Un mundo flotante: Una temporada de invierno
Hay algo tan inevitable como el parto que llega siempre con las Navidades. Siento la necesidad de cocinar. Añoro terriblemente las galletas en forma de estrella, los helados de mandarina, los pasteles de caramelo, cosas en las que no pienso durante el resto del año. E incluso cuando me prometo que me complicaré lo menos posible, acabo haciendo los terribles jetties de Martha Washington que mi madre hacía cada año en el porche de atrás. Hay que hacerlos en un sitio fresco porque la crema, el azúcar y las bolitas de fondant de pacana tienen que sumergirse pinchadas en un palillo en un baño de chocolate y hay que esperar a que el chocolate solidifique un poco antes de colocarlas en la bandeja con papel encerado. Evidentemente, el chocolate de la fuente se endurece con frecuencia y hay que ir una y otra vez a la cocina para recalentarlo. Mi madre preparaba jetties y más jetties porque sus amigas los esperaban impacientes. Todos decíamos encontrarlos demasiado empalagosos, pero comíamos y comíamos hasta que nos dolían los dientes. Aún conservo la jarra de cristal tallado en la que pasaban su breve existencia.
El otro clásico eran las pacanas asadas con mantequilla y sal; las arterias se me tensan sólo de pensarlo: las comíamos de medio kilo en medio kilo. No hay Navidad que pueda prescindir de ellas, aunque suelo dar la mayoría a los amigos y guardo sólo una pequeña lata para la casa. Para los invitados, claro.
Este año, no hay jetties. Pero tendremos que aprovechar nuestra cosecha de almendras, así que las almendras asadas parecen inevitables. Con este tiempo es indispensable la marmita de sopa roja. Para la llegada de Ashley y Jess estoy preparando la olla grande de ribollita, una sopa para el final de un día de trabajo en el campo o, así me lo parece, para después de un viaje desde Nueva York. «Recalentada» es una traducción poco atractiva y, evidentemente, es como tantos otros platos de la cocina campesina, una sopa fruto de la necesidad: judías, verduras y mendrugos de pan.
Las comidas del invierno han hecho que comprenda la cocina toscana a un nivel más profundo. La cocina francesa, el primer amor de mi vida, parece estar a años luz: la evolución de la tradición burguesa frente a la de la tradición campesina. Un libro de cocina local habla de la cucina povera, la «cocina pobre», como el origen de la ahora prolífica cocina toscana. Los tortelloni in brodo, que aquí son una tradición navideña, parecen algo muy sofisticado. Tres media lunas de pasta rellena humeando en un cuenco de caldo claro…, pero ¿qué hay más frugal que combinar unos restos de tortelloni con caldo? Más que la pasta, la verdadera base de esta cocina es el pan. Las sopas o las ensaladas de pan, que parecen tan suculentas e imaginativas en los restaurantes de California, eran básicamente una forma de aprovechar las sobras, probablemente cuando en la casa había poco más que un poco de caldo y aceite para trabajar. El ejemplo más claro de la cocina pobre lo constituye sin duda la acquacotta, «agua hervida», sin duda un pariente de la sopa de piedra. Su presentación varía considerablemente de un lugar a otro, pero siempre se prepara sobre una base de agua y pan. Por suerte, los productos comestibles silvestres abundan aquí en los márgenes de los caminos: un manojo de menta, setas, pimpinela dulce y otras verduras, pueden enriquecer considerablemente el sabor del agua hervida. Si se tenía a mano un huevo, se añadía a la sopa en el último minuto. El hecho de que la cocina toscana siga siendo tan simple es un tributo a la habilidad de aquellas campesinas, que cocinaban tan bien que hasta ahora nadie ha sentido la necesidad de buscar nuevas formas.
Ashley y Jess llegan con una hora de diferencia, un milagro de la sincronización, ya que ella viene de Chiusi, después de llegar allí en tren desde Roma, y Jess llega a Camucia desde Pisa y Florencia después de venir en avión desde Londres. Recogemos a Ashley y luego recorremos a toda prisa los cuarenta minutos de vuelta a Camucia y llegamos justo cuando Jess baja del tren.
