Capítulo 6

Festina tarde (apresúrate despacio)

Al salir del aeropuerto de San Francisco, me impresionan el aire fresco y la niebla. Huele a sal, y al humo de los aviones. El conductor de un taxi cruza la calle para ayudarme con el equipaje. Después de unas palabras de cortesía, los dos callamos y me siento agradecida. Llevo veinticuatro horas de viaje. La última etapa, del aeropuerto JFK, donde Ashley y yo nos despedimos, a San Francisco, parece cruel e inusual, sobre todo por la hora de más que tarda el avión a causa del viento. Sobre las colinas, las casas forman círculos de luz, luego, a la derecha, la autopista pasa casi dejándose lamer por el mar. Espero que aparezca una determinada curva. Al pasarla, la ciudad se eleva de pronto ante mí, claramente recortada contra el horizonte. Entramos en la ciudad y voy anticipando las impresionantes piscinas sobre las colinas, el destello de una franja o una extensión de agua azul entre los edificios.

Pero en mis ojos, todavía llevo grabadas ciudades de piedra, campos segados, colinas onduladas cubiertas de viñedos, olivos y girasoles; este paisaje me resulta exótico. Empiezo a buscar las llaves de mi casa. Pensaba que las tenía en el bolsillo interior de mi bolso. ¿Y si las he perdido? Dos amigos y una vecina tienen una llave de casa. Me imagino que encuentro sus contestadores automáticos: «Estaré fuera de la ciudad hasta el viernes…» Pasamos ante casas victorianas con los postigos discretamente cerrados, lámparas encendidas en sus balaustres de madera, tiestos con plantas. No hay nadie en la calle, ni siquiera algún perro solitario o alguien que corre a alguna tienda a comprar leche. Siento añoranza al pensar en ciudades llenas de gente que deja las llaves puestas en la cerradura, en la passeggiata de la tarde, cuando todo el mundo sale a la calle, a hacer visitas, comprar, tomar un espresso. He dejado a Ed allí porque en su universidad empiezan más tarde, y porque seguimos soñando con culminar el verano con las vigas arregladas. Cuando me apeo, el taxi desaparece a toda prisa. Mi casa está igual. El rosal trepador se ha hecho más grande y está tratando de encaramarse a las columnas. Finalmente, encuentro la llave junto con las monedas italianas que me quedan. Sister sale a recibirme con un miau lastimero y se restriega rápidamente contra mis tobillos. La cojo para aspirar su olor a hojas húmedas y tierra. En Italia, a menudo despierto pensando que se ha subido a la cama. Se sube encima de mi bolso y se acurruca para echar una siesta. Se lo merece, por lo que pueda haber sufrido en mi ausencia.

Lámparas, alfombras, cómodas, edredones, pinturas, mesas…, qué asombrosamente cómodo y lleno parece esto después de la casa vacía a once mil kilómetros de aquí. Estanterías llenas de libros, los armarios de cristal de la cocina con sus platos coloridos, jarras, fuentes… Hay tanto de todo… Y la larga alfombra del comedor…, ¡tan suave! ¿Podría marcharme de aquí y no volver la vista atrás? Virginia Woolf, por lo que recuerdo, vivió en el campo durante la guerra. Volvió a toda prisa a su barrio de Londres después de un bombardeo y encontró su casa en ruinas. Esperaba sentirse desolada, pero en vez de eso lo que sintió fue un extraño júbilo. Sin ninguna duda, en mi caso sería distinto. Cuando la tierra tembló, estuve lamentándome durante días por la pérdida de mi chimenea, de mis jarrones y mis vasos de vino. Lo que sucede es que mis pies están acostumbrados a los frescos suelos de cotto; mis ojos, a las paredes blancas y desnudas. Todavía sigo allí, sólo he regresado en parte.

Hay once mensajes en el contestador automático. «¿Ya has vuelto?» «Necesito tu firma en mi solicitud de graduación…» «Llamaba para confirmar su cita…» La asistenta ha dejado una lista con otras llamadas y ha dejado el correo en mi estudio. Tres montones que me llegan a la altura de la rodilla, basura en su mayoría, que empiezo a pasar compulsivamente.

He estado ausente hasta el último minuto, así es que debo volver a la universidad inmediatamente. Las clases empiezan dentro de cuatro días y, a pesar de los faxes que he enviado desde Italia y el buen hacer de mi excelente secretaria, soy jefa de departamento y tengo que estar presente. A las nueve estoy allí, vestida con pantalones de gabardina y una camisa de seda estampada. «¿Cómo has pasado el verano?», nos preguntamos unos a otros. El inicio de un nuevo año escolar siempre resulta emocionante. Se puede palpar el entusiasmo en el ambiente. Si la librería no estuviera atestada de estudiantes que compran sus libros de texto, probablemente entraría y compraría un suministro de bolígrafos de punta fina, un cuaderno de notas con un índice de cinco materias, y unos cuantos tacos. En lugar de eso, firmo solicitudes, informes, llamo a una docena de personas. Voy a un ritmo frenético, haciendo caso omiso del desfase horario.

