Una larga mesa bajo los árboles
En Camucia, la bulliciosa ciudad situada a los pies de la colina de Cortona, el día del mercadillo cae en sábado. Allí estoy yo antes de que empiece a hacer calor. Los turistas pasan de largo por Camucia; no es más que el residuo moderno de la venerable ciudad que domina sobre la colina. Pero es moderno relativamente. Entre las tiendas de frutta e verdura, las ferreterías y las tiendas de grano, puedes encontrarte con un par de tumbas etruscas. Cerca de la carnicería, se encuentran los restos de una villa, una inmensa verja de hierro y el muro de un jardín. Camucia, bombardeada en la segunda guerra mundial, tiene también sus castaños, sus puertas de fotografía y sus casas con postigos.
Los días de mercado, hay un par de calles cerradas al tráfico. Los vendedores llegan temprano, y sacan lo que parecen secciones enteras de supermercado de camiones o furgonetas especiales. En un puesto venden pecorino local, «queso de leche de oveja», que puede ser dulce y cremoso, o anejo y fuerte como un corral, junto con varias bolas de parmigiano. El queso añejo es sabroso y se desmenuza fácilmente, y me resulta agradable ir mordisqueándolo mientras voy por el mercado.
Estoy buscando y reuniendo ingredientes para la cena de unos nuevos amigos. Mis puestos favoritos son los de los dos maestros de la porchetta. El cerdo entero está tendido sobre la tabla de cortar, con un poco de perejil liado entre la cola, y una manzana o un champiñón grande en la boca.
A veces la cabeza decapitada está a un lado, contemplando el resto de su cuerpo, que se ha rellenado con hierbas y trozos de sus propias orejas, etcétera (mejor no fijarse demasiado), para después asarse en un horno de leña. Se puede comprar un panino (un bollito crujiente) sin otra cosa que unas rodajas de porchetta para llevártelo a casa, magro o con algo de grasa. El dueño de uno de los puestos de porchetta se parece mucho a lo que vende: ojos pequeños, piel vistosa, y antebrazos bulbosos. Sus dedos son cortos y regordetes, con las uñas comidas. Me sonríe, alabando las virtudes de su cerdo, pero cuando se vuelve a su esposa, su tono se vuelve gruñón. Sus labios parecen fijos en una media sonrisa tensa. He comprado otras veces aquí, y su porchetta es deliciosa. Esta vez le compro al hombre menos severo del puesto de al lado. Pido más sale, «sal», por Ed, que es como se llama el relleno incalificable que le ponen. Me gusta, pero siempre acabo rebuscando en su interior para ver si encuentro algo raro. Aunque el cerdo es útil y apetitoso en todas sus partes y preparaciones, la porchetta, asada a fuego lento, debe de ser la mejor. Antes de seguir con las verduras, veo un par de alpargatas amarillas con unas cintas para atarlas a los tobillos; dejo las bolsas de la compra mientras me pruebo una. Perfecta, y por menos de diez dólares. Las pongo en la cesta con la porchetta y el parmigiano.
Fulares (imitaciones de Chanel y Hermés) y manteles de lino cuelgan de los toldos; jabón para el lavabo, cintas y camisetas aparecen desplegados en grandes cajones y mesas plegables. En este mercado, aparte de comprar comida, puedes vestirte, plantar un jardín y comprar todo lo que necesites para la casa. Hay algo de artesanía local, pero tienes que buscarla. Los mercadillos toscanos no son como los de México, con esos maravillosos muñecos, tejidos y cerámicas. Es sorprendente que estos mercadillos aún se hagan, dada la sofisticación de la vida en Italia y la calidad de vida en esta zona. La tradición del hierro forjado aún se conserva. Ocasionalmente, veo buenos morillos y prácticas parrillas para las chimeneas. Mi favorito es un soporte para el prosciutto, una barra de hierro montada verticalmente sobre una tabla de madera para que sea más fácil cortarlo. Tal vez algún día me daré cuenta de lo mucho que necesito el prosciutto y me compre uno. Una semana compré unas canastas hechas a mano con ramas oscuras y flexibles de sauce. Las grandes son perfectas para poner utensilios de cocina y las pequeñas de forma circular, para los melocotones y las cerezas maduras. Una mujer vende viejos manteles y juegos de sábanas con gruesas iniciales que debe de haber ido reuniendo entre diferentes granjas y pueblos. Tiene tres montones de encaje que amarillea. Tal vez una parte se haya confeccionado en una isla próxima del lago Trasimeno, la Isola Maggiore. Allí las mujeres aún se sientan a la puerta de las casas a tejer bajo la luz de la tarde. Encuentro dos enormes fundas cuadradas para almohadas, con encaje y lazos…, diez mil liras, como las sandalias: parece que es el número mágico hoy. Por supuesto, tendré que comprar almohadas hechas a medida. Cuando compro unos trapos de lino de cocina a rayas, veo varias pieles de cabra colgando de unos ganchos. Quedarían estupendas sobre el suelo de cotto de mi casa. Las cuatro que tiene el hombre son muy pequeñas, pero dice que volverá la semana que viene. Trata de convencerme de que, de todos modos, sus pieles de oveja quedarían mejor, pero no me gustan.