La gente que los hijos traen a casa suele ser problemática. Una vez, cuando alquilamos una casa en el Mugello norte de Florencia, vino un amigo de Ashley que estaba obsesionado con Thomas Wolfe e iba en el asiento de atrás inmerso en la lectura de El ángel que nos mira. Recorrimos como locos toda Toscana para enseñarles las obras de Piero della Francesca (los dos eran artistas), pero él se limitó a ir pasando páginas y a suspirar de vez en cuando. Una vez levantó la vista de su libro y vio las pacas de heno doradas y circulares en los adorables campos y dijo: «Qué bonito, parecen esculturas de Richard Serra.» Nunca estuvimos seguros de que le hubiera llegado nada más. Una chica que Ashley trajo sufría terribles dolores de muelas, excepto cuando se mencionaba salir de compras. Milagrosamente se recuperaba para comprar todo lo que veía —tenía un gusto excelente para el diseño—, y una vez en casa, volvía a recaer y había que llevarle la comida en bandeja a la habitación. Tampoco su apetito parecía afectado. Cuando volvió a Nueva York, tuvieron que hacerle incisivas intervenciones en tres muelas, de modo que puede decirse que sus incursiones en las tiendas constituyeron notables triunfos mentales sobre el dolor. Otro de sus invitados nunca me pagó el billete de ida y vuelta a Nueva York, que quedó cargado a mi tarjeta American Express cuando Ashley compró los billetes. Evidentemente, hemos estado preguntándonos cómo será la persona que viene con ella a pasar dos semanas.
De haber tenido un hijo, me hubiera gustado que fuera como Jess. A Ed y a mí enseguida nos encantó su sentido del humor, su curiosidad intelectual y su calidez. Llega con una canasta de mimbre con salmón ahumado, Stilton, galletas de avena, mieles y mermeladas. Ha pasado sus dos últimos días en Londres comprando regalos con bonitos envoltorios para todos. Y, lo mejor de todo, no parece que nos vea como Padres en mayúsculas, sino como amigos potenciales. Me siento aliviada, y me anima también la sensación de expansión que experimento cuando alguien nuevo entra en mi vida. Una amiga iraní que tengo dice que la atracción entre las personas se basa en los olores, cosa que parece bastante lógica. La mayoría de las personas que son importantes para mí me han gustado de modo instantáneo y he querido mantener con ellas una relación permanente. (Cuando la sensación de afinidad no perdura, duele.) Jess se sabe las letras de todas las canciones de rock. Ashley se ríe. Ya estamos cantando en el coche. Qué suerte.
Estamos a mitad del día, y el tiempo es demasiado cálido para la ribollita. Paramos en la ciudad a tomar unos bocadillos y Jess nos habla de la boda a la que acaba de asistir en la abadía de Westminster. Ashley ha hecho un viaje mucho más largo y tiene ganas de descansar. Ed y yo damos un paseo y después, como el día es templado y el hábito fuerte, nos ponemos a trabajar en el jardín. Arranco malas hierbas y saco los geranios de los grandes tiestos, libero las raíces de tierra y las envuelvo en papel de periódico para guardarlos durante el invierno. Ed siega la hierba, que está muy alta, y pasa el rastrillo. Todo es húmedo, dulce, verde; hasta las malas hierbas son bonitas. Decoro el pequeño altar con ramas de picea y sus frutos, ramas de olivo y una estrella dorada sobre la cabeza de María. Ed intenta quemar un montón de hojas que no pudimos quemar en verano por la sequía, pero están tan húmedas que sólo consigue que humeen. Cuando Jess y Ashley reaparecen, bajamos en coche al vivero y compramos un árbol vivo y un gran tiesto para plantarlo. Como no tenemos adornos, salvo una tira de luces blancas, decidimos bajar mañana a Florencia a comprar. Yo me he traído de casa algunas velas con forma de estrella y farolitos nada toscanos, una tradición de Santa Fe que adquirí cuando pasé unas Navidades allí; me encantaba ver las velas en sus bolsitas de papel, alineadas a lo largo de las casas de adobe. Las bolsitas que he traído son glaseadas y llevan estrellitas pegadas. Colocamos una docena a lo largo del muro de delante de la casa y el resplandor de las estrellas las hace parecer mágicas. Llenamos la repisa de la chimenea de piñas y ramas de cipreses que Ed cortó esta tarde. Qué fácil parece todo y qué placer haber recuperado la ilusión de la Navidad. Los cuencos de ribollita y el fuego del hogar tienen un efecto somnífero. Estamos envueltos en grandes colchas de mohair, en los grandes sillones, escuchando a Elvis con su blue, blue, blue Christmas en el compacto.
