Capítulo 18

Solleone

Solleone, qué útil el sufijo, one del italiano. El nombre se expande. Porta, «puerta», se convierte en portone, y no queda ya duda sobre cuál es la puerta principal. Torre se convierte en torreone, el nombre de nuestro lado de Cortona, donde en otro tiempo se alzaba una torre. Y está el minestrone, que es siempre una gran sopa. Los días de la parte más calurosa del verano, solleone, «gran sol». En el Sur los llamábamos «días de perro». Nuestra cocinera me explicó que se llamaban así porque hacía tanto calor que los perros se volvían locos y mordían a la gente, y eso es lo que me pasaría si no le hacía caso. Con el tiempo, me desilusionó comprobar que en realidad el nombre sólo significaba que Sirius, la estrella perro, salía y se ponía con el sol. El profesor de ciencias nos dijo que Sirius tenía el doble del tamaño del sol y, para mis adentros, pensé que aquello de alguna manera hacía que el calor se duplicara. Aquí, un sol expandido ocupa el cielo, como en los dibujos de los niños, con la casa, el árbol y el sol. Las cigarras lo saben…, proporcionan el perfecto acompañamiento para este calor. Al alba tocan con un chirrido estridente. ¿Cómo es posible que un insecto del tamaño de un dedo pueda provocar semejante alboroto haciendo vibrar su tórax? La estridencia de sus notas va en aumento y es como si alguien estuviera sacudiendo una pandereta hecha con los menudos huesos de los oídos. Para el mediodía, han pasado al sitar, ese instrumento tan irritante. Sólo el viento las acalla: tal vez tienen que aferrarse a alguna rama y no pueden sujetarse y hacer vibrar su tórax al mismo tiempo. Pero el viento raramente sopla, salvo por las perversas y ocasionales apariciones del scirocco, con ráfagas que no refrescan. Si yo fuera un gato, arquearía la espalda. El viento caliente trae partículas de arena de los desiertos de África y las deposita en tu garganta. Tiendo la ropa y se seca en unos minutos. Los papeles que tengo en mi estudio vuelan por la habitación como palomas blancas liberadas, después se aposentan en las cuatro esquinas. Caen algunas hojas secas de los tigli y las flores de pronto parecen desprovistas de color, aunque este verano hemos tenido las suficientes lluvias para poder regar diariamente. El agua de la manguera viene directamente del pozo, así que, al final de un día caluroso, imagino que las flores se sentirán revitalizadas con el chorro de agua helada. O tal vez las agote. El peral de la terraza delantera tiene el aspecto de una mujer que ha salido de cuentas hace dos semanas. Tendríamos que haber hecho la recolección de la fruta. Las ramas se tronchan por el peso de las peras doradas con un incipiente tono rojizo. Soy incapaz de decidir si ponerme a leer metafísica o cocinar. La naturaleza última del ser o la sopa fría de ajo. Después de todo, no son tan diferentes. Y si lo son, no importa; hace demasiado calor para pensarlo.

Cuanto más caluroso es el día, más temprano salgo a pasear. Las ocho, las siete, las seis, e incluso entonces hace calor. Los paseos más refrescantes empiezan en Torreone. Un camino que desciende, lleva hasta Le Celle, un monasterio del siglo XIII en el que la minúscula celda de san Francisco todavía se abre a una corriente estacional. Muchos de los primeros monjes franciscanos que vivieron como ermitaños en el monte Sant’Egidio participaron en la fundación de Le Celle en 1211. La arquitectura, un panal de piedras apiladas, recuerda las cuevas donde vivían. Cuando camino por allí, la paz y la soledad son palpables. A principios del verano, puede oírse la música del agua que cae por el profundo cañón y a veces, por encima del sonido del agua, oigo a alguien cantar. A estas alturas la corriente casi está seca. Su huerto parece modélico. Uno de los frailes capuchinos que ahora viven allí sube descalzo por la colina en dirección a la ciudad. Lleva su hábito marrón y harapiento y el extraño capucho blanco (de ahí que se llamen capuchinos), y utiliza dos palos para ayudarse a caminar. Con su barba blanca y sus fieros ojos marrones, parece una aparición de la Edad Media. Cuando nos cruzamos, sonríe y dice: «Buon giorno, signora. Bene qua», «esto es hermoso», indicando el paisaje con el mentón barbudo. El Padre Tiempo sigue su camino, con sus esquíes de fondo.