Después del trabajo, cuando me paro a comprar, compruebo que la tienda orgánica ha incorporado un masajista a su personal. Podría detenerme en uno de los reservados y tomar un masaje de siete minutos para relajarme antes de empezar a seleccionar patatas. Por un momento, me siento abrumada por las colas que veo delante de las cajas, por los pasillos y más pasillos de relucientes productos y las tentadoras pastas de la nueva panadería que han abierto a la entrada del supermercado. Mostaza, mayonesa, film transparente, chocolate en polvo…, compro cosas que no he visto en todo el verano. En el delicatessen tienen galletas de cangrejo y patatas asadas rellenas de cebolleta, y ensalada de maíz y tabouli. ¡Tanto! Compro suficientes provisiones de gourmet para dos días. Voy a estar demasiado ocupada para cocinar.

Son las ocho de la mañana en Bramasole. Ed probablemente estará cortando malezas en torno a un olivo o caminando de un lado a otro mientras espera al hombre del chorro de arena. Cuando voy a entrar en el garaje, veo a Evit, el vagabundo desdentado, desvalijando nuestro contenedor de reciclaje de latas y botellas. El vecino ha puesto sobre la puerta de su garaje una señal que dice: VISUALÍZATE SIENDO LLEVADO POR LA GRÚA.

El último mensaje del contestador empieza con estática, entonces escucho la voz de Ed; suena crispado. «Esperaba encontrarte en casa, cielo. ¿Todavía estás en el trabajo? El hombre del chorro de arena estaba aquí cuando volví del aeropuerto. —Una larga pausa—. Es difícil describirlo. El ruido es ensordecedor. Tiene un generador enorme y la arena sale realmente a chorro y penetra en cada grieta. Es como una tormenta en el Sahara. Ayer hizo tres habitaciones. No te creerías la de arena que hay en el suelo. He sacado todos los muebles al balcón y me he atrincherado en una habitación, pero hay arena por todas partes. Las vigas tienen muy buen aspecto; son de madera de castaño, excepto una, que es de olmo. No sé qué voy a hacer con toda esta arena. Tengo las orejas llenas, y eso que ni siquiera estoy con él en la habitación. Barrer no tendría ningún sentido. Ojalá estuvieras aquí.» Ed normalmente no enfatiza tanto las palabras al hablar.

La siguiente vez que llama está en la autostrada, cerca de Florencia, de camino a Niza, desde donde saldrá para casa. Se le oye exhausto y exaltado. ¡Han llegado los permisos! La limpieza con chorro de arena ha terminado. Sin embargo, Primo Bianchi no podrá hacer el trabajo porque tienen que hacerle una operación de estómago. Ed se entrevistó otra vez con Benito, el doble de Mussolini con ojos color avellana, y han firmado un contrato. Los trabajos se iniciarán enseguida y terminarán a principios de noviembre, antes de Navidades. La limpieza en la casa va lenta. El hombre que ha limpiado las vigas calcula que seguirá cayendo arena… ¡durante cinco años!

Ian, que nos ayudó con la compra de la casa, supervisará las obras. Dejamos esquemas indicando dónde deben ir tomas eléctricas, interruptores y radiadores, cuál debe ser la disposición del cuarto de baño, cómo queremos la cocina —hasta la altura del fregadero y la distancia entre fregadero y grifo—, dónde recoger los accesorios y las baldosas que hemos elegido para el baño…, todo lo que se nos ocurre. Estamos ansiosos por recibir alguna indicación de que han empezado las obras.

El primer fax llega el 15 de septiembre: Benito se ha roto la pierna el primer día de trabajo y el inicio de las obras se pospondrá hasta que pueda caminar.

Festina tarde era una expresión renacentista: «apresúrate despacio». A menudo se representaba con una serpiente mordiéndose la cola, un delfín superpuesto a un ancla, o la figura de una mujer sosteniendo unas alas en una mano y una tortuga en la otra. El gran muro de Bramasole en una, la calefacción central, la cocina, el balcón y el cuarto de baño en la otra. El segundo fax, del 12 de octubre, nos advierte que «se ha producido cierto retraso» y que «cabe esperar algunos cambios en la instalación», pero que tiene plena confianza y no hay que preocuparse.

Le mandamos un fax dándole ánimo y pedimos que lo cubran todo bien con plástico y lo precinten.

Otro fax, poco después, dice que la abertura de la pared de casi un metro de grosor entre la cocina y el comedor ha empezado. Dos días más tarde, Ian nos comunica en un fax que, al sacar una piedra muy grande de la pared, la casa entera crujió y los trabajadores salieron corriendo pensando que se venía abajo.

Llamamos. ¿No habían apuntalado las habitaciones? ¿Había utilizado Benito acero? ¿Por qué no habían sabido qué hacer? ¿Cómo podía suceder aquello? Ian dijo que las casas de piedra eran impredecibles y no podía esperarse que reaccionaran como las casas estadounidenses y ya han colocado la puerta y queda muy bien, aunque no la habían hecho tan ancha como queríamos, por si acaso. Vacilé entre pensar que los trabajadores eran incompetentes o temer que hubieran quedado aplastados bajo una casa inestable.

