Capítulo 11

Volverse italiano

El Ed italiano es un hacedor de listas. En la mesa del comedor, en la mesita de noche, en el asiento del coche, en los bolsillos de camisas y jerseys, en todas partes encuentro trozos doblados de papel y sobres arrugados. Hace listas de lo que hay que comprar, lo que hay que hacer, planes a largo plazo, listas con cosas del jardín, listas de listas. Mezclando el inglés y el italiano, con la palabra que sea más corta. A veces sólo conoce la palabra italiana, si se trata de alguna herramienta específica. Tendría que haber guardado las listas que hizo durante la restauración de la casa y empapelar con ellas un lavabo, como hizo James Joyce con las cartas de rechazo de los editores. Hemos intercambiado nuestros hábitos: en casa, él normalmente no hace ni la lista de la compra; yo, en cambio, hago montones de listas, sobre las cartas que tengo que enviar, las tareas de la casa, y sobre todo con mis objetivos para cada semana. Aquí no suelo tener ningún objetivo.

Es difícil advertir en uno mismo los cambios en respuesta a un nuevo lugar, pero verlos en otra persona es fácil. Cuando empezamos a venir a Italia, Ed era un adicto al té. Cuando aún no estaba licenciado, se tomó un semestre libre para estudiar por su cuenta en Londres. Vivía en un estudio sin agua caliente cerca del Museo Británico y se mantenía a base de tazas de té con leche y azúcar entre sus lecturas de Eliot y Conrad. Desde luego, el espresso es pandémico en Italia; el sonido del vapor puede oírse en todas las piazzas. El primer verano que pasamos en Toscana, recuerdo que Ed no dejaba de observar a los italianos cuando entraban en un bar y pedían «un caffe». Por aquel entonces, era raro ver un espresso en Estados Unidos. Cuando Ed pedía su café, usualmente el barman le preguntaba: «Nórmale?» Debían de pensar que el turista se equivocaba. Nosotros pedimos grandes tazas de café marrón, como lo llaman los italianos con un deje de asombro.

«Sí, sí, nórmale», respondía él, algo impaciente. No tardó en aprender a pedir con autoridad, y nadie volvió a preguntar. Ed veía que los autóctonos lo bebían de un trago en vez de ir dando sorbitos. Se fijaba también en las diferentes marcas que usaban en cada bar: Illy, Lavazza, Arena, Río. Empezó a hacer comentarios sobre la crema. Siempre lo tomaba negro.

«Su vida debe de ser muy dulce —le dijo un barrista— si toma el café tan amargo.» Luego empezó a fijarse en los azucareros que todos los bares tienen, en la forma en que el barman colocaba el platillo y la cucharilla, y después empujaba el azucarero hacia ti y lo abría con un ademán. Los italianos se echan una cantidad increíble de azúcar…, dos o tres cucharadas bien llenas. Un día me sorprendió ver que Ed también se echaba todo ese azúcar. «Lo convierte casi en un postre», me explicó.

El segundo año que visitamos Italia, volvió a casa al final del verano con una La Pavoni comprada en Florencia, una máquina de acero inoxidable con un águila en la parte de arriba, un clásico que funciona manualmente. Y así, me convertí en beneficiaría de los capuchinos que me traía a la cama, y nuestros invitados, de espressos servidos en minúsculas tacitas que compró en Italia.

Aquí también ha comprado una La Pavoni, aunque ésta es automática. Antes de irse a dormir, se toma una última taza de elixir, o en casa o en la ciudad. Hay algo que le atrae en el hecho de pedir en un bar. A veces tienen máquinas La Faena de la era Decó, otras, máquinas Ranchillios, más chic. Examina la crema, menea la taza una vez y lo bebe de un trago. Dice que le da fuerzas para dormir.

