Capítulo 9

Cortona, noble ciudad

Los italianos siempre han vivido sobre sus tiendas. Los palazzi de algunas de las familias más importantes tienen grandes arcos en el nivel inferior con restos de mostradores que llegan a la altura de la cintura desde donde se solía servir a los clientes conservas de pescado salado de grandes cubas, o donde se trinchaba el cerdo relleno, una tarea que ahora se realiza en camionetas especiales que recorren los mercadillos semanales o venden en las aceras de las calles. Rozo estos gastados mostradores de piedra con la mano al pasar. El vino del palazzo se vendía desde las escasas ventanas que hay a nivel del suelo. La primera planta de muchas grandes casas solía destinarse a almacén. Mi banco de Cortona está situado en la planta baja de la soberbia casa Laparelli, que descansa sobre piedras etruscas. En los pisos superiores, las ventanas se abren a las antiguas arañas en sus grandes brazos de luz. A veces sus habitantes, dos o incluso tres, están asomados a una ventana, contemplando el paso de otro día en la historia de la piazza. La planta baja de las grandes casas que bordean las principales calles comerciales se han convertido en tiendas de ferretería, vajillas, comida o ropa. Para muchos edificios seguramente siempre ha sido así.

En las fachadas, advierto cuántas veces los sucesivos ocupantes han cambiado de opinión. La puerta tendría que estar aquí… No, aquí… Y el arco tendría que ser una ventana, y ¿no sería mejor que incorporáramos este edificio al contiguo o uniéramos en una única fachada las tres casas medievales ahora que el Renacimiento está aquí? Lo que fuera la lonja medieval de pescado es ahora un restaurante; el teatro privado renacentista es una sala de exposiciones; los lavaderos públicos donde las mujeres lavaban sus ropas siguen en su sitio, esperando la llegada de las mujeres con sus canastas.

Pero el relojero, con su taller de 1,20 x 1,80 m bajo las escaleras del siglo XI de los juzgados, siempre ha estado ahí, aunque ahora cambie las pilas del Swatch de un estudiante de intercambio. Antes soplaba el cristal y cribaba las arenas blancas del mar Tirreno en Populonia para sus relojes de arena. Estudiaba las clepsidras gota a gota. Nunca le he visto de pie. Después de permanecer inclinado durante tantos siglos sobre las minúsculas piezas de sus relojes, su espalda se curva. Su rostro se pierde detrás de las gafas, tan gruesas que sus ojos parecen mirarte desde muy lejos. Me detengo ante su taller y lo veo trabajando, a la luz de una lámpara que siempre cae en el ángulo preciso sobre los infinitésimos mecanismos circulares y los triángulos dorados, sobre los números de las horas de la esfera blanca, cuatro, cinco, nueve, que a veces veo repartidos sobre la mesa.

Tal vez la enseñanza, profesión a la que yo me dedico, también es una actividad inmortal y no me doy cuenta porque el edificio donde imparto mis clases no tiene ese trasfondo temporal. De hecho, es un peligro en caso de terremoto, y lo van a demoler. El próximo otoño nos trasladarán a un edificio nuevo, uno con una estructura flexible adaptada a unos cimientos formados en parte por dunas de arena. El edificio de humanidades, una estructura de posguerra, ya está obsoleto: una existencia de cincuenta años.

En cambio, el zapatero tiene un aura de permanencia en su taller en forma de cueva, con la anchura justa para su banco, su estante de herramientas, los zapatos y un único cliente. Una bota roja como la que lleva un ángel en el Museo Diocesano, mocasines Gucci, playeras azules, y un gastado zapato de trabajo que debe de pesar más que un niño recién nacido. Una pequeña radio de los años treinta lo mantiene en contacto con lo que sucede en el resto de la península mientras limpia mis sandalias y dice que me durarán años.

En la tienda de frutta e verdura es igual, las mismas nectarinas de finales de julio. Los higos están perfectos, pero cuando llegue a casa estarán pasados. Albaricoques, una pequeña bolsa de orejones y lechugas de campo todavía con gotas de rocío. La joven Laparelli, que se convirtió en santa y ahora yace incorrupta en su venerada tumba, se detenía aquí a comprar uvas antes de que dejara de comer para experimentar el sufrimiento de Jesús en carne propia. «Los he cogido de mi huerto esta mañana», le decían, igual que me dice a mí Maria Rita cuando me tiende el melón para que aspire su aroma con esas pulcras manos que tan a menudo están en contacto con la tierra. Cuando me lleva a la trastienda para que vea lo fresca que está, me adentro en el pequeño cubil medieval que siguen siendo muchos edificios detrás de las cortinas de seda y los elaborados ornamentos de fachadas y ventanas. Bajo unos escalones de piedra, tiene una pila para lavar la fruta; luego, otro escalón y estamos en una estrecha habitación de piedra. «Fresca», me dice haciéndose aire con las manos, y me enseña la silla que tiene entre los cajones de madera para descansar cuando no hay clientes. Aunque eso no sucede con frecuencia: la gente compra aquí por su risa contagiosa, así como por la incuestionable calidad de sus productos. Abre seis días y medio a la semana, y además cuida de su huerto. Su marido ha estado enfermo este año, así que también se encarga de subir y bajar los cajones de fruta. A las ocho de la mañana la veo sonriente, limpiando el polvo de su tienda, quitando una mota de una pirámide de enormes pimientos rojos.