Para mediados de noviembre, Benito ha terminado el balcón de la primera planta y la abertura de la infame puerta, además de haber abierto las dos puertas de los pisos superiores que conectan con las dependencias del contadino. Decidimos cancelar la apertura de la otra gran puerta, que uniría la sala de estar con la cocina de los contadini. La imagen de los hombres de Benito abandonando la casa a toda prisa no inspira mucha confianza. Los retrasos que Ian menciona a continuación hacen referencia al cuarto de baño y la calefacción central. «Casi con toda seguridad —nos advierte— no habrá calefacción cuando vengan para Navidad. De hecho, la casa no será habitable debido a que los tubos de la calefacción tendrán que instalarse en el interior de la casa y no en la parte de atrás como se nos dijo en un principio.» Benito le pide que nos comunique que los costos son más altos de lo que pensaba. Se han solicitado los artículos escritos en la lista a electricistas y fontaneros y las facturas de unos y otros han convertido el presupuesto en un caos. No tenemos medio de saber qué ha hecho cada uno. Ian parece tan confuso como nosotros. El dinero que mandamos tarda demasiado en llegar y Benito está furioso. Lo que está claro es que nosotros no estamos allí y el trabajo de nuestra casa se está haciendo entre otros trabajos.

Esperando que haya algún milagro, viajamos a Italia por Navidad. Elizabeth nos ha ofrecido su casa en Cortona, donde parte de las cosas están preparadas para el traslado. También quiere darnos buena parte de su mobiliario, ya que su nueva casa es más pequeña. Cuando salimos del aeropuerto de Roma, la lluvia golpea el parabrisas como una manguera abierta a toda presión. A medida que avanzamos hacia el norte, la niebla es cada vez más densa. Al llegar a Camucia, vamos directamente al bar para tomar un chocolate caliente antes de dirigirnos a casa de Elizabeth. Decidimos deshacer las maletas y comer, después iremos a Bramasole.

La casa es una ruina. Han abierto regatas para los tubos de la calefacción en las paredes de todas las habitaciones. Los trabajadores han dejado cascotes y escombros sobre el suelo sin ningún tipo de protección. Se han limitado a echar los plásticos por encima de los muebles, de modo que ahora, hasta el último libro, silla, plato, cama, toalla y receta de la casa está cubierto de mugre. Los cortes profundos y dentados que recorren las paredes parecen heridas abiertas. Acaban de empezar a poner cemento en el suelo del nuevo cuarto de baño. En la cocina nueva, el yeso ya ha empezado a agrietarse. Han instalado el gran fregadero, y queda maravillosamente. Uno de los trabajadores ha garabateado con rotulador negro un número de teléfono sobre el fresco de nuestro comedor. Ed intenta borrarlo inmediatamente con un trapo húmedo, pero parece que el teléfono del lampista no quiere dejarnos. Ed arroja el trapo con el resto de los escombros. Han dejado ventanas abiertas por todas partes y se han formado charcos en el suelo por la lluvia de esta mañana. El descuido es tan evidente en todas partes —han enterrado el teléfono— que me siento furiosa y tengo que salir afuera y tomar unas bocanadas de aire fresco. Benito está en otro trabajo. Uno de sus trabajadores ve que estamos muy contrariados e intenta decir que pronto lo terminarán todo, y bien. Está trabajando en la abertura entre la nueva cocina y el comedor. Es tímido, pero se le ve preocupado. Una bonita casa, bonito emplazamiento. Todo quedará bien. Sus viejos ojos azules y cansados nos miran con tristeza. Benito llega armando un gran estruendo. No hubo tiempo para limpiar antes de que llegáramos y, de todos modos, es responsabilidad del lampista, él mismo se ha retrasado mucho porque el lampista no vino cuando dijo que vendría. Pero todo está «perfetto, signori». Él se ocupará del yeso agrietado: no se había secado bien a causa de la lluvia. Casi no nos molestamos ni en contestar. Mientras él sigue gesticulando, me doy cuenta de que el trabajador me está mirando. Está detrás de Benito y hace un extraño gesto: asiente mirando a Benito y entonces baja los ojos.

El balcón de arriba parece perfecto. Han puesto ladrillos rosados y reafirmado la vieja y oxidada baranda de hierro, de modo que ahora es seguro pero sigue pareciendo antiguo. Al menos han hecho algo bien.

Hacia las cuatro empieza a anochecer. A las cinco ya es de noche. Aun así, las tiendas abren después de la siesta. Una mañana de trabajo, la siesta, y vuelta a abrir cuando ya está oscuro para varias horas más de trabajo: el ritmo de trabajo no es distinto al de los bochornosos días de verano. Pasamos a saludar al signor Martini. Nos alegramos de verle y sabemos que dirá «Boh» y «Anche troppo», una de sus respuestas para todo que significa, «sí, es demasiado». Le explicamos lo que está pasando en nuestro mal italiano. Cuando ya nos vamos, recuerdo el extraño gesto.