La segunda experiencia cultural a la que se entregó con entusiasmo fue la de conducir. La mayoría de las personas que vienen de viaje dicen que conducir en Roma es toda una experiencia, que los viajes diarios por la autostrada son exámenes de valor y que las carreteras de la costa de Amalfi son el mismísimo infierno. «Esta gente sí que sabe conducir», recuerdo que me dijo una vez cuando pasaba con nuestro Fiat alquilado y de escasa potencia al carril de adelantamiento con el intermitente puesto. Un Maserati que vimos venir a toda velocidad por el espejo retrovisor nos obligó a ponernos otra vez en el carril de la derecha. No tardó en empezar a alabar las maniobras arriesgadas.

—¿Has visto eso? Iba con dos ruedas al aire —decía maravillado—. Desde luego, aquí también habrá zoquetes que conducen por el medio de la carretera, pero la mayoría se ciñen a las normas.

—¿Qué normas? —pregunté yo mientras un coche tan pequeño como el nuestro nos adelantaba a cien por hora. En teoría, existen límites de velocidad según el tamaño del motor, pero en todos los veranos que he pasado aquí nunca he visto que parasen a nadie por exceso de velocidad. Eres un peligro si vas a sesenta. No estoy muy segura de cuál es la tasa de accidentes; no he visto casi ninguno, pero estoy segura de que muchos los provocan conductores lentos (¿turistas, tal vez?) que incitan a los que van detrás.

—Tú fíjate. Si alguien se pone a adelantar y la maniobra es arriesgada, el coche que va detrás no ocupará su sitio hasta que el otro haya completado el adelantamiento… Le da la oportunidad de volver a ocupar el mismo sitio si surgen problemas. Nadie adelanta nunca por la derecha, nunca. Y no utilizan el carril izquierdo salvo para adelantar. Ya sabes cómo es en casa, la gente se cree que va al límite de velocidad pero utiliza el carril que le da la gana.

—Sí, pero… ¡mira! Adelantan en las curvas todo el tiempo. «Ahí hay una curva: vamos a adelantar.» Parece que lo aprenden en la autoescuela. Apuesto que el maestro lleva un acelerador en vez de un freno en su lado del coche. Sencillamente, lo sabes, si hay alguien detrás de ti, su intención es adelantar… Casi parece una obligación.

—Sí, pero los coches que vienen de cara ya lo saben. Ajustan la velocidad porque saben que pueden encontrarse un coche de frente al salir de la curva.

Está encantado cuando lee lo que dice el alcalde de Nápoles sobre el tráfico en la ciudad. Nápoles es la ciudad con la circulación más caótica del mundo. A Ed le encantó: el hombre se puso a conducir por la acera mientras los transeúntes iban por la carretera. «Una luz verde es una luz verde, avanti, avanti —explicó el alcalde—. La luz roja, sólo una sugerencia.» «¿Y la amarilla?», le preguntaron. «La amarilla es para divertirse.»

En Toscana, la gente respeta más las normas. Tal vez se precipitan en algunas cosas, pero se detienen ante las señales. Aquí el desafío está en las estrechas callejas medievales, por las que el coche pasa a duras penas, y los giros repentinos que difícilmente podría realizar una bicicleta. Por suerte, la mayoría de las ciudades han cerrado su centro histórico a los coches, toda una bendición que ha permitido recuperar en toda su magnitud la vida de las piazzas. Y una bendición para mis nervios también, porque las calles tortuosas le resultaban demasiado atractivas a Ed y hemos tenido que retroceder dando marcha atrás por muchas de ellas cuando resultaba imposible seguir adelante, bajo la sorprendida mirada de la gente, que nos veía recorrer sus ciudades marcha atrás.

Le impresionó muchísimo ver que la policía conducía Alfa Romeos. El primer año, cuando volvimos a casa, se compró un GTV plateado con veinte años en perfecto estado, sin duda uno de los coches más hermosos que se han hecho nunca. Le pusieron tres multas por exceso de velocidad en seis semanas. Una la discutió. Le estaban agobiando, le dijo al juez. La policía de carreteras siempre va a por los deportivos, pero él no corría. En un claro abuso de poder, el juez le dijo que vendiera el coche si no le gustaba el sistema y dobló el importe de la multa allí mismo.

