Riva, Maremma: En la Toscana salvaje
Finalmente, estamos preparados para abandonar Bramasole, aunque sólo sea por unos días. Los suelos están encerados y relucen. Los muebles que Elizabeth nos dio relucen gracias a la cera de abeja, y los cajones están enmarcados en papel florentino. En el mercado conseguimos antiguas mantas para las camas. Todo funciona. Hasta engrasamos los postigos un sábado; los sacamos todos, los lavamos y los frotamos con una capa del omnipresente aceite de linaza. La lata de semillas mezcladas que arrojé a lo largo del muro polaco crece con abandono, a punto de desbocarse. Vivimos aquí. Ahora podemos empezar las incursiones en los círculos concéntricos de nuestro alrededor, Toscana y Umbría este año, tal vez el sur el año que viene. De alguna manera, nuestros viajes siguen teniendo como centro la casa: estamos pensando hacer una pequeña bodega, para empezar una colección de vinos que asociamos a los lugares y las comidas con los que los hemos disfrutado. Muchos vinos italianos están hechos para beberse inmediatamente; nuestra «bodega» de debajo de las escaleras será para botellas especiales. En la despensa que hay junto a la cocina, tendremos nuestra damajuana y los cajones del vino de la casa.
Mientras viajemos, queremos probar tanto de la cocina de la Maremma como sea posible, tostarnos al sol, seguir la pista de otros asentamientos etruscos. Desde que leí hace años la obra Lugares etruscos, de D. H. Lawrence, he deseado ver al joven zambullirse, al flautista con sus sandalias, las panteras agazapadas, experimentar el misterioso vigor y la palpable joie de vivre que durante tantos siglos han permanecido bajo tierra. Hemos estado planificando el recorrido durante días. Parece como si fuéramos a hacer un viaje al lejano interior, aunque en realidad no serán más que unos cientos de kilómetros, desde nuestra casa hasta Tarquinia, donde aún se están explorando cientos y cientos de tumbas etruscas. La noción de tiempo sigue desconcertándome. La densidad de las cosas que hay que ver en Toscana me hace perder de vista el sentido de la distancia y la mentalidad de autopista que tenemos en California, donde Ed se desplaza ochenta kilómetros para acudir diariamente a su trabajo. Una semana será poco. La zona conocida como la Maremma, el páramo, ya no es pantanosa. Las últimas aguas pantanosas se desecaron hace tiempo. Sin embargo, su historial de malaria asesina ha hecho que esta parte suroccidental de Toscana se mantuviera relativamente despoblada. Es la tierra de los butteri, «vaqueros», la única franja sin masificar de la costa tirrena, una tierra de amplios espacios abiertos interrumpidos tan sólo por pequeñas casetas de piedra que los pastores usan para cobijarse.
Pronto llegamos a Montalcino, una ciudad con bonitas vistas sobre una serie de colinas. El ojo se cansa y, sin embargo, el paisaje verde y ondulado continúa. Hay pequeñas tiendas de vinos a ambos lados de la calle. Una mesa con un mantel blanco y unos pocos vasos de vino aguardan al visitante detrás de cada puerta, como invitándolo a beber en la intimidad con el propietario y a brindar por las buenas cosechas.
Desde luego, el hotel de la ciudad es modesto, y me asusto al ver que los enchufes del cuarto de baño están en la ducha. Enfoco la alcachofa de la ducha a la esquina opuesta y salpico lo menos posible. ¡No quiero morir electrocutada antes de haber probado los vinos locales! La vista que tenemos sobre los tejados de tejas y el campo nos compensa por este descalabro. El café belle époque que hay en el centro no parece haber cambiado desde 1870: mesas de mármol, bancos de terciopelo rojo, espejos de oro. Una camarera está limpiando la barra. Sus labios tienen la forma del arco de Cupido y lleva una camisa blanca almidonada con lazos en las mangas. ¡Qué podría haber más sensual que una comida a base de prosciutto y trufas en schiacciata, un pan plano como la focaccia, con sal y aceite de oliva, junto con un vaso de Brunello! ¡La simplicidad y dignidad de la comida toscana!
Después de la siesta caminamos hasta la fortezza del siglo XIV, convertida ahora en una fantástica enoteca. En la parte baja antigua, donde solían almacenarse ballestas y flechas, cañones y pólvora, pueden probarse todos los vinos de la zona. Fuera el sol resulta deslumbrante. En la fortezza la luz es débil, las paredes de piedra, frescas y almizcladas. Tomamos un par de buenos vinos blancos de viñedos de Banfi y Castelgiocondo con música de Vivaldi de fondo. De modo totalmente apropiado, la música cambia, y es a Brahms a quien escuchamos cuando probamos los Brunello tintos de varios viñedos: Il Poggiolo, Case Basse y el abuelo de todo Brunello, el Biondi. Excelentes vinos totalmente madurados que hacen que sienta ganas de correr a una cocina y preparar la abundante comida que merecen acompañar. Estoy impaciente por cocinar para estos vinos: conejo asado con vinagre balsámico y romero, pollo con cuarenta dientes de ajo, peras con baño de vino y servidas con mascarpone. El hombre que nos sirve insiste en que probemos varios vinos de postres. Nos enamoramos de uno que se llama simplemente «B» y de un Moscadello de Tenuta Il Poggione. Sin duda el enólogo era antes fabricante de perfumes. No se necesitaría postre alguno con estos vinos, excepto tal vez una nectarina madura. O, pensándolo bien, un suflé de limón sería divino. O mi viejo favorito del sur, créme brülée. Compramos algunas botellas de los exuberantes Brunello. El simple hecho de recordar los precios que tienen en Estados Unidos nos hace ser indulgentes. En Bramasole tenemos espacio para guardar botellas bajo las escaleras de piedra. Podemos meter las cajas, cerrar la puerta y empezar a sacarlas de aquí a unos años. Ya que pensar a largo plazo no es el fuerte de ninguno de los dos, compramos dos cajones del menos costoso Rosso di Montalcino, que se puede beber ahora, y es, de hecho, suave y con cuerpo. Me pregunto si aún quedará algo de los vinos de postres para el final del verano.
