Capítulo 15

Un paseo de rosas

En las diez horas que paso sentada en mi asiento de pasillo, de camino a París, leo con intensa concentración una historia sobre poesía francesa experimental, la revista de la compañía aérea e incluso el manual de emergencia. Han sido tantas las crisis que he tenido que soportar en el trabajo antes de salir de San Francisco a finales de mayo, que lo único que quería era que me metieran en el avión en una camilla, envuelta en sábanas blancas, que me pusieran aparte del resto del pasaje y la azafata asomara de vez en cuando la cabeza por las cortinillas con una taza de leche caliente… o un martini color zafiro. Me voy una semana antes de que Ed termine sus clases, escapo, en realidad, en el primer avión que sale el día después de la graduación.

Tras una breve espera en Charles de Gaulle, tomo un vuelo de la compañía Alitalia. El piloto no ha perdido el tiempo y ha subido enseguida. Un conductor italiano, pienso, seguro que es un conductor italiano; de pronto sentí vértigo. ¿Estaría tratando de adelantar a alguien? Luego empezó a bajar, casi en picado, hacia el aeropuerto de Pisa. Nadie parecía alarmado, así es que procuré respirar con tranquilidad y traté de sujetar el avión cogiéndome a los brazos del asiento.

Pasaré una noche aquí. Si hubiéramos llegado con retraso, la perspectiva de hacer transbordo en Florencia me habría resultado agotadora. Me inscribo en un hotel y me siento preparada para pasear. La hora de la passeggiata. Veo montones de gente que se reúne, va de visita, de paseo, hace recados. La torre sigue inclinándose, los turistas siguen haciéndose fotos junto a ella, inclinándose también ellos a un lado o a otro. Las casas de colores pastel y ocre siguen curvándose a lo largo del río como en una acuarela. Mujeres con la cesta de la compra se apiñan en la olorosa panadería. Es maravilloso llegar sola a un país extranjero y sentir el asalto de la diferencia. Los italianos siguen aquí, ocupados en vivir; ni hablan ni tienen el mismo aspecto que yo. El ritmo de sus días es diferente; soy una completa extraña. Ceno en la terraza de un restaurante de una piazza. Ravioli, pollo asado, judías verdes, ensalada, y media garrafa de un vino tinto local. Luego mi exaltación se desvanece y sobre mí se abate una deliciosa sensación de cansancio. Después de un baño rejuvenecedor con todas las burbujas del hotel, duermo diez horas seguidas.

La primera mañana, el tren me lleva a través de campos cubiertos de rojas amapolas, bosquecillos de olivos y los ya familiares pueblos de piedra. Almiares, monjas de blanco en filas de a cuatro, sábanas que cuelgan de las ventanas, rediles, adelfa, ¡Italia! Miro por la ventanilla todo el camino. A medida que nos acercamos a Florencia, empiezo a preocuparme por si golpeo mi nuevo ordenador portátil mientras intento maniobrar con el bolso. La mayoría de la ropa de verano está ya en la casa, así que viajo ligera de equipaje. Aun así, me siento como un animal de carga, con la bolsa de mano, el ordenador y la bolsa de viaje. De todos modos, siempre me gusta bajar en la estación de Florencia, me trae a la memoria mi primer viaje a Italia hace casi veinticinco años, el exótico sonido del altavoz anunciando la llegada del tren de Roma por el binario undici y la salida hacia Milán por el binario uno, el olor grasiento de los trenes, la gente que viaja a otros lugares.

Afortunadamente, el tren está casi vacío y no tengo problemas para acomodar mis bultos. A medio camino de casa (casa me he dicho a mí misma), pasa un carrito con bocadillos y bebidas. El tren no para en Camucia, así que bajo en Terontola, a unos dieciséis kilómetros, y llamo a un taxi.