Por un tiempo, nos cambiamos los coches. Teníamos que hacerlo. Ed se arriesgaba a perder el carnet. Yo iba al trabajo con su bólido y nunca me pusieron una multa; él llevaba mi viejo Mercedes sedán, al que llamaba de modo poco afectuoso Delta Queen.

—Va como una tortuga —se quejaba.

—Pero es muy seguro… y no te han parado ninguna vez.

—¿Cómo me van a parar con este cacharro?

Cuando volvimos a Italia, se encontró de nuevo en su elemento. La mayoría de nuestros viajes transcurren por carreteras estrechas. Hemos aprendido a no vacilar a la hora de seguir las carreteras sin pavimentar cuando el recorrido parece atractivo. Normalmente están bien conservadas o son cuando menos transitables. Más de una vez hemos salido de la carretera principal para llegar a alguna iglesia abandonada del siglo XIII y, como en las estrechas callejas medievales, hemos retrocedido marcha atrás cuando ha sido necesario. No es problema para alguien con hielo en las venas. Retroceder marcha atrás por una carretera de un solo carril que va colina arriba y con curvas es una experiencia apasionante para los maníacos del volante. «¡Diablos!», grita. Ed está vuelto hacia atrás, con un brazo sobre el respaldo de mi asiento y la otra mano al volante. Yo miro hacia abajo, muy abajo, al adorable valle que queda al fondo. Habrá unos doce centímetros entre las ruedas y el bordillo. Topamos con un coche que baja. Todos se apean a discutir la solución, y entonces también ellos empiezan a subir marcha atrás; ahora parecemos un convoy de idiotas. Van en un Alfa GTV rojo, como el que Ed tiene en casa. Cuando la carretera se ensancha, volvemos a bajar de los coches y ellos se ponen a hablar extensamente sobre el coche, sobre el espejo tan particular que tiene, el problema con el intermitente, su valor actual, ad infinitum. He desplegado el mapa sobre la caliente capota del Fiat, tratando de averiguar cómo salir de este barranco donde, obviamente, no se encuentra el monasterio en ruinas.

Uno de los motivos por los que a Ed le gusta tanto la autostrada es que le permite combinar sus dos aficiones. Cada cincuenta kilómetros más o menos aparece un área de servicio. A veces no hay más que un pequeño bar y la gasolinera. Otras se extienden sobre la carretera y tienen restaurante y tienda e incluso un motel. Ed aprecia mucho la eficiencia de los bares. Da sorbitos a su espresso, y pide muchas veces un rápido panino de grueso pan y mortadela. Yo me tomo un capuchino, que no es muy ortodoxo para la tarde, mientras él espera pacientemente. Ed nunca se demora innecesariamente en los bares de carretera. Entrar y salir. Es así como va. Y luego volvemos a la carretera, con el pesado espresso corriendo por sus venas, y el velocímetro subiendo a un ritmo de vértigo. Paradiso!

