Capítulo 17

Reliquias de verano

Las fuentes de todas las iglesias están secas. Paso los dedos por las polvorientas veneras de mármol: ni una sola gota para mi frente abrasada. El calor del julio toscano es invasivo para el cuerpo, pero no para las iglesias de piedra, que conservan la humedad del invierno y despiden durante todo el verano un frescor sombrío. Cuando entro en una, luego en otra, tengo la sensación de caminar a través de un silencio palpable. Una losa parece descender sobre nuestras voces, o una enorme y fría mano. En la inmensa iglesia de San Biagio, debajo Montepuciano, hay una etérea sensación de calma al entrar. Si te colocas bajo la cúpula, puedes hablar o dar una palmada y muy arriba, en el interior de la cúpula, un eco te devuelve el sonido al instante, no como el que te devolvería el eco desde el otro lado de un lago, sino seco y repetido. Una voz opaca, ultraterrena. Resulta difícil no pensar que hay algún ángel burlón escondido entre los frescos, aunque lo más probable es que allá arriba sólo haya alguna paloma descansando.

Desde que paso los veranos en Cortona, mi mayor sorpresa y alegría ha sido descubrir que me siento como en casa. Pero no es sólo eso, es como si hubiera recuperado la conciencia que por vez primera se tiene del propio hogar. Me siento como en casa por los polvorientos camiones que veo aparcados en los cruces de caminos para vender sandías. El mismo método de palpar para comprobar si están en su punto. El chico sostiene en alto una escala oxidada con discos de diferentes medidas como contrapeso. Los músculos de su brazo sobresalen como los de Popeye y la brisa me trae su olor a pastos secos, cebolla y tierra. En las tormentas fuertes, los rayos aserrados golpean el suelo y el granizo rebota en el patio, trayendo de vuelta el olor a ozono de aquellos tiempos en Georgia, cuando me dedicaba a recoger trozos de granizo del tamaño de bolas de ping-pong y los ponía en la nevera.

Los domingos aquí se visita el cementerio, y aunque las pequeñas parcelas de los pequeños pueblos del Sur son austeras comparadas con este exuberante despliegue de flores casi en cada tumba, también allí hacíamos peregrinajes dominicales a Evergreen con gladiolos o zinnias. Yo me sentaba en el asiento de atrás, con el fresco jarrón azul verdoso entre las rodillas, mientras mi madre se quejaba porque Hazel no había llevado nunca ni una flor, y eso que era su madre quien estaba allí enterrada, no una simple suegra. Estas familias, congregadas en torno a la tumba de Anselmo Arnaldo (1904-1982), tal vez piensen, como hacía la mía, gracias, Señor, por permitir que ese viejo chiflado esté ahí tendido en lugar de volvernos locos a todos.

Noches sofocantes en las que la temperatura del aire se acerca a la temperatura corporal y las cambiantes constelaciones de luciérnagas compiten con las de las estrellas. Noches de mosquitos, dando manotazos al aire al mosquito que se posa en mi pelo. Largos días en los que creo percibir el sabor del sol. Camino por esta casa extranjera como si mis antepasados hubieran dejado su presencia en estas habitaciones. Como si éste fuera el hogar al que uno siempre vuelve.

Estar cerca de una pequeña ciudad otra vez ciertamente refuerza esa sensación. Y estar otra vez en medio de la naturaleza. (Uno de mis alumnos de Los Ángeles vino a visitarme. Cuando lo llevé al lugar en el límite de la propiedad desde donde se ve la impresionante vista del lago, bosques de castaños, los Apeninos, grupitos de olivos y valles, lo cogió por sorpresa. Se quedó mudo, por primera vez desde que lo conozco, y al final dijo: «Bueno, esto es como la naturaleza.») Cierto, la naturaleza. Las masas de nubes llegan desde el Trasimeno y siento el trueno retumbar por mi espina dorsal como retumban las olas mar adentro. En mi cuaderno anoto: «Un rayo ha tocado el lavaplatos. Oímos el chisporroteo. Pero, ¿no es maravilloso? La gigante tormenta, la misma sensación de terror que invadía a los hombres en sus cavernas, junto a sus fogatas. El trueno me sacude como un gatito al que un gato mayor coge por el cuello y me devuelve a casa: estoy tumbada en el suelo a seis mil quinientos kilómetros de aquí, dejando que la lluvia me empape.»