Aún me quedan cosas por comprar, pero me paso por el bar a tomar un café. En realidad, es sólo una excusa para mirar. La gente de los alrededores no viene sólo para comprar en el mercado, también se reúnen con amigos, hacen negocios. Un adorable bullicio de voces envuelve el mercadillo y las zonas colindantes. Muchos hablan en el dialecto local del Val di Chiana y, aunque casi no entiendo nada de lo que dicen, observo entre ellos un hábito recurrente: ellos no pronuncian la c como ch, sino que lo convierten en un sonido sibilante, sh. En vez de decir «chiento», dicen «shento». He oído que alguien pedía un «cappushino» en lugar de un «cappuchino», aunque coloquialmente es más frecuente pedir un «cappuch». El nombre eje su ciudad no se pronuncia «Camuchia», sino «Camushia». Es curioso, en este tipo de cambios, con frecuencia la letra afectada es la c. En la zona de Siena, la gente sustituye el sonido k por h aspirada… dicen «hasa» y «hola-hola», en vez de casa y Coca-Cola. Pero sea cual sea su pronunciación, están hablando. Fuera del bar se arremolinan unos cien hombres, grupos de granjeros. Algunos juegan a las cartas. Sus esposas están entre la multitud del mercado, cargando sus cestas de frambuesas, albahaca con las raíces aún colgando, champiñones desecados, tal vez algún pescado del único puesto que vende productos del Adriático. A diferencia de los italianos, que se beben su dedo de espresso de un trago, yo bebo mi café negro, negro, a sorbitos.
Una amiga dice que Italia se está volviendo igual que el resto del mundo…, se está homogeneizando y americanizando, dice con desprecio. Me gustaría traerla aquí y que viera lo que yo estoy viendo. El aspecto de los hombres refleja la vida que llevan…, aunque supongo que eso pasa siempre. Trabajo duro, cuerpos y rostros firmes. Todos son delgados, no tienen ni un kilo de más por ningún sitio. Parecen curtidos por el sol, tan profundamente que con seguridad no están pálidos ni en invierno. Sus ropas de campo son prácticas, vastas… También veo en ellos una dignidad natural. Desde luego, los habrá que sean astutos, ariscos, crueles, pero parecen totalmente presentes, manifiestos y vivos. A algunos les falta algún diente, pero sonríen abiertamente sin ningún reparo. Miro a los ojos de un hombre. El izquierdo está blanco, surcado por venas lechosas, como las del mármol. El otro es negro como el centro de un girasol. Un chico retrasado se mueve entre ellos. No lo miman en exceso ni pasan como si no estuviera; está aquí, simplemente, viviendo su vida como el resto de nosotros.
En casa, planifico los menús por adelantado, aunque con frecuencia improviso según lo que voy comprando. Aquí, no me pongo a pensar hasta que veo los productos que hay frescos cada semana. Tiendo a comprar demasiado. Olvido que no tengo diez personas hambrientas que alimentar en la casa. Al principio me disgustaba mucho cuando después de unos pocos días me disponía a cocinar los guisantes o los tomates y descubría que se habían echado a perder. Finalmente comprendí que lo que compras cada día está listo para cocinarse…, que se ha cogido esa misma mañana en su punto. Esto explicaba otro misterio. No había logrado entender por qué las neveras de los italianos eran tan pequeñas hasta que me di cuenta de que ellos no almacenan la comida como hacemos nosotros. El gigante que tengo en casa empieza a parecer casi institucional comparado con la miniatura de frigorífico que tengo aquí.
Hace dos semanas, había pequeñas alcachofas púrpura con largos tallos. A Ed y a mí nos encantan cocidas y rellenas de tomate, ajo, pan duro y perejil; una vez hechas, se aderezan con aceite y vinagre. Hoy no había ni una sola. Los fagiolini, «judías verdes finas», son irresistibles. ¿Preparo dos ensaladas, porque las judías también quedarían bien con vinagreta de chalote? ¿Por qué no? Compro nectarinas para el desayuno, pero para el postre de esta noche, las cerezas serán perfectas. Compro un kilo, y voy al otro lado del mercado a ver si encuentro un deshuesador. Como no sé qué palabra usan ellos, me veo confinada al lenguaje de los signos. Sé decir ciliegia, «cereza», y eso ayuda. Me he fijado en que, en Italia y Francia, los cocineros no quitan el hueso a las cerezas cuando las sirven como postre, pero aun así yo prefiero deshuesarlas. Las bañaré en Chianti con un poco de azúcar y limón. Me decido a comprar también unas pequeñas patatas amarillas todavía medio cubiertas de tierra. Les pasas un agua, un poquito de aceite y romero, y se asan en el horno.