En un nivel más fundamental, la tierra lo ha cambiado. Al principio pensábamos que queríamos doce o dieciséis hectáreas. Dos parecían poco, hasta que empezamos a despejar malezas y a mantenerlas. La limonaia está llena de herramientas. En casa guardamos las herramientas en una caja metálica roja…, la de tamaño pequeño. No se nos ocurrió que tendríamos un plantador, una sierra de cadena, tijeras de podar, desbrozadoras y un estante entero de azadas, rastrillos, una esquina para rodrigones, innumerables herramientas manuales que parecen de antes de la revolución industrial: hoces, podadoras de parras, guadaña. Como mucho, supongo que pensábamos que desbrozaríamos la tierra, podaríamos los árboles y ya está. Y cortar el césped de vez en cuando, fertilizar, podar. Lo que no sabíamos era el tremendo poder de recuperación de la naturaleza. La tierra se regenera de una forma implausible. Mi experiencia con la jardinería me había hecho creer que a las plantas hay que estarles siempre encima para que crezcan. Pero es imposible frenar a la hiedra, el zumaque, las higueras, las acacias y las zarzamoras. Una parra a la que llamamos «pérfida» se enrosca y estrangula. Tendremos que arrancarla de raíz, una raíz del tamaño de una zanahoria. Lo mismo que las ortigas. Es un milagro que las ortigas no se hayan adueñado del mundo. Cuando las arrancas, incluso con guantes, es casi imposible que no te piquen sus jugos. O el bambú, cuyos estolones invaden continuamente el camino de acceso. Hay ramas que caen. Hay que volver a asegurar los olivos jóvenes después de las tormentas. Hay que arar las terrazas. Hay que sachar el contorno del olivo, luego echar fertilizante. Las vides necesitan semanas de cuidados. En resumen, tenemos una pequeña granja y necesitamos un granjero que la cuide. Sin un trabajo constante, este lugar volvería al estado en que lo encontramos en pocos meses. Así las cosas, o nos hacemos a la idea y disfrutamos, o nos agobiamos.

«¿Cómo está el gran horticultor?», me pregunta una amiga. También ella lo ha visto sobre una de las terrazas altas examinando cada planta, tocando las hojas de un nuevo cerezo, seleccionando piedras. Ha llegado a conocer cada encina, piedra, tocón y roble. Tal vez el vínculo se creó mientras despejaba la tierra.

Ahora recorre las terrazas diariamente. Se ha acostumbrado a llevar pantalones cortos, botas y una camiseta de tirantes, como las que solía llevar mi padre. Sus bíceps y los músculos de su pecho abultan como en los viejos cómics. Su padre trabajó como granjero, hasta que tuvo que dejarlo a los cuarenta años y buscar trabajo en la ciudad. Sus antepasados deben de proceder de los campos de Polonia. Ellos, estoy segura, lo reconocerían desde el otro extremo del campo. Aunque en San Francisco nunca se acuerda de regar las plantas, aquí lleva los cubos a cuestas hasta los árboles frutales en épocas secas, mima una variedad especial de lavanda con hojas aromáticas, lee por la noche sobre fertilizantes y poda.

¿Hasta qué punto podemos llegar Ed y yo a ser italianos? No mucho, me temo. Somos demasiado pálidos, demasiado incapaces de acompañar nuestras palabras de modo natural con gesticulaciones constantes. Vi una vez a un hombre que salía de la pequeña cabina de teléfono para poder gesticular con las manos mientras hablaba. Mucha gente para el coche en el arcén para hablar por sus móviles porque les resulta imposible mantener una mano en el volante, otra en el teléfono y hablar al mismo tiempo. Tampoco dominaremos nunca el arte de hablar todos a la vez. A menudo veo desde la ventana grupos de tres o cuatro personas paseando por el camino. Todos hablan a la vez. ¿Quién escucha? Se puede hablar simplemente por hablar. Después de un partido de fútbol, nunca se nos ocurriría salir a la calle a apretar el claxon del coche o montar en una scooter y dar vueltas y más vueltas por la piazza.

