Capítulo 12

Aceite verde

—No recojan hoy… demasiada humedad. —Marco nos observa mientras dejamos las canastas para recoger las olivas—. Y la luna no está bien. Esperen hasta el miércoles. —Está colocando las puertas, dos de madera de castaño que ha engrasado y arreglado, y el resto nuevas. Las ha hecho durante el otoño, mientras estábamos fuera, aunque prácticamente no se distinguen de las viejas. Reemplazarán las puertas huecas que puso nuestro genio de los cincuenta.

Es tarde para la recolección de las olivas. Todos los molinos cierran antes de Navidad, y sólo hemos llegado con una semana de antelación. Fuera, una llovizna gris desdibuja el intenso verde de la hierba, que ha proliferado por las abundantes lluvias de noviembre. Pongo la mano sobre la ventana. Está fría. Marco tiene razón, por supuesto. Si recogemos hoy, las olivas mojadas pueden verse afectadas por el mildiu si no conseguimos acabar y llevarlas hoy mismo al molino. Recogemos las canastas de mimbre que se sujetan a la cintura —tan prácticas para aligerar una rama— y las sacas azules en las que se cargan las olivas, la escala de aluminio, nuestras botas de goma. Aún no nos hemos recuperado del desfase horario del viaje, pero nos levantamos pronto, porque Marco llega a las siete y media, cuando apenas ha amanecido. Nos dice que vayamos a reservar hora en un molino; tal vez el día se despejará después. Si fuera así, el sol secaría las olivas rápidamente.

—¿Y la luna? —le pregunto. Se encoge de hombros. Él no recogería ahora, lo sé.

Nos gustaría volver a meternos en la cama. Llegamos ayer por la noche y no hemos tenido tiempo de superar las veinticuatro horas de viaje, con tormentas azotando el avión a lo largo de todo el océano. Me dieron ganas de besar el suelo cuando bajamos del avión en la pista de Fiumicino. Tuvimos la disparatada idea de ir a Roma a hacer unas compras, así que, cuando alquilamos un divertido Twingo verde con interior verde menta, ya no podíamos ni pensar. Llegamos a la autostrada en un coche que parece de juguete, completamente exhaustos. Y, a pesar de todo, el paisaje húmedo y vívido nos llenaba de alegría…, ese verde que parece despedir su propia luz interior, los árboles de hojas multicolores que en muchos casos siguen meciéndose. Cuando nos fuimos en agosto, todo estaba seco y marchito; ahora la vegetación nueva se ha reafirmado. Llegamos a casa cuando ya había oscurecido. En la ciudad compramos pan y una cazoleta de cannelloni. El aire parecía henchido y revigorizante; ya no pensábamos sólo en dejarnos caer donde fuera. Laura, la joven que nos limpia la casa, había encendido la calefacción dos días antes, así es que en nuestra primera noche pudimos disfrutar de un pequeño festín junto al fuego del hogar y después nos dedicamos a vagar por las habitaciones comprobando y tocando y saludando a cada objeto. Y luego nos acostamos, hasta que Marco llegó esta mañana. «Laura me dijo que habían llegado. Pensé que les gustaría que colocara las puertas inmediatamente.» Siempre, cuando llegamos siempre hay algo que llevar de A a B. Ed le ayudó a levantar las puertas y las aguantó en su sitio mientras Marco maniobraba para hacer encajar los goznes.

El venerable molino de Sant’Angelo utiliza los métodos más puros, nos dice Marco, prensan en frío las olivas de cada persona por separado, en lugar de exigir a los pequeños productores que mezclen su producto con el de otra persona. Sin embargo, hay que tener por lo menos un quintale, «cien kilos». Nuestros árboles, que aún no se han recuperado del todo de treinta años de descuido, no están en condiciones de darnos un regalo semejante. Muchos no han producido nada.

El molino está impregnado de un fuerte olor oleaginoso y el suelo húmedo resbala, seguramente por el aceite. Las salas en las que se prensan las uvas y las olivas han adquirido los olores del tiempo, con la misma certeza con la que las iglesias desprenden el olor de la fría piedra. Sus jugos sin duda penetran en los poros de los trabajadores. El encargado nos habla de varios molinos donde prensan remesas pequeñas. No teníamos ni idea de que hubiera tantos. Todas sus indicaciones implican girar a la derecha después del pino más alto, o a la izquierda al pasar el montecillo o justo detrás de la cuadra de cerdos.