A la caída de la tarde salvamos los pocos kilómetros que nos separan de Sant’Antimo, uno de esos lugares que parece construido sobre suelo sagrado. A lo lejos, en medio de un campo de olivos podados, se divisa una abadía románica de pálido travertino, de un estilo puro y desnudo. No parece italiana. Cuando Carlomagno pasó por aquí, sus hombres fueron golpeados por una epidemia y Carlomagno rezó para que pasara. Prometió que si sus plegarias eran escuchadas fundaría una abadía y, en 781, construyó una iglesia. Tal vez sea ese legado lo que da a la iglesia actual, construida en 1118, sus esbeltas y ligeras líneas francesas. Llegamos cuando empiezan las vísperas. No habrá más que una docena de personas, y tres de ellas son mujeres que se abanican y charlan detrás de nosotros. Normalmente el hábito de considerar la iglesia como una extensión de la sala de estar o la piazza me resulta encantador, pero hoy me vuelvo y miro a las mujeres, porque los cinco monjes agustinos que han entrado y han tomado sus libros han empezado a entonar cantos gregorianos. La iglesia alta y desprovista de adornos amplifica sus voces y el pálido sol de esta hora tardía vuelve translúcido el travertino. La música penetra en mi oído, como el canto de algunos pájaros, que casi resulta doloroso. Sus voces parecen rodar y romper, luego se separan y convergen en un murmullo cada vez más bajo. El canto libera mi mente, la disocia de la lógica. La mente se zambulle y nada por un largo silencio. El canto es optimista, básico, un río sobre el que cabalgar. Recuerdo los versos de Gary Snyder:
permanece en tu sitio
conoce las flores
hazte luz
Miro a Ed y veo que está mirando hacia arriba, a los pilares de luz. Pero las mujeres siguen indiferentes. Tal vez vienen cada día. A mitad de la ceremonia se levantan y salen ruidosamente, hablando las tres a la vez. Si viviera aquí, también yo vendría cada día, porque si no te sientes santo aquí, no lo harás en ningún sitio. Me fascina la diligencia que demuestran estos monjes interpretando sus cantos llanos en las seis horas litúrgicas del día, empezando con las lodi, «cantos de alabanza», a las siete de la mañana, y terminando con la compieta, las «completas», a las nueve. Me gustaría pasar aquí un día entero para escucharlas. Leo en el folleto que aquellos que estén en retiro espiritual pueden alojarse en celdas para invitados y comer en el convento cercano. Caminamos alrededor del edificio, admirando la estilización de las piezas que soportan el tejado.
Una tarde fresca para conducir por caminos de tierra admirando el paisaje, olfateando como un perro por la ventana para aspirar el fresco aroma a heno seco del campo. Llegamos a Sant’Angelo in Colle, un restaurante regentado por las bodegas de Poggio Antico. Se está celebrando un ruidoso convite de boda y todas las camareras disfrutan de la acción. Nos ponen en una sala aparte, solos, con la fiesta rugiendo a nuestro alrededor. No nos importa. Hay una pila de piedra llena de melocotones maduros, cuyo aroma impregna la habitación. Pedimos crema de cebolla, patatas con romero, y, qué si no, el Brunello de la casa.
Hablar de una Toscana salvaje es en realidad un oxímoron. La región, en conjunto, hace siglos que está domesticada. Cada vez que cavo en mi jardín, soy consciente de los muchos que han trabajado la tierra antes que yo. Tengo una gran colección de trozos de platos de diferentes formas y tamaños, tantos que me pregunto si habrá mujeres que tiren sus platos en el jardín. Coladores de loza, bordes de tapaderas, delicadas asas de tazas, y un surtido de piezas de platos que se han ido acumulando en una mesa que tengo fuera, junto con la quijada de un jabalí y la de un erizo. La tierra ha sido hollada una y otra vez. Un vistazo a las terrazas cultivadas basta para comprender que las colinas se han remodelado en pro de la conveniencia y la supervivencia del hombre. Y sin embargo, la zona de la Maremma fue, hasta hace menos de un siglo, una llanura costera habitada por vaqueros, pastores y mosquitos. Su mal aria se asociaba definitivamente con fiebres y escalofríos. Las granjas son raras por aquí, mientras que el resto de Toscana está salpicada de ellas. El Renacimiento pasó muy de refilón por aquí; en las ciudades es raro encontrar muestras monumentales de arquitectura, ni han sido embellecidas por los grandes nombres de la pintura. El aire insalubre, ahora suave y fresco, seguramente ayudó a preservar las abundantes tumbas etruscas. Aunque muchas se saquearon despiadadamente, se conserva una sorprendente cantidad. ¿Eran los etruscos inmunes a la malaria? La evidencia demuestra que la zona estaba bastante poblada en su época.
Nuestra siguiente base está en una casa residencial, convertida ahora en hotel, en las propiedades de los viñedos de Acquaviva, cerca de Montemerano. Ed ha leído con atención la guía de Gambero Rosso y ha descubierto este pequeño pueblo con tres excelentes restaurantes. Dado que queda cerca de todo cuanto queremos ver, decidimos quedarnos unos días en lugar de ir de un hotel a otro. Una entrada con tres carriles lleva a un inmenso jardín donde uno puede sentarse a la sombra para contemplar los viñedos ondulados. Abro los postigos y la habitación se llena del olor a hortensias. Deshacemos rápidamente el equipaje y salimos otra vez; ya habrá tiempo para relajarse más tarde.