Podría comprar lo que me falta para la comida de hoy aquí mismo. Paso junto a jaulas de gallinas de Guinea, patos y pollos, también de conejos. Mi hija tuvo una vez un conejo negro de angora como mascota, así es que me resulta difícil mirar con indiferencia a los dos conejitos moteados que mordisquean sus zanahorias en una polvorienta bolsa de la compañía Alitalia; no soporto imaginarlos temblando en el maletero de mi coche. Prefiero comprar la ternera en la carnicería, aunque también me cuesta. Sé que no es lógico. Si puedes comer carne, también puedes ver de dónde ha salido. Pero las cabezas flácidas y los ojos cerrados de las codornices y los pichones me impresionan. Cabezas de gallo, patas de pollo (con las uñas amarillas como la señora Ricker, la compañera de las partidas de cartas de mi abuela), el pellejo del animal para demostrar que es un conejo y no un gato, vacas enteras que cuelgan de las patas, con un trozo de papel debajo para recoger las gotas de sangre que aún puedan caer… todas estas cosas hacen que se me revuelva el estómago. No creo que nadie pueda comerse esas mejillas vellosas. Cuando era pequeña, una vez me senté a ver cómo nuestra cocinera le retorcía el cuello a un pollo y luego le arrancaba la cabeza de un tirón. El pollo dio unas vueltas, borboteando sangre, antes de desplomarse dando sacudidas. Me encanta el pollo asado, pero ¿podría retorcer alguna vez un cuello?
Llevo tanto como soy capaz de cargar. La siguiente parada es la cantina cooperativa, para comprar un vino local. Hacia el final de la sinuosa línea que forman los puestos del mercadillo, hay una mujer que vende flores de su jardín. Me envuelve un ramo de zinnias rosas en papel de periódico y las pongo entre las asas de la bolsa de la compra. El sol es feroz, y la gente está empezando a cerrar para la siesta. Una mujer que no ha vendido apenas ninguna de sus toallas amarillas y a rayas parece cansada. Quita al perro que está durmiendo en su silla plegable y se sienta a descansar un rato antes de recoger.
Cuando ya me voy, veo a un hombre con jersey, a pesar del calor. El maletero de su minúsculo Fiat está lleno de uva negra que ha estado recalentándose al sol toda la mañana. El aroma vinoso, enmohecido y violeta me impulsa a detenerme. El hombre me ofrece una. La dulzura de la uva rompe en mi paladar. Nunca en mi vida he probado algo tan esencial como esta uva. Hasta huelen a púrpura. Su sabor es más antiguo que los etruscos y, sin embargo, profundamente fresco y agradable. Me aturde. Qué sabrosos los grandes granos, el montón de racimos polvorientos que llenan dos o tres cestas. Pido un grappolo, un «racimo», deseando que su sabor me acompañe toda la mañana.
A medida que voy vaciando las cestas de la compra, la cocina se llena del aroma de las frutas y las verduras recalentadas en el coche. Cualquiera que llegue a casa del mercado debe de sentirse impulsado a disponer los tomates, las berenjenas (melanzane suena mucho más auténtico que la palabra inglesa), los calabacines y los enormes pimientos en la fuente más cercana y darles reposo. Me resisto a la tentación de arreglar la fruta en las fuentes, excepto la que vamos a comer hoy porque está madura. Todo lo que no vayamos a comer ahora tiene que ir a la nevera.
Todavía no puedo creerme que la cocina esté acabada. Aunque aún se ve el fantasma de un círculo sobre la puerta de afuera, en el lugar donde colgaba un santo o una cruz en un nicho cuando esto era la capilla de la casa, no queda ninguna otra señal de los anteriores habitantes de la habitación, bueyes y pollos. Cuando los abrevaderos se arrancaron, encontramos los restos de elaboradas volutas en los desconchones de yeso y tuvimos que trabajar viendo continuamente las formas groseras que habían quedado marcadas en la pared. De vez en cuando nos deteníamos y decíamos: «¿Alguna vez habías imaginado que un día rasparías décadas de moho de ácido úrico animal de las paredes?» y «¿Te das cuenta de que vas a cocinar en una capilla?».
Ahora, extrañamente, parece como si la cocina siempre hubiera sido como es ahora. Como en el resto de la casa, el suelo es de ladrillo encerado, las paredes de yeso blanco, y en el techo hay (¡oh, la espalda y el cuello del pobre Ed!) vigas oscuras. Hemos evitado deliberadamente los armarios. Fue fácil construir los pilares de ladrillo para los gruesos tablones de las estanterías que imaginamos cuando pasábamos las noches dibujando en hojas de papel cuadriculado. Ed y yo cortamos los tablones y los pintamos de blanco. En las canastas que compré en el mercado tengo utensilios de cocina. Las losas de mármol blanco de Carrara de los apoyos me resultan agradables a la digestión, frescas al tacto y van bien para trabajar la masa las pizzas o los pasteles que hago. Colgamos los mismos estantes sencillos en otra pared para colocar vasos y cuencos para la pasta. Ed ha puesto unos clavos con el taladro para asegurarlos, haciendo que saltaran piedrecitas de la roca sólida y forzando el taladro al máximo.