Antes de que nos vayamos, el hombre se pone a alabar las virtudes de los métodos tradicionales y para demostrarlo mete dos cucharas en una cuba de aceite recién hecho y nos las ofrece para que lo probemos. No hay escapatoria; no hay más remedio que tragarse la cucharada entera. No puedo, pero lo hago. Primero un sorbito. El aceite es extraordinario, con una fragancia suave y un sabor pleno y esencial a oliva. Sin embargo, cuando tomo la cucharada de golpe es como tomar una medicina. «Splendido», trago saliva y miro a Ed, que aún vacila, fingiendo apreciar la belleza del aceite.

—¿Y qué hacen con eso? —pregunto señalando las cubas de pulpa. Nuestro anfitrión se vuelve y Ed devuelve rápidamente su aceite a la cuba, luego prueba lo que queda en la cuchara.

Favoloso —le dice. Y lo es. Después del primer prensado en frío, la pulpa se envía a otro molino y se vuelve a prensar para sacar aceites normales, y después se prensa aún otra vez para producir aceites lubricantes. Los restos desecados de hollejo, en un maravilloso ciclo, se utilizan con frecuencia para fertilizar los olivos.

Cuando subimos al coche y nos disponemos a marcharnos, vemos que las puertas de San Michele Arcangelo, una iglesia que admiramos mucho, están abiertas. El umbral está cubierto de arroz… arborio, por lo que veo, el arroz que se usa para el risotto. Se ha celebrado una boda y alguien debe venir a retirar las ramas de pino y cedro que se han utilizado. La iglesia tiene casi mil años de antigüedad. La iglesia y el molino, una frente al otro, han servido a dos necesidades básicas… y el grano y la vid no están tan lejos después de todo. Las vigas y las vigas transversales de estas antiguas iglesias me recuerdan a menudo los cascos de los barcos. Nunca he mencionado esto antes, pero lo hago ahora.

—Pues por lo visto no eres la única persona a quien la estructura de las iglesias le recuerda un barco. «Nave» proviene del latín navis, «barco» —me dice Ed.

—Y, entonces, ¿de dónde viene ábside? —le pregunto, ya que las adorables formas redondeadas me recuerdan los hornos de pan que veo en los patios de las granjas.

—Creo que la raíz significa enlazar varias cosas, en sentido práctico, no hay poesía ahí.

Hay poesía en el ritmo de las tres naves, los tres ábsides, la clásica planta de basílica en miniatura. Las líneas están perfectamente conjuntadas en su movimiento pétreo en este espacio tan pequeño. El único adorno está en el aroma de los árboles de hoja perenne. Es cierto que adoro las grandes iglesias con frescos, pero son las más sencillas como ésta las que me conmueven más profundamente. Parecen reproducir la textura y la forma del alma humana, hecha piedra y luz.

Ed entra con el coche en lo que en su día fue una vía romana. Más tarde sirvió para el paso de los peregrinos en su camino a Tierra Santa. San Michele era un lugar para descansar y recuperarse. Me pregunto si también aquí había un molino. Quizá los peregrinos untaban sus pies fatigados con aceite de oliva. Sin embargo, nosotros sólo estamos buscando un molino que transforme nuestras sacas de olivas negras en botellas de aceite. Dos de los molinos ya han cerrado. En el tercero, una mujer que llevará unos seis jerseys puestos baja unos escalones para decirnos que llegamos tarde, las olivas ya tendrían que estar recogidas, ahora la luna no es la adecuada. «Sí —le decimos—, lo sabemos.» Su marido ha cerrado el molino por esta temporada. Nos señala camino abajo. Al llegar a una gran casa de piedra, giramos. Una discreta señal, IL MULINO, nos indica que debemos dirigirnos a la parte de atrás, pero cuando llegamos vemos a dos trabajadores que están recogiendo su equipo. Demasiado tarde. Nos indican que vayamos a un molino más grande que hay cerca de la ciudad.

