he vuelto todas las noches desde entonces.
Se secó las lágrimas con el dorso de la mano. No tenía con quién discutir de estas cosas, que a todas luces le pesaban; por eso, vencido el pudor inicial, hablaba ahora a borbotones.
—Hoy por primera vez me he atrevido a desnudarle —dijo—. Es raro, ¿sabes?, ver un cuerpo de mujer, cuidado, perfecto, atractivo, que en el lugar del coño tiene una polla, porque no está operado… Yo le había tocado por encima de la ropa, pero verle es distinto. Y… se la mamé. Yo a él, ¿entiendes? Y luego le…, le di por el culo. Pero yo estaba tan excitado que antes de dejarle le pedí que me la chupara otra vez.
—No te avergüences de ello. Yo no te lo reprocho; puedes hacer lo que te dé la gana —le dije, y decidí que ya lo había hecho sufrir bastante con mi curiosidad: tenía que interrumpirle—. Pero lo mejor es que me vaya yo, y en paz.
—¿Por qué? —Volvió a sentarse sobre la cania—. No le veré más, te lo juro. Podemos seguir intentándolo, Sofía, ¿no crees?
—¡Ya lo creo que no! —repliqué—. Volverás a encontrarme distante, volverás a ver a tu travesti y volverás a pegarme a mí para acallar tu conciencia.
Por un segundo temí que cambiase otra vez de sopetón su estado de ánimo, como solía ocurrirle, y me zurrara en ese mismo momento, pero se conoce que aún lograba controlarlo, pues murmuró:
—Ya sabía yo que esto sucedería tarde o temprano. —Luego, como Carranza, fingió preocuparse por mi seguridad—: ¿Y dónde coño irás a estas horas?
—Pues no lo sé.
—Descuida —dijo—. Me iré yo.
Supuse que lo hacía para tenerme más vigilada, pero acepté su oferta. Se levantó de la cama. Vació la bolsa, arrojando mis cosas al suelo. La llenó a tontas y a locas con dos camisas, tres pantalones, cuatro pares de calcetines, dos corbatas. Añadió la maquinilla de afeitar, su cepillo de dientes, su frasco de colonia, el desodorante. Se vistió y desde el umbral del dormitorio me clavó los ojos. La tristeza de su mirada me pareció sincera. No dijo nada. Bajó la cabeza, abatido. Salió del dormitorio y luego del piso. No sé dónde pasó la noche.
Yo no experimentaba dolor, sino ansiedad. Había pasado una página de mi vida, y me estaba aguardando otra, que aún no había escrito. Ocupé la soledad en buscar a Marina. En varias ocasiones fui inútilmente a El Tórrido Trópico; en una de ellas, vi a Carranza, aunque me escondí para que no me reconociera. Yo nunca entraba; me quedaba en el coche ante la puerta, las horas libres del almuerzo, y después regresaba a la ciudad, aminorando la marcha en el tramo de la carretera en que Marina y yo nos habíamos amado. Cuando has visto a una persona en una sola oportunidad, siempre te queda la ilusión de volver a encontrarla en el mismo sitio de la primera vez, como si el mundo se hubiese detenido a la par de tu expectativa.
Al regresar a casa, por la noche, me sobrecogía ver las habitaciones solitarias, dormir en la cama fría, comer sola mirando la televisión, lavar la ropa cada cinco días. Había anhelado separarme de Santiago, pero me sorprendía realizando gestos involuntarios destinados a él. La costumbre te construye una vida falsa encima de la vida auténtica, y lleva tiempo distinguirlas. Muchas veces no lo consigues jamás.
Y la segunda noche de soledad, al volver del trabajo, me corté sin más ni más el pelo delante del espejo del armario; lo hice para ver a Marina. Luego me senté sobre la cama, sin apartar la vista de mi reflejo. Me quité la falda y la blusa, tratando de evocar el cuerpo de una mujer que toma el sol en la piscina. Al fin me despojé también de la ropa interior y quedé sólo con los zapatos de tacón. Los zapatos me alzaban las piernas, elevándolas hacia la cumbre de mi sexo. Mojé el dedo índice, rodeándolo con la lengua, y me lo introduje. Apreté con la yema el punto más deseado de mi gozo. Mirando a Marina me corrí. Una sensación de miseria espiritual, de vacío, me invadió. Masturbarme me causaba aquella noche un placer amargo, pero volví a hacerlo, desesperada, varias veces, hasta que mi cuerpo extenuado no pudo más y me quedé dormida con los zapatos puestos. Desperté en mitad de la noche, abrazándome, acariciándome los omoplatos con las manos frías en un falso abrazo, y hablando en voz alta. Me lavé la cara. Me dije que mi soledad era a la vez grata y atroz, porque estaba constituida por dos soledades distintas. La primera, que yo había buscado, era vivir sin Santiago, haberme liberado de un presente de incomprensión y desesperanza. En cambio, la segunda soledad, que yo padecía, era la ausencia de Marina, el anhelo de la felicidad futura.
Mi peinado era un horror, así que al día siguiente cerré la galería unos minutos antes del horario habitual y fui a escape a la peluquería. Carranza, como siempre, había venido de visita. No le dije que me había separado de Santiago, aunque estoy segura de que lo adivinó, porque decidió acompañarme y esperó sentado en los sillones del vestíbulo, leyendo acerca de los amores y los yates de nuestros modernos próceres en ejemplares ajados y viejos de la revista Hola, a que yo consiguiera del peluquero el peinado más semejante al de Marina, conforme lo recordaba mi memoria enamorada.
No sabía qué lugares frecuentar porque apenas sabía nada de Marina, de manera que mi búsqueda se desarrollaba a ciegas. Nadie me tomó por ella, como yo anhelaba. Era un fantasma desconocido. Llegué a temer que fuera una turista de paso por España y ya hubiese regresado a su país.
Empezaba a desesperar, y entonces sobrevino la inauguración en la que encontré a Emilia.
Todas las normas de la buena educación se me olvidaron de súbito cuando me arrojé sobre Emilia, desatendiendo los mohines quejumbrosos de la periodista de flequillo rubio. La información obtenida me proporcionó una relativa calma. Marina aún estaba en Madrid, y yo tenía una pista bastante firme para rastrearla.
Esa noche, al volver de la inauguración de «la más grande revelación de todos los tiempos», llamé a Manolo. Descolgó, pero no respondió. Supe que se hallaba al otro lado de la línea porque se oía lejanamente su música preferida, la misa de Haydn.
—Manolo, sé que estás ahí —le dije—. No soy periodista. Puedes hablar.
Titubeó unos segundos, por fin murmuró:
—¿Y quién eres?
—Sofía.
—¡Vaya, Sofía! —exclamó—. No te había conocido. ¿Te pasa algo?
—Tantas cosas… —respondí—, si supieras…
—Algo sé —dijo—. Ayer vi a Santiago.
Ahora fui yo quien permaneció en silencio.
—Dime si necesitas algo —prosiguió—. Pero no me digas nada que no pueda contarle a Santiago.
—¡Oh, vamos, Manolo!
—Hablo en serio. —Su voz tenía un deje de consternación—. Lo mismo le dije a él. Es muy difícil estar en medio de dos amigos que se separan, ¿sabes?
—Allá tú —convine; luego le expuse sin rodeos el motivo de la llamada—: Necesito las señas de María del Carmen Chazarreta, esa periodista que te ha estado persiguiendo.
—¡Hostia! ¿A santo de qué?
—Bueno, digamos que María del Carmen es amiga de Emilia, que a su vez es amiga de Marina —lo solté sin pararme a respirar—. Y yo estoy buscando a Marina.