Ferragosto, que es día festivo, al principio nos desconcertaba, hasta que empezamos a comprender que es un estado mental. Nosotros mismos hemos entrado gradualmente en ese estado mental. En pocas palabras, ferragosto, el 15 de agosto, marca el ascenso del cuerpo material y el alma de la virgen María al cielo. ¿Por qué el 15 de agosto? Tal vez porque hacía demasiado calor para permanecer un solo día más en la tierra. El techo abovedado de la catedral de Parma muestra su glorioso ascenso hacia los cielos, acompañada por muchos otros. Desde la perspectiva del que mira desde abajo, lo que uno ve son las faldas infladas en su ascenso por los aires. Esto sí que es un triunfo del arte: no se ve la ropa interior de nadie. Pero en realidad el día no es más que una señal, ya que su significado más amplio implica que agosto es mes de vacaciones, y un período de intenso laissez-faire. Estamos empezando a comprender que el trabajo diario queda en suspenso durante todo agosto. Aunque lleguen a una ciudad hordas de turistas, es posible que su mejor trattoria tenga puesto un cartel de chiuso per ferie, «cerrado por vacaciones», y que los dueños hayan hecho las maletas y hayan salido para Viareggio. La lógica mercantilista de los estadounidenses aquí no ayuda. Los italianos no se dedican necesariamente a amasar dinero durante la temporada de turistas y se van de vacaciones en abril o noviembre, cuando ya se han ido todos. ¿Por qué? Porque es agosto. La tasa de accidentes en autopistas se eleva vertiginosamente. Las ciudades costeras están atestadas. Hemos aprendido a posponer cualquier proyecto más complicado que hacer mermeladas. O incluso eso: lleno mi gorra de ciruelas, me siento bajo un árbol, muerdo absorbiendo su jugo y cuando acabo tiro la piel y el hueso por encima del muro. Por toda Italia, la fiesta de la Asunción invita a las celebraciones. Cortona celebra una gran fiesta: la Sagra della bistecca, una festa para los grandes bistecs de la comarca.

Sagra es una bonita palabra. Cuando empieza la temporada de algún ingrediente, en Toscana es frecuente que se haga algún tipo de celebración. En las ciudades pequeñas, ves por todas partes carteles anunciando una sagra para las cerezas, las castañas, el vino santo, el albaricoque, las ancas de rana, el jabalí, el aceite de oliva o la trucha de lago. Este mismo verano, ya hemos asistido en la parte alta de la ciudad a la sagra della lumaca, «del caracol». Se dispusieron unas ocho mesas en las calles y la música no dejaba de sonar, pero la falta de lluvias había hecho que desaparecieran los caracoles, así que en vez de caracoles se sirvió estofado de ternera. En una sagra celebrada en un borgo de montaña, no gané el asno de la rifa por un número. Comimos pasta con ragú, cordero a la parrilla, y contemplamos a una digna pareja de ancianos bailar elegantemente al sonido del acordeón, él con el cuello almidonado y ella vestida de negro hasta los tobillos.

Los preparativos para la fiesta de dos días de Cortona se inician con varios días de antelación. Los empleados del ayuntamiento montan una enorme parrilla en el parque: una base de ladrillo que llega a la altura de la rodilla de 1,80 x 6 m y 30 cm de altura, con barras de hierro colocadas encima, algo parecido a las barbacoas que recuerdo de casa. En ese mismo sitio, más adelante se utilizará la parrilla para la festa de los porcini de otoño. (Cortona se atribuye el mérito de utilizar la sartén más grande del mundo para las setas. Nunca he estado aquí para esa festa, pero puedo imaginar el sabroso aroma de los porcini llenando el parque.) Los hombres disponen mesas para cuatro, seis, ocho, doce personas bajo los árboles y las decoran con faroles. Se montan pequeños puestos para servir la comida cerca de la parrilla, luego sacan el de los tickets, lo limpian un poco y lo colocan a la entrada del parque. Al pasar, veo montones de carbón en el cubierto.

El parque, que normalmente está cerrado al tráfico, se abre durante estos dos días para acomodar a toda la gente que llega para la sagra. Malas noticias, porque nuestro camino de grava blanca lleva al parque. Los coches empiezan a llegar a partir de las siete de la mañana y vuelven a marcharse a partir de las once de la noche. Decidimos bajar a la ciudad por la calzada romana para evitar las nubes de polvo blanco. Nuestro vecino, uno de los voluntarios de la parrilla, nos saluda con la mano.