La lluvia desuella las olivas. Naturaleza: ¿Qué está maduro? ¿Se llevará la lluvia el camino de acceso? ¿Cuándo plantar patatas? ¿Cuánta agua hay en el pozo de irrigación? Los primeros años de mi vida se reconectan. Salgo a coger madera; un escorpión negro se desliza sobre mi mano y de pronto recuerdo las peludas tarántulas de la ducha en Lakemont, el chillido de mi madre cuando pisaba una y oía el crujido bajo sus pies desnudos para verla después emerger entre sus dedos suave como una banana.

¿Es la sucesión de días libres? Sueño que mi madre lava la maraña de mis cabellos con un cuenco de agua de lluvia.

Dulces momentos, días exagerados, levantándonos al alba porque cuando el sol de mitad del verano alcanza las cumbres del otro lado del valle, los primeros rayos caen sobre mi rostro como si fuera una de las rocas de Stonehenge en el solsticio. Porque quiero estar completamente despierta cuando el cielo se torna rosado y amarillo y los jirones de niebla se deslizan sobre el valle y los canarios silvestres cantan. En Georgia, mi padre y yo solíamos levantarnos temprano para caminar por la playa al amanecer. En San Francisco, me levanto cuando suena el despertador a las siete, o cuando oigo el claxon del autobús escolar, que llama al niño que vive abajo, o el camión de reciclaje, con el estruendo del cristal que cae. Me encanta la ciudad, pero nunca me he sentido realmente en casa allí.

Me sentí atraída hacia la superficie de Italia por sus ciudades encaramadas, la comida, el idioma, el arte. También me atraía la sensación de una vida vivida, la coexistencia de diferentes épocas que de alguna forma le da un aura de atemporalidad —brindo por el muro etrusco que hay más arriba con mi primer café de la mañana—, los grandes abstractos que se materializan en cualquier cosa, desde la agresión en la autostrada al paseo de la tarde por la piazza. Busco mi suerte aquí durante unos pocos meses al año porque mi curiosidad por las capas de cultura del país es insaciable. Pero el vínculo que resulta realmente sorprendente y supera la lógica me llega a través de la iglesia.

Para mi sorpresa, he comprado una María de cerámica con un pequeño cuenco para el uso doméstico de agua sagrada. Como metodista desencantada y episcopaliana desencantada, supongo que mi agua sagrada es una farsa. Sin embargo, he tomado las aguas del arroyo que descubrí cerca de la casa, un arroyo artesiano de aguas límpidas que emergen de un declive en la roca blanca. Para mí es agua sagrada. Debió de ser la fuente de suministro de la casa al principio. O tal vez sea más antiguo que la casa, medieval, romano, etrusco. Aunque en mi interior se está produciendo cierto movimiento, no espero emerger como católica, ni siquiera como creyente. Soy esencialmente pagana por nacimiento. El populismo del Sur se me inculcó de muy pequeña; la idea de un papa que tenga la última palabra me subleva. «Idolatría», así es como calificó nuestro ministro la adoración de María y los santos. Y mis compañeros de clase se burlaban de Andy Evans, el único católico de la escuela, llamándolo «pescadero». Cuando estudiaba en la universidad, me sentí brevemente cautivada por el romanticismo de la misa, sobre todo la misa de los pescadores de las tres de la mañana de la catedral de Saint Louis, en Nueva Orleans. Perdí interés en el espectáculo cuando una buena amiga, una católica de Nueva Orleans, me dijo completamente en serio que era pecado mortal si el beso duraba más de diez segundos. Un beso con lengua de diez segundos estaba bien, pero un beso seco de veinte podía traerte problemas. Aunque siguen gustándome los rituales, incluso los vacíos, lo que aquí me hipnotiza es algo más radical.