Pero esta mañana tomo un camino que sube ligeramente, pasando junto a algunas casas nuevas, luego una perrera, donde los perros ladran hasta que paso de largo; aquí la carretera ya no es más que un sendero blanco que corre entre bosques de pinos y castaños; sin coches, sin gente. En los márgenes es como si alguien hubiera esparcido una lata de semillas de flores silvestres que hubieran arraigado y ahora crecieran a sus anchas. Subo una pequeña elevación para ver una casa abandonada, tan vieja que todavía tiene un grueso tejado de tejas de pizarra. Los zarzales obstruyen puertas y ventanas. Entreveo habitaciones oscuras con paredes de piedra. Delante de la casa, una panorámica de 180 grados del perfil de Cortona, más abajo, y el Val di Chiana entero, salpicado de retazos de amarillo y verde de los campos de girasoles y verduras. El piso de arriba seguramente tiene techo bajo, ideal para una tosca cama de ramas de castaño y una colcha de retales. La terraza tendría que estar ahí, delante de los arbustos de lilas. Una rosa rosa todavía florece sin ningún tipo de cuidado. ¿De quién sería? ¿De la mujer de un leñador silencioso que fumaba su pipa y bebía grappa en las tardes de invierno, cuando la tramontana hacía vibrar los cristales en la parte de atrás de la casa? Tal vez se quejaba a su marido por haberla llevado a un lugar tan aislado del campo. No, estaba contenta con su trabajo bordando las sábanas de la contessa.

La casa es pequeña, pero ¿quién querría quedarse dentro cuando hay una amplia terraza desde la que puede verse el mundo entero? Una casa que espera: todo potencial. Verla y empezar a soñar es imaginarse a uno mismo en una existencia distinta. Alguien acabará por comprarla, y quizá recorrerá Toscana entera buscando pizarra vieja para devolver al tejado su aspecto original. O tal vez lo echará abajo y pondrá tejas nuevas planas. Sean cuales sean sus predilecciones, al dueño le atraerá su aislamiento de aguilera, eso y el magnetismo del paisaje, un lugar en el que demorarse y sosegar cada día a la bestia inquieta.

Al final del camino, un sendero que se adentra en los bosques lleva a nuestra calzada romana favorita. Supongo que la hicieron los esclavos. Cuando oí hablar de la calzada romana que pasaba cerca de nuestra casa, di por sentado que era única. Poco después, vi un libro bastante voluminoso sobre las muchas calzadas romanas que hay por esta zona. Mientras camino, trato de imaginar los carros que bajaban la colina, aunque ahora lo único que podría encontrar por aquí sería un cinghiale, un «jabalí». Hay una corriente a la que todavía le queda un hilo de agua. Tal vez un mensajero romano al borde del colapso se detuvo aquí una vez a refrescar sus pies como hago yo, cuando se dirigía hacia el sur con noticias sobre el avance de la muralla de Adriano. Ha habido visitantes más recientes. En el margen de hierba, veo un condón y un pañuelo de papel estrujado.

Cuando entro en la ciudad, veo a un hombre encogido, pálido. Obviamente, se está muriendo. Lo han sacado a la calle, para que le dé el sol, en un último intento por hacerlo revivir. Extiende los dedos sobre su pecho. Sus manos son enormes. Ayer me dio un calambrazo tan fuerte que el dedo se me quedó insensible durante media hora. Estaba tratando de sacar la cuerda con la que se enciende la luz de mi estudio de detrás del radiador. No sé cómo pudo ir a parar allí. El revestimiento de los cables se había abierto, así que me quedé con una mano sobre el radiador de metal y la otra en contacto con los cables. Grité y salté hacia atrás con una sensación animal e inconsciente de shock… Me pregunto si ese hombre no se sentirá igual. La vida se escurre de su cuerpo mientras la potente energía del sol lo invade. Su esposa está sentada junto a él y parece esperar. No está remendando ropa o arreglando las flores. Ella velará por él en su viaje al más allá. Tal vez secará su cadáver, untará sus huesos con aceite de oliva y vino. O tal vez el sol me está afectando demasiado y el hombre se está recuperando simplemente de una apendicectomía.