—¿Qué significa esto? —pregunto bajando los ojos.

Furbo, astuto; cuidado —responde.

—¿Quién es furbo?

—Al parecer, nuestro contratista.

Una casa acogedora. Gracias, Elizabeth. Compramos velas rojas, cortamos ramas de pino y las reunimos para dar al menos la apariencia de Navidad. Nuestros corazones no están en la cocina, aunque los ingredientes de invierno que vemos en las tiendas casi nos empujan a cocinar. Los muebles que Elizabeth nos ha dado son adorables. Aparte de dos camas gemelas, una mesita de café, dos escritorios y lámparas, tendremos una antigua madia, cuya parte superior se utilizaba para amasar el pan y dejar que subiera la masa. En la parte de abajo hay cajones y un estante. La cálida pátina de la madera de castaño me impulsa a pasar la mano por encima. En la lista que Elizabeth ha dejado, encontramos un inmenso armadio, lo suficientemente grande para guardar todas las sábanas y mantelería de la casa, una mesa de comedor, cómodas antiguas, un cassone (una cómoda alta para guardar cosas), dos sillas de campesino y bonitos platos y bandejas para servir. Vamos a tener una casa amueblada. Con las habitaciones que tenemos, aún quedará sitio para que compremos nuestros propios tesoros. En medio de los horrores de la restauración, este gran acto de generosidad nos conmueve profundamente. En estos momentos, cada uno de estos objetos parece encajar en la casa limpia y ordenada de Elizabeth, pero antes de irnos tenemos que trasladarlo todo a nuestra casa llena de escombros.

A medida que se acerca la Navidad, el trabajo se hace más lento y acaba por interrumpirse. No pensábamos que se tomarían tantos días. La llegada del año nuevo trae consigo un buen número de fiestas. Nunca habíamos oído hablar de santo Stefano, pero por lo visto merece un día de fiesta. Francesco Falco, que lleva veinte años trabajando con Elizabeth, trae a su hijo Giorgio y a su cuñado con un camión. Dejan aparte el armadio, y lo cargan todo en el camión, excepto el escritorio, que es demasiado ancho para sacarlo del estudio. Elizabeth ha escrito todos sus libros en ese escritorio y parece que no es su destino abandonar esta casa. Estoy llevando cajas cargadas de platos al coche y, cuando miro hacia arriba, veo que lo están bajando por la ventana con ayuda de unas cuerdas. Todos aplauden cuando finalmente se posa suavemente sobre el suelo.

En la casa, embutimos todos los muebles en dos habitaciones que hemos adecentado un poco. Lo cubrimos todo con plásticos y cerramos las puertas.

No hay nada, absolutamente nada, que podamos hacer. Benito no responde a nuestras llamadas. A mí me duele la garganta. No hemos comprado regalos. Ed está muy callado. Mi hija, que está en Nueva York con gripe, va a pasar sus primeras Navidades sola, porque el desastroso avance de las obras la ha hecho desistir de su idea de venir a Italia. Me paso un buen rato con la vista clavada en un anuncio de un viaje a las Bahamas de una revista, la típica foto de una cala de arena dorada y agua azul y cristalina.

En algún lugar, alguien flota sobre las aguas en un colchón inflable, pasando sus dedos con gesto soñador por las cálidas aguas.

En nochevieja, comemos pasta con champiñones, ternera y un excelente Chianti. Aparte de nosotros, en el restaurante sólo hay otra persona, porque Natale es ante todo una fiesta para estar en familia. El hombre lleva un traje marrón y se sienta muy derecho. Lo veo beber su vino despaciosamente con la comida. Se sirve medio vaso y aspira su aroma, como si fuera de una excelente cosecha y no el vino barato de la casa. Procede con cada uno de los platos con mesura. Nosotros ya estamos llenos. Sólo son las nueve y media. Volveremos a casa de Elizabeth, encenderemos un fuego y compartiremos un moscato y el pastel que compré esta tarde. Mientras Ed espera su café, a nuestro compañero de cena le sirven un plato con queso y una fuente con nueces. El restaurante está callado. El hombre parte una nuez. Se corta un trocito de queso, lo saborea, se come una nuez, parte otra. Me dan ganas de echarme sobre el mantel blanco y ponerme a llorar.

Según Ian, el trabajo concluyó satisfactoriamente a finales de febrero. Pagamos la cantidad contratada, pero no la exorbitante cifra que Benito añadió. En su lista había cosas como mil dólares por colocar una puerta. Hasta que no estemos, allí no podremos determinar con exactitud qué ha hecho realmente y qué no. No sé cómo lo haremos para establecer un precio final.