En el mercado exterior de Florencia, encontramos bolitas de papel maché y campanillas con ángeles découpage. Una furgoneta abierta por un lado sirve cuencos de trippa, «tripa», un vicio particular de los florentinos. Los negocios parecen animados. Si ayer me pareció que me estaba enamorando del invierno, hoy estoy segura. Florencia se alza redimida y magnífica en esta fría mañana de diciembre. Como en todas las ciudades, la decoración es deliciosa: luces tendidas sobre las estrechas calles a breves intervalos, lazos de luz con figuras que se balancean. Obviamente, las mujeres de esta ciudad no han oído hablar de la crueldad con los animales; nunca he visto abrigos de piel tan largos y ostentosos. Buscamos en vano piel de imitación. Los hombres visten bonitos abrigos de lana y elegantes fulares. En Gilli, uno de mis bares favoritos, todo son voces ruidosas, chocar de copas, y el constante bufido de la máquina de espressos. En medio de la calle, Ed se detiene y levanta las manos.
—¡Escuchad!
—¿Qué pasa? —Todos nos detenemos.
—¡Nada! ¿Cómo no nos hemos dado cuenta? No hay motos. Debe de hacer demasiado frío para salir en moto.
Ashley quiere unas botas para la Navidad. Desde luego, está en el lugar indicado. Encuentra unas botas negras y unas marrones de ante. Yo veo una bolsa negra que me gusta mucho, que no necesito y que consigo resistirme a comprar. Justo antes de que todo cierre, vamos a San Marco, el sereno monasterio con frescos de Fra Angélico en las celdas. Jess nunca lo ha visto y los doce ángeles músicos parecen una buena opción en esta época del año. Se nos echa encima la hora de la siesta, así que nos instalamos para una prolongada comida en el local de Antolino, una verdadera trattoria, con un horno panzudo en medio de la sala. En el menú hay pastas con liebre y ragú de jabalí, pato, polentas y risottos. Los camareros van de un lado a otro con platos de suculentos asados.
Queda mucho tiempo para pasear antes de que la ciudad reabra sus puertas. ¡Florencia! Los turistas se han ido o, si están aquí, la lluvia y la niebla los tendrán confinados en sus hoteles. Pasamos junto al apartamento que alquilamos hace cinco años, cuando renegué de Florencia. En verano, las hordas de turistas colapsan la ciudad, como si fuera un parque temático del Renacimiento. Todo el mundo parece estar comiendo. Aquel año, hubo una huelga de basureros que se prolongó durante una semana y cada vez que pasaba junto a los montones de basura que se salían de los contenedores me ponía a pensar en epidemias. Aquel largo mes de julio me sorprendió ver que los camareros y los dependientes de las tiendas se mostraban igual de amables, a pesar de la situación. Pasara por donde pasara, siempre estorbaba. La humanidad parecía algo feo: la juventud internacional, con sus camisetas rotas y sus mochilas, despatarrados en las escalinatas, turistas desorientados que tiraban las servilletas de los helados en la calle y preguntaban: «¿Cuánto vale esto en dólares?» Alemanes con pantalones cortos demasiado cortos cuyos hijos eran el terror de los restaurantes. La inglesa y su hija que pedían lasagne verde y Coca-Cola y luego se quejaban porque la pasta de espinacas era verde. Mi reflejo en la ventanilla, llevando a casa los zapatos que he comprado, y un vestido de playa que no me sentaba tan bien. Un mal país de ensueño. En Florencia, Henry James se refirió al «detestado compañero de peregrinaje». Sí, desde luego, y cuando eso incluye el propio reflejo, es hora de irse. Es una pena que nuestro siglo no haya seguido engrandeciendo Florencia… Sólo ha sido capaz de aportar muchedumbres y plomo a la atmósfera.
Sin embargo, por la mañana temprano nos gustaba ir paseando hasta el local de Marino para comprar brioches recién hechos y comerlos en medio del puente mientras contemplábamos la luz plateada y verdeceledón del Arno. La mayoría de las tardes nos sentábamos en un café de la Piazza Santo Spirito, donde puede respirarse un ambiente de barrio incluso en verano. El sol, que se colaba entre las ramas de los árboles, caía sobre la gran y austera fachada de Brunelleschi mientras los niños jugaban al fútbol junto a ella. De alguna forma, tiene que ser diferente crecer tirando la pelota contra los muros del Santo Spirito. Tal vez muchas de las personas que vienen a Florencia en verano sean capaces de encontrar rincones y momentos como éste, en los que la ciudad se abandona y vuelve a ser ella misma.