Tenemos que ir a Arezzo, a una media hora de aquí, a pagar el seguro del año que viene. Por lo visto esperan que vayamos, no que enviemos un cheque. Dejamos el coche en el aparcamiento de la estación de trenes. El termómetro de la estación, a pleno sol, dice que estamos a 36 grados. Después de nuestra agradable entrevista con el signor Donati, un helado, una parada para que Ed compre una camiseta en su tienda favorita, Sugar, otra para que yo compre unas toallas en mi tienda favorita, Busatti, y de vuelta a la estación, donde encontramos el enorme 40 grados del termómetro parpadeando sobre el coche. Las manijas de la puerta queman. En el interior, el calor nos abruma. Abrimos las puertas y esperamos fuera para que el coche se airee. Mis párpados y mis pendientes queman. Ed toca el volante con los dedos meñique y pulgar. Mi pelo parece hervir. Las tiendas están cerrando; es la hora más calurosa del día más caluroso del año. En casa, me sumerjo en un baño de agua fría, con un trapo húmedo sobre la cara, y me quedo allí tumbada hasta que mi cuerpo desciende a la temperatura del agua.

La siesta se convierte en un ritual. Cerramos los postigos, dejando las ventanas abiertas. Por toda la casa, franjas de luz caen sobre el suelo. Si estoy lo bastante loca como para salir a dar un paseo a la una y media, no veo a nadie, ni siquiera algún perro perdido. La palabra torpor me viene a la cabeza. Todas las tiendas cierran durante estas tres horas sagradas. Si necesitas algo para una picadura de abeja o una alergia, mala suerte. La siesta es hora de ver la tele en Italia. También es la hora del sexo. Tal vez eso explica la diferencia entre el temperamento mediterráneo y el del norte: niños concebidos en la luz y niños concebidos en la oscuridad. Ovidio tiene un poema sobre la siesta, un poema escrito antes del primer milenio. Está tumbado, relajado, en el bochornoso verano, con un postigo abierto, el otro cerrado, «las chicas tímidas, a media luz, necesitan ocultar su vacilación», escribió. Y a continuación echó mano del vestido, que no tapaba gran cosa. Bueno, todo es siempre nuevo bajo el sol. Entonces, como ahora, un rápido lavado en el bidet y vuelta al trabajo.

Qué concepto tan maravilloso. Durante tres horas, en mitad del día, puedes satisfacer tus propios intereses y deseos. En la mejor parte del día, no a partir de las ocho o las nueve, después de un día entero de duro trabajo.

En la casa, con sus altas habitaciones y sus postigos cerrados, todo está en silencio. Hasta las cigarras han enmudecido. Una tarde tranquila propicia para entregarse a ensoñaciones. En parte es por el placer de caminar descalza sobre los suelos de cotto. Camino de una habitación a otra. Y en todas veo lo mismo… Me detengo de nuevo a contemplarlo en la nueva sala de estar: vigas oscuras, techo blanco de ladrillo, suelo encerado de ladrillo. A mis ojos, la textura desigual y los fuertes contrastes de colores de la típica casa toscana hacen de sus habitaciones las más acogedoras de todos los estilos arquitectónicos que conozco. Frescas y serenas en verano, acogedoras y seguras en invierno. Las casas tropicales con techo de bambú y paredes que pueden abrirse para permitir entrar la brisa, y las casas de adobe del sudoeste, con sus baquetas y chimeneas circulares, como las curvas del cuerpo humano, me transmiten la misma sensación de conexión: aquí podría vivir. La arquitectura parece natural, como si las casas brotaran de la tierra y pudieran ser fácilmente moldeadas por la mano del hombre. En italiano, una capa de pintura o de cera se llama mano. Antes de que empezaran a enyesar, vi las iniciales de Fabio garabateadas en el cemento húmedo. Los polacos, recordé, escribieron POLONIA en la base del muro de piedra. Me pregunto si los arqueólogos encontrarán muchas señales de las manos anónimas que hay detrás de los trabajos duraderos. En la pared de la cueva prehistórica de Pech Merle, en Francia, me sorprendió ver huellas de manos, como las que hacen los niños en la guardería, encima de los caballos moteados. ¡La «firma» del artista anterior a la cultura escrita, enmarcada en sangre, hollín, cenizas! Cuando se abrieron las grandes tumbas de Egipto, seguían marcadas en la arena las pisadas de la última persona que salió antes de que las entradas se sellaran: el toque final de una obra, otro día más de trabajo.

