Capítulo 16

Sempre pietra («siempre piedra»)

Primo Bianchi llega traqueteando por el camino de acceso a la casa con su Ape cargado de bolsas de cemento. Se apea para dirigir un gran camión blanco lleno de arena, vigas de doble T y ladrillos, que entra marcha atrás, golpeando con el espejo los pinos y llevándose por delante la rama de una picea con un ruidoso crujido. Primo fue la persona escogida para remodelar la casa hace tres años, pero no pudo hacer el trabajo porque tuvo que someterse a una operación de estómago. Sigue teniendo el mismo aspecto de trabajador fugado del taller de Santa Claus. Repasamos el proyecto. La pared de casi un metro de grosor de la sala de estar se abrirá para conectar con la cocina de los contadini, en la que se hará nuevo suelo, nuevo enyesado, nueva instalación eléctrica. Él asiente. «Cinque giorni, signori», «cinco días». Esta tosca habitación, que no se ha tocado desde que llegamos, se ha estado utilizando para guardar material del jardín y es el último bastión de los escorpiones. A causa de la normativa sobre terremotos, la abertura sólo podrá ser de metro y medio de anchura aproximadamente, menos de lo que hubiéramos querido. Pero habrá puertas que se abran al exterior, y las dos habitaciones estarán unidas al fin.

Le explicamos que los hombres de Benito tuvieron que salir corriendo de la casa cuando abrieron la pared entre la nueva cocina y el comedor. Me tranquiliza ver que ríe. ¿Empezarán mañana? «No, mañana es martes, mal día para empezar un trabajo. El trabajo que se empieza en martes nunca se termina… Es una vieja superstición. No es que yo lo crea, pero mis hombres sí.»

En el ominoso día martes, Ed y yo sacamos los muebles y los libros de la sala de estar, quitamos todo lo que hay en las paredes y la chimenea. Señalamos el centro de la pared y tratamos de visualizar la habitación una vez ampliada. Es la imaginación lo que nos permite soportar el estrés de estos proyectos. ¡Pronto seremos felices! ¡Parecerá que las dos habitaciones han sido siempre una sola! Tendremos sillas de jardín en ese extremo de la terraza del frente de la casa y podremos escuchar a Brahms o Byrd desde la puerta de la cocina de los contadini. Pronto dejará de llamarse así; será la sala de estar.

Intercapedine es una palabra que sólo conozco en italiano. Mi diccionario lo traduce como «intersticio, espacio». Es una palabra importante en la jerga de la restauración de casas húmedas de piedra. El intercapedine es una pared de ladrillo construida delante de una pared húmeda. Se deja un hueco de due dita, «dos dedos», entre ambos, de modo que la humedad queda frenada por la barrera de ladrillo. La habitación, situada en uno de los extremos de la casa, tiene una de esas paredes. Parece ocupar más espacio del normal. Impacientes, Ed y yo decidimos tirar abajo parte de ella para ver si sería posible hacer retroceder el intercapedine y dar así mayor amplitud a la pequeña habitación. A medida que van cayendo ladrillos, nos sorprende comprobar que no hay pared. Se construyó directamente en la roca sólida de la colina. Detrás del intercapedine encontramos ¡el Monte Sant’Egidio! ¡Piedra enorme y escarpada! «Bueno, ahora ya sabemos por qué había humedad en esta habitación.» Ed está arrancando raíces de higueras y zumaque. A lo largo del suelo de la habitación, descubre los restos de un canal de humedad lleno de piedras que tal vez en otro tiempo funcionó.

—Sería una estupenda bodega para vinos —es lo único que se me ocurre decir. Sin saber muy bien qué hacer, tomamos unas cuantas fotos. Definitivamente, este descubrimiento no concuerda con el sueño de los cien ángeles.

En el propicio día miércoles, Primo Bianchi llega a las siete y media con dos muratori, «albañiles», y un ayudante para levantar las piedras. Se presentan sin ningún tipo de maquinaria. Cada uno lleva un cubo con herramientas. Descargan andamiajes, burros, llamados capretti, «pequeñas cabras», y puntales de metal en forma de T para apuntalar el techo llamados cristi (el nombre deriva de la cruz en la que colgaron a Jesús). Cuando ven el muro de piedra natural que destapamos ayer, exclaman al unísono: «Madonna mia», con las manos en las caderas. No se acaban de creer que hayamos echado la pared abajo nosotros solos, y sobre todo que yo haya participado. Se ponen a trabajar enseguida —después de tender una gruesa capa de plástico protector sobre el suelo—, abriendo la pared entre esta habitación y la cocina. A continuación retiran una hilera de piedras en lo que será el extremo superior de la puerta. Oímos el familiar chink, chink del cincel sobre la piedra, la más vieja canción que existe en la historia de la construcción. Pronto entra en acción la viga de doble T. Ponen cemento y ladrillos para sujetarla en su sitio. Mientras el cemento no esté seco, poco pueden hacer, así que empiezan a levantar el feo suelo de baldosas con palancas.