—Que no entiendo nada, mujer.
—Es natural. Me has pedido que no te contase nada comprometedor; no te lamentes ahora. Sólo dame las señas de la periodista. Dijiste que te había invitado varias veces a su casa.
—Espera un momento. —Le oí revolver papeles, abrir cajones, caminar de un lado al otro de su estudio. Regresó al cabo de un rato—. ¡Aquí está! —informó—. Sabía que me había dado su tarjeta, pero no podía recordar dónde coño estaba.
Me dictó las señas, y las apunté en la agenda. Después me despedí de Manolo.
—Buena suerte —fue lo último que me dijo.
No tuve suerte la primera tarde, pero sí la segunda. Otra vez me había escapado de la galería antes de la hora de cierre, aprovechando que la dueña estaba en París. Luego, había detenido el coche junto al bordillo para montar guardia ante el portal de la periodista de flequillo rubio. Era un hermoso atardecer, y el lucero brillaba al fondo de la calle en el azul intenso del cielo.
A las ocho pasadas, la vi llegar andando por la acera. Me apeé a toda prisa y en dos zancadas, con la presteza de un ratero, logré interponerme en su camino. Ella se sobresaltó al verme surgir de entre las sombras. Llevaba en los brazos, apretada al pecho, una carpeta llena de papeles que se le resbaló de las manos por el susto. Los papeles se dispersaron en el aire, como los pájaros que se desbandan tras el estrépito del fusil, y cayeron sobre la acera en tomo a nosotras. Me incliné para ayudarla a recoger los papeles caídos.
—¡Ay, hija! ¡Mira lo que me has hecho hacer! —gimió.
—Lo siento.
Entonces me miró interrogativamente. Fuera de la galería, yo no era nadie para ella. Le dije mi nombre y de dónde nos conocíamos.
—Ah, Sofía —dijo por fin—. Qué casualidad. —Su voz no manifestaba el menor entusiasmo.
—No es una casualidad —aclaré—. Te estoy esperando a ti.
Su mirada lastimera se iluminó por un momento, pero pronto recobró su habitual expresión de desconfianza.
—Dime el número de teléfono de Emilia —le espeté a quemarropa.
—¿Por qué quieres saberlo? —Con una mano quitó el polvo que había quedado adherido a los papeles. Quizá quería hacerse rogar.
—Eso es asunto mío —repliqué.
—No te lo diré —afirmó desafiante.
La cogí de la muñeca y los papeles volvieron a desbandarse. Gimoteó artificialmente. No le dolía; quería hacer ver que yo habría podido hacerle daño.
—Escúchame bien. —Acerqué mis ojos a su flequillo y le solté la muñeca—. No estoy buscando a Emilia. Sólo quiero encontrar a Marina.
Tiempo después, yo sabría que María del Carmen era muy celosa —por eso me trataba así— y detestaba a Marina con toda su alma, pues temía que esta le robase a su novia, aunque jamás la había visto, de otro modo, al verme con el pelo corto en la galería habría creído hallarse ante una espantosa multiplicación de sus pesadillas. Había montado una estruendosa escena de celos cuando Marina fue a vivir a casa de Emilia, quien decidió entonces mantener a su novia a distancia.
Ahora que se veía libre, la periodista exclamó:
—¡Esa bendita Marina! He reñido con Emilia por su culpa. —Se inclinó a recoger de nuevo los papeles—. Y ahora sólo faltabas tú.
Se lamentó otra vez y me dio el número a regañadientes.
Llamé esa misma noche desde una cabina. Respondió Emilia. Colgué sin pensármelo dos veces. Volví a llamar desde casa y entonces tuve el coraje de hablar.
—Emilia —susurré—, soy yo, Sofía. ¿Te acuerdas de mí?
—¡Pues, hija, claro!, me alegro de oírte.
—Tu amiga María del Carmen me dio tu teléfono.
—¡Qué raro! —dijo—. En fin, supongo que estarás feliz ahora.
—¿Por qué? —pregunté.
—¿Cómo? —contestó—. ¿Es que no te has encontrado con Marina?
—¡No!
—Pues ha ido a buscarte a la galería.
—¡Me cago en la hostia! —no pude por nos de lamentarme—. Precisamente hoy tenía que ser.
—Oye, no sé si sabes que… —Emilia se interrumpió. Percibí sus titubeos y su respiración agitada.
—Venga, dímelo todo —la exhorté—. Prefiero saberlo.
—De acuerdo —concedió—. Verás, el caso es que Marina tiene que irse de España… muy pronto. —Un silencio largo se interpuso entre nosotras—. Pero descuida —me tranquilizó—, tan Pronto como llegue le diré que has llamado. Dime dónde puede encontrarte esta noche.
Se lo dije. Añadí al fin:
—Gracias, Emilia.
—No te muevas de casa —fue su respuesta.
Pocos minutos después sonó el timbre.
No era Marina quien llegaba. Era Santiago. A través de la puerta, dijo que sólo quería coger algunas prendas de ropa. Le hice pasar. Se le veía la mar de abatido; tenía gruesas ojeras y la piel macilenta. Sus ojos inquietos no dejaban un instante de moverse. Noté que observaba a su alrededor y espiaba de soslayo el dormitorio, sin duda con el propósito de detectar rastros que delataran la presencia de una tercera persona. Yo estaba a punto de cambiarme cuando él llegó, de forma que iba vestida de trapillo, con una blusa ancha y larga por todo atavío. Mi ansiedad era incontenible y había crecido con la desilusión de ver a Santiago en lugar de Marina.
—Estoy esperando a alguien —le advertí.
—Sólo unos minutos, Sofía. Tomo un café y me marcho —dijo él, apesadumbrado—. Te has cortado el pelo…
Fui a la cocina. Preparé la cafetera y la puse sobre el fuego. Mientras esperábamos, me preguntó a la llana:
—¿Has estado con alguien?
En su voz no había ni la más pequeña inflexión de rencor; si acaso, dejaba entrever un hondo fatalismo. En ese momento juzgué que mi conducta más honesta para con él era quitarle toda esperanza de reconciliación, para que no sufriera en balde ilusiones infundadas. De modo que le dije que sí, que había estado con alguien. Su silencio me dolió. Vi que pugnaba para contener el llanto; lo consiguió.
—¡Ya ves! —murmuró desolado—, sigo enamorado de ti y sería capaz de hacerlo todo para que estuvieras sólo conmigo. Capaz de todo.
El café aún no estaba listo y, aunque no vi en las palabras de Santiago indicios de amenaza, aquella situación me incomodaba sobremanera.
—¿Y tú? —inquirí a mi vez, para quebrar el mutismo, para saciar aquella extraña curiosidad que me había invadido cuando Santiago me habló por primera vez de su travesti.
—Yo, ¿qué?
—Pues… ¿tienes relaciones con alguien?
—¿A qué te refieres?
—Bueno, como tú mismo dijiste que veías a un…
—¡Cállate! —dijo; sus mejillas se encendieron con un principio de ira y su voz se volvió grave—. No me tomes el pelo. —Yo le había dado la excusa para salir de su pesadumbre por el camino más rápido: la rabia; repitió—: No me tomes el pelo, Sofía.
—¡Pero si no te tomo el pelo, hombre! Simplemente te he hecho una pregunta.
—¿Por qué coño me habré fiado de ti? —gritó—. ¡Me cago en tus muertos!
No fue un reniego inocente. Estoy segura de que lo dijo ex profeso. Él sabía de sobra que yo pensaría en mis padres y que su insulto me haría mucho daño.