Pitigliano debe de ser la ciudad más extraña de Toscana. Al igual que Orvieto, descansa sobre una masa de toba. Pero Pitigliano es como un castillo que se eleva provocativo sobre una profunda garganta. ¿Quién sería capaz de mirar abajo intentando ver la ciudad y la carretera al mismo tiempo? La toba no es una roca precisamente sólida y a veces hay secciones que se debilitan, se erosionan. Las casas de Pitigliano viven literalmente al límite. La toba sobre la que están construidas está llena de cuevas… quizá para el almacenamiento del Bianco di Pitigliano de la zona, un vino cuyo carácter astringente deriva sin duda de la tierra volcánica. En la ciudad, el camarero nos dice que muchas de esas cuevas eran tumbas etruscas. Además de vino, también se usan para almacenar aceite y guardar animales. Las ciudades medievales tienen una disposición oscura y laberíntica. Pitigliano es más oscura, más laberíntica. Muchos judíos se instalaron aquí en el siglo XV; quedaba fuera del alcance de los estados papales, que tan ocupados estaban persiguiéndolos. La zona donde vivían se llama gueto, aunque ignoro si lo que había aquí era un auténtico gueto, como en Venecia, donde los judíos tenían que guardar un toque de queda y tenían un gobierno y una vida cultural propios. La sinagoga está cerrada por obras, pero aparte de eso, no parece haber mucho movimiento. Casi todo parece estar a la venta. En esta vida o en la próxima, algunas de las casas del borde exterior acabarán en el fondo de la garganta. Quizá esto contribuya en parte a la tenebrosidad que la ciudad me inspira. Cuando nos vamos, compramos unas botellas del vino blanco local para nuestra colección. Pregunto cuántos judíos vivían aquí durante la segunda guerra mundial. «No lo sé, signora. Yo soy de Nápoles.» Ya en el coche, cuando bajamos la colina, leo en una guía que la comunidad judía fue exterminada en la guerra. No suelo dar crédito a los comentarios de las guías, y espero que en este caso la guía se equivoque.
La minúscula Sovana, cerca de Pitigliano, es como una ciudad fantasma de California, salvo que las pocas casas que hay a lo largo de la calle principal son inmensamente antiguas. Las tumbas etruscas de las colinas circundantes sobrepasan ampliamente el número de habitantes. Vemos una señal y la seguimos. Un sendero nos lleva a una zona lóbrega y arbolada con una corriente de aguas estancadas ideal para las hembras de anofeles. Pronto nos encontramos trepando por senderos resbaladizos y empinados. Empezamos a ver tumbas…, túneles construidos en las colinas, pasadizos pedregosos que llevan a un interior plagado seguramente de víboras. Nadie parece haber perturbado la entrada a este lugar tan desolado durante siglos. No hay nada: nadie que venda tickets, ni guías; es como si descubrieras los extraños sepulcros por ti mismo. Veo parras colgantes, como en las junglas mayas que rodeaban Palenque, y las tallas hechas en la toba, con ese extraño aspecto oriental de muchas de las tallas mayas, como si antiguamente el arte fuera el mismo en todas partes. Está claro que especializarse en arqueología etrusca es una buena idea: hay zonas enteras por investigar. Trepamos durante horas, y el único ser vivo que vemos es una vaca en medio de la corriente, con agua hasta las rodillas. Cuando salimos del agua, tengo las piernas llenas de arañazos, pero ni una sola picadura de mosquito. Tengo la sensación de que éste es un sitio que recordaré en las noches de insomnio. Por la carretera, vemos otra señal. Se trata de las ruinas de un templo que parece excavado en la misma toba que forma la colina. Caminamos entre misteriosos arcos y columnas, en los que se han hecho excavaciones parciales pero que en general parecen abandonados. Los etruscos no parecen dispuestos a renunciar a su aura de misterio. ¿Qué hacían aquí? ¿Conciertos de verano como los de Art in the Park? ¿Celebrar extraños ritos? Las guías dicen que es un templo, y tal vez aquí, en el centro, una sabia persona practicaba el arte de la aruspicina, leer el hígado de un cordero. Se encontró un modelo en bronce de uno cerca de Piacenza, dividido en dieciséis partes. Se cree que los etruscos dividían el cielo de modo similar y que la forma en que se seccionaba el hígado determinaba también la disposición de sus ciudades. ¿Quién sabe? Tal vez los precursores de los shows televisivos peroraban aquí, o quizá era la lonja del pescado. En lugares como Machu Picchu, Palenque, Mesa Verde, Stonehenge o aquí, tengo la extraña y sombría conciencia de que el tiempo prescinde de nosotros, de que el pasado es irrecuperable, especialmente en lugares como éstos, donde puedes intuir que tuvo lugar alguna importante matriz de la cultura. Es inevitable que queramos atribuirles nuestra propia interpretación. Filósofos y poetas sienten la profunda necesidad de buscar teorías de continuo retorno, convertir el tiempo pasado en tiempo presente. Bertrand Russell no andaba muy desacertado cuando dijo que el Universo fue creado hace cinco minutos. No podemos recuperar el más mínimo gesto de aquellos que partieron esta roca, ni podemos imaginar cómo colocaron la primera piedra, cómo encendían el fuego para hacer la comida, cómo removían la olla o se olían la axila o suspiraban después de hacer el amor, niente. Sólo podemos caminar por este lugar, como los últimos pequeños puntos en la línea del tiempo que somos. Sabiendo esto, me asombra lo mucho que me preocupo siempre por el modo en que está doblado el mapa, lo que señala el indicador de gasolina, si llevamos bastante efectivo, lo mucho que importa todo incluso mientras va desapareciendo.
Hemos visto suficiente por hoy, pero no podemos resistirnos a dar un paseo por la antigua Sorano, encaramada también sobre una amenazada masa de toba. No parece haber turistas en toda esta zona. Incluso las carreteras están vacías. Sorano tiene el mismo aspecto que en 1492, cuando Colón descubrió América. El edificio más moderno debió de construirse por entonces. Las calles angostas producen una impresión sombría, una luz gris emerge de la oscura piedra, pero la gente parece extraordinariamente afable. Un alfarero nos ve mirando al interior e insiste en que visitemos su taller. Compramos dos melocotones y el vendedor de frutas, que está limpiando sus cajones de uva con una manguera, nos da un racimo. «Speciale!», nos dice. Dos personas se detienen a ayudarnos a salir de nuestra estrecha plaza de parking: una dice que sigamos; la otra, que paremos.
