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El pintalabios o los misterios de colores
(en 3 jornadas)

Así pues, no es el resentimiento pueril y grotesco del desposeído o del amargado social que jamás se consuela de no haber nacido en el seno de una familia pudiente, no es el despecho lo que le empuja a veces a reírse de la tradición familiar que ha hecho de tío Luis un vistoso y apoplético portante del Santo Cristo y un reputado mariólogo de fama internacional, lo que le lleva a burlarse del paytoniano rosario en familia o de las reuniones sabáticas de tía Isabel y las señoras Pahissa y Gratamamella con las pías Adoratrices (y sus prodigios: la sangre licuada de San Genaro, las lágrimas de una Virgen de barro, el sol danzante de Fátima, la denegada beatificación de Josefina Vilaseca, virgen y mártir), charlas y trivialidades domésticas, el pulso familiar que Montse le transmite a veces en sus visitas a la pensión Gloria, para entretenerle; y no es tampoco la tonta mansedumbre ni la tradicional picaresca que caracterizan nuestro subdesarrollo lo que a ratos le hace caer en lo contrario, en la adulación maravillada por todo lo que reluce en la familia y que podría incluso obligarle a frotar tiernamente su sensible lomo de gato desamparado en el fúlgido y prestigioso apellido Claramunt, sino el simple hecho de no tener familia, la orfandad de la sangre, la nostalgia bíblica de lo dinástico (que diría el Rdo. Vilella, Pbro.), ese arropamiento tribal que generalmente gozan las familias ricocatólicas con mucha progenie y que ayuda a sentirse menos solo y desvalido en este mundo, en el trabajo y en las relaciones, cobijado a la sombra de las majestuosas ramas del frondoso árbol-apellido que se mecen seguras sobre esta sociedad de uñas y dientes afilados: es simplemente una honda y vieja nostalgia de estar rodeado de tíos y tías solventes y hospitalarias, de hermanas biencasadas y de cuñados, suegros, floridos ramilletes de sobrinas, de primos-hermanos y primas-carnalísimas, allegados próximos o lejanos, ausentes o presentes pero en todo caso muchos, hermanados todos y bien situados en la vida, con influencias e introducidísimos; en fin, prima, vuestra numerosa parentela, la claramuntiana feligresía ramificada esplendorosamente sobre el viejo tronco del dinero y vivificada con el oportuno injerto financiero de algún perfumado conejo de hija-política o unos atributos masculinos muy estimados en los medios, con telegramática bendición papal y fervientes votos de felicidad. Quizá en todo ello no haya más que un sentimiento banal y epidérmico, qué quieres, una melancolía enfermiza, una típica idea de huerfanito. No sé; en todo caso, una idea que yo comprendía y compartía desde mi otra pensión-orfanato. Y estoy seguro que fue esa indescriptible nostalgia de una parentela —nostalgia que al charnego y a mí nos hermanaba— lo que hizo que al principio él se abandonara por completo en manos de su protectora, y sobre todo aquel día que decidió aceptar su sugerencia, relacionada con una confusa posibilidad de empleo, de asistir a unos ejercicios espirituales, a unos cursillos de cristiandad en Vich, recomendado por Montse a cierta operaria parroquial amiga suya. Y por eso abandonó provisionalmente la pensión, la soledad, la página de demandas de La Vanguardia, las horas de insomnio que registraban puntualmente la llegada y salida de los trenes nocturnos en la cercana estación; por eso y por ver en qué acabaría todo (y porque nada puede perder el que nada tiene) vivirá tres días inolvidables en medio de alienados cursillistas, tibios colorines, esforzados dakois de la nueva y viril Cristología, del suplicio occidental con refinamiento oriental —una especie de nueva versión de Los tambores de Fu-Manchú, que rodaré algún día…