Hoy las calles pedregosas parecen enamoradas de la niebla. Entramos directamente en la capilla Brancacci. No hay cola; en realidad, no hay más que una docena de jóvenes curas con largos hábitos negros siguiendo a un cura más viejo que señala y les habla de los frescos de Masaccio. Todavía no he visto a Adán y Eva abandonando el jardín de Edén sin las hojas de parra que cubrían sus genitales, pintadas durante algún arrebato de modestia papal. Las hojas se han retirado, y los frescos han sido limpiados y restaurados. Resulta chocante verlos sin la capa secular del humo de las velas: todas esas caras definidas y las túnicas rosadas y azafranadas. Cada cara, examinada individualmente, revela carácter. «Quería saber qué hacía ser a cada uno lo que era», dijo Gertrude Stein sobre su deseo de escribir sobre las vidas de diferentes personas. Masaccio tenía un poderoso sentido del carácter y capacidad narrativa y una gran habilidad para situar al humano en el espacio. Un neófito se arrodilla en una corriente para recibir el bautismo. A través de las aguas transparentes podemos ver sus rodillas y sus pies. San Pedro vierte el agua sobre su cabeza y su espalda. Todo el simbolismo de las primeras etapas del arte se abandona por el espontáneo gesto de echar agua sobre el chico. Otro de los aspectos más adorables de Masaccio (y de Masolino y de Lippi, cuyas manos tienen siempre un protagonismo especial) es su atención a la arquitectura, las luces y sombras. Ahí está Florencia tal como él la veía, o la idealizaba, con un sol real —no como las luces de origen incierto de sus predecesores— que cae sobre unos personajes que sin duda caminaron por las calles de esta ciudad.
Corremos para llegar al tren de las seis diecinueve y lo perdemos. Mientras esperamos, menciono el bolso negro que no he comprado y Ed decide que sería un estupendo regalo de Navidad, aunque habíamos acordado que sólo compraríamos cosas para la casa. Él y Jess salen corriendo literalmente para ir a comprarlo, aunque la tienda está en el centro. Ashley y yo empezamos a inquietarnos cuando vemos que faltan cinco minutos para que salga el tren, pero ahí llegan, sonrientes y jadeando, agitando la bolsa justo cuando anuncian el tren.
La víspera de Nochebuena nos lanzamos a una búsqueda por toda Umbría. Ed piensa que tenemos que tomar uno de sus tintos favoritos con la cena, el Sagrantino, imposible de encontrar tan lejos de su región de origen. Yo estoy buscando el indispensable panettone. Llamé a Donatella, una amiga italiana que cocina maravillosamente, y le pregunté si podíamos hacer uno juntas pensando que un panettone casero siempre sería mejor que los que se venden en cajas coloridas en todas las tiendas de comestibles y bares. «Tarda veinticuatro horas en subir —me dice—. Tiene que subir cuatro veces.» Recuerdo cuántas veces se me ha echado a perder la masa cuando hacía un simple pan. Cuando su madre era pequeña, me dice, el panettone no era más que pan normal a cuya masa se añadían nueces y frutos secos. Otra vez la cucina povera. «De verdad, es mucho mejor comprarlo.» Me dio varias marcas y yo elegí una por san Francisco. Cuando estaba a punto de coger otra, una mujer que también estaba comprando me dijo que los mejores se hacen en Perugia. Me apuntó el nombre de una tienda, Ceccarani, en un trozo de papel. Así es que vamos a Perugia.
En el escaparate de Ceccarani se expone un belén ejecutado en masa de pan glaseado. La masa parece un buen material; las figuras tienen rostros expresivos, la lana de las ovejas parece de verdad, las frondas de las palmeras están trabajadas con detalle. La escena del nacimiento está rodeada de setas de mazapán y panettoni ahuecados por un lado. En el interior de cada uno…, ¿qué podía haber sino un belén en miniatura? ¡Increíble!
La tienda está llena. Me abro camino hasta la parte de atrás y elijo un panettone tan alto como un sombrero de copa.