Estamos cansados y sucios cuando aparcamos el coche cerca del jardín de Acquaviva. Antes de cenar, nos duchamos, nos cambiamos y nos sentamos en unas cómodas sillas, con unos vasos del vino blanco de aquí, un Bianco di Pitigliano, a contemplar, igual que podrían haber hecho dos etruscos, cómo el sol se oculta detrás de la colina.
Montemerano, una pequeña y hermosa ciudad con castillo, está sólo a unos minutos en coche.
Tiene la iglesia del siglo XV de rigor, con la Madonna de rigor…, aunque en ésta hay algo diferente. Se llama Madonna della Gattaiola, «Madonna del agujero del gato». En la parte inferior del cuadro había un agujero por donde el gato podía entrar y salir de la iglesia. Todo el mundo parece estar en la calle. Algunos hombres de la ciudad están tocando jazz en el centro. La mujer que regenta el bar da un portazo. Por lo visto, ya ha oído bastante. Todos, absolutamente, se quedan mirando a un hombre alto y atractivo que pasa con botas de montar y una camiseta ajustada. Pero él parece pensativo, no se da cuenta. Lo veo mirar su imagen en los escaparates cuando pasa.
Estamos hambrientos. Tan pronto como llega la hora mágica de las siete y media y el restaurante abre sus puertas, nos apresuramos a entrar. Somos los únicos en la enoteca dell’Antico Frantoio, un antiguo molino de olivas, remodelado de tal manera que parece una reproducción de sí mismo. Aunque ha perdido su auténtica esencia, el resultado recuerda bastante a algún alegre restaurante de Napa Valley, así que nos sentimos como en casa. Sin embargo, el menú revela las raíces de la Maremma: la acquacotta, que se consume en toda Toscana, es una especialidad local, la sopa de «agua hervida» con verduras y un huevo que se añade unos minutos antes de servir; testina di vitella e porcini sott’olio, «cabeza de ternera y setas bañadas en aceite de oliva»; pappardelle al ragü di lepre, «una gruesa pasta con ragú hecho de liebre»; cinghiale in umido alie melé, «jabalí ahumado con manzanas». En las trattorie de buena parte de Toscana, los menús son más o menos los mismos: las pastas habituales con ragú, mantequilla y salvia, pesto, o tomate y albahaca, la selección normal de carnes a la brasa y asadas, los típicos contorni que consisten normalmente en patatas fritas, espinacas y ensalada. Nadie parece interesado en cambiar los clásicos de la cocina. En esta región menos poblada y menos visitada, la cocina toscana está más próxima a sus orígenes, al cazador que trae al hogar su caza, el granjero que aprovecha todas y cada una de las partes del animal, la mujer que hace una sopa con un puñado de verduras y un huevo. Esto no es lo normal ahora. Como tampoco lo es encontrar en los menús capretto, «cordero lechal», o fegatello di cinghiale, «salsa de hígado de jabalí». El Frantoio también tiene su lado más delicado: ravioli di radicchio rosso e ricotta, raviolis con radicchio y ricotta, y sformato di carciofi, una fuente de alcachofas cocidas. Empezamos con crostini di polenta con puré di funghi porcini e tartufo, «cuadraditos de polenta con puré de porcini y trufa», rico y sabroso. Ed pide conejo asado con tomate, cebolla y ajo, y yo me decido por el cordero lechal. Está delicioso. El vino de la región se llama Morellino di Scansano, negro como el vino de Cahors, y es una auténtica revelación para nosotros. El de esta enoteca es el Banti Morellino, grande y consumado. Ahora me siento realmente feliz.
Por la mañana, tengo una de las experiencias más deliciosas de mi vida. Nos levantamos a las cinco y vamos a la cascada de aguas termales de Saturnia. No hay nadie a esa hora, aunque el dueño del hotel nos advirtió que más tarde la gente venía en tropel. Cascadas de un azul pálido pero cristalino sobre la toba, que las aguas han moldeado, formando en muchos puntos lugares perfectos para sentarse y dejar que las aguas calientes caigan sobre ti. Cuando oí hablar por primera vez de las cascadas, pensé que saldríamos oliendo a viejos huevos de Pascua, pero el sulfuro es suave. La corriente tiene la suficiente fuerza para que te sientas masajeado, pero no para arrastrarte. Es una bendición. ¿Dónde están las ninfas acuáticas? Estoy segura de que estas aguas curan lo que tengan que curar. Después de una hora me siento como si no tuviera huesos en el cuerpo. Me siento completamente relajada, muda. Cuando nos vamos, vemos que llegan dos coches. De vuelta en Acquaviva, tomamos el desayuno en la terraza: zumo de naranja recién hecho, pan de nueces tostado, algo parecido al bizcocho y jarras de café y leche caliente. Resulta difícil marcharse. Sólo la perspectiva de los etruscos nos mueve a coger nuestro mapa y salir.
Tarquinia está fuera de Toscana, se adentra unos kilómetros en el Lacio. Por el camino el paisaje se vuelve más feo, industrial y poblado. Me resulta más difícil visualizar a los etruscos aquí que en el paisaje verde y de ensueño de la Maremma. El tráfico nos molesta después de tantos caminos vacíos. Pronto nos encontramos en la ajetreada ciudad de Tarquinia, donde se exhibe una colección de objetos procedentes de las tumbas en un palazzo del siglo XV. Hay dos caballos alados de terracota del siglo III o IV a. C. Son sorprendentes, fantásticos, y valdría la pena hacer el viaje sólo para verlos. Se encontraron en 1938 cerca de los escalones que subían a un templo, reducido ahora a una base de dos niveles de bloques de piedra caliza. Los caballos debían de ser alguna clase de ornamento. Me pregunto qué relación tendrán con Pegaso, que con un golpe de su pezuña dio vida a la corriente sagrada del Hipocrene, y a quien siempre se asocia con la poesía y las artes. Son caballos increíblemente vigorosos, con músculos, genitales, costillas, orejas puntiagudas, y alas plumosas. La disposición cronológica de los contenidos del museo es útil para saber cuándo había influencias áticas, cuándo empezaron a utilizar sarcófagos de piedra, cómo fueron cambiando los diseños. Todo, desde las urnas cinerarias hasta los quemadores de perfume, te hace sentir la energía creativa y el espíritu que se esconde detrás de estos objetos. Las pinturas de varios sarcófagos se han traído aquí para evitar su deterioro. La tumba de Triclinio, con su músico saltarín y el joven bailarín envuelto en lo que parece una manta de gasa, derretiría el corazón de una piedra. En la mayoría de los museos, empiezo a cansarme al cabo de dos horas, y sería capaz de pasar con un vistazo superficial por cosas que me hubieran retenido durante minutos cuando entré. Sin embargo, decidimos volver: hay mucho que ver.