Compramos aquí cada día. Cada día, Maria Rita nos dice «Guardi signori», y nos muestra una zanahoria deformada que le parece obscena, una apetitosa cesta de tomates, un bonito manojo de rábanos. Cada cabeza de ajos, limón y sandía de su tienda han sido cuidados con esmero. Maria Rita los ha lavado y arreglado. Se asegura de que sus mejores clientes se lleven la fruta más selecta. Si yo elijo las ciruelas (tocar está prohibido en las tiendas de fruta, aunque a veces lo olvido), las inspecciona una a una, me señala cualquier deficiencia que pueda advertir y me da otra. Cada compra va acompañada de consejos de cocina. «No puede hacer minestrone sin bietola; la remolacha es la base del minestrone. Y esparza un poco de parmigiano para dar sabor.» «Estas cebollas póngalas al fuego en aceite de oliva hasta que se reblandezcan, luego añada un chorrito de vinagre balsámico y sírvalas con bruschetta

Muchos de sus clientes son turistas, que se detienen a comprar unas uvas o algunos melocotones. Un hombre compra fruta y mueve las manos como si las estuviera lavando. Señala la fruta. Maria Rita supone que le está preguntando dónde puede lavarla. Le explica que ya está lavada, que nadie la ha tocado pero, por supuesto, él no entiende, así que lo lleva cogido del codo calle abajo y le señala la fuente. A Maria Rita le resulta divertido. «¿De dónde ha salido que piensa que la fruta no está limpia?»

A lo largo de las calles, los artesanos abren las puertas frontales de sus talleres a la luz del exterior. Mientras los observo, se me ocurre que tal vez los gremios medievales aún practican sus trabajos artesanales. Un joven trabaja en un elaborado diseño de flores y frutas en un despacho del siglo XVII. Corta una pequeña astilla de madera de peral, con la meticulosidad de un cirujano uniendo un dedo cercenado. En otra tienda próxima al Porto Sant’Agostino, Antonio, con su mirada oscura e intensa, está enmarcando diseños florales. Entro a mirar y veo un precioso espejo antiguo en un estante. «Posso?», «puedo», pregunto antes de tocarlo. Cuando lo cojo, la parte de arriba se desprende y el frágil espejo se hace pedazos en el suelo. Ojalá pudiera evaporarme. Pero el hombre parece más preocupado por los siete años de mala suerte que recaerán sobre mí. A pesar de sus protestas, insisto en pagar el espejo. Hará un par de pequeños espejos con los fragmentos desportillados y reparará el marco y le pondrá un nuevo espejo para mí. Cuando me voy, lo veo recogiendo cuidadosamente los fragmentos.

Contemplar el trabajo que realizan en el taller de restauración de pinturas es algo fascinante. Fuertes vapores emanan del local, donde dos hombres vestidos de blanco eliminan diestramente las capas de tiempo de los lienzos y reparan aquellas partes en que la obra original ha resultado dañada. Los pintores del Renacimiento utilizaban polvo de mármol, tiza y cáscara de huevo como base. A veces aplicaban pan de oro con la ayuda de un mordiente hecho a base de ajo. El negro lo conseguían a partir del negro de humo, ramitas quemadas de olivo y cáscaras de nuez; algunos rojos, de los excrementos de insectos, a menudo importados de Asia. La piedra machacada, las bayas, el hueso del melocotón y el cristal se usaban para conseguir otros colores, que se aplicaban con pinceles de cerdas de jabalí, armiño y pluma: el arte espiritual que brota directamente de la naturaleza. Para reproducir el color de esos vestidos morados, capas malva, túnicas de azurita, en este pequeño taller deben recurrir a modernos procesos químicos.

Por toda la ciudad pueden verse pequeños huecos excavados en los muros en los que se trabaja devolviendo la superficie original a los muebles. Muchos hombres hacen mesas y cómodas con madera vieja. No hay engaño alguno, en ningún momento se pretende hacer pasar las piezas por antigüedades. Saben que la madera añeja no se agrietará, que absorberá la tintura y la cera, en resumen, que tendrá el aspecto que debe tener, a saber, a antiguo. Llevamos a afilar nuestras herramientas a una habitación ennegrecida y el fabbro se disculpa porque no podrá tenerlas hasta mañana. Cuando volvemos a recoger las diez azadas, guadañas, hoces, etcétera, sus hojas relucen. Resulta tentador, pero no paso los dedos por el filo.

El sastre no lleva gafas, pero sus puntadas son tan precisas que podrían ser obra de pequeños ratoncitos. En su oscura tienda, con la máquina de coser junto a la ventana y las bobinas de hilo alineadas sobre el alféizar, veo una bicicleta blanca nueva, con una botella de agua atada para desplazamientos largos y estupendas carteras de cuero sobre la rueda posterior. Pero cuando lo veo más tarde, no ha ido muy lejos, sólo ha llegado hasta el parque, y está alimentando a tres gatos vagabundos con la comida que lleva en las carteras de la bicicleta. Los animales parecen aguardar con expectación las sobras que les trae. Él y yo somos los únicos que estamos en la calle este domingo por la mañana, porque la mayoría de la gente de por aquí siempre hace otras cosas. Cuando le llevé unos pantalones para que les arreglara el dobladillo, me enseñó un círculo de fotos que tiene colgadas en la pared. Su joven esposa, con los labios entreabiertos y el pelo ondulado con la raya en medio. Morta. Su madre, como una muñeca de porcelana, también muerta. Su hermana. También hay una de él de joven, como soldado del Papa, con su pelo negro, las piernas abiertas y los hombros bien cuadrados. Tenía veinticinco años, en Roma; la guerra acababa de terminar. De eso hace ya cincuenta años, todos se han ido. Da unas palmaditas sobre la bicicleta blanca. «Nunca pensé que yo sería el último».

Cortona merece casi siete páginas en la excelente Guía azul: Norte de Italia. El escritor guía meticulosamente al caminante por cada calle, señalando los posibles puntos de interés. Desde las puertas de la ciudad, se recomiendan otras excursiones por los campos de los alrededores. Cada uno de los altares del duomo se describe según su orientación cardinal, de modo que, si después de recorrer las tortuosas callejas de la ciudad, sabes por casualidad hacia dónde está el este, puedes situarte y admirar cada uno de sus recovecos. El escritor ha identificado incluso las lóbregas pinturas del coro. Al leer la guía, me impresiona pensar que pueda haber tanto arte, arquitectura e historia condensado en una ciudad tan pequeña. Esta antigua atalaya es sólo una de las cientos que hay, aunque actualmente su única función es la de ofrecer bellas vistas.