Caminan despacio y pensativos por el andén de la estación de Francia, a lo largo del tren parado y entre la gente, hasta llegar al primer vagón, y allí él se vuelve elevando una mirada triste hacia el reloj de lo alto de la pared, pone un pie en el estribo, gruñe su estómago vacío mientras escucha las instrucciones que Montse le repite:

«Cuando llegues a Vich, te vas directamente al Centro y preguntas por la señorita Roura, ¿te acordarás?, ella te presentará al director del cursillo». «Bueno». «¿No olvidas nada?». «Creo que no» dice él subiéndose la cremallera y el cuello de la cazadora, desde luego no porque haga frío, aunque ha llovido y ahora refresca. Montse lamenta que no se lleve el jersey y le advierte que por la noche en el campo se nota la diferencia a pesar de ser verano. Él mira insistentemente el reloj del andén, paciente, cachazudo, ya resignado con el hambre (hoy la generosidad de Montse sólo ha alcanzado para un café con leche y una pasta) con sus gafas oscuras de anchas patillas que no dejan ver sus ojos por ningún lado y colgada al hombro la bolsa de lona con un par de mudas y una máquina de afeitar eléctrica, un modelo antiguo que perteneció a tío Luis. Y un aire de fatiga y aburrimiento que no puede disimular, el mentón distendiéndose de vez en cuando como por efecto de bostezos que no acaban de nacer, mientras ella insiste: «Te gustará, ya verás, harás buenos amigos…». Deseando verle animado, Montse se esfuerza por captar algún signo de interés tras los fríos reflejos que se deslizan por los cristales de sus gafas, una señal de simple curiosidad ante lo desconocido o por el viaje, no por el beneficio que pueda representar para su alma el cursillo («Una moderna experiencia religiosa», le ha dicho ella), que eso a él no le interesa y es natural, sino por el cambio de ambiente y la posibilidad de obtener un empleo. De todos modos, él la escucha con atención. Al señor Glaría —va diciendo ella— no le verás seguramente hasta el domingo, en la clausura, pero ya está avisado y puedes hablarle con toda confianza, estoy segura que nos ayudará, Y apretándole un poco el brazo ahora él le pregunta si todo eso va a servir realmente para algo, ¿ella no podría acompañarle?, ¿cuándo volverán a verse? Y mientras ella calcula mirando distraídamente los raíles: «Son tres días solamente, estarás de vuelta el domingo por la noche», la blanca piel de su brazo desnudo cubierta de frío sudor se pega a los dedos de él, pero es ella la que lo nota y parece resultarle tan desagradable, retira el brazo bruscamente, «así que llámame el lunes desde la pensión, estaré en la fábrica. Como el martes es fiesta, podemos ir al parque a bailar sardanas. ¿Te gustan las sardanas?». «No sé bailar sardanas».

Bajo las gafas como un antifaz adherido a la piel, alrededor de esta negra y artificiosa clandestinidad que nace probablemente de un sentimiento de autodefensa y timidez, el resto de la cara, los pómulos, la frente, sobre todo la perfección amarga de la boca, la extraña dureza de las comisuras, adquieren una potestad inquietante, vagamente irónica a medida que el tren demora su salida. «Tres días se pasan pronto —insiste ella sonriendo—, y a lo mejor hay suerte, quién sabe, hay que ser optimistas». El muchacho aparta la cara con enojada presteza y su boca se contrae en una mueca apenas perceptible: curiosa prolongación de la cárcel y del hambre estas primeras semanas, aunque ella le asiste y le ayuda en lo que buenamente puede (preferentemente en la moral, todavía, todavía), esta provisional libertad cuyos límites no sabrían establecer ninguno de los dos. ¿Vivir una experiencia apostólica —pensaría él oscuramente—, satisfacer su anhelo de redimirle y de recuperarle para la sociedad, es eso lo único que Montse quiere ahora? Veremos. Paciencia y barajar.