La signora que vivía aquí hace cien años podría entrar ahora y ponerse a cocinar. Le encantaría el fregadero de porcelana, lo bastante grande para poder bañar a un niño, con su escurridero y su grifo de cromo. Me la imagino con su mentón afilado y sus brillantes ojos negros, con el pelo recogido con una peineta. Lleva zapatos resistentes con cordones y un vestido negro con las mangas subidas y se dispone a estirar con el rodillo la masa de los ravioli. Sin duda, se mostraría sorprendida ante los electrodomésticos: el lavavajillas, la cocina y la nevera que no hace hielo (todavía una novedad en Toscana), pero, por lo demás, se sentiría como en casa. En mi siguiente vida, cuando sea arquitecto, siempre diseñaré cocinas que se abran al exterior. Me encanta salir afuera a descabezar las habichuelas sentada sobre el muro de piedra. Afuera pongo los tarros sucios en remojo, dejo secar los trapos de la cocina encima del muro, echo el agua limpia que me sobra al jaramago, el tomillo y el romero que crecen junto a la puerta. En verano, la doble puerta está abierta día y noche, así que la cocina se llena de luz y aire. Una avispa —¿es la misma?— entra cada día, bebe de la pila y vuelve a marcharse.
El único detalle realmente estadounidense es la iluminación. El precio extremadamente elevado de la luz explica la presencia de bombillas de cuarenta vatios en tantas casas. No soporto las cocinas oscuras. Elegimos dos accesorios alegres y un reóstato, cosa que provocó una gran consternación a Lino, el electricista. Nunca ha instalado un reóstato, y le intriga. Pero… ¡las luces! «Una es suficiente. No van a hacer ninguna operación aquí dentro», insistió. Se sintió en la obligación de advertirnos que la factura… No encontraba palabras, así es que se limitó a agitar ambas manos delante de él meneando la cabeza al mismo tiempo. Sin ninguna duda, vamos de cabeza a la ruina.
En la repisa de ladrillo que hay sobre la pila, he empezado a colocar fuentes y cuencos de mayólica de la localidad. Había pensado convencer a Shera para que venga y con la ayuda de unas plantillas me decore la franja superior de las paredes con uvas y hojas de parra. Pero, por el momento, la cocina «é finita».
Si hemos puesto tanto interés en la cocina es porque en mi familia siempre hemos tenido una especial predilección por cocinar. No importa la ocasión o el momento, las mujeres entre las que crecí podían entregarse en cuerpo y alma a la cocina, desde los delicados timbales y el pollo aplastado hasta cacerolas humeantes de estofado de Brunswick. En verano, mi madre y nuestra cocinera, Willie Bell, hacían maratones para poner tomates en conserva, encurtir pepinillos, remover cubas de una variedad de uva moscatel verde ámbar para hacer gelatina. A principios de diciembre, habían hecho pasteles con baño de coñac, y habían descascarillado montones de pacanas para asar. Nunca faltaban en nuestra cocina galletas de chocolate con avellanas, ni faltaban tampoco biscotes fríos que habían sobrado de la cena. Todavía añoro los biscotes en el desayuno. En una comida, ya estábamos hablando de la siguiente.
Mi hija daba todos los signos de haber roto con el legado de mi madre y Willie, cuyo talento nos destinó a mi hermana y a mí a estantes y estantes de libros de cocina y constantes planes para una fiesta u otra y —la prueba definitiva— incluso la fatalidad de cocinar cuando estamos solas. Durante su infancia, aparte de alguna hornada ocasional de fudge negro como la obsidiana, Ashley desdeñó la cocina. Poco después de licenciarse en la universidad, empezó a cocinar y a llamarme para pedirme la receta del pollo con cuarenta dientes de ajo, profiteroles, risotto, suflé de chocolate, patatas Anna. Sin saberlo, parecía haber asimilado ciertos conocimientos. Ahora, cuando estamos juntas, planificamos y cocinamos hasta la saciedad. Ella me ha enseñado una receta estupenda de filete de cerdo marinado y tarta de suero y limón. Estas conexiones familiares me producen una sensación de impotencia: la cocina es destino.
A pesar de esta inexorable herencia, en los últimos años, el trabajo me absorbe cada vez más. En San Francisco, en medio de mi rutina diaria, la cocina a veces se convierte en una carga. Reconozco que en alguna ocasión mi cena se ha limitado a un poco de helado que he comido de pie en la cocina. A veces, los dos llegamos tarde a casa y en la nevera no encontramos más que apio, uvas, manzanas un poco pasadas y leche. No es problema, en San Francisco hay buenos restaurantes. Los fines de semana procuramos asar siempre un par de pollos o hacer minestrone o una ensalada de pasta lo bastante grande para que dure hasta el martes. Los viernes, un alto en el local de Gordo para comer los burritos de carne con salsa amarga, guacamole, salsa muy picante y un kilogramo de grasa. Cuando me dan arrebatos de organización, congelo bidones de sopa, chile, estofado y caldo de verduras.