—¡Eres un cerdo! —chillé—. ¡Largo de aquí, maricón de mierda! ¡Vete a tomar por culo! —Yo tampoco lo insulté con inocencia: no hay nada peor que decirle maricón a un hombre que lo es y no quiere serlo.
—Eso ya lo veremos.
Me agarró de las muñecas; pensé que en cierto modo, sin saberlo, me hacía pagar mi conducta ante la periodista de flequillo rubio.
—Suéltame —dije; quise que mi orden sonase como una intimidación, pero sólo logré emitir una súplica.
—¿Por qué? —replicó él, rijoso—. ¿Ya no te gustan mis besos como antes?
El café subió en la cafetera y borboteó sordamente. Santiago trató de apoyar su boca sobre la mía. Le descargué un rodillazo en los cojones. Se dobló en dos, contra la puerta, insultándome. No había forma de huir por allí, así que decidí encerrarme en algún rincón de la casa. Dudé. Al fin, corrí hacia el dormitorio, pero no llegué a tiempo de echar la llave. Santiago entró detrás de mí y me arrojó de bruces sobre la cama.
—Todavía eres mi mujer —dijo.
Me di la vuelta. Procuré disuadirle:
—No hagas el imbécil, Santiago. Te conozco muy bien. Después lo sentirás.
Por toda contestación me cogió del escote de la blusa y tiró hacia abajo de un manotazo. Los botones saltaron sin ruido.
—Me he quitado el DIU. —Era verdad, pero él no me creyó—. Y no quiero que me dejes preñada otra vez.
—¡No mientas! Acababas de decirme que tienes otro hombre.
—No tengo otro hombre.
Me dio una bofetada con la palma de la mano.
—¿Has estado con alguien? —gritó—. ¿Sí o no?
—Sí.
Otra bofetada, con el revés.
—¡Entonces tienes otro hombre!
—¡No!
Una bofetada más, con la palma.
—Vamos a ver, ¿y con quién has estado entonces? ¿Con una mujer?
—Sí.
Se quedó mudo. Luego estalló en una carcajada histérica que me heló la sangre.
—No me lo creo. —Continuaba riendo—. No me lo creo. A ti siempre te ha encantado esto. —Se abrió los pantalones.
—No, Santiago, por favor.
—Quédate tranquila, no te dejaré embarazada —replicó—. Y ahora veremos quién de los dos tomará por culo. —Me puso de nuevo boca abajo de un empellón—. Este es el único culo que siempre he deseado —añadió.
Procuré resistirme, pero él me inmovilizó cruzándome los brazos contra la espalda y sentándose sobre mis muslos. Tuvo la dudosa gentileza de pasarme con la mano libre un poco de baba por el orificio para lubricarme. Sentí que su polla pugnaba por entrar en mi ano. Desde hacia años, desde el día de la muerte de Laura, había quedado pendiente una mitad de nuestro incumplido acuerdo acerca del sexo anal, la mitad que me correspondía proporcionar a mí. Y él estaba resuelto a cobrársela. Pateé, sin acertar, con todas mis fuerzas, que no eran muchas pues tenía prisioneras mis piernas desde las corvas hacia arriba. La presión se hizo más intensa y un dolor candente se abrió camino hasta mis tripas. Salté, mordí la almohada, me sacudí hacia los lados, pero sólo conseguí aumentar la hoguera que ya me quemaba en el recto.
—No te resistas —dijo él—, te dolerá más.
Lo peor es que tenía razón, aunque yo no quería contentarle. Al fin acabé por rendirme. Su polla entró un poco más, y otro poco más, y ahora me parecía tenerla en el estómago. Entonces un chorro caliente me inundó las entrañas con una punzada salvaje y Santiago tembló sobre mí hasta quedar inmóvil.
—Te quiero —me susurró al oído—. Lo he hecho porque te quiero. —En el derrumbe que sigue a la satisfacción del deseo, los escrúpulos le reconcomieron.
—Vete —dije yo.
No pensé que me obedecería al punto, de otro modo me hubiese preparado: cuando extrajo su sexo de mi ano, sentí que una suerte de terremoto me descalabraba el cuerpo desde el punto más descamado de mi suplicio. Grité de dolor. Todo había sucedido muy deprisa. Al callar, oí que Santiago se marchaba dando un portazo.
Sólo cuando los golpes en la puerta me despabilaron, percibí el olor a gas que inundaba la casa. Alguien llamaba nerviosamente. Cojeando, abrí las ventanas de par en par y fui a la cocina. El café se había derramado sobre el fuego, apagándolo. Cerré el gas y alcancé la puerta. En el umbral, como en el marco hospitalario de un espejo, se hallaba Marina.
—¡Sofía! —dijo, preocupada—. ¿Qué te pasa? Justo entonces caí en la cuenta de que yo estaba casi desnuda, con la blusa desgarrada. Me sentía sucia y maltrecha. Sin decir una palabra, abracé a Marina. Después de tanto tiempo de esperar ese abrazo, lo recibía arrasada por el dolor, víctima de una intrusión indigna, irracional. Cerramos la puerta y caminamos hasta la habitación. Sobre las sábanas había manchas de mierda y de sangre. Iba a intentar una explicación, pero callé, porque no quise lucrar con el patetismo de mi estado; Marina, sin embargo, comprendió todo. Me acostó y acarició tan suavemente que parecía que sus dedos no me tocaban.
—No te quería herir y dudé demasiado en venir a verte —me susurró—. Esto es culpa mía. Pero ya no te voy a dejar, no te va a pasar nada, mi amor, amor mío.
Si Dios existe, sólo él puede saber cuánto agradecí la presencia de Marina en ese momento. Aunque no me hubiese dicho nada, aunque no me hubiese brindado sus caricias ingrávidas, yo habría sentido por fin el alivio de estar junto a alguien que me inspiraba la confianza más absoluta, la tranquilidad más plena. Balbuceé algo ininteligible, pero a interrumpir mis palabras rotas vinieron los labios de Marina que se posaron sobre los míos. Los noté cálidos, hermosos, míos, como no los había notado ni siquiera el día de la piscina, y bebí en la fuente de su boca para mitigar mi espanto. Como una irrupción de la hostilidad del mundo externo, una punzada en el recto me dobló en dos. Marina me puso boca abajo. Me masajeó la espalda con las palmas de sus manos abiertas. Y me besó en el sitio exacto que Santiago había profanado humillantemente, el epicentro de mi dolor y de mi vergüenza, y su lengua amante me proporcionó la paz, me devolvió la dignidad que había perdido, cuidó de mi, acalló mis gemidos de dolor con el susurro de sus labios tiernos. Entonces comprendí que nunca podría dejar de amarla. Que el amor no es sino la calma de un beso sobre el horror de las llagas.
Le dije que me sentía sucia y que quería bañarme con ella.
—De acuerdo —replicó.
—Te quitaré la ropa.
—Y pondremos sales.
—Y mucho jabón.
—Y te volveré a besar.
—Y yo también.
Seguimos hablando así, con las palabras tontas y dulces de la intimidad, cuyo sentido sólo alcanzan los enamorados y que son como abrazos o silencios. Me incorporé. Una punzada aguda volvió a recordarme la visita de Santiago, pero callé mi malestar. La boca de Marina se había manchado con mi beso. La limpié con un pico de la sábana y luego pasé mi lengua sobre sus labios.