Hablan y ríen con la misma rapidez con que trabajan. Primo es un poco duro de oído y todos se han acostumbrado a hablar casi a gritos. Hablan así incluso cuando él no está. Son escrupulosamente limpios, y van recogiendo a medida que avanzan en el trabajo: nada de teléfonos enterrados. Franco, con unos ojos negros encendidos y casi animales, es el más fuerte. Aunque es delgado, tiene una fuerza que parece salir más de la voluntad que del músculo. Lo veo levantar una piedra cuadrangular que servía de escalón en la escalera de la parte de atrás. Cuando manifiesto mi sorpresa, él presume un poco y se la carga al hombro. Incluso Emilio, cuyo trabajo es levantar piedras, parece disfrutar de lo que hace. Siempre parece divertido. A pesar del calor, lleva un gorro de lana tan encasquetado que los rizos que sobresalen por debajo se curvan hacia arriba. Debe de tener unos sesenta y cinco años, un poco mayor para ser manovale, «trabajador manual». Me pregunto si también él era muratore antes de perder los dos dedos. Cuando levantan las horrendas baldosas del suelo y una capa de hormigón, debajo descubren un suelo de piedra. Franco arranca parte de esa piedra y debajo descubre una segunda capa de suelo de piedra. «Pietra, sempre pietra», dice, «piedra, siempre piedra».

Es cierto. Las casas, los muros de las terrazas, las murallas de las ciudades, las calles. Planta una rosa y toparás con cuatro o cinco grandes piedras. Los sarcófagos etruscos, con semblanzas de los muertos talladas encima en poses realistas, debieron resultar de la transferencia más natural hacia la muerte que pudieran imaginar. Después de convivir toda la vida con la piedra, ¿por qué no, después de la muerte, convertirse en piedra?

Al día siguiente abren la misma concavidad en la parte superior de la puerta por el lado de la sala de estar. Nos llaman. Primo golpea el extremo de una viga maestra con el cincel. «E completamente marcia, questa trave —golpea la parte expuesta—. Dura, qua». «Está completamente podrida, aunque la parte expuesta es sólida». «Pericoloso!» La pesada viga podría haber cedido, llevándose consigo parte del piso superior. Apuntalan la viga con un cristi mientras Primo toma las medidas y se va a comprar una viga nueva de castaño. Para mediodía, la viga de doble T de ese lado está colocada. No hacen descansos, se toman una hora para comer y regresan al trabajo hasta las cinco.

Para el tercer día han realizado una cantidad sorprendente de trabajo. Esta mañana la vieja viga ha salido con la misma facilidad que un diente suelto. Con largos tablones sujetos mediante cristi a ambos lados de la viga, aseguran el techo de ladrillo, sacan piedras, mueven un poco la viga y la bajan al suelo. La nueva entra con facilidad. Qué construcción tan fabulosamente simple. Encajan piedras alrededor de la viga, y ponen más cemento entre el pequeño espacio que queda entre la viga y el techo. Entre tanto, hay dos hombres cavando y levantando el suelo. Ed, que está trabajando en el huerto al otro lado de la puerta, oye: «Dio maiale!», una extraña maldición que significa Dios-cerdo. Asoma la cabeza y ve que bajo la enorme piedra Emilio está levantando una tercera capa de piedra. Las dos primeras eran de grandes piedras lisas, muy pesadas para acarrearlas hasta fuera; esta capa es más tosca: cantos rodados del tamaño de maletas, algunos aserrados y bien encajados en la tierra. Desde la cocina, oigo gruñidos de espanto cuando las ponen en pie, las sacan haciéndolas rodar por un tablón y las echan fuera. Temo que pronto toparán con agua. Emilio lleva las piedras más pequeñas y la tierra al camino de acceso, donde empieza a formarse una montaña de escombros. Conservaremos las más grandes. Una tiene marcas alargadas. ¿Etruscas? Miro el alfabeto en un libro pero no encuentro nada que pueda relacionarse con estos signos. Tal vez son el esquema de los huertos de algún granjero, o garabatos prehistóricos. Ed limpia con agua la piedra y la miramos de lado. Ahora las marcas tienen perfecto sentido. El cristiano IHS, con una cruz encima, y otra cruz más tosca a un lado. ¿Una lápida? ¿Un antiguo altar? La parte superior de la piedra es plana, y pido a los hombres que la dejen aparte. Podemos utilizarla como pequeña mesa para fuera. Emilio no demuestra interés. «Vecchio», «viejo», dice. Pero insiste en que siempre puede encontrarse algún uso para esas piedras. Pasan la tarde cavando. Los oigo murmurar «Etruschi, etruschi», «etruscos, etruscos». Bajo la tercera capa topan con la roca de la montaña. A estas alturas han descorchado una botella de vino y van dando tragos de vez en cuando.