Adentrándonos más en Umbría, llegamos a Spello y paseamos por las empinadas terrazas que forman la ciudad. Cuando nos vamos de Spello, vemos la luna elevarse sobre las colinas. Aparece y desaparece de nuestra vista con cada curva, y cada vez que reaparece, lo hace más grande, más blanca, más fantasmal de lo que nunca la he visto. Durante todo el camino a Montefalco, la cuna del Sagrantino, no dejamos de esquivarla. Dos o tres veces la vemos elevarse de nuevo sobre diferentes colinas. A Jess le ha dado por llamar a Ed «Montefalco», por su chaqueta negra de cuero y su propensión a correr demasiado, y nos divierte narrando sus aventuras mientras giramos varias veces por calles equivocadas. En la piazza, la tienda de vinos está abierta, pero el propietario no está. Buscamos en la tienda, fuera, volvemos a entrar… No hay señal de él. Damos un paseo por la piazza. La tienda está abierta de par en par pero el dueño sigue sin estar. Finalmente, preguntamos en el bar y el camarero nos señala a un hombre que está jugando a las cartas. Compramos nuestras cuatro botellas y volvemos a casa, persiguiendo la luna por Umbría.
El día de Nochebuena, Ashley y yo nos ponemos a cocinar. A Jess, que es un novicio, le asignamos otras tareas y nos entretiene con la letra de temas de rock. Ed dedica la mañana a poner silicona en las juntas de las ventanas. Baja a la ciudad para comprar nuestro primer plato de esta noche, crespelle, en la tienda de pasta fresca. Los delicados crepés se rellenan con trufas y crema. Aparte de las crespelle, nuestro menú consistirá en: ensalada tibia de porcini, pimientos rojos asados y lechugas de campo, chuletas de ternera a la parrilla, los cardos locales con bechamel y avellanas tostadas. De postre, un pastel familiar que sé hacer de memoria y castagnaccio, el clásico bizcocho toscano de harina de castaña. Mi vecina dice que no lo haga. Su abuela solía hacerlo cuando eran muy pobres.
—Lo único que se necesita es harina de castaña, aceite de oliva y agua —dice con una mueca—. Mi abuela decía que siempre tenían en casa. Le daban sabor con romero y algunos piñones, semilla de hinojo y pasas, si había. —Nunca he utilizado la harina de castaña. Siempre había pensado que era un ingrediente esotérico, hasta que me enteré de que es uno de los elementos fundamentales de la cucina povera. Esta receta es decididamente rara. Tal como me indica mi vecina, es uno de esos sabores a los que hay que acostumbrar el paladar.
—Pero ¿dónde están el azúcar y los huevos? ¿De verdad puede esto convertirse en un bizcocho? Y ¿cuánta agua hay que usar? En la receta sólo dice que se ponga el agua suficiente para que la albardilla pueda verterse fácilmente. —Mi vecina menea la cabeza. Estoy intrigada. Este bizcocho nos hará retroceder a las raíces de la cocina toscana. Ashley y Jess no están seguros de querer retroceder tanto.
Antes de la siesta, bajamos a la ciudad por la calzada romana a comprar unas lechugas de última hora y pan. ¿Dónde está nuestro «ángel»? No parece que en invierno visite el pequeño altar. Estoy atenta al sonido de su andar pausado, sus ojos sobre la casa, y luego la larga pausa mientras coloca las flores. ¿Traerá una ramita de escaramujo, un manojo marchito de uvas pasas, o la cúpula cubierta de espinas del castaño, con una hendidura que revele sus tres frutos? Tal vez va a algún otro lugar en invierno, o se queda en su vivienda medieval, alimentando la estufa de leña con maderos.
Cortona está rebosante de vida. Todo el mundo lleva al menos un panettone y un cesto con obsequios de comestibles envueltos en papel de celofán. Ninguna tienda pone esa música enlatada y genérica que me resulta tan desalentadora en casa. La gente se apiña en los bares, tomando un café o un chocolate caliente, porque la áspera tramontana ha empezado a soplar del norte, trayendo consigo el aire helado de los Alpes y de los Apeninos.
Una velada tranquila, una comida abundante, un postre junto al fuego. A todos nos parece horrendo el bizcocho de castaña. Insípido y pastoso. Seguramente tiene el mismo sabor que los postres navideños durante la última guerra, cuando podían saquearse los castaños de los bosques. Lo cambiamos por una fuente de nueces, peras de invierno y gorgonzola, un postre de dioses. Mucho antes de la misa de medianoche, que esperábamos poder vivir en una de las pequeñas iglesias, los cuatro estamos dormidos.
Ed llama desde abajo.
—¡Mira por la ventana! —Por la noche ha nevado, lo suficiente para dejar una leve capa sobre las frondas de la palmera y enharinar las terrazas.