Acaricié su blusa de seda, deslizándome con placidez desde los hombros hasta los pechos, gozando de lo que percibían mis dedos y de la sorpresa de no dar con un pecho romo ante mí, y le abrí la blusa, y no encontré pelos sino una piel tersa y palpitante. Le desabroché el sujetador y entonces dos pezones como los míos me pidieron que los besara, y bebí placer en ellos, demorando la punta de mi lengua en recorrer el espacio a un tiempo pequeño e infinito que separa la piel lisa del pecho y la superficie irregular del pezón, hasta el coronamiento extremo, el botón en el cual un minúsculo agujero señalaba el centro del centro, para volver a salir y volver a entrar, como la mariposa que busca la luz con vuelos afanosos y su propio impulso la aleja, la acerca, le hace girar en tomo al objeto de su deseo. Acabé de desvestirla y entramos en el baño.
En la blancura de la bañera, nuestros cuerpos desnudos se recortaban en el resto de las cosas, despojados de toda escenografía y de toda máscara, separados del mundo y del pasado, repetido el uno en el otro y únicos en su duplicidad sin igual, hundidos en la calma del agua tibia como antes en la intensidad fría de la piscina, ungidos de jabón, de caricias, de anhelo, incómodos pero felices. Felices.
Marina salió antes que yo, y la encontré en el dormitorio. Se secaba los cabellos frotándolos con una toalla, sentada ante el espejo en una esquina de la cama, la misma en que yo, días atrás, después de cortarme el pelo, había buscado su imagen a través de los simulacros de mi reflejo. Me senté detrás de ella, dolorida aún. Rodeé su cintura con mis brazos. Apoyé mi mejilla contra su mejilla. La toalla cayó entre nuestros pies, componiendo una extraña figura, y Marina me sonrió en el espejo. Nuestros rostros, el uno junto al otro, eran asombrosamente iguales; nunca terminaríamos de acostumbrarnos a ello.
Le abrí las piernas e introduje mis dedos en su coño, más tibio que el agua de la bañera, y supe que ese era el refugio para ellos, mientras observaba el reflejo de esa extraña criatura de cuatro piernas, cuatro brazos, dos cabezas y un solo tronco, que producíamos en el espejo, y la masturbé, nos masturbé, con mi pecho agitado por la espalda de Marina que parecía respirar con mis pulmones y apoyaba la nuca sobre mi hombro, enmarañaba los dedos en mis cabellos mojados, diciendo que me amabas, que nunca me dejarías, como yo te amo, Marina, y la sentí correrse entre mis manos, con un placer que también era mío, antes de que se arrodillara a mis pies y me masturbara, nos masturbara, clavando sus ojos en los míos, permitiéndome por primera vez acceder al goce sin mirarme a mí misma sino a la persona que me follaba, y luego obligarme a que me tendiera sobre la cama para acostarse ella sobre mí, apoyando su pelvis contra la mía, meciéndola suavemente, morosamente, hasta percibir que cada parte de nuestros cuerpos coincidía, y no sería la última vez, y bastaba ese contacto para hacemos gozar, era increíble, toda la superficie de mi piel se había convertido en un coño sin límites, era penetrada en cada uno de mis poros al mismo tiempo y penetraba a Marina hasta en la parcela más pequeña de su cuerpo, nuestros labios se besaban, continuaban aún aquel beso de la piscina y la carretera, y entonces las pieles dejaban de existir, se tocaban nuestras carnes, nuestras almas se adherían la una a la otra, los nervios saltaban todas las barreras y todos los obstáculos para unirse, para reencontrarse, y el orgasmo nos llegó a la vez, un mismo orgasmo que sobrevino simultáneamente en dos personas gemelas, lento y perfecto, como los dos afluentes del mismo río, las dos puntas iguales de un solo nudo, las dos caras inseparables de una única moneda, como un hueso roto que acaba por soldarse.
Sé que la palabra «destino» muchas veces puede parecer vacía, apenas un simple ruido, un signo de interrogación puesto al final de nuestra ignorancia para cerrarla de un modo decoroso. Pero ignoro de qué otra forma podría explicarse el que dos personas nacidas en lugares tan distantes, y sin antepasados de orígenes comunes, resulten idénticas, indistinguibles, como éramos Marina y yo. ¿Y de qué otra forma podría entenderse nuestro encuentro si no es mediante la intervención del destino?: ella era extranjera y se hallaba de paso por Madrid; permaneció por algo más de un mes. Y en ese puñado de días sucedió la coincidencia (o la providencia) anhelada por quienes tenían más, de un cuarto de siglo a sus espaldas; la reunión que sólo era imaginable en sueños, la cita que involuntariamente habíamos establecido desde el principio de los tiempos. No. Para mí, para nosotras, «destino» no puede ser una idea vana. Es afirmar que el amor ocupa un puesto central en el universo. De lo contrario, sólo nos queda resignarnos al azar, sucumbir ante el poder del olvido y dejar el futuro en manos de las sombras. Una vez, después de besarla, le leí en un susurro que conservaba aún las dulzuras del beso: «Piensa en los miles de años que han sido necesarios para que la lluvia, el viento, los ríos y el mar transformaran una roca en esa arena con que juegas. Piensa en los millones de seres que han sido necesarios para que tus labios ardan bajo los míos». Lo recuerdo, Marina, y recuerdo cómo volviste a besarme después de que te lo leyera, y ahora mis labios arden de deseo insatisfecho, de amor devastado, de soledad, de nostalgia por el vergel perdido de tu boca.
—Me voy de Madrid la semana que viene —dijo Marina—. Vámonos juntas, olvidémonos de todo lo que fuimos antes de hoy, antes de esta noche.
Hasta la primavera en que nos conocimos, Marina trabajaba de traductora para la Unesco, en París. Un concurso para los empleados de organismos internacionales le ofrecía la posibilidad de pasar a la FAO, con sede en Roma. Marina pensó que Italia sería el mejor atajo para escapar de la telaraña de convenciones y apatía que empezaba a envolverla en Francia. Se presentó a las oposiciones del concurso. Las ganó. Debía comenzar su nuevo trabajo en septiembre de aquel año. Al dejar la Unesco, y antes de entrar en la FAO, decidió tomarse unas vacaciones en España, visitando a una mujer con la que había tenido relaciones tiempo atrás y que ahora se había convertido en una gran amiga: Emilia. Vendió algunas cosas, regaló otras, liquidó su piso en París, conservó sólo los libros y cerró para siempre aquella época sombría de su vida. Llegó a Madrid a mediados de mayo. No era extraño que viviera en casa de Emilia; esta solía visitarla con frecuencia, porque obtenía grandes descuentos en las compañías aéreas debido a su trabajo: agente de turismo. (En este caso, Manolo no se había equivocado en cuanto a la profesión de quienes acudían a la piscina El Tórrido Trópico). Y ahora Marina tenía que ir a Roma para instalarse con tiempo en el piso que le dejaba su antecesor en la FAO, me explicó, un piso en el centro, al parecer muy bonito.
—Nadie nos conoce en Italia —añadió—. Pasaríamos por hermanas.
Acepté a la primera. Y si bien experimenté cierta aprensión ante la incertidumbre de un futuro desconocido y un cambio tan repentino, me dije que debía vencer mi temor, que las grandes ocasiones nos exigen valentía. Me daba igual marcharme a Italia o a cualquier otro rincón del mundo, con tal de ir con Marina. Quería estar con ella, sólo con ella. Como la del destino, la idea de un viaje, casi una fuga, con la persona amada parecerá ridícula o tópica a mucha gente, pero no a quienes se encuentran en la situación en que me encontraba yo. Antes, cuando vivía con Santiago y no era feliz, incluso yo misma me hubiera burlado de semejante comportamiento; pero ahora, ante la posibilidad concreta, mi decisión era firme y segura. No iba a perder esta oportunidad, no dejaría que Marina se fuera otra vez sin mí.