El campo de tumbas podría ser un campo de cualquier otra cosa; la necrópolis parece formada por retretes adosados a unos cobertizos. Las estructuras construidas sobre las tumbas son simples entradas con un tramo de escaleras que llevan abajo. Las tumbas están iluminadas.
Nos decepciona saber que sólo se abren cuatro al día. ¿Por qué? Nadie parece saberlo. Se abren según un sistema de rotación, eso es todo. Ahora sabemos que debemos volver sin falta, porque la tumba de Caza y Pesca hoy no está abierta al público. Vemos la tumba de la Flor de Loto, con una decoración que casi parece Decó. Luego la de las Leonas, famosa por el hombre reclinado que sostiene un huevo —el huevo, que simboliza la resurrección, como en la creencia cristiana— con la cáscara rota, como la tumba. También aquí retozan los bailarines. Me fijo en sus elaboradas sandalias, con unas cintas que se cruzan y se atan en los tobillos, como las que llevo yo… ¿Los italianos han adorado siempre los zapatos? Tenemos suerte de ver la tumba del ilusionista, de aspecto egipcio, salvo por lo que parece ser una bailarina del vientre de la Edad Media a punto de empezar a bailar. En la tumba de dos cámaras de las Oreas, entre escenas empalidecidas de banquetes, se conserva un llamativo retrato del perfil de una mujer con una corona de hojas de olivo.
Después de picar algo, recorremos los escasos kilómetros que nos separan de Norchia, que según hemos oído es donde se encuentran la mayoría de los hallazgos recientes. No parece que nadie haya estado por aquí desde hace décadas. La señal rota apunta hacia el cielo. Después de ir de un lado a otro, un granjero nos indica la dirección correcta. Aparcamos al final de un camino de tierra y empezamos a avanzar a pie por un camino que corre paralelo a un campo de trigo. A los pocos metros topamos con la cabeza cortada de una cabra cubierta de moscas. Ciertamente, eso sí que es una señal…, una primitiva señal de sacrificio. «Esto empieza a ponerse tétrico», digo mientras rodeamos la cabeza. El terreno se vuelve escarpado. Estamos descendiendo, y lo único que soy capaz de pensar es que me gustaría volver atrás. Unos pasamanos oxidados indican que vamos por buen camino. El declive se acentúa; no dejamos de resbalar y agarrarnos a las parras. ¿Es que no hemos visto ya bastantes tumbas? Cuando el terreno se allana, empezamos a encontrar aberturas en el lado de la montaña, bocas oscuras, parras y maleza. Nos aventuramos a entrar en dos, quitando las impresionantes telas de araña con unos palos. El interior está tan oscuro como…, bueno, como una tumba. Vemos losas y cavidades donde están colocadas las urnas. Aunque lo más probable es que en su interior ahora sólo haya víboras enroscadas. Caminamos unos setecientos metros por esta zona más llana. Las tumbas son más numerosas que en Sovana, y comprobamos el lado de la montaña por diferentes niveles. Experimento una opresiva sensación de peligro que no puedo identificar. Quiero irme. Le pregunto a Ed si no le parece que este sitio es muy raro y me responde: «Definitivamente, nos vamos.» La salida es tan horrible como imaginaba. Ed hace un alto para quitarse la tierra del zapato y con la tierra cae también un hueso. Llegamos al sitio donde vimos la cabeza de cabra; ya no está. Cuando llegamos al coche, hay otro vehículo aparcado junto a él. Una pareja de jóvenes se está besando con tanta intensidad que no reparan en nosotros. Esto dispersa la mala aura y emprendemos el camino de regreso al hotel saturados de vudú etrusco.
Oh, la cena, uno de mis momentos favoritos. Esta noche toca Caino, que esperamos será la cumbre gastronómica de nuestro viaje. Antes de llegar a Montemerano, nos desviamos para pasar por Saturnia, tal vez la ciudad más vieja de Italia, si no lo es Cortona. Debe de serlo si, según cuenta la leyenda, Saturno, el hijo del Cielo y la Tierra, la fundó. La cascada de aguas termales, cuenta también la leyenda, brotó por vez primera cuando el caballo de Orlando (Roland en inglés) pisó la tierra con sus pezuñas. Una ciudad por la que pase la Via Clodia tiene que ser más antigua que nada que yo conozca. Repito varias veces «Yo vivo en la Via Clodia», imaginando cómo sería vivir en una calle tan antigua. La ciudad está en sombras y es activa. Unos clientes muy bronceados del hotel que hay cerca de las cascadas buscan algo que comprar, pero las tiendas son demasiado normales. Se sientan en la terraza de un café y piden bebidas coloridas en vasos altos.