Ahora que conozco un poco este lugar, leo con mayor agudeza. La guía me dirige hacia el camino bordeado de acacias que corre a lo largo del interior de las murallas de la ciudad y recuerdo inmediatamente las modestas casas de piedra que hay a un lado, la vista sobre el Val di Chiana por el otro. Veo también al perro de tres patas de una casa en la que fuera siempre hay tendidos unos enormes calzoncillos. Veo las sillas de mimbre que la gente que vive a lo largo de ese glorioso paseo saca al atardecer, cuando el sol se pone y salen a contar con las estrellas. Ayer, caminando por esa zona, casi tropiezo con una rata muerta que todavía estaba caliente. La puerta de una de las casas que dan a la estrecha calle estaba abierta y dentro vi a una mujer sentada a la mesa de la cocina con la cabeza entre las manos. Si estaba llorando o si simplemente daba una cabezadita es algo que ignoro.

Digan lo que digan las guías, que una persona abandone un lugar habiendo captado realmente su esencia depende únicamente del olfato y el instinto. He estado en lugares que se me han escapado por completo, a pesar de haber seguido fielmente las guías, poniendo crucecitas en los márgenes por la noche, cuando planificaba el recorrido del día siguiente. En mi primera visita a Italia, estaba tan emocionada que hice un viaje relámpago: cinco ciudades en dos semanas. Y aún lo recuerdo todo, la revelación de mi primer espresso en Bolonia y cómo me quemó en la garganta. Todas y cada una de las torres a las que subí, y los bidets en los que aliviaba mis pies ampollados por las noches. El restaurante donde probé por primera vez los ravioli con mantequilla y salvia bajo la suave luz de las velas. Las pastas que compraba para llevármelas a mi habitación, envueltas como si fueran regalos. El fuerte olor a cuero de la zapatería donde compré mi primer par de zapatos italianos (dando inicio a una afición duradera). El descubrimiento de Allori en un rincón del museo de los Ufizzi. La habitación a los pies de la escalinata de la Piazza di Spagna, donde Keats murió; recuerdo que sumergí la mano en la fuente en forma de barca, con la idea de que también Keats había metido allí su mano. No guardé ningún registro escrito de ese viaje. En viajes posteriores empecé a llevar un diario, porque me di cuenta de las cosas que olvidaba con el tiempo. Por supuesto, la memoria es engañosa. Recuerdo muy poco de los tres días que pasé en Innsbruck —la primera bocanada del aire de otoño, una hermosa mujer pelirroja en la mesa contigua en un restaurante—, y sin embargo todavía puedo tocar cada una de las piedras de Cuzco; poco queda de Puerto Vallarta, pero el Yucatán está todavía vivo en mi recuerdo. Me encantaron las ruinas mayas, que visité entre ondas de calor alucinatorio, la enorme iguana que dormía en la entrada de mi habitación con tejado de paja, la implacable soledad de la gente, las violentas tormentas que dejaban las casas sin luz, las mosquiteras que se tendían sobre las camas y las velas que se derretían con sorprendente rapidez.

Aunque una escapada de fin de semana pueda ser sólo eso, la mayoría de los viajes llevan implícita una búsqueda. Buscamos algo. Diversión, una vía de escape, aventura… pero ¿después qué? «Este viaje ha cambiado mi vida», me dijo mi sobrino. ¿Sabía eso desde el principio y vino a Italia buscando la afirmación de un cambio que intuía en su interior? Sospecho que no; lo descubrió durante el viaje. Otra de nuestras invitadas no hacía más que compararlo todo, el agua, la arquitectura, el paisaje, el vino…, todo cuanto veía, a una versión idealizada de su ciudad, cosa que me irritaba muchísimo. Cuando la oía me daban ganas de ponerle un esparadrapo en la boca, señalarle un monasterio del siglo XI y decirle: «Mira.» Me quedé con la impresión de que había vuelto a su casa sin ver nada. Poco después, me escribió diciendo que estaban tramitando el divorcio (no dijo una palabra mientras estuvo aquí): tras un matrimonio de catorce años, su marido acababa de decidir que era gay. Cuando recordé la actitud que había demostrado aquí, me di cuenta de que estaba buscando desesperadamente la seguridad de un hogar que ya no existía. Otro invitado que he tenido este mismo verano estaba haciendo uno de esos viajes maratonianos: siete países en tres semanas. Resulta tentador burlarse, pero no deja de ser interesante que alguien tenga el valor de obligarse a recorrer tantos kilómetros. Y, ante todo, es muy americano. Limitarse a conducir. Lejos y deprisa. Hay un fuerte ímpetu en esos viajes, el deseo de escapar, incluso cuando uno se engaña diciendo que lo hace para ver lo esencial de los lugares y hacerse una idea de adonde quiere volver. No es el destino lo que importa, sino la capacidad de permanecer felizmente en la carretera, donde nadie conozca o entienda o le importe ninguna de las cosas que han estado agobiándote, que te hacían estar tan frenético como un lagarto con una piedra aplastándole la cola. La gente viaja por tantos motivos como por los que no viaja. «Estoy tan contento de haber ido a Londres —me dijo un amigo de la universidad—. Ahora ya no hará falta que vuelva.» En el extremo opuesto está mi amiga Charlotte, que recorrió China en la parte de atrás de un camión, una ruta alternativa para llegar al Tíbet. En su poema «Palabras de un animal totémico», W. S. Merwin expresa la esencia de todo esto:

Envíame a otra vida,

Señor, porque ésta se está desvaneciendo,

y no creo que aguante todo el camino.

Una vez que llegas a un lugar, o empieza el viaje al interior de la psique o no empieza. Alguna cosa tiene que acercarlo a ti, ese algo inefable que ningún libro puede capturar. Puede ser algo tan simple como la luz que vi en el rostro de aquellas tres mujeres que caminaban cogidas del brazo cuando el sol de media tarde caía en ángulo en la Rugapiana. La luz parecía caer como una bendición sobre todos cuantos allí había. Y deseé poder sumergir también yo mi piel bajo ella.