Ahora me gusta la rápida misa de las pequeñas iglesias de la parte alta de Cortona, donde los mismos sonidos han proporcionado un sólido puntal a la población durante casi ochocientos años. Una vez se coló en una iglesia un perro labrador negro. El cura interrumpió su santa perorata y gritó: «Por el amor de Dios, que alguien saque a ese perro de aquí.» Si en los días de cada semana entro por la mañana en la iglesia, me siento dentro sola, disfrutando del barroco italiano. Pienso: Aquí estoy. Me encanta el desfile de reliquias por las calles, los curas vestidos con túnicas doradas que pasan en una nube de incienso, detrás de los niños vestidos de blanco que les preparan el camino, esparciendo por las calles pétalos de retama, rosa y margarita. En el calor del mediodía, prácticamente alucino. ¿Qué hay en la caja dorada que sostienen en alto con los estandartes…, un fragmento de la cuna? No importa que pensáramos que Jesús había nacido en un humilde pesebre; éste es un fragmento de la auténtica cuna. ¿O es posible que esté confundida? Es un fragmento de la vera cruz. Va pasando por las calles, un único día cada año. Y de pronto pienso: «¿Qué significaba aquel canto, cleft for me, que se elevaba hace años en perpendicular desde la iglesia de madera blanca de Georgia?»[1]

En el Sur, donde yo me crié, veías por las calles pancartas en las que decía: «Arrepentíos.» En la mitad del tronco huesudo de un pino, por encima del pequeño canalón de hojalata que se coloca para recoger la resina, colgaba una advertencia: «Jesús se acerca.» Aquí, cuando enciendo la radio del coche, una voz melosa implora a María que interceda por nosotros en el purgatorio. En una ciudad cercana, una iglesia tiene como reliquia un frasco de Leche Santa. Como diría mi alumno, eso es como María.

A mediodía, me siento en la terraza para broncear mis piernas y leo sobre los primeros mártires y los santos medievales. Me atrae la figura de San Lorenzo, a quien se quemó en una parrilla porque su fe resultaba molesta y de quien se dice que dijo: «Por este lado ya estoy hecho; ya pueden volverme» y de ese modo se convirtió en el santo favorito de los cocineros. Las jóvenes y virginales mártires son siempre violadas, apuñaladas, torturadas o encerradas por su devoción a Cristo. A veces la mano de Dios descendía y se llevaba a alguna, como Úrsula, que no deseaba casarse con el bárbaro Conan. Con sus diez mil vírgenes (¿todas evitaban a los hombres?) subidas en botes, fue elevada milagrosamente por Dios y navegó por los cielos hostiles; luego fue depositada en Roma, donde todas ellas se bañaron en aguas con aroma a lima y fundaron una orden sagrada. Es sorprendente la fuerza dominante del milagro. En la Edad Media, algunas de las mujeres a las que se venera encontraron el prepucio de Jesús materializado en sus bocas. No sé si existe alguna reliquia de eso. (¿Tendría el aspecto de una goma masticada? ¿De un pegote seco de chicle?) Mi pensamiento se demora en el prepucio durante diez minutos y me pongo a observar las abejas que pululan en torno a los tigli, tratando de imaginar ese suceso, que no sólo se produjo una vez, sino varias. El momento del reconocimiento, lo que dijo la santa, su reacción… una torpe especulación. Por alguna razón, nunca había oído hablar de estas santas raras en Estados Unidos, aunque alguien me envió una vez una caja de libros nuevos, cada uno sobre la vida de un santo. Cuando llamé a la librería, me dijeron que mi benefactor quería mantener su anonimato. Sigo leyendo y descubro que algunas tenían «santa anorexia» y se mantenían únicamente a base de hostias. Si se desenterraban los huesos de un santo, la ciudad se llenaba de olor a flores. Después de que San Francisco predicara a los pájaros, éstos elevaron el vuelo y juntos trazaron la imagen de la cruz, para dispersarse después y volar en las cuatro direcciones. Los santos se comían el pus y los piojos de los pobres en señal de humildad; a su vez, a los fieles les gustaba beber el agua con la que un santo se había lavado. Si, después de muerto, se abría el corazón de un santo, es posible que dentro se encontrara una imagen de la Sagrada Familia tallada en rubí. He aquí mi primer descubrimiento: Oh, es en estas cosas donde demuestran su reverencia. Lo entiendo.