Su cuerpo, sin embargo, mantiene ante ella una actitud más que respetuosa, incluso en los momentos que sus intestinos resecos claman tristemente por una asistencia más urgente y realista, es una actitud física casi de entrega y una gentil disposición a ser manejado y enviado adonde ella quiera, «entre gente sencilla y buena», sigue instruyéndole Montse, «gente siempre dispuesta a hacer cualquier favor. Se les puede engañar fácilmente, por buenos, pero sé que tú no lo harás. Debes aprovechar esta experiencia religiosa, así que prométeme una cosa: que no harás comedia, quiero decir que serás sincero… No hagas nada porque sí, ni porque veas hacerlo a los demás, hazlo por convencimiento, de corazón, o no lo hagas. ¿Me lo prometes?». «¿Te refieres a comulgar? —dice él—. Bueno. Yo sólo creo lo que veo», sonriendo ahora por vez primera, añadiendo: «No esperes más, vete». «Es igual, ya falta poco», cuando a su lado los vagones gimen, el tren se despereza. «Adiós», salta al estribo en el último momento, se dan la mano, ella acelerando el paso y mirándole a los ojos con cierra alarma en los suyos, luego él desaparece para asomarse en seguida a la ventanilla y verla allí en el andén, agitando el brazo y haciéndose pequeñita y extraña con su larga falda plisada, su gran bolso colgado al hombro y sus cabellos severamente ajustados a la cabeza, como un casco negro.

En algún momento Montse había deslizado veinte duros en su bolsillo, ahora la mano de él tropieza con el billete en Vich, al apearse y preguntar por el Centro parroquial. La ciudad se recoge bajo la noche estrellada con una íntima frustración o malhumor. En la cafetería de la plaza del Mercado hay cierta animación; bocadillo de jamón y un clarete muy bueno con repique de campanas en la Catedral. Y luego en el Centro, después de preguntar por la señorita Roura, a esperar sentado en un largo banco de iglesia, en un pasillo mal iluminado y de paredes cubiertas de carteles del «Domund» y de convocatorias diocesanas, donde ya los cursillistas llegados de distintas poblaciones de la comarca conversan en voz baja, tímidamente, en grupos, con sus maletas y bolsas de viaje. El pasillo recoge ecos de un local próximo, resonancias de parvulario, peloteo de ping-pong, voces infantiles, sillas desplazándose. Tres alegres muchachas enlutadas, con rebeca y mantilla sobre los hombros, pasan corriendo junto a él cogidas de la mano, riendo, los ojos en el suelo, las faldas negras revoloteando por encima de las rodillas enfundadas en medias negras, hermosas y fúnebres rodillas con polvo de reclinatorio, y le dejan envuelto en un aroma de flores mustias.