La forma ideal de aproximarse a esta ciudad que se ha convertido en mi hogar es ver primero las tumbas etruscas que hay en el valle, bajo la ciudad. Hay tumbas de entre el 800 y el 200 a. C. cerca de la estación de tren de Camucia y en el camino a Foiano, donde el guarda tentó con la propina. Tal vez está de mal humor porque pasa unas noches horribles. Su pequeña granja con un bancal de judías y pollos que van de un lado para otro por el patio, coexiste con una tomba que debe de impresionar bastante a la luz de la luna. Un poco más arriba, una señal amarilla oxidada es lo único que indica la presencia de la llamada tumba de Pitágoras. La sigo y avanzo bordeando un pequeño cauce de agua hasta que llego a un corto sendero flanqueado de cipreses que conduce a la tumba. Hay una verja, pero no parece que nadie se moleste nunca en cerrarla. De modo que ahí está, emplazada sobre una plataforma circular de piedra. Los nichos para los sarcófagos levantados tienen el mismo aspecto que el pequeño altar que hay al principio del camino de acceso a mi casa. El techo ha desaparecido en parte, pero queda lo suficiente para que pueda apreciarse su forma abovedada. Estoy en el interior de una estructura que alguien creó hace al menos dos mil años. La piedra maciza que hay colocada sobre la puerta forma una perfecta media luna.

¡Los misteriosos etruscos! Hasta que empecé a venir a Italia, mi conocimiento de ellos se limitaba al hecho de que precedieron a los romanos y que su lenguaje era indescifrable. Dado que construían con madera, poco se conserva. Estaba equivocada en casi todo. No se han encontrado muchos testimonios de su lenguaje escrito, pero la mayor parte está ya traducido gracias al hallazgo crucial de unas tiras del sudario de lino de una momia egipcia que viajo a Zagreb como curiosidad y se conservó en el museo de la ciudad. Todavía se desconoce cómo pudo convertirse el lino etrusco, con un texto escrito con tinta hecha de hollín o carbón, en el sudario de una joven. Posiblemente los etruscos emigraron a Egipto después de la conquista de los romanos alrededor del siglo I a. C. y la chica era en realidad etrusca. O quizá el retal de lino no era más que una pieza suelta y los embalsamadores la aprovecharon como aprovechaban todo lo que tenían a mano. La momia llevaba encima la suficiente cantidad de texto para proporcionar varias raíces importantes, aunque su significado aún no está del todo claro. Es una lástima que lo que dejaron por escrito sobre piedra sea únicamente información sobre funerales y sobre aspectos legales. Un amigo me dijo que el año pasado un geometra encontró una tabla de bronce cubierta de esa escritura etrusca. Tropezó con ella en la piedra de una casa cuya renovación estaba supervisando y se la llevó a casa. La noticia llegó a oídos de la policía y le hicieron una visita aquella misma noche; ahora, presumiblemente, la tabla de bronce está en manos de arqueólogos.

Sorprendentemente, buena parte de la cultura etrusca local continúa bajo tierra. Junto a una de las tumbas locales, se descubrieron en 1990 siete escalones de piedra flanqueados por figuras de leones reclinados enlazados con partes del cuerpo humano (seguramente una visión de pesadilla del otro mundo). Chiusi, que al igual que Cortona es una de las doce ciudades que formaban Etruria originariamente, no ha descubierto hasta hace poco sus murallas. Tanto Cortona como Chiusi tienen extensas colecciones de objetos etruscos descubiertos en las excavaciones arqueológicas y de figuras de bronce encontradas por los campesinos entre los surcos de sus campos. En Chiusi, el guarda del museo puede llevarte a ver alguna de las docenas de tumbas encontradas en la zona. Los romanos consideraban a los etruscos beligerantes (¿acaso ellos no lo eran?), así que han llegado a nosotros con esa fama, pero las tumbas, los enormes caballos de arcilla, las figuras de bronce y los objetos de uso doméstico los revelan como un pueblo majestuoso, inventivo, con sentido del humor. Sin duda eran fuertes: por todas partes han dejado murallas y tumbas hechas de formidable piedra.

En las tierras que rodean Cortona, las tumbas que se han encontrado se conocen localmente como meloni por la forma curva de sus techos. Permanecer bajo una de ellas por un momento es cuanto necesitas para imbuirte de la sensación de tiempo necesaria para visitar Cortona.

Después de las tumbas, empiezo a subir colina arriba, suavemente al principio, después en una serie de zigzags, viendo a través de la ventanilla terrazas de olivos, la torre almenada de Il Palazzone, donde Luca Signorelli cayó de un andamio y murió unos meses después, una atalaya rota y granjas rojizas. Una paleta suave: piedra lisa, olivos que oscilan entre el verde y el platino; hasta el cielo puede aparecer velado por una leve neblina que se levanta del lago. En julio los pequeños campos de trigo segados que bordean los olivos adquieren el color del pelaje de un león. Entreveo ya Cortona, de perfil tan noble como Nefertiti. Primero paso bajo la gran iglesia renacentista de Santa Maria del Calcinaio; después, durante la curva de 280 grados de la carretera, avanzo al nivel de sus sólidos volúmenes; luego, por encima, contemplando la cúpula plateada y la forma de cruz latina del conjunto. Los curtidores de zapatos construyeron esta iglesia, tras la múltiple aparición del rostro de la virgen en las paredes de sus talleres. Se llama Santa Maria del Calcinaio, «de las canteras de cal», porque utilizaban cal para curtir el cuero y la iglesia está erigida sobre una cantera. Es curioso que los lugares sagrados sigan siendo sagrados: la iglesia descansa sobre restos etruscos, posiblemente de un templo o un cementerio.

Una rápida mirada atrás para ver cuánto he subido. El Val di Chiana se despliega en un abanico de verde a mis pies. Los días despejados puedo ver el Monte San Savino, Sinalunga y Montepulciano a lo lejos. Si quisieran podrían enviarse señales de humo: gran festa esta noche, venid. Pronto llego a los altos muros de la ciudad, y tengo otro pequeño encuentro con los etruscos, conduzco hasta la última puerta, Porta Colonia, donde las grandes piedras etruscas soportan la base, con añadidos medievales y posteriores encima.