Come Sisyphus —«como Sísifo», digo yo tratando de bromear.

Esattamente —replica Emilio. En la tercera capa están destapando dinteles y una soglia, un «umbral» en pietra serena, la gran piedra de construcción de la zona. Evidentemente, para construir esta casa se usó la piedra de una casa anterior. Las alinean a lo largo de la pared, admirándose ante la belleza de la roca.

En una de las terrazas tenemos una pila de cotto para el suelo, que salvamos cuando se construyó el nuevo baño y se arregló el balcón. Esperamos recuperar los suficientes para la nueva sala. Ed y yo cogemos los buenos, les quitamos los restos de mortero, los lavamos en una carretilla y los frotamos con estropajos de níquel. Tenemos ciento ochenta y, aunque algunos están demasiado agujereados, pueden aprovecharse en parte. Los hombres siguen cargando piedras. El suelo ha bajado unos sesenta centímetros. El camión blanco maniobra de nuevo por el camino para entregar largas losas de unos 25 x 63 cm, con canales de aire. Se colocan ladrillos normales en diez líneas sobre el suelo levantado y nivelado, en su mayoría lecho de roca de la montaña, que aquí se conoce como piscia, «pis», por las características grietas por las que sale agua. Los ladrillos forman canales de drenaje. Las largas losas se colocan encima. Mezclan el cemento como si fuera la masa del pan: echan la arena en un gran montón en el suelo, hacen un hueco en el medio y empiezan a echar agua y cemento, removiéndolo con una pala. Sobre las losas esparcen membrane, algo parecido a la tela asfáltica, y una rejilla de grueso alambre de acero como refuerzo. Sobre ésta, una nueva capa de cemento. El trabajo de un día, diría yo.

Nos ahorran el escándalo de una hormigonera. Nos reímos al recordar la hormigonera de Alfiero durante el verano del gran muro. Un día mezcló el cemento, trabajó un rato y se fue a toda prisa a otro trabajo. Cuando volvió, le vimos dando puñetazos a la hormigonera: había olvidado el cemento y se había solidificado. Ahora nos reímos de los defectos de otros trabajadores; éstos son una joya.

Han aparecido grietas en el yeso, como las que aparecieron en mi comedor en San Francisco después del terremoto, en la primera y la segunda planta, más o menos por donde están abriendo la puerta. Han caído algunos grandes cascotes. ¿Podría venirse abajo la casa entera? Durante el día, me siento exaltada por el proyecto. Por la noche, tengo los viejos sueños de angustia: tengo que hacer el examen, no tengo el libro azul, no sé cuál es el programa. He perdido el tren en un país extranjero y es de noche. Ed sueña que un autobús cargado de estudiantes llega a la casa; con ellos traen trabajos que hay que corregir antes de mañana. Por la mañana, a las seis, todavía medio dormida, quemo dos veces la tostada.

La pared casi está abierta. Han colocado una tercera viga de acero sobre la abertura, han hecho la columna de ladrillo de soporte por un lado y han estado trabajando en la nueva pared de doble grosor que nos separará de la montaña. Primo examina las baldosas que hemos recuperado. Cuando levanta una, un gran escorpión se escurre desde el interior y él lo aplasta con su martillo y se pone a reír cuando me ve la cara de espanto.