A finales de abril, Ed vuelve a Italia. No tiene que trabajar en primavera. Su idea es despejar la tierra y tratar y encerar todas las vigas antes de que yo llegue a primeros de junio. Entonces pintaremos, limpiaremos todas las habitaciones y ventanas y procuraremos devolver al suelo el aspecto que tenía antes de que llegara Benito. En la nueva cocina sólo están el fregadero, el lavavajillas, la cocina y la nevera. En lugar de poner armarios, queremos instalar unas columnas de ladrillo con amplios estantes y colocar placas de mármol para los poyos. Tenemos un buen incentivo: a finales de junio, mi amiga Susan viene a casarse a Cortona. Cuando le pregunté por qué quería casarse en Italia, ella me respondió crípticamente: «Quiero casarme en un idioma que no entienda.» Los invitados se quedarán con nosotros y la boda se celebrará en el edificio del siglo XII del ayuntamiento de la ciudad.

Ed me cuenta que está confinado en la habitación de la primera planta que da al balcón, su pequeño refugio en medio del caos. Está limpiando un cuarto de baño, ha desempaquetado unos cuantos tarros y platos y se ha marcado una rutina rudimentaria. Benito ha sacado parte de los escombros de la casa, pero no los ha llevado muy lejos, se ha limitado a dejarlos en el camino de acceso. En la terraza que queda al frente de la casa ha dejado una pequeña montaña de piedra procedente del muro. El ladrillo del balcón y la habitación forman otra pequeña montaña. Pero a pesar de todo, Ed está exultante. ¡Se han ido! El nuevo cuarto de baño, con sus nuevas baldosas de 30 cm2, el lavamanos con un pedestal belle époque y la bañera empotrada, se ve grande y ostentoso, todo un contraste con el antiguo, donde había que utilizar poco menos que el sistema de los cubos. La primavera es asombrosamente verde y miles de lirios y narcisos aparecen entre la alta hierba en nuestras tierras. Ed ha descubierto un pequeño arroyuelo estacional que pasa entre dos rocas cubiertas de musgo. Había dos tortugas descansando sobre las rocas. El almendro y los árboles frutales son tan extraordinariamente hermosos que tiene que controlarse para no pasar todo el tiempo trabajando en el exterior de la casa.

Procuramos llamarnos lo menos posible. Tendemos a alargar demasiado las conversaciones, y después no dejamos de pensar que podríamos haber hecho algo en la casa con el dinero que nos ha costado la conferencia. Pero cuando uno trabaja en una casa, siente una gran necesidad de explicar lo que ha hecho. Necesitas poder contarle a alguien que las vigas han quedado estupendas con el encerado final, que te duele el cuello de tener todo el día la cabeza levantada hacia el techo, que vas por la cuarta habitación. Ed me cuenta que cada habitación le lleva cuarenta horas: vigas, techo, paredes. El suelo quedará para el final. Siete de siete: siete días a la semana.

Por fin, por fin, junio… Puedo irme. Con todo lo que Ed me ha contado, espero que la casa reluzca cuando llegue. Pero, claro, Ed se ha concentrado en sus progresos.

Cuando llego, me resulta difícil concentrarme en lo que ha hecho. Las vigas quedan muy bien, sí. Pero los alrededores de la casa están llenos de basura, yeso, la vieja cisterna. El electricista no se ha presentado. Seis habitaciones están aún sin empezar. Los muebles están apilados en tres habitaciones. Parece un campo de batalla. Intento no demostrar lo horrorizada que estoy.

Estoy lista para unas buenas vacaciones. Mala suerte, porque no hay más remedio que ponerse a trabajar. Tenemos unas tres semanas antes de que llegue el primer grupo importante de invitados que tenemos. ¡La boda! Parece un chiste pensar que alguien pueda quedarse aquí.