Pese al dolor físico que me atormentaba, me senté en la cama ante Marina y, cogidas de la mano, entusiasmadas, con la complicidad de dos adolescentes y el corazón exaltado, desnudas, empezamos a trazar planes acerca de nuestra inminente vida en común. Así nos sorprendió el amanecer.
Aunque no volvimos a follar, aquella fue una noche de amor, larga e intensa, como sólo pueden vivirla dos personas que saben que en lo sucesivo ya no vivirán separadas y se quieren con ese calmo fervor de las pasiones definitivas. De haber previsto lo que después ocurrió, me habría estrechado a ti, Marina, en un abrazo sin término. Mira mis manos ahora, Marina, míralas. Están solas, están frías, están desamparadas, desde que les faltan las tuyas. Es mentira que se muere solamente una vez. La verdad no la sabemos más que los amantes, los locos, los criminales, los poetas. Uno de ellos, un hombre que fue todas estas cosas a un tiempo, alzó su voz desde la cárcel para cantar que aquel que vive más de una vida, más de una vida debe morir. Y yo muero cada mañana. Se esfuman los sueños en que volvemos a estar juntas, despierto a la soledad, recuerdo aquel primer amanecer que nos encontró unidas, y muero, me entierro en mi carne ya condenada, ya sin alma.
Me ofrecí a llevarla a casa de Emilia, pese a que me costaba mucho moverme.
Antes de bajar a la calle, nos vestirnos juntas. Yo me puse la minifalda y la blusa de seda de Marina (olía a ti, amor) que, por supuesto, me venían que ni pintadas. Ella revolvió en el armario y escogió un vestido rosa viejo, corto, de escote cuadrado. Mientras lo hacía, arrojaba sobre la cama algunas prendas sin quitarles las perchas.
—Esto lo tienes que llevar a Roma —decía—. Esto también.
—No, esto no —replicaba yo.
Y así casi terminamos de dejar listas mis maletas para la semana próxima. En casa nos habíamos besado largamente. Pero en el ascensor volvimos a hacerlo, con esa prisa afanosa y ardiente de los amores adúlteros, prohibidos. Los ascensores no se han inventado para otra cosa.
Subimos al coche. Al sentarme volvió a dolerme el trasero, con una quemazón que no abandonaba mis vísceras. Metí la llave, pero no lo puse en marcha. En nuestra larga noche de proyectos, Marina y yo habíamos decidido utilizar el viejo Marbella para viajar a Roma, y entonces hasta un objeto tan neutro y corriente como un automóvil se me figuraba entrañable, como un cómplice, el único que por el momento conocía nuestro secreto.
Por desgracia, alguien más se enteró de nuestras intimidades sin que nosotras lo deseáramos: nos dominaba la ansiedad y queríamos seguir esbozando los detalles del viaje, cuando en cierto momento, tras formular simultáneamente la misma propuesta, estallamos en una carcajada y nos abrazamos. Por encima del hombro de Marina vi que una persona nos estaba observando a pocos centímetros de la ventanilla abierta. Carranza. Se me heló la sangre y Marina lo notó.
—¿Qué te pasa? —me preguntó.
Me separé de ella y le señalé al fisgón, que no se había movido y sonreía en silencio. Puse en marcha el coche y me alejé a escape de allí. Por el camino le referí brevemente quién era Carranza, en qué circunstancias le había conocido y cómo me perseguía en los últimos tiempos.
La conversación siguió su curso como si no nos hubiera interrumpido nadie, aunque no recuperamos por completo la euforia anterior. La Revé a desayunar al mismo bar en que había conocido a Carranza, la mañana en que todo empezó. Le hablé de mis sueños, de mis presagios, del retrato de Manolo; las señales que me habían anticipado su llegada. Por su parte, Marina, no desde aquella mañana, sino desde algunas semanas antes, se sentía expectante, como si no estuviera sola, aun encerrada en una habitación aislada.
Dejé a Marina en la misma esquina en que nos habíamos separado el primer día. Qué distinto se me aparecía todo ahora, qué luminoso, sin gatos muertos, sin noche, sin despedidas.
Llevé el coche al mecánico, un portugués encantador que conocía a Santiago desde antes de nuestro casamiento. Afirmaba siempre que estaba hasta el gorro del clima y las mujeres europeas y que antes de dos meses vendería todo para irse a vivir a Brasil. Luego, por una razón u otra, no llegaba a cumplir su promesa, aunque mantenía intacta la llama de su sueño. Ese día también me dijo que era el último servicio que efectuaría para nosotros, porque justamente la víspera había comprado el billete de avión a Río de Janeiro. Le felicité y le pedí que me dejara el coche en condiciones de realizar un largo viaje.
—¿Es que pensáis usar el Marbella? —me preguntó.
Le resultaba increíble que no viajáramos con el Renault de Santiago. Logré desviar la conversación para que no sospechase.
En la galería recibí la llamada que, cada dos días, me hacía la dueña. Le advertí que se apresurara a volver de París porque de lo contrario no me encontraría a su regreso. Casi le da un infarto, pero yo colgué y después dejé que el teléfono sonara y sonara sin responder. Mi suerte estaba echada. Yo sólo esperaba que la dueña no se picara con Manolo, que me había conseguido esa colocación.
Fui al banco a informarme sobre la posibilidad de abrir una nueva cuenta corriente, con una tarjeta de crédito a mi nombre, que me permitiese operar desde el exterior. Un matrimonio que se separa debe enfrentar una infinidad de problemas prácticos, que Santiago y yo no tuvimos tiempo de resolver. Uno de ellos era el económico. Teníamos una cuenta común en el banco, de cuyos depósitos, calculaba yo, me habría correspondido una tercera parte. Sin embargo, necesitaba la aprobación de mi marido para cerrarla. Podía, naturalmente, retirar el dinero y llevarlo conmigo en el viaje. Esto era demasiado arriesgado, y abrir la nueva cuenta a mi nombre implicaba tal fárrago de papeleos y trámites burocráticos que, para mi desgracia, decidí partir dejando las cosas tal como estaban: anotaría cada uno de los gastos hechos con la tarjeta de crédito a fin de no superar nunca ese tercio que me pertenecía. Ignorar el modo en que habría de ganarme la vida en lo sucesivo se me figuraba el menor de todos los problemas que tenía que afrontar. Jamás he sido responsable en asuntos de dinero; mi madre primero, y Santiago después, no han dejado de reprochármelo.
Lo que más me atacaba los nervios era el deseo de partir, partir de una vez por todas. Los arreglos para el viaje se me hacían lentos y largos. Marina y yo nos vimos poco esos días febriles de preparativos. Al igual que dos novios tradicionales, habíamos decidido vivir separadas hasta la partida, como si esta fuese una luna de miel.
La dueña de la galería, al regresar de París, no armó un escándalo, como yo había previsto, sino que se alegró mucho y me deseó feliz viaje. En el fondo la aliviaba no tener que lidiar más conmigo; por lo demás, se ahorraba una cantidad considerable de dinero al no verse obligada a despedirme. Tanto exultaba que escribió de buen grado dos o tres cartas de recomendación para conocidos suyos con galería de arte en Roma.
También fui al cementerio, a poner rosas amarillas en la tumba de mis padres.