Enseguida aparece la señorita Roura, operaria parroquial de distinguida familia vicense; llega sonriente, braceando animosa: una joven alta y huesuda, nerviosa, que derrocha una gran energía en el más insignificante gesto. «Tú eres el de Barcelona, ¿verdad?, el que viene de parte de Montse Claramunt», pero cuando él se dispone a estrechar su mano ella cruza los brazos sobre el pecho liso con la presteza que denota el hábito. Todo en regla, le informa la señorita Roura, Montse ha telefoneado esta mañana con instrucciones, el señor Glaría ya está advertido y el domingo podrán conocerse y hablar de negocios, ¿electricista de oficio?, vaya vaya, ahora lo que debe hacer es no pensar en ello hasta el domingo y hacerse amigo de los compañeros cursillistas, saldrán enseguida hacia Casanovas. Presentaciones: el director del curso, mosén Albiol, aquí otro cursillista de Barcelona estudiante, ya sois dos, y aquí los profesores, jóvenes jocistas de mirada risueña, limpia y directa, casi alucinante, mientras ella sonríe ahora con los brazos caídos a lo largo del cuerpo anguloso, golpeándose rítmicamente las caderas con los nudillos; parece tener prisa y pronto repliega los brazos con aquella rara soltura, hablándole con una sonrisa fijada como en una fotografía y una mirada que no parece alcanzarle, colgada a medio camino o en su propia nariz. «¿Cómo está Montserrat? ¿Siempre trabajando? Hace siglos que no la veo». También el mosén, que a su vez se desvive por los cursillistas que van llegando, muestra en los ojos una atención amable pero dispersa semejante a la de un ciego, como escuchando siempre a un tercero, unos pasos remotos o una presencia invisible, tendiendo el oído, como si oyera en confesión. Faltan todavía algunos pero ya pueden ir subiendo al autocar, dice, y se disculpa por llevarse a la señorita Roura, la necesita. El grupo de cursillistas se incrementa mientras él espera sentado en el banco con la bolsa de lona entre los pies, fumando. Mosén Albiol hace bruscas y divertidas apariciones, dando palmadas y órdenes a los profesores, bromeando, llevando la sotana con un desparpajo muy deportivo, le sigue a todas partes la señorita Roura pero en cierto momento, al verle a él tan solo en el banco, se sienta a su lado, tan amable que él no puede por menos de pensar en las recomendaciones que Montse le habrá hecho por teléfono. Que no se quede ahí solo, le dice, y que por qué lleva esas gafas negras, parece tan misterioso, y le explica que ella también ha hecho cursillos, ya lo creo, pero cursillos para mujeres solamente, claro, y también en Casanovas, que es una masía muy antigua y muy bonita, ya verá. «Yo es la primera vez», dice él por decir algo, la cabeza gacha y envuelta en el humo del cigarrillo. La operaria, siempre con los brazos cruzados (sin embargo, en su comportamiento, en todos sus movimientos, hay un exceso de naturalidad, algo muy resistente que roza la inconsciencia), echa la cabeza hacia atrás y se ríe, balanceándose en un sutil vapor histérico golpea con el codo el costado del chico: él percibe algo delicado y a la vez resistente en el arco de sus cejas, en sus pómulos tensos y sudados, en los párpados de cera y rendidos bajo los que dormitan, como sin vida, unas pupilas grises, una vaga somnolencia que resume de algún modo la indiferencia del mundo hacia su persona. Habría sin duda intimado con ella, pero no hay tiempo, ya han llegado todos y uno de los profesores pasa lista.