Caino, una joya: dos salas pequeñas y deliciosas con flores en las mesas, bonita porcelana y vasos de vino. Nos sentamos a estudiar el menú con vasos de spumante. Todo parece bueno, y me resulta difícil decidirme. También ellos presentan una complicada combinación de platos a escoger, y las rústicas especialidades de la Maremma, como zuppa di fagioli, «sopa de judías blancas», pasta con salsa de conejo, cinghiale al Vaspretto di mora, «jabalí con salsa de mora». Para los antipasti, nos atrae el flan di melanzane in salsa tiepida di pomodoro, «flan de berenjenas con salsa tibia de tomate», y mousse di formaggi al cetriolo, «mousse de quesos y pepino». De primero los dos queremos tagliolini all’uovo con zucchine e fiori di zueca, «pasta de huevo con calabacines y flores de calabaza». Después, cordero asado para Ed y pechuga de pato en salsa de vinagre de mosto para mí. Aceptamos la sugerencia del camarero sobre el Morellino de esta noche, el Le Sentinelle Riserva 1990, de Mantellassi. ¡Alabado sea Alá! ¡Qué vino! La cena es soberbia, hasta el último bocado, y el servicio atento. Todos en el pequeño restaurante han reparado en la joven pareja de la mesa del centro desde que entraron. Parecen gemelos. Los dos tienen un precioso pelo negro y rizado, y ella lleva jazmines prendidos en los rizos. Los dos tienen esa mirada sensual a la que mi madre se refería como «mirada de cama» y labios como los de las antiguas estatuas griegas. Sus ropas han salido de boutiques de Roma o Milán. Él viste un traje de lino marrón algo arrugado y ella un traje de playa amarillo que le entra como un guante. El camarero les sirve champán, una rareza en un restaurante italiano. Todos desviamos la mirada cuando brindan y parecen desaparecer en los ojos del otro. La lechuga de nuestras ensaladas parece recién cogida, y tal vez lo sea. En este momento estamos cayendo en un profundo estado de relajación y alegría, como se supone que tiene que ser en las vacaciones.
—¿Te gustaría ir a Marruecos? —pregunta Ed de pronto.
—¿Qué me dices de Grecia? Nunca he pretendido no ir a Grecia.
Visitar lugares nuevos siempre lleva consigo la posibilidad de otros lugares nuevos. Nuestra atención se vuelve de nuevo hacia la hermosa pareja. Veo que los otros comensales también miran discretamente. Él se ha cambiado a la silla que queda junto a ella y le ha tomado la mano. Veo que se mete la mano en el bolsillo y saca una pequeña cajita. Volvemos a nuestras ensaladas. Tendremos que saltarnos los dolci, pero de todas formas, con el café nos traen un plato de pequeñas pastas. Ésta es una de las mejores comidas que he probado en Italia. Ed propone que nos quedemos unos días más y cenemos aquí cada noche. La radiante joven ahora ha extendido su mano y admira una esmeralda rodeada de diamantes que puedo ver desde aquí. Sonríen a todos los que, ahora lo ven, han estado siguiendo la escena de su compromiso. Espontáneamente, todos alzamos nuestros vasos para brindar y el camarero, intuyendo el momento, se apresura a llenar los vasos. La chica sacude la cabeza para echarse el pelo hacia atrás y pequeñas flores blancas caen al suelo.
Cuando salimos, la ciudad está oscura y callada, hasta que llegamos al bar que hay al final de la calle, donde parece haberse reunido la ciudad entera para jugar a las cartas y tomar un último café.
Por la mañana, vamos hasta Vulci, otro nombre que suena a antiguo, con un puente peraltado y un castillo convertido en museo. El puente es etrusco, aunque hay añadidos y reparaciones posteriores, romanas y medievales. Resulta difícil saber por qué es tan alto, ya que el Fiora, poco más que una poderosa corriente de agua, corre mucho más abajo. Pero así es. Tal vez en su día llevaba a otro camino, pero hace tiempo que desapareció, de modo que su aspecto resulta extrañamente surrealista. La fortaleza del castillo que hay en un extremo fue construida mucho después. Este monasterio cisterciense, rodeado por un foso, se utiliza ahora como museo y, al igual que el de Tarquinia, está lleno de cosas asombrosas. Es una lástima que el cristal nos separe de los objetos. Resultan muy atractivos al tacto. Me gustaría coger cada pequeña mano votiva, cada botella de perfume en forma de abanico, acariciar las monumentales esculturas de piedra, como la del niño a lomos del caballo alado. Ésta es la verdadera novedad sobre los etruscos: su arte es fortalecedor, los restos de un pueblo que vivía el momento. D. H. Lawrence ciertamente advirtió este detalle: pero quién no lo hubiera hecho después de ver tanto como él vio. Al releer su libro por el camino, me sorprende ver lo necio que llegaba a ser. Los campesinos son unos zoquetes porque no satisfacen al punto los deseos de este extranjero odioso. No hay nadie esperándole para guiarle durante kilómetros por el campo y llevarle a ver ruinas. Nadie dispone de velas cuando él las pide. ¡Qué país tan inconveniente! Los horarios de los trenes no se parecen en nada a los de la estación Victoria; la comida no es de su agrado. De vez en cuando lo perdono, cuando desaparece del texto y se limita a describir lo que ve.
Hay restos de la ciudad etrusca y después romana en los campos: cimientos de piedra y fragmentos de suelos, algunos con mosaicos en blanco y negro, pasajes subterráneos y restos de baños: en realidad, es como ver un plano de la ciudad a escala, así es que puedes caminar imaginando las paredes, las actividades, las vistas al puente. Hacia un lado, vemos los restos romanos de un edificio de ladrillo, paredes, unas cuantas ventanas, y huecos para las vigas que sostenían un piso superior. Vulcio, una pródiga zona arqueológica. Por desgracia, las tumbas pintadas de la zona están cerradas hoy: otra razón más para volver.
También estamos fascinados por los restaurantes. La Enoteca Passaparola, en la carretera que sube hasta Montemerano, sirve una comida consistente en un ambiente informal: servilletas de papel, menú escrito en una pizarra, suelos de tablas. Si aún quedan vaqueros en la Maremma, seguro que vienen aquí. Pedimos grandes platos de verduras asadas y maravillosas ensaladas verdes con una botella de Lunaia, un Bianco di Pitigliano de las bodegas La Stellata, otro excelente vino local. El camarero nos habla de la Cantina Cooperativa del Morellino di Scansano, y nos trae un vaso para que lo probemos. Ya tenemos vino de mesa para la casa para el resto del verano. Cuesta alrededor de 1.70 dólares, y su sabor melifluo nos sorprende. Más sencillo que el reserve Morellino que hemos probado. Definitivamente este vino hay que tenerlo en cuenta. Aún nos caben un par de cajones de vino en el asiento de atrás.