La tranquilidad que da una casa de verano, la comodidad de disponer de ingredientes selectos frescos y la naturalidad con la que te relacionas aquí con los invitados me han convencido de que es así como debería ser siempre la cocina. Pienso con frecuencia en las mesas que mi madre preparaba en verano. Planificaba las comidas como si fuera la cosa más sencilla del mundo. Finalmente caigo en la cuenta: tal vez no es que yo no esté tan capacitada como ella, simplemente, en su época era más fácil. Estaba rodeada de gente, como nosotros aquí. Yo sujetaba la máquina de hacer helados, mientras mi hermana hacía girar la manivela. Mi otra hermana desvainaba guisantes. Willie era una mujer muy capaz. Mi madre dirigía el tráfico en la cocina, preparaba la mesa. Utilizo sus recetas con frecuencia, y he heredado en parte su habilidad para tratar con los invitados, pero, por favor, pollo frito no. Aquí dispongo del mejor ingrediente, el tiempo. A los invitados les apetece de verdad deshuesar las cerezas o bajar a la ciudad a por otra ración de parmigiano. Además, la cocina parece tomar menos tiempo, porque la calidad de la comida es tan buena que no hacen falta grandes preparaciones. El calabacín tiene un sabor tan auténtico… La remolacha, salteada con un poco de ajo, está deliciosa. La fruta no viene con etiquetas; no se desinfecta ni se abrillanta, y su sabor es realmente diferente.
Estamos a casi quinientos metros de altitud, y las noches son frescas. Eso nos va bien, porque nos permite preparar algunas comidas más consistentes que no apetecen con el calor. Mientras que el prosciutto con higos, la sopa fresca de tomate, las alcachofas romanas o la pasta con una peladura de limón y espárragos son perfectos para el calor, las noches frescas despiertan el apetito. Hacemos espagueti con ragú (finalmente averigüé que el ingrediente secreto de un ragú es el hígado de pollo), minestrone con granos de pesto, osobuco, polenta a la plancha, pimientos al horno rellenos de ricotta y natillas a las finas hierbas, cerezas tibias bañadas en Chianti con bizcocho de avellana.
Cuando los tomates están maduros, no hay nada mejor que una sopa fresca de tomate con un puñado de albahaca y aderezada con tropezones de polenta. La panzanella, «pequeño pantano», es otro de los platos exquisitos que pueden prepararse con tomate: es una ensalada de aceite, vinagre, tomate, albahaca, pepino, cebolla picada y pan seco empapado en agua y escurrido después… Un invento salido auténticamente de la necesidad. Dado que el pan debe comprarse diariamente, en la cocina toscana se aprovechan las sobras. Las hogazas de pan de ayer son perfectas para hacer pudín de pan y para las mejores torrijas que he comido nunca. Pasamos días sin probar la carne, y ni siquiera la echamos de menos, y entonces, una faraona (gallina de Guinea) asada con romero o un poco de lomo de cerdo adobado con salvia nos recuerda lo fabulosos que pueden ser los platos más sencillos. Cojo un poco de tomillo, romero y salvia y lo voy poniendo en una canasta, deseando poder llevarlos conmigo a San Francisco, donde tengo una jardinera de hierbas aromáticas. Aquí el sol hace que doblen su tamaño cada pocas semanas. El orégano que crece cerca del pozo enseguida forma un círculo de casi metro y medio. Incluso la menta silvestre y el toronjil que arranqué de la colina y trasplanté aquí se han reproducido. Menta. Virgilio dice que los ciervos heridos por los cazadores buscan la menta para sus heridas. En Toscana, donde los cazadores han ahuyentado hace tiempo la vida salvaje, la menta abunda más que los ciervos. Maria Rita, en su tienda de frutta e verdura, me aconseja que use toronjil en ensaladas y verduras, también en el agua del baño. Creo que me gustaría cortar hierbas incluso si no las usara para cocinar. La fuerza de las hierbas recién cortadas beneficia tanto al sabor de la comida como al placer de prepararlas. Después de cortar el tomillo, no me lavo las manos hasta que la fragancia se desvanece. He plantado un seto de salvia, más de la que nunca podré utilizar, y dejo la mayoría de las flores para las mariposas. Las flores de la salvia, junto con las de la lavanda, quedan muy bonitas en ramos de flores silvestres. El resto la seco o la uso recién cortada, normalmente para las judías blancas con salvia troceada y aceite de oliva, uno de los platos favoritos de los toscanos, a quienes se conoce como «comedores de judías».
Cada vez que hacemos algo a la parrilla, Ed sacude largos manojos de romero sobre las brasas y la carne. Sus hojas crujientes, no sólo añaden sabor, también se pueden mordisquear. Cuando hacemos camarones, Ed los engarza en ramitas de romero.
Tengo tarros de albahaca junto a la puerta de la cocina porque se supone que ahuyenta a las moscas. Durante las semanas que duró la construcción del muro y la perforación del pozo, vi que un trabajador se estrujaba unas hojas entre las manos y se las frotaba contra el aguijón que tenía clavado. Decía que quitaba el dolor. Una mata más grande crece unos metros más allá. Cuanto más corto, más parece crecer. Utilizo hojas enteras para la ensalada, manojos para el pesto, grandes cantidades para zumos veraniegos y platos de tomate. De todas las hierbas, la albahaca es la que mejor expresa la esencia del verano toscano.