Una mariposa ha quedado atrapada dentro. Agita sus alas contra el postigo pero no consigue salir. Mientras me duermo, el ventilador sigue zumbando, como una cabeza reluciente que mira a un lado y a otro.

Adoro el calor. Adoro esta existencia desbordante. Hay algo en mí que dice que sí. Tal vez sea sólo porque crecí en el Sur, pero es un sí más elemental, que me conecta con esas viejas cabezas fósiles de las primeras personas que llegaron a la vida bajo un gran sol.

El paisaje parece fresco a pesar del tórrido calor. Las terrazas no se ven desvaídas este año, como ha sucedido en años anteriores. Veo los Apeninos, verdes y cubiertos de árboles. Al fondo del valle, una figura diminuta se arroja a una piscina.

Como estamos tan altos, las noches son frescas y agradables. A media tarde, montañas de nubes pasan por aquí, proyectando sus sombras móviles sobre las verdes colinas. Esta noche las perseidas caen, es la noche de san Lorenzo, la noche de la lluvia de estrellas… Un buen motivo de celebración. Las hemos visto antes, y estamos familiarizados con los «ohs», con los dedos que señalan un segundo demasiado tarde, con la brillante estela de un meteoro, tan momentánea y sin embargo extinguida hace ya tanto tiempo. La sopa de ajo, elegida por Boecio, se está enfriando en la nevera. Pienso preparar pollo con limón y albahaca, un descubrimiento casual, y una cazuela de terracota de gratin dauphinois, y uno de los platos predilectos de patata de la vieja tía Julia que llevo años haciendo. Tengo las suficientes peras maduras para pelarlas y trocearlas e improvisar con ellas una crema de mascarpone. Limpio los excrementos de pájaro de la mesa amarilla, tiendo sobre ella el mantel que he hecho durante el invierno con la tela que sobró de la mesa de mimbre de mi balcón de Palo Alto hace quince años. Pasé días haciendo el doble ribete del cojín para la tumbona. Podría salir de ese comedor ahora mismo, ahuecar los cojines, decirle al perro «baja», salir al jardín, lleno de quinotos, nísperos del Japón, jeringuillas y olivos. ¿Podría? Todo permanece. ¿Quién me iba a decir, cuando compré esa pieza de tela amarilla estampada en Calicó Corners, que acabaría en una mesa en Italia, acompañándome en esta nueva vida?

Como si estuviera abriendo en abanico una baraja de cartas, asaltan mi mente las diferentes casualidades, triviales o profundas, que convergieron para recrear este lugar. Cualquier detalle arbitrario, y estaría en cualquier otro sitio; yo sería diferente. ¿De dónde procede la expresión «un lugar bajo el sol»? Mis procesos racionales de pensamiento se aferran siempre a la idea del libre albedrío, el suceso aleatorio; mi sangre, sin embargo, está más próxima a la corriente del destino. Estoy aquí porque salté por aquella ventana una noche cuando tenía cuatro años.

Todas las frutas de verano del gran sol mediterráneo han madurado. Cuando llego, las cerezas; después el verano avanza hacia los melocotones amarillos. A lo largo de la calzada romana que sube a la cima del monte Sant’Egidio, cogemos montones de la más divina de las frutas, las minúsculas moras que penden como joyas junto a sus hojas aserradas. Luego vienen las nectarinas, con su carne pálida y aromática. Un helado de nectarina hace que sientas ganas de bailar. Luego las ciruelas, de todas las variedades: las pequeñas amarillas, las moradas, y las de un verde pálido, más grandes que pelotas de golf. Las uvas empiezan a llegar desde el sur. Unas pocas manzanas rojizas, las primeras peras que empiezan a madurar. Las pequeñas y verdes no tendrían que estar maduras aún, pero lo están, luego las amarillas globulares y moteadas. En agosto, los higos empiezan a llenarse, pero no alcanzan su punto culminante hasta septiembre. Pero, finalmente, las moras, ese fruto tan característico del verano, están maduras.