Grandes chuletas chisporrotean sobre el enorme lecho de carbones candentes. Nos ponemos en la larga cola y cogemos nuestros crostini, nuestros «platos», la ensalada y las verduras. En la parrilla, nuestro vecino saca dos grandes bistecs para nosotros, y vamos dando tumbos hacia una mesa que ya está casi llena. Los cántaros de vino van pasando de unas manos a otras. La ciudad entera ha salido para la sagra y, curiosamente, no parece haber ningún turista, aparte de una larga mesa para unos ingleses. No conocemos a la gente con la que estamos sentados. Son de Acquaviva. Dos parejas y tres niños. Un bebé está royendo un hueso y parece encantado. Los dos niños, a la manera educada de los niños italianos, se concentran en comerse sus bistecs. Los mayores brindan por nosotros y nosotros correspondemos con otro brindis. Cuando decimos que somos estadounidenses, un hombre pregunta si conocemos a sus tíos, que viven en Chicago.

Después de la comida, paseamos por la ciudad, junto con una multitud de gente. La Rugapiana está atestada. Los bares están atestados. Nos las arreglamos para conseguir unos cucuruchos de avellana. Un grupo de adolescentes está cantando en los escalones del ayuntamiento. Tres niños tiran petardos y luego ponen cara de inocentes. Se mueren de risa. Yo espero fuera mirándolos mientras Ed entra en un bar para tomar un trago del elixir negro que tanto adora. Cuando volvemos a casa, pasamos de nuevo por el parque. Son casi las diez y media y la parrilla sigue humeando. Vemos a nuestro vecino cenando con su bonita esposa y su bonita hija y una docena de amigos.

—¿Cuánto hace que la ciudad celebra esta sagra? —les pregunta Ed.

—Desde siempre, desde siempre —responde Placido. Los estudiosos creen que la primera conmemoración de la fiesta del día de María se celebró en Antioquia el 370 d. C. Eso significa que hace 1624 años que se celebra. Siendo Cortona tan antigua, tal vez el hecho de sacrificar una vaca blanca y servirla en honor a alguna deidad se remonte incluso más atrás en el tiempo.

Después de ferragosto, Cortona queda inusualmente tranquila por unos días. Quien tenía que venir a la ciudad ya ha venido. Los tenderos de las tiendas se sientan fuera a leer el periódico o miran de modo ausente la calle. Si has encargado algo, no llegará hasta septiembre.

Nuestro vecino, el parrillero jefe, es también el recaudador de impuestos. Sabemos la hora que es cuando lo vemos pasar en su Vespa por la mañana, a la hora de comer, después de la siesta y cuando vuelve por la noche. He empezado a idealizar su vida. Para los extranjeros resulta fácil idealizar, dar un halo de romanticismo, estereotipar y simplificar excesivamente a la población autóctona. Al borracho que va tambaleándose por la calle después de su trabajo descargando cajas en el mercado por las mañanas, le corresponde el papel de Borracho del Pueblo en el reparto. A la mujer encorvada con el pelo negro azabache se la conoce como la Abortista. El foxterrier rojo y blanco que visita a los tres carniceros esperando las sobras cada mañana se convierte en el Perro de la Ciudad. Están también el Artista Chiflado, el Fascista, la Belleza Renacentista, el Profeta. Por supuesto, una vez que conoces a la persona, la caracterización palidece felizmente. Sin embargo, Placido, nuestro vecino, tiene dos caballos blancos. Va con su Vespa cantando. Y lo oímos claramente porque pasa junto a la casa. No enciende el motor hasta que llega abajo, cuando el camino se allana. Tiene pavos reales y gansos, y palomas blancas. Es un hombre de mediana edad, lleva sus cabellos claros largos y a veces los sujeta con un pañuelo. Cuando monta a caballo, se le ve totalmente en su elemento, es un jinete nato. Su esposa y su hija son inusualmente hermosas. Su madre deja flores en nuestro pequeño altar y su hermana se refiere a Ed como el guapo americano. Sí, todo esto, pero en realidad, lo que me hace idealizar a Placido es que parece completamente feliz. A todo el mundo le gusta en la ciudad. «Oh, Placi —dicen—; tienen a Placi por vecino.» En la ciudad, alguien lo saluda a cada paso. Tengo la sensación de que podría haber vivido en cualquier época. Vive en su pacífico reino, independientemente del tiempo, en su casa de piedra sobre terrazas de olivos. Para reforzar esta intuición mía, este paradigma rousseauniano se ha presentado en nuestra puerta con un halcón sobre la muñeca.