Me encanta ver las puertas de refilón cuando paso con el coche. En las postales que venden en la ciudad tienen exactamente el mismo aspecto: la puerta, la estrecha calle que sube, los palazzi a ambos lados. Cuando entro en la ciudad, la primera impresión es que estoy dentro de las puertas, algo muy reconfortante si veías a lo lejos las hordas de gibelinos o güelfos o quienquiera que fuera el enemigo del momento, agitando sus lanzas, o incluso si sólo me las he arreglado para sobrevivir a la autostrada sin cruzarme con ningún demonio con un coche la mitad de grande que el mío que me «besara» el espejo del coche.

Si vengo en coche, entro por Via Dardano, un nombre que se remonta muy atrás en el tiempo. Dardano, de quien se cree que nació aquí, fue el legendario fundador de Troya. Al entrar, a la izquierda, paso ante una trattoria de cuatro mesas que sólo abre a mediodía. No hay menú, las opciones habituales. Me encanta su chuleta asada servida sobre un lecho de jaramago. Y observar a las dos mujeres en la cocina de leña. De alguna manera, consiguen que nunca parezca que sudan.

Estoy fascinada por las perfectas puertas de los muertos de esta calle. Tradicionalmente, se considera que son las puertas por las que se sacaba de la casa a las víctimas de la peste: hubiera sido de mal agüero que salieran por las mismas puertas que usaban los vivos. De ser esto cierto, la costumbre debe proceder de alguna superstición mucho más antigua que el cristianismo, la religión predominante en la época. Algunos dicen que esas puertas estrechas y levantadas se utilizaban en tiempo de conflictos, cuando el portone, la puerta principal, estaba bloqueado. Me pregunto si no serían simplemente puertas que se usaban cuando uno bajaba de un carruaje o un caballo para entrar directamente en la casa si hacía mal tiempo —mejor que apearse en las calles mojadas y probablemente sucias— o incluso cuando hacía buen tiempo, para proteger una larga falda de seda. George Dennis, arqueólogo del siglo XIX, describió Cortona como «escuálida en extremo». Sin embargo, el hecho de que las puertas tengan una forma similar a un ataúd parece reforzar la teoría de los muertos.

El centro lo forman dos piazzas irregulares, unidas por una estrecha calle. Ningún urbanista lo diseñaría de esta forma, pero resulta encantador. El edificio del siglo XIV del ayuntamiento, con veinticuatro anchos escalones de piedra, domina la Piazza della Repubblica. Los escalones sirven como asientos de primera fila por la noche, cuando todos están fuera tomando un gelato… Es un bonito lugar para contemplar el espectáculo que se desarrolla abajo. Al otro lado de la piazza, en el nivel superior, puede verse la antigua lonja donde solía venderse el pescado. Ahora se utiliza como terraza para un restaurante y como mirador. La piazza está rodeada de armoniosos edificios, interrumpidos sólo por las calles que vienen de las tres puertas de la ciudad. En la calle, la vida bulle, burbujea. El milagro de la ausencia de coches: de qué modo tan asombroso restaura eso la importancia de lo humano. Primero percibo la escala de la arquitectura, después me doy cuenta de que la escasa altura de los edificios está totalmente ajustada al cuerpo. La calle mayor, llamada oficialmente Via Nazionale pero conocida localmente como «Rugapiana», «la calle llana», es sólo para viandantes (excepto durante el horario de descarga por la mañana) y el resto de la ciudad es bastante inhóspito para el conductor, demasiado estrecho, demasiado empinado. Las diferentes calles se conectan entre sí a través de pasajes, vicoli. Incluso los nombres de los vicoli me impulsan a entrar en cada uno de ellos y explorarlos: Vicolo della Notte, «noche»; Vicolo dell’Aurora, del «alba»; y Vicolo della Scala, una larga subida de escalones bajos.

En estas viejas ciudades toscanas de piedra no tengo la sensación de retroceder en el tiempo como me sucedía en Yugoslavia, México o Perú. Los toscanos son gente de su tiempo; simplemente, han tenido la precaución de traerse el pasado con ellos. Si nuestra cultura nos dice que quememos los puentes tras de nosotros, y lo hace, la de ellos dice que cruces y vuelvas a cruzar. Una víctima de la peste del siglo XIV, a quien tal vez sacaron en volandas por una de las puertas de la muerte, seguramente encontraría su casa intacta. Presente y pasado coexisten aquí, nos guste o no. La insignia circular de los Medici de la piazza estuvo hasta el año pasado junto a una hoz y un martillo de cerámica del Partido Comunista.

Camino por el corto pasaje hasta la Piazza Signorelli, que recibe su nombre por uno de los personajes ilustres de la ciudad. Esta piazza es ligeramente mayor y los sábados se llena de actividad, porque es día de mercado. En los meses de verano, el tercer domingo de cada mes acoge una feria de antigüedades. Las mesas de dos bares se extienden a la propia piazza. Nunca dejo de reparar en el león florentino de aspecto desolado que se apoya en una columna. No importa lo tarde que vaya, siempre encuentro gente allí; un último café antes de la medianoche.

En esta piazza el comune patrocina a veces conciertos nocturnos. La gente sale de todas formas, pero en esas noches, la piazza se llena de gente de las frazioni próximas y de las granjas y las casas de campo. En esta ciudad, que alberga docenas de iglesias católicas, esta noche canta un coro de gospel norteamericano. Evidentemente, no es un grupo baptista espontáneo de una iglesia del Sur, sino un coro altamente profesional de Chicago, acompañado de focos rojos y azules y casetes para vender a veinte mil liras. Con sus potentes voces cantan Grace Amazing y Mary Don’t You Weep. La acústica es extraña y el sonido oscila entre los edificios de los siglos XI y XII que rodean esta piazza, donde se han celebrado regularmente torneos y los malabaristas de estandartes han demostrado sus habilidades y en la que, en ciertos días de fiesta, los obispos sostienen en alto las reliquias de santos, los curas agitan incensarios de mirra y paseamos por la ciudad caminando sobre pétalos de flores que los niños esparcen por las calles. El técnico de sonido ajusta los micrófonos y el cantante principal empieza a arrastrar a la multitud con él. «Repitan conmigo», dice en inglés, y la multitud responde. «Alabemos al Señor. Gracias, Jesús.» Las fuerzas angloamericanas liberaron Cortona en 1944. Hasta esta noche, es posible que no se hayan reunido aquí tantos extranjeros, no tantos negros, ciertamente. El coro es grande. Los estudiantes de la Universidad de Georgia que están en Cortona por el programa de arte han venido para sentir un poco de nostalgia. Ellos, unos pocos turistas y prácticamente todos los cortoneses, están apelotonados en la Piazza Signorelli. «Oh, happy day», dicen los cantantes negros, haciendo subir a una chica italiana al escenario para que cante con ellos. La chica tiene una voz poderosa; los sigue con facilidad y su pequeño cuerpo parece cantar con ella. ¿Qué está pensando esta antigua raza de cortoneses? ¿Se están acordando de la llegada de los tanques, oh, happy, happy day, de los soldados que tiraban naranjas a los niños? ¿Piensan que en el duomo la misa nunca ha sido así? ¿O simplemente se mueven con el burdo Jesús estadounidense, dejándose llevar por la música?