Ed mide un metro noventa. Yo, un metro sesenta y cuatro. Él se pone con el techo; yo, con el suelo. Biología es destino, pero ¿cuál es mejor? En realidad a él le encanta poder acabar las vigas. Pintar el techo de ladrillo es menos divertido, pero resulta gratificante. De pronto, las vigas mugrientas y el techo lleno de desconchones se han convertido en unas vigas oscuras y sustanciosas, y en un prístino techo blanco de ladrillo. La habitación empieza a perfilarse. Se avanza deprisa con las grandes brochas de cerdas de jabalí. Qué paredes tan blancas… Cuando se pinta sobre yeso, el blanco es más blanco. Cuando Ed termina una habitación, mi trabajo consiste en pintar la batiscopa, una franja gris de quince centímetros que recorre la base de las paredes, una especie de seudo moldura típica en las casas antiguas de esta zona. Normalmente es de color ladrillo, pero nosotros la preferimos más clara. La palabra significa «golpe-escoba». El color más oscuro sirve para que no se noten las marcas de fregonas y escobas con que deben limpiarse constantemente estos suelos. Casi cabeza abajo, mido quince centímetros en varios puntos, protejo el suelo y la pared con cinta adhesiva, pinto rápidamente y luego retiro la cinta adhesiva. Desde luego, al quitar la cinta adhesiva, arranco un poco de pintura blanca y tengo que retocarla. Doce habitaciones, cada una con sus cuatro paredes, además de la escalera, los descansillos y la entrada. Vamos a dejar la despensa de piedra como está. A continuación, tengo que descalcificar el suelo. En primer lugar, se eliminan los restos de tierra o piedras que pueda haber, luego paso la aspiradora. Disuelvo los restos de yeso, suciedad y pintura extendiendo por el suelo una solución especial. Después, aclaro con un trapo mojado tres veces, la segunda con una suave solución jabonosa. Siempre de rodillas. Luego, se pasa el trapo otra vez empapándolo con agua y un poco de ácido muriático. Se aclara, se pasa una capa de aceite de linaza y se deja que empape el suelo. Hay que dejarlo secar un par de días y después encerar. Otra vez por los suelos, como una fregona. Mis rodillas, que no están acostumbradas a esto, se rebelan y tengo que contenerme para no empezar a gemir como una loca cuando me pongo en pie. Último paso: pulir con un trapo suave. El suelo vuelve a ser el de antes, oscuro, ostentoso y brillante. Cada habitación recupera su aspecto original, bastante parecido al que tenía cuando compramos la casa, sólo que ahora las vigas están bien y se han colocado los radiadores. «Brutto», «feo», le dije al fontanero cuando los vi. «Sí —me contestó él—, pero en invierno son bonitos.»

Tal como Ed me había dicho, siete de siete: siete días a la semana. Extendemos los dos montones de cascotes por el camino de acceso, que de todos modos ha quedado destrozado por el paso de tantos camiones. Enterramos las piedras y los ladrillos más grandes y esparcimos hierba por encima. Poco a poco se irá asentando. Contratamos a alguien para que se lleve un camión de escombros que Benito olvidó llevarse. Unos días más tarde, cuando estamos dando un paseo, vemos una fea pila de escombros a un lado de un camino, a kilómetro y medio de la casa y, para nuestro horror, entre ellos vemos nuestro yeso con la capa anterior de pintura azul madonna.

Desde que empezó a estudiar en el instituto hasta que se licenció en la universidad, Ed ha trabajado haciendo traslados, como conductor de autobús, haciendo muebles, levantando neveras. Un amigo lo llama «el poeta musculoso». Le encanta este trabajo, aunque por la noche, él también está molido. Yo no estoy acostumbrada a realizar trabajos tan duros, como mucho a dar nuevas superficies a los muebles, podar, pintar y empapelar. Es tanto el agotamiento físico que siento que mi organismo está al borde del colapso. Me duele todo. ¿Qué significa tener agua en la rodilla? Porque me parece que yo tengo. Por la noche estoy hecha polvo. Por la mañana los dos tenemos nuevas energías, aunque ignoro de dónde salen. Empezamos de nuevo. Me asombra la implacabilidad que hemos desarrollado. Nunca volveré a mirar a los obreros de la misma forma. Tendríamos que pagarles una fortuna.

Cuando sello las losetas del balcón con aceite de linaza, el sol es especialmente mortífero. Estoy determinada a acabar lo que estoy haciendo y seguir trabajando, hasta que empiezo a marearme con los vapores del aceite y el calor. De vez en cuando me pongo de pie y aspiro grandes bocanadas de aire perfumado de madreselva. Hemos plantado una abajo, en una jardinera enorme. Dejo que mis ojos se pierdan en la hermosa vista, luego vuelvo a meter el pincel en el bote. ¿A quién se le ocurriría especificar, cuando paga una fortuna para que le hagan un balcón nuevo, que también tienen que dar un acabado a la superficie de las losetas? A ninguno de los dos se nos había ocurrido que tendríamos que tratar los suelos de la cocina y del balcón con esta sustancia viscosa.

Después de recoger las cosas al final del día, echamos una ojeada para comprobar qué queda, cómo lo hemos echo. No pensamos tener niños, pero esto es casi como tener trillizos. A medida que acabamos cada habitación, empezamos a colocar los muebles. Poco a poco las habitaciones van cobrando forma y, aunque la decoración sea un tanto frugal, al menos se ven arregladas. He traído mantas blancas para las camas gemelas. Nos tomamos una mañana libre y vamos a Arezzo a comprar unas lámparas de un sitio donde aún hacen los tradicionales jarrones de mayólica de la zona pero adaptados como base para lámparas. Qué fabulosa sensación…, ¡las cosas empiezan a perfilarse, han acabado, está limpio, estaremos calientes en invierno! Esto nos anima a seguir adelante.