En nuestra siguiente mesa, un artista nos hace unas caricaturas. La mía se parece a la Dora Maar de Picasso. Cuando brindamos por él y empezamos a hablar, él abre una cartera y empieza a mostrarnos catálogos de sus espectáculos. Al poco, nos encontramos asintiendo por cortesía. Nos muestra reseñas, se sirve más vino. Su esposa no parece mortificada, sólo resignada; ya ha estado en otros restaurantes con él. Están en las terme, tomando las aguas para su riñón. Ya me lo imagino arrinconando a la gente mientras sorben sus dosis de agua mineral. Acerca su silla, dejando a su mujer sola en la mesa. Me siento dividida entre el placer de la tarta de bayas del menú de la pizarra y el placer de pedir la cuenta y marcharnos. Ed pide la cuenta y nos vamos. Tomamos café más arriba y, cuando volvemos para coger el coche, miramos por la ventana del restaurante y vemos que el signor Picasso ya no está. De modo que, finalmente, sí tomamos la tarta de bayas. El camarero nos trae un amaro como obsequio. «Vienen cada noche —se lamenta—. Estamos contando los días que faltan para que vuelva a Milán con su hígado.»
Saturados de etruscos, bien alimentados y complacidos con el hotel, hacemos las maletas y salimos hacia Talamone, una ciudad de altas murallas que da al mar. El agua debe de ser bastante pura aquí. Por lo menos en el tramo por el que yo nado está limpia, y bastante fría. En nuestro moderno hotel no hay playa, sólo rocas escarpadas, con plataformas de hormigón que se adentran en el agua para que los clientes puedan sentarse en una silla a rayas y tomar el sol. Hemos elegido Talamone porque queda junto a la reserva protegida de la costa de la Maremma, el único tramo de la costa de Toscana que no ha sido alterado por el desarrollo. La mayoría de las playas de arena están atestadas de sombrillas e hileras de tumbonas, y sólo queda una estrecha franja delante de la orilla para caminar. A menudo hay también vestidores, duchas y bares. Por lo visto a los italianos les gusta esta forma de estar en la playa. ¡Se puede hablar con tanta gente! Y, normalmente, las familias o los grupos de amigos van juntos. Viniendo como vengo de California, no puedo decir que me guste estar rodeada de tanta gente. Las playas en las que crecí en Georgia y las extensiones de arena ventosas y desoladas que tanto he amado siempre en Point Reyes no ayudan a prepararte para las playas del Viejo Mundo. A Ed y a mi hija les gustan las sombrillas. Me han arrastrado a Viareggio, Marina di Pisa, Pietrasanta, insisten en que es diferente; tienes que meterte en ello. A mí me gusta tumbarme en la playas y escuchar las olas, pasear sin nadie a la vista. Las playas toscanas están tan atestadas como las calles. Sin embargo, según el prospecto, en la reserva natural de la Maremma hay incluso caballos salvajes, zorros, jabalíes, y ciervos. Me encanta el olor de la macchia, los arbustos salados que los marinos dicen oler cuando aún no han avistado la tierra…, estelas de romero y acelga silvestres en las dunas arenosas de playas desiertas. Paseamos y nos sentamos en la playa durante toda la mañana. Tirreno, Tirreno, dicen las olas, el antiguo mar. Hemos comprado bocadillos de mortadela, un trozo de parmigiano y té helado. Aparte de un pequeño grupo de gente que hay en la playa, veo cumplido mi deseo de estar sola en medio de la naturaleza. ¿De qué color es el mar? El cobalto se acerca. No, es lapislázuli, exactamente el mismo color que, la túnica de María en tantos cuadros, con un destello de plata. Es agradable caminar, después de ir de un lado a otro en el coche durante tantos días. Intento leer, pero el sol me deslumbra…, quizá no estaría de más una sombrilla.
Por la mañana nos trasladamos a Riva degli Etruschi, «la costa de los etruscos». Parece que no nos libramos de ellos. Esta playa también tiene tumbonas para alquilar, pero, como está junto a la reserva, no está tan llena. Damos un largo, largo paseo por la playa, seguido de una siesta en nuestro minúsculo apartamento individual. Estamos cerca de San Vicenzo, donde veraneaba Italo Calvino. Las tiendas de la ciudad venden balones de playa de goma, balsas y palas para la arena. Por la tarde, todo el mundo pasea por la ciudad comprando postales y comiendo helado. Las ciudades de playa son ciudades de playa. Encontramos un restaurante con mesas en el exterior y pedimos cacciucco, un gran estofado de pescado. Diferentes clases de pescados en filetes se colocan en un bol blanco grande y se echa un caldo muy caliente por encima. El camarero unta ajo asado y cremoso sobre rebanadas de pan tostado y las ponemos en la sopa, aspirando su aroma embriagador. Dos langostas con pequeños ojos saltones nos miran desde nuestros boles. El camarero va pasándose por la mesa, procurando que tengamos siempre suficiente caldo para mantener el pan a flote. Cuando trae la ensalada, trae también un carrito con aceites de oliva en cántaros, botellas transparentes, otras coloridas de cerámica, docenas entre las que elegir para nuestra ensalada. Le pedimos que elija por nosotros y desde muy alto vierte un pálido chorrito de aceite verde en un bol de radicchio rojo y verde. De camino a Massa Marittima, nos desviamos hacia Populonia, porque está cerca y porque suena demasiado antiguo para perdérselo. Cada pequeña pausa me hace desear quedarme aquí durante días. Paramos a tomar café en un bar y dos pescadores entran con sus capturas de la noche en unos cubos. Por desgracia, aún falta mucho para la hora de la comida. Una mujer sale de la cocina y empieza a escribir el menú en una pizarra. Seguimos con el coche y lo aparcamos bajo una inmensa fortaleza, el típico castillo y los muros como los de los viejos libros de horas. Ah, otro museo etrusco, y yo que quiero ver hasta el último de los objetos que contiene. Por el momento, Ed ya ha tenido bastante de lo que sucedió antes del último milenio, así que se va a comprar miel de las abejas que zumban entre los arbustos de la costa. Nos reunimos más tarde en una tienda donde encuentro un pie etrusco de arcilla en venta. No sé si es auténtico o una imitación. Decido pensármelo mientras damos un paseo, pero cuando volvemos para comprarlo, la tienda está cerrada. Cuando nos vamos, vemos una señal de un yacimiento etrusco, pero Ed pisa el acelerador. Está saturado.