Una tarde, cuando el dolor que me había infligido comenzaba a aplacarse, Santiago llamó a la galería como si tal cosa. No le insulté, como hubiera correspondido, porque mis malditos escrúpulos me hacían sentir culpable por escapar a Italia y dejarle solo, sin amigos, sin mí, en medio de una hostilidad que aún no se había extinguido y que habíamos creado juntos. Ahora no mostraba indicios de remordimiento. Antes bien, estaba casi orgulloso de lo que había hecho (el deseo le dominaba otra vez) y suponía que me podía reconquistar regresando a las viejas prácticas violentas de nuestro matrimonio. No le desalenté, pues no tenía sentido. Tampoco, por supuesto, le informé que me marchaba de España. Hubiese sido lo correcto, ya que él estaba viviendo en una pensión y el piso quedaba vacío, pero yo temía que Santiago fuese capaz de cualquier cosa, aun de las más brutales, con tal de impedir el viaje. No pasaría mucho tiempo antes de que se enterase de la verdad. Pero hasta entonces seguía sin creer que yo me había enamorado de una mujer. Insistió mucho en que le dijera el nombre de la persona con quien yo estaba enrollada.
—¿No será Manolo? —preguntó.
Me aturullé, como esas personas a las que acusan de un robo que no han cometido y se comportan de manera culpable en su afán de demostrar su inocencia. Para dejar de lado al pintor, para protegerle de Santiago, dije:
—Carranza. Es él. —Así mataba dos pájaros de un tiro: desvinculaba a Manolo y me vengaba, siquiera modestamente, de los asedios de mi perseguidor. Ya le haría sentir Santiago lo que él me hizo sentir al espiarme desde fuera del coche.
—Ese hijo de puta. ¡Si llego a encontrarle!
—No es nada serio —afirmé—. No creo que dure.
—Es que todavía me quieres, mujer. Es indudable que soy el hombre más importante para ti.
Yo le prefería arrepentido y atormentado, pero era mejor así. No debía olvidarme de lo que había hecho conmigo, tenía que evitar que me provocase pena.
—Tengo unas fotos que me gustaría enseñarte —dijo, y yo imaginé que era una excusa—. ¿Cuándo nos vemos? —Tenía la desafiante seguridad de quien sabe que no se opondrán a sus designios.
—El jueves —respondí; la partida estaba prevista para el martes—. Antes me es imposible. Ven el jueves. A casa.
Sé que acudió a la cita. Sé que le enfureció no encontrarme. Sé que en ese momento empezó a sospechar, que en ese momento empecé a perderte, Marina.
Era una idea desesperada, la de ir en pos de tu pasado como una peregrinación. La llevé a cabo pese a que era inútil. Volé a Montevideo, de allí fui a Buenos Aires, y al fin regresé a Roma.
En el avión de la KLM, un hombre cuyos rasgos no vi, no quise ver, esperó a que yo fuera al lavabo y se coló detrás de mí antes de que cerrase la puerta.
Era de noche allí arriba, en el firmamento, y yo no podía dormir, los otros pasajeros roncaban desparramados invadiendo los pasillos y la película ya había terminado y yo temía que los sueños se me volvieran pesadillas. «No grites», me dijo el tipo, corriendo el pasador. Ni hacía falta que me amenazara: yo estaba dispuesta a todo, porque todo me daba igual. En ese momento cualquiera podía disponer de mí a su antojo.
Yo acababa de perderte, ¿entiendes, Marina?, no hacía más de un año de ello, y te deseaba, y hubiera dado mi vida por volver a hacerte el amor. ¿Qué mejor que regalarme a alguien a quien jamás volvería a ver?, ¿qué mejor que ese individuo que no se te parecía en nada y no me podía engañar con el espejismo de tu regreso?
Decidí que el refugio de tu memoria sería el último beso que te di la noche de Año Nuevo. No dejaría que él te besara, que posara su boca sobre los labios que tú habías besado.
Me aferré al lavabo, de espaldas al tipo que jadeaba detrás de mí, resuelta a no girar siquiera un paso hacia su boca anónima, cuando noté que él no tenía la menor intención de besarme, porque me estaba levantando la falda, apartando hacia un costado las bragas con los dedos, y me la metía. Tenía una polla enorme, hacía mucho que no me follaban así.
Me di cuenta de que estaba mucho más excitada de lo que yo misma había pensado. Me apreté al desconocido, para que me penetrara hasta el límite máximo de su picha desmesurada, y no le miré siquiera las manos que aferraban mi cintura y me atraían, me apartaban, me atraían, y no miré tu rostro en el espejo, ni el rostro de Clara ni el mío, sino el lavabo metálico, el desagüe, mientras me esforzaba por no demorarme en el goce, por correr hacia la mera satisfacción de mi deseo, las instrucciones en inglés, el enchufe, con el orgasmo se me iría toda posibilidad de ternura, y entonces mi cuerpo excitado me obedecía y empezaba a correrse, las pastillas de jabón, las toallas de papel, y él también se corría, las luces, el grifo, y no hablamos ni pronunciamos el nombre de la persona amada que no estaba allí, ni nos rebajamos a la delicadeza o al cariño, ni mendigamos respeto. Nos apareamos como cerdos y ninguno de los dos quería otra cosa. Estábamos en medio del zumbido vacío de los aviones, que se mete en los oídos como una voz de la memoria, y mantuvimos el tácito acuerdo de silencio, de amor sin amor y sin besos. Se fue.
Le oí descorrer el pasador, abrir la puerta, salir, cerrar la puerta, y otra vez el vacío del aire a diez mil metros por encima del océano. Entonces te miré en el espejo, y vi tus lágrimas, mientras entre mis piernas resbalaba el semen ya frío de un desconocido a quien luego no habría podido reconocer entre los otros pasajeros, y la puerta volvió a abrirse.
Era una azafata, y tal vez pensaba que el tipo me había violado. Venía a asegurarse de que yo estaba bien antes de montar una baraúnda, porque la primera regla de conducta en un avión es la discreción a toda costa, la reserva que bordea la indiferencia. Apoyó una mano leve sobre mi espalda y murmuró: Do you feel all right? Esta desconocida era negra, mucho más alta que yo, hablaba en inglés, pero se te parecía, Marina, porque procuraba consolarme, mostrarse amiga, hacerme sentir cómoda, «Marina», le dije, «¿eres tú, Marina?», rompiendo el silencio del cielo, llorando tu amor perdido, deseando que la intrusa que redoblaba sus atenciones fueras tú, y no la intrusa, y ese era el peligro que yo debía evitar, Marina, que vinieran a reemplazarte. Yo debía llevar todo trato hacia la impersonalidad y la frialdad, para que nadie usurpase tu lugar en mi nostalgia y lograr que nada fuera siquiera remotamente similar a nuestro amor. Tú me habías dado la dicha y la dignidad; lo más distante era la degradación.
Para conservar intacto el recuerdo de nuestra pureza yo tenía que corromperme, entregarme, ensuciar mis manos con cuerpos que no anhelase.
Pero me estremecía pensar en la azafata negra, desnuda, en acariciar su piel tan diferente a la tuya, el negativo de tu piel, besarle el cuello descubierto y hundir mis dedos en su pelo recogido.
Me di la vuelta y la abracé. Ella dudó un instante, y luego siguió consolándome como a una niña, dándome palmadas y sustrayendo su cuerpo tibio al contacto del mío, huyendo de mí, que me apretaba a ella, hasta que ya no resistí e igual que un vampiro voraz me arrojé sobre su cuello para comérmelo, y sentir el gusto de una piel que no era la tuya, Marina. Y la azafata me empujó, balbuceando: What… what are you doing? Intentó deshacerse de mí, pero no la dejé, le rogué que me permitiese envilecerme en sus brazos, sin que entendiera una sola palabra de mi castellano jadeante, sin que cesase de despreciarme.