—¡Qué bonito! Pon la calefacción. —Mis pies descalzos están helados. Me pongo un jersey, unos tejanos y zapatos, y bajo corriendo. Las puertas están abiertas de par en par, dejando entrar la luz glacial del día. Ed hace una bola con la nieve que hay en la mesa de afuera y me la tira. La esquivo y acaba aterrizando en el pasillo. Los dos bellos durmientes aún no se han levantado. Salimos a tomar nuestro café junto al muro de piedra del frente de la casa, lo limpiamos un poco y nos sentamos a observar la niebla que se agita más abajo como un mar opalescente. ¡Nieve en Navidad!
¿Es posible tanta felicidad?, me pregunto a mí misma. ¿No van a venir los dioses a confiscarme esta salud, esta abundancia de alegría, estas magníficas expectativas? ¿Es ésta la vieja cicatriz, la mezcla de deseo y miedo? Mi padre murió la víspera de la Nochebuena, cuando yo tenía catorce años. El día del funeral fue lluvioso, tan lluvioso que el ataúd flotó durante un momento antes de asentarse en la tierra. Mi vestido de baile de tul rosa quedó colgado en la puerta de mi armario. O tal vez mi inquietud sea sólo parte de la gran tristeza colectiva de la que tanto hablan los periódicos por estas fechas. Durante mi vida adulta, he pasado muchas Navidades exquisitas, sobre todo cuando mi hija era pequeña. Unas pocas las he pasado sola. Una, muy ajetreada. Sea como sea, las épocas de alegría llegan siempre con una primitiva inquietud que procede de algún lugar muy hondo de nuestra psique.
Después del desayuno, avivamos el fuego y abrimos regalos. Trajimos algunos de Estados Unidos, y poco a poco hemos ido reuniendo en torno al árbol la cantidad habitual. No teníamos intención de comprar tanto, pero Florencia nos inspiró y acabamos comprando jabones, agendas, jerseys y una cantidad sorprendente de chocolates. Uno de los regalos que nos hacen es un hornillo para asar castañas y lo estrenamos enseguida. A las cuatro nos reuniremos todos en casa de Fenella y Peter, y una de nuestras contribuciones serán castañas asadas en vino tinto. Hacemos una pequeña incisión en cada una, las agitamos sobre las brasas algo menos de diez minutos y luego nos preparamos para destrozarnos las uñas pelándolas. Tal vez la cáscara sale tan fácilmente porque son recién cogidas. Cada uno se encarga de algo y preparamos con rapidez dos faraone, «gallinas de Guinea», y una tarta rústica de manzana que se hace de la siguiente forma: primero se coloca una base circular de masa sobre una oblea de galleta, luego se coloca en el centro la manzana, junto con mantequilla, azúcar y avellanas asadas, y se pliega la masa de modo irregular a su alrededor. Willie Bell, nuestra cocinera, estaría orgullosa de mi variante de su tarta. Al caldito que sueltan las faraone añado bechamel y castañas asadas picadas. Tengo ganas de poner castañas en todo. Fenella va a preparar un asado de cerdo y polenta, Elizabeth traerá la ensalada, y Max se encarga de traer alguna otra verdura para acompañar y el postre. No estaría de más ayunar antes de semejante comilona, pero tomamos un pequeño refrigerio de lasaña de setas. El paseo navideño es una antigua tradición, al menos para Ashley y para mí. Ed y yo todavía no les hemos dicho adonde vamos.
Conducimos hasta el final de un camino que hay cerca de casa y nos apeamos. Descubrimos este paseo por casualidad cuando íbamos por el camino principal y vimos un pequeño sendero hacia el final. Lo seguimos e hicimos un fantástico descubrimiento. Fue uno de los paseos más maravillosos que he hecho en mi vida, y decidimos que volveríamos en Navidad. Veo agua fluir donde en verano no había nada. Brotan corrientes espontáneas de las grietas y en algunos puntos cruzan el camino. Encontramos una cascada y varios torrentes. Pronto nos hallamos rodeados de inmensos y antiguos pinos y castaños. Vemos algunos retazos de nieve en el bosque. Más arriba hay más nieve, a lo lejos. El aire es húmedo, y huele a agujas de pino. Llegamos a un lugar donde hay unas grandes piedras que van de un lado a otro del camino. «Mirad, un sendero —dice Ashley—. ¿Qué es esto? Se ensancha más arriba.» Estamos aquí, en medio de ninguna parte, en una calzada romana que durante algunos tramos se conserva en muy buen estado. Nunca hemos llegado hasta el final, pero Beppe, que la conoce desde que era pequeño, nos ha dicho que llega hasta la cima del monte Sant’Egidio, a veinte kilómetros de aquí. En lugar de serpentear y dar rodeos, las calzadas romanas tienden a ir directas a la cima. Sus carros eran ligeros, y parece ser que la distancia más corta entre dos puntos era una prioridad para sus topógrafos. He leído que, en ocasiones, la base de sus caminos podía llegar a alcanzar los tres metros y medio de profundidad. Nos gustaría encontrar los hitos que señalan las distancias, pero han desaparecido. Cortona queda más abajo, y más abajo aún está el valle. El horizonte parece lustroso y reluciente. A lo lejos vemos montañas que nunca hemos visto, y las ciudades de Sinalunga, Montepulciano y Monte San Savino, recortadas claramente contra el cielo como tres inmensos barcos. El último nudo de inquietud se desvanece. Empiezo a tararear «I see three sheeps come sailing in on Christmas Day, on Christmas Day in the morning». Un zorro rojo salta al camino delante de nosotros. Agita su cola poblada, nos observa un momento, luego corre a perderse en los bosques.