Mi última noche en una ciudad cuyo nombre he estado pronunciando de modo incorrecto. Por lo visto, el acento recae en la segunda sílaba Marittima, mientras que yo he estado pronunciando Marittíma. ¿Conseguiré algún día aprender italiano? Cometo todavía tantos errores básicos… La ciudad, que estuvo en su día muy próxima al mar, empezó a rodearse de limo, que acabó por dejarla tierra adentro pero con una sensación de atalaya, dado que se eleva sobre el llano herboso. Podríamos estar en Brasil, en un remoto puesto fronterizo de los que tanto atraen a los novelistas del realismo mágico. En realidad, son dos ciudades, la antigua y la más antigua, ambas austeras, con profundas sombras y repentinos bloques de luz. Estamos un poco cansados. Cogemos una habitación en un hotel y, por primera vez, la habitación tiene televisión. Están dando una película de la segunda guerra mundial, algo vieja y en un italiano extraño, y nos engancha. Un pueblo, ocupado por los alemanes, depende de la ayuda de un soldado norteamericano que se oculta en el campo. Tienen que evacuar. Lo cargan todo sobre unos cuantos burros y se van, no sabemos hacia dónde. Empiezo a adormecerme. Alguien intenta abrir los postigos en Bramasole. Despierto. Hay otro soldado en el henil. Alguna cosa está ardiendo. ¿Irá todo bien en Bramasole? De pronto caigo en la cuenta de que sólo tenemos un día para visitar Massa Marittima.
En dos horas hemos recorrido todas las calles. La Maremma sigue recordándome el Oeste norteamericano, las pequeñas ciudades que la autopista dejó descolocadas por ochenta kilómetros, el tendero que mira por la ventana, con el inmenso cielo en la mirada. Desde luego, la piazza y la catedral no se parecen en nada al Oeste: la similitud se encuentra bajo la superficie de las cosas, en la soledad, el ojo que se posa en el extraño.
De camino a casa, paramos en San Galgano, la más adorable de las ruinas, una deliciosa iglesia franco-gótica que perdió el suelo y el tejado hace siglos, dejando el esqueleto del edificio a merced de la hierba y las nubes. Aquí podría celebrarse una boda romántica. En el lugar donde se encontraba el gran rosetón, sólo la imaginación puede colorear el espacio de escarlata y azul; allí donde los monjes encendían velas para los altares, ahora anidan los pájaros. Una escalera de piedra que no lleva a ninguna parte. Un altar de piedra que se ha conservado, tan disociado de su función cristiana que bien hubiera podido servir para realizar sacrificios humanos. El lugar quedó en ruinas cuando un abad vendió el plomo del tejado para una guerra. Ahora se ha convertido en el hogar de varios gatos. Una gata tiene una carnada de gatitos multiculturales: varios machos deben de haber aportado su granito de arena en el montoncito de crías de color pardo, negro y con manchas que se arraciman en torno a la gran madre blanca.
¡Por fin en casa! Sacamos el vino del coche, abrimos los postigos, corremos a regar las plantas lánguidas. Colocamos las botellas en cajones en la especie de trastero que hay bajo las escaleras. El espíritu de todas esas uvas que hemos visto madurar, ahora embotellado y madurando para celebrar futuros momentos. Ed cierra la puerta, dejando las botellas al polvo y los escorpiones por el momento. Una semana. Hace tan sólo una semana nos fuimos, y ahora volvemos comprendiendo algunos círculos más de los que nos rodean. Esas cualidades que tanto envidiamos los del norte, la despreocupación y la capacidad de disfrutar del momento, veo ahora que vienen de los etruscos. Todas las imágenes pintadas de las tumbas parecen cargadas de significado…, si por lo menos tuviéramos las claves para poder interpretarlas. Cierro los ojos y veo los leopardos agazapados, la diestra imagen de la muerte, los interminables banquetes. A veces me vienen a la cabeza los mitos griegos: Perséfone, Acteón y los perros, Pegaso pero instintivamente siento que las imágenes de las tumbas —y las griegas también— vienen de mucho más lejos, y las que son más antiguas, de más atrás incluso. Siempre aparecen los mismos arquetipos, y cada uno interpreta en ellos lo que puede, porque hablan a nuestras más antiguas neuronas y sinapsis.
Durante un tiempo, viví en Somers, Nueva York, en una casa del siglo XVIII con la que todavía sueño. Allí tenía un gran jardín con césped y con frecuencia encontraba botellas de medicinas de color marrón y ámbar. Una vez, cuando plantaba un arriate de santolina, cuyas ramas solían esparcirse por los suelos en la Edad Media para amortiguar los olores corporales, con el desplantador desenterré un pequeño caballo de hierro, oxidado, con el cuerpo completamente desplegado en el galope. Lo coloqué sobre la mesa de mi despacho como figura totémica. Este mismo verano, cuando estaba quitando piedras, mi pala arrojó al aire un pequeño objeto. Cuando lo cogí, comprobé con sorpresa que era un caballo. ¿Es etrusco, es un juguete de hace cien años? También este caballo galopa.
Hace unos años, leí una parte de la Eneida en la que se decide fundar Cartago en el lugar donde los hombres desenterraron una señal:
… la cabeza de un fuerte caballo, pues mediante esta señal se mostraba que la raza se distinguiría en la guerra y abundaría en medios de vida.
(I, 640)
Nada me dice la palabra «guerra» cuando leo este verso, pero sí los «medios de vida». La pezuña de Orlando dio vida a un manantial de aguas calientes. Los caballos alados de Tarquinia, descubiertos bajo la tierra y las piedras, no dejan de venirme a la cabeza. Coloco una postal de ellos junto a mis dos caballos. Medios de vida. Los etruscos los tenían. En ciertos momentos y lugares, todos los tenemos, podemos correr desplegando nuestros cuerpos libremente, correr, si no volar.