Me agaché, procuré que mi boca pasara la pulcra barrera del uniforme hasta conquistar su sexo forastero, y como el tigre ante el olor de la carne sentí el perfume inconfundible del coño, ese perfume que tú me enseñaste a amar, pero la azafata no era otra víctima de nuestra pasión desgarradora, ella no dudaba, y con un rodillazo en la barbilla acabó de ahuyentarme, y escapó del lavabo, y me dejó en el suelo, sola, pasándome las manos entre las piernas, como hacías tú para darme satisfacción, aunque yo lo hacía para manchar mis dedos con el esperma del desconocido, chuparlos, inundar mi boca con el seco sabor de tu ausencia, sola, sola, a la vez en el suelo y en el aire. Quería cubrirme de repugnancia para que mi infidelidad hacia ti fuera siniestra o dolorosa, pero no conseguía más que sentirme ridícula, como quien se esfuerza por llevar a cabo ritos solitarios en los que no cree, la mona que repite gestos humanos que en el fondo no comprende, la sacerdotisa de una religión cuyo dios ha muerto. Estaba sola, Marina, estaba sin ti, como ahora, que se me cierra la garganta mientras te llamo inútilmente, estaba sola, estaba excitada, feliz de haber sido despreciada y de que mi traición no hubiera rozado tu memoria, estaba perdida, corrompida, arrojada al suelo de la ausencia y a diez mil metros del océano, con la cara apestada de lágrimas anónimas y semen amargo, abandonada, muerta, y alguna vez nos habíamos amado.
El lunes, la víspera de nuestro viaje, Emilia organizó en su casa una fiesta de despedida para Marina. No comprendí qué clase de reunión era hasta que ingenuamente, después de media hora de hallarme allí, exclamé:
—Oye, Emilia, no han venido más que mujeres…
Ella se echó a reír, como si me dijera: «Aún eres una novata, pero ya te acostumbrarás». Luego, antes de irse a poner más vasos de plástico sobre la mesa, me cuchicheó burlonamente:
—Quédate tranquila, que nadie te hará nada.
Entonces observé con más atención a las invitadas y descubrí gestos, caricias, miradas, que me probaron la simpleza de mi exclamación: por primera vez en mi vida asistía a una fiesta de esa clase. Y si bien es cierto que nadie me hizo nada, no puedo ocultar que experimenté cierta aversión. He intentado ser sincera conmigo misma, para lograr entender sin autocompasión las razones de ese sentimiento. La única respuesta que he encontrado por ahora es que adolezco de cierta testarudez, de cierta ceguera, de cierta vergüenza, o como quiera llamarse, con respecto a mi homosexualidad. Yo siempre había creído ser normal, todo lo normal que puede ser cualquier persona, y la presencia de esas mujeres me revelaba a gritos mi verdadera naturaleza, me arrojaba en una categoría a la que yo nunca había sospechado pertenecer, me calificaba con un epíteto que hasta ese día yo hubiera rechazado. Con el tiempo, comprendería que la llamada normalidad no es más que una cuestión de estadística, pero allí, en la fiesta, me parecía ver en Marina el espejo perfecto de mi propio deseo y mi propio ser, y en cambio, en las otras, el espejo deformado de mi escandalosa anormalidad. Pero no era culpa de ellas: muchas veces lo deforme no es en absoluto el espejo sino la figura que se le pone delante; ya se sabe que es más fácil acusar al fotógrafo que al modelo. Y las cosas se agravan cuando la figura no es en sí deforme, aunque tus ojos la vean así, cuando no te gustas, cuando te repruebas y te temes por costumbre, por educación, por prejuicios. Creo, con toda sinceridad, que esta es la razón por la cual la periodista María del Carmen me ponía tan nerviosa.
A ese largo camino de autoanálisis y aceptación paulatina de la propia personalidad, que puede llevar años, yo fui arrojada de sopetón la noche de la fiesta en casa de Emilia, y aún no he terminado de recorrerlo. Al principio, mientras contemplaba a las presentes, todas se me antojaban ridículas, monstruosas, aberrantes, como los mariquitas que hablan con voz de falsete. Algunas estaban serenas, otras se mostraban asustadas, otras callaban sus incertidumbres con desparpajo; algunas vestían como hombres, otras como prostitutas; algunas amaban de verdad, otras sólo encontraban consuelo pasajero en personas tan desengañadas como ellas; algunas eran feas, otras guapísimas; algunas no tenían ningún interés por los hombres, otras les odiaban con un rencor injustificado, otras les temían, sin haberles conocido o por una mala experiencia, otras se sentían examinadas por ellos, incómodas, y sólo la compañía femenina les proporcionaba alivio.
Luego, no obstante, conforme ahondaba en mis cavilaciones, fui comprendiendo que ninguna de ellas era igual a la otra, pero todas tenían un signo que las distinguía: las consumía una pasión honesta, dolorosa e impostergable, a la que el mundo deshonra con los nombres del vicio. Todas ellas eran o habían sido víctimas de una desgarradora lucha interior, exactamente como yo. El amor heterosexual es, desde esta perspectiva y sólo desde ella, más fácil: sobreviene de un modo casi natural y no exige una agobiante gestación de la propia voluntad, no combate contra sus inclinaciones, recibe al objeto amado con fatalismo y sin espanto, no lo intimidan sus necesidades.
Marina y yo fuimos, desde luego, el comentario general, menos por la intensidad visible de nuestro amor que por nuestra semejanza desconcertante. Nos tomaban a la una por la otra.
Se inició una encarnizada discusión, como si nosotras estuviéramos ausentes. Claro que ninguna llegó a ofendemos, pero la situación era tan particular que fomentaba encendidos debates, en los cuales algunas se manifestaban contrarias a nuestra relación y otras se ponían de nuestro lado.
Entre estas, sorprendentemente, se hallaba la periodista de flequillo rubio, pese a que aún no había aplacado del todo su furia hacia Marina y hacia mí: estaba más tranquila, porque con el viaje a Italia se quitaba de encima dos problemas a un tiempo.
Quien más nos defendió, sin embargo, fue Francisca, la andaluza a la que yo le había quitado el novio. Y es que fue allí donde la encontré, tras años de separación. Vino a saludarme no bien entré.
—¿Tú eres Sofía o Marina? —me preguntó.
Se lo dije. Nos miramos como dos masones que, luego de verse todos los días durante décadas, advierten por un ademán que pertenecen a la misma logia. Estaba demacrada, aletargada, más flaca que nunca. No me reprochó nada del pasado, y apenas si lo mencionó. Ya no le importaba aquello. Le pregunté si estaba mala.
—No, Sofía, no. —No tenía fuerzas ni para reír—. Es que tengo miles de compromisos que me llevan todo el día, Y por la noche… Vamos, que desde que me he enamorado de aquella estoy hecha polvo. —Me señaló a una muchacha que no tendría más de veinte años, morena, con cuerpo de deportista y rostro de ninfa resuelta a todo—. Es una cría, pero la corrompida he sido yo. Me persiguió y me persiguió hasta que me decidí a probar. Ya sabes, el rollo ese de vivir todas las experiencias y todo eso. Pero me volví loca, loca. Me chiflé, me trastorné, perdí el juicio, me desequilibré. —Había perdido el juicio, pero no su pasión por los sinónimos—. Dime, Sofía, ¿cómo he sido tan gilipollas de esperar hasta ahora para probarlo?
—No lo sé. Creo que me ha pasado lo mismo que a ti.
—Y no podemos parar de follar. No hay caso, nos proponemos «Esta noche, no», y luego dormidas nos tocamos, un toque pequeñito, y se acabaron las buenas intenciones. Incluso ahora que te lo digo me pongo cachonda.
—Tienes que dormir más, Francisca.
—¡Qué va, hija!, si no hago más que tener sueños eróticos.