He aquí los que van a ser sus amigos durante tres días, cincuenta cursillistas ahora silenciosos y atentos, cada cual con su maleta, dispuestos a obedecer cualquier orden y diríase con una nerviosa tendencia a formar en línea de a tres, como en la mili. El autocar espera en la calle, el motor en marcha. Se retrasa un poco al despedirse de la señorita Roura (esta vez le da la mano) y sube el último, ocupando uno de los asientos delanteros a la derecha del conductor. El viejo autocar trepida con su alegre carga de cursillistas a oscuras, flota una pueril atmósfera de diversión impuesta por los profesores, llega corriendo mosén Albiol y se sienta a su lado, volviendo la cabeza para gritar: «¿Estamos todas? ¡Pues viva la madre superiora y adelante las hachas!». Risas, un revuelo de manos en la sombra: se santiguan y ya en la carretera una inesperada voz de tenor, con delicados trémolos de pascua florida, entona desde alguna parte un bailable de moda que de momento sume a todos en la confusión, pues la voz pertenece a uno de los profesores. Pero enseguida se le une el mosén y luego algunos cursillistas tímidamente, siguiendo ya con más brío cuando se pasa a «Ojitos negros» capitaneados por el cura. Otra voz (¿un profesor?), aprovechando un respiro general, se arranca vibrante con «Juventud primavera de la vida, español que es un título inmortal», y es ahora cuando el primer estremecimiento recorre el autocar de punta a punta. Escudado en sus gafas negras, él fuma en silencio y sus ojos sólo alcanzan a ver lo que iluminan los faros —sólo creo lo que veo: la carretera flanqueada de árboles, la cuneta, insectos nocturnos estrellándose en el parabrisas, cegados—. A su lado el mosén se remueve hurgando en los profundos bolsillos de la sotana, de pronto grita: «¿Quién quiere caramelos?», volviéndose para ofrecer a los demás. Él niega con la cabeza. Después de media hora de viaje el autocar aminora la marcha, gira a la derecha y empieza a gemir y a dar tumbos, sube, ¿qué puñeta estoy haciendo aquí?, sube por un atajo, ¿entre esa bendita gente?, hasta que los faros alcanzan una pared blanca, girando, y se para. La voz jubilosa de un profesor: «¡Ya estamos en casa, nois!». Hace frío, Montse tenía razón, un jersey. La alta fachada de una masía dibujándose contra un cielo estrellado, el reloj de sol sobre el gran arco del portal. Los grillos cantan en la oscuridad y la hierba huele intensamente mientras en medio de una gran confusión, aturdidos, los cursillistas son conducidos hasta la capilla anexionada a la masía, una pequeña cueva, helada y sonora, apenas alumbrada por dos lamparitas de aceite al pie de una Virgen y un cirio en el altar. Arrodillados en los bancos de madera y en las frías baldosas del pasillo central, el mosén improvisa una oración y luego regresan a la masía por el mismo camino. Pasan al zaguán, van apelotonados, despacio, tropezando y golpeándose con las maletas, y, empujado y arrastrado por ellos, casi en vilo, se ve subiendo una escalera de ladrillo rojo y paredes encaladas que huele agradablemente a ropa limpia, luego en un largo y amplio corredor del primer piso y finalmente en la sala de conferencias, sentado en una mesa y llenando un impreso con un bolígrafo. Todo encalado, espacioso y sólido, es una estancia con enormes vigas y una gran cristalera con balconada en la fachada de la masía, y tiene una pequeña tarima, una pizarra de pie, cinco mesas y muchas sillas dispuestas como en un café. Balmes se asoma con su pasmo filosófico desde un marco dorado, enlutado y pluma en ristre, torcidamente colgado en la pared. Espaldas abatidas de afanosos cursillistas que llenan impresos en las mesas, los más desconfiados ciñendo la maleta entre las piernas, mientras un profesor reparte libritos de solapas grises, la «Guía del Peregrino», con la Cruz de Santiago. Nombre y apellidos, edad, nacido en, estado civil, profesión, Montse no le había hablado de eso, él deseaba el incógnito total. Pasa un viento, un viento agreste, entrecortado y sin dirección: unos ojos claros y desconcertados le piden auxilio, una sonrisa tímida desde la mesa vecina, en un rostro perruno, tristón, quemado por el sol y arrugado. La parsimoniosa mano de labrador se frota la pelambre rubia y los granitos del mentón mientras los ojos de agua le están preguntando: «¿Qué coño es esto, por qué nos hacen escribir?», pero él vuelve a enfrascarse en el trabajo: escriba dos aficiones deportivas (tenis y golf), dos autores preferidos (Blasco Ibáñez y García Lorca), dos películas inolvidables (La isla perdida y Lo que el viento se llevó). La bolsa de lona colgada en el respaldo de la silla resbala hasta el suelo, su mano al bajar tropieza con otra, una madera reseca pero sensible, trémula, y los ojos del campesino le sonríen: «¿Tú entiendes de eso? ¿Qué pones?», le dice al incorporarse, entregándole la bolsa. «¡Bah, cualquier cosa!». El otro vuelve a la carga, aplicadamente, inclinado sobre una caligrafía descomunal y laboriosa, el bolígrafo parece que va a romperse entre sus dedos nudosos. Un profesor pasa recogiendo los impresos, ruega escriban nombre y apellidos con letra bien clara. Idiomas: francés y algo de inglés (nociones). Profesión: electricista (provisional, con perspectivas de administrativo). Firma, entrega el papel, se levanta y tropieza con los ojos desolados del campesino, con sus dedos agarrotados en torno al bolígrafo. Duda un momento. «Trae —le dice—, ¿no sabes escribir?», y coge el impreso sentándose a su lado: «A ver, dime». Simón Bernal Carbó, 35 años, natural de Moyá, tractorista de oficio, trabajando a sueldo para el Sindicato. Sin estudios, sin aficiones deportivas (pon fútbol, va), sin autores preferidos, sin películas inolvidables ni hostias de ninguna clase, a mí qué me cuentan. «Cálmate, chico, no hay que tomárselo así». Tiene que firmar. Bueno, pondremos una cruz. ¿Qué por qué ha venido a Colores? Un amigo se lo venía aconsejando desde hace tiempo, qué tabarra, no le dejaba en paz. «Y como ahora hago vacaciones, y además no tengo familia, vivo solo…». Deja a Simón haciendo la cruz y sale de la habitación, la bolsa colgada al hombro.