Quince minutos después llega un taxi. Cuando ya estoy dentro, un segundo taxi para junto a nosotros y el conductor se pone a gritar y a gesticular. Había dado por sentado que el taxi que llegó era el que yo había llamado, pero no, pasaba por casualidad. No quiere renunciar a la tarifa. Le digo que yo había llamado a ese otro taxi, pero el hombre arranca. El otro golpea la puerta gritando más fuerte, estaba comiendo, ha venido expresamente por la americana, él también tiene que ganarse el pan. La saliva se acumula en las comisuras de su boca y temo que vaya a escupir. «Basta, por favor, tengo que ir con él. Lo siento mucho.» El hombre gruñe, aporrea los frenos con el pie, tira mi bolsa al suelo. Me subo al otro taxi. Se encuentran cara a cara, hablando los dos a la vez, con las mandíbulas y los puños temblando. De pronto se reconcilian y se estrechan las manos, sonriendo. El taxista desairado se acerca sonriendo y me desea buen viaje.

Cuando llego, hace un par de semanas que están en la casa mi hermana, mi sobrino y unos amigos suyos. Mi hermana ha llenado los tiestos de geranios blancos y rosados. Por el olor a hierba recién cortada sé que Beppe ha podado el césped esta mañana. A pesar de la severa poda que hice en diciembre, las rosas que plantamos el verano pasado están tan altas como yo. Tienen muchísimas flores: de color albaricoque, blanco, rosa, amarillo. Cientos de mariposas revolotean entre la lavanda. En la casa hay jarrones con azucenas doradas, margaritas y flores silvestres. Todo está limpio y rebosante de vida. Mi hermana tiene incluso un tiesto con albahaca fuera de la cocina.

Hoy han salido a pasar el día en Florencia, de modo que puedo sacar la maleta de debajo de la cama y airear mi ropa de verano. Hay otras cinco personas en la casa, así es que dormiré en mi estudio por unos días. Preparo la estrecha cama con sábanas amarillas, instalo el ordenador en mi mesa de travertino, abro las ventanas… Estoy aquí.

Más tarde, busco mis botas y salgo a caminar por las terrazas. Beppe y Francesco han cortado las malas hierbas. Una vez más, he perdido la batalla de las flores silvestres.

En su celo por despejar, no se han parado ante nada, ni siquiera ante el escaramujo (las rosas que yo conozco con el nombre de cherokee). Las amapolas, los claveles silvestres, una flor blanca como de pelusilla y un montón de flores amarillas sólo sobreviven en los márgenes de las terrazas. La buena noticia son los olivos. En marzo, plantaron treinta en los huecos que quedaban en las terrazas, aumentando el número de árboles a ciento cincuenta. Ya están floreciendo. Pedimos que trajeran árboles más grandes que los diez que Ed plantó el año pasado; crecen deprisa, así que nos gustaría estar aquí cuando llegue el momento de la cosecha para producir un poco de aceite. Beppe y Francesco han apuntalado cada nuevo árbol con rodrigones y han colocado una masa de hierbas entre rodrigón y tronco para evitar roces. Ed sabía que había que cavar un gran hoyo para cada árbol, pero no que había que cavarlo tan grande y hondo. Beppe dice que los árboles nuevos necesitan un gran polmone, un «pulmón». Alrededor de cada uno, han cavado una circunferencia de unos doce metros. También han plantado dos cerezos, para acompañar los dos que Ed plantó la primavera pasada.

Durante una semana, cocinamos, recorremos Arezzo y Perugia, paseamos, compramos fulares y sábanas en el mercadillo de Camucia, y nos ponemos al día sobre los asuntos familiares. Ed llega a tiempo para la cena de despedida, con generosos vasos de varios Brunello que mi sobrino compró en Montalcino. Luego recogen sus cosas, empaquetan y empaquetan (hay tantas cosas que comprar aquí…) y se van.

Han disfrutado de un cálido mes de mayo; ahora empieza a llover. Las rosas se inclinan y se mecen al viento. Corremos afuera con las palas para asegurarlas y nos ponemos chorreando. Ed cava, mientras yo corto las flores muertas y algunas de las ramas más talludas, y pongo fertilizante, aunque me temo que eso no hará más que fomentar el modelo de Juanito y las habichuelas mágicas. Corto un manojo de rosas blancas que crecen en un ramo. Dentro, planchamos nuestra ropa, reorganizamos lo que otros han acomodado a sus gustos. Todo vuelve rápidamente a su sitio. Parece tan lejos aquel día de junio, cuando llegué y me encontré con escalas, trabajadores, tuberías, cables, escombros y polvo por todas partes. Ahora empezamos a vivir.