Más tarde, cuando estoy leyendo en mi estudio, veo un pequeño escorpión arrastrándose por el pálido amarillo de la pared. Normalmente, los atrapo con un vaso y los escolto al exterior. Esta vez he dejado que el escorpión siguiera su camino. Desde aquí el golpeteo de los tres albañiles adquiere un ritmo extraño, casi oriental. Hace calor, tanto que me gustaría poder escapar del sol. Estoy leyendo un libro sobre Mussolini. Recaudó los anillos de boda de las mujeres italianas para financiar su guerra en Etiopía, sólo que nunca llegó a fundirlos. Años después, cuando lo atraparon tratando de escapar, todavía tenía un saco de anillos. En la foto se le ve con los ojos desorbitados, el cráneo deformado y sin pelo, la mandíbula rígida. Parece un loco o Casper el fantasma. El chink, chink suena como un gamelán indonesio. En la última foto, aparece colgado cabeza abajo. Al pie dice que una mujer le dio una patada en la cara. Estoy adormecida e imagino a los hombres abajo en un baile indonesio con Il Duce.

La montaña de piedra que hay a ambos lados de la puerta resulta desalentadora. Habrá que empezar a sacarla de ahí. Stanislao, nuestro trabajador polaco, viene al alba. A las seis llega Giorgio, el hijo de Francesco Falco, con su nuevo tractor, listo para trabajar en las terrazas de olivos; su padre lo sigue de cerca, a pie. Como de costumbre, lleva consigo su herramienta cortante, una mezcla entre machete y guadaña, metida por detrás en el cinto. Se prepara para ayudar a Giorgio quitando piedras por donde va a pasar el tractor, apartando ramas y adecentando el suelo. Pero nuestra horca no va bien. «Miren esto.» Pincha algo con la horca y el travesaño gira rápidamente. Golpea el metal con el martillo hasta que se separa del mango, hace girar el mango y los vuelve a unir. Vuelve a pinchar, y esta vez no se mueve de su sitio. La hemos utilizado cien mil veces y no nos habíamos dado cuenta, pero, por supuesto, tiene razón.

—Los viejos italianos lo saben todo —dice Stanislao.

Carretilla tras carretilla, llevamos la piedra a un montón que hay en una de las terrazas de olivos. Yo sólo cojo las pequeñas y las medianas. Ed y Stanislao se pelean con las gigantes. Blandos vídeos de aeróbic, moríos de envidia. ¿Que hay que beber ocho vasos de agua al día? No hay problema, estoy sedienta. En casa, con mis leotardos de color borgoña, arriba, abajo, y uno y dos… pero esto es trabajo versus ejercicio. Encogerse, estirarse…, es fácil cuando estás despejando el lado de una colina. Sea como sea, este trabajo me deja extenuada y me gusta terriblemente. Después de tres horas, hemos trasladado un cuarto de las piedras. Madonna serpente! La de horas que nos quedan todavía… y eso que las piedras más grandes están en otro montón. La suciedad y el sudor se me escurren por los brazos. Los hombres se han quitado las camisetas, huelen. Tengo el pelo mojado y lleno de polvo. Ed se ha hecho sangre en una pierna. Oigo a Francesco hablando a los olivos unas terrazas más arriba. El tractor de Giorgio se ladea peligrosamente en una de las terrazas más estrechas, pero es demasiado hábil para caer rodando colina abajo. Pienso en el largo y reconfortante baño que voy a tomar. Stanislao empieza a tararear Misty. Una piedra que no pueden mover tiene la forma de la enorme cabeza de un caballo romano. Cojo el cincel y empiezo a hacer los ojos y las crines. El sol cae en grandes riostras sobre el valle. Primo no nos ha visto haciendo el trabajo realmente duro, pero aun así les grita a sus hombres. Ha trabajado en muchas restauraciones. El padrone extranjero, dice, se limita a mirar. Y se pone las manos en las caderas con los labios fruncidos. Y por lo que se refiere a una mujer trabajando de esa forma…, levanta las manos al cielo. Más tarde, oigo a Stanislao maldecir, «Madonna sassi», «Madonna-piedras», pero enseguida vuelve a su canción… «It’s cherry pink and apple blossom white when you’re in love…» Los hombres bajan y tomamos una cerveza junto al muro. Mira lo que hemos hecho. ¡Es tan divertido!

El camión blanco está aquí, ha venido a traer tierra para el yeso —ya están acabando— y llevarse parte de los escombros. Los tres trabajadores hablan a gritos sobre los partidos de la copa del mundo de fútbol que se están celebrando en Estados Unidos, sobre ravioli con salvia, sobre lo que se tarda en llegar a Arezzo. Treinta minutos. Estás loco, veinte.

