Varios indicios le habían permitido localizarnos. Nos los iría diciendo poco a poco, después de cerrar la puerta tras de sí, conforme nos atizaba, con su hosca voz venida desde el fondo de los tiempos. Primero, comprendió que me había ido de viaje ese jueves maldito de nuestra última cita, que establecí a sabiendas de que yo ya no estaría en Madrid; lo comprendió nada más entrar en el piso: faltaban mis vestidos, algunos libros y, sobre todo, las maletas.
La segunda pista se la dio el mecánico portugués, que una vez más había visto fracasar su ilusión de irse a vivir a Brasil. Por él supo que mi viaje había sido un largo viaje.
Después intervino Carranza. Le encontró merodeando ante el portal de casa. Santiago se creía aún que yo tenía relaciones con él y le soltó una hostia para derribar un toro. Pero Carranza nos había espiado y, desde el suelo, como pudo, logró convencerle de que yo, si me había escapado, lo había hecho con una mujer; no con un hombre y mucho menos con él. Santiago perdió el control cuando supo la noticia.
Y la confirmación se la arrebató a Francisca. Resulta que, en aquellos días de verano en que Marina y yo errábamos por Italia, Santiago visitó a todas las personas que me conocían con el propósito de obtener alguna información. Manolo, la dueña de la galería, Francisca e incluso el Pulga, todos ellos tuvieron que responder a sus interrogatorios. Nadie sabía nada, salvo Francisca, que fingió no haberme visto desde hacía años, pero que después incurrió en una contradicción, y Santiago la torturó, literalmente, hasta hacerla confesar.
Luego estaba la tarjeta de crédito. Los gastos eran cargados en nuestra cuenta común en el banco. Eso le permitió reconstruir todas las etapas del viaje por Italia y ver que al cabo los gastos se efectuaban siempre, y solamente, en Roma.
Y las multas de tráfico. Así ató los últimos cabos sueltos. Jamás pensé que la burocracia italiana fuese capaz de hacer llegar sus reclamos hasta España. En cada una de las multas estaba especificado el día, la hora y el lugar de la infracción. Con un mapa de la ciudad, Santiago delimitó la zona en que las multas eran más frecuentes, y de esta manera logró establecer un radio circunscrito por donde empezar a buscarnos: nuestro barrio, el gueto.
Vino a Roma a mediados de diciembre. Durante días recorrió las calles del barrio, hasta que una noche vio el coche. Leyó sistemáticamente, en todos los edificios cercanos, los nombres que ponía en el interfono. El 31 de diciembre, a las siete, encontró al fin mi apellido, junto a otro, que él desconocía. No hacía falta más. Ese nombre, un nombre español en medio de tantos nombres italianos, sólo podía ser el mío.
Se coló a hurtadillas en el portal cuando alguien entró en el edificio, y allí estaba ahora, resuelto a todo.
No podía creerse el espectáculo que tenía ante sus ojos. Suponía que yo estaría con otra mujer, una cualquiera, y en cambio me veía duplicada, dividida en dos. Esperaba encontrar a dos mujeres y había hallado a dos Sofías. Esto, lo único que no sabía, le enloqueció más aún. Repuesto de la sorpresa de verme aparecer por el umbral de la cocina, me asestó un puñetazo en la boca que me arrojó contra la mesa. Marina quiso reaccionar, pero la derribó de un violento revés con el dorso de la mano.
—¿Cuál de vosotras es Sofía? —gritaba él enajenado—. ¿Cuál?
—¡Déjanos en paz! —rogué, intentando levantarme—. ¿Qué te hemos hecho?
Estaba muy delgado, los puros huesos bajo la piel. Pero no había perdido el vigor.
—¡Puta! —aulló, tirándome al suelo con otro golpe—. ¡No sé quién eres tú, pero eres una puta! —y siguió atizándonos, gritando, castigándonos, revelándonos cómo había hecho para descubrimos, maltratándonos, zurrándonos con toda la fuerza atroz de su odio.
Yo sabía que la historia se estaba repitiendo; ya me había arrebatado a Laura, ahora quería quitarme lo que yo más amaba, mi reflejo, Marina, tú misma. Nunca había recibido tantos golpes; perdí el conocimiento y desperté en la cama. Oí que Santiago decía:
—¡Nunca debí fiarme de ti, puta!