Una semana antes de la boda, llegan de California nuestros amigos Shera y Kevin. Los vemos bajar del tren desde el otro extremo del andén. Kevin está maniobrando con algo inmenso que parece un ataúd para dos. ¡Su bicicleta! Seguimos con el trabajo mientras ellos van a Florencia, Asís, mientras siguen las huellas de Piero della Francesca. Por la noche hacemos grandes comidas juntos, ellos nos explican las maravillas que han visto y nosotros les hablamos del nuevo grifo que queremos instalar en el baño de asiento. Se enamoran de la zona enseguida y parecen deseosos de escuchar el capítulo diario de nuestra saga sobre la limpieza de los ladrillos del suelo de la cocina. Cuando no están de viaje, Kevin da largos paseos en su bicicleta. Shera es una artista, así que la tenemos prisionera. Está pintando medios arcos de un azul lechoso sobre las ventanas del dormitorio para los novios. Hemos escogido una estrella de uno de los cuadros del Giotto y, con ayuda de una plantilla, Shera está llenando las cúpulas de estrellas de oro batido. Unas cuantas estrellas de la cúpula «caen» sobre las paredes blancas. En una tienda de antigüedades que hay cerca de Perugia, compro dos reproducciones en color de las constelaciones, con bestias y figuras mitológicas. En el mercado de Cortona, encuentro bonita mantelería y sábanas de algodón de color azul pálido con calado blanco. Compramos veinte vasos de vino, manteles de lino, moldes para cocinar el pastel de boda, una caja de vino.

Es imposible que podamos terminarlo todo a tiempo para la boda (¿podremos acabarlo alguna vez?), pero hemos hecho bastantes cosas. El día antes de que todos lleguen, Kevin aparece por las escaleras y dice: «¿Por qué sale vapor del lavabo? ¿Es alguna peculiaridad de los lavabos italianos?» Ed trae la escalera, y sube para mirar la cisterna. Mete la mano. Agua caliente. Comprobamos los otros cuartos de baño. El nuevo está bien, pero el otro también tiene agua caliente. Apenas hemos utilizado esos aseos, y no hemos dejado correr la suficiente agua para que llegara el agua caliente, así que no nos hemos dado cuenta de que ninguno de los dos tiene agua fría. En cuanto nuestros invitados empezaron a usarlos, se hizo evidente. Shera dice que cuando se duchó le pareció que el agua salía terriblemente caliente, pero no quiso decir nada. El fontanero no puede venir hasta dentro de unos días, así que tendremos que pasar la boda con duchas rápidas y ¡lavabos que humean!

La terraza que queda al frente de la casa está todavía muy desarreglada, pero hemos puesto tiestos de geranios a lo largo del muro para distraer un poco la atención. Por lo menos hemos quitado los cascotes. Hay camas en cuatro habitaciones. Los dos primos ingleses de Susan y el hermano y la cuñada de Colé han llegado. Shera y Kevin se trasladarán a un hotel de la ciudad un par de días. Llegan también unos amigos de Vermont.

De día, somos doce personas en la casa. Muchas manos para ayudar con las bebidas y la comida. Tenemos que improvisar un poco con el pastel, porque el horno es pequeño. Yo había pensado en un pastel de tres pisos de bizcocho esponjoso con crema de avellana glaseada, servido con crema batida y cerezas bañadas en licor. No hemos podido encontrar un molde lo bastante grande para el primer piso del pastel, así que finalmente hemos comprado una bandeja. Ha quedado un pastel adorable, aunque un poco ladeado. Lo decoramos con multitud de flores. Todos van de un lado a otro visitando lugares bonitos y comprando.

La cena del día anterior a la boda la celebramos aquí, en ona noche clara y cálida. Todos vestimos con lino y algodón claro. Nos hacen muchas fotos cogidos del brazo, o apiñados sobre la barandilla del balcón. El primo de Susan saca un champán que ha comprado en Francia. Después de tomar unas copas con bruschette y olivas pasas, empezamos con la sopa fresca de hinojo. He preparado una cacerola rústica de pollo, judías blancas, salchicha, tomates y cebolla. Hay guisantes finos, canastas de pan, y ensalada de jaramago, radicchio y escarola. Todos cuentan anécdotas de bodas. Mark tenía que casarse con una chica de Colorado, pero el día de la boda ella se escapó y una semana después se casó con otro hombre. Karen era la dama de honor en una boda que se celebró en un yate, y la madre de la novia, con su traje de gasa azul verdoso, tropezó y se cayó al agua. Cuando yo me casé a los veintidós años, quería que la ceremonia se celebrara a medianoche y todo el mundo vistiera con túnicas y llevara velas. El cura se negó rotundamente, porque la medianoche era una hora «furtiva». Las nueve era lo más que estaba dispuesto a aceptar. Y, en vez de una túnica, yo me puse el vestido de novia de mi hermana y avancé por el pasillo llevando conmigo un ejemplar de Keats encuadernado en cuero. Mi madre me tiró del vestido y yo me incliné para escuchar sus palabras sabias. Me susurró: «No durará ni seis meses.» Pero se equivocaba.

Tal vez deberíamos haber traído un acordeonista, a la Fellini, y un caballo blanco que llevara a la novia, pero la noche transcurre bastante bien, y en el comedor, algunos bailan al son de la música del compacto. Una tarta blanca de melocotón tendría que culminar esta cena, pero la descripción que Ed hace de la crema y los gelati de avellana hace que todos corran a los coches. Les asombra ver que en una ciudad tan pequeña a las once todo el mundo está todavía en pie, fuera de sus casas, tomando café, helado, o tal vez un amaro, un «digestivo amargo». En los cochecitos, los bebés tienen los ojos tan abiertos como los padres. Los adolescentes están sentados en la escalinata del ayuntamiento. El único que parece dormir es un gato que se ha aposentado sobre el coche de la policía.

La mañana de la boda, Susan, Shera y yo hacemos un ramo para Susan con lavanda, y flores silvestres rosas y amarillas. Cuando estamos todos arreglados, vamos caminando a la ciudad por la calzada romana. Ed lleva los zapatos buenos en una bolsa. Susan ha comprado paraguas chinos de papel pintado para todos, para que nos protejamos del sol de mediodía. Atravesamos la ciudad y entramos finalmente en el edificio del siglo XII del ayuntamiento. Para firmar el contrato, una sala imponente, oscura, de techo alto, con tapices y frescos y sillas altas de aspecto solemne. La ciudad de Cortona ha enviado rosas rojas y Ed ha dispuesto que venga alguien del bar Sport cuando termine la ceremonia con prosecco frío. Brian, uno de los primos de Susan, va de un lado a otro grabándolo todo con su cámara de vídeo, haciendo tomas desde diferentes ángulos. Después de la breve ceremonia, cruzamos la plaza para ir a La Logetta, donde asistiremos a un festín toscano. La comida se inicia con una selección de antipasti, «entremeses», típicos: crostini, pequeñas rebanaditas de pan, decoradas con olivas, pimiento, champiñones o hígado de pollo; prosciutto e melone, olivas fritas rellenas de pancetta y migas de pan crujiente y especiado; y la finocchiona local, «salami con semillas de hinojo». A continuación nos traen una selección de primi, «primeros platos», incluyendo ravioli con mantequilla y salvia, y gnocchi di patate, pequeños «nudillos» de patata que aquí se sirven con pesto. Nos sirven un plato tras otro, y la cena culmina con unas bandejas de cordero y ternera asados y la famosa chuleta a la brasa del Val di Chiana. Karen se fija en el gran piano que hay en una esquina bajo un inmenso jarrón de flores y convence a Colé, que es pianista, para que toque algo. Ed está al otro extremo de la mesa, pero nuestras miradas se cruzan cuando Colé empieza a interpretar una pieza de Scarlatti. Tres semanas atrás todo esto era un sueño, una lejana conjetura, una perspectiva aterradora. «Salud», exclaman los primos ingleses.

Cuando volvemos a casa, todos estamos adormecidos por la comida y el calor, y decidimos dejar el pastel para más tarde. Oigo que alguien ronca. En realidad, son dos los que roncan.

Aunque al pastel le falta un toque profesional, creo es el mejor que he probado nunca. Y en parte se lo debo a los frutos de nuestro avellano. Shera y Kevin están bailando otra vez. Otros van paseando hasta el lugar donde termina nuestra propiedad para poder contemplar la hermosa vista del lago y el valle. No acabamos de decidir si comer otra vez u olvidarnos. Al final, nos vamos a Camucia a comer unas pizzas. Los sitios que más nos gustan están cerrados, así que acabamos en una pizzería definitivamente ordinaria y sin ambiente. Pero la pizza es excelente, y nadie parece reparar en las cortinas polvorientas o en el gato que se ha subido a la mesa de al lado y está acabando con los restos de la comida de alguien. En un extremo de la mesa, el novio y la novia, con las manos cogidas, están en amoroso coloquio.

Susan y Colé han partido hacia Lucca, y desde allí volverán a Francia. Los invitados de su familia se han ido.

Shera y Kevin se quedan unos días más. Ed y yo vamos a ver al marmista y elegimos un mármol grueso y blanco para el poyo de la cocina. Al día siguiente corta y bisela las placas, y Ed y Kevin las cargan en la parte de atrás del coche. La cocina tiene el aspecto que yo quería: suelo de ladrillo, electrodomésticos blancos, una larga pila, estantes, poyo de mármol… He cosido una cortina azul plisada para ponerla debajo del fregadero y he colgado una ristra de ajos y algunas hierbas secas de los estantes. En la ciudad encontramos un viejo armarito con estantes para tazas y platos. La madera oscura del avellano queda perfecta contra el blanco de las paredes. Por fin, un sitio donde podremos poner todos los cuencos y tazas con diseños locales que estamos comprando.

Todos se han ido. Nos comemos lo que queda del pastel de bodas. Ed empieza una de sus tantas listas… Tendríamos que empapelar una habitación con ellas…, con los proyectos que le gustaría realizar en adelante. La cocina tiene un aspecto irresistible, y está a punto de empezar la mejor época para las frutas y las verduras. Cuatro de julio: aún tenemos la mayor parte del verano por delante. Mi hija está por llegar. Los amigos que estén de paso pasaran a comer o se quedarán una noche. Estamos preparados.