Tengo fobia por los pájaros, reducto de alguna transferencia de mi infancia, así que lo último que querría ver en mi puerta es un ave de presa. Placido ha traído un amigo con él. Quieren entrenar al halcón. Preguntan si pueden utilizar nuestras tierras para practicar. Intento no demostrar mi miedo. «Ho paura», reconozco, pensando lo preciso que es el italiano: «Yo tengo miedo.» Gran error. Placido se adelanta con el pájaro y me invita a colocarlo sobre mi brazo. No tendré más miedo cuando vea la magnificencia de esta criatura. Ed baja del piso de arriba y se interpone entre nosotros. Hasta él parece alarmado. Mi fobia se le ha pegado un poco. Pero nos complace que nuestro Placido se sienta lo bastante vecino con los stranieri para venir a pedirnos el favor, así que le acompañamos hasta el punto más alejado de nuestra propiedad. Su amigo coge el ave y se aleja unos quince metros. Placido se saca algo del bolsillo. El halcón extiende sus alas —de una envergadura impresionante— y las agita con nerviosismo, levantándose sobre las patas.

«Una codorniz viva. Dentro de poco empezaré a traer palomas de la piazza», nos dice riendo. Su amigo suelta el pequeño capuchón de cuero y el pájaro sale disparado hacia Placido. Empiezan a volar plumas. El halcón devora rápidamente a la codorniz, convirtiéndola en un revoltijo de sangre. El amigo hace una señal con un silbato y el halcón vuelve a su muñeca y acepta de nuevo el capuchón. Un espectáculo espeluznante. Placido dice que hay quinientos halconeros en Italia. Ha comprado su halcón en Alemania, el pequeño capuchón en Canadá. Debe entrenarlo cada día. Alaba al pájaro, ahora inmóvil sobre su muñeca.

Ciertamente, este deporte no contribuye a disipar mi impresión de que Placido está por encima de los tiempos. Lo veo sobre su caballo blanco, con el halcón sobre la muñeca y es como ver a alguien de camino a una justa o un torneo medieval. Cuando paso junto a su casa, veo al pájaro en su jaula. Su austero perfil me recuerda a la señora Hattaway, mi profesora de séptimo curso. El súbito giro de su cabeza me trae a la memoria la infalible habilidad que tenía para presentir cuando alguien estaba pasando una chuleta.

Estoy recogiendo las cosas para volar a casa desde Roma cuando una desconocida me llama desde Estados Unidos.

—¿Cuál es el lado malo? —me pregunta por teléfono. Ha leído un artículo que escribí sobre comprar y restaurar una casa—. Siento molestarla, pero no tengo a nadie con quien discutirlo. Quiero hacer algo, pero no sé qué exactamente. Soy abogada, y trabajo en Baltimore. Mi madre ha muerto y…