Para las noches lluviosas: una olla de minestrone. Vamos a la ciudad dando un paseo por la calzada romana y compramos queso, jaramago, café. Las cerezas de Maria Rita son las mejores; consumimos un kilo diario. Ha valido la pena quitar tantos tocones y tantas piedras, tanto desbrozar malezas. Ahora despejar la tierra es más fácil. No saltan tantas piedras cuando la desbrozadora arrasa las malas hierbas. ¿Cuántas piedras habremos sacado de la tierra? ¿Suficientes para construir una casa? Por las noches, el parpadeo de las luciérnagas en las terrazas. Cucos en los suaves y azules amaneceres (¿De verdad no dicen whoocoo?). Un tímido pájaro que canta «Sweet, sweet», tan dulce… Abubillas vestidas con su exótico plumaje sin otra cosa que hacer que picotear entre la tierra. Largos días escuchando el canto de los pájaros en lugar del sonido del teléfono.

Plantamos más rosas. En esta zona de Toscana florecen de modo espectacular. En casi cada jardín hay una cantidad desbordante de rosas. Elegimos una Paul Neyron, con pétalos arrugados de un rosa encendido, como tutús, y un increíble aroma cítrico. Tengo que conseguir un par de las llamadas Donna Marella Agnelli, de un rosa suave y del tamaño de pelotas de tenis. Su perfume me recuerda los abrazos de una amiga de mi abuela llamada Delia. Delia llevaba inmensos sombreros y era cleptómana, aunque nadie la acusaba nunca porque su marido no hubiera podido soportar la vergüenza. Cuando el hombre veía algún objeto nuevo en la casa, volvía a la tienda de donde imaginaba que había salido y decía: «Mi esposa olvidó pagar esto… Salió de la tienda con él en la mano y no se acordó hasta anoche. ¿Cuánto le debo?» Tal vez su perfume de rosa era robado.

«No plantes rosas Peace —me aconseja una amiga y gran conocedora de las rosas—, son tan típicas…» Pero no sólo son deslumbrantes, sus tonos vainilla, melocotón y rosado reproducen los colores de la casa. Deben formar parte de este jardín. Planto varias. Las rosas naranja dorado del año pasado adquieren un tamaño escandaloso, y sus colores impetuosos contribuyen a su hermosa vulgaridad. Ahora tenemos una hilera de rosales, separados entre sí con matas de lavanda, a lo largo del paseo que lleva a la casa. Cuando camino hacia la casa, resulta imposible no aspirar profundamente los diferentes perfumes y sentir una infusión de felicidad.

Todavía se conserva la parte de la vieja pérgola de hierro que quedaba junto a los escalones que suben a la terraza frontal. El jazmín que plantamos hace dos años se encarama por las barras de hierro, también por el pasamanos de los escalones. Decidimos plantar otra hilera de rosales al otro lado del paseo y construir otra pérgola en el extremo opuesto, el que queda junto a la casa. Esto restaura la vieja impresión que nos produjo la casa la primera vez que la vimos, pero nos permite conservar el amplio paseo descubierto en vez de ocultarlo nuevamente bajo la pérgola. Dos de las rosas que elegimos —una de un rosa lechoso y la otra de un rojo aterciopelado— se llaman Queen Elizabeth y Abe Lincoln. Es agradable pensar en esas dos fuerzas mano a mano. Mis favoritas son las que empiezan con un color y al abrirse adquieren otro. La gioia, alegría, tiene el capullo nacarado, pero cuando se abre se torna de un amarillo paja, con los bordes rosados y algunos pétalos surcados de venillas del mismo rosado. Plantamos más rosas de color albaricoque, otra de amarillo semáforo, una Pompidou y una a la que se da el nombre del papa Juan XXIII. Cuántas grandes personalidades florecen en nuestro jardín. No puedo resistirme al encanto de una de un tono lila ahumado y aspecto decadente que parece perfecta para acompañar la mano de un muerto en un ataúd.