Claudio, el electricista, llega para cambiar la caótica instalación que de alguna forma suministra electricidad a esta parte de la casa. Ha traído a su hijo Roberto, que tiene catorce años. El chico tiene unas prominentes cejas unidas en una línea continua y unos ojos almendrados bizantinos que parecen seguirte adonde vayas. Le interesan los idiomas, explica su padre, pero como tiene que aprender un oficio, está intentando enseñarle este verano. El chico se apoya con indolencia contra la pared, listo para ir pasándole las herramientas a su padre. Cuando su padre sale a buscar material al camión, coge el periódico inglés que protege el suelo de la pintura y lo examina.

Hay que abrir regatas para los cables antes de enyesar. El fontanero tendrá que cambiar de sitio el radiador que pusimos aquí cuando se instaló la calefacción. He cambiado de opinión sobre el lugar donde quiero colocarlo.

¡Cuánto movimiento! Si no hubieran perdido tantos días levantando los diferentes niveles del suelo, el grueso del trabajo ya estaría hecho. Los polacos, que han estado en Italia trabajando en los campos de tabaco, han vuelto a su país. Sólo Stanislao sigue aquí. ¿Quién moverá esas enormes piedras? Antes de irse, los albañiles nos enseñan un bonito y elaborado montón de hierbas y ramitas que encontraron en el interior de la pared, un nido di topi, que suena mucho mejor que un nido de ratas.

Ahora están arrojando, literalmente, la base para el yeso. La arrojan con la paleta para que se pegue a la pared, luego la alisan. Primo trajo viejo cotto para el suelo. Entre el suyo y el nuestro tendremos suficiente. El suelo va lo último, así que deduzco que están acabando. Luego vendrá lo más divertido: es difícil pensar en el mobiliario cuando la habitación parece un lugar gris y solitario de confinamiento. El primer ruido de máquina que oímos en todo el proyecto, ¡qué alegría! El hijo del electricista, algo vacilante, ataca las paredes con una taladradora, haciendo las regatas para los cables. El electricista se ha ido después de recibir una descarga cuando tocó uno de los cables deshilachados. Seguro que estos cables están entre los peores que ha visto en su vida.

El fontanero que instaló el nuevo baño y la calefacción nos envía a dos de sus ayudantes para que cambien de sitio los tubos que desconectaron la semana pasada. También ellos son extremadamente jóvenes. Recuerdo que los jóvenes que no van a seguir los estudios salen de la escuela a los quince años. Los dos son rollizos y silenciosos, pero la sonrisa les va de oreja a oreja. Espero que sepan lo que hacen. Todos hablan a la vez, casi siempre a gritos.

¿Tardarán? Al final de cada día, Ed y yo cogemos unas sillas y nos sentamos en la nueva habitación, intentando imaginar que pronto podremos tomar café allí, sentados tal vez en un confidente de lino azul con un viejo espejo colgado frente a él, oyendo música y discutiendo nuestro próximo proyecto…

Como la primera capa de yeso tiene que secarse, sólo ha venido Emilio, y está arrancando el yeso de la escalera de atrás, llevándose carretadas de humeantes escombros a la montaña de cascotes.

El electricista no puede terminar hasta que el enyesado esté hecho. Ahora comprendo la comodidad de colocar paneles de madera sobre las paredes. Enyesar es un trabajo muy pesado. De todos modos, es divertido observar el proceso, que apenas ha cambiado desde que los egipcios embadurnaban las tumbas. Los aprendices del fontanero no cortaron los tubos de la calefacción hasta donde debieran y tenemos que avisar para que vengan. Para distraernos, vamos a Passignano y comemos una pizza junto al lago. ¡Cinco días! Añoro los días de dolce far niente, «dulce no hacer nada», porque dentro de siete semanas debo volver a mi país. Oigo la primera cigarra, su parloteo estridente, que nos avisa de que la parte más fuerte del verano está aquí. «Suena como un pato acelerado», dice Ed.

Sábado, un día abrasador. Stanislao trae a Zeno, que ha llegado hace poco de Polonia. Prescinden de las camisetas enseguida. Están acostumbrados al calor; los dos trabajan colocando tuberías de metano durante la semana. En menos de tres horas, han acarreado una tonelada de piedra. Hemos dejado aparte las piedras planas para usarlas en pequeños senderos y para formar largos cuadrados de piedra alrededor de cada una de las puertas frontales a modo de protección. Después de comer se ponen a cavar, colocan una base de arena, recortando y encajando cada piedra, rellenan los huecos con tierra. Arrancan fácilmente los endebles semicírculos que hicimos el año pasado con piedras que encontramos en el campo. Las piedras que eligen ellos son grandes como almohadas.