Mientras pasamos a gran velocidad con el coche, miro por la ventanilla los pequeños huertos de invierno. Todos han plantado pálidos y talludos cardi, «cardos» —llamados gobbi en el dialecto local— y cavolo nero, «col negra», que no se desarrolla en un único cogollo, sino con penachos erguidos. En todos los huertos destaca el radicchio rojo y verde. La mayoría cultivan la planta de la alcachofa. Hasta este invierno, no me había dado cuenta de que hubiera tantos caquis. Con su fruto anaranjado colgando de las ramas desnudas, los árboles parecen formarse de rápidas pinceladas, como dibujos japoneses.

Sin embargo, en el molino todos están tan ocupados que no nos hacen caso. Empezamos a observar los diferentes procesos y no nos atrae mucho la idea de prensar aquí nuestras preciosas olivas. Todo parece demasiado mecanizado. ¿Dónde están las grandes ruedas de piedra? No podríamos asegurar que usen calor, un proceso que supuestamente perjudica el sabor. Vemos entrar a un cliente, pesan su producto y luego lo echan en un gran carro. Tal vez las olivas sean iguales en todas partes y no tenga tanta importancia que se mezclen, pero al menos por esta vez nos gustaría tener el placer de probar el fruto de nuestro trabajo. Nos vamos a toda prisa y nos dirigimos a la que es nuestra última esperanza, un pequeño molino cerca de Castiglion Fiorentino. Fuera, hay tres grandes ruedas apoyadas contra la pared. En el interior hay almacenados bidones de olivas, cada uno con el nombre del propietario. Sí, pueden prensar nuestras olivas. Tenemos que volver al día siguiente.

Por la tarde el día se aclara y se caldea. Marco nos da su aprobación para empezar. Con luna o sin ella, empezamos a recoger las olivas. Es rápido. Vaciamos las canastas en la canasta más grande de la ropa y, cuando ésta se llena, echamos las olivas en las sacas. Son pocas las que han caído, a pesar de que ceden fácilmente a la presión de nuestros dedos. Un fuerte viento podría causar grandes daños si uno no ha cubierto con redes los árboles. Las olivas negras y relucientes son firmes y gordas. Tengo curiosidad por saber cómo es el sabor de la drupa cruda, así es que muerdo una: sabe como un palito de alumbre. ¿Cómo fue alguien capaz de imaginar la forma de curarlas? Sin duda debió de ser el mismo pueblo que tuvo el valor de probar las ostras. Los ligures solían curarlas colgando las bolsas en el mar. En tierra, la gente las ahumaba durante el invierno en sus chimeneas, algo que me gustaría probar por mí misma. Mientras trabajamos, nos quitamos las chaquetas, después los jerseys. La temperatura ha subido a unos trece grados y, aunque tenemos las botas mojadas, el aire resulta purificador. A lo lejos, vemos la franja azul del lago Trasimeno bajo un intenso cielo azul. Para las tres, hemos cogido hasta la última oliva de doce árboles. He vuelto a ponerme el jersey. Los días son cortos en invierno y el sol se dirige ya hacia el margen de la colina, por detrás de la casa. Para las cuatro, nuestros dedos están rojos y rígidos. Lo dejamos y llevamos la saca y las canastas a la despensa.

No por primera vez en este lugar, el dolor me hace ser consciente de mi cuerpo. Hoy tocan… ¡los hombros! Nada me gustaría más que un largo baño de espuma y un masaje. He puesto mi leche corporal a calentar sobre el radiador. Pero sólo vamos a pasar veinte días aquí, y cada minuto cuenta. Nos obligamos a ir a la ciudad a aprovisionarnos de comida. Mi hija y su amigo Jess llegarán dentro de tres días. Estamos pensando hacer varias comilonas importantes. Cuando llegamos a la ciudad, las tiendas están abriendo después de la siesta. Resulta curioso…, ya está oscuro y la ciudad vuelve de nuevo a la vida. Festones de luces blancas cuelgan sobre las angostas calles y se balancean al viento. El mercado A & O, donde compramos siempre, ha puesto fuera un árbol bastante artificial (el único de la ciudad) y grandes cestas con alimentos de regalo en el interior.

Por nuestra breve visita la Navidad anterior, sabemos que los protagonistas indiscutibles de la temporada son la comida y el presepio, «el pesebre». Estamos listos para zambullirnos en la una e intrigados por el otro. Los bares ofrecen caramelos y cajas coloridas con el equivalente italiano, y más ligero, de nuestra omnipresente tarta de frutas navideña, el panettone. Algunas tiendas están decoradas con guirnaldas de fabricación claramente casera. Ésa es la única decoración que veo, a excepción de los pesebres que hay en todas las iglesias y en algunas ventanas. «Auguri, auguri», dicen algunos, «los mejores deseos». Nadie parece tener prisa. No veo por ningún sitio papeles de regalo, ni el bombo de la publicidad, ninguna búsqueda frenética.