Días antes de volver a casa, a finales de agosto, puedo coger una fuente y salir a recoger las que quiera para el desayuno. Por las mañanas los pájaros parecen enloquecer con las moras, pero no dan a basto para comerlas todas. Coger moras…, un placer tan elemental…, saltarse las que todavía tienen un toque de rojo y aquellas que son duras al tacto, coger sólo las que están maduras, hasta que las yemas de los dedos se me ponen moradas. El sabor de las moras recalentadas al sol me trae a la memoria un recuerdo de la infancia. En un cementerio abandonado, me sentaba sobre una montaña de tierra desenterrada y comía inconscientemente las sabrosas moras de una planta cuyas raíces estaban mezcladas con huesos viejos.

Las abejas perforan las peras. Allí donde una cae, los zorzales se dan un festín. ¿Quién puede saber cómo se manifiestan en nosotros las inquietudes de nuestros antepasados? Por algún motivo, estos suaves aromas me recuerdan a mi abuela Davis. Mi padre la llamaba en secreto La Serpiente. Era ciega y tenía los ojos de una estatua griega, aunque yo siempre creí que veía. Su encantador esposo había perdido todas las tierras que ella heredó de sus padres, con amplias posesiones en el sur de Georgia. En las salidas de los domingos, siempre le pedía a mi madre que la llevara junto a las tierras que había perdido. No podía verlas, pero, cuando llegábamos allí, podía oler las cosechas de cacahuete y algodón en el aire. «Todo esto —murmuraba—, todo esto.» Yo levantaba la vista de mi libro. La tierra marrón se extendía hasta allá donde alcanzaba la vista a ambos lados del coche. Desde aquel lugar, ¿quién podía creer que la tierra era redonda? Pensé en ella de nuevo cuando aramos la tierra y la preparamos para empezar a sembrar. Una tierra fértil, rica como un pastel de chocolate. «Big mama —pensé—, cara de boniato, vieja serpiente, mira esta tierra, todo esto

El calor estalla en un rápido aguacero, una lluvia fuerte y determinada que empapa el suelo y después cesa…, se va, termina. El paisaje verde se desdibuja a través de la ventana. El sol vuelve a atacar, pero esta vez desprovisto de su furia. Ya se intuye el otoño. ¿En qué? En el olor a hojas moribundas. Un súbito cambio en el aire; el ligero tono ámbar de la luz; la bruma azul que se eleva sobre el valle al atardecer. Me encantaría ver las hojas cambiar de color, coger las avellanas y las almendras, sentir la primera helada y hacer un pequeño fuego con madera de olivo para ahuyentar el frío de la mañana. Mis ropas de verano quedarán guardadas bajo la cama. Hago unas cuantas guirnaldas con hojas de parra y las enlazo con salvia, tomillo y orégano, hierbas que puedo usar en diciembre. Guardo las flores de hinojo que he dejado secar en una lata pintada que encontré en la casa. Tal vez mi entrañable nonna las guardaba aquí también.

El hombre con el abrigo sobre los hombros se detiene frente al altar con un puñado de milenrama seco. Limpia el altar con la mano. Durante el otoño, cuando yo esté ocupada con mis estudiantes, él avanzará por el camino blanco, con un viejo jersey de lana tal vez, y más adelante con una bufanda al cuello. El hombre se va. Lo veo detenerse y volver la vista hacia la casa. Por enésima vez, me pregunto qué está pensando. Me ve en la ventana, se ajusta el abrigo sobre los hombros y se vuelve para marcharse a su casa.

Los libros que hay por aquí y por allá vuelven a su lugar correspondiente en las estanterías: mi casa está en orden. Una última tarta de mora y me iré. Un lagarto entra lanzado, se asusta, huye rápidamente por la puerta. No dejo de pensar en el futuro. ¿Qué imán habrá ahora ahí fuera tirando de mí? Coloco las sábanas planchadas en los estantes del armadio. Cuando estoy arreglando mi escritorio, encuentro una lista: pulir los objetos de cobre, cuerda, llamar a Donatella, plantar girasoles, doblar el número de malvarrosas. El sol cae sobre el muro etrusco, tornando los algarrobos en hermosas piezas de encaje. Dos mariposas blancas se están acoplando en el aire. Camino de ventana en ventana, impregnándome del paisaje.