Pero no le veía. Mis ojos estaban casi cerrados por la paliza que había recibido. Noté sobre mí un peso uniforme que cubría todo mi cuerpo. Era Marina. Nos había atado a la cama, y las muñecas a las muñecas, los tobillos a los tobillos, con las piernas y los brazos abiertos.
Tenía dos mujeres para él, Marina y yo, atadas la una a la otra, cara a cara, desnudas, a su entera disposición. No podía desaprovechar la oportunidad.
—Clara… —murmuró Marina para reconfortarme.
—Conque tú eres Sofía, ¿eh? —le dijo Santiago.
—¡No! —dije—. ¡Yo soy Sofía!
—¡Yo soy Sofía! —gritó Marina, pero la pronunciación sudamericana bastó para desmentir su afirmación.
—Ahora ya sé quién es quién —interrumpió Santiago, con una sonrisa sesgada—. Pero me da igual. Lo que voy a haceros ahora, os lo haré a las dos.
Traté de pedir auxilio, tal vez alguno de los vecinos nos oyese y llamase a la policía, pero la voz me salió ahogada, débil, inútil. Santiago me hizo callar con una bofetada. Entonces también Marina gritó; gritó el nombre del Astrólogo como una clave secreta, como una imagen amiga en la cual refugiarse.
—¡Silencio! —aulló Santiago; la cogió por los cabellos y le echó la cabeza hacia atrás.
Sosteniendo en un puño el pelo de Marina, le arreó con la otra mano una hostia salvaje. La cabeza saltó hacia un lado y cayó sobre mi hombro. Santiago se había quedado con un puñado de cabellos entre los dedos. Y volvió a azotarnos.
Luego atravesó la habitación a grandes pasos y le perdí de vista.
Ignorábamos qué iba a pasar.
Marina y yo nos besamos para probar que nada sería capaz de separamos. Pero él volvió y nos amordazó; no le apetecía que lo hiciéramos.
Y entonces él pasó sucesivamente de mi coño al ano de Marina, de mi ano al coño de Marina, que por primera vez recibía la polla de un hombre.
Gozó de las sacudidas últimas de su orgasmo, extinguiéndose paulatinamente, y por entre la sonrisa húmeda de su boca satisfecha profirió un insulto y nos maldijo.
Escupió sobre la espalda de Marina y se levantó. Miró a su alrededor, aturdido, sin saber qué hacer. Se dejó caer en un rincón de la habitación y apoyó la frente sobre sus rodillas desnudas. Así permaneció un largo rato. Yo tenía las mandíbulas atenazadas y la saliva se me atragantaba en la garganta, sin bajar al estómago. Las lágrimas de Marina se detenían un instante sobre sus pestañas y al fin caían sobre mis ojos, sobre mis propias lágrimas. Creo que él también estaba llorando en su rincón, pero poco le duró su flaqueza.
Volvió a incorporarse y a masturbarse mirando nuestros cuerpos lastimados. Tuvo una erección muy débil, trató de follamos otra vez y no lo consiguió. Rogué para mis adentros que nos dejara ya, que su orgullo de hombre no se viera afectado por este fracaso. Pero mis ruegos no fueron escuchados.
—Te dije que sería capaz de hacer cualquier cosa —me hablaba a mí— para que no estuvieras con nadie más que conmigo.
Acto seguido, volvió a salir de la habitación. Pensé que iba a continuar bebiendo. Quise gritar otra vez, pero mi voz murió en la mordaza antes de nacer. Oí las ratas que escarbaban tras los muros, una gota de sangre que cayó sobre la sábana, la respiración de Marina. Él regresó junto a nosotras. No había ido a por alcohol. Masticaba un trozo de pollo que sostenía con la mano izquierda. Y en la derecha traía un cuchillo de cocina.
—¿Cómo os dais placer? —preguntó—. ¿Qué os metéis en el coño?
Nos pasó la hoja del cuchillo sobre la piel, lentamente, procurando no cortamos con el filo, mientras continuaba masticando el pollo. El mismo camino que había seguido antes con sus manos, lo recorría ahora con el acero: un largo roce, lento y extasiado a lo largo de la espalda de Marina; luego las nalgas, la cara exterior de los muslos, las corvas, las pantorrillas; y entonces el camino inverso; volvió a subir, tocándonos a las dos al mismo tiempo, las pantorrillas, las corvas, Regaría, no iba a detenerse, la cara interior de los muslos; y llegó, en efecto; el coño, el mío y el de Marina, al tiempo que acababa de comer.