En el corredor reina todavía el desorden, un profesor ruega silencio, otro pasa lista y los cursillistas, conforme son llamados, van colocándose a un lado de cuatro en cuatro, de nuevo con aquella instintiva tendencia a las formaciones militares. El director del curso les anuncia que cada cuarteto tiene asignado un dormitorio. Les es presentado un nuevo sacerdote, un viejecito de rostro afable y grueso, colorado («Es el representante del obispo», comenta en voz baja un cursillista). Y de pronto: «¡De Colores! ¡Alegría!», grita un energúmeno desde alguna parte. No futem bestieses, piensa directamente en catalán, cosa rara en él. El ambiente se caldea. Un bromista apaga las luces durante unos segundos y en medio de chillidos y risotadas aparece un enano, un bufón pelirrojo enfocándose la cara pecosa con una linterna eléctrica: es un joven payés al que todos zarandean, lleva la chaqueta puesta al revés y el pelo alborotado. El mosén se ríe con los brazos en jarras. Al fondo del pasillo un grupo entona el Virolai, y luego Asturias patria querida, dirigidos por el representante del obispo con una invisible batuta. Otros deambulan a lo largo del pasillo, se asoman a los lavabos, a los dormitorios, suben y bajan del segundo piso, con más dormitorios, e invaden alegremente el comedor, cuyas dos largas mesas ya están dispuestas para la cena. La masía es inmensa y complicada, y los muebles, rústicos y escasos, dormitan en una atmósfera monacal, severa. Señales de obras recientes, cicatrices en los muros, manchas de cemento aún sin encalar atestiguan que la casa ha sido acondicionada para albergar a mucha gente. Y ahora, ¿quién entona esa romántica canción de Luis Mariano? El mismísimo joven mosén. Contigo en la distancia, amada mía. Cualquiera podría pensar que esto va a ser divertido; pero él conoce muy bien la entraña de esa euforia abaritonada y trémula que se apodera de los hombres cuando son muchos y comen y duermen juntos, en estricto régimen de colectividad, sin mujeres: como en la cárcel y en los cuarteles. Más allá del sol y las estrellas, amada mía, estoy.

Con tanto ir y venir algunas caras empiezan a serle familiares: payeses, oficinistas, obreros agrícolas, dos camioneros —padre e hijo—, algún viajante de comercio y peones de albañil, paisanos suyos, emigrantes del Sur. La mayoría de Vich y la comarca, bastantes de Igualada, de Arbucias, de Camprodón, de Prats de Llusanés y de San Quirico de Besara. El promedio de edad es de 30 a 40 años y el cursillista más viejo un comerciante atildado y servicial, un simpático hombrecito de cabellos blancos y pañuelo de seda al cuello, siempre sonriente, feliz de hallarse entre jóvenes tan animosos.