Reconozco el impulso. Reconozco el deseo de sorprender a tu propia vida. «Tienes que cambiar tu vida», como dijo Rilke. Atesoro con cariño todo cuanto he aprendido en mis primeros años de residente parcial en otro país. La mera satisfacción de que algunas palabras italianas se convirtieran en algo tan familiar para mí como las palabras inglesas sería placer suficiente: pompelmo, susina, fragola…, el nuevo nombre de todas las cosas. Lo que me aterraba era pensar que con el final de mi matrimonio mi vida se vería limitada. Por mi legado de mujeres desilusionadas y resignadas, supongo, de viejas bellezas del condado que miran las rosas prensadas entre las hojas de sus atlas. Y, pienso también que, para todas aquellas que hemos vivido la era del movimiento de liberación de la mujer, siempre existe el miedo de que no sea real, de que no se te permita realmente determinar el rumbo de tu vida. Te la pueden arrebatar en cualquier momento. Para mí ha sido como hacer malabarismos sobre una tabla de surf, esperando que en cualquier momento la gran ola se cerniera sobre mí y me engullera. Pero, aunque aprendo despacio, estoy empezando a comprender que los dioses no me arrebatarán a mi primogénito si consigo disfrutar de mi vida. La mujer que está al otro lado de la línea ha conseguido mi teléfono en Italia a través de la universidad.

—¿Qué piensa hacer? —le pregunto a esta completa extraña.

—Siempre he adorado las islas que quedan frente a las costas de Washington. Hay una casa en venta, aunque mis amigos piensan que estoy loca porque está en el otro extremo del país. Pero se llega en ferry…

—No hay un lado negativo —le digo con firmeza. Los incontables problemas con Benito, los problemas financieros, las barreras del lenguaje, el agua caliente en el lavabo, las capas de mugre de las vigas, los largos trayectos en avión desde California… todo esto no es nada comparado con el placer absoluto de poseer este pequeño trozo de tierra en una colina de Toscana.

Tengo el impulso de invitarla a visitarnos. Su deseo la acerca a mí, así que enseguida nos haríamos amigas y hablaríamos extensamente hasta bien entrada la noche. Pero pronto me marcharé. Mientras hablo con esta mujer que está en su oficina de un alto edificio, la media luna se eleva sobre la fortaleza de los Medici. Más allá, veo el banco que Ed ha hecho para que podamos sentarnos bajo el roble. Un tablón sobre dos tocones. Me gusta subir por las terrazas y sentarme allí a media tarde, cuando la luz dorada empieza a difuminarse sobre el valle y las sombras se extienden entre las largas cumbres. Nunca he sido hippie, pero le pregunto si conoce el viejo lema «Sé feliz».

—Sí —contesta—. Yo estaba en Woodstock hace veinticinco años. Pero ahora me dedico a llevar disputas laborales para una compañía transnacional… No sé si tiene mucho sentido.

—Bueno, ¿cree que mudarse a otro lugar le daría una mayor libertad? Yo me lo he pasado increíblemente bien aquí. —No menciono el sol, no menciono que cuando estoy lejos y me imagino aquí es siempre a plena luz; ahora me siento permeable. El sol de Toscana ha penetrado con su calidez hasta la médula de mis huesos. Flannery O’Connor hablaba de buscar el placer con «los dientes apretados». En casa a veces tengo que hacerlo así, pero aquí el placer es algo espontáneo. Los días se bastan por sí solos, se viven con la misma facilidad con la que el chico que sostiene la escala tintineante equilibra el grueso melón y los oxidados discos de hierro.

Espero enterarme de si ha comprado la casa de madera con embarcadero propio.

Veo su bicicleta azul apoyada contra un pino, la correhuela que se encarama por el pasamanos del porche.

¡Valiente chica! Placido va con su hija al lugar. Ella lleva el halcón sobre la muñeca. Sus largos rizos se balancean mientras camina. Incluso esto, que tanto me impone, se asienta en la memoria. Soñaré con el halcón durante todo el invierno. Tal vez aparecerá volando en una pesadilla. O quizá acompañe simplemente a los vecinos a media tarde, cuando pasen por el camino bordeado de cipreses y se dirijan al lugar donde pueden soltarlo, permitiéndole volar cada vez más lejos. Es tanto lo que llevaré conmigo al final del verano… «La noche», de Cesare Pavese, termina así:

A veces regresa,

en la serena quietud del día, el recuerdo

de aquel vivir absorto, en la luz asombrada.