Me contó de su matrimonio con el senegalés Mbe y todo lo que sabía sobre el Pulga. Luego me preguntó por Santiago, sonriendo por fin, anticipando la respuesta con un gesto para indicarme a Marina.
—Cuando os he visto —dijo—, creí que me había vuelto bizca. Sois iguales, idénticas, pintiparadas, exactas, calcadas, lo que se dice dos gotas de agua. Yo creo que en tu caso hubiese hecho lo mismo que tú. Pero no consigo imaginarme cómo pueda ser. Dime la verdad, ¿no te impresiona un poco?
Cuando la fiesta llegaba a su punto culminante, decidí marcharme. Aún me sentía incómoda. Me resistía a bailar en medio de tantas mujeres, a ser el centro de atención de la diversión general. Estaba exhausta. Quería pensar en el viaje, y en nada más.
Nuestra idea de no vivir juntas hasta el día de la partida no tenía por qué cambiar. Marina seguía viviendo en casa de su amiga. Me despedí de las invitadas, que abandonaron las previas disidencias para desearme, todas ellas, buena suerte, buen viaje, felicidades, y otras de esas expresiones humanas ideales que, lamentablemente, casi nunca pueden prever las embestidas ciegas de la fortuna.
En casa, me puse un camisón con la esperanza de descansar un poco, aunque sabía que sería en vano, porque no iba a poder conciliar el sueño. Para aplacar mis nervios, acomodé papeles, vestidos, fotos, todos los trastos que conservas con la ilusión de que quizá seas eterna y de que te sentarás a contemplarlos algún día, un día que jamás llega. Sospechaba que ya no volvería a ver esa casa y esos objetos, lo que efectivamente ocurrió, y en cierta manera me sentía como los condenados a muerte: era mi hora decisiva, pero no había nada de lo que no pudiera desprenderme. Con Marina mi vida comenzaba de cero y, así, era justo que abandonara allí mismo, en ese piso en el que había vivido con Santiago, los desechos inútiles de mi pasado. No eran más que sedimentos de la costumbre, cáscaras, retazos ajenos que los demás habían ido encolando sobre mi persona o embozos con los que yo misma había consentido en cargar a lo largo de los años. Abrí las maletas, quité algunas cosas, agregué otras, volví a cerrarlas. Sonó el timbre cuando el cielo estaba clareando. Era Marina.
—Yo tampoco podía dormir —me dijo, adivinando mis ansias.
Caminamos abrazadas hasta la cocina. Preparé un café. Nos quedamos allí a beberlo, de pie, conversando de todo y de nada.
—Sería mejor que durmiésemos —dije—. Mañana…, hoy… tenemos que conducir todo el día.
—A esta hora ya no tiene sentido, che —respondió ella, con su peculiar modo de expresión sudamericano—. Si vos querés ve a dormir. Yo tengo que hablar a las ocho con el tipo del apartamento para ponerme de acuerdo.
No dormí. Y a las ocho Marina llamó por teléfono al dueño del que sería nuestro piso en Roma. Hablaba bastante bien el italiano, o al menos gritaba y gesticulaba lo suficiente como para que yo me lo creyese. Cuando colgó, le dije:
—Ahora entiendo cuál es la lengua que hablas tú. Ya me parecía que no era castellano.
Pero ella no sonrió con mi broma.
—Malas noticias —dijo.
—¿Qué sucede?
—El apartamento estará listo recién dentro de quince días. —Tras una pausa añadió—: Y si un italiano te dice dentro de quince días, serán al menos treinta.
—Es imposible. —Me resistía a creerlo; se me antojaba que todo se había echado a perder y pensaba en la galería y en Carranza. En el jueves, en Santiago—. ¡No! —chillé—. ¡Nos vamos hoy!
Marina me miró a los ojos, tomó mi mano, afirmó:
—Sí. Nos vamos hoy.
Di un salto de felicidad. Corrí en dos zancadas a vestirme. Tiré el camisón. Me puse una falda larga y ancha, una camiseta azul y zapatos de tacón bajo.
—Estás hermosa —me dijo Marina, entrando en el dormitorio, y nunca un elogio me sonó más gratificante—. Ella sí estaba muy guapa. No llevaba la misma ropa de la fiesta. Iba vestida de negro, con una minifalda de lino y una blusa de batista con botones blancos. Nunca he visto una mujer que usase minifalda tanto como ella. Tenía unas piernas estupendas, —y no lo digo porque se asemejaran a las mías, que las suyas eran mucho más bonitas— y una gran elegancia al caminar, de modo que su aspecto jamás era vulgar, todo lo contrario. A ello contribuía el estilo de sus zapatos de tacón, que elegía con mucho cuidado: debían ser sobrios, de colores poco vistosos, ni muy altos ni muy bajos, en punta pero algo redondeados. Sobre ellos andaba como si se deslizara por el mundo sin tocarlo, moviendo las caderas con una discreción cargada de sensualidad. Cuando, en cambio, llevaba zapatos de tacón bajo, y no es que el amor me lleve a exagerar, su aspecto era el de una diosa que ha descendido a mezclarse entre los simples mortales y copia sus costumbres y movimientos, sin conseguir desprenderse del porte divino de su linaje. Una vez, en broma, le aseguré que de haber sido hombre me hubiese enamorado de ella.
No le eché un último vistazo a la casa antes de salir. Cerré la puerta con la misma sensación de alivio que experimentaría una persona a la que le extirpasen un tumor. Se me ocurrió que debía deshacerme de las llaves, pero no lo hice, porque pensé que un gesto tan trillado traería mala suerte. ¿Quién sabe qué hubiese pasado si hubiera obedecido a mi instinto de tirar esas malditas llaves, que aún llevaban estampadas las huellas de Santiago? ¿Hubiese cambiado algo?
Empujamos como pudimos las maletas hasta el coche; pesaban una enormidad y casi nos deslomamos. Dentro de ellas iba el retrato que me había hecho Manolo y el sombrero amarillo que Emilia nos había regalado en El Tórrido Trópico. En el maletero no cabía todo el equipaje, así que hubimos de bajar el asiento de atrás para hacerle sitio.
Pasamos por casa de Emilia, donde Marina aún tenía un par maletas y una caja con libros. Ella ya había tirado lo inservible al marcharse de París. Esos libros son los que hoy tengo a mi lado. Los he conservado porque puedo leer y repetirme los pasajes que le gustaban a Marina, descubrir sus anotaciones, los ángulos de las páginas doblados por ella, mirar su firma en la primera hoja. Pero ya es tarde, y pronto los regalaré.
Emilia estaba fatal. Acababa de despertarse y debía ir a trabajar. Cargaba con una molesta resaca y un dolor de cabeza terrible, pero fue muy cariñosa con nosotras. Prometió ir a visitarnos. Antes de saludarme me dijo una frase que nunca olvidaré:
—Si la felicidad consiste en ser dignas de ser felices, vosotras ya sois felices.
Otra vez a cargar los bultos hasta el Marbella, y el pobrecillo ya estaba más abarrotado que nunca. Giré la llave de contacto y partimos. No me despedí de Manolo, pensé, aunque sabía que no se enfadaría.
¿Con qué pie había subido al coche?
Ese día me sentía más supersticiosa que lo habitual, pero equivoqué todas mis intuiciones. Al encender la radio me pareció de buen augurio oír esa canción de los Rolling Stones que dice, me parece: She’s like a rainbow. Creí que estas eran señales tan ciertas como las que había recibido el día en que encontré a Marina.
—Te amo —me dijo ella.
—Y yo te amo a ti —le dije.
Salimos de Madrid unos minutos después de las diez. Era el 25 de junio. Yo me sentía digna de la felicidad.