El centro de la piazza es el Palazzo Casali, convertido ahora en el Museo dell’Accademia Etrusca. La pieza más famosa que contiene es un candelabro de bronce del siglo IV a. C. de intrincado diseño. Es notablemente extravagante: un cuenco central proporcionaba aceite a dieciséis lámparas. Entre ellas, en marcado relieve, hay animales, Dionisos con cuernos, delfines, hombres desnudos inclinados in erectus, sirenas aladas. Una palabra etrusca, tinscvil, aparece entre dos de las lámparas. Según The Search for the Etruscans, de James Wellard, Tin era el Zeus de los etruscos, y la inscripción viene a traducirse como «Salve, Tin». El candelabro se encontró cerca de Cortona, en una cuneta, en 1840. En el museo, sobre él cuelga un espejo para que el visitante se haga una idea más precisa. En una ocasión, oí a una inglesa decir: «Bueno, supongo que es interesante, pero no lo compraría ni en un saldo.» En vitrinas de cristal pueden verse cálices, jarros, botellas, un asombroso cerdo de bronce, un hombre de dos cabezas, muchas figuras de bronce del tamaño de soldaditos de plomo de los siglos VI y VII a. C., incluyendo algunas en tipo schematico, una forma estilizada que recuerda a Giacometti. Además de la colección etrusca, este pequeño museo expone una sorprendente cantidad de momias y objetos egipcios. Son tantos los museos con excelentes piezas egipcias que me pregunto si habrá algo del antiguo Egipto que se haya perdido. Siempre visito varios cuadros que me gustan. Uno de ellos, un retrato de la pensativa Polimnia vestida de azul y con una corona de laurel, se creyó durante mucho tiempo que era una pieza romana, del siglo I d. C. Es la musa de la poesía sagrada, y parece abrumada por la responsabilidad. Ahora se cree que es una excelente copia del siglo XVII. El museo no ha cambiado la fecha originaria, impresiona más.

Atractivos timbres familiares blasonados con cisnes tallados, lanzas y animales fantásticos cubren la fachada lateral del Palazzo Casali. La corta calle que baja desde ese lado conduce al duomo y al Museo Diocesano, antiguamente la Chiesa del Gesü. En la planta de arriba se conserva un tesoro: la Anunciación de Fra Angélico, con un fabuloso ángel con cabellos de un naranja fluorescente. De sus labios brotan unas palabras en latín dirigidas a la Virgen. La respuesta de ella está escrita boca abajo. Ésta es una de las grandes obras de Fra Angélico. Trabajó durante diez años en Cortona, y este tríptico y un luneto desvaído pintado sobre la puerta de San Domenico son cuanto queda de su etapa aquí.

A la derecha del Palazzo Casali está el Teatro Signorelli, el edificio más reciente de la ciudad, construido en 1854, aunque en estilo casi renacentista. El pórtico es perfecto para cobijar a los vendedores de verduras cuando llueve. Dentro se encuentra un palacio de la ópera que parece salido de una novela de García Márquez: forma oval, gradas de asientos, pequeños palcos y sillas tapizadas de rojo, con un pequeño escenario en el que una vez vi a una compañía rusa de ballet danzar durante dos horas. Ahora se utiliza como sala de cine durante el invierno. A mitad de la película, el telón baja. Intermedio. Todos se levantan para tomar un café y conversar durante los quince minutos de descanso. Cuando te gusta realmente hablar, resulta difícil permanecer callado durante dos horas enteras. En verano, los pases de películas se hacen sotto le stelle, «bajo las estrellas», en el parque de la ciudad. Se colocan sillas de plástico naranja en un anfiteatro de piedra, algo parecido a las sesiones de autocine de Estados Unidos, pero sin coche.

Las calles se despliegan de forma radiada a partir de estas dos plazas. Por un lado, hacia las casas medievales, Por el otro, hacia la fuente del siglo XIII, por allá hacia las lazas más pequeñas, a los venerables conventos y las pequeñas iglesias. Recorro todas estas calles. No hay día que no descubra algo nuevo en ellas. Hoy, un vicolo llamado Polveroso, «polvoriento», aunque resulta difícil adivinar por qué había de estar más o menos polvoriento que los otros.