—Veremos si esto os gusta.
Al principio sólo experimenté frío. Luego reconocí la forma del cuchillo, el filo de la hoja que se me metía en el sexo. No me di cuenta de que me estaba cortando. Me parecía apenas un roce, un arañazo, una caricia helada. Pero no me lo metió todo. Lo extrajo y se lo introdujo a Marina, despaciosamente. A Marina, a quien yo jamás le hubiese hecho daño; su piel frágil, su carne dulce estaba siendo profanada de sangre y de dolor. Aquello duró mucho tiempo, aunque después él empezó a ir más aprisa. Quitó el cuchillo del coño de Marina y volvió a metérmelo a mí, y luego a Marina, y luego a mí, cada vez más rápidamente, como si ahora fuera el frío acero quien estaba excitándose, quien estaba a punto de correrse sobre la sangre de Marina, la mía. Desde fuera, nos llegó el alboroto de los festejos: eran las doce. Entonces grité, chillé con un alarido animal que me salió desde detrás de la mordaza, desde detrás de la boca y las cuerdas vocales, desde detrás de mis pulmones, desde lo más hondo de mí, desde mi amor en agonía.
Cuando oyó mis alaridos, él se enfureció más que nunca.
—¡Cállate, cállate ya!
Hundió el cuchillo hasta el fondo del coño, pero no era mi coño, Dios mío, no, no lo era, era el coño de Marina. Lo incrustó hasta el mango, lo giró, lo extrajo lleno de sangre, de vida, de la vida de Marina que debía de írsele por entre las piernas. Y grité, grité aún más, y aunque él me hubiera acuchillado, yo habría seguido gritando. Él no sabía qué hacer para acallarme. Empezó a dar cuchilladas sobre la espalda de Marina, buscando atravesarla para llegar hasta mí. Yo vi el último brillo de sus ojos, yo sentí en mi pecho cómo se detenía el palpitar de su corazón, en mis manos cómo sus dedos ya no me estrechaban, pero el cuchillo no alcanzaba más que a rasguñarme con su punta, por desgracia no llegaba más allá de Marina, Marina, Marina que ya exánime me protegía de los asaltos de Santiago, que me salvaba la vida con su muerte, y recibía las cuchilladas, innumerables en su carne profanada, feroces, ya nunca más ibas a gozar entre mis brazos, Marina, era imposible volver atrás, irreversible, estaban astillando el espejo de tu piel, te me habías ido, grité, Marina, cómo habría querido morir contigo, grité, las cuchilladas, Marina.
Entonces alguien derribó la puerta. Se oyeron los pasos de muchos hombres que corrían por la casa y que finalmente caían sobre Santiago, le aferraban, le arrebataban el cuchillo, le inmovilizaban.
Miré la hoja ensangrentada, ahora en manos de un policía. ¿Estaría allí el alma de Marina? Miré sus ojos, que no se habían cerrado, pero ya no me contemplaban. Cuando me quitaron la mordaza, besé sus rasgos, sus heridas, bebí sus lágrimas, sus labios muertos, su sangre, y en el curso de su sangre se alejaba inexorablemente mi reflejo, mi doble perfecto, yo misma, la imagen de Narciso en ese curso del color rojo de la muerte que ha dejado para siempre su signo en estas manos, esa sangre que he reemplazado con otra, la que he bebido de la polla de Baxí para condenarme, para deshacerme de estos miembros que me estorban y me impiden abrazar a Marina.
Me llevaron a la isla Tiberina. Y en las habitaciones asépticas del hospital pasé los primeros días del año, sin ti. Vino a visitarme el Astrólogo con un ramo de flores. Había sido él quien llamó a la policía al escuchar a través de la puerta, cuando subió a saludarnos, ruidos extraños, golpes, la voz de un hombre, y ellos, los policías, dudaron qué hacer hasta que mis gritos les decidieron a entrar. Me dijo que ahora Santiago estaba en la cárcel y allí le tendrían por muchos años. Quise creerle.