Incluso en verano, el camino que lleva a la noble casa de Peter y Fenella es bastante intransitable. Y ahora vamos aferrando las ollas y las bandejas y tratando de no vaciarlas en el regazo de nadie. ¡El pobre eje del Twingo! Vadeamos varias corrientes estacionales y casi quedamos atascados en una de proporciones inmensas. Cuando llegamos, todos están reunidos en torno al gigantesco hogar, tomando ya un vino tinto. Ésta es una de las casas más soberbias de la zona. La sala de estar, antiguamente un granero, tiene dos pisos de altura y el techo está formado por hileras de vigas oscuras. La inmensa habitación contiene el resultado de toda una vida reuniendo antigüedades, alfombras, y tesoros varios. Sin embargo, es demasiado grande para mantenerla caliente, de modo que todos nos instalamos en grandes sofás en lo que fue la cocina, con una chimenea lo suficiente grande para que los habitantes originarios de la casa pudieran poner allí sus sillas mientras vigilaban las ollas. En el piso de abajo se ha dispuesto la larga mesa —mide nueve metros— con ramas de pino y velas rojas. Los fantasmas de pasadas Navidades aparecen en las historias que todos cuentan sobre otras Navidades. Fenella vierte la polenta caliente en una tabla de cortar. Ed trincha las faraone mientras Peter corta el suculento asado. Empezamos a llenar nuestros platos. Fenella ha viajado a Montepulciano para comprar su vino nobile favorito, que pasa de mano en mano por la mesa. «Por los amigos ausentes», propone Fenella en el brindis. «¡Por la polenta!», añade Ed. Nuestra pequeña partida de expatriados se siente feliz, feliz.
De camino a casa, pasamos por la ciudad a tomar un café. Esperamos encontrar las calles desiertas, pero todo el mundo ha salido a las calles, desde el bebé hasta la abuela. Pasean y hablan, siempre hablan.
—Bueno, Jess, tú eres más objetivo —digo yo—. Tú también estás aquí, así que dime, ¿es una ilusión o ésta es realmente la ciudad más divina del planeta?
Sin vacilar, Jess dice:
—Eso parece. Sí. Extra primo buena.
La actividad de la passeggiata consiste en ir de una iglesia a otra, contemplando las escenas de la Natividad de Cristo. El recordatorio del nacimiento está por todas partes, sigue siendo el eje central de las Navidades aquí. Supongo que seré una pagana, pero no puedo evitar pensar en la gloriosa metáfora del nacimiento cuando el año acaba, oscuro e incierto. El solo llanto del bebé en la húmeda paja basta para negar la muerte. El niño de todas las escenas tiene un halo de luz en torno a su cabeza. El sol atraviesa ahora el ecuador celestial, trayendo de vuelta los días que tanto adoro. Un paso más y estaremos más cerca de la luz. Tal vez la inquietud de esta época no sea más que el deseo de volver a encontrar de nuevo nuestra propia luz. He leído que el cuerpo tiene la misma proporción de minerales que la tierra. Los mismos porcentajes de cinc y potasio. ¿Es posible que el cuerpo sienta el mismo impulso que la tierra a renacer?