Lo entiendo, porque ese fervor y reverencia cotidianos emergen de forma natural en el Sur sediento de milagros. En cierta manera, son como recordatorios, las vértebras de la virgen, la uña del dedo del pie de san Marco. Mi favorita: el aliento de san Giuseppe, padre adoptivo de Jesús. Me imagino una botella de cristal verde opaco con un dosificador, el ligero exhalar del aire cuando se abre. Cuando yo era pequeña, nuestra costurera tenía en el alféizar de la ventana, junto a su máquina de coser, un frasco con sus cálculos biliares. Mientras me marcaba el dobladillo, sujetando los alfileres con la boca, me decía: «Señor, no quisiera tener que volver a pasar otra vez por eso. Date la vuelta. Esas cosas no se disolverían ni con gasolina.» Su talismán frente a la enfermedad. Símbolos y portentos.

Santa Dorotea, que pasó dos años encerrada en su celda, con el único paisaje de los altos muros del foso de la catedral insalubre. Recibía la comunión a través de una reja y su dieta consistía en pan y gachas. Como la señora Tibby, que trataba los callos de los dedos pequeños de los pies de mi madre rebanando trozos de piel con una cuchilla vegetal, y después le untaba una espesa loción que olía a aceite de engrasar máquinas y a Ovaltine. Yo no soportaba visitarla. La bombilla desnuda no sólo iluminaba el pie de mi madre sobre el cojín, también el ataúd en el que la señora Tibby dormía por las noches para que después no hubiera sorpresas.

Cuando iba al instituto, mis amigos y yo aparcábamos una manzana antes y curioseábamos por las ventanas del edificio donde se reunían los pentecostales, que hablaban en lenguas extrañas, a veces gritando, con una terrorífica fijación en la mirada, y caían al suelo retorciéndose y saliéndose. Nosotros éramos profanos y sofocábamos la risa ante el innegable fervor sexual y las complicadas posturas que adoptaban. Después nos sentábamos en el coche, Jeff fumando, y los veíamos salir en fila, como si fueran personas normales. En Nápoles, el frasco con la sangre coagulada de san Gennaro se licua una vez al año. También hay un crucifijo en el que solía crecer un pelo de Jesús que tenía que cortarse una vez al año. Esto parece particularmente próximo a las sensibilidades del Sur.

En Estados Unidos creo que no hay un lugar sancionado para colocar cosas tan extrañas de modo que salgan cuando corresponda. Recientemente, mientras viajaba por el Sur, me detuve cerca de Metter, Georgia, a tomar un sándwich a la barbacoa. Después del dulce cerdo salado y el té helado, pregunté al dueño por los aseos. El hombre tenía una inmensa barriga, estaba sudoroso, delante de su parrilla, y se limitó a indicarme que fuera a la parte de atrás con un gesto de la cabeza. Nada que hiciera sospechar que cuando abriera la puerta me encontraría dos avestruces mudando la pluma. Cómo llegaron a aquel remoto lugar en el sur de Georgia y qué necesidad iconográfica llevó a la familia a dar cobijo a aquellas polvorientas criaturas es un regalo filosófico que se me ha permitido considerar en las noches de insomnio.