Estoy quitando malezas cuando rozo unas ortigas con el brazo. Son unas plantas terribles. Las hojas vellosas desprenden un ácido irritante al más ligero contacto y enseguida siento el picor. Es curioso que las pequeñas queden tan bien con el risotto. Corro a la casa y me restriego la zona con desinfectante, pero siento un fuerte hormigueo en los brazos, como si tuviera gusanos corriéndome de arriba abajo. Después de comer, decido tomar un baño, me pongo mi vestido de lino rosa y me siento en el balcón mientras abren las tiendas. Ya he trabajado bastante. Me siento relajada y paso una agradable tarde hojeando un libro de cocina y contemplando a una lagartija que parece absorta en un desfile de hormigas. Es una soberbia y pequeña criatura de un verde encendido y negro con patas diestras e intrincadas, una garganta que palpita y una cabeza inquisitiva que se mueve súbitamente a un lado y a otro. Me encantaría que pasara arrastrándose sobre mi libro para poder verla mejor, pero al mínimo movimiento que hago se aleja rápidamente. Luego vuelve para seguir mirando las hormigas. Y las hormigas, ¿qué estarán haciendo?

En la ciudad, me compro un vestido de algodón blanco, unos pantalones y una camisa de lino azules, leche corporal un poco cara, esmalte de uñas rosa, una botella de buen vino. Cuando vuelvo a casa, Ed se está duchando. Los polacos han pasado la manguera sobre la rama de un árbol y abren la boca para que caiga un pequeño chorro. Veo que se quitan la ropa para asearse antes de cambiarse. Las cuatro puertas están ahora protegidas por perfectas entradas de piedra.

Franco empieza a alisar la capa definitiva de yeso. El dueño de la compañía de fontanería Santi Cannoni llega vestido con unos pantalones cortos azules para inspeccionar el trabajo que han hecho sus chicos. Lo conocemos desde que su compañía nos instaló la calefacción central… pero sólo lo habíamos visto vestido del todo. Parece como si se hubiera olvidado los pantalones. Mis ojos van constantemente a sus piernas lampiñas y blancas, tan chocantes bajo su camisa bien planchada, su rostro distinguido y bronceado y el pelo canoso y repeinado. Los calcetines negros de seda y los mocasines fomentan esa impresión de obscena desnudez. Desde que sus chicos cambiaron el radiador de sitio, el que hay en la habitación de al lado ha empezado a gotear.

Francesco y Beppe llegan en el Ape con sus desbrozadoras, dispuestos a masacrar escaramujos y malas hierbas. Beppe habla con claridad y nos entendemos mejor, sobre todo porque Francesco sigue negándose a ponerse la dentadura. Le encanta hablar, así es que se pone muy furioso cuando Beppe traduce sus palabras. Y claro, inevitablemente, cuando Beppe ve que no entendemos, traduce. Francesco empieza a llamar a Beppe «maestro» con sarcasmo. Se ponen a discutir sobre las herramientas de Ed, si hay que afilarlas o cambiarlas, sobre los rodrigones de las piedras de las parras, si es mejor que sean de acero o de madera. Cuando Beppe está de espaldas, Francesco sacude la cabeza levantando los ojos al cielo: ¡Habrase visto idiota! A espaldas de Francesco, Beppe hace otro tanto.

Llega un cargamento de tierra para el suelo, pero Primo dice que sus viejas baldosas no son del mismo tamaño que las nuestras y que tenemos que encontrar otras cincuenta antes de empezar a ponerlas.

Piano, piano, la consigna en trabajos de restauración, «poco a poco».

Más yeso. La mezcla parece helado gris. Franco dice que él vive en una casa muy pequeña y no necesita más; en las casas grandes cuando no hay un problema, hay otro. Tapa las grietas que aparecieron en los pisos de arriba cuando se quitaron las piedras de la sala de estar, y le pido que rompa el yeso y mire qué sostiene las puertas que Benito abrió. Se encuentra con las largas piedras originarias. No hay rastro de las vigas de doble T de acero que tenía que colocar. Franco dice que no nos preocupemos, la piedra sirve lo mismo en una puerta de tamaño normal.