Chistes por riguroso turno en la primera cena presidida por mosén Garriga, el representante del obispo, mientras los profesores y el mismo rector del curso se afanan sirviendo la mesa entre bocado y bocado, yendo y viniendo con platos y fuentes de comida, riendo, veloces, ubicuos, vigilando y asegurando la cadena de chistes aquí y allá con rápidas intervenciones, taponando huecos y silencios y malentendidos. Se sabe ya que abajo, en la planta, hay un oscuro y silencioso mundo de sacrificios, la cocina atendida por monjitas: la comida sube por un pequeño ascensor hasta el primer piso, en el pasillo. Para comer, los profesores se sientan en cualquier sitio, al azar, mezclados alegremente con los cursillistas. Los chistes prudentemente anticlericales son muy celebrados por los moséns. El representante del obispo pronuncia unas sencillas palabras de salutación y bienvenida, de pie, con su bondadosa sonrisa y su sotana que por delante le queda corta, bienvenidos a Colores, a Casanovas que es casa vuestra, las manos cruzadas sobre el vientre que parece un melón, aquí viviremos juntos intensas jornadas de oración y estudio, de Colores son también llamados estos cursillos de cristiandad, como algunos ya saben, y quiere decir precisamente esto, que nosotros admitimos todos los colores, todas las tendencias, todos los criterios, conceptos y postulados del mundo, porque de colores se visten los campos y la primavera, los colores de la vida misma con el esperit de germanor que tan bellamente simboliza nuestra sardana, bienvenidos los valientes y una especial recomendación: cualquier problema o duda o conflicto espiritual, por muy personal que sea, debemos exponerlo con toda confianza y libertad a los profesores y al doctor Albiol, nuestro director, incluso a mí por si buenamente puedo hacer algo, y nada más. ¡De Colores!

Aplausos y brindis, que sigan los chistes, por favor, pide el joven cura. Usted siéntese, mosén, que ya no está para esos trotes retóricos, y entre sanas carcajadas de sana alegría un viajante de comercio de Vich que desde el primer momento ha destacado por su espíritu de colaboración, un tipo decidido y parlanchín, pregunta: «Mosén, doctor, ¿los verdes están prohibidos?», y responde el doctor: «No están prohibidos; es que ya los sabemos». Y carcajada general.

Pero todo sigue resbalando sobre los oscuros cristales de sus gafas, realmente su actitud es semejante a la de un paciente soldador eléctrico que rechazara las chispas escudado tras la visera, imperturbable, absorto. Le indican su dormitorio en el segundo piso, al fondo de un pasillo con aromas de granero, y al volver del lavabo sus compañeros de habitación ya se desnudan tambaleantes y emocionados. Son tres: el camionero padre, robusto, cincuentón de cara roja, voz asmática y silbante y al borde siempre de la carcajada, muy dado a la broma gruesa, logroñés de origen; un joven igualadino empleado de banca, de aspecto enfermizo, pulcro, con pijama; y el pequeño y recio payés de cabellos rojos y alborotados, contento como un niño con su hermosa linterna eléctrica y cromada, que se ha comprado en Vich y de la cual no se separa un momento. «Soy Ignacio Velasco», dice el camionero tendiendo la mano. «José María…», se le quiebra la voz al oficinista. «Jo, Salvador», tercia el pelirrojo sin mirarle, desenroscando la linterna. Él se desnuda. El cuarto es pequeño y de techo inclinado, le han dejado el peor camastro, en un rincón y paralelo a las gruesas vigas encaladas del techo que, en su declinar, rozan casi la cabecera. En un ventanuco junto a la almohada se asoma la noche estrellada, un silencio remoto. La inquieta linterna de Salvador escruta los rincones: debajo de la cama reluce el caparazón dorado de un pintalabios. Sin duda perteneció a una muchacha cursillista que durmió aquí. El payés lo descubre con un aullido de entusiasmo. Meu!, exclama arrojándose al suelo con su extraño cuerpo desnudo, blanco como la leche menos el cuello y los brazos quemados por el sol. Luego, sentado en su cama como un oso blanco, sonríe feliz oliendo la barra de carmín, se pinta las uñas de los pies, se revuelca aullando. Ay cony!, admirado. ¡Chisssst!, hace el oficinista doblando cuidadosamente los pantalones, Estas boix, tu? El camionero sufre un acceso de tos mientras se desnuda, y suspende todo movimiento, se queda un rato allí de pie mirando el vacío con ojos desorbitados, en calzoncillos, doblado el corpachón y encendida la cara, la mano en la ingle, sujetándose la hernia. Su tos sobrecargada de registros, de silbidos y vientos y metales, revela un pasado turbulento y tabernario, se desorbitan cada vez más sus pobres ojos de bestia acorralada. Luego se calma y se acuesta pesadamente, suspirando, con un ronco «¡Ahí va la hostia, qué vida!», mientras desde su cama el oficinista mira al payés como diciéndole «Estamos arreglados», pero éste, aunque murmura «de Logroño, coño» y se ríe, sólo parece interesado en el carmín y la linterna. El oficinista es el que más cerca queda de la luz, así que tiene que levantarse y apagar, deseando las buenas noches con una voz aflautada. El de Logroño responde con un gruñido, su cama gime por todos lados y él resopla como un buey. Entra una claridad lechosa por el ventanuco, la linterna arroja su haz de luz hacia el techo y se oye la risita del payés.