Crecer en el sur temeroso de Dios, sanador de fes, convencido de la proximidad del fin del mundo, me dio la oportunidad de visitar colecciones de serpientes junto a las gasolineras en las que mis padres paraban a llenar el depósito; ver a los lados de la carretera ceremonias en las que las serpientes pasaban de unas manos a otras entre una concurrencia con expresión de éxtasis; asistir a sucias exposiciones de maravillas del mundo —que a su manera son como los relicarios— en las ciudades que bordeaban los pantanos. Sé que una caja con los huesos de un gato negro sirve para hacer un poderoso conjuro. Y que un brazalete de monedas de diez centavos te protegerá contra él. Me acostumbré a ver crías de caimán sobre las espaldas de sus madres, unas criaturas de cuatro metros que abrían tanto la mandíbula que hubiera podido ponerme de pie en el interior; de nada hubieran servido las endebles barras de hierro de las jaulas si aquellos troncos durmientes hubieran decidido salir a por ti: los caimanes corren a ciento doce kilómetros por hora. Ciervos albinos comidos de garrapatas que saltaban a mis manos cuando acariciaba sus narices musgosas, una pantera disecada con mármoles verdes por ojos, una tenia de nueve metros en un tarro. El dueño dice que la sacaron por la garganta de su sobrina de diecisiete años cuando el doctor la atrajo con un ajo pinchado en un palillo. Esperaron hasta que asomó la cabeza, la tentaron para que saliera un poco más y entonces la agarraron y le cortaron la cabeza mientras estiraban para sacarla del estómago de Darleen como una liana de un río.

Maravillas. Milagros. En las ciudades, cada vez somos menos capaces de lo sobrenatural, porque la realidad nos abruma. En las zonas rurales, más próximas a las estrellas y las arboledas, aún deseamos probarlo. De modo que recupero también la cobra, mucho más impresionante con su cabeza aplanada que las serpientes de cascabel, cuyas pieles cubren las paredes de la oficina del dueño de la Octava Maravilla del Mundo, donde hemos parado a llenar el depósito de gasolina en la frontera de Georgia. Estamos cerca de Jasper, Florida, donde mi padre y mi madre se casaron en mitad de la noche. Estoy entusiasmada, a pesar de que mi madre me advierte que los dueños son caníbales y que no vale la pena, y que si no he vuelto en diez minutos se marcharán a White Springs sin mí. Siento una ligera exaltación ante la posibilidad de quedarme aquí sola, en este tramo de carretera bordeado por robles cubiertos de musgo, el trailer plateado sobre cuatro bloques de hormigón, la mujer que vislumbro en el interior lavándose el pelo en una palangana mientras la radio suena a todo volumen. «I’m so lonesome I could cry». Supe entonces, y todavía lo sé, que el hombre con una antorcha que brillaba en la oscuridad tatuada en la espalda y las rosas tatuadas en los bíceps creía que sus maravillas eran reales. Lo sigo a la choza de bambú, donde una cobra de la oscura Calcuta se levanta al sonido de un peine cubierto con celofán. La cobra hipnotiza al perro sarnoso que menea la cola en la entrada. El pavo real lanza un poderoso graznido y se sacude desplegando por completo la cola, con un azul más intenso que el azul de mis ojos o los de mi madre, y eso que, como todo el mundo sabe, tenemos los ojos del más puro azul cielo. Los ojos del pavo real tienen exactamente el mismo aspecto que los de la serpiente. La mujer del dueño sale del trailer con una boa constrictor al cuello, como si nada. Se para a mirar otra serpiente, a la que ha dado una enorme rata sin siquiera cortársela. La rata desaparece, como un puño en la manga de un jersey. Compro un Nehi y una galleta de avena y corro de vuelta al Oldsmobile que vibra bajo el sol. Mi padre aprieta el acelerador, haciendo saltar la grava bajo las ruedas.

—¿Qué tienes ahí? —Mi madre se vuelve para mirarme.

—Sólo un refresco y esto. —Le enseño la gran galleta.