La extensión de las comidas de verano exige la presencia de una larga tavola. Ahora que la cocina está acabada, necesitamos una larga mesa para afuera, cuanto más larga mejor, porque, inevitablemente, la abundancia del mercado semanal me incita a comprar demasiado y porque, inevitablemente, se juntan invitados… Amigos de Estados Unidos, amigos de algún familiar que estaban por la zona y se pasan a saludar, y nuevos amigos, a veces con amigos suyos también. Pongo un puñado más de pasta a hervir, un plato más, un vaso, busco otra silla. La mesa y la cocina pueden responder.
He pensado con detenimiento en mi mesa, su propósito, así como sus dimensiones. Si fuera una niña, me gustaría levantar el mantel y arrastrarme por debajo de una mesa interminable, bajo una luz tamizada por el lino, poder acurrucarme y escuchar las risas, el sonido de los cubiertos, la charla de los adultos, oír los Salute y los Cin-cin viajando de una silla a otra, contemplar las rodillas y los zapatos de la gente, las faldas floridas que se agitan para dejar pasar un poco de aire. Una mesa firme a pesar del peso de la comida. Una mesa así debería acomodarse también a los paseos de un gran perro; tener el suficiente espacio para poder colocar en un extremo un gran jarrón con las flores de cada época; la anchura precisa para permitir que las fuentes de comida pasen de unas manos a otras y se detengan donde quieran, y que las botellas de agua y de vino se acumulen con el paso de las horas. Se necesita espacio para poner una fuente con agua fría para las uvas y las peras, un pequeño plato cubierto para los caprichos de gorgonzola (dolce, en oposición al piccante, que se utiliza para cocinar) y caciotta, un queso tierno local. A nadie le preocupa si los huesos de las olivas se tiran al suelo. El mejor atuendo para una mesa de esas características pasa por manteles claros de lino, cuadros azules, tartán verde y rosa, pero nunca un blanco puro, pues resaltaría demasiado. Si la mesa es lo suficientemente larga, podemos sacarlo todo a la vez, y nadie tiene que andar yendo y viniendo de la cocina. Y allí está la mesa, dispuesta para el placer principal: largas comidas bajo los árboles a mediodía. Estar al aire libre transmite una sensación de tranquilidad y libertad. Eres tu propio invitado, que es como tendría que ser siempre en verano.
En el delicioso estupor que se abate sobre la persona cuando se parte por la mitad la última pera, cuando con los últimos restos de pan se ayudan a pasar las últimas migajas de gorgonzola, y la última gota del vaso se vacía, quien sienta inclinación por este tipo de cosas puede meditar sobre su participación en el gran inconsciente colectivo. Estás haciendo lo mismo que hacen todos los italianos en este momento, millones de traseros que están siendo lustrados por las sillas en millones de mesas. Sobre cada mesa, se está concentrando un enjambre en miniatura de mosquitos. Hay excepciones, por supuesto. Vigilantes de los parkings, camareros, cocineros… y miles de turistas, muchos de los cuales han cometido el error de comerse dos porciones de pizza de mortadela a las once y ahora no se sienten inclinados a comer nada. En vez de eso, van errando bajo un sol implacable, echando un vistazo a través del enrejado de las ventanas de tiendas cerradas, intentando abrir las macizas puertas de las iglesias, sentándose junto a alguna fuente mientras hojean con los ojos entrecerrados sus minúsculas guías. ¡Desistid! También yo he hecho eso. Luego, más tarde, resulta difícil negarse al delicioso cucurucho de melone a las siete, cuando el aire aún es caliente y las sandalias te han pelado los talones. Los débiles (mea culpa) que sucumban seguramente comerán otra porción de pizza, esta vez de alcachofa, de camino al hotel. Y así, cuando Italia empiece a comer a las nueve, el estómago del extranjero no chistará. Eso será más tarde, cuando todos los buenos restaurantes estén llenos.
Es posible que el ritmo de las comidas toscanas nos confunda, pero después de una larga comida fuera, una cosa está clara: la siesta. La lógica de una siesta de tres horas en mitad del día es aplastante. Lo mejor es coger ese libro sobre Piero della Francesca, subir al piso de arriba y rendirse.
Quiero que mi mesa sea de madera. Cuando yo era pequeña, los viernes mi padre siempre invitaba a comer a sus amigos y unos cuantos empleados. Nuestra cocinera, Willie Bell, y mi madre tendían una larga mesa blanca bajo la pacana de nuestro jardín, con el pollo frito que habían preparado allí mismo, en la barbacoa de ladrillo, ensalada de patata, biscotes, té helado, bizcocho y botellas de gin tonic y Southern Confort. La comida se prolongaba a menudo durante casi todo el día, y a veces acababa con los hombres tambaleándose cogidos del brazo y cantando Darktown Strutter’s Ball y I’m a Rambiln’Wreck from Georgia Tech a cámara lenta, como una cinta que se ha reblandecido con el sol.