Incluso si estás en buena forma, un pequeño paseo a la parte más alta de la ciudad resulta agotador. Vale la pena, incluso bajo el sol abrasador de después de comer. Paso junto al hospital medieval, con su largo pórtico, rogando que nunca tengan que extirparme el apéndice aquí. A la hora de comer, llegan mujeres con platos y bandejas cubiertos. Es lo que se espera, si estás hospitalizado, lo lógico es que tus familiares te traigan comida. A continuación, la iglesia de San Francesco, siempre cerrada, con el austero diseño del hermano Elías, compañero de san Francisco. Junto a ella, aún puede verse en las paredes el fantasma del arco de un viejo claustro. Subes y subes, por calles limpísimas, bordeadas por casas bien conservadas. Allí donde la anchura de las calles sobrepasa el metro, la gente aprovecha para emparrar tomates o plantar unas lechugas. En los tiestos, los favoritos indiscutibles del vecindario, aparte de los geranios, son las hortensias, que alcanzan tamaño arbustivo y siempre parecen estar rosas. Con frecuencia las mujeres sacan una silla y se sientan a la puerta de sus casas a desvainar judías, zurcir ropa, a hablar con la vecina de la puerta de al lado. En una ocasión, vi una auténtica bruja, con un largo vestido negro, pañuelo negro, encorvada en una pequeña silla de mimbre. Hubiéramos podido estar perfectamente en 1700. Cuando me acercaba, me di cuenta de que estaba hablando por un móvil. En el número 33 de la Via Berrettini, una placa proclama que en aquel lugar nació Pietro Berrettini. Finalmente llegué a la conclusión de que se trataba de Pietro da Cortona. Un par de plazas sombreadas están rodeadas por viejas casas de estilo residencial, con pequeños jardines delanteros. Si viviera aquí, me quedaría con ésa, la de la mesa de mármol bajo el cenador de viña loca, la cortina blanca almidonada echada sobre la ventana. Una mujer con un elaborado peinado despliega de una sacudida un mantel. Está poniendo la mesa para la comida. Su sabroso ragú tiene un olor prometedor y miro con envidia el mantel a cuadros verdes de su mesa y la botella de vino de granja que coloca justo en medio.

La iglesia de San Cristoforo, casi arriba de todo, es mi favorita. Es muy antigua. Se empezó a construir en 1192 sobre cimientos etruscos. Desde fuera, miro al interior de una pequeña capilla con un fresco de la Anunciación. El ángel, que acaba de tocar tierra, tiene las mangas y los faldones de un leve azul verdoso y todavía ondean. La puerta de la iglesia siempre está abierta, entornada, en realidad, así es que me detengo a considerar si debo entrar o no. Es de planta básicamente románica, y en el palco del órgano, de madera pintada y afiligranada, puede encontrarse una conmovedora interpretación campestre del Barroco. Un fresco desvaído, con una perspectiva singularmente plana, muestra al Cristo crucificado. Bajo cada herida, un ángel suspendido sostiene una copa para capturar la sangre que cae. Estas iglesias de barrio son acogedoras. Me gustan los jarrones (hoy son seis) de lánguidas flores del altar, los montones de revistas católicas bajo otro fresco de la Anunciación. En este caso, María levanta las manos al cielo al oír las nuevas del ángel. Su expresión parece decir que cree que el ángel bromea. La parte de atrás de la iglesia está a oscuras. Oigo un ronquido. En la intimidad del último banco, un hombre está dando una cabezadita.

Detrás de San Cristoforo hay una de esas maravillosas vistas del valle, cortada en diagonal por un tramo de muralla sorprendentemente alto. ¿Qué ha hecho que se mantenga en pie durante tantos siglos? El castillo de los Medici está situado en lo alto de la colina y, por este lado, sus extensas murallas descienden de modo pronunciado. Avanzo por el camino hasta la puerta Montanina, la entrada más alta a la ciudad. Etrusca, también. ¿Acaso no es antiguo este lugar? Con frecuencia entro por esta puerta. Mi casa está del otro lado de la colina y, desde allí, el camino a esta parte de la ciudad es llano. Me gusta caminar por la parte alta de Cortona sin tener que subir. Para mí, uno de los grandes placeres del paseo es Santa Maria Nuova. Al igual que Santa Maria del Calcinaio, esta iglesia está situada en una amplia terraza bajo la ciudad. Desde el camino a la puerta Montanina, puedo contemplar desde arriba sus formas esbeltas, sus curvas rítmicas y su delicada cúpula, de color verde mar y bronce al sol. Aunque la de Calcinaio, diseñada por Giorgio Martini, es más famosa, la de Santa Maria Nuova es más grata a mis ojos. Sus líneas parecen contradecir la idea del peso. Es como si la iglesia hubiera aterrizado allí y pudiera fácilmente volar, con el correspondiente milagro, a otro emplazamiento.

Una vez en la puerta, me vuelvo de nuevo hacia la ciudad y dirijo mis pasos hacia otro pequeño tesoro, la iglesia de San Niccoló. Es más moderna, de mediados del siglo XV. Al igual que en la de San Cristoforo, la decoración es amateur y encantadora. Aunque contiene también una obra más seria, un cuadro de dos caras de Signorelli, un descenso por un lado y la Madonna y el niño por el otro. Nacido con el propósito de utilizarse como estandarte en las procesiones, ahora el vigilante puede ir dándole la vuelta. En los días más calurosos, es un buen lugar para descansar. El ojo encuentra donde distraerse, los pies se refrescan en la fría piedra del suelo. Al salir, advierto, casi escondido, un pequeño Cristo de Gino Severini, otro artista de Cortona. Como adepto del manifiesto futurista e incondicional de la consigna «pedrada en un ojo de la luna», me resulta difícil asociarlo con el arte religioso. Los futuristas abrazaron la velocidad, las máquinas, la industria. Por toda la ciudad, en bares y restaurantes, he visto pósters de cuadros de Severini, todo color, velocidad y energía. Y un día descubrí que la moderna Madonna que acuna un niño en el bar Sport es suya. La mujer, a diferencia de las otras madonnas que conozco, tiene pechos del tamaño de cantalupos. Normalmente, los pechos de una madonna aparecen disociados del cuerpo; tan redondos como pelotas de tenis. El original, que está en el Museo Etrusco, no llega a ser lúgubre por lo tedioso. Hay una sala del museo destinada especialmente a dar una interesante visión de su trabajo. Ninguna pieza realmente importante, por desgracia, pero sí para dar idea de los diferentes estilos que tocó: collages al estilo de Braque con engranajes, tubos y velocímetros, que tanto gustaban a los futuristas, el retrato de una mujer en un estilo bastante similar al de Sargent, dibujos de aire infantil y las más conocidas abstracciones cubistas. En un par de estanterías de vidrio aparecen dispuestas sus publicaciones y unas pocas cartas de Apollinaire y Braque. Ninguna de estas piezas demuestra el entusiasmo y la ambición de que era capaz. Por supuesto, todos los futuristas han sufrido por su entusiasmo inicial por el fascismo y eso les ha impulsado a veces a repudiar cosas buenas. Pero se han resentido aún más de una tendencia que nosotros hemos tenido hasta hace bien poco: tomar a Francia como referente artístico obligado. Muchos sorprendentes cuadros de los futuristas son completamente desconocidos. Por el motivo que fuera, en sus últimos años Severini volvió a sus raíces en busca de temas. Creo que hay un microbio que corre por la sangre de los pintores italianos y que los impulsa a pintar a Jesús y María.