—Esas cosas tienen manteca de cerdo por dentro. No es caramelo…, es pura manteca, con el suficiente azúcar en polvo para hacer que se te caigan los dientes.

No la creo, pero cuando parto la galleta, está llena de gusanos. La tiro enseguida por la ventanilla.

—¿Qué has visto en el antro de la gitana?

—Nada.

A medida que me hacía mayor, fui asimilando la obsesión del Sur con el lugar, que para mí no es otra cosa que una extensión del yo. Si estoy hecha de arcilla roja y agua de un oscuro río y arena blanca y musgo, me parece perfectamente lógico.

Sin embargo, el tiempo que he vivido de adulta en San Francisco, nunca he tenido esa sensación de pertenencia. La ciudad blanca, con su luz diáfana sobre las aguas, la costa pura e imponente, y las colinas Marín con sus suaves contornos de gigantes dormidos bajo mantos de verde… Allí soy la turista reverente, encantada de haber podido hacer esa breve escapada que es mi vida de adulta. Mi casa es tan sólo una entre cientos de casas; mi vida no es más que otra de tantas historias en la ciudad desnuda. Mi ojo contempla con despreocupación la punta de tijera de la pirámide de la Transamérica y el horizonte aserrado que veo desde la ventana del comedor. Todos parecen haber abierto un resquicio de la puerta para ver quién es. Yo te veo a través del resquicio de mi puerta; tú me ves a través del tuyo. Somos monumentalmente independientes.

Nunca me canso de entrar en las iglesias italianas. Los arcos y los trípticos, sí. Pero cada una tiene también su característico olor a polvo, el olor del tiempo. Las anunciaciones codificadas, las natividades, las crucifixiones dominan las iglesias. En el fondo, todas son una forma de enfrentarse a los dos grandes misterios de la existencia: el nacimiento y la muerte. Somos frágiles. En los altares laterales, los altos arcos, las vitrinas de cristal de las criptas donde se guardan manuscritos, las curvas sombreadas del ábside, estas preocupaciones arquetípicas y el mundo de ensueño del fervor religioso entran en conflicto en cada pintura. Me detengo a contemplar una extravagante pintura que prácticamente salta de la pared. En San Gimignano, en un panel alto y oscuro próximo al techo, hay una Eva que sale del costado de Adán, tendido boca arriba. No percibo el suspiro de la creación instantánea que había imaginado al leer el Génesis, cuando Eva aparece con la misma facilidad que el «hágase la luz». Esto es más gráfico, la pasión de alguien por estar presente en el milagro. Tan gráfico como la maravillosa cobra de Calcuta que aquel día se elevó sinuosa ante mis ojos. Adán es de carne y hueso. La imagen atrapa al espectador como la antorcha que brilla en la oscuridad. Escuchad esto, bien alto y claro. En el duomo de Orvieto, los humanos de Signorelli, restaurados a su condición de seres carnales en el día del Juicio Final, permanecen en su grandiosidad y exuberancia junto a los esqueletos que eran momentos antes. Algunas partes de sus cuerpos todavía delatan el aura del hueso desnudo, despiden una luz blanca y diáfana que emana de la carne nueva y firme en su esplendor. Un extraño giro: estamos acostumbrados a pensar en la decadencia de la carne; he aquí el sueño del rejuvenecimiento. En la misma catedral pueden encontrarse representaciones del infierno, de demonios de cabeza verde con genitales retorcidos. Los condenados tienen aspecto torturado, espantoso, deformado, y una rubia voluptuosa (no hay duda alguna sobre cuáles eran sus pecados) cabalga a lomos de un demonio con alas atrofiadas y nada aerodinámicas. Está claro que estamos en la mente de alguien, en sus fantasías de medianoche sobre el descenso, la caída, la ascensión. Las pinturas pueden llegar a ser sublimes, pero hay algo de libro de cómics en todas ellas, una progresión muda en torpe narrativa muy próxima a los fundamentalistas milagreros que todavía van haciendo discursos por el Sur. Si en los pinos del sur colgara alguna palabra que no fuera arrepentíos, sin duda sería Día del Juicio Final.