Desde las primeras semanas, hemos estado utilizando la mesa abandonada de trabajo, un rudo prototipo de la mesa en la que yo nos imaginaba sentados bajo los cinco tigli. En un puesto del mercadillo compré manteles largos, para que no nos claváramos las astillas de la mesa en las rodillas. En esa mesa, con servilletas a juego, un jarro con amapolas, dauco vulgar y aciano, y nuestros platos amarillos de la cooperativa, hemos estado sirviendo nuestras comidas, mayoritariamente el uno al otro.
Mi idea del cielo es una comida de dos horas con Ed. Creo que en otra vida debe de haber sido italiano. Ha empezado a gesticular y mover las manos cuando habla, cosa que nunca le había visto hacer. En casa le gusta cocinar, pero aquí se entrega de lleno. Cuando él prepara una comida, reúne parmigiano, mozzarella fresca, un poco de pecorino de las montañas, pimientos rojos, lechugas recién cortadas, el salami local con hinojo, hogazas de pane con sale (el pan que no es estrictamente tradicional de aquí, porque lleva sal), prosciutto, una gloriosa bolsa de tomates. De postre, melocotones, ciruelas y, mi favorita, una sandía local llamada minne di monaca, «tetas de monja». Apila los quesos, el salami y los pimientos en la tabla para cortar el pan y sirve el primer plato, el clásico caprese: tomate en rodajas, albahaca, mozzarella y unas gotitas de aceite.
A la sombra de los tigli, estamos protegidos del sol de mediodía. Las cigarras parlotean en los árboles, con ese sonido tan profundamente veraniego. Los tomates son tan intensos que guardamos silencio mientras los saboreamos.
Ed abre una botella celebratoria de prosecco y nos ponemos a recapitular sobre la saga de la compra y la restauración de la casa. Curiosamente, ahora omitimos las complicaciones y el pánico; hemos empezado el proceso de selección, el mismo proceso que asegura la continuidad de la raza humana: olvidar el esfuerzo. Ed empieza a hacer planes para que instalemos un horno de pan. Soñamos con otros proyectos. El sol que se cuela entre las ramas de los árboles en flor nos baña en una luz dorada y difusa.
—Esto no es real, nos hemos metido en una película de Fellini —digo yo.
Ed sacude la cabeza.
—Fellini no hacía más que documentales. He perdido la fe en su genio. Veo escenas de Fellini por todas partes. ¿Te acuerdas de la motocicleta que aparece una y otra vez en Amarcord? Pues la veo por todas partes. Estás en cualquier pueblo perdido, sin nadie a la vista, y de pronto aparece una enorme Moto Guzzi. —Se pela un melocotón en una larga espiral y nos resulta todo tan agradable que abrimos una segunda botella de prosecco y dejamos que transcurra otra hora antes de que nos retiremos a descansar y recuperemos la energía para dar un paseo por la ciudad estudiando los diferentes restaurantes, caminar siguiendo el parterre que queda sobre el valle y, aunque resulte difícil pensar en eso ahora, empezar la siguiente comida.
Hemos llamado a los tímidos y silenciosos carpinteros, Marco y Rudolfo. Sea cual sea el trabajo que hacen, siempre parecen divertidos. La idea de una mesa pintada para diez parece dejarlos perplejos. Están acostumbrados al barniz de castaño. ¿Estamos seguros? Veo que intercambian una mirada. Pero tendrán que volver a pintarlo de aquí a dos años. No es nada práctico. Hemos hecho un esquema con lo que queremos y también tenemos una muestra de la pintura… amarillo primario.
Vuelven cuatro días después con la mesa, sellada y pintada. Un tiempo récord para cualquiera, pero sobre todo para alguien tan ocupado como ellos dos. Ríen y dicen que la mesa brillará en la oscuridad. El color palpita. La llevan hasta el lugar con la vista más amplia del valle. Bajo las sombras, el amarillo brilla, incitándonos a acercarnos desde la casa con jarras y boles humeantes, canastas de fruta y quesos frescos envueltos en hojas de parra.
Esta noche la cena es para una pareja de italianos, su bebé y nuestros compatriotas escritores. Esta pequeña italiana, con siete meses, ya está mascando olivas picantes y mira embobada la comida. Nuestros amigos se han divertido con nuestras aventuras en la restauración, desde luego, puesto que sus casas se restauraron antes de que los trabajadores desaparecieran y el dólar cayera. Todos tienen una cantidad sorprendente de conocimientos sobre pozos, canalones, sistemas sépticos, poda…, minuciosos conocimientos técnicos adquiridos tras años viviendo bajo el tejado de granjas viejas y raras. Nos sentimos impresionados por su fluidez con el italiano, su interminable conocimiento de los entresijos de las facturas del teléfono. Aunque imagino conversaciones sobre las corrientes literarias en la literatura italiana, la ópera y restauraciones polémicas, al parecer discutimos con más apasionamiento sobre la poda de los olivos, sifones colectores de grasas, verificación de aguas y reparación de postigos.