Visitamos a un fabbro, un «herrero», al otro lado del río en Camucia. Sus dos hijos se acercan cuando hablamos con su padre. Es una oportunidad inmejorable para ver a raros extranjeros de cerca. Uno de ellos, de unos doce años, tiene unos ojos verdes fríos y misteriosos. Es ágil y moreno. No puedo evitar mirarle. Sólo le falta la piel de cabra y la flauta. El fabbro también tiene los ojos verdes, pero son más directos. Éste es el quinto o sexto taller de fabbri que visito. Este trabajo artesanal atrae a hombres particularmente pasionales. El taller está abierto por un lado, de modo que no tiene la atmósfera hollinosa de la mayoría. Nos muestra sus cubiertas para pozos y otros útiles prácticos. Pienso en el fabbro concentrado al que acudimos la primera vez, que ha muerto de cáncer de estómago, cómo deambulaba por su mundo en su oscuro taller, cómo recorría con sus dedos el sinuoso soporte de una antorcha y los arcaicos bastones con cabezas de animales. Nuestra verja sigue meciéndose libremente; nos hemos acostumbrado ya a su color oxidado y a sus balanceos. El fabbro de ojos verdes nos enseña su casa y su jardín. Tal vez su hijo fauno pronto le siga en su profesión.

Algunas cosas son tan fáciles… Cavamos unos hoyos, fijamos las barras de hierro, llenamos los hoyos de cemento y ya está. Elegimos una rosa rosa trepadora («¿Cómo se llama?» «No se llama de ninguna manera, signora, es una rosa y nada más. Bella, non?») para cada lado.

He tenido diferentes jardines, pero nunca he plantado rosas. Cuando yo era niña, mi padre ajardinó los alrededores del molino de algodón que dirigía para mi abuelo. Con una determinación sorprendente, plantó miles de rosas, todas de la misma variedad. L’étoile de Hollande, una enérgica rosa roja, ésa es la flor de mi padre. Por decirlo con suavidad, era un hombre difícil, y, para acabar de complicarlo, murió a los cuarenta y siete años. Hasta que murió, la casa siempre estaba llena de rosas, en grandes jarrones, cuencos de cristal, pequeños jarrones de cuello estrecho para una única flor… Las había en cada superficie disponible. Nunca se veían feas porque tenía a alguien que cortaba rosas frescas cada día durante la temporada de flor. Me lo imagino a mediodía entrando por la puerta de atrás con su traje de lino beige, indiferente al calor. En sus brazos lleva un montón de capullos muy rojos liados en papel de periódico, como si fueran un bebé. «¿Has visto esto? —y se los entrega a Willie Bell, que ya está esperando con las tijeras y los jarrones. Vuelve su sombrero de panamá entre las yemas de los dedos—. ¿Quién necesita un cielo?»

En mis jardines he plantado hierbas, amapolas de Islandia, fucsias, pensamientos, claveles. Ahora estoy enamorada de las rosas y hay la suficiente hierba para que pueda caminar descalza por las mañanas sobre el rocío y cortar una rosa y un manojo de lavanda para mi escritorio. El recuerdo vuelve de nuevo: en el molino mi padre siempre tenía una única rosa en su escritorio. Me doy cuenta de que sólo he plantado una rosa roja. Conforme el sol de la mañana se enciende, la fragancia de las dos flores se intensifica.

Ahora que hay tantas cosas terminadas, podemos empezar a saborear el futuro. Llegará un día en que sólo tendremos que cuidar el jardín, mantener la casa (sorprendentemente, por dentro, algunas de las ventanas necesitan retoques), pulir. Tenemos una lista de proyectos agradables, como senderos de piedra, un fresco en la pared de la cocina, viajes a la región de Marche a la caza de antigüedades, un horno de pan para afuera. Y otra lista de proyectos menos gloriosos: estudiar el sistema séptico, que despide un tremendo olor a nabo cuando hay mucha gente en la casa; limpiar y reorientar las paredes de la despensa; reconstruir secciones de algunos muros de piedra que se han derrumbado en las terrazas; poner baldosas nuevas en el baño de las mariposas. En otro tiempo éstos hubieran parecido grandes proyectos, ahora son sólo parte de una lista. Y sin embargo, no está lejos el día en que tendremos un profesor particular de italiano, en que llevaremos nuestra guía de flores silvestres en largos paseos, viajaremos a Véneto, Cerdeña y Apulia, o incluso tomaremos un barco desde Brindisi o Venecia a Grecia. ¡Venecia, donde tan próximo se percibe ya el destello de Oriente!

Pero ese momento aún no ha llegado; el último gran proyecto se está ya perfilando.