Paseando de unas iglesias a otras, veo con frecuencia a san Sebastián atravesado por las flechas, a la martirizada Ágata sosteniendo sus pechos sobre una bandeja como dos huevos desbordados, a Sant’Agnes arrodillada píamente mientras un adorable joven le clava un puñal en el cuello. Casi cada iglesia tiene su caja cerrada de reliquias, como un mausoleo en miniatura, y ¿qué significa eso? Una espina de la corona. Huellas de los dedos de san Lorenzo. Son los talismanes que dicen a los espectadores: Aguanta como ellos, ten fe. En la oscura cripta de una iglesia rural donde se ha venerado un puñado de polvo durante cientos de años, compruebo que incluso ahora, a finales del siglo XX, se decora la caja con un manojo de claveles silvestres. He aquí mi segundo descubrimiento: Aquí es donde ponen sus recuerdos y deseos. Además de actuar como vastos panteones culturales, estas iglesias dan forma a las más íntimas necesidades humanas. Qué familiares empiezan a resultar (y cuan alejadas de la iglesia histórica, de la sangrienta historia del papado): la tosca túnica de san Francisco; otro frasco, esta vez con las lágrimas de María. Son como el guardapelo que yo tenía, con un mechón de cabello castaño claro que nadie recordaba de quién era, como la caja de pétalos de rosa en un estante de un armario, detrás de la botella azul de Leche de Magnesia y las cartas atadas con un lazo deshilachado, o la piedra blanca y translúcida de Half Moon Bay. No olvides nunca. Mientras limpio las baldosas del suelo y escurro la fregona, puedo pensar en santa Zita de Luca, la santa de las tareas domésticas, como lo fue también Willie Bell Smith en nuestra casa. El que trabaja las cestas, el mendigo, el maestro de ceremonias en un funeral, el enfermo de disentería, el notario, el espeleólogo…, todos tienen un paradigma. Una vez estuve perdido, pero ahora me he reencontrado. La idea medieval de que el mundo refleja la mente de Dios se ha invertido en mi mente. En lugar de eso, la iglesia que yo percibo es una representación que alivia la mente humana. Una interpretación totalmente secular: nosotros hemos creado la iglesia con nuestra ansia, nuestro recuerdo, desde los más hondos recovecos de nuestra particular geografía.

Si tengo la garganta irritada porque he bebido zumo de naranja aunque sé que soy alérgica, allí está el santo, en su monumental iglesia de Montepulciano, esa ciudad cuyo nombre suena como las cuerdas de un violoncelo. San Biagio es una metáfora transubstanciada y un puñado de polvo en una caja labrada. Su pequeña cerradura nos recuerda a todos lo que más deseamos que nos recuerden: no estás solo ahí afuera. San Biagio ocupa mis pensamientos y me impulsa a olvidarme de la irritación de mi garganta. Ruega por mí, Biagio, pues tú me llevas allá adonde no puedo llegar. Cuando el televisor no funciona y no solucionas nada tocando los mandos ni dando un golpe en el lado del aparato, santa Chiara está ahí, en algún lugar de la tierra de los santos. Chiara, «Clara». Era clarividente. De ahí a receptora, sólo hay un paso, y otro paso a patrona de las telecomunicaciones. Algo tan práctico para una chica tan trascendental… Una imagen de ella encima del televisor no hace daño a nadie. El 31 de julio del año próximo, el anillo de boda de María se mostrará en el duomo de Perugia. La historia cuenta que fue «píamente robado» —¿acaso no es eso un oxímoron?— de una iglesia de Chiusi. Aunque no hay en mí un ápice de credulidad, allí estaré.