Cuando salgo de San Niccoló, empiezo a bajar pasando junto a varios conventos sin apenas ventanas (deben de tener grandes jardines interiores), uno de los cuales es todavía de clausura. Si tengo alguna pieza de encaje que necesite algún arreglo, sólo tengo que colocarla en un compartimento giratorio, desde donde llegará al interior para que una monja lo arregle. Dos de los conventos tienen capillas extrañamente modernizadas. Más abajo, vuelvo a encontrar a Severini en un mosaico en San Marco. Si subo por esta calle, estoy en la serie de la crucifixión que él diseñó, una serie de mosaicos enmarcados en piedra que muestran la progresión de Cristo hacia la crucifixión y después el descenso. Al final de la caminata (en los días calurosos siento como si yo misma cargara con la Cruz), me encuentro en Santa Margherita, iglesia y convento. En el interior, la propia Margherita está en una vitrina de cristal. Se ha encogido. Sus pies resultan espeluznantes. Lo más probable es que haya alguna mujer arrodillada ante ella, rezando. Margherita fue una de las santas que ayunaban y a quien había que presionar para que tomara al menos una cucharada de aceite de oliva al día. Iba por las calles proclamando a gritos sus pecados. Hoy en día se la consideraría neurótica y anoréxica, pero en aquel entonces comprendían su deseo de sufrir como Cristo. Incluso Dante, según se cree, acudió a ella en 1289 para discutir su propia «pusilanimidad». Margherita es tan venerada localmente, que cuando las madres llaman a sus hijas en el parque, el suyo es el nombre que más se oye. Junto a la puerta Bernarda (ahora cerrada), una placa indica que por allí entró por primera vez en la ciudad en 1272.

La Rugapiana, la más importante de las calles que salen de la Piazza della Repubblica, lleva al parque. A ambos lados de la calle, hay cafés y pequeñas tiendas. Los propietarios a menudo se sientan en el exterior o andan con un espresso en la mano, no muy lejos. Desde la rosticceria, flotan hasta la calle los tentadores aromas del pollo, el pato o el conejo que están en el brasero. Preparan lasañas a mediodía y panzarotti todo el día, o lo que es lo mismo, rollitos de pan, aunque algo se pierde en la traducción. Se utilizan diversos ingredientes para el relleno, como setas, o queso y jamón. El de butifarra y mozzarella es uno de los mejores. Después de la piazza circular de Garibaldi —casi todas las ciudades italianas tienen una—, encuentras la prueba definitiva, si es que no lo has intuido ya, de que ésta es una de las ciudades más civilizadas del mundo. Un parque sombreado se extiende a lo largo de un kilómetro. Los cortoneses vienen aquí a diario. Los parques tienen algo atemporal. Cambian la ropa, las flores, el tamaño de los árboles; aparte de eso, no creo que sea muy distinto a como era hace cien años. En torno al frescor de la fuente de ninfas que cabalgan sobre delfines, jóvenes padres observan jugar a sus hijos. Los bancos están llenos de vecinos que hablan. A menudo veo a algún padre que ayuda a su hija a mantener el equilibrio en una bicicleta de dos ruedas y la suelta con una mezcla de miedo y alegría en el rostro. Es un lugar tranquilo para leer el periódico. Un perro puede dar un largo paseo por la tarde. Hacia la derecha está el valle, y el extremo curvado del lago Trasimeno.

El parque termina en la strada bianca bordeada de cipreses que conmemoran a los muertos de la primera guerra mundial. Después de andar durante un kilómetro por el camino polvoriento hacia casa, miro hacia arriba y veo, al final de las murallas de la fortaleza de los Medici, la sección etrusca de la muralla conocida como «Bramasole». Mi casa toma su nombre de estas murallas. Esa parte de la muralla mira hacia el sur, como el templo de Marzabotto, cerca de Bolonia, y tal vez formara parte de un templo solar. Algunas personas de aquí nos han dicho que el nombre alude a la brevedad de los días que en invierno tenemos en este lado de la colina. ¿Quién sabe lo viejo que será un nombre que habla del deseo del sol? Durante todo el verano, al alba el sol toca directamente la muralla etrusca. También a mí me despierta. Aparte del placer y la belleza de contemplar un nuevo amanecer, veo en ello una primitiva respuesta: el día ha llegado de nuevo, ningún oscuro dios se lo ha tragado durante la noche. Un templo solar parece lo más lógico. Tal vez el nombre se remonte unos veintiséis siglos, al propósito original de este lugar. Puedo imaginar a los etruscos entonando plegarias ante los primeros rayos de sol sobre los Apeninos, para embadurnarse después de aceite de oliva y pasar la mañana tendidos bajo el sol del Mediterráneo.

En su The Art of Travel, Henry James menciona haber recorrido este camino. «Avancé bajo el sol abrasador y rodeé la parte exterior de la muralla. Allí encontré tremendos bloques sin cimentar. Destellaban y parpadeaban bajo la poderosa luz y tuve que ponerme unas gafas de cristales azules para poner en su correcta perspectiva el vago pasado de los etruscos.» «A blue eye glass»… ¿El equivalente del siglo XIX de las gafas de sol? Me imagino a Henry James mirando hacia arriba desde el camino blanco, sacudiéndose sus polainas, y entonces, sin duda, volviendo al hotel para escribir su obligado número de páginas diarias. Hago el mismo paseo e intento realizar el mismo acto misterioso, arrojar la poderosa luz del largo, largo pasado, sobre la luz de la mañana.