El menú: bebidas, bruschette con tomates troceados y albahaca, crostini con confite de pimiento rojo. Primer plato: gnocchi, no los típicos de patata, sino ligeros gnocchi de sémola (pequeñas porciones, es sabroso), seguidos de ternera asada con ajo y patatas, y aderezada con salvia frita. Judías verdes finas, todavía calientes, con hinojo y olivas. Poco antes de que lleguen, cojo una canasta de lechugas. A principio del verano, esparcí dos sobres de semillas de lechuga alrededor de un lecho de flores. Una semana después ya habían brotado y en tres semanas ya habían invadido los bordes del lecho de flores. Ahora están por todas partes; resulta curioso estar quitando malezas del lecho de flores y recogiendo comida para la cena al mismo tiempo. Algunas me parecen raras. Espero que no hayamos estado comiendo brotes de caléndula o malvarrosa. Las cerezas, que se han cocido a fuego lento y después se han dejado enfriar, han estado atrayendo abejas toda la tarde. Uno de los minúsculos colibríes hizo una rápida incursión a la cocina, atraído seguramente por el fuerte aroma del jarabe rojizo.
Llegarán para la hora del lento y suave anochecer toscano. El cielo empezará a palidecer después de las bebidas, pasando del transparente al dorado y al azul oscuro, y entonces, hacia el final del primer plato, será ya de noche. La noche cae con rapidez, como si el sol fuera arrastrado en un único movimiento bajo la colina. Encendemos velas protegidas por pantallas especiales a lo largo del muro y en la mesa. Como música de fondo, un alegre coro de ranas. Molti anni fa, «hace muchos años», empiezan nuestros amigos. Sus historias tejen en torno a nosotros una Italia que sólo conocemos a través de los libros y las películas… En los sesenta… En los setenta… Un auténtico paraíso. Por eso vinieron…, y se quedaron. La adoran, pero parece decadente comparada con los cuatro armoires de esa loca contessa. Las calles de Roma estaban tan vivas, y ¿te acuerdas de aquel teatro cuyo tejado se levantaba? ¿Te acuerdas cuando se ponía a llover? Entonces la conversación deriva hacia la política. Ellos conocen a todo el mundo. Todos nos sentimos horrorizados por la explosión del coche en Sicilia. ¿Hay mafia aquí? Nuestras preguntas son ingenuas. La orientación hacia el fascismo de las últimas elecciones ha trastornado a todo el mundo. ¿Puede volver Italia al pasado? Les hablo del corredor de antigüedades de Monte San Savino. Vi una foto de Mussolini en la puerta de su tienda y él me vio mirándola. Con una amplia sonrisa me pregunta si sé quién es. No sabiendo si la foto era un objeto de broma o de culto, le dirijo el saludo fascista. Se pone como loco, pensando que soy una simpatizante. No deja de abrumarme, diciendo lo valiente y bravo que era Il Duce. Yo quiero marcharme con mis extrañas compras —una cruz grande y dorada y la puerta de un relicario—, de pronto los precios han bajado. Me invita a volver, quiere que conozca a su familia. Todos me aconsejan que aproveche la ocasión.
Me siento completamente integrada en este lugar; mi vida «real» parece remota. Es curioso que estemos todos aquí. Se nos dio un país y nos hemos establecido en otro… y ellos de un modo mucho más radical que nosotros. Ellos han definido sus vidas y sus trabajos en función de este país, no del suyo. Somos unos estadounidenses anodinos, sí, pero nos sentimos tan a gusto aquí… Podríamos quedarnos para siempre, asimilarnos a la población autóctona. Yo podría dejarme crecer el pelo, dar clases de inglés a los niños de la localidad, ir a la ciudad en una Vespa a comprar el pan. Me imagino a Ed en uno de esos minúsculos tractores especiales para terrazas. Lo imagino poniendo en marcha un pequeño viñedo. O podríamos hacer tisanas de toronjil. Lo miro, pero él está sirviendo el vino. Casi puedo sentir nuestras extrañas voces —inglés, francés, italiano— extenderse por la casa, por el valle. El sonido corre por las colinas. (Stranieri, «extranjeros», nos llaman, pero suena más horrible, a extraños, una palabra curiosamente espeluznante.) Con frecuencia oímos fiestas de vecinos invisibles más arriba. Hemos alterado un antiguo orden de cosas en esta ladera, donde el recaudador de impuestos, el jefe de policía y el dueño del quiosco (nuestros vecinos más próximos, aunque no podemos ver a ninguno de ellos) no oían más que italiano hasta que nosotros acampamos aquí.
La Osa Mayor, tan clara como uno de esos dibujos que se hacen uniendo puntos, parecería dispuesta a verter algo encima de la casa, y la Vía Láctea, con su nombre tan hermoso, agita su estela nupcial de estrellas dispersas sobre nuestras cabezas. Las ranas callan a la vez, como si alguien las hubiera silenciado. Ed saca el vino santo y un plato de biscotti que ha hecho esta mañana. Ahora la noche es inmensa y tranquila. No hay luna. Hablamos, hablamos, hablamos. No hay nada que pueda distraernos, salvo las estrellas fugaces.