A mí las paredes me parecen lo bastante secas, pero a ellos no. Otro día perdido. Estamos ansiosos por entrar y limpiar las paredes, barnizar las vigas, frotar y pintar el techo de ladrillo. Estamos listos, más que listos, para empezar. Hemos enviado cuatro sillas al tapicero con unos metros de lino a cuadros azules y blancos que me mandó mi hermana para dos de ellas y una tela de algodón a rayas amarillas y azules que encontré en Anghiari para las otras dos. Hemos encargado el confidente azul y otros dos asientos cómodos. El compacto ha estado en una pila de cajas y libros, las sillas y la estantería esperan en otras habitaciones. ¿Es que esto no se va a acabar nunca?

Durante el Renacimiento, era costumbre abrir a Virgilio al azar y colocar el dedo sobre una línea que supuestamente te aclaraba el futuro o respondía a una pregunta candente. En el Sur de Estados Unidos hacíamos lo mismo, pero con la Biblia. La gente siempre ha buscado la forma de encontrar revelaciones: la aruspicina de los etruscos, ver augurios en el hígado de animales sacrificados, no resulta más extraña que buscar presagios en el vuelo de los pájaros o en excrementos de animales, como hacían los griegos. Abro el libro de Virgilio y señalo al azar con el dedo. «Los años se lo llevan todo, incluso el propio valor.» No es muy alentador.

Toscana es una tierra árida en verano, pero este año todo está verdísimo. Desde el balcón las terrazas parecen ondear colina abajo. No tiene sentido moverse hoy. Bajo el hiriente sol, estoy leyendo sobre santos. Me fascina sobre todo Giuliana Falconieri, quien, en el lecho de muerte, pidió que le pusieran la hostia sobre el pecho. Se fundió con su corazón y desapareció. Un faisán está picoteando entre mis lechugas. Leo después sobre Colomba, que sólo comía hostias y luego las vomitaba en una canasta que guardaba bajo la cama. Y la encantadora Verónica, que se comió cinco pepitas de naranja en memoria de las cinco heridas de Cristo. Ed sube enormes bocadillos y té helado con un poco de zumo de melocotón. Cada vez me fascinan más las santas, su política de negación. Tal vez sea un correctivo por la voluptuosidad de la vida en Italia. Siempre hay un misterio en torno a la súbita atracción por un tema. ¿Por qué de pronto se descubre uno llevando cuatro libros sobre huracanes a casa, o las óperas de Mozart? Más adelante, mucho más adelante a veces, la razón emerge. ¿Qué sacaré en claro de la vida de estas extrañas mujeres?

Primo llega con más baldosas viejas y Fabio se pone a limpiarlas. Está trabajando a pesar de su dolor de muelas y nos muestra la parte inferior izquierda de su boca, que se está pudriendo. Me muerdo el labio para no demostrar mi horror. Le van a arrancar cuatro muelas la semana que viene, todas a la vez.

Las herramientas que Primo utiliza para tender el suelo son algo de cuerda y un largo nivel. Trabaja con seguridad y rapidez; sabe instintivamente dónde golpear, qué encaja en cada lugar. Después de sacar todas las piedras, el suelo entre las dos habitaciones es casi uniforme; Primo hace una pequeña elevación en la puerta que apenas se nota. Empiezan a apisonar y nivelar. Fabio corta baldosas con una alta sierra circular despidiendo un polvillo rojo. Tiene los brazos de color ladrillo hasta el codo. Poner baldosas parece divertido. Pronto el suelo está puesto, con el mismo patrón en forma de L de la otra habitación.

Llegan invitados, a pesar de las pilas de lámparas, cestas y libros cubiertos con plástico de la entrada, y los muebles de la sala de estar que están repartidos por toda la casa. Simone, una compañera de trabajo de Ed, celebra su doctorado con un viaje a Grecia, y Barbara, una antigua estudiante que está terminando dos años de voluntariado en Polonia con el Cuerpo de Paz, va de camino hacia África. Supongo que Italia siempre ha sido un cruce de caminos. Los peregrinos que iban a Tierra Santa pasaban rodeando el lago Trasimeno en la Edad Media. Peregrinos más modernos de todas las clases atraviesan Italia. Nuestra casa es un buen lugar para reposar unos días. Madeline, una amiga italiana, y su marido, John, de San Francisco, vienen a comer.