La ventana de la frutta e verdura está empañada. Fuera, donde estamos acostumbrados a ver las frutas del verano, encontramos canastas de nueces, castañas y olorosas clementinas, esas pequeñas mandarinas sin pepitas. Maria Rita, que está dentro con un gran jersey negro, está partiendo almendras. «Ah, benissimo! —dice a modo de saludo—. Ben tornato!» Donde antes hubiera exuberantes tomates, ahora hay apilados montones de cardi, que nunca he probado.

—Se hierve, pero primero hay que quitar todos los filamentos —abre un tallo y extrae la parte más correosa—. Póngalo enseguida en un poco de agua de limón o se pondrá negro. Luego lo hierve y… listo para el parmigiano, la mantequilla.

—¿Cuánto?

—Lo suficiente, lo suficiente, signora. Luego al horno. —Pronto nos está diciendo que hagamos bruschetta en una parrilla en la chimenea y que coloquemos encima col negra troceada, cocinada previamente con ajo y aceite en una sartén. Compramos naranjas sanguinas y pequeñas lentejas verdes de una urna, castañas, peras de invierno, pequeñas manzanas y brócoli, que nunca había visto en Italia hasta ahora—. Lentejas para el Año Nuevo —nos dice—. Yo siempre les pongo menta. —Nos ayuda a meter en la bolsa los ingredientes para la ribollita, «la sopa de invierno».

A la carnicería han traído salchichas frescas, y están colgadas en ristras en la parte frontal del aparador de la carne. Un hombre con una nariz en forma de salchicha, después de coger a Ed por el codo, empieza a indicar con gestos el acto de rezar el rosario y luego señala las largas ristras de salchichas. Tardamos un momento en hacer la asociación. El hombre lo encuentra muy divertido. En el aparador yacen aún con sus plumas codornices y pájaros varios que tendrían que estar cantando en lo alto de algún árbol. En la pared hay fotografías en color en las que el nombre del carnicero aparece escrito en el lomo de varias vacas blancas enormes, origen de la chuleta del Val di Chiana que Toscana tanto alaba. Allí está Bruno, con la mano puesta con gesto posesivo alrededor del cuello de una enorme bestia. Nos indica que le sigamos. Abre la cámara frigorífica y entramos con él. Una vaca del tamaño de un elefante cuelga de los ganchos del techo. Bruno le da una palmada afectuosa en el costado. «La mejor bistecca del mundo. Una parrilla bien caliente, romero, y un poquito de limón al servirlo.» Levanta las dos manos como diciendo: «¿Qué más puede haber en el mundo?» De pronto la puerta se cierra y nos quedamos atrapados con ese inmenso cuerpo rodeado de grasa blanca.

—¡Oh, no! —Me asalta la idea de que estamos atrapados. Me vuelvo corriendo hacia la puerta, pero Bruno se ríe. Abre con facilidad y nos apresuramos a marcharnos. No quiero ninguna chuleta.

Teníamos intención de cocinar, pero nos hemos entretenido demasiado. Dejamos la comida en el coche y volvemos al Dardano, nuestra trattoria favorita, para cenar. El hijo, que sirve las mesas desde que empezamos a venir, de pronto parece un hombrecito. La familia en pleno está sentada en torno a una mesa en la cocina. Sólo hay otros dos clientes, dos hombres de la localidad inclinados sobre sus boles de penne, comiendo como si no hubiera nadie en la sala. Pedimos pasta con trufas negras y una garrafa de vino. Después damos un paseo por las calles tranquilas, muy tranquilas. Unos críos juegan al fútbol en la piazza vacía. Sus gritos resuenan en el aire frío. Las mesas de las terrazas de los bares están guardadas, las puertas están cerradas, la gente se arracima en el interior aspirando humo. No hay coches. Un perro solitario en un paseo. La ciudad, completamente libre de extranjeros, con la excepción de nosotros, revela sus silencios, las largas noches en las que los hombres juegan a las cartas después de las nueve, las calles desiertas que parecen haber vuelto a sus orígenes medievales. Junto al muro del duomo, contemplamos las luces que salpican el valle. Hay otras personas que se inclinan sobre el muro. Cuando empezamos a tener frío, volvemos atrás y abrimos la puerta del bar a una explosión de sonido. El cacao, en la máquina de espressos, es tan espeso como el pudín. Sólo hace un día que hemos vuelto y ya estoy enamorada del invierno.