Muchas veces regresó el Astrólogo al hospital. Y esas visitas eran el signo de una amistad sin condiciones. Yo sabía cuánto le molestaba salir de casa, perder el tiempo destinado a sus estudios. Gracias a él conseguí que enterraran a Marina en el cementerio protestante, lejos de la tumba de Keats, pero al menos dentro del ámbito de las mismas murallas. Allí está tu sepulcro, sobre el que puedo llorar, Marina. Junto a él estará el mío, porque quiero morir en Roma. Llevo la enfermedad de Baxí en mis venas y muy pronto he de salir a buscarte, para que volvamos a encontrarnos, y te amaré en tu sepulcro como antes te amé en el lecho, como sólo los muertos pueden amar. Será un amor sin tiempo y sin gritos, sin fin y sin sangre, será el amor que siempre perseguimos y que sólo logramos vislumbrar, rozar con la punta de nuestros dedos amantes, y nosotras seremos dignas de ese amor. Nos veremos otra vez, cara a cara, como la noche en que te mataron. Ojalá esa tierra sea leve entre tus ojos abiertos, Marina.
Al cabo de unas semanas volví al piso del gueto, y al principio se me hizo intolerable ver el escenario de nuestro amor sin nuestro amor. Así que, después, cuando estuve completamente restablecida, sin pensármelo dos veces, decidí viajar a Montevideo, la ciudad en que nació una parte de mí. Ya en el avión de la KLM comprendí que mi gesto era inútil. Luego fui a Buenos Aires, y vi las calles arboladas, vi los paraísos pero no vi las flores. Las lluvias ya habían acabado con ellas y con su perfume. Durante cierto tiempo tuve la tentación de ir a ver a la madre de Marina, averiguar si era verdad que su marido era también el marido de mi madre, que el padre de Marina era mi padre, pero al fin deseché la idea por absurda y regresé al piso del gueto, donde al menos había recuerdos tangibles de Marina.
En Roma logré que Rioja Pou organizara una exposición de Manolo para finales de este año; si Manolo viene a visitarme, no sé dónde le hospedaré.
Ya no tengo dinero, se agotaron los fondos del banco, me retiraron la tarjeta de crédito. Hace meses que no pago el alquiler. Y hoy el dueño del piso ha venido con los oficiales judiciales para el desahucio. Por suerte no han encontrado a Baxí. No se hubiesen compadecido de mí, como lo hicieron. Me permiten quedarme unos días más. Luego tendré que coger unas pocas ropas, el sombrero amarillo que Emilia nos dio en El Tórrido Trópico, el retrato de Manolo, los regalos de aquella Navidad, como reliquias de una civilización ya desaparecida.
Quizás ya no vuelva a ver al Astrólogo. Me gustaría regalarle nuestros libros. Él es el único que sabe cuál de nosotras dos ha muerto y cuál ha sobrevivido. Los demás lo ignoran. Yo deseo que así sea. Cuando fui a Sudamérica, viajé con el pasaporte de Marina y nadie me descubrió. Trato de hablar como hablaba ella. Escribo en esta lengua incierta, que no es español, ni rioplatense, ni italiano, aunque tiene algo de ellos porque es la lengua de Clara.
Sólo para ella escribo; es posible que me oiga, dondequiera que esté, y sepa que no he olvidado nada. Mi memoria reconstruye cada instante de nuestro amor para vencer al olvido, que se parece a la muerte. Te recuerdo, Marina. Te recuerdo como eres ahora, no como eras al morir, porque me basta caminar por las calles y encontrar mi reflejo en el escaparate de una tienda para verte, y advertir las señales de la enfermedad y el desamparo en tu mirada.
Nuestro amor fue como un sueño, un juego de espejos, un resplandor entre las sombras y ya no existe.
Por ello nadie sabrá quién soy.
Ese fue el pacto que establecimos en Nápoles. «Si alguna de las dos muere, la otra tendrá la obligación de ser Sofía y Marina a la vez». Yo he de quedar en Clara, no en mí, si es que alguien soy. Marina susurra en mi oído las palabras que me faltan. No sé cuál de las dos escribe esta página. Nadie podrá adivinar si yo soy Sofía, o soy Marina que finge ser Sofía, o Sofía que finge ser Marina que finge ser Sofía, y así hasta el infinito, como los espejos enfrentados de nuestra habitación de Siena, como los rostros idénticos de Narciso en el reflejo de sus deseos.
Y en el epitafio de nuestros sepulcros habrá un solo nombre, el mismo, que desaparecerá cuando tú y yo al fin nos reencontremos, Marina, porque todos los nombres se inscriben en el agua, en la corriente que pasa y no regresa.