Intentamos repartirnos entre los invitados y las decisiones sobre la obra. ¡Hoy terminan! La comida llega justo en el momento preciso para una doble celebración. Encargamos crespelle en el local de Vittorio, que hace pasta fresca en la ciudad. Sus crepés son exquisitos. Aunque sólo somos seis, hemos encargado una docena de crepés de tartufo «trufa», otra de crepés de pesto y otra de nuestro favorito, piselli e prosciutto «guisantes y jamón curado». Antes de eso, caprese (ensalada de tomate, mozzarella y albahaca aliñada con aceite) y una fuente con olivas, quesos, panes y lonchas de varios salamis locales. El jaramago de la otra ensalada lo cogemos del jardín. El vino que compramos en Trerose, un chardonnay llamado Salterio, debe de ser el mejor que he probado en Italia. Muchos chardonnays, especialmente los de California, son demasiado espesos para mi paladar. Éste tiene un sabor duro, ligeramente a melocotón, con sólo un leve toque de roble.

La larga mesa que hay bajo los árboles se viste con un mantel de lino amarillo a cuadros y una cesta de retama del color del sol. Ofrecemos vino a los trabajadores, pero no, están en las últimas horas de trabajo. Han esparcido cemento sobre el suelo para rellenar las estrechas ranuras que quedan entre las baldosas. Para recoger, friegan el suelo, esparcen serrín y luego barren. Construyen dos columnas contra la parte exterior de la pared para la pila de piedra que descubrimos. Estos dos años ha estado guardada en la vieja cocina. Primo llama a Ed para que le ayude a mover la monstruosa piedra. Dos hombres la acarrean por la terraza y suben con ella los tres escalones hasta la zona sombreada donde estamos comiendo. John, nuestro invitado, se levanta para ayudar. Cinco hombres para levantarla. «Novanta chili, forse cento», dice Primo.

La pila pesa unos noventa kilos. Después de esto, cargan sus cristi, sus herramientas y ya está… La habitación está acabada. Primo se queda para hacer algunos arreglos.

Coge un cubo de cemento y tapa pequeñas grietas en la pared, luego sube al piso de arriba a asegurar algunas losas sueltas del suelo.

¿No se reduce todo al final a una imagen poética…, una imagen que engloba una entera experiencia en una sola pincelada?

Hoy no se acaba sólo este proyecto, sino que es la culminación de las obras de restauración que se han prolongado durante estos tres años. Estamos con nuestros invitados en el cenador, como yo imaginaba. Voy a la cocina y dispongo una selección de quesos locales sobre hojas de parra. Estoy resplandeciente y exaltada con mi vestido de lino blanco, con sus mangas cortas que sobresalen como pequeñas alas. Oigo a Primo rascando el suelo en el piso de arriba. Levanto la cabeza para mirar. Primo ha levantado dos baldosas y hay un agujero en el techo. Cuando vuelvo a concentrarme en mi bandeja de quesos, Primo vuelca accidentalmente el cubo de cemento y ¡me cae todo en la cabeza! ¡Mi pelo, mi vestido, el queso, mis brazos, el suelo! Dirijo la vista hacia arriba y lo veo mirando por el agujero con cara de horror, como un querubín en un fresco.

No he perdido por completo el sentido del humor. Salgo afuera y voy hasta la mesa cubierta de cemento. Después de las caras de sorpresa, todos se ponen a reír. Primo viene corriendo, golpeándose la frente con la palma de la mano.

Los invitados recogen mientras yo me ducho. Cuando bajo, están todos sentados al sol en el muro, también Primo. Ed le está preguntando por la intervención bucal que tenían que practicarle a Fabio. Sólo ha faltado dos días al trabajo, y en un mes tendrá dientes nuevos. Ahora sí que Primo nos acompañará en un brindis. Los invitados brindan por un bonito día y por la finalización del proyecto. Ed y yo, que hemos estado literalmente sumergidos en esta restauración, levantamos nuestros vasos. Primo se limita a pasarlo bien. Se pone a contar la historia de su propia dentadura y nos muestra los grandes huecos que hay en su boca. Hace cinco años tenía unos dolores de muelas tan fuertes —se agarra la cabeza con las manos y se dobla quejándose— que él mismo se sacó las muelas con unos alicates. «Via, via», grita, indicando que los dientes van fuera de la boca. De alguna manera, via suena más enfático que «fuera».

No quiero que se vaya. Es una persona encantadora y ha sido tan cuidadoso como un muratore. El trabajo es impecable, y sorprendentemente razonable. ¡Sí, quiero que se vaya! Este proyecto tenía que ocupar cinco días de trabajo; hoy hace el día veintiuno. Por supuesto, era imposible predecir los tres niveles del suelo y la viga podrida. Volverá el verano próximo: cambiará las baldosas del baño de las mariposas y reorientará las piedras de la despensa. Carga su carretilla en el Ape. Eso son pequeños proyectos, «cinque giorni, signori», «cinco días»…