Con las primeras luces de la mañana salimos a trabajar a las terrazas, a pesar de que las olivas aún están mojadas por el rocío. Queremos acabar hoy para no dar tiempo a que se forme el mildiu. Más abajo, el valle aparece cubierto de una niebla más espesa que el mascarpone. Nosotros estamos por encima. El aire es límpido, frío, hiere nuestros pulmones. Es como mirar desde un avión. Una sensación incorpórea: el lado de la colina está flotando. Incluso el tejado rojo de la casa de nuestro vecino Placido ha desaparecido. El lago confiere a este paisaje parte de su misterio. Sobre sus aguas se forman grandes bancos de niebla que se extienden por el valle. La niebla se infla y sube. Mientras estamos recogiendo olivas, pasan junto a nosotros jirones de nubes. Pronto el sol ocupa su sitio y empieza a disipar la niebla, mostrando primero a nuestros ojos el caballo blanco de Placido, después el tejado y las terrazas de su propiedad. El lago permanece oculto bajo una masa nacarada de nubes. Encontramos árboles en los que no hay nada, luego uno que está cargado de olivas. Yo me ocupo de las ramas más bajas; Ed apoya la escala contra el tronco y sube. Para nuestra alegría, Francesco Falco, que cuida de nuestros olivos, se une a nosotros. Con sus pantalones de gruesa lana, la gorra de tweed y la canasta atada a la cintura, es la quintaesencia del olivarero. Se pone a trabajar como el profesional que es, recogiendo muchas más olivas de las que nosotros seríamos capaces de recoger. No va con tanto cuidado, y deja que las ramitas y las hojas caigan con las olivas, mientras que nosotros hemos estado quitándolas con esmero porque hemos leído que añaden tanino al sabor de la oliva. De vez en cuando se saca el machete de detrás del cinto (¿cómo lo hace para que no le pinche las posaderas?) y corta un brote que acaba de salir. Tenemos que entrar enseguida las olivas, nos dice, es posible que hiele. Nosotros paramos a tomar café, pero él sigue trabajando. Se ha pasado el otoño cortando la madera muerta para que los frutos nuevos tuvieran más oportunidades. Para la primavera habrá cortado todo, excepto las ramas más prometedoras y habrá aclarado bastante los árboles. Le preguntamos por olivos arbustivos, por técnicas más experimentales de poda sobre las que hemos leído, pero él no quiere saber nada de todo eso. El cuidado de las olivas es su segunda naturaleza, y es incuestionable. A sus setenta y cinco años, tiene la energía de alguien con la mitad de su edad. La misma energía, supongo, que le dio fuerzas para volver caminando a casa desde Rusia cuando acabó la segunda guerra mundial. Para nosotros, su imagen está tan vinculada a este paisaje que nos resulta difícil imaginarlo como el joven soldado desamparado a miles de kilómetros de su hogar cuando acabó la guerra. No deja de hacer chistes, pero hoy se ha dejado la dentadura postiza en casa y nos cuesta mucho entenderle. Pronto se encamina hacia las terrazas más bajas, que aún están sin desbrozar, porque ha visto desde el camino que algunos de los olivos están dando fruto.

Con las olivas de abajo, llegamos a un quintale. Después de la hora de la siesta, que hemos pasado trabajando, oímos que Francesco y Beppe se acercan con un tractor con un carro de olivas enganchado. Han recogido las sacas de su amigo Gino y se dirigen hacia el molino. Cargan las olivas de Gino en la Ape de Beppe y nos ayudan a cargar también las nuestras. Los seguimos. Casi ha oscurecido y la temperatura ha empezado a bajar. Tantos inviernos en California habían borrado de mi recuerdo lo que significa el frío de verdad. Es un protagonista por derecho propio. Tengo los dedos de los pies entumecidos y la calefacción del Twingo lanza una desesperada corriente de aire caliente.