Por toda Cortona, las iglesias despliegan sus presepi, «escenas de la Natividad». Algunos son elaboradas reproducciones de pinturas en cera y madera, con complicados vestidos y arquitectura; otros son de terracota. Un pesebre está hecho de palitos de helado. En la exposición de presepi de la escuela, nos conmueve ver las versiones menos ornadas de los niños. La mayoría son tradicionales, con pequeños muñecos, arbolitos hechos de ramitas, y charcas hechas con espejos. Pero hay una que nos sorprende particularmente. Paolo Alunni, que no tendrá más de diez años, es un verdadero heredero de los futuristas y su amor por la mecánica y su energía. Su pesebre —establo, gente y animales— está construido únicamente con llaves. Las llaves de los animales son horizontales, y no hay ninguna duda sobre cuáles son las ovejas y cuáles las vacas. Los humanos están de pie, con la excepción de la ingeniosa llavecita de un diario que es el niño Jesús. Ha hecho el tejado del establo con una bisagra. Curioso y efectivo…, una inteligente pieza artística en medio de los proyectos más aplicados.
Cada mañana miro por la ventana al valle cubierto de niebla, que al alba se tiñe de rosa en los días despejados, o de un turbio gris si las altas nubes vienen del norte. Días tranquilos de libros y paseos, de salidas a Anghiari, Siena, Asís, y el cercano Lucignano, cuyas murallas describen una elegante elipse. Por la noche, cocinamos en la parrilla: bruschetta con pecorino fundido y nueces, rodajas de pecorino fresco con prosciutto, y salchichas. La scamorza, más propia de la zona de Abruzzo, se está haciendo muy popular en Toscana, y es un queso con corteza dura en forma de 8. Al fundirse casi se convierte en fondue y lo untamos en el pan. Aprendo a utilizar el hogar para calentar platos y mantener la comida caliente, igual que debía de hacer mi nonna imaginaria. Ahora nuestra pasta favorita son los pici con funghi e salsiccie, una pasta gruesa como un lápiz con setas y salchichas asadas. Un paseo de nueve kilómetros elimina los efectos de una tarde asando comida.
La víspera de Año Nuevo vuelvo a casa con un cargamento de comida que he comprado en la ciudad. Vamos a preparar las tradicionales lentejas (su minúscula forma de moneda es símbolo de prosperidad) y zampone, «salchichas» en forma de pies de cerdo. Cuando subo por la calle para dirigirme a casa, veo más abajo la cúpula de Santa Maria Nuova. La niebla ha ocultado la iglesia y sólo la cúpula sobresale por encima de las nubes. A su alrededor, cinco arco iris se cruzan. Casi me salgo del camino con el coche. En la curva, paro y me bajo, deseando que los otros pudieran ver lo mismo que yo. Es impresionante. Si estuviera en la Edad Media, diría que es un milagro. Otro coche se detiene y un hombre vestido con curiosas ropas de caza se apea. Probablemente sea uno de los asesinos de pájaros cantores, pero también él parece aturdido. Los dos nos limitamos a mirar. Las nubes se desplazan y los arco iris van desapareciendo uno a uno, pero la cúpula sigue allí, flotando, esperando algún signo. Saludo al cazador. «Auguri», me responde.
Antes de que Ashley y Jess vuelvan a Nueva York, donde aún no ha empezado el verdadero invierno, y nosotros nos vayamos a San Francisco, donde ya han empezado a florecer los blancos narcisos en Golden Gate Park, plantamos el árbol de Navidad. Pensaba que la tierra estaría dura, pero no es así. Rica y blanda. Cede con facilidad bajo la pala. Mientras Jess cava, aparece en la tierra el cráneo de un erizo, con su quijada perfectamente articulada y los dientes unidos por una banda de ligamentos. Memento mori, un pensamiento útil ahora que el final de un año se pierde en el principio de otro. En la terraza más baja, el sólido árbol parece enseguida en su elemento. Cuando empiece a crecer, se elevará como una torre sobre el camino que pasa más abajo. Desde el piso de arriba, veremos su copa elevarse más y más arriba cada año que pase. Si en estos primeros años las lluvias son abundantes, de aquí a cincuenta años podría haberse convertido en el árbol gigante de la colina. Ashley, que para entonces ya será una anciana, recordará cómo lo plantamos. Me resulta imposible imaginarla de vieja, la veo tan rebosante de vida y de belleza… Vendrá aquí con sus amigos o su familia, y todos quedarán maravillados. O tal vez la casa pertenecerá entonces a unos completos extraños y cortarán sus ramas más bajas para alimentar el fuego. Bramasole seguirá aquí, no hay duda, con los hermosos olivos que hemos plantado prosperando en las terrazas.