En lo alto de las escaleras, toco el agua de arroyo de mi María de cerámica con la punta del dedo y trazo un círculo en mi frente. Cuando me bautizaron, el ministro metodista sumergió una rosa en un cuenco de plata y roció mis cabellos de agua. Siempre deseé que hubieran podido bautizarme en el turbio Alapaha, con agua hasta las rodillas, que me sumergieran bajo las aguas y me retuvieran allí hasta el último segundo y después me alzaran a la congregación que cantaba. El agua de arroyo del cuenco de mi María no se transforma para limpiar mis pecados ni los del mundo. Para mí santa María es más bien Mary, el nombre de mi tía favorita. Mary, que se ha convertido en una amiga, amiga de las madres que sufren por el dolor de sus hijos, amiga de los hijos que contemplan el dolor de sus madres. Hay una casi en cada caja registradora, cajero de banco, fotomatón y panadería de esta ciudad, y me he acostumbrado a su presencia. El escritor inglés Tin Parks dice que sin su imagen omnipresente para recordarte que todo seguirá como antes «podías pensar que lo que te estaba sucediendo en ese momento era único y desesperadamente importante… y me pregunto si la Madonna no tendrá algo en común con la luna». Sí, mi agua no bendita me sosiega. Me detengo en lo alto de las escaleras y repito la adorable palabra acqua. Hace años, la niña aprendió a decir acqua a orillas del lago en Princeton, bajo la bóveda de árboles que rebosaban cuajados de borlas rosas. Acqua, acqua, gritaba, salpicando agua con las manos y dejándola caer sobre su cabeza. Acqua suena más próxima al chapoteo y la caída del agua, más próxima a la humedad y el descubrimiento. Su voz todavía reverbera, pero ahora me toco el dedo meñique al recordar. El anillo con sello de oro, un tesoro familiar, se me cayó entre la hierba aquel día y no pudimos encontrarlo. Agua de la vida. Intimidad de la memoria.

Intimidad. La sensación de tocar la tierra como lo hizo Eva, cuando nada la separaba de ella.

En los cuadros, la ciudad de Cortona reposa en la palma de María o resguardada bajo su túnica azul. Puedo recorrer cada una de las calles de mi ciudad natal de Georgia en mi cabeza. Conozco las horcaduras de las pacanas, el exceso de agua en las alcantarillas, el callejón… A menudo los pueblos toscanos encaramados parecen enormes castillos…, casas ampliadas con calles estrechas como pasillos; piazzas que son como salas públicas de recepción, llenas de visitantes. Sus iglesias transmiten sensación de privacidad; los cuidados manteles de lino y encaje de los altares, las dalias escarlatas de los jarrones…, bien podría tratarse de capillas familiares; las casas individuales podrían ser tan sólo habitaciones en una gran casa. Me siento a mis anchas, como en casa de mis abuelos, de mis tíos, de mis amigos. Las paredes de mi casa eran tan familiares para mí como las líneas de mi mano. Me encantan las calles tortuosas que llevan al convento donde puedo colocar una pieza de encaje para que la arreglen en un compartimiento giratorio y volverlo hacia la monja invisible, cuyas hermanas han hecho bordados en esta ala del castillo durante cuatrocientos años. No puedo ni tan siquiera atisbar las media lunas de sus uñas, o la sombra de su hábito. Afuera, dos mujeres que seguramente se conocen de toda la vida están sentadas en sillas de madera a la puerta de sus casas y tejen. La calle pedregosa desciende abruptamente hacia el ayuntamiento. Más allá, se extiende la llanura del amplio valle. Por ahí viene un Fiat en miniatura por una de estas calles tan ridículamente empinadas que ningún coche debería subir. Qué locura. Mi padre solía atravesar aguas crecidas que formaban boquetes en los caminos de tierra. Yo tenía miedo. Mientras él reía y tocaba el claxon, el agua subía alrededor de las ventanillas del coche. ¿De verdad estaba el agua tan alta?

Podemos volver para vivir en estas grandes casas, abrir las verjas, girar simplemente una inmensa llave de hierro y abrir la puerta.