—Sólo estamos a cuatro bajo cero —dice Ed. Él parece irradiar calor. Su pasado en Minnesota reaparece cada vez que me quejo del frío.

—Pues yo me siento como si estuviera en el congelador de Bruno.

Nuestras sacas se pesan, luego se vacían en una cuba, se lavan y son prensadas por tres ruedas de piedra. Una vez aplastadas, se introducen en una máquina que las reparte sobre una esterilla circular de cáñamo, se coloca encima otra esterilla y se reparte por encima más oliva, y así hasta obtener una capa de metro y medio de esterillas circulares con las olivas aplastadas entre ellas. Un peso aplasta el conjunto extrayendo el aceite, que rezuma por los lados de las esterillas hacia el tanque que hay debajo. Luego se centrifuga el aceite para extraer el agua. Nuestro aceite, en una damajuana, es verde y turbio. La cantidad obtenida, nos dice el molinero, es alta. El quintale producido por nuestros árboles nos ha proporcionado 18,6 kilos de aceite…, alrededor de un litro por cada árbol cargado. No me extraña que el aceite sea tan caro.

—¿Qué me dice de la acidez? —le pregunto. He leído que el aceite debe contener menos de un uno por ciento de ácido oleico para recibir la denominación de extra virgen.

—¡Uno por ciento! —El hombre apaga el cigarrillo con el talón—. Signori! Piú basso, basso —gruñe, «más bajo, más bajo», sintiéndose insultado ante la idea de que su molino pueda aceptar un aceite de inferior calidad—. Estas colinas son las mejores de Italia.

En casa, vertimos un poco de aceite en un bol y lo mojamos con pan, como harán en este momento todos los habitantes de Toscana. ¡Nuestro aceite! Nunca he probado uno mejor. Hay un ligero regusto a berro, levemente picante, pero también fresco, como las aguas de las que se extraen los berros. Con este aceite, haré todas las bruschette habidas y por haber. Hasta puede que incluso aprenda a comerme las naranjas con aceite y sal como he visto hacer al cura.

Con el tiempo se formará un sedimento en el gran contenedor, pero también nos gusta el aceite más oscuro y pastoso. Llenamos varias bonitas botellas que he estado guardando para este momento, y el resto lo guardamos en la semioscuridad de la despensa. A lo largo del poyo de mármol, colocamos cinco botellas con dosificador de las que utilizan los camareros. Son perfectas para verter el aceite o algún otro líquido poco a poco. La pequeña tapa se cierra sola cuando acabas, de modo que el aceite se conserva limpio. Estas vacaciones lo cocinaremos todo con nuestro aceite. Nuestros amigos tendrán que llevarse alguna botella, tenemos más del que podemos consumir y nadie a quien dárselo, ya que aquí todos tienen su propio aceite, o algún familiar que se lo suministre. Cuando nuestros olivos produzcan más, podemos vender el aceite extra virgen sobrante al consorcio local. He comprado el excelente aceite del comune en una jarra de 4,5 litros por unos veinte dólares. Una vez me llevé una a casa y valió la pena hacer aquel largo viaje con la fría jarra entre los pies.

Las hierbas de nuestras tierras siguen extendiéndose, a pesar del frío. Corto un manojo de ramitas de salvia y romero, cuarteo cebollas y patatas. Las dispongo alrededor del cerdo, después de bautizar la bandeja con un generoso chorro de nuestro primer aceite de la temporada, y lo meto en el horno.

La tarde siguiente descubrimos que hay un concurso de cata de aceites, la primera festa del olio extravergine del colle Cortonese, «el aceite extravirgen de las colinas de Cortona». Me viene a la cabeza la cucharada del mulino, pero aquí hay pan de la panadería. En la piazza aparecen alineados los aceites de buenos productores, y se han colocado tiestos con olivos para crear un poco de ambiente. «Nunca hubiera imaginado una cosa así, ¿y tú?», me pregunta Ed cuando probamos nuestro cuarto o quinto aceite. No, no hubiera podido. Los aceites, al igual que el nuestro, tienen un profundo frescor, y en el paladar es tal la sensación de vigor que siento ganas de lamerme los labios. La diferencia entre cada aceite es muy sutil. En el sabor de uno me parece estar probando el viento caliente del verano, las primeras lluvias del otoño en otro, la historia de una calzada romana, la luz del sol en las hojas. Saben a verde y están llenos de vida.