«¿Habéis visto? —brama el camionero—, tienen tasca y todo, abajo, en la entrada. Y venden santocristos a cinco duros, tabaco y cerveza… Lástima que no hagan carajillos».

«Sólo tienen Pepsi-Cola —es la voz del oficinista empijamado, que añade—: Y es natural, hombre, esto no es un hotel». El camionero, bufando: «Misas y rosarios todo el puto día, ya veréis». Y que él ya se figuraba esto, que él ya no quería venir, pero que su hijo, que es un beato como su madre, le había convencido después de darle la tabarra durante meses y meses; y que a él no le vengan con cuentos del infierno («Ja’t futarà el Banyeta!», dispara rápido el payés desde sus juegos de luces) ni del paraíso, que él no se deja engañar. El oficinista, con la voz ahogada por la sábana, alega que los profesores parecen buenas personas, y que habría que devolver ese pintalabios, que a lo mejor es un recuerdo, parece muy bueno, «Así que basta de gamberradas, tú, animal, apaga la linterna, tarugu, pajerol». «Malparit!», lanza el payés como una picadura de mosquito en la oscuridad, pero apaga la linterna. «Está como una cabra», concluye el oficinista. Entonces el camionero, desde sus arduas sombras crujientes, empieza a contar chistes de un verde encendido que él mismo celebra con grandes, estruendosas carcajadas, y enseguida, junto con su voz asmática que ya se convierte en tos, se oye una música lejana que va subiendo de tono: tiene un transistor en la cama. «Juerga! Collonut!», exclama Salvador. El de Igualada pregunta tímidamente si esto no estará prohibido, tener música. La tos del camionero ya sólo es un hilo interminable, un silbido de serpiente, mientras de la cama de Salvador llega un rumor extraño y todavía varias exclamaciones de contento pero ahora con voz desmayada, o dulcemente fatigada, entrecortada, cuando él tantea en la oscuridad la silla y sobre ella las gafas de sol, los cigarrillos, «¡Me voy a cagar en la mamá de alguien, callarse, coño!», volviéndose para mirar hacia lo oscuro donde suena En tu noche de bodas colcha de seda, colcha de seda, y que sirve de acompañamiento a una escena desternillante para el camionero —el oficinista, en cambio, ha enmudecido de estupor y de vergüenza—: en la cama del payés se ha encendido nuevamente la linterna, y bajo el círculo de luz, oscilante, mal controlado, entre níveos y traslúcidos pliegues de sábana, se agita y danza extasiada una cabecita sonriente embadurnada con carmín, con boca y ojos y nariz y todo, un muñeco furiosamente agitado en su base por callosa mano de labrador, una carita graciosa que no es otra cosa que el glande y que se ríe como un conejo.

El camionero casi se cae